El cuerpo de Asraf fue devuelto a su padre, en cuya casa se instaló la capilla ardiente. Pensaban celebrar un entierro tradicional, lo cual significaba que el cuerpo de Asraf se colocaría en un carro de madera y sería conducido a determinado lugar donde lo incinerarían.
Roshanara volvió a la casa, donde se encontraba bajo la protección de su suegro, el Gran Khansamah.
Hubiera querido verla y hablar con ella. Me interesaba saber cuál sería su futuro.
Pronto lo averigüé. El aya acudió a verme y tiró de mi manga dándome a entender que deseaba hablar conmigo a solas.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
En lugar de contestarme, dijo:
—Señorita… venir…
Salí con ella al jardín y nos dirigimos al mirador oculto entre la hierba y los arbustos. Casi nadie iba allí.
Nos habían dicho que entre la hierba se ocultaban numerosas serpientes.
Por aquellos parajes abundaba la serpiente de Russel e incluso la temible cobra. Vacilé un poco y el aya se dio cuenta.
—Nosotras tener cuidado… —dijo—, mucho cuidado. Seguir donde yo ir, por favor.
La seguí y, al llegar al mirador, me encontré cara a cara con Roshanara. Ambas nos miramos un instante hasta que finalmente la chiquilla se arrojó en mis brazos.
—Oh, señorita…, señorita —dijo—. Tan buena…, tan cariñosa.
La miré y su aspecto me sorprendió. Ya no era la niña que se sentaba con Louise y escuchaba mis lecciones.
Estaba más crecida y más delgada, pero lo que más me alarmó fue su visible expresión de inquietud. Estaba muy asustada.
—Conque ahora eres viuda, ¿eh, Roshanara? —dije. Ella me miró con tristeza.
—Lo siento mucho —añadí—. Fue terrible. Estuviste casada muy poco tiempo. Qué tragedia que perdieras a tu marido.
La niña sacudió la cabeza sin decir nada y sin apartar sus asustados ojos de los míos.
—Le asesinaron —dije—. Qué absurdo. ¿Tenía él algún enemigo? Él no hizo nada, señorita. Era un niño asustado. Murió por culpa de lo que hizo… otro.
—¿Quieres contármelo?
La niña sacudió la cabeza y, de repente, se arrodilló a mis pies y agarró mi falda.
—Ayúdeme, señorita —continuó—. No permita que me quemen.
Miré el aya y ésta asintió.
—Dile, dile, Roshanara —dijo—. Dile a señorita.
Roshanara abrió los ojos hacia mí.
—Levantarán… una pira funeraria. Tendré que arrojarme al fuego.
—¡No! —exclamé.
—Gran Khansamah dice que sí. Dice que es la obligación de la viuda.
—No, no —dije—. Eso es el suttee. El Gobierno británico lo ha prohibido.
—Gran Khansamah dice que es nuestra costumbre. Él no quiere leyes extranjeras.
—Está prohibido —dije—. Debes negarte. Nadie puede obligarte a ello, La ley está a tu favor.
—Gran Khansamah dice…
—Esto no tiene nada que ver con el Gran Khansamah.
—Asraf era su hijo.
—No importa. Quebranta la ley.
—Señorita saber —dijo el aya.
Roshanara asintió con la cabeza.
La mirada de miedo de Roshanara fue sustituida por otra de confianza. Me inquietó que la niña confiara tanto en mí.
Quería actuar con rapidez, pero no sabía cómo. La cuestión era demasiado importante como para resolverla yo sola.
Tendría que consultar con Fabian y Dougal. Mejor con Fabian. Dougal se mostraría comprensivo, pero no haría gran cosa.
Fabian sabría qué se podía hacer. Tenía que buscarle en seguida y hablar con él.
—Déjalo de mi cuenta —dije a Roshanara—. Ahora debo irme. ¿Qué harás, Roshanara?
—Volver a casa de Gran Khansamah —contestó el aya—. Él no deber saber que ella venir y decirle eso. Yo acompañarla.
—Pronto podré decirte lo que debes hacer —agregué.
De inmediato me dirigí al estudio de Fabian. Afortunadamente estaba allí. Se levantó y pareció alegrarse de verme.
Me molestó sentir tanto alborozo cuando hubiera tenido que estar preocupada por aquella terrible situación.
—Debo hablar contigo —dije.
—Me alegro. ¿De qué se trata?
—Es Roshanara. Está aquí. Acabo de verla. La pobre niña está atemorizada. El Gran Khansamah quiere obligarla a arrojarse a la pira funeraria de Asraf.
—¿Cómo?
—Le han dicho que es lo que debe hacer.
—Pero eso está prohibido.
—Han sido órdenes del Gran Khansamah. ¿Qué podemos hacer?
—Hay que impedirlo. No será difícil con la ley en la mano, ¿verdad?
—No tendría que serlo, pero podría resultar peligrosamente provocador. Hemos descubierto cosas alarmantes y opino que la situación se está volviendo explosiva. Tenemos que actuar con la máxima cautela.
—Pero, en un caso de infracción de la ley…
—Drusilla —dijo Fabian muy serio—, creo que puedo contar con tu discreción.
—Por supuesto.
—No se lo digas a mi hermana ni a nadie. Cuando regrese Tom Keeping, seguramente se lo comentará a la señorita Plillwright… pero ella es una chica juiciosa. De lo contrario, Tom no se hubiera enamorado de ella.
—Le he prometido a Roshanara que algo se hará.
—Algo se hará. No podemos permitir que se lleve a cabo esa atrocidad. Pierde cuidado. Pero hemos descubierto ciertas cosas. Hay ambiente de rebelión en el aire. Cualquier chispa podría reavivar los rescoldos y, cuando eso ocurra (si es que ocurre) la conflagración será enorme. Quizá hemos cometido algún error… o tal vez es un simple proceso natural. La Compañía jamás pretendió convertir a los indios en un pueblo esclavizado. Hemos mejorado su vida de mil maneras, pero siempre se comete algún error. Puede que hayamos cometido unos cuantos. Esta gente piensa que su civilización está amenazada y que sus instituciones nativas están siendo sustituidas por otras. Creo que nuestra influencia se ha dejado sentir con demasiada rapidez.
—Pero es imposible que no estén de acuerdo con la desaparición de prácticas tan crueles como el suttee y el bandidaje.
—Seguramente lo están. Pero algunos se oponen. Verás, bajo el gobierno de lord Dalhousie anexionamos el Punjab y Oude. Pero el problema actual es que se está produciendo cierto malestar aquí en Delhi en torno al depuesto rey Bahadur Shah, y ahora Dalhousie amenaza con expulsar a la antigua familia mongola de su sede en Delhi.
—¿Por qué?
Fabian se encogió de hombros.
—Estamos vigilando al líder Nana Sahib, que aprovechará la primera oportunidad para espolear a la gente a rebelarse contra nosotros. Nos encontramos en una situación muy difícil. Te lo digo para que comprendas que debemos actuar con la máxima cautela.
—¿Y Roshanara?
—Eso lo impediremos sin la menor duda. Pero tendremos que hacerlo con mucho cuidado. Sabemos ciertas cosas sobre el Gran Khansamah y al parecer tenemos problemas en nuestra propia casa.
—No me sorprende. ¿No podríais denunciarle?
—Por supuesto que no. Eso provocaría una rebelión inmediata y sólo Dios sabe cómo acabaría.
Él no es un simple khansamah. Ocupa esta posición porque esta casa es utilizada frecuentemente por funcionarios de la Compañía.
—¿Quieres decir que… en cierto modo… es un espía?
—Algo más que eso. G. K. es un líder. Odia a los intrusos, estoy seguro. Es un seguidor de Nana Sahib, el que pretende echarnos de la India.
—También se llama Nana. El Gran Nana. He oído que le llamas así.
—No sé si tomó este nombre en honor del dirigente o si es verdaderamente el suyo.
Lo único que sé es que hemos descubierto ciertas cosas sobre él y tendremos que actuar con cautela.
—¿Qué habéis descubierto?
—Cultiva datura en su jardín. Porque nuestra ley ha abolido el bandidaje, él quiere desafiar esta ley. Keeping lo sospechaba… y ahora ha encontrado pruebas de que G. K. está ayudando a sus amigos a reiniciar el bandidaje. Los viajeros asesinados en el bosque habían sido envenenados, y creemos que el veneno lo facilitó G. K. Es muy probable que así sea dado que un pariente de los viajeros asesinados se vengó, matando a Asraf.
—¡Pobre Asraf, víctima de una venganza contra otra persona!
—Su propio padre, claro. Asraf era el único hijo de G. K. No podía haber peor castigo. Ya ves que las semillas del engaño han germinado en nuestra propia casa.
—Pero ¿qué podemos hacer por Roshanara?
—Tenemos que impedirlo… de una manera sutil y secreta. Montar un número en el lugar de la pira funeraria sería insensato y podría aparejar una revuelta inmediata. Lo más probable es que se produjera un levantamiento en esta misma casa. Eso hay que evitarlo. Cuando vuelva Keeping, estudiaré con él la posibilidad de sacaros a ti, a Lavinia y a los niños de la ciudad.
—¿Temes que se produzcan disturbios en Delhi?
—Delhi es una ciudad importante. Cuando se produzcan los disturbios, el centro neurálgico estará aquí.
—Dime qué te propones hacer para ayudar a Roshanara.
—Tendré que pensarlo un poco, pero, de momento, creo que hay que sacarla de la ciudad.
—El Gran Khansamah no lo permitirá.
—Lo haré sin que él lo sepa, naturalmente.
—¿Y eso es posible?
—Tenemos que hacerlo posible. La Compañía posee varias casas en distintos lugares, donde pueden ocultarse personas durante algún tiempo. Es lo más adecuado. Pero tendremos que actuar con gran cautela. Creo que Tom regresará esta noche. Va y viene con mucha frecuencia, por lo que su partida no llamará la atención.
¿Cuándo será el funeral?
—Muy pronto, creo. Dentro de unos dos días.
—Entonces hay que actuar con rapidez. Quiero que estés preparada. Podría necesitar tu ayuda. Y, recuerda, ni una sola palabra a nadie.
—Lo recordaré —dije.
Fabian sonrió y se inclinó hacia mí. Pensé que iba a besarme, pero no lo hizo.
Debió de ver la expresión alarmada de mis ojos. No conseguía disimular mis sentimientos.
Alice lo había notado. Tendría que procurar que nadie más lo notara… y tanto menos Fabian.
*****
Los acontecimientos de aquel día permanecen grabados claramente en mi recuerdo.
En cuanto pude, fui en busca del aya, a quien localicé casi inmediatamente porque estaba tan deseosa de verme como yo a ella.
—Todo irá bien —le dije—. Lo impediremos, pero hay que tener mucho cuidado. Nadie debe saber lo que vamos a hacer.
El aya asintió muy seria.
—Sir Fabian se encargará de resolverlo. Hay que hacer exactamente lo que él diga, guardando el máximo secreto. El aya asintió de nuevo y preguntó:
—¿Ahora?
—Cuando estemos preparados, te lo diré. Entre tanto, compórtate como si nada ocurriera.
Estaba segura de que lo haría. Temía lo que pudiera ocurrirle en caso de que el Gran Khansamah descubriera su participación en un complot para socavar su autoridad. Tom Keeping llegó a la casa más tarde.
Fabian nos mandó llamar a mí y a Dougal a su estudio y pidió que también estuviera presente la señorita Philwright por si necesitara su ayuda.
Puesto que era la prometida de Tom, Fabian quería que colaborara con nosotros.
Tom ya debía de saber que Alice le había aceptado porque se le veía muy contento a pesar de la inquietud que le causaba aquella situación.
—Sentaos —dijo Fabian—. Usted también, señorita Philwright. ¿Se ha enterado de lo que ocurre? —preguntó, mirando inquisitivamente a Alice. Alice contestó que sí.
—Bueno, pues tenemos que sacar a esa niña de la casa. Tom se encargará. La Compañía es propietaria de varios edificios con capacidad para ocultar a muchos de sus miembros en caso necesario. Se trata de una especie de pequeñas posadas campestres en las que cualquiera que necesite ocultarse durante un tiempo, puede hacerse pasar por viajero sin despertar sospechas. Cuéntales tu plan, Tom.
—Vamos a librar a esa niña india del apuro en que está. Podríamos prohibir la ceremonia por tratarse de algo ilegal. Es lo que yo sugeriría normalmente. Pero no es oportuno en la actual situación.
—Creo que las señoritas Delany y Philwright se han dado cuenta de la creciente tensión que se respira entre la gente —dijo Fabian—. Nuestros enemigos han hecho correr rumores entre los cipayos (los soldados indios) en el sentido de que las balas que utilizan han sido lubricadas con grasa de buey y de cerdo, que ellos consideran impura. Creen que pretendemos avasallar sus antiguas costumbres y que les tratamos con desprecio. Se han declarado varios incendios en Barrackpur. Perdona, Tom. Me estoy apartando del tema, pero considero conveniente que las señoritas comprendan la gravedad de la situación y la razón por la cual tenemos que actuar con tanta precaución. Han habido varios brotes de rebelión que hemos logrado suprimir, pero en Oude y Bundelkhund, corren rumores que socavan nuestro prestigio. Ahora sigue tú, Tom.
—Recelamos mucho del Khansamah. Parece un hombre capaz de acaudillar a la gente. Su presencia en esta casa nos obliga a actuar con las máximas precauciones. Sir Fabian y yo hemos llegado a la conclusión de que, hasta que estemos más seguros de sus intenciones, debemos concentrarnos de momento en salvar la vida de la niña, dejando para más adelante el cumplimiento de la justicia. Nuestro plan será por tanto el de apartar a Roshanara del terrible destino que le espera.
—¿Cómo? —preguntó Dougal.
—Sacándola de aquí.
—Os verán salir —dijo Dougal.
—No, si lo hacemos de la siguiente manera: la niña se marchará cuando haya oscurecido.
—Advertirán su ausencia en la casa del Khansamah.
—Confiamos en que se encuentre sola en su habitación, llorando la pérdida de su marido. Según la tradición, tiene que pasar su última noche en este mundo entregada a la meditación y la plegaria. Estará sola. Tendrá que salir de la casa de Khansamah y dirigirse al mirador, sin entrar en la casa principal.
—La hierba de los alrededores está llena de serpientes —dijo Dougal—. Y te aseguro que algunas… son letales.
—Ya sabemos lo mucho que te interesan las distintas especies de bichos, Dougal —le interrumpió Fabian con impaciencia—, pero ahora no tenemos tiempo para eso.
—Simplemente lo mencioné porque el lugar es peligroso.
—Es un peligro menor, comparado con lo que ocurrirá si no emprendemos esta acción. Prosigue, Tom.
—Bueno, pues —añadió Tom—. Tendremos que disfrazar a Roshanara. Aquí es donde necesitamos la ayuda de las damas. Yo tengo una peluca —abrió un maletín y sacó la peluca. Estaba confeccionada con cabello humano de color castaño claro y parecía muy natural.
—Eso modificará bastante su aspecto —comenté.
—Un poco de polvos en la cara le aclararán la piel —dijo Alice.
—Desde luego. Lavinia tiene muchos potingues en su tocador —dije—. Se los pediré.
—No —dijo Fabian—. No le pidas nada. Toma lo que necesites.
—Podría echarlo en falta.
—Procura que eso no ocurra. Los necesitaréis muy poco rato y se los podréis devolver antes de que se dé cuenta.
¿De veras creéis que podréis modificar su aspecto y darle apariencia… europea?
—Creo que sí —contesté—. Lo intentaremos.
—Pero no hay que decirle a Lavinia ni una sola palabra de este plan.
—Eso significa que tendremos que sustraer esas cosas.
—Pues se sustraen.
—El plan consiste en traer a Roshanara aquí a medianoche —prosiguió Tom—. Bajo ningún concepto deberá entrar en la casa. Los criados tienen vista y oídos muy finos y siempre están alerta, sobre todo ahora. La niña tendrá que dirigirse al mirador.
—A pesar de las posibles serpientes —añadió Fabian, mirando de soslayo a Dougal.
—Allí, se pondrá la ropa europea que hayáis elegido. Su aspecto tendrá que ser completamente distinto. Me marcharé con ella en seguida a una casa de las afueras de la ciudad. Entonces llegarán el señor Sheldrake y su esposa. Sheldrake es uno de los hombres de la Compañía. Su esposa nos será muy útil. Roshanara se hará pasar por su hija. Ella y la niña viajarán en palanquín; diremos que la niña está indispuesta. Eso evitará las preguntas, nadie querrá acercarse por temor a pillar alguna enfermedad infecciosa. Así, la llevaremos sana y salva a la casa donde permanecerá hasta que podamos resolver la situación —dijo—. ¿Piensas que todo esto es un poco melodramático? —añadió Fabian, mirándome—. ¿Crees que sería mejor prohibir sin más la ceremonia? Te aseguro que yo preferiría hacerlo.
—Comprendo —le dije—. Hay que hacer las cosas tal como las has dispuesto. Alice y yo procuraremos disfrazarla lo mejor posible.
—Hay que buscar algo que le vaya a la medida —señaló Alice—. Es tan joven y delgada.
—Cualquier prenda le irá bien —dijo Fabian—. Se pasará casi todo el rato en el palanquín… menos al principio, claro.
—Esa será la fase más peligrosa —dije—. ¿Dónde encontraremos ropa? —le pregunté a Alice.
Alice me observó unos segundos.
—Tú eres muy esbelta, aunque mucho más alta que la niña. Podríamos acortar la falda de uno de tus vestidos.
—Excelente —dijo Tom, mirando con orgullo a Alice, a quien se le había ocurrido la idea.
—No olvidéis —dijo Fabian— que mi hermana no debe enterarse de nada. No podría evitar hacer algún comentario.
—Primero tenemos que enviarle el recado a Roshanara —añadió Tom.
—Hablaré inmediatamente con el aya —dije.
—No me gusta que participe una nativa —comentó Fabian.
—Pero ¿no ves que el aya está tan interesada como nosotros en que todo salga bien? —le miré exasperada—. Es su tía. Fue ella quien me comunicó el asunto. Hará cualquier cosa con tal de salvarla. Lo sé.
—No conviene dejarse llevar por las emociones —dijo Fabian—. Pueden cometerse errores. Insiste en que…
—Lo haré, pero ella lo comprenderá sin que se lo diga. Podemos confiar totalmente en su discreción.
—La confianza total es un error.
¿Por qué tenía siempre que discutir con él?, me pregunté. No era el momento más adecuado. Teníamos que concentrar todos los esfuerzos en que el plan no fracasara.
Vi al aya en cuanto salí de la casa y le dije que me acompañara al mirador. Fabian tenía razón. Nunca se podía confiar del todo en nadie. Aunque me constaba que muchos criados de la casa hubiera llorado la inmolación de Roshanara en la pira funeraria, nadie sabía hasta dónde podría llegar la cólera del Khansamah; algunos podían sentir el patriótico deseo de expulsar a los británicos de la India y quebrantar sus leyes.
Expliqué al aya nuestro plan. Roshanara se enteraría de las instrucciones cuando llegara al mirador. Se lo diríamos mientras la vistiéramos.
Me emocioné al ver brillar la esperanza en sus ojos, ella estaba convencida de que las posibilidades de supervivencia de Roshanara se debían a mi poder divino. Hubiera querido decirle que el plan lo habían forjado Fabian y Tom Keeping.
El aya escuchó atentamente. Roshanara se dirigiría al mirador a medianoche, cuando la casa del Khansamah estuviera en silencio y todo el mundo durmiera. Ella sabía que sería posible porque todos los miembros de la familia estarían en sus habitaciones, rezando antes de la noche del funeral.
Alice y yo iríamos al mirador antes del anochecer, llevando parte de las cosas que necesitaríamos para cambiar el aspecto de Roshanara. El mayor temor era que alguien notara nuestro insólito comportamiento. Por suerte, todo se desarrolló sin contratiempos.
Alice y yo vestimos a Roshanara. La pobre niña temblaba de miedo.
No podía creer que alguien desafiara las órdenes del Gran Khansamah, pero, al mismo tiempo, confiaba ciegamente en mí.
No hubo necesidad de advertir a ninguna de ambas indias de las consecuencias que el fracaso tendría para ellas del plan. Las conocían tan bien como nosotras.
Finalmente Roshanara estuvo lista para la partida. Su aspecto era totalmente distinto. El vestido acortado le estaba un poco largo, pero no le sentaba del todo mal, y la peluca castaño claro le confería una apariencia más bien euroasiática. Sin embargo, no fue posible disfrazar sus graciosos movimientos y sus brillantes ojos negros.
Me enteré del éxito de nuestro plan cuando, días más tarde, se recibió una nota de Tora Keeping.
«Todo bien —rezaba la nota—. El cargamento saldrá de la ciudad esta noche».
Suspiré de alivio. Habíamos salvado a Roshanara.
*****
Al día siguiente se produjo un gran revuelo cuando se divulgó que Roshanara había desaparecido.
El Khansamah no dijo nada, pero comprendí que estaba furioso. Él quería que la antigua costumbre del suttee se cumpliera al pie de la letra y ardía en deseos de desafiar a los británicos, como casi todo el mundo a lo largo y ancho del país.
El aya me dijo que le habían hecho muchas preguntas. El Khansamah la había interrogado a ella en particular. ¿Qué sabía? Tenía que tener alguna idea. ¿Huyó la niña por su cuenta? Ya la encontrarían, vaya si la encontrarían. Entonces moriría en la hoguera y no tendría el honor de sacrificarse por su marido y su país.
Pero moriría por haber desobedecido las órdenes del Gran Khansamah y por haber traicionado a su país.
¡Pobre Roshanara! ¡Ojalá pudiera escapar para siempre de su temible suegro!
*****
Lavinia lo ignoraba todo por orden de Fabian, pero ahora se había enterado de la fuga de Roshanara pues todo el mundo hablaba de ello.
—Pobre niña —dijo—. ¿Sabías que pretendían que se arrojara a la pira funeraria?
—Bueno, era costumbre en otros tiempos.
—Pero ahora ya no.
—No. Menos mal.
—Pero lo siguen haciendo. El Gran Khansamah lo había ordenado. Por respeto a su hijo. Ahora está furioso porque han desobedecido sus órdenes.
—Le está bien empleado.
—Él quería seguir una antigua tradición.
—No sé si él estaría dispuesto a arrojarse a una hoguera por muy antigua que sea la tradición.
—Por supuesto que no. Afortunadamente Roshanara se ha salvado. No sé cómo pudo conseguirlo. Nunca hubiera imaginado que fuera tan valiente.
—Cuando uno se enfrenta con la muerte, es capaz de cualquier cosa.
—¿Cómo lo sabes? Nunca te has enfrentado con la muerte.
—Tienes razón. Nadie sabe lo que haría en determinadas circunstancias, si jamás se ha enfrentado con ellas.
—¡Otra vez filosofando! Eres la Drusilla de siempre. G. K. ha interrogado a todos. Quiere descubrir qué sucedió.
—¿Te lo ha dicho él?
—¡Él, no! Ahora se muestra muy circunspecto…, desde aquella vez que le despedí con cajas destempladas.
—No recuerdo que hicieras tal cosa. El encuentro terminó cuando entré yo y te rescaté.
—¡Drusilla al rescate! Porque lo hiciste una vez con aquel pelmazo del conde, piensas que lo haces constantemente.
—Me alegro de que le consideres un pelmazo. En otros tiempos te parecía maravilloso.
—Bueno, pues el Khansamah se comporta muy bien últimamente.
—¡No me digas! Tratando de obligar a su nuera a morir quemada.
—Me refería a su actitud para conmigo.
—Claro. Tú nunca piensas en las cosas que no te atañen.
—Quédate conmigo —dijo Lavinia, riéndose—. Me encanta tu forma de tratarme. No sé por qué. Mamá te hubiera despedido hace tiempo por tu audacia.
—Pero tú no eres tu madre y si me despides mi iré inmediatamente.
—¡Ya estás otra vez con lo mismo! Quiero que te quedes. Eres mi mejor amiga. Drusilla. ¡Menudo nombre! Te sienta a la perfección. Pareces una Drusilla.
—¿Recatada? ¿Poco amiga de la diversión?
—Exacto.
—Pues, te equivocas. Simplemente desprecio la supuesta diversión a la que tú te entregas con el sexo contrario y que ya tuvo unas consecuencias que no debieras olvidar.
—¡Ya empiezas otra vez!
—Sí…, y ten mucho cuidado con el Khansamah. Es muy posible que no sea lo que crees.
—Conmigo es siempre muy educado. Y ahora se comporta casi con humildad.
—Yo no me fiaría.
—Tú no te fiarías ni de tu tía soltera, la que va a la iglesia cuatro veces al día y reza todas las noches una hora, arrodillada junto a su cama.
—No tengo ninguna tía soltera.
—Tú misma deberías serlo…, lo malo es que no tienes a nadie de quien ser tía. Por eso me restregar por las narices tu recato.
—Te digo que…
—¡Me voy a casa! —Dijo Lavinia, imitando mi voz—. De eso, ni hablar. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí. Lo amable que es G. K. conmigo. Ahora es un encanto. ¿Sabes que el otro día me hizo un regalo? Creo que para pedirme perdón por su arrebato. Y yo le perdono, naturalmente. Porque todo se debió a lo mucho que me admira.
—Me parece que hubieras cedido a sus requerimientos si yo no hubiera entrado.
—¡Entregar mi virtud! ¡Qué experiencia hubiera sido!
—Te queda tan poca virtud que apenas te darías cuenta si la pierdes. En cuanto a la experiencia…, también lo es arrojarse al mar y ahogarse, pero no te aconsejo que lo pruebes para disfrutar de la dulce experiencia.
—Cállate ya y mira qué regalo me hizo G. K.
Lavinia se acercó a un cajón y sacó un estuche.
—¿Quieres decir que aceptaste un regalo… suyo?
—Pues, claro que sí. Los regalos hay que aceptarlos según la intención con que se ofrecen. Lo contrario sería una descortesía.
Lavinia abrió el estuche y sacó su contenido. Después se lo acercó al rostro y me miró con picardía.
Horrorizada, vi un abanico de plumas de pavo real.
*****
Las siguientes semanas estuvieron marcadas por una creciente tensión. En distintas regiones del país estalló una rebelión abierta que, de momento, pudo sofocarse.
A principios de marzo de aquel año de 1857, Alice y Tom Keeping se casaron. Fue una sencilla ceremonia a la que asistí con Dougal, Lavinia y Fabian, el cual hizo una rápida visita a Delhi para la ocasión y se marchó inmediatamente después. Dijo que tenía que atender ciertos asuntos urgentes de la Compañía y mantenerse en contacto con el ejército. Se dirigía al Punjab donde, de momento, todo estaba tranquilo. Dougal se quedó en Delhi, y tuve varias oportunidades de hablar con él.
Me dijo que le gustaría mucho abandonar el país y en eso Fabian estaba de acuerdo con él. Las corrientes subterráneas de rebelión se extendían por todas partes y el viaje a la costa podía resultar peligroso. De no haber sido por los niños, hubiera intentado marcharse. Aun así, tanto él como Fabian pensaban que Delhi era posiblemente el lugar más seguro del país dado que allí se encontraba la mayor concentración de tropas bajo mando británico.
Yo pensaba constantemente en el abanico de plumas de pavo real que le había regalado el Khansamah a Lavinia, y estaba convencida de que debía tener algún significado siniestro. Me hice un reproche. Todo aquello carecía de la menor importancia comparado con la nube de incertidumbre que se cernía sobre nosotros. Los abanicos de plumas de pavo real eran muy corrientes en los bazares y los mercados. Aunque era cierto que sobre todo solían comprarlos los extranjeros que ignoraban su leyenda… cualquiera que ésta fuera. Pero ¿qué significaba el regalo de Khansamah a Lavinia?
Ella lo consideraba una forma de disculpa por su comportamiento; pero Lavinia siempre creía lo que le convenía. Le pregunté a Dougal qué sabía de los abanicos de plumas de pavo real. Él se interesaba mucho tradiciones y probablemente sabría que se consideraban de mal agüero.
Curiosamente, Dougal lo ignoraba, pero dijo que intentaría averiguarlo.
Puesto que desde su casamiento sabía que algún día tendría que ir a la India, Dougal procuró aprender todo lo que pudiera acerca de aquel país, por lo que llevó consigo desde Inglaterra varios libros sobre el tema.
Sin embargo, no mencionaban gran cosa sobre los abanicos de plumas de pavo real, excepto el hecho de que se consideraban sospechosos y de que en algunos lugares se creía que traían mala suerte.
Le conté que tenía uno en mi poder, legado de la señorita Lucille C, la cual creía ciertamente en su maléfica influencia.
—Curioso que quisiera dejártelo a ti en herencia —comentó Dougal.
Le referí el incidente acontecido aquella vez que tomé el abanico.
—Debía de estar un poco desequilibrada —dijo Dougal, sonriendo.
—Sí, le ocurrió una desgracia muy grande. Su amante, fue asesinado y ella culpó al abanico.
—Tonterías.
No quise decirle que el Khansamah le había regalado uno a Lavinia. Me pregunté qué diría si supiera que su mujer había coqueteado con aquel hombre.
A veces, me parecía que no le importaba en absoluto lo que hiciera Lavinia.
—Tiene relación con la leyenda de Argos, cuyos ojos quedaron en la cola del pavo real. Algunos creen que Argos quiere vengarse y que las manchas son ojos que ven todo lo que ocurre…, no sólo lo visible sino también lo que está en la mente. Muchos indios no quieren tener plumas de pavo real en sus casas.
—Supongo que no todo el mundo piensa lo mismo. Algunos deben de pensar que los abanicos son muy adecuados para hacer un regalo. Porque la verdad es que son preciosos. —Puede que el hecho de serlo les confiera una apariencia de maldad a los ojos de gente supersticiosa.
Traté de olvidar el abanico que le había regalado a Lavinia el Khansamah. Bien sabía Dios lo preocupada que yo estaba por cuestiones más importantes.
Recibí una carta de Alice. Era muy feliz. Escribía:
Tom es maravilloso y a menudo nos asombrarnos de lo casual que fue nuestro encuentro. Tom se pregunta qué ocurrirá. Creo que se da cuenta más que nadie de lo explosiva que es esta situación, dado que su trabajo le obliga a viajar por todo el país. Es una tarea emocionante y me alegra mucho poder ayudarle. Quiero que sepas que el cargamento está en buenas manos. Estoy deseando verte. Puede que volvamos a Delhi. Tom nunca sabe con certeza a dónde le llevará su trabajo y ahora las cosas son un poco inciertas. Sería estupendo que pudiéramos conversar sobre lo que ocurre.
La carta me alegró.
¡Qué giro tan maravilloso había experimentado la vida de Alice!
Entretanto, a medida que pasaban las semanas, los rumores se intensificaban. Terminó abril y llegó mayo. Lord Canning hizo una declaración, asegurando a los cipayos que los cartuchos que utilizaban no estaban lubricados con carne de buey o de cerdo, pero creo que sus afirmaciones fueron acogidas con escepticismo.
Mandaron buscar a Dougal y éste se fue a regañadientes.
—No me gusta dejaros aquí solas —dijo—. El comandante Cummings echará un vistazo a la casa. Deberéis hacer lo que él diga.
Lavinia se alegró, pues se había encaprichado del comandante Cummings. Fabian regresó el mismo día de la partida de Dougal.
Me pidió que me reuniera con él en su despacho y, nada más entrar, observé que estaba muy serio.
—No puedo hablar con Lavinia —dijo—. No tiene el menor sentido de la responsabilidad. No sabes cuán preocupante es la situación, Drusilla. Me parece que eres la única persona juiciosa en esta casa, ahora que Alice Philwright se ha ido. Una lástima, porque es una joven muy sensata.
—¿Qué ha ocurrido?
—Cualquiera sabe. Se respira una atmósfera de, inquietud en toda la Compañía y el ejército. Fue un error derrocar al rey de Delhi; el viejo Bahadur Shah era completamente inofensivo. Y otro error todavía más grave fue intentar expulsarle de su palacio. Mira, Drusilla, hemos ganado muchas batallas con las tropas cipayas. Ahora ellos se preguntan: ¿Quién ganó esas batallas?; quien las gana es el soldado, no los oficiales; lo que hacemos por los británicos podríamos hacerlo por nosotros. Están en contra nuestra, Drusilla… y forman parte del ejército.
—¿Les crees capaces de rebelarse?
—Algunos lo harían. Los sijs son leales…, por ahora. Porque ven los beneficios que les hemos aportado y se preocupan lo bastante por su país como para desear que nos quedemos. Sin embargo, este nacionalismo tan radical no hay quien lo detenga. Lo que más me preocupa sois tú, Lavinia y los niños.
Ojalá pudiera enviaron a casa.
—No creo que fuera fácil, ¿verdad?
—Nada fácil… pero tal vez posible. Mira, si os sacáramos de Delhi, ¿a dónde iríais? Nunca se sabe dónde puede estallar la revuelta. A lo mejor, os enviaríamos al desastre… mientras que aquí, en Delhi, por lo menos tenemos más seguridad y sabemos dónde estamos.
—Has de tener preocupaciones más importantes que nuestra seguridad.
—No se trata de eso —dijo Fabian—. Ojalá no te hubiera hecho venir. Ojalá pudiera quedarme. Quisiera vigilar las cosas… aquí. Pero no puedo. Drusilla, tendrás que pensar en ti y en Lavinia.
—¿Has hablado con Lavinia?
—Lo intenté, pero no hay manera. Ella no ve el peligro. No me gusta dejaros aquí con el Khansamah. Ojalá pudiera librarme de él. Estoy seguro de que es responsable del resurgimiento del bandidaje. Lo debió de considerar un gesto de desafío contra nosotros, ¿comprendes? Las leyes le resultan intolerables porque nosotros las hemos impuesto. Pero alguien se vengó de él, asesinando al joven Asraf en represalia por una de las víctimas. Ahora puede que sospeche que estamos implicados en la huida de Roshanara. Quiero que estés preparada para marcharte de un momento a otro.
—Lo estaré.
—Puede que no haya previo aviso. Ojalá pudiera quedarme en Delhi, pero tengo que marcharme esta noche.
—No te preocupes por nosotras. Estaré preparada.
—Los niños…
—Ya me las arreglaré. Les diré que es un nuevo juego. Es fácil manejarles.
—Estoy seguro de que sabrás arreglártelas. A veces, doy gracias a Dios de que estés aquí y otras me maldigo por haberte hecho venir.
—Por favor, no lo hagas —dije sonriendo—. Todo ha sido… muy esclarecedor.
Fabian me miró un instante en silencio y después me rodeó súbitamente con sus brazos y me estrechó con fuerza contra sí.
Entonces comprendí que todo merecía la pena.
*****
Cuando se fue, sentí una aterradora soledad.
En el aire se respiraba una extraña quietud…, una tensión como si algo terrible nos acechara, dispuesto a abalanzarse y destruirnos sin piedad.
Eran las primeras horas de la noche. Los niños ya estaban acostados. La prima del aya se encontraba en la casa para ayudar en el cuidado de los niños.
Era una dulce muchacha a la que Louise y Alan, ya habían cobrado mucho cariño. Oí llamar suavemente a la puerta. Al abrir, me encontré con el aya.
—¿Ocurre algo? —pregunté, alarmada. Ella se acercó los dedos a los labios y entró en la habitación.
—Quiero usted venir… ver a mi hermano. Necesitar verla.
—¿Por qué necesita verme?
—Querer dar gracias —bajó la voz— por salvar Roshanara.
—No hace falta.
—Sí…, mucha falta.
Para no herir su susceptibilidad, dije:
—Mañana estaré en casa. Podría venir entonces.
—Él no venir. Dice usted ir a él.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—Los niños…
—Estar bien cuidados.
Yo sabía que la prima los vigilaba.
—Muy importante —dijo el aya—. Para el plan. —Al ver que yo la miraba perpleja, añadió—: Venga. Vaya la mirador. Esperar allí.
Advertí en sus palabras un matiz de urgencia y, sabiendo que debía estar preparada para cualquier emergencia, accedí a su petición.
Fui a ver a los niños. Dormían profundamente y la prima del aya velaba junto a la cama de Alan.
—Vigilo —me dijo.
Me dirigí rápidamente al mirador. El aya ya estaba allí. Abrió un estuche, y sacó un sari azul y pidió que me lo pusiera. La cosa resultaba cada vez más misteriosa, pero, recordando la advertencia de Fabian y los peligros que nos rodeaban, lo hice. Después el aya me entregó una especie de chal para la cabeza.
—Vamos —dijo.
Abandonamos el jardín sin pasar por delante de la casa y recorrimos a toda prisa varias calles.
Conocía el camino. Estábamos cerca del bazar.
Llegamos a una casa que otras veces me había llamado la atención por un precioso mango que había delante. Ahora el árbol estaba en plena floración.
—Ésta ser casa de mi hermano —explicó el aya.
El hermano salió a saludarnos, se inclinó dos veces en reverencia y pasamos al interior.
Después apartó una cortina y nos invitó a entrar en una estancia llena de objetos de madera labrada.
—Salar muy contento —dijo—. Querer dar gracias por Roshanara… —añadió, sacudiendo la cabeza al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Ella a salvo ahora…, ella bien. Ella feliz. Señorita Drusilla, decir ella, ser gran señora.
—No es nada —contesté—. No podíamos permitir que le ocurriera nada malo.
—Salar… querer hacer un servicio. Decir no bueno estar en casa grande.
—Sí —dije—, hay problemas en todas partes.
—No bueno —añadió, asintiendo—. Salar dar gracias.
—Ya no piense más en eso. Todos queremos mucho a Roshanara. No podíamos permitir que aceptara algo tan terrible Y, como es natural, hicimos todo lo posible por evitarlo.
—Mi hermano no comprender —terció el aya—. Dice usted marcharse de casa grande. No ser bueno.
—Lo sé —dije—. Nos iremos en cuanto podamos.
—Mi hermano decir mejor irse por mar.
—Dile que lo haremos a la primera oportunidad.
Ambos hermanos se apartaron un momento. Vi que Salar sacudía la cabeza y que el aya asentía en silencio.
—Decir él ayudar —dijo el aya.
—Dale las gracias y dile que no olvidaré su amabilidad.
—El tener deuda. No querer tener deudas. Querer pagar.
—Claro que sí, y se lo agradezco. Dile que si le necesito lo llamaré.
Luego salimos de la casa.
Comprendí que Salar estaba más tranquilo tras haberme expresado su gratitud.
*****
Algunos días más tarde, me enteré de que en Meerut se habían producido numerosos incendios provocados y que había estallado un motín.
En la casa se incrementó la tensión. El Gran Khansamah había adquirido una creciente importancia en el transcurso de las semanas anteriores, y ahora se paseaba por la casa como si fuera nuestro amo. Temí que nos causara algún daño y se lo comenté a Lavinia.
—Lavinia, ¿no tienes miedo? —pregunté.
—¿De qué?
—¿Es que no sabes lo que ocurre a tu alrededor?
—Ah, ¿te refieres a los rumores? Siempre corren rumores.
—¿Ignoras que Dougal y Fabian están preocupados por nosotros?
—No hay por qué. El comandante Cummings está aquí para protegernos. Me ha dicho que se encargará de mi seguridad.
—¿Y los niños?
—No les pasa nada. Simplemente son niños. No saben nada de los rumores. Además, ya les cuidarás tú… y también el aya, claro.
—Lavinia, no tienes ni idea de lo que ocurre. La situación es explosiva.
—Te aseguro que todo se arreglará. El Khansamah se encargará de ello.
—Es nuestro enemigo.
—Mío, no. Nos entendemos muy bien… Y por si fuera poco, es uno de mis mejores admiradores.
—Me asombras, Lavinia.
—Muy bien, pues, asómbrate. Es lo que pretendo. Comprendí que sería inútil intentar que comprendiera la gravedad de la situación.
Al otro día, por la noche, el aya se presentó en mi habitación.
—Tener que irnos… ahora —dijo—. Yo llevar niños al mirador. Usted ir allí… enseguida. Yo llevar niños ahora.
Adiviné que estaba al corriente de un peligro inminente. El tono apremiante de su voz me hizo comprender que tenía que obedecerle sin dilación.
—Avisaré a la condesa.
—Rápido. No tiempo que perder.
—Los niños están en la cama.
—No importa. Yo decir nuevo juego. Estarse quietos. Yo llevarlos. En seguida. No hay tiempo.
—¿Por qué…?
—Ahora, no. Venir. Más tarde…
Corrí al dormitorio de Lavinia. Por suerte, estaba sola, cepillándose el cabello frente al espejo.
—Lavinia —dije—. Tenemos que irnos ahora mismo. —¿A dónde?
—Al mirador.
—¿Para qué?
—Mira, no hay tiempo para explicaciones. Ni yo misma lo sé todavía. Ven. Sé que es importante. Los niños estarán allí.
—Pero ¿por qué?
—Ya lo sabrás. Ven.
—No estoy vestida.
—No importa.
—No admito que me den órdenes de esta manera.
—Lavinia, el aya está muy nerviosa. Prométeme que vendrás en seguida. Inmediatamente. Y que nadie sepa a dónde vas.
—La verdad, Drusilla, no te entiendo.
—Es imposible que no te hayas enterado del peligro que corremos.
Lavinia me miró alarmada, probablemente se había dado cuenta de que algo había cambiado.
—De acuerdo… iré —dijo al final.
—Yo me adelanto. Tengo que decírselo al aya. Se extrañará de mi tardanza. No lo olvides. No se lo digas a nadie…, no le digas a nadie a dónde vas y procura que nadie te vea. Es muy importante.
Bajé por una escalera posterior. Salí al jardín sin que nadie me viera y crucé a toda prisa el césped para dirigirme al mirador.
El aya estaba allí con los niños. Parecía muy asustada.
—Tener que irnos… rápido —dijo en un susurro—. Ser peligroso esperar.
—Es un juego nuevo, Drusilla —dijo Louise—. Jugamos al escondite, ¿verdad, aya?
—Sí, sí…, nosotros jugar a escondite. Venir.
—Debo esperar a la condesa.
—No esperar.
—Vendrá aquí y no sabrá qué hacer.
—Tener que llevar niños. Usted venir también.
—Debo esperar —dije.
—No poder. No esperar.
—¿A dónde vamos?
—Casa de mi hermano.
—¡A casa de Salar!
—El decir: «Cuando llegar momento, tú venir aquí con señorita…, con niños…». Y momento llegar. Tener que ir.
—Llévate a los niños. Yo iré con la condesa. Le he dicho que la esperaría aquí. Debo esperarla. El aya sacudió la cabeza.
—No. Malo. Malo…, no bueno.
Después envolvió a los niños en unas capas que casi los cubrían por completo y me entregó el estuche.
—Usted poner —dijo—. Cubrir cabeza. Entonces parecer mujer india…, un poco. Venir. No esperar.
Me puse el sari y me cubrí la cabeza con el chal.
—Drusilla, qué rara estás —dijo Louise.
—Ahora nosotros ir. Yo llevar niños. Usted venir casa hermano. Nosotros querer hacer esto por usted.
—En cuanto llegue la condesa, iré con ella. Ya no puede tardar. Creo que finalmente se ha dado cuenta del peligro que corremos.
—Decir cubrir cabeza. Poner chal…
Me sentía completamente desconcertada, pero tendría que resolver el problema.
Tomando a Alan de la mano y ordenándole a Louise que se pegara a su falda, el aya abandonó a toda prisa el mirador.
El silencio sólo se rompía por el zumbido de los insectos, con el que tanto me había familiarizado.… Sentía los latidos del corazón.
Comprendí que el aya estaba mejor informada del peligro que yo y deduje que éste era inminente.
Me sentía sola y desvalida. En cuanto el aya se fue con los niños, pensé que hubiera debido irme con ellos.
Me los había encomendado, pero ¿cómo hubiera podido dejar a Lavinia? En una ocasión, la locura de Lavinia había repercutido gravemente en mi vida.
Temí que ahora sucediera lo mismo. ¡Si ella me hubiese acompañado inmediatamente! Tal vez no fuera necesario abandonar con tantas prisas la casa, pero el aya creía que sí. Me acerqué a la entrada de la glorieta y miré hacia la casa.
De repente, oí gritos, vi siluetas oscuras junto a una ventana y me pareció que todos los sirvientes de la casa invadían las estancias superiores.
El corazón me latía violentamente, y la garganta me escocía.
—Lavinia…, Lavinia, ¿dónde estás? —musité—. ¿Por qué no vienes? Hubiera deseado con toda mi alma verla avanzar entre el césped en dirección al mirador.
Pero no la vi. Instintivamente comprendí que debía irme a la casa del mango. Conocía el camino. Había pasado por delante de ella muchas veces.
¡Vete! ¡Vete!, me decía el sentido común. Pero no podía irme sin Lavinia. ¿Y si Lavinia llegaba al mirador y yo no estaba?
¿A dónde iría entonces? Ella ignoraba que podría hallar cobijo en aquella casa. Tenía que esperarla.
No supe cuánto tiempo esperaré. Desde el mirador podía ver la ventana de Lavinia. Algunas lámparas estaban encendidas.
Mientras miraba, vi al Khansamah junto a su ventana. ¡O sea que estaba en la habitación de Lavinia!
Desapareció en un abrir y cerrar de ojos y me pregunté si no habría sido una alucinación.
Temblaba de pies a cabeza y no sabía qué hacer. Recé para que Dios me iluminara.
Vete…, vete en seguida, me dijo una voz interior. Pero no podía irme, estando Lavinia en la casa.
Debió de transcurrir una hora. La noche era muy calurosa, pero yo temblaba sin poderlo remediar. Oí cantos lejanos…, cantos de borrachos procedentes de la parte baja de la casa. Vacilé y decidí desandar el camino. Sabía que era una locura. Algo horrible había ocurrido en la casa. Hubiera debido huir como alma que lleva el diablo. Hubiera debido dirigirme a la casa de Salar donde me aguardaban el aya y los niños. Pero no podía.
La espera se me hacía insoportable. Yo no podía resistir más. Tenía que regresar a la casa y buscar a Lavinia.
Era una locura. El aya sabía que teníamos que irnos en seguida. Nos había salvado justo a tiempo. Pero ¿cómo podía yo dejar allí a Lavinia?
Me dije que mi deber era estar con los niños. Ellos me necesitarían en aquellos momentos. Pero estaban a salvo con el aya.
Si ésta había llegado a casa de su hermano, ellos me estarían esperando allí.
Sabía lo que tenía que hacer: buscar a Lavinia. No podía marcharme sin ella. Lavinia hubiera debido acompañarme en seguida, pero era una insensata y siempre lo fue. Pese a todo, yo la quería. Mi vida estaba en cierto modo ligada a la suya y no podía abandonarla.
Al llegar a la casa, me pegué a la pared y presté atención. Los rumores de juerga procedían de los cuartos de la servidumbre. Pensé que el Khansamah debía de estar con los criados. Pero ¿dónde estaba Lavinia? Me dijo que iría al mirador. ¿A qué esperaba?
Vi la puerta abierta. Entré en el vestíbulo. Ahora los gritos y las risas se oían con más claridad.
Todos estaban muy alegres…, la alegría de la intoxicación etílica, sin duda.
En silencio, temiendo que el Khansamah apareciera de un momento a otro, subí de puntillas la escalera. Afortunadamente, aquella parte de la casa estaba desierta.
La puerta de la habitación de Lavinia estaba abierta de par en par. Avancé despacio por el pasillo y me detuve.
Jamás podré olvidar el espectáculo que se ofreció ante mis ojos. Desorden… y horror. Las paredes de la estancia estaban salpicadas de sangre, Sobre la cama, con las piernas y los brazos extendidos, yacía el cuerpo desnudo de Lavinia. La posición era obscena.
Comprendí que lo habían colocado deliberadamente de aquella manera. Los ojos permanecían abiertos de par en par y contemplaban horrorizados el vacío. Su hermoso cabello estaba cubierto de sangre y a sus pies se encontraba el abanico de plumas de pavo real, salpicado de sangre. Entonces comprendí que aquello era obra del Gran Khansamah. Me mareé y estuve a punto de desmayarme cuando vi que le habían cortado la garganta.
Lavinia estaba muerta. La belleza, que había sido su orgullo y que tanto la obsesionaba y la había convertido en lo que era, había acabado finalmente con ella.
Instintivamente supe que el Khansamah se había vengado porque ella coqueteó con él y después le rechazó. Lavinia había cometido el gran delito de insultar su dignidad, y él se había vengado. El abanico de plumas de pavo real fue una advertencia.
Por un instante, no pude ver más que el horror que tenía ante mis ojos.
«Lavinia…, Lavinia… ¿por qué no viniste? ¿Por qué vacilaste? Tú misma te destruiste».
¿Cómo se lo diré a los niños?, me pregunté, como si aquello fuera lo más importante del mundo.
¡Los niños! Tenía que reunirme con ellos. Les cuidaría. Tendría que organizar su vida tal como organicé la de Fleur.
Debía salir inmediatamente de aquella casa de muerte. Si me descubrían, mi destino sería el de Lavinia. Los niños me necesitaban, tenía que cuidar de ellos.
Me alejé de aquella espantosa escena y bajé de puntillas la escalera. La suerte me acompañó y no me descubrieron. Salí por la puerta abierta y corrí entre el césped.
El aire nocturno me serenó. Entré en el mirador y descansé unos segundos para recuperar el resuello. Tenía que reunirme con los niños. Para ello, debería recorrer las calles. Pensé que estaría ocurriendo lo mismo en todas las casas habitadas por europeos. El motín se había iniciado en serio. Lo que temíamos desde hacía varias semanas había estallado de golpe con una virulencia muy superior a la imaginable. Había muy poca gente en la calle.
Me alegré de llevar puestos el sari y el chal. El aya hizo bien en proporcionármelos. Caminaba un poco encorvada para que no me traicionara mi elevada estatura.
El recorrido por las calles pareció durar una eternidad. Vi varios cuerpos ensangrentados en el suelo. Todos eran europeos. Adiviné lo que ocurría y, cada vez que doblaba una esquina, temía encontrarme cara a cara con alguien que me reconociera como miembro de la raza que tanto odiaban.
Aquella noche tuve mucha suerte. Más tarde lo comprendí.
Llegué a la casa y el aya me abrazó.
—Yo estar preocupada.
—Aya —balbucí—, la han matado. Ha muerto.
—Ella tener que venir —dijo el aya, asintiendo.
—Sí, pero no quiso creerlo. Fue horrible. Sangre…, sangre por toda la habitación.
—Recordar los niños.
—¿Dónde están?
—Dormir. Usted tardar mucho.
—Aya, ¿qué vamos a hacer?
—Nosotros esperar —contestó con aire resignado—. Ver. Usted ahora descansar. Ahora a salvo. Mi hermano, feliz. Él pagar deuda.
El aya me acompañó al interior del taller donde había toda clase de objetos de madera labrada.
En el aire se aspiraba el olor de la madera. Había una ventana que daba a un patio.
—Muy bien —dijo—. Allí, patio. Patio de Salar. Nadie nos verá.
Después me llevó a una pequeña estancia a la que se accedía a través de una puerta del taller. Los niños yacían profundamente dormidos en un camastro.
A su lado, había otro jergón.
—Usted, aquí —dijo el aya, indicándomelo—. Usted descansar ahora. Usted sentir mal.
Me sentía muy mal y desesperadamente trataba de librarme de aquella imagen que jamás podría olvidar. Me tendí en el jergón y lo vi todo de nuevo.
Aquella habitación tan bonita, transformada de golpe en una escena infernal…, algo que jamás hubiera podido imaginar.
Sangre por todas partes, y el cuerpo de Lavinia en la cama, con su famosa belleza mancillada y perdida para siempre.
Recordé la primera vez que nos conocimos, nuestra marcha a la escuela; Lavinia, que fue casi siempre una parte de mi vida… y ahora, ya no era nada.
¿Qué pude hacer para salvarla? Hubiera tenido que apremiarla, hacerle comprender el peligro. Pero ¿quién hubiera conseguido obligar a Lavinia a hacer algo que ella no quisiera? Tenía el rostro mojado de lágrimas. El llanto me alivió un poco y me ayudó a tranquilizarme. Oh, Lavinia…, Lavinia…, muerta.
Uno de los niños se agitó en sueños como si quisiera recordarme que tenía la obligación de serenarme, quererles y cuidarles como si fueran míos, en lugar de rendirme ante el dolor.
*****
Más tarde me pregunté muchas veces cómo consiguió el artesano de la madera, Salar, mantenernos ocultos tantas semanas en su casa. Fue una hazaña extraordinaria. La casa no era grande y él vivía solo; no estaba casado.
Labraba objetos de madera que vendía a las tiendas y siempre había llevado una existencia solitaria.
El aya me contó que su sobrina Roshanara significaba mucho para él. Amaba a aquella niña más que a nadie en el mundo y jamás olvidaría que nosotros le habíamos salvado la vida. Un día la visitaría y tal vez se quedaría a vivir con ella; y todo, gracias a nosotros. Ahora era feliz porque había pagado su deuda con creces.
Tres vidas a cambio de una. Aunque se mostraba muy satisfecho, aún no nos había salvado del todo. Sólo se había cumplido la primera parte de la operación.
La deuda no estaría saldada hasta que pudiéramos volver a pasear libremente por las calles.
La misma noche de nuestra huida, el aya regresó a la casa. No quería que nadie sospechara de ella, pues en tal caso las sospechas podrían conducir al Khansamah hasta la casa de Salar, que entonces no podría protegernos, por mucho que se empeñara en pagar su cuenta.
De esta manera, el aya me mantuvo informada de lo que ocurría en la casa. Además, ella podía recorrer las calles y comprobar la situación general.
Era muy difícil distraer a los niños y responder a todas sus preguntas. El pequeño patio que se veía a través de la ventana estaba cercado por muros muy altos, pero, por lo menos, nos permitía ver al cielo y los niños disfrutaban de un poco de aire fresco. No nos atrevíamos a que nadie les viera. El aya les llevó unos pantaloncitos y unas túnicas para que se vistieran como los nativos, pero su tez clara les delataba. Llegamos a acariciar la idea de oscurecérsela con un tinte, pero temimos que el resultado no fuera satisfactorio. Por si acaso, no les permitíamos salir a la calle. Al final, no pudimos seguir diciéndoles que aquello era el juego del escondite. Louise era demasiado inteligente como para creérselo.
—Durante algún tiempo tenemos que escondernos aquí. Hay algunos hombres malos que quieren encontrarnos —le dije.
—¿Qué hombres malos? —preguntó la niña, abriendo mucho los ojos.
—Pues, simplemente hombres malos.
—¿El Gran Khansamah?
Me pregunté cuántas cosas debía de saber. A menudo me asombraba la mezcla de inocencia y astucia que manifestaban los niños.
Decidí decirle la verdad.
—Sí —contesté.
Louise me miró muy seria.
—No nos quiere —dijo—. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues, porque lo sé —se limitó a decir.
—Por eso tenemos que quedarnos aquí algún tiempo, hasta que…
—¿Hasta que se vaya?
—Sí.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Alan.
Louise me miró fijamente. Comprendí que tendría que decirles la verdad.
—Tu mamá se ha ido —contesté.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Louise.
—Verás…, es que se ha ido muy lejos.
—¿A nuestra casa de Inglaterra? —insistió la niña.
—Pues…, no exactamente. Se ha ido mucho más lejos.
—No hay nada más lejos —sentenció Louise muy seria.
—Sí, lo hay. El Cielo.
—¿Allí se fue?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo se quedará? —preguntó Alan.
—Bueno, verás, es que cuando la gente se va al Cielo suele quedarse mucho tiempo.
—¿Estará con los ángeles? —preguntó Louise.
—Yo soy un ángel —dijo Alan.
—No me lo creo —replicó Louise—. No tienes alas. No eres más que un niño pequeño.
—Soy el ángel de Drusilla —dijo Alan convencido—. ¿Verdad, Drusilla?
Le abracé y dije que sí.
Estaba a punto de echarme a llorar, y Louise se dio cuenta. Era una niña muy seria y creo que no aceptaba del todo la versión de lo ocurrido.
—Tú no te irás, ¿verdad? —me preguntó.
Sacudí la cabeza y contesté que no, a poco que pudiera evitarlo.
Pasaron los días. Al despertar cada mañana me preguntaba si aquél sería mi último día en la tierra y cada noche, tendida en mi camastro, me preguntaba si viviría hasta el nuevo día. Procuraba seguir con las clases y me inventaba juegos de adivinanzas y variantes de juegos antiguos para distraer a los niños.
Alan se ponía a veces muy nervioso y quería salir al jardín. Era muy difícil explicarle la situación en cambio, Louise sabía que corríamos un grave peligro, era una niña extremadamente juiciosa e inteligente.
El aya nos visitaba con frecuencia y nos facilitaba noticias sobre los acontecimientos. Nadie receleba de ella porque era natural que visitara a su hermano.
Los cipayos que habían asesinado a sus jefes, integraban ahora el ejército y se encontraban en Delhi. Además, Bahadur Shah había recuperado su trono. Todo el mundo tenía que rendir homenaje al rey. Los británicos habían sido expulsados de Delhi y, en caso de que hubieran visto a alguno por la calle, le hubiesen liquidado inmediatamente. Ahora la India era para los indios. El Gran Nana Sahib, que ostentaba el mismo nombre que nuestro Gran Khansamah, estaba avanzando a través de Oude en su camino hacia las Provincias Noroccidentales, incitando a la rebelión y predicando la necesidad de sacudirse el yugo extranjero. Se habían producido levantamientos en Labore y Peshawar. Muy pronto los británicos serían expulsados de India, decía Salar.
Yo no creía posible que mis compatriotas se dejaran expulsar tan fácilmente, y pensé que mis suposiciones eran acertadas cuando poco después supimos que sir John Lawrence había armado a los sijs y logrado, con su ayuda, refrenar el poder de los cipayos. El Punjab permanecía fiel a los británicos y corrían rumores de que sir John Lawrence se disponía a enviar tropas de refresco a Delhi. Sabía que corríamos un grave peligro.
Cualquier hombre, mujer o niño de origen europeo que deambulara por las calles hubiera sido inmediatamente asesinado.
Traté de entregarme por entero al cuidado de los niños. Tenía que mantenerme ocupada y procurar por todos los medios que fueran felices.
Era la única manera de borrar aquel horrible recuerdo.
Deseé no haber presenciado aquella escena. El hecho de saber que Lavinia había sido asesinada, como miles de otras personas, sin duda me hubiera conmovido profundamente, pero hubiera sido mucho más llevadero que haber visto con mis propios ojos la forma en que murió.
Los niños fueron un consuelo y se portaron muy en a bien a pesar de las circunstancias adversas. Por lo menos, en aquellos momentos ya sabíamos algo más que al principio. Louise tenía un sexto sentido para el peligro y, a veces, se acercaba a mí sin ninguna razón aparente. Yo lo comprendía. Era lo bastante crecida como para darse cuenta de que vivíamos una situación peligrosa y se aferraba no sólo a mí sino también al aya. Se inquietaba mucho cuando el aya no estaba con nosotros.
El aya y su hermano eran muy buenos con nosotros, y yo confiaba plenamente en ellos. La lealtad del aya y la honradez de Salar eran un ejemplo para nosotros.
Constantemente me preguntaba dónde estarían Fabian y Dougal. ¿Qué tal les habrían ido las cosas en aquel holocausto? Intuí que Fabian debía de estar en el mismo centro de las dificultades. Ansiaba recibir noticias suyas y no temía afrontar mis verdaderos sentimientos hacia él porque sabía que la vida era incierta y la muerte acechaba detrás de cualquier puerta.
Deseaba estar a su lado y pensaba que los momentos que había pasado con él eran los puntos culminantes de mi existencia. Me deleitaba, recordando aquel episodio infantil en el que Fabian quiso convertirme en su hija. Ojalá me hubiera quedado siempre con él. ¡Qué distinta hubiera sido entonces mi vida! Le recordaba tendido en el canapé, cuando Lavinia se arrodilló ante él con un cáliz de vino en la mano mientras yo le daba aire con el abanico de plumas de pavo real de la señorita Lucille.
Por asociación de ideas, mi mente pasó a la terrible escena de las plumas ensangrentadas del abanico regalo del Khansamah a Lavinia. Qué extraño me pareció que en mi vida hubiera otro abanico de plumas. Cuando el Khansamah lo regaló a Lavinia, ella creyó que era una muestra de arrepentimiento. Poco podía imaginar que simbolizaba la inminencia de una desgracia y el cumplimiento de una venganza por haberlo desairado.
Necesitaba aferrarme a algo para borrar aquel recuerdo. Fabian nos salvaría, me dije. Recé para que aún estuviera vivo y pronto volviera a verle.
Tenía que enfrentarme con la verdad. Fabian era para mí mucho más importante de lo que yo admitía; ¿de qué me serviría engañarme? ¿Por qué no quería reconocer mi obsesión por él? Era algo que estaba presente en mí desde la infancia. Debía de estar enamorada de él. Yo siempre fui lo que se llama una chica juiciosa. Hasta lady Harriet lo reconocía. ¿Acaso no me envió a la escuela para señoritas en Francia —lujo que mi padre nunca se hubiera podido permitir— con el exclusivo propósito de que vigilara a Lavinia?
Y la vigilé y la ayudé a superar una difícil situación que, de haber fracasado nuestros planes, hubiera arruinado sus perspectivas de encontrar un buen partido. Lady Harriet lo ignoraba, pero yo estaba segura de que hubiera aprobado mi comportamiento, de haberlo sabido.
Yo era una chica juiciosa. Y tenía que seguir siéndolo. No tenía que desanimarme por estar nerviosa o por haber contemplado la escena más espantosa que pudiera imaginar. El aya me comunicó la noticia. Algo estaba ocurriendo. Los británicos avanzaban sobre Delhi y en toda la ciudad reinaba gran consternación.
—Cuidado —me advirtió Salar—. No deber encontrarles.
Nosotros seguíamos esperando. ¿Cambiaría finalmente aquella vida? Las semanas pasaban. ¿Habría alguna novedad?
Un sofocante día de junio se intentó echar abajo las puertas de la ciudad. Tal vez Delhi sería tomada muy pronto y entonces vería a Fabian.
Sin embargo, no fue así. La gente se levantó, dispuesta a defender la ciudad. Los cipayos estaban bien adiestrados y eran soldados muy valientes; combatían con más audacia que antes porque ahora luchaban por la India. Cuando fracasó el intento sufrí una amarga decepción.
Pero aquello no fue el final. Siguieron largas semanas de espera y conjeturas de todas clases, durante las cuales nos preguntábamos cada día si aquél sería el último.
Llegamos a la casa de Salar en mayo, pero los sijs y los británicos no tomaron Delhi hasta septiembre.
Todavía no era muy seguro salir a la calle. Los combates proseguían y cualquier persona no perteneciente a la raza india era atacada de inmediato.
Pero volvió a brillar la esperanza. Pronto tendría que ocurrir algo. Louise lo presentía.
—¿Volverá ahora mi madre? —preguntó.
—No, Louise, no puede volver.
—¿Y mi padre?
—Tal vez.
—¿Y mi tío?
—No lo sé. Volverán cuando puedan. Querrán cerciorarse de que todos estamos a salvo.
—¿Entonces nos iremos de aquí?
—Sí, nos iremos.
—¿En un barco muy grande? ¿A casa?
Era bonito que a Inglaterra la llamara su casa, pese a no haber estado nunca allí.
—Sí —le contesté—. Algún día…
—¿Pronto?
—Puede que sí.
La niña asintió. Sabía que, de haber hecho ciertas preguntas, hubiera obtenido respuestas evasivas y ambiguas. La espera se nos hizo interminable.
Un día el aya acudió a verme a última hora de la tarde. Pensé que sería una de sus habituales visitas periódicas, pero no fue así.
—Todos dejar casa —me dijo—. Khansamah decir no segura. Decir venir enemigo. Soldados en todas casas, ahora soldados británicos. Decir culpa nosotros… matar nosotros.
—A ti no te matarían.
—Khansamah decir…
—¿Dónde está el Khansamah?
—No saber. Decir todos ir. Todos ir diferentes lugares. El aya se quedó un día y una noche en casa de su hermano. Esperábamos con ansia las noticias.
Al día siguiente, el aya se marchó. Aún no le parecía seguro que yo saliera con los niños a la calle. Las matanzas se sucedían y, pese a que el ejército británico había tomado la ciudad, aún quedaban algunos focos de resistencia…
—Yo ver sir Fabian —dijo el aya al volver—. Estar en casa.
Me quedé sin habla y ella debió intuir la emoción que me embargaba.
—¿Le viste? ¿Hablaste con él?
Ella asintió.
—Ir a él. Él decir: «¿Dónde señorita Drusilla y niños? ¿Dónde memsahib condesa?».
—¿Tú… se lo dijiste?
El aya sacudió la cabeza.
—Temer Khansamah. Él vigilar. Creo que él saber. Creo que él vigilar —añadió temblando.
—Pero ¿dónde está?
—Yo no ver… pero creo que él vigilar —contestó el aya, tras dudar un poco—. Yo no ver, pero saber.
—Bueno, pues —dije— ahora ya no podrá hacernos ningún daño. Ya no está en la casa. ¿Qué le dijiste a sir Fabian?
—Decir condesa muerta, niños a salvo con usted.
—O sea que ya lo sabe.
El aya asintió.
—Él preguntar: «¿Dónde? ¿Dónde?», pero yo no decir. Temer que Khansamah venir aquí. Temer que él vigilar. Yo decir: «Yo traer señorita Drusilla a usted». Él decir: «Sí, sí».
—Tengo que verle —dije.
—En día, no. Esperar noche.
¿Cómo viví aquel día? Me sentía aturdida y jubilosa, pero, al mismo tiempo, me remordía la conciencia porque a mi alrededor sólo había muerte y destrucción.
¿Cómo podía alegrarme cuando todavía lloraba la muerte de Lavinia y de todos los que murieron con ella?
Al final, llegó la noche.
—Poner sari —me aconsejó el aya—. Cubrir bien cabeza. Después venir.
Recorrí las calles a toda prisa con el aya, sin pensar en otra cosa que en la posibilidad de ver a Fabian, pero temiendo tropezarme con un asesino en cada esquina. Tenía la desagradable sensación de que alguien nos seguía. Un rumor de pasos…, una mirada furtiva por encima del hombro. Nada. Simples figuraciones provocadas por los terribles acontecimientos producidos en mi vida. Tenía que superar aquella última fase. Tenía que ver a Fabian de nuevo.
Ante mis ojos apareció la casa.
—Yo esperar usted en mirador —dijo el aya.
Crucé rápidamente la extensión de hierba. Vi luz en varias ventanas. Hubiera querido gritar: Fabian, estoy aquí, Fabian.
Había unos arbustos floridos junto a la casa. Al pasar junto a ellos, oí un movimiento a mi espalda. Me volví bruscamente y el terror se apoderó de mí cuando descubrí la mirada del Khansamah.
—Señorita Drusilla —dijo suavemente.
—¿Qué… qué hace usted aquí?
—Mi casa —contestó.
—Ya no. Ha traicionado a quienes confiaban en usted.
—Usted muy atrevida, señorita Drusilla —dijo—. Usted tomar niños…, usted esconderse. Ahora sé dónde. Yo matar aya…, pero primero a usted.
Pedí socorro a gritos mientras él se abalanzaba sobre mí. Vi el puñal en su mano. Grité de nuevo y, con todas mis fuerzas, traté de apartarle de mí.
Logré empujarle un poco hacía atrás. Pero el Khansamah recuperó el equilibrio y volvió a la carga. Aquellos segundos parecieron prolongarse indefinidamente. Me sorprende ahora, el recordarlo, la cantidad de cosas que pueden pasar por la mente en un instante. Mi primer pensamiento fue: «¿Me habrá traicionado el aya? ¿Por eso me ha traído aquí?». No. Ella jamás hubiera hecho tal cosa. Quería mucho a los niños. Y a mí por lo que yo había hecho por Roshanara. Era una sospecha infundada. Pensé entonces que había llegado al final de mi vida. Jamás volveré a ver a Fabian, me dije. ¿Quién cuidará de los niños?
De pronto se produjo una atronadora explosión. El Khansamah levantó las manos. El cuchillo cayó al suelo antes de que el Khansamah se tambaleara como un borracho y se desplomara a mis pies. Fabian corrió hacia mí revólver en mano.
—¡Drusilla! —exclamó.
Sentí que estaba a punto de desmayarme de la emoción. Pensé que había muerto y soñaba.
Sus brazos me rodearon y me estrecharon con fuerza. Yo temblaba de pies a cabeza.
—¿Estás bien? —musitó—. Gracias a Dios que estás a salvo.
—Fabian —murmuré—, Fabian.
El solo hecho de repetir su nombre me tranquilizó.
—Vamos dentro…, lejos de esto.
—Está muerto —dije en voz baja.
—Sí, lo está.
—Tú… me has salvado.
—Justo a tiempo. El muy canalla. Se lo tiene merecido. Cuéntame…, no sabes lo preocupado que estaba y las pesadillas que tenía. Estás temblando. Entra a la casa. No temas. Todos se han ido…, ninguno se quedó cuando llegamos. Ahora la casa es segura. Tenemos tantas cosas que contarnos…
Fabian me rodeó con su brazo y me acompañó al interior de la casa. Todo estaba en silencio.
—Voy por un poco de coñac o algo parecido —dijo.
En aquel momento, entró un soldado uniformado en el vestíbulo.
—¿Puede traer un poco de coñac, Jim? —Preguntó Fabian—. Ahí fuera ha habido un desagradable accidente. Retire el cadáver, por favor. Es un viejo bribón que antes trabajaba aquí. Trató de asesinar a la señorita Delany.
—Sí, señor —dijo el soldado.
Estaba claro que tanto una como otra petición le eran totalmente indiferentes.
Pasamos al salón, que ya no me pareció una estancia familiar. A los pocos minutos, el soldado regresó con el coñac y dos copas.
Fabian llenó las copas.
—Bebe esto —dijo—. Te sentirás mejor.
Tomé la copa con manos temblorosas.
—Ese hombre… —dije.
—No pienses más en él. Era tu vida o la suya. Tenía que morir inevitablemente. Además, ya nos había causado bastantes problemas. Se lo tenía ganado desde hacía mucho tiempo.
—Lavinia… —dije.
Le conté lo ocurrido.
Fabian se conmovió profundamente.
—Mi pobre e insensata hermana…, nunca aprendió la lección, ¿verdad?
Tomó un sorbo de coñac y su mirada se perdió en la distancia. Yo sabía que la quería mucho, aunque deploraba su conducta y la trataba habitualmente con cariñoso desprecio. Había hecho todo lo posible por el futuro de Fleur, y la muerte de Lavinia era un golpe terrible para él.
—Fue ese hombre… —dije, describiéndole lo que había visto—. El abanico de plumas de pavo real estaba a sus pies, completamente ensangrentado. Él debió de colocarlo allí. Fabian me rodeó con su brazo y me atrajo hacia sí. Creo que así, pudimos consolarnos un poco mutuamente.
—Entonces, la he vengado —dijo Fabian al final—. Me alegro de haber sido yo. Íbamos tras él desde hacía algún tiempo. Era uno de los cabecillas. Se consideraba un Nana Sahib. Gracias a Dios que le hemos pillado. Todo terminará dentro de muy poco tiempo, Drusilla. Pero todavía quedan muchas cosas por hacer. Luego nos alejaremos de todo esto, podremos olvidarlo cuando salgamos de esta situación.
Le hablé de los niños, de Salar y su taller y de la forma en que nos había protegido a todos.
—Un buen hombre. Será debidamente recompensado.
—Él no quiere recompensas —dije—. Quiere pagar su deuda por lo que hicimos por Roshanara.
—Comprendo.
—¿Qué hacía aquí el Khansamah?
—Seguramente pretendía asesinarme. Supongo que me aguardaba al acecho en el jardín. Esa debía ser su intención. Tenemos algunos soldados aquí, pero se han producido algunos ataques de francotiradores. Tendremos que andarnos con mucho cuidado.
—¿Y Dougal? —pregunté—. ¿Dónde está Dougal?
—Llevo bastante sin saber nada de él. Podría estar en Lucknow. Alice y Tom estarán también allí.
—Si todo esto terminara de una vez… —dije, estremeciéndome.
—Terminará —me aseguró Fabian—. Pero el peligro es todavía muy grande. Tienes que regresar al taller de Salar. Allí has estado a salvo hasta ahora. Los niños deben quedarse allí. ¿Cómo están?
—Nerviosos… pero bien. No te imaginas cuánto les debo al aya y su hermano. Y todo gracias a lo que hicimos por Roshanara.
—Bueno, frustramos los propósitos de ese malvado. Me consuela saber que ahora ya no podrá vengarse. Todos habéis estado constantemente en mi pensamiento, Drusilla.
—Y tú en los míos… y también Dougal, Alice y Tom.
—Sé que contigo los niños estarán todo lo a salvo que puedan estar. Pero tenemos que decidir a dónde iremos.
No quiero que vengáis a la casa… todavía. No sería prudente. Removeré cielo y tierra para llevaros a todos a casa cuanto antes.
—Dijiste que esta situación se resolvería.
—Pero me temo que todo será muy lento. Aunque hemos conseguido doblegarlos, las dificultades no han terminado. Estaría más tranquilo si tú y los niños os pudierais marchar de aquí. Lástima que no estemos en Bombay. Allí sería más fácil sacaros. Aquí, en cambio, tendríais que cruzar todo el país y cualquiera sabe qué podría pasar. Ahora debes volver a casa de Salar. Quedaos allí unos días y después ya veremos cómo van las cosas. Yo intentaré sacaros de aquí por todos los medios y enviaros a casa.
Mis pensamientos eran confusos. Lo importante era que Fabian estuviera vivo y que nos hubiéramos reunido de nuevo, que él se hubiera emocionado y alegrado de verme, y que me hubiera salvado la vida. Cuando se está al borde de la muerte se considera a ésta con más ligereza que en condiciones normales. Aquella noche había visto morir a un hombre de un disparo, pero sólo experimenté una leve sensación de angustia, superada con creces por una inmensa alegría.
Fabian me acompañó de nuevo al mirador donde me aguardaba el aya. Ésta había oído el disparo y se había acercado furtivamente para ver lo ocurrido. Al principio pensó que me habían matado. Creo que suspiró de alivio cuando vio muerto al Khansamah, a quien tanto temía. Era un hombre arrogante, sádico y cruel y yo no hubiera debido lamentar que recibiera el mismo trato que él dispensara a tantas personas. Pero la muerte es aterradora y yo estaba impresionada.
El aya se alegró mucho de verme a salvo, pero se inquietó al ver a Fabian, y más todavía cuando él le dijo que nos acompañaría a casa de su hermano, donde todavía deberíamos permanecer durante algún tiempo. El aya se preocupó al oír sus palabras. Era mejor que no le vieran con nosotras. ¿Y si alguien vigilara?
Estaba muy asustada y Fabian comprendía los motivos. Al final, decidimos que caminaríamos delante y Fabian nos seguiría a cierta distancia con el revólver a punto, por si tenía que acudir en nuestra ayuda. Así regresé a casa de Salar.
Me tendí en el camastro y pasé el resto de la noche sin poder dormir a causa de la emoción.
*****
La vida había cambiado. Las calles de Delhi ya eran más seguras, aunque todavía acontecían periódicos brotes de violencia. Nana Sahib había sido vencido, pero el motín aún no estaba sofocado. Los británicos se apuntaban un éxito tras otro y nadie dudaba de que, al final, se restablecería el orden, si bien ello exigiría algún tiempo. Yo salía a la calle, pero sin alejarme demasiado. Fabian todavía estaba en la casa y le veía de vez en cuando.
Ambos solíamos comentar la situación que se vivía en aquellos momentos, sin referirnos jamás al futuro.
Más tarde pensé que ello obedeció a que Fabian no confiaba demasiado en que hubiera un futuro para nosotros.
La muerte había retrocedido un poco y ya no nos acechaba como antes, aunque todavía rondaba por los alrededores.
La mayor preocupación de Fabian era sacarnos del país. Trataba de informarse constantemente sobre las posibilidades de viajar hasta la costa. Los británicos habían conseguido destacadas victorias en Rajpootana, Malora, Berar y otros lugares remotos.
Ahora yo podía visitar la casa de tanto en tanto, pero Fabian no quería que lo hiciera con demasiada frecuencia. Temía que alguno de los hombres del Khansamah quisiera vengar su muerte, disparando contra cualquier persona relacionada con la casa. Yo debería permanecer en la casa de Salar hasta que se encontrara un medio para abandonar el país. Fabian se quedó en Delhi.
Me dijo que era inminente el fin de la Compañía como tal. Las autoridades habían comprendido que una compañía comercial no era la más idónea para gobernar un país, cosa que la Compañía venía haciendo desde siempre con la ayuda del ejército. Fabian creía que, cuando todo se arreglara, se instauraría una forma de gobierno más satisfactoria.
—¿Quieres decir que seguiremos conservando nuestros intereses en la India?
—Por supuesto que sí. De eso no cabe duda. Pero estoy convencido de que habrá una nueva legislación.
Me encantaban aquellas conversaciones con él. Nos sentíamos cada vez más unidos. Yo estaba un poco más tranquila y había logrado superar los terribles acontecimientos que presencié. Jamás podría librarme del recuerdo del abanico de plumas de pavo real. Jamás olvidaría la imagen de Lavinia con las piernas y los brazos extendidos sobre la cama. Siempre recordaría la expresión horrorizada de su rostro. A menudo pensaba en ella, que vivió en un mundo de ensueño en el que siempre era la hermosa sirena adorada por galantes caballeros. ¿Qué debió pensar al encontrarse cara a cara con la horrenda realidad? Tal vez la respuesta estuviera en sus aterrorizados ojos. A menudo pronunciaba su nombre en voz alta.
—Lavinia…, Lavinia, ¿por qué te retrasaste? ¿De veras pudiste creer que el Khansamah era tu fiel esclavo y que no sufrirías ningún daño mientras él estuviera allí? ¡Oh, mi pobre e ingenua Lavinia!
Fabian estaba profundamente trastornado por lo ocurrido, pero era realista.
Lavinia había muerto y jamás volvería. Su muerte se debió en cierto modo a su insensatez. Ahora teníamos que pensar en los niños.
Con la llegada del nuevo año, terminó la rebelión en Bengala y en buena parte de la India central. Bahadur Shah, el último mongol, fue juzgado, condenado por traición y enviado a Birmania. El orden se estaba restableciendo poco a poco. Pensaba constantemente en Dougal, Alice y Tom. Les imaginaba todavía en Lucknow, pues no habíamos recibido la menor noticia suya. Temía que les hubiera ocurrido algo.
La vida era más tolerable. Todavía nos alojábamos en casa de Salar, pero gozábamos de más libertad de movimientos y ya no necesitábamos ocultar nuestra identidad. Los nuestros habían recuperado el mando en Delhi. No teníamos nada que temer de los sijs, que siempre habían sido leales al Gobierno británico y comprendido los beneficios que éste les reportaba. No llevé a los niños a la casa porque temí que recordaran cosas y me hicieran preguntas sobre su madre. Fabian nos visitaba en casa de Salar. Ambos hermanos se alegraban mucho de verle, pero se mostraban muy comedidos en sus manifestaciones de afecto; aún sentían cierto temor reverencial.
Fabian había cambiado y ahora se comportaba con más seriedad. La desgracia de Lavinia le había afectado mucho más profundamente de lo que yo imaginaba. Por si fuera poco, había perdido a varios amigos y compañeros en la contienda. Cuando uno pasa por tantos horrores, ya nunca puede volver a ser la misma persona despreocupada de antes y se toma la vida más en serio, sabiendo que en cualquier momento puede producirse la tragedia.
Nuestras conversaciones eran ahora mucho más serenas y solíamos comentar los acontecimientos del país. Nuestras batallas verbales habían tocado a su fin. Yo intuía que nuestras relaciones —por profundas que ahora fueran— cambiarían tan pronto regresáramos a la normalidad. Experimentaba una sensación de provisionalidad y pensaba que, quizás, el estrecho vínculo que nos unía sólo era superficial.
Jamás volveré a ser la misma, me decía con frecuencia. Y pensaba que no debía atribuir demasiada importancia a mis relaciones con Fabian, dado que ninguno de los dos vivía una existencia normal. Pasaban los días. Yo estaba preparada para marcharme en cualquier momento.
Finalmente llegó el momento. Tenía dos días para ultimar detalles y luego viajar a Bombay con los niños. El aya se quedaría en casa de su hermano.
Yo viajaría con un grupo de mujeres y niños, cuya partida se venía organizando desde hacía mucho tiempo.
—O sea que viajaré sola —dije.
—Os acompañaré hasta Bombay —contestó Fabian—. No puedo permitir que hagas este viaje potencialmente peligroso… sin mí.
Sentí que el corazón me daba un vuelco de alegría e inmediatamente me lo reproché.
*****
Cuánto me dolió despedirme del aya. Salar estaba contento porque había pagado su deuda. El aya se mostraba muy seria y los niños muy tristes.
Fue un inmenso dolor para ellos, tal vez el primero de su vida.
—Querida aya, puede que algún día volvamos a vernos —dije.
Ella me miró con expresión angustiada y contestó que lo sentía mucho, pero tenía que acatar su destino.
El viaje a Bombay me parece irreal incluso ahora.
Nos pusimos en camino en una especie de dák-ghari muy parecido al que utilizamos en otra ocasión. Sabía que, en aquellos toscos carros tirados por un caballo desmelenado, el viaje sería muy incómodo. Los niños, muy apenados por tener que separarse del aya, de todos modos se alegraron de poder abandonar su encierro en casa de Salar. Vamos a casa, le dijo Louise a Alan, y el niño se olvidó inmediatamente de la tristeza por la separación de su aya, y se puso a brincar cantando: «A casa, a casa». Era una palabra mágica. Partimos a primera hora de la mañana, yo en el carro con los niños, y a nuestro lado Fabian a caballo con media docena de hombres armados. No tuvimos que esperar mucho tiempo para que otras personas se incorporaran al grupo. Cuando abandonamos Delhi, el número de viajeros se había incrementado considerablemente. Había mujeres y niños en dák-gharis como el nuestro.
Otros soldados se nos unieron. Y se inició la larga marcha.
Sabíamos que el motín no estaba en modo alguno sofocado y que era muy posible que nos atacaran algunos nativos hostiles. El hecho de que fuéramos mujeres, niños y ancianos no nos salvaría. Era una lucha contra una raza, no contra personas concretas. Fue conmovedor ver cómo todos querían ayudarse unos a otros. Si alguien se ponía enfermo o se producía un pequeño accidente, todo el mundo sin excepción se mostraba dispuesto a colaborar. Me sorprendió que la sensación de peligro inminente pudiera ejercer tal efecto en la gente.
Casi todos habíamos visto la muerte cara a cara en los últimos meses y sabíamos que su sombra todavía nos amenazaba y que cualquier momento podía ser el último de nuestras vidas, pero, por alguna razón, habíamos perdido el miedo y respeto a la muerte. Habíamos aprendido que la vida era muy fugaz y nos habíamos vuelto más espirituales y menos materialistas. Yo no lo sabía entonces, pero, ahora que lo evoco, comprendo que viví una experiencia extraña y ennoblecedora.
De vez en cuando nos deteníamos en los dák-bungalows para comer y descansar o cambiar las monturas, pero no dormíamos allí porque sabíamos que no estaríamos a salvo hasta encontrarnos a bordo del barco.
Las paradas eran un alivio porque nos librábamos un rato de las violentas sacudidas de los dák-gharis. De tanto en tanto, conseguíamos dormir un poco. Los niños solían cerrar los ojos cuando se ponía el sol, y dormían toda la noche de un tirón.
La constante presencia de Fabian me consolaba. Estando con él, tenía la absoluta certeza de que conseguiríamos superar las dificultades. En cierto modo, no hubiera querido que terminara el viaje porque eso significaba separarme de él; por esa razón, a pesar de las molestias e incomodidades, el corazón me saltaba de júbilo en el pecho. Al llegar a Bombay, Fabian regresaría a Delhi y nosotros embarcaríamos, es decir, nosotros estaríamos a salvo, pero él volvería al peligro.
A menudo me preguntaba qué habría sido de Tom, Alice y Dougal.
Durante las breves paradas, Fabian y yo nos apartábamos un poco para conversar a solas.
—Una vez en el barco, todo irá bien —me dijo—. Claro que después tendréis que viajar por tierra desde Suez a Alejandría… pero ahora ya conoces los peligros. Seréis muchos y no es probable que te engañe algún apuesto desconocido como Lasseur.
—No —contesté—. Ahora ya sé lo que debo hacer.
—Cuando llegues a casa, te quedarás con los niños.
—Lady Harriet querrá tenerlos a su lado.
—Por supuesto. Pero tú también estarás allí. No puedes abandonarles. Piensa en lo que significaría para ellos. Han perdido a su madre y al aya. Están muy encariñados contigo. Tú representas para ellos la seguridad. Debes quedarte con ellos en Framling. Le he escrito a mi madre al respecto.
—¿Crees que recibirá la carta?
—Se la di a uno de los nuestros que se fue hace un par de semanas. Le comunico que llegarás con los niños y que es mi deseo que te quedes con ellos hasta que yo vuelva a casa.
—Y eso, ¿cuándo será?
—¿Quién sabe? —contestó Fabian, encogiéndose de hombros—. Pero tú debes estar con ellos. Mi madre… impresiona un poco… al principio. Los niños necesitarán que les ayudes a comprenderla. Pobrecillos, ya han sufrido bastante.
—Parece que las experiencias no les han afectado demasiado creo que los niños en seguida lo aceptan todo como una cosa normal. Están acostumbrados a vivir a salto de mata y han pasado muchas semanas escondidos en casa de Salar.
—¿Y su madre?
—Aceptan su muerte. Creen que está en el Cielo.
—Todavía estarán desconcertados.
—Han ocurrido muchas cosas y Lavinia no les veía muy a menudo. Para ellos, era una persona más bien lejana.
—Mejor así.
—Echan de menos al aya, eso sí.
—Por eso se aferran a ti. Ya ves, Drusilla, que no puedes dejarles. Así se lo he explicado a mi madre.
—Quieres que me quede en Framling… como una especie de institutriz.
—Eres amiga de la familia. Cuando vuelva a casa, lo arreglaremos todo. Hasta entonces, quiero que te encargues de que están bien. Prométemelo.
Se lo prometí.
—Otra cosa —añadió Fabian—. Le he hablado a mi madre de… la otra niña.
—¿Te refieres a Fleur?
—Sí. Pensé que debía saberlo.
—Pero Polly y su hermana…
—Ya lo sé. La han cuidado… y muy bien, por cierto. Pero ¿y si les ocurriera algo? Es justo que Fleur viva con su familia.
—O sea que, al final, lady Harriet lo sabrá.
—Algún día tenía que saberlo. No se lo podía decir con tiento. ¿Quién sabe lo que va a ocurrir aquí?
—¿Qué crees que hará?
—Probablemente intentará llevarse a la niña a casa.
—¡Oh, no! —exclamé.
Ya me imaginaba el enfrentamiento entre Polly y Eff por una parte y lady Harriet por la otra. Sería el encuentro de dos ejércitos formidables.
Me pregunté cuál se alzaría con la victoria.
—Espero que… —dije.
—Mi madre decidirá qué hay que hacer con la niña. De todos modos, sabemos que, ocurra lo que ocurra, Fleur tendrá una casa.
—Supongo que tienes razón —dije con un hilillo de voz.
—Creo que sí.
—Polly y su hermana jamás permitirán que Fleur se vaya.
—El combate será muy duro y no se qué bando saldrá victorioso. Mi madre es una mujer muy obstinada.
—También lo son Polly y Eff.
—Será una lucha de titanes. —Fabian rio y yo reí con él. De repente, me sentí segura y confiada.
Nunca olvidaré aquel día…, la hilera de vehículos, los caballos pastando, el tibio aire perfumado, el zumbido de los insectos… y Fabian allí, a mi lado.
Hubiera querido que aquel momento se prolongara indefinidamente. Era absurdo, pero no tenía la menor prisa en llegar a Bombay.
Hubo otras paradas, en cuyo transcurso hablamos o permanecimos en silencio, aunque siempre unidos por un sentimiento profundo.
Ahora estaba completamente segura de mi vida estaría siempre relacionada con los Framling.
A veces, recordábamos el pasado y comentábamos la vez que me secuestró y quiso convertirme en su hija.
—Pensabas que podías tomar todo lo quisieras —dije—, incluidos los hijos de los demás.
—Supongo que sí.
—Tal vez lo sigues pensando.
—Los viejos hábitos no se pierden.
Recordé el abanico de plumas de pavo real, pero no dije nada. Me evocaba algo que jamás podría olvidar por entero:
Lavinia sobre la cama ensangrentada, con el abanico a sus pies.
Quería dejarlo todo a mi espalda. Quería vivir para el futuro. Tenía una importante tarea que cumplir: llevar a los niños a casa y entregarles mi vida… hasta que Fabian regresara.
Al final, llegamos a Bombay. De nuevo contemplé los hermosos edificios, con sus muros blancos resplandeciendo bajo el sol.
La puerta de la India, la llamaban. Ahora cruzaríamos aquella puerta para volver a casa.
Tuvimos que esperar unos cuantos días la llegada del barco. Finalmente llegó y subimos a bordo.
Fabian subió también para ayudarnos a instalarnos en el pequeño camarote que nos habían asignado.
No había tiempo que perder. Tan pronto como subieron los pasajeros, el barco se dispuso a zarpar.
Fabian se despidió de los niños, pidiéndoles que me obedecieran en todo. Ellos le escucharon solemnemente. Después tomó mis manos entre las suyas.
—Adiós, Drusilla —dijo—. Volveré a casa en cuanto pueda. Tendremos mucho de que hablar entonces. Y tiempo suficiente para hacerlo —añadió sonriendo.
—Sí —contesté mientras él me besaba en ambas mejillas.
—Cuídate mucho —dijo.
—Tú también —contesté.
Y eso fue todo. Zarpé de Bombay con los niños y dejé a Fabian en aquella tierra desgarrada por los conflictos.