Siempre me fascinó la casa grande de Framling. Todo empezó probablemente cuando yo tenía dos años y Fabian Framling me mantuvo allí dos semanas. Descubrí que era una casa llena de sombras y de misterio cuando fui en busca del abanico de plumas de pavo real. En los largos corredores, en la galería, en las silenciosas estancias, el pasado parecía atisbar desde todos los rincones, imponiéndose al presente hasta casi borrarlo, aunque no del todo.
Desde que yo recordaba, lady Harriet Framling reinaba en nuestra aldea como suprema soberana. Los campesinos permanecían respetuosamente de pie al borde del camino y se acercaban la mano a los mechones de pelo de la frente mientras las mujeres se inclinaban en reverencia al paso del carruaje en el que campeaba el majestuoso escudo de armas de los Framling. Se hablaba de ella en susurros como si quienes la mencionaban temieran pronunciar su nombre en vano; en mi mente juvenil, la aristocrática dama era equiparable a la reina y sólo inferior a Dios. Por tanto no resultó extraño que, cuando su hijo Fabian me ordenó que fuera su esclava, yo —que por aquel entonces contaba apenas seis años— obedeciera sin rechistar. Nos parecía de lo más natural que la gente sencilla como nosotros sirviera en la Casa Grande en cualquier forma que se considerara oportuna.
La Casa Grande —conocida en la región simplemente como «la Casa», como si las viviendas que ocupábamos el común de los mortales fueran algo distinto— se llamaba Framling. No el palacio o la mansión de los Framling sino simplemente Framling, con acento en la primera sílaba para que sonara más impresionante. Pertenecía a los Framling desde hacía cuatrocientos años. Lady Harriet se dignó casarse con un miembro de aquella familia a pesar de ser hija de un conde, me explicó mi padre, motivo por el cual la llamaban lady Harriet en lugar de lady Framling. No se podía olvidar que al convertirse en la esposa de un simple barón se había casado con alguien inferior a su rango. El pobre hombre ya había muerto, pero se decía que ella nunca le permitió olvidar su elevada alcurnia y consideró su deber dominarnos a todos, pese a que sólo conoció la aldea cuando se casó.
Durante varios años, el matrimonio no tuvo descendencia, lo cual fue motivo de gran disgusto para lady Harriet. Supongo que ella debía de quejarse constantemente al Todopoderoso por aquel descuido; pero ni siquiera el Cielo podía ignorar para siempre a lady Harriet, que a la edad de cuarenta años y a los quince de su boda, dio a luz a Fabian.
Su alegría no tuvo límites. Estaba loca por el niño. Era lógico que su hijo fuera perfecto. La servidumbre tenía que satisfacer sus más leves caprichos y los criados de los Framling reconocían que la propia lady Harriet sonreía con indulgencia ante las trapacerías del retoño.
A los cuatro años del nacimiento de Fabian, vino al mundo Lavinia. Aunque, tratándose de una niña, era ligeramente inferior a su hermano, su condición de hija de lady Harriet la colocaba por encima del resto de la comunidad.
Me hacía gracia ver entrar en la iglesia y avanzar por el pasillo a lady Harriet seguida por Fabian y a éste seguido por Lavinia. Todo el mundo les miraba con reverencia cuando ocupaban sus puestos y se arrodillaban sobre las alfombrillas rojas y negras con la letra F bordada; los de atrás podían contemplar el sorprendente espectáculo de lady Harriet, arrodillándose ante una Autoridad Superior, lo cual bastaba por sí solo para compensar cualquier defecto que pudiera tener la función religiosa.
Yo les miraba fijamente mientras me arrodillaba, olvidándome de que estaba en la iglesia, hasta que un codazo de Polly me lo recordaba y me llamaba de nuevo al deber.
Framling —la Casa— dominaba toda la aldea. Construida en lo alto de una ligera pendiente, parecía vigilar constantemente los posibles pecados que pudiéramos cometer. Aunque allí ya había una casa en los tiempos de Guillermo el Conquistador, ésta se reconstruyó a lo largo de los siglos, y apenas quedaba ya nada del edificio pre-Tudor. A través de una entrada flanqueada por torres almenadas; se pasaba a un patio inferior con los muros cubiertos de vegetación y gran profusión de arbustos en artísticos tiestos revestidos de hierro. Unas oscuras y misteriosas ventanas daban al patio en el que había unos asientos. Siempre me imaginaba a alguien mirando desde aquellas ventanas, para después informar de todo a lady Harriet.
Cruzando una puerta tachonada se llegaba a una sala de banquetes en cuyas paredes colgaban los retratos de varios Framling muertos hacía mucho tiempo, algunos de aspecto terrible y otros de semblante más benigno. El techo era alto y abovedado. La lustrosa mesa alargada olía a cera de abejas y aceite de trementina. Sobre la gran chimenea, el árbol genealógico de la familia se extendía en todas direcciones. En un extremo de la sala, una escalinata conducía a la capilla, mientras que la puerta del lado opuesto daba acceso a unas ventanas con celosías.
En mis años de infancia, me parecía que todos los habitantes de la aldea girábamos como planetas en torno al fulgurante sol que era Framling.
Nuestra casa, justo al lado de la iglesia, era una construcción irregular, surcada por corrientes de aire. A menudo había oído decir que calentarla costaba una fortuna. Comparada con Framling era muy pequeña, claro, pero no cabía duda de que, aunque en el salón había una buena chimenea y en la cocina no hacía frío, ascender a las plantas superiores en invierno era como ir al círculo ártico. Mi padre no se daba cuenta. Él apenas se daba cuenta de las cosas materiales. Lo suyo era la antigua Grecia, y estaba más familiarizado con Alejandro Magno y Homero que con sus feligreses.
De mi madre lo ignoraba casi todo porque murió cuando yo tenía dos meses. La sustituyó Polly Green, pero eso no sucedió hasta que yo cumplí los dos años y tuve mi primera experiencia con los Framling. Polly debía de tener unos veintiocho años cuando vino a casa. Era viuda y siempre había querido tener hijos, por lo que, cuando ocupó el lugar de mi madre, yo fui para ella la hija que nunca tuvo. Todo salió a las mil maravillas. Yo quería a Polly y no dudaba ni por un momento de que Polly también me quería. En los momentos de crisis siempre acudía a sus amorosos brazos. Cuando se me cayó encima el budín caliente de arroz, cuando tropezaba y me dañaba las rodillas, cuando por la noche me despertaba en medio de una pesadilla de duendes y terribles gigantes, recurría a Polly en busca de consuelo. No hubiera podido imaginar una vida sin Polly Green.
Procedía de Londres, a su juicio, un lugar superior a cualquier otro.
—Me enterré en el campo por ti —solía decir.
Cuando yo le señalaba que, para estar enterrada una persona, primero tenía que encontrarse bajo tierra en el cementerio, hacía una mueca y decía:
—Bueno, más o menos es lo mismo.
Despreciaba la campiña.
—Muchos campos y nada que hacer en ellos. A mí que me den Londres.
Después me describía las calles de la ciudad donde siempre «ocurría algo», y los mercados iluminados de noche con farolas de petróleo, con sus tenderetes llenos de frutas y verduras, de ropa vieja y «cualquier cosa que te puedas imaginar», y todos los vendedores, gritándose palabrotas los unos a los otros.
—Cualquier día de éstos te llevo allí, para que lo veas. Polly era la única persona entre nosotros que casi no sentía respeto por lady Harriet.
—¿Quién es cuando sale de aquí? —preguntaba—. En nada se diferencia de nosotros. Lo único que tiene es un apellido ilustre.
Polly no tenía miedo y nunca se inclinaba en servil reverencia ante nadie. Jamás se acobardaba al paso del carruaje. Tomaba mi mano con firmeza y seguía caminando como si tal cosa, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.
Polly tenía una hermana que vivía en Londres con su marido.
—Pobre Eff —decía—. Él no es gran cosa —nunca la oí llamarle de otra manera que «él». Al parecer, no era digno de tener un nombre. Era un holgazán y le dejaba todo el trabajo a Eff—. Ya se lo dije el día que se comprometió en matrimonio con él: «Te comerás el arrepentimiento con una larga cuchara como te cases con ése, Eff». Pero ¿crees que me hizo caso?
Yo sacudía solemnemente la cabeza porque ya me lo había contado otras veces y conocía la respuesta.
Así pues, en mi primera infancia Polly fue el centro de mi vida. Sus actitudes urbanas la distinguían de nosotros los pueblerinos. Polly solía cruzar los brazos y adoptar un gesto beligerante cuando alguien daba muestras de atacarla. Decía que no tenía por qué «aguantarle nada a nadie» y, cuando yo le señalaba, tras haber sido iniciada en las complejidades de la gramática inglesa por mi institutriz, la señorita York, que dos negaciones equivalían a una afirmación, se limitaba a replicar:
—Pero, bueno, ¿es que tú también la has tomado conmigo?
Yo quería muchísimo a Polly. Era mi aliada, completamente mía; con ella, me sentía capaz de enfrentarme a lady Harriet y al mundo entero.
Ambas ocupábamos las habitaciones superiores de la rectoría. Mi habitación era contigua a la suya; lo fue desde el primer día en que ella vino a la casa y nunca quisimos cambiarlo. El hecho de tenerla tan cerca me producía una agradable sensación de intimidad. Había otra habitación en la buhardilla. Allí Polly encendía la chimenea y, en invierno, hacía tostadas y asaba castañas. Yo contemplaba las llamas mientras Polly me contaba historias de la vida londinense. Con los ojos de la imaginación, yo veía los tenderetes del mercado, a Eff y a él, y la casita donde Polly vivió con su marido marinero. Veía a Polly esperando su vuelta a casa de permiso, vestido con unos pantalones holgados, tocado con una gorrita blanca en la que figuraba el nombre de su barco, Triumphant, y llevando una bolsa blanca al hombro. A Polly le temblaba un poco la voz cuando me contaba cómo se hundió su barco.
—No me quedó nada —decía—. Ni un chiquitín que me lo recordara.
Yo le comentaba que, si hubiera tenido un chiquitín, no me hubiera querido a mí, por lo que me alegraba de que no lo tuviera.
Las lágrimas asomaban entonces a sus ojos y se apresuraba a decirme:
—Ya está. Mira lo que has hecho. ¿Pretendes ablandarme a mi edad?
Pero me abrazaba de todos modos.
Desde nuestras ventanas veíamos el cementerio y algunos sepulcros medio ruinosos en los que yacían personas muertas hacía mucho tiempo. Yo solía leer las inscripciones, preguntándome cómo habrían sido en vida. Algunas lápidas tenían sus inscripciones medio borradas de tan antiguas.
Nuestras habitaciones eran muy espaciosas y tenían ventanas a ambos lados. En dirección opuesta al cementerio, podíamos ver el césped comunal de la aldea con su estanque y sus asientos donde solían reunirse los viejos para conversar o contemplar en silencio el agua antes de ir a la taberna a tomar una jarra de cerveza.
—A un lado, la muerte —le decía yo a Polly— y, al otro, la vida.
—Menuda estás tú hecha —replicaba Polly, tal como solía hacer siempre que yo comentaba algo extravagante.
Nuestro hogar lo formaban mi padre, yo, mi institutriz, señorita York, Polly, la cocinera y ama de llaves señora Janson, y Daisy y Holly, dos vivarachas hermanas que se repartían las tareas de la casa. Más tarde supe que la institutriz estaba allí porque mi madre había aportado un poco de dinero al matrimonio, el cual se ahorró para mi educación que, según los deseos de mi padre, debería ser la mejor posible aunque para ello fuera preciso pasar dificultades y estrecheces.
Yo quería mucho a mi padre, pero no le consideraba tan importante en mi, vida como a Polly. Cuando le veía cruzar el cementerio para dirigirse desde la iglesia a la rectoría con su sobrepelliz blanco, su devocionario en la mano y su hermoso cabello blanco alborotado por el viento, sentía enormes deseos de protegerle. Parecía tan vulnerable y tan incapaz de cuidar de sí mismo, que resultaba un poco extraño que fuera el pastor de su rebaño espiritual, sobre todo, habida cuenta de que en él figuraba lady Harriet. Le tenían que recordar las horas de la comida y cuándo cambiarse de ropa, y perdía constantemente las gafas que luego encontraba en lugares inesperados. Entraba en una habitación por algo y lo olvidaba. Era elocuente en el púlpito, pero yo estaba segura de que los aldeanos no entendían sus alusiones a los clásicos y antiguos griegos.
—Olvidaría la cabeza si no la tuviera pegada a los hombros —solía decir Polly en aquel tono entre cariñoso y despectivo que yo conocía tan bien.
Pero le quería mucho y en caso necesario le hubiera defendido con toda la retórica de su pintoresco lenguaje, tan distinto a veces del nuestro. Fue a mis dos años de edad cuando tuve la aventura de la que apenas guardaría un recuerdo. Conocía la historia de oídas, pero, aun así, me hacía sentir cierta conexión con la Casa Grande. Si Polly hubiera estado conmigo entonces, no me hubiera ocurrido, y creo que, precisamente por eso, mi padre cayó en la cuenta de que necesitaba una niñera de confianza.
Lo que ocurrió fue una muestra del carácter de Fabian Framling y de la obsesión que sentía su madre por él.
Fabian debía de tener entonces unos siete años. Lavinia tenía cuatro menos y yo había nacido un año después que ella. Conocía los detalles de la historia gracias a la amistad de nuestros criados con los de Framling.
La señora Janson, nuestra cocinera y ama de llaves que tan buen servicio nos prestaba y que había introducido la disciplina en la casa obligándonos a observar una cierta semblanza de orden, me contó la historia.
—Fue la cosa más rara que jamás hubiera oído —dijo—. La armó el señorito Fabian, que hace bailar a todos al son que él toca en la Casa… siempre lo hizo. Lady Harriet piensa que el sol, la luna y las estrellas brillan en sus ojos. No quiere que nadie le lleve la contraria. Un pequeño tirano, eso es lo que es. Como no pueda salirse con la suya, provoca un escándalo. Sólo el Cielo sabe lo que hará cuando crezca un poco. Bueno, pues, por lo visto, Su Majestad se había cansado de sus habituales juegos. Quería una cosa nueva y decidió ser padre. Y, cuando él se propone algo, lo consigue. Dicen que todo lo que le gusta, lo quiere para sí. Y eso no es bueno para nadie, señorita Drusilla, y, si no, al tiempo.
Fingí asombrarme porque ardía en deseos de que prosiguiera su relato.
—A usted la habían dejado en el jardín de la rectoría para que correteara un poco. No hubieran debido dejarla sola. La culpa la tuvo May Higgs, que buena pieza estaba hecha. Y que conste que los niños le gustaban mucho, pero estaba enamorada de Jim Fellings… y él acertó a pasar por allí. Empezó a bromear con el chico y no se dio cuenta de lo que ocurría. E] señorito Fabian había decidido ser padre, y un padre tiene que tener un hijo. La vio a usted y pensó que le vendría como anillo al dedo. La tomó consigo y se la llevó a la Casa. Usted era su niña y él sería su padre.
La señora Janson puso los brazos en jarras y me miró muy seria. Yo me reí porque me parecía muy gracioso.
—Siga, señora Janson. ¿Qué ocurrió después?
—Válgame Dios, el revuelo que se armó cuando descubrieron que usted había desaparecido. No lograban adivinar dónde se habría metido. Poco después lady Harriet mandó llamar a su padre. El pobre hombre estaba furioso por una vez y quiso que le acompañara May Higgs. La chica lloraba y se culpaba con razón de lo ocurrido. ¿Sabe una cosa?, creo que eso fue el principio de sus desavenencias con Jim Fellings, a quien echó la culpa de todo. Usted ya sabe que al año siguiente se casó con Charlie Clay.
—Cuénteme qué ocurrió cuando mi padre fue a buscarme a la Casa Grande.
—Bueno, pues, ¡no fue una tormenta sino un huracán! Al señorito Fabian le dio un berrinche que no vea. No quería desprenderse de usted. Usted era su niña, él le había encontrado y quería ser su padre. Cuando volvió el párroco sin usted, nos quedamos todos de piedra.
«—¿Dónde está la niña? —le pregunté».
«—En la Casa Grande —me contestó—. Estará allí uno o dos días».
«—Si no es más que una niña —repliqué, escandalizada».
«—Lady Harriet me ha asegurado que estará perfectamente atendida. La niñera de la señorita Lavinia cuidará de ella. No sufrirá el menor daño. A Fabian le dio tal pataleta cuando pensó que iba a perder a la niña que lady Harriet temió que cometiera alguna barbaridad».
«—Ya verá usted —le dije—, este niño, por muy hijo de lady Harriet que sea, acabará pero que muy mal».
Tuve que decirlo y no me importó que mis palabras pudieran llegar a oídos de lady Harriet.
—Y entonces pasé dos semanas en la Casa Grande.
—Así es. Dicen que el señorito Fabian estaba muy gracioso cuidando de usted. La paseaba por el jardín en el cochecito de la señorita Lavinia, le daba de comer y la vestía. Todo el mundo dice que fue muy divertido. Él, que era tan amante de los juegos violentos, hacía las veces de madre con usted. De no haber sido por la niñera Cuffley, la hubiera atiborrado de comida. Pero ella se mantuvo firme y, por una vez, Fabian le hizo caso. Debía de estar muy encariñado con usted.
Cualquiera sabe lo que hubiera durado la cosa si lady Milbanke no se hubiera presentado en la Casa con su hijo Ralph, que le llevaba un año al señorito Fabian. El otro niño se burló de él y le dijo que aquello era como jugar a las muñecas. Aunque la muñeca fuera de carne y hueso, aquel juego era propio de una niña. La niñera Cuffley dijo que el señorito Fabian se llevó un disgusto enorme. No quería que usted se fuera, pero, al final, debió de pensar que cuidar de una niña menoscababa su hombría.
Tanto me gustó la historia que le pedí muchas veces a la señora Janson que me la repitiera.
Poco después de aquel incidente, Polly se instaló en nuestra casa.
Siempre que veía a Fabian —generalmente, de lejos— le miraba a hurtadillas y le imaginaba cuidando tiernamente de mí. Era algo tan gracioso que me reía de sólo pensarlo.
Me parecía que él también me miraba de forma un tanto especial, aunque siempre fingía no verme.
Dada nuestra posición en la aldea —el párroco estaba al mismo nivel social que el médico y el abogado, aunque nos separara un abismo de las alturas en donde moraban los Framling— tan pronto como crecí un poco me empezaron a invitar de vez en cuando a tomar el té con la señorita Lavinia.
Aunque en tales circunstancias no disfrutaba demasiado, siempre me emocionaba visitar la Casa. Antes de aquellas pequeñas visitas, apenas sabía nada de ella. Sólo la había visto un poco por dentro en una o dos ocasiones en que había llovido durante la fiesta en el jardín y nos permitieron guarecernos en la Casa. Siempre recordaré la emoción que experimenté cuando subí por la escalera y pasé por delante de la armadura, cuya presencia al anochecer imaginaba aterradora. No me cabía la menor duda de que estaba viva y que, cuando volviéramos la espalda, se reiría de nosotros.
Lavinia era desdeñosa, arrogante y extremadamente bella. Me recordaba una tigresa. Tenía el cabello leonado y en sus ojos verdes brillaban unos extraños reflejos dorados; su labio superior era breve y sus blancos dientes sobresalían un poco; su nariz era pequeña y ligeramente respingona, lo cual le confería al rostro cierto aire picarón. Pero su mayor orgullo era su maravillosa mata de ensortijado cabello. Sí, Lavinia era muy atractiva.
Tengo grabada en la memoria la primera vez que fui a tomar el té con ella. Me acompañaba la señorita York. Nos recibió la señorita Etherton, la institutriz de Lavinia, e inmediatamente se estableció entre ambas institutrices una corriente de simpatía.
Nos sirvieron el té en la sala de clase, muy espaciosa y de paredes revestidas con paneles de madera y ventanas con celosías. Había grandes armarios y pensé que allí se guardaban las pizarras, los lápices y tal vez los libros. Junto a la larga mesa debieron de aprender sus primeras letras varias generaciones de Framglings.
Lavinia y yo nos miramos con cierta hostilidad. Polly me había dado instrucciones antes de salir.
—No olvides que vales tanto como ella. E incluso más, pienso yo.
Por consiguiente, con las palabras de Polly resonando todavía en mis oídos, me enfrenté con ella más como adversaria que como amiga.
—Tomaremos el té en la sala de clase —dijo la señorita. Etherton— y después ustedes dos podrán conocerse mejor.
Miró a la señorita York casi con una sonrisa de complicidad. Estaba claro que ambas deseaban tomarse un respiro liberándose momentáneamente de sus pupilas.
Lavinia me acompañó a un sillón junto a la ventana y ambas tomamos asiento.
—Vives en aquella vieja, y horrible rectoría —me dijo Lavinia—. Puah.
—Es muy bonita —repliqué.
—No lo parece para nada.
—Ni falta que le hace para ser bonita.
Lavinia se tomó a mal que yo le llevara la contraria. Intuí que nuestra relación no sería tan fácil como la que probablemente surgiría entre la señorita York y la señorita Etherton.
—¿A qué juegas? —me preguntó.
—Pues… a juegos de adivinanzas; con mi niñera Polly y con la señorita York imaginamos a veces que emprendemos un viaje por el mundo y mencionamos los lugares por los que tendríamos que pasar.
—¡Qué juego tan aburrido!
—No es aburrido.
—Sí lo es —sentenció Lavinia como si quisiera pronunciar la última palabra sobre el tema.
Una doncella con cofia y delantal almidonados sirvió el té.
—No olvide a su invitada —dijo la señorita Etherton—. Drusilla, ¿quiere sentarse aquí?
Había pan y mantequilla con mermelada de fresas y unos pastelillos recubiertos con una capa dura de azúcar y clara de huevo coloreada de azul.
La señorita York me miró. Primero, el pan y la mantequilla. Abalanzarse sobre los pasteles era una falta de educación. Sin embargo, Lavinia no observó las normas y tomó un pastelillo. La señorita Etherton miró con expresión de disculpa a la señorita York, que fingió no darse cuenta. Tras haber comido el pan con mantequilla, me ofrecieron un pastelillo. Tomé uno con capa de azúcar color azul.
—Es el último azul que queda —dijo Lavinia—. Lo quiero para mí.
—¡Lavinia! —exclamó la señorita Etherton.
Lavinia no hizo el menor caso y me miró, esperando, según pude deducir, que le diera el pastelillo. Recordé las palabras de Polly y no lo hice. Tras una deliberada pausa, le hinqué el diente. La señorita Etherton se encogió de hombros y miró a la señorita York.
Fue una merienda bastante incómoda.
Creo que tanto la señorita York como la señorita Etherton suspiraron de alivio cuando todo terminó y nos enviaron a jugar un rato mientras ellas conversaban.
Seguí a Lavinia. Me dijo que íbamos a jugar al escondite. Se sacó una moneda de un penique del bolsillo y anunció:
—Nos lo jugaremos a cara o cruz —no comprendí qué quería decir—. Elige cara o cruz —añadió.
Elegí cara.
Lavinia lanzó la moneda al aire, que cayó en la palma de su mano. La mantuvo allí sin que yo pudiera verla y dijo:
—He ganado. Eso quiere decir que elijo yo. Tú te esconderás y yo te buscaré. Anda. Contaré hasta diez…
—¿Dónde…? —balbucí.
—En cualquier sitio…
—Pero esta casa es tan grande… que no sé.
—Pues, claro que es grande. No es como la estúpida rectoría donde vives —contestó Lavinia, dándome un empujón. Vete ya. Voy a empezar a contar.
Ella era nada menos que la señorita Lavinia de la Casa Grande. Tenía un año más que yo. Parecía muy experta y sofisticada y yo era su invitada. La señorita York me había dicho que los invitados tenían que pasar a menudo por situaciones molestas y hacer cosas que preferirían no hacer. Todo formaba parte del deber de los invitados. Salí de la estancia mientras Lavinia proseguía su siniestra cuenta. Tres, cuatro, cinco… Parecía una campana doblando a muerto.
Eché a correr. La casa parecía burlarse de mí. ¿Cómo podía esconderme en una casa cuya geografía desconocía?
Por un instante, avancé como a ciegas. Llegué a una puerta y la abrí. Era una estancia de reducidas dimensiones en donde había sillones con respaldos hechos en labor de punto amarillo y azul. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el techo pintado con rollizos cupidos sentados entre nubes. Había otra puerta en la habitación. La abrí y salí a un pasillo. Allí no podía ocultarme en ningún sitio.
¿Qué hacer?, me pregunté. ¿Regresar a la sala de clase y decirle a la señorita York que quería volver a casa? Deseé que Polly estuviera conmigo. Ella jamás me hubiera dejado a la merced de la señorita Lavinia.
Tenía que intentar volver sobre mis pasos. Di media vuelta y me pareció el camino correcto. Llegué a una puerta, esperando ver a los rollizos cupidos del techo, pero no fue así. Me encontraba en una larga galería con las paredes cubiertas de retratos. En un extremo había un estrado con un clavicordio y sillas doradas.
Contemplé temerosamente los retratos. Parecían mirarme severamente por haber osado invadir sus dominios.
Sentí que la casa se burlaba de mí y anhelé nuevamente la presencia de Polly. Estaba casi al borde del pánico. Tenía la desagradable sensación de estar atrapada en un lugar del que nunca podría escapar. Pasaría el resto de mi vida vagando por la casa sin encontrar jamás la salida.
Al fondo de la galería había una puerta. La crucé y accedí a otro pasillo, frente a un tramo de escaleras. No tenía más remedio que seguir adelante o regresar a la galería. Subí la escalera y me encontré con un nuevo pasillo y… otra puerta.
La abrí temerariamente. Tras la puerta había una pequeña habitación a oscuras. A pesar del creciente temor, estaba fascinada. Todo tenía un aire extraño. Las cortinas eran de grueso brocado y se aspiraba un extraño aroma. Más tarde supe que era de madera de sándalo. Sobre las mesas de madera labrada había objetos de cobre. Era una habitación extraordinaria y, por un instante, olvidé mis temores. Sobre la repisa de la chimenea, vi un abanico. Era precioso; de un hermoso color azul con grandes manchas negras. Sabía lo que era porque antes había visto imágenes de pavos reales. Era un abanico de plumas de pavo real. Tuve el impulso de tocarlo. Lo hice, poniéndome de puntillas. Las plumas eran tan suaves como la seda.
Después miré en derredor. Vi una puerta y me acerqué.
Tal vez encontraría a alguien que me indicara el camino de vuelta a la sala de clase y a la señorita York.
Miré la puerta y asomé cautelosamente la cabeza.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz.
Entré en la habitación y dije:
—Soy Drusilla Delany. Vine a tomar el té y me he perdido.
Me adelanté. Vi un sillón de alto respaldo y a una anciana sentada en él. Una manta le cubría las rodillas, por lo que supuse que debía de ser inválida. A su lado había una mesa cubierta de papeles que parecían cartas.
Me miró de reojo y yo le devolví la mirada sin pestañear.
No era la culpa mía el haberme perdido. No me habían tratado como debía tratarse a una invitada.
—¿Por qué has venido a verme, pequeña? —me preguntó la anciana con voz estridente.
Estaba muy pálida y le temblaban las manos. Por un instante, pensé que era un espectro.
—No he venido a verla. Jugaba al escondite y me he perdido.
—Acércate, niña.
Obedecí.
—No te había visto antes —dijo.
—Vivo en la rectoría. Vine a tomar el té con Lavinia, y estábamos jugando al escondite.
—La gente nunca viene a verme.
—Lo lamento.
—Estoy leyendo sus cartas —explicó la anciana, sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué las lee si le hacen llorar? —pregunté.
—Era un hombre maravilloso. Fue una desgracia. Yo le destruí. Ocurrió por mi culpa. Hubiera tenido que saberlo. Me avisaron…
Me pareció la persona más extraña que jamás había conocido. Siempre tuve la sensación de que en aquella casa podían ocurrir cosas extraordinarias.
Dije que tenía que regresar a la sala de clase.
—Se preguntarán dónde estoy. Y no es muy correcto que los invitados anden por las casas de esta manera, ¿verdad?
La anciana extendió una mano que parecía una garra y me asió la muñeca. Yo estaba a punto de pedir socorro cuando se abrió la puerta y entró una mujer. Su aspecto me desconcertó. No era inglesa. Tenía el cabello muy oscuro y Ojos negros muy intensos, y lucía lo que más tarde supe que era un sari. La prenda era de un azul más intenso que el del abanico y me pareció muy bonita. La mujer se movía con gracia y hablaba con voz cantarina:
—Válgame Dios, señorita Lucille, ¿qué es eso? ¿Y tú quién eres, niña?
Le expliqué pacientemente quién era yo cómo había llegado hasta allí.
—Vaya con la señorita Lavinia… Es una niña muy pero que muy mala por tratarla de esta manera. Jugar al escondite y en esta casa —dijo, levantando las manos—. En su lugar, has encontrado a la señorita Lucille. Aquí no viene nadie. A la señorita Lucille le gusta estar sola.
—Lo siento. No era mi intención…
—Tranquila… —dijo la mujer, palmeándome el hombro—. La culpa es de la señorita Lavinia que es muy mala. Cualquier día de estos… —frunció los labios, juntó las manos y levantó la mirada al techo—. Pero tienes que volver. Te enseñaré el camino. Ven conmigo.
Tomó mi mano y la apretó para tranquilizarme.
Miré a la señorita Lucille. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.
—Esta parte de la casa está reservada a la señorita Lucille —me dijo la mujer—. Yo vivo aquí con ella. Estamos aquí… y no estamos… ¿Comprendes lo que quiero decir?
No lo comprendí, pero asentí en silencio.
Regresamos a través de la galería y de otras zonas de la casa que no había visto antes; y me pareció que tardamos un buen rato en llegar a la sala de clase.
La mujer abrió la puerta. La señorita York y la señorita Etherton conversaban animadamente. No había ni rastro de Lavinia.
Al verme, se sorprendieron.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la señorita Etherton.
—Jugaban al escondite y esta pequeña…, en una casa que no conoce. Se perdió y entró en la habitación de la señorita Lucille.
—Oh, cuánto lo siento —dijo la señorita Etherton—. La señorita Lavinia hubiera tenido que atender mejor a su invitada. Gracias, Ayesha.
Miré a la mujer. Me gustaban sus dulces ojos negros y su voz delicada. Me devolvió la sonrisa y se retiró discretamente.
—Espero que Drusilla no haya… —dijo la señorita York, dejando interrumpida la frase.
—Oh, no. La señorita Lucille vive en unos aposentos aparte con sus criados. Hay otros dos…, ambos son indios. Ella estuvo allí, ¿sabe usted? La familia tiene vínculos con la Compañía de las Indias Orientales. Es un poco rara ahora.
Ambas institutrices me miraron y yo adiviné que comentarían el asunto en otra ocasión, cuando estuvieran solas.
—Quiero irme a casa —le dije a la señorita York.
Mi institutriz se turbó un poco, pero la señorita Etherton le sonrió comprensivamente.
—Bueno, pues —dijo la señorita York—. Me parece que es hora de irnos.
—Como queráis… —contestó la señorita Etherton—. No dónde estará la señorita Lavinia. Tendría que venir a despedirse de su invitada.
Localizaron a Lavinia antes de que nos marcháramos.
—Gracias —le dije fríamente.
—Has sido una tonta al perderte —replicó Lavinia—. Claro que no estás acostumbrada a una casa tan grande, ¿verdad?
—Dudo que haya otra casa tan grande como ésta, Lavinia —terció la señorita Etherton—. Bien, os esperamos otro día.
—No me gustaría nada encontrarme en el lugar de la señorita Etherton, por lo que ella me ha contado… Y parece que el niño es todavía peor —dijo la señorita York, frunciendo los labios.
Después recordó con quién estaba hablando y comentó que la visita había sido muy agradable.
Yo no la hubiera llamado así, aunque reconocía que había vivido ciertos momentos emocionantes que no me sería fácil olvidar.
*****
Pese a que no deseaba volver a visitar la casa, ésta ejercía sobre mí una fascinación cada vez más poderosa. Siempre que pasaba por delante de la mansión, recordaba a la extraña anciana y a su acompañante. Me consumía la curiosidad porque era inquisitiva por naturaleza, rasgo que compartía con Polly.
Solía bajar al estudio de mi padre cuando no estaba ocupado, siempre después del té. Me sentía algo así como sus gafas, que él olvidaba de vez en cuando. Sólo buscaba las gafas cuando las necesitaba y sólo se acordaba de mí cuando le invadía el sentido del deber.
Su distracción era en cierto modo enternecedora. Siempre se mostraba muy cariñoso conmigo y estoy segura de que, si no hubiera estado tan interesado en las guerras troyanas, se hubiera acordado de mí más a menudo.
Hablar con él era casi un juego consistente en que él trataba de introducirme en algún tema clásico mientras yo trataba de escabullirme.
Siempre me preguntaba qué tal iban las clases y si estaba contenta con la señorita York. Yo creía no ser una mala estudiante y le decía que la señorita York parecía satisfecha. Mi padre asentía sonriente.
—Piensa que eres algo impulsiva —me decía—. Pero, por lo demás, tiene muy buena opinión de ti.
—Quizá piensa que soy impulsiva porque ella no lo es.
—Tal vez. Pero tienes que aprender a no ser atolondrada. Recuerda lo que le ocurrió a Faetón.
Yo no estaba muy segura de quién era Faetón, pero, caso de haberlo preguntado, se hubiera adueñado de la conversación y me hubiera conducido a otros personajes de aquellos tiempos antiguos en que la gente se convertía en laurel y toda clase de plantas, y los dioses se transformaban en cisnes y toros para cortejar a los mortales. Se me antojaban comportamientos muy raros y, en cualquier caso, no creía en ellos.
—Padre —dije—, ¿sabes algo de la señorita Lucille Framling?
Una mirada como perdida apareció en los ojos de mi padre, que se puso las gafas como si pudieran ayudarle a ver mejor a la dama.
—En cierta ocasión le oí decir algo a lady Harriet… acerca de alguien de la India, creo.
—Tiene una criada india. Yo la he visto. Me perdí jugando al escondite y la encontré sin querer. La india me acompañó de nuevo junto a la señorita York. Fue emocionante.
—Sé que los Framling tenían cierta relación con la India. Supongo que con la Compañía de las Indias Orientales.
—No sé por qué permanece encerrada de esa manera en un ala de la casa.
—Creo haber oído contar que perdió a su enamorado. Son cosas muy tristes. Recuerda a Orfeo que bajó a ultratumba en busca de Eurídice.
Estaba tan interesada en el misterio de la señorita Lucille Framling que permití que mi padre ganara la partida, por lo que el resto de tiempo estuvo dedicado a Orfeo y su descenso a ultratumba en busca de una esposa que le habían arrebatado el día de su boda.
A pesar del desafortunado comienzo, mi amistad con Lavinia siguió adelante y, aunque ambas nos profesábamos mutuamente cierta antipatía, yo me sentía atraída por ella y, sobre todo, por la casa en la que todo era posible. Nunca entraba en ella sin tener la sensación de que me lanzaba a una aventura.
Le conté a Polly el juego del escondite y mi encuentro con la anciana.
—Vaya, vaya —dijo ella—. Menuda anfitriona. No sabe tratar a sus invitados, eso seguro. Y se cree una señora.
—Me dijo que la rectoría era pequeña. —Ya me gustaría a mí verla acarrear carbón por la escalera.
Me reí, imaginando la escena. Polly eran muy buena conmigo.
—Tú eres mucho más señora que ella —me dijo—. De eso no te quepa la menor duda. Lo cual quiere decir que estás por encima suyo. Dile un par de cositas y, si no le gustan, peor para ella, ¿no te parece? Creo que te lo pasas mucho mejor conmigo en cualquier sitio… que en esa vieja casa. Si quieres que te diga la verdad, creo que deberían derribarla.
—¡Oh, Polly, pero si es una casa preciosa!
—Lástima que en ella vivan personas sin modales. Siempre que iba a la Casa pensaba en Polly y recordaba que yo valía tanto como ellos. Ya era una alumna bastante más aventajada. Lo sabía porque una vez oí decir a la señora Janson que la señorita Lavinia le daba muchos quebraderos de cabeza a su institutriz y se negaba a estudiar cuando no le apetecía, motivo por el que llevaba al menos dos años de retraso en comparación con otras niñas. Yo sabía a quién se refería al decir «otras niñas» y me sentía orgullosa. Era una información muy útil de recordar en presencia de Lavinia. Además, yo sabía comportarme mejor que ella, aunque quizás ella también sabía hacerlo, se negaba a comportarse tal como le habían enseñado. Llevaba con Lavinia lo suficiente como para haberme percatado de que era una rebelde.
Polly me había aconsejado que siempre le pagara con la misma moneda y, gracias a ello, ya no me sentía tan vulnerable como la primera vez.
Mi padre decía constantemente que todos los conocimientos son buenos y que el saber no ocupa lugar. La señorita York estaba de acuerdo. Sin embargo, había una cosa que yo hubiera preferido ignorar.
Lady Harriet había aprobado mi amistad con Lavinia y, por consiguiente, tenía que seguir adelante. Lavinia estaba aprendiendo a, montar a caballo y lady Harriet dijo que yo podía compartir sus lecciones. A mi padre le encantó que montara a caballo con Lavinia. Recorríamos una y otra vez la dehesa bajo la atenta mirada de Joe Cricks, el capataz de los mozos de los establos.
A Lavinia le encantaba montar y lo hacía muy bien. Se divertía mucho, mostrando a los demás lo buena amazona que era. Actuaba con gran temeridad y no obedecía las órdenes como yo. El pobre Joe Cricks se llevaba sustos tremendos cuando ella desoía sus instrucciones. La niña le ordenó muy pronto que le quitara el cabestro.
—Si quiere sentirse a gusto con su cabalgadura —decía Joe Cricks—, no le tema. Que vea que usted es quien manda.
Lavinia agitaba su melena leonada. Le encantaba hacerlo. Tenía un cabello precioso y, de esta manera, conseguía llamar la atención.
—Yo sé bien lo que hago, Cricks —replicaba ella.
—No lo niego, señorita Lavinia. Lo único que digo es que… también tiene que tener en cuenta el caballo, aparte de su propia personalidad. Aunque usted sepa lo que hace, los caballos son criaturas muy excitables. Puede metérseles en la cabeza hacer algo imprevisible.
Lavinia no atendía razones. Se dejaba llevar por su audacia y por la seguridad que tenía de hacer las cosas mejor que nadie.
—Será una buena amazona —comentaba Joe Cricks—. Eso, si no corre demasiados riesgos. La señorita Drusilla se toma las cosas con más calma. Tardará un poco más, pero con el tiempo sabrá hacerlo muy bien.
Yo me divertía muchísimo trotando por la dehesa y sentí una emoción indescriptible cuando por primera vez me lancé a medio galope y después a galope tendido.
Ocurrió una tarde. Habíamos terminado las lecciones y devuelto los caballos a los establos. Lavinia desmontó y le entregó las riendas al mozo. A mí me gustaba quedarme un rato para darle unas palmadas al animal y hablarle con cariño, tal como nos había enseñado Joe.
—Nunca lo olvidéis —decía—. Tratad bien al caballo y él os tratará bien a vosotras. Los caballos son como las personas. Procurad recordarlo siempre.
Salí del establo y crucé el césped para dirigirme a la Casa, donde me reuniría con Lavinia para tomar el té en la sala de clase. La señorita York ya estaba allí, conversando con la señorita Etherton.
Había visitas en la Casa, tal como sucedía a menudo, pero nosotras permanecíamos al margen. Raras veces veíamos a lady Harriet…, lo que me alegraba muchísimo.
Tenía que pasar por delante de la ventana del salón, que estaba abierta, y vi a una doncella sirviendo el té a varias personas. Apuré el paso y aparté la mirada. Después, me detuve para contemplar la parte de la Casa en donde yo creía que se encontraban los aposentos de la señorita Lucille.
En aquel momento, oí una voz procedente del salón:
—¿Quién es esa niña tan vulgar, Harriet?
—Ah, te refieres a la hija del párroco. Viene a menudo para hacerle compañía a Lavinia.
—¡Qué contraste con Lavinia, que es tan bonita!
—Sí, claro…, pero hay muy poca gente por aquí. Me parece una niña muy simpática. La institutriz me lo ha dicho… y, además, es bueno que de vez en cuando Lavinia tenga una compañera. Por los alrededores no hay casi nadie. Tenemos que conformarnos con lo que hay.
Clavé los ojos en la lejanía. Yo era una niña vulgar. Yo estaba allí porque no había nadie más a quien recurrir. Me quedé asombrada. Sabía que mi cabello era de un indescriptible tono castaño, lacio e ingobernable…, completamente distinto de los leonados bucles de Lavinia. Y que mis ojos no tenían ningún color en particular, eran como el agua y, si vestía de azul, eran azulados; si de verde, verdosos… y, si de marrón, en fin, que no tenían ningún color en absoluto. Sabía también que tenía la boca muy grande y una nariz corriente. Todo ello me convertía en una niña vulgar.
Lavinia, en cambio, era una belleza.
Mi primera reacción fue ir a la sala de clase y pedir que me llevaran a casa inmediatamente. Estaba muy disgustada y sentía un nudo en la garganta. No lloré. Las lágrimas las reservaba para emociones más ligeras. Algo en mi interior había sufrido un enorme daño y pensé que la herida no sanaría jamás.
—Llegas tarde —me dijo Lavinia a modo de saludo.
No le expliqué el motivo. Ya sabía cuál hubiera sido su respuesta.
La miré de nuevo. No escandalizaba que se comportara tan mal. Era tan bonita que a la gente no le importaba.
Como es natural, cuando llegué a casa Polly advirtió mi desazón.
—Vamos, ¿no te parece mejor contármelo?
—¿Que te cuente qué, Polly?
—Tienes cara de haber perdido una moneda de un soberano y haber encontrado un penique.
No podía ocultarle nada a Polly, y se lo dije.
—Soy vulgar, Polly. Eso significa que soy fea. Y voy a la Casa sólo porque aquí no hay nadie mejor.
—En mi vida oí tal sarta de sandeces. Tú no eres vulgar. Eres lo que se llama interesante, y a la larga eso es mucho mejor. Y, si no quieres ir a esa casa, yo me encargaré de que no vayas. Iré al párroco y le diré que esto tiene que terminar. Por lo que veo, sin ellos no te perderás gran cosa.
—¿Cómo soy de vulgar, Polly?
—Tan vulgar como uno de esos pasteles típicos de Dundee y como un budín de Navidad.
Sus palabras me hicieron sonreír.
—Tienes una de esas caras que hacen detener a la gente a mirarte. En cuanto a Lavinia… o como se llame…, yo no la veo tan bonita cuando se enfada. Y a fe mía que eso suele hacerlo bastante. ¿Sabes una cosa? Cuando sea mayor le saldrán patas de gallo alrededor de los ojos y arrugas como vías férreas. Y te diré algo más. Cuando sonríes, toda la cara se te Ilumina y entonces estás guapísima, te lo digo de veras.
Polly me levantó el ánimo y, al poco rato, olvidé mi vulgaridad y, como la Casa Grande ejercía sobre mí una intensa fascinación, traté de no recordar que me habían elegido sólo porque no disponían de nadie mejor.
*****
Algunas veces había visto fugazmente a Fabian, aunque no muy a menudo. Siempre que le veía, pensaba en cuándo me convirtió en su hija. Sin duda él lo recordaría porque cuando ocurrió debía de tener unos siete años.
Casi siempre estaba en la escuela y las vacaciones generalmente no las pasaba en casa, sino que se iba con algún amigo. Sus compañeros de escuela visitaban la Casa algunas veces, pero apenas se fijaban en nosotras.
En aquella ocasión —creo recordar que fue por Pascua—, Fabian pasaba las vacaciones en casa. Poco después de que llegáramos la señorita York y yo a la Casa, empezó a llover. Tomamos el té y luego Lavinia y yo nos alejamos, dejando a las institutrices charlando como de costumbre. No sabíamos qué hacer cuando, de pronto, se abrió la puerta y entró Fabian.
Se parecía mucho a Lavinia, sólo que era bastante más alto y crecido. Era cuatro años mayor que Lavinia y eso nos parecía mucho, sobre todo a mí, un año menor que Lavinia. Él debía tener unos doce años y yo aún no había cumplido los siete, por lo que le consideraba un chico muy mayor.
Lavinia se acercó a él y le tomó del brazo como diciéndome: «Éste es mi hermano. Ya puedes volver con la señorita York. No te necesito para nada».
Fabian me miró de una forma un tanto extraña y adiviné que lo recordaba. Yo era la niña que él quiso convertir en su hija. Semejante episodio debió de dejar huellas incluso en alguien tan mundano como Fabian.
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntó Lavinia en tono suplicante—. ¿Me dirás qué podemos hacer? A Drusilla se le ocurren ideas muy tontas. Le gustan los juegos de inteligencia y la señorita Etherton dice que sabe mucho más que yo… sobre historia y cosas por el estilo.
—Para saber más que tú no hace falta saber mucho —replicó Fabian.
De haberlo hecho otra persona, el comentario hubiera provocado a Lavinia un ataque de nervios; sin embargo, viniendo de Fabian, simplemente le hizo reír. Para mí fue una revelación que existiera alguna persona a quien Lavinia respetara, aparte lady Harriet, claro, a quien todo el mundo reverenciaba.
—La historia… —dijo Fabian—, me encanta la historia, los romanos y todo eso. Tenían esclavos. Ya sé a qué jugaremos.
—¿De veras, Fabian?
—Sí. Yo seré un romano, un emperador.
—¿Cuál de ellos? —pregunté yo.
—Julio César… o Tiberio —contestó Fabian.
—Fue muy cruel con los cristianos.
—No hace falta que seas una esclava cristiana. Yo seré el César. Vosotras seréis mis esclavas y yo os someteré a prueba.
—Yo seré tu reina… o lo que tuvieran los césares —anunció Lavinia—. Drusilla será tu esclava.
—Tú también serás mi esclava —sentenció Fabian, para deleite mío y disgusto de Lavinia.
—Os encomendaré tareas… que os parecerán imposibles. Lo haré para poneros a prueba y ver si sois dignas de ser mis esclavas. Diré, por ejemplo, traedme las manzanas doradas del jardín de las Hespérides… o cosas así.
—¿Y cómo las conseguiremos? —pregunté—. Están en las leyendas griegas. Mi padre me habla constantemente de ellas. No son reales.
Lavinia empezó a impacientarse porque yo, la vulgar forastera, hablaba demasiado.
—Os encomendaré tareas y deberéis cumplirlas, so pena de incurrir en mi cólera.
—No podremos como nos mandes bajar al ultratumba y traer a personas que han muerto o algo parecido —dije.
No os mandaré nada de eso. Las tareas serán difíciles… pero posibles.
Fabian cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos, sumiéndose en una profunda meditación. Después habló como si fuera el oráculo que mi padre mencionaba de vez en cuando.
—Lavinia, tú me traerás el cáliz de plata. Tiene que ser un cáliz especial, con hojas de acanto cinceladas.
—No puedo —contestó Lavinia—. Está en la habitación encantada.
Jamás había visto a Lavinia tan sumisa. Lo que más me sorprendió fue que su hermano tuviera poder para domeñar su carácter rebelde.
—Tú me traerás un abanico de plumas de pavo real —dijo Lavinia, dirigiéndose a mí—. Cuando regresen mis esclavas, el cáliz se llenará de vino y, mientras yo beba, mi esclava me dará aire con el abanico de plumas de pavo real.
Mi tarea no parecía tan difícil. Sabía dónde estaba el abanico de plumas de pavo real. Estaba más familiarizada con la casa que al principio y sabría encontrar fácilmente el camino hacia los aposentos de la señorita Lucille. Podría entrar en la habitación donde estaba el abanico, tomarlo y traérselo a Fabian. Lo haría rápidamente para que alabara mi presteza mientras la pobre Lavinia hacía acopio de valor para entrar en la habitación encantada.
Inmediatamente me puse en marcha. Una intensa emoción me embargó. La presencia de Fabian me hacía vibrar; traté de imaginar cómo me había secuestrado y retenido dos semanas en la Casa, convertida en un miembro más de la familia. Quería sorprenderle, cumpliendo mi tarea con la máxima rapidez.
Llegué a la habitación. ¿Y si la india estuviera allí? ¿Qué le diría? «Por favor, ¿puedo llevarme el abanico? Estamos jugando y yo soy una esclava».
Adiviné que sonreiría y diría con su dulce voz: «Válgame Dios». Estaba segura de que le haría gracia y se mostraría condescendiente, pero no sabía lo que diría la vieja. Sin embargo, ella se encontraba en la otra habitación, sentada en un sillón y con una manta sobre las rodillas, llorando por un pasado que las cartas le recordaban.
Abrí cautelosamente la puerta. Aspiré el intenso aroma de la madera de sándalo. Todo estaba en silencio. Vi el abanico en la repisa de la chimenea.
Me puse de puntillas y lo alcancé. Lo tomé y regresé corriendo junto a Fabian.
Él me miró sorprendido.
—¿Ya lo has encontrado? —dijo riendo—. Jamás creí que lo consiguieras. ¿Cómo supiste dónde estaba?
—Lo había visto una vez que jugué al escondite con Lavinia y entré sin querer en aquella habitación. Me había perdido.
—¿Viste a mi tía abuela Lucille?
Asentí mientras él me miraba fijamente.
—Bien hecho, esclava —dijo Fabian—. Ahora puedes abanicarme mientras aguardo el cáliz de vino.
—¿De veras quieres que te abanique? Aquí hace mucho frio.
Fabian miró hacia la ventana, a través de la cual se filtraba el aire. La lluvia azotaba los cristales.
—¿Pretendes discutir mis órdenes, esclava?
—No, mi señor —contesté, siguiéndole la corriente.
—Pues, entonces haz lo que te mando.
Poco después regresó Lavinia con el cáliz y me dirigió una mirada asesina al ver que yo había cumplido mi tarea antes que ella la suya.
Aquel juego estaba empezando a gustarme.
Hubo que ir por vino para llenar el cáliz. Fabian se tendió en un sofá. Yo me situé detrás suyo, agitando el abanico de plumas de pavo real. Lavinia se arrodilló y le ofreció el cáliz.
Al poco rato, se armó un gran revuelo. Oímos voces y pisadas de gente que corría. Reconocí la voz de Ayesha.
La señorita Etherton, seguida de la señorita York, irrumpió en la estancia.
Hubo un momento de intenso dramatismo. Otras personas a quienes yo no conocía entraron en la habitación y me miraron fijamente. Tras un instante de sobrecogido silencio, la señorita York se me acercó.
—¿Qué has hecho? —me preguntó a gritos.
Ayesha me vio y jadeó.
—Tú lo tienes —dijo—. Válgame Dios… conque has sido tú.
Comprendí que se referían al abanico.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —dijo la señorita York. Perpleja, la miré—. Te llevaste el abanico. ¿Por qué?
—Era… era un juego —balbucí.
—¡Un juego! —Exclamó la señorita Etherton—. El abanico… —añadió con la voz temblorosa de emoción.
—Lo siento —dije yo.
Entonces apareció lady Harriet. Parecía una diosa vengadora y de pronto sentí que las rodillas se me doblaban. Fabian se levantó del sofá.
—¡Menudo escándalo! —dijo—. Ella era mi esclava y yo le mandé traerme el abanico.
Vi una expresión de alivio en el rostro de la señorita Etherton y tuve que hacer un esfuerzo por reprimir la risa. Había sido una situación algo histérica, pero, al final, todo se resolvió satisfactoriamente.
El semblante de lady Harriet se había dulcificado.
—¡Oh, Fabian! —murmuró la noble dama.
—Pero el abanico… —dijo Ayesha—, el abanico de la señorita Lucille…
—Yo se lo ordené —repitió Fabian—. No tenía más remedio que obedecerme. Es mi esclava.
Lady Harriet se echó a reír.
—Bueno, ahora ya se entiende, Ayesha. Llévale el abanico a la señorita Lucille. No se ha estropeado y no hay más que hablar —dirigiéndose a Fabian, lady Harriet añadió—: Me ha escrito lady Goodman, preguntando si quieres pasar parte de las vacaciones de verano con Adrian. ¿Qué te parece?
Fabian se encogió indiferentemente de hombros.
—¿Hablamos de ello? Vamos, querido. Creo que debemos contestar en seguida.
Dirigiendo una mirada levemente despectiva al grupo de personas que tanto había alborotado por un asunto tan trivial como el préstamo de un abanico, Fabian se fue con su madre.
Pensé que el incidente había terminado y deduje que el abanico debía ser muy importante a juzgar por el barullo que provocó; sin embargo, lady Harriet y Fabian minimizaron el asunto como si no tuviera el menor interés.
Ayesha se marchó con el abanico como si fuera un objeto de alto valor y ambas institutrices la siguieron. Lavinia y yo quedamos solas.
—Tengo que devolver el cáliz a su sitio antes de que lo echen en falta. Con tanto jaleo, no se han dado cuenta. Tendrás que acompañarme.
Yo todavía estaba aturdida por lo del abanico, cuya desaparición había provocado tantos trastornos. Me pregunté qué hubiera ocurrido si Fabian no hubiera estado presente para exonerarme de culpa. Probablemente, me hubieran desterrado de allí por siempre jamás y yo lo hubiera sentido en el alma pese a que nunca me encontraba a gusto en la Casa. Sin embargo, la fascinación era demasiado fuerte. Todos sus moradores me interesaban, incluso Lavinia, que a menudo era grosera y nunca se mostraba hospitalaria.
Pensé en la nobleza de Fabian al despreciarlos a todos y asumir la responsabilidad de lo ocurrido. Cierto que la responsabilidad era suya y sólo a él podía achacársela, pero Fabian dio la vuelta al asunto de forma que no hubiera ningún culpable y todos parecieran estúpidos por haber armado tanto jaleo.
Seguí a Lavinia a una parte de la casa que jamás había visto.
—La tía abuela Lucille está en el ala oeste. Ésta es la este —me explicó Lavinia—. Vamos a la habitación de la Monja. Ten cuidado. A la Monja no le gustan los desconocidos. Mi presencia no le importa porque soy de la familia.
—Entonces, ¿por qué tienes miedo de ir sola?
—No tengo miedo. Pensé que te gustaría verlo. En la rectoría no tenéis ningún fantasma, ¿verdad?
—Y, ¿para qué queremos un fantasma? ¿Qué falta hace?
—En las grandes casas siempre los hay. Avisan a la gente.
—Pues, si a la Monja no le gusta que vaya a su habitación, te dejaré que vayas sola.
—No, no. Tú también debes venir.
—Supongamos que no quiero.
—Entonces nunca más te dejaré volver a esta casa.
—No me importaría. No sois muy amables…, ninguno de vosotros.
—¿Cómo te atreves? Tú no eres más que la hija del párroco y él nos debe el sustento.
Temí que pudiera ser cierto. A lo mejor, lady Harriet tenía el poder de echarnos en caso de que se disgustara conmigo. Comprendí la actitud de Lavinia. Quería que la acompañara porque temía ir sola a la habitación de la Monja.
Avanzamos por un pasillo.
—Ven —murmuró Lavinia, tomándome de la mano—. Es aquí.
Abrió una puerta. Era una pequeña estancia parecida a la celda de una monja. Las paredes estaban desnudas y había un crucifijo colgado sobre una estrecha cama. El único mobiliario lo constituía una mesa y una silla. La atmósfera era de gran austeridad.
Lavinia depositó el cáliz sobre la mesa y salió apresuradamente de la estancia, seguida por mí. Nos alejamos corriendo por los pasillos hasta que finalmente Lavinia se volvió y me miró, satisfecha. Había recuperado su natural compostura y arrogancia y ambas regresamos al salón donde poco antes Fabian se había tendido en un sofá mientras yo le daba aire con un abanico de plumas de pavo real.
—Verás —dijo Lavinia—, es que nuestra familia está cargada de historia. Vinimos con Guillermo el Conquistador. Supongo que en tu familia debíais de ser unos siervos.
—No es verdad.
—Sí lo es. Bueno, pues, la Monja fue una antepasada nuestra. Se enamoró de un hombre que no le convenía…, creo que un coadjutor o un párroco. Esta clase de gente no puede entrar a formar parte de una familia como la nuestra.
—Apuesto a que es más instruida que vosotros.
—Nosotros no necesitamos para nada instrucción. Eso sólo es para personas como tú. La señorita Etherton dice que estás más adelantada que yo en los estudios, a pesar de que tienes un año menos. No me importa. Yo no necesito instrucción.
—La instrucción es la mejor cualidad que se puede tener —dije yo, citando a mi padre—. Háblame de la Monja.
—Aquel hombre pertenecía a una categoría tan baja que ella no podía casarse con él. Su padre se lo prohibió y ella se fue a un convento. Pero no podía vivir sin él y escapó para reunirse con su amado. El hermano los persiguió y mató al enamorado. Después, a ella la llevaron a casa y la encerraron en esa habitación que parece una celda. Siempre se ha conservado igual. Bebió veneno en el cáliz y dicen que habita en ese cuarto.
—¿y tú te lo crees?
—Pues, claro.
—Debiste de pasar mucho miedo cuando fuiste a por el cáliz.
—Son cosas que hay que hacer cuando se juega con Fabian. Pensé que, puesto que Fabian me había enviado, el fantasma no me molestaría.
—Ni que tu hermano fuera un dios.
—Lo es —dijo Lavinia.
Al parecer, en la Casa se le tenía por tal.
—Qué barbaridad —exclamó la señorita York cuando volvimos a casa—, cuánto alboroto por un abanico. El escándalo hubiera sido mayúsculo si el señorito Fabian no hubiese estado detrás del asunto.
*****
La Casa continuaba ejerciendo en mí una creciente fascinación. Pensaba a menudo en la monja que bebió de aquel cáliz y se mató por amor. Se lo comenté a mi institutriz, la cual supo a través de la señorita Etherton que la señorita Lucille se puso muy mala al descubrir la ausencia del abanico de plumas de pavo real.
—No me extraña que se armara tanto revuelo —dijo la señorita York—. El señorito Fabian no hubiera debido mandarte por él. Tú no sabías el significado que tenía. Eso fue pura perversidad.
—¿Y por qué tiene tanta importancia ese abanico?
—Bueno, hay un decir sobre las plumas de pavo real. He oído que traen mala suerte.
Me pregunté si aquella teoría tendría algo que ver con la mitología griega. En caso afirmativo, mi padre sin duda lo sabría. Decidí preguntárselo aun a riesgo de tener que aguantar una conferencia sobre mitología.
—Padre —le dije—, la señorita Lucille, la de la Casa, tiene un abanico de plumas de pavo real. Al parecer, lo aprecia mucho. ¿Hay alguna razón para que las plumas de pavo real sean tan importantes?
—Bueno, es que Hera puso los ojos de Argos en la cola del pavo real. Seguramente ya conoces la historia.
No la conocía y le pedí que me la contara.
Resultó ser otra historia sobre las aventuras galantes de Zeus. Esta vez se trataba de la hija del rey de Argos, y Hera, la esposa de Zeus, descubrió la infidelidad.
—No hubiera debido extrañarse —dije—. Él siempre andaba cortejando a quien no debía.
—Cierto. En este caso, el dios transformó a la hermosa doncella en una vaca blanca.
—Para variar. Normalmente, se transformaba él.
—En esta ocasión, ocurrió al revés. A Hera se la veía celosa.
—No me sorprende…, con un marido así. Ya hubiera debido estar acostumbrada.
—Sea como fuere, envió al monstruo Argos, que tenía cien ojos, para que vigilara. Al saberlo, Zeus mandó a Hermes que le adormeciera con el son de su lira y luego le matara. Hera se enfureció al enterarse de lo ocurrido y puso los ojos del monstruo muerto en la cola de los pavos reales.
—¿Y por eso traen mala suerte las plumas?
—Ah, ¿sí? Ahora que lo pienso, creo que algo he oído decir al respecto.
Mi padre no pudo darme más explicaciones. Yo pensé para mis adentros: es por los ojos, que vigilan constantemente… tal como Argos no pudo hacer.
¿Por qué le preocupaba tanto a la señorita Lucille que los ojos no la vigilaran?
El misterio era cada vez más intrincado. Qué extraña era aquella casa, con un fantasma bajo la apariencia de una monja muerta hacía mucho tiempo y con un abanico mágico lleno de ojos que vigilaban a su propietaria. ¿Tal vez le avisaría de los desastres inminentes?
Intuí que en aquella mansión podía ocurrir cualquier cosa. Me quedaban muchos secretos por descubrir, por lo que, a pesar de mi vulgaridad y de que sólo me invitaran a hacerle compañía a Lavinia porque no disponían de nadie más, deseaba seguir visitando la Casa.
Aproximadamente una semana después del incidente del abanico, descubrí que me vigilaban. Cuando montaba a caballo en la dehesa, sentía un irreprimible impulso de levantar los ojos hacía cierta ventana de arriba, desde la cual intuía que alguien me observaba. Por un instante veía una sombra que inmediatamente desaparecía. Varias veces creí ver a alguien allí. Todo era muy misterioso.
—¿Qué parte de la casa mira a la dehesa? —pregunté a la señorita Etherton.
—El ala oeste. No se usa demasiado. Allí vive la señorita Lucille. Se considera la zona de la casa que le corresponde. Ya lo había imaginado, pero ahora estaba segura.
Un día, cuando regresamos con los caballos al establo, Lavinia se adelantó y, justo en aquel momento, apareció Ayesha. La doncella corrió hacia mí y, tomando mi mano, me miró a los ojos.
—Drusilla —me dijo—, esperaba encontrarla a solas. La señorita Lucille desea hablar con usted.
—¿Cómo? —exclamé—. ¿Ahora?
—Sí. Ahora mismo.
—Lavinia me espera.
—No se preocupe por eso.
La seguí a la casa y ambas subimos por la escalera. Avanzamos por los pasillos que conducían a la habitación del ala oeste, donde la señorita Lucille me esperaba.
Estaba sentada en una silla junto a la ventana que daba a la dehesa y desde la cual solía observarme.
—Acércate, niña —dijo.
Obedecí. La anciana me tomó la mano y contempló inquisitivamente mi rostro.
—Trae una silla, Ayesha —dijo a la doncella.
Ayesha la trajo y la colocó al lado de la señorita Lucille.
Después, se retiró y nos dejó a solas.
—Dime por qué lo hiciste. ¿Por qué tomaste el abanico? —Preguntó la señorita Lucille.
Expliqué que Fabian era un emperador romano y Lavinia y yo sus esclavas. Nos quiso poner a prueba, encomendándonos tareas difíciles. A mí me correspondió llevarle un abanico de plumas de pavo real y, como sabía que en su habitación había uno, vine y lo tomé.
—O sea que Fabian tuvo que ver en el asunto. Intervinisteis los dos. Pero tú fuiste quien lo tomó y eso significa que, por un rato, lo tuviste en tu poder… y fue tuyo. Eso será recordado.
—¿Quién lo recordará?
—El destino, mi querida niña. Lamento que tomaras el abanico. Cualquier otra cosa no te hubiera hecho el menor daño; sin embargo, las plumas de pavo real tienen algo… místico… y amenazador.
Me estremecí y miré a mi alrededor.
—¿Traen mala suerte? —pregunté.
—Eres una niña muy simpática y siento lo sucedido —dijo la anciana con tristeza—. Ahora tendrás que permanecer en guardia.
—¿Por qué? —pregunté, angustiada.
—Porque este abanico atrae las desgracias.
—¿Y eso cómo es posible?
—El cómo lo ignoro. Sólo sé que las atrae.
—Si lo sabe, ¿por qué lo conserva en su poder?
—Porque pagué un precio por él.
—¿Qué precio?
—La felicidad de mi vida.
—¿No sería mejor que se librara de él?
—No —contestó la anciana, sacudiendo la cabeza—. Eso no debe hacerse jamás porque, en tal caso, la maldición se transmitiría a otra persona.
—¡La maldición! —la cosa se estaba poniendo emocionante. Aquello era todavía más descabellado que la historia de mi padre sobre la doncella convertida en vaca blanca—. ¿Por qué? —pregunté.
—Porque está escrito.
—¿Quién lo escribió? ¿Cómo es posible que un abanico de plumas traiga mala suerte? Al fin y al cabo, no es más que un abanico. ¿Quién podría causarle daño a la persona que lo tenga? El pavo real del que proceden las plumas debió de morir hace mucho tiempo.
—Tú no has estado en la India, mi niña. Allí ocurren cosas muy extrañas. He visto en los bazares a hombres encantando y domesticando serpientes venenosas. He visto el llamado Portento de la Cuerda en el que un vidente hace que una cuerda se levante verticalmente sin ayuda y un chiquillo asciende por ella. Si estuvieras en la India, creerías estas cosas. Aquí la gente es demasiado materialista, no capta la mística.
Si no hubiera tenido este abanico en mi poder, hubiese sido una esposa y madre feliz.
—¿Por qué me observa? ¿Por qué me ha mandado llamar para contarme esto?
—Porque has tenido el abanico en tu poder. Has sido su dueña. La mala suerte te alcanzará también a ti. Quiero que tengas cuidado.
—Ni por un instante pensé que fuera mío. Lo tuve unos minutos porque Fabian me lo ordenó. Nada más. No fue más que un juego.
Está loca, pensé para mis adentros. ¿Cómo puede ser malo un abanico? ¿Cómo alguien puede convertir en vaca blanca a una mujer? Sin embargo, mi padre lo creía, lo cual me parecía extraordinario. Por lo menos, daba la impresión de creerlo. Claro que los griegos eran para él más reales que los miembros de su propia familia.
—¿Cómo puede estar segura de que el abanico trae mala suerte? —pregunté.
—Por lo que me ocurrió —la anciana clavó sus ojos en mí, pero éstos parecían mirar a través mío, como si vieran que no estaba en aquella habitación—. Yo era feliz —añadió—. Quizás fue un error. No se debe tentar al destino. Gerald era maravilloso. Le conocí en Delhi. Nuestras familias tenían intereses allí.
»Pensaron que sería bueno que yo pasara una temporada en aquellas tierras. Hay una intensa vida social entre los ingleses y los miembros de la compañía…, me refiero a la Compañía de las Indias Orientales en la que nosotros teníamos parte al igual que Gerald y su familia. Por eso él estaba allí. Era apuesto y encantador…, jamas ha existido nadie como él. Nos enamoramos el primer día que nos conocimos.
»Tú eres demasiado joven para comprenderlo, mi niña —añadió, mirándome con una sonrisa—. Todo era perfecto. Su familia estaba conforme y la mía también. No había razón alguna para que no nos casáramos.
»Todo el mundo se mostró encantado cuando anunciamos el compromiso. Mi familia ofreció un baile para celebrarlo. Fue un acontecimiento extraordinario.
»Me gustaría poder describirte la India y la vida que llevábamos allí, querida niña.
»¿Quién hubiera podido adivinar que la tragedia acechaba a la vuelta de la esquina? Se presentó de repente, como un ladrón en la noche, en palabras de la Biblia.
»Eso fue lo que me ocurrió.
—¿Y todo por culpa del abanico? —pregunté con voz trémula.
—Ah, el abanico. ¡Qué jóvenes éramos! ¡Qué ignorantes de la vida! Fuimos al bazar juntos porque estaba permitido si las personas ya estaban oficialmente comprometidas. Fue maravilloso. Los bazares son fascinantes, aunque yo siempre les tenía un poco de miedo. Estando con Gerald, no, claro. Qué bien lo pasé con los encantadores de serpientes, las calles, la extraña música, los acres olores tan típicos de la India. Preciosas mercancías a la venta, sedas y marfiles… cosas exóticas para comer. Mientras paseábamos por allí, vimos a un hombre que vendía abanicos. Inmediatamente me llamaron la atención.
»—¡Qué bonitos son! —exclamé.
»—Son preciosos —dijo Gerald—. Te voy a comprar uno.
»Recuerdo al hombre que los vendía. Era tullido y no podía tenerse en pie, permanecía sentado sobre una alfombrilla. También recuerdo su sonrisa. De momento, no le presté atención, pero después me vino otra vez a la memoria. Era una sonrisa… perversa. Gerald abrió el abanico y yo lo tomé. Para mí era doblemente valioso por tratarse de un regalo suyo. Gerald se rió al verme tan contenta y me tomó fuertemente del brazo. La gente nos miraba al pasar, probablemente porque parecíamos muy felices. De vuelta en mi habitación, abrí el abanico y lo deposité encima de una mesa para contemplarlo mejor. Cuando entró mi criada india, lo miró horrorizada.
»—Abanico de plumas de pavo real —dijo—. Oh, no, señorita Lucille…, llevan el mal… No debe tenerlo aquí.
»—No seas tonta —le contesté—. Me lo ha regalado mi novio y lo conservaré como un tesoro. Es el primer regalo que me hace.
»Ella sacudió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos como para apartar de sí aquella visión. Después dijo:
»—Se lo devolveré al hombre que se lo vendió… aunque ahora ya ha sido suyo… El mal está aquí. Quizá sólo sea un mal inofensivo.
»Pensé que estaba loca y no le permití tocarlo.
La anciana interrumpió su monólogo mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.
—El abanico me encantaba —añadió al cabo de un rato—. Era el primer regalo que me hacía después de nuestro compromiso. Cuando me despertaba por la mañana, era lo primero que veía. Siempre recordaré aquel momento en que él me lo compró en el bazar, pensaba. Gerald se reía de mi obsesión por el abanico. Yo no lo sabía entonces, pero ahora lo sé. El abanico ya me había hechizado.
»—Pero si no es más que un abanico —decía Gerald—. ¿Por qué le tienes tanto cariño? —Al decirle yo el porqué, añadía—: Pues, entonces procuraré que sea todavía más precioso a tus ojos. Le mandaré poner algo de valor y, cada vez que lo mires, recordarás lo mucho que te quiero.
»Dijo que lo llevaría a un joyero que conocía en Delhi. El hombre era un auténtico artista. Cuando me devolvieran el abanico, podría sentirme legítimamente orgullosa de él. Yo no cabía en mí de gozo. Hubiera tenido que comprender que aquella felicidad no podía durar. Gerald tomó el abanico y se fue al centro de la ciudad. Jamás olvidaré aquel día. Cada segundo está grabado en mi memoria. Gerald fue a la joyería y permaneció allí un buen rato. A la salida, le estaban esperando. A menudo se producían disturbios. La Compañía solía controlarlos, pero siempre había algún loco suelto. No comprendían los beneficios que aportábamos a su país. Pretendían que nos fuéramos. La familia de Gerald era importante en el país…, tanto como la mía. Todo el mundo le conocía. Al salir de la tienda le abatieron de un disparo y murió allí mismo, en la calle.
—Qué historia tan triste. Cuánto lo siento —dije.
—Te creo, mi querida niña. Eres buena y no sabes cuánto lamento que tomaras el abanico.
—¿Y usted cree que todo aquello se debió al abanico?
—El abanico es responsable de que él se encontrara en aquel lugar. Nunca olvidaré la mirada de mi criada. Aquella gente posee una sabiduría de la que nosotros carecemos. Ojalá no hubiera visto jamás el abanico… y no hubiera ido al bazar aquella mañana. Qué alegre y despreocupada era entonces… Mi necio impulso le arrebató la vida a Gerald y destrozó la mía.
—Hubiera podido suceder en otro lugar.
—No, fue culpa del abanico. Él lo llevó a la joyería. Le debieron de seguir y lo esperaron fuera.
—Yo creo que eso hubiera podido ocurrir sin el abanico.
—A su debido tiempo, lo comprendí —dijo la anciana, sacudiendo la cabeza—. Yo te enseñaré lo que hicieron.
La señorita Lucille permaneció sentada un rato en silencio mientras las lágrimas resbalaban profusamente por sus mejillas. Poco después, entró Ayesha.
—Vamos, vamos —dijo la criada—. No tiene que pensar en esas cosas. Válgame Dios, eso no es bueno, señorita…, no es bueno.
—Ayesha —dijo la señorita Lucille—, traeme el abanico.
—No, olvídese de eso —dijo Ayesha—. No se atormente más.
—Tráemelo, Ayesha, por favor.
La doncella obedeció.
—Mira, niña, esto es lo que él mandó hacer para mí. Hay que saber mover este resorte. Mira, aquí hay una lengüeta. El joyero era un artista.
La anciana tiró de la lengüeta de la montura y apareció una fulgurante esmeralda rodeada de brillantes. Al verla se me cortó la respiración. Era preciosa.
—Dicen que vale una pequeña fortuna, como si eso pudiera consolarme. No hay nada capaz de consolarme. Pero fue el regalo que él me hizo. Por eso le tengo tanto cariño.
—Pero, si le trae mala suerte…
—Ya me la trajo. Ahora ya no puede traerme más. Ayesha, ponlo otra vez en su sitio. Así. Te he contado todo esto porque durante un breve tiempo el abanico fue tuyo. Deberás tener más cuidado que otras personas. Eres una buena niña. Ahora ya puedes reunirte con Lavinia. He cumplido con mi deber. Guárdate… de Fabian. Mira, él también tiene parte de culpa. Tal vez, como lo tuviste muy poco tiempo en tu poder, no te ocurra nada. Él tampoco está libre de culpa…
—Ya es hora de que se vaya —dijo Ayesha.
Después me empujó hacia la puerta y me acompañó a lo largo de varios pasillos.
—No haga caso de lo que dice —me aconsejó—. Está muy triste y desvaría un poco. Fue un golpe terrible, ¿comprende? No se preocupe por lo que ha oído. Quizá no debí llevarla ante su presencia, pero ella no podía descansar hasta hablar con usted. Es como una pesadilla, ¿comprende?
—Sí, lo comprendo.
Lo ocurrido le hizo perder el juicio, pensé.
Con el fantasma de la monja en el ala este y la loca del ala oeste la casa me resultaba cada vez más fascinante.
Con el paso del tiempo, me olvidé del abanico de plumas de pavo real y de las terribles desgracias que podrían ocurrirme por haberlo tenido unos minutos en mi poder. Seguía visitando la Casa; las institutrices eran tan amigas como siempre; y mis relaciones con Lavinia casi no habían sufrido variación alguna. Aunque fuera vulgar y sólo me invitaran por ser la única niña de la edad de Lavinia en los alrededores y mi posición social no fuera tan baja como para que me rechazaran por entero, yo había adquirido cierta superioridad sobre Lavinia debido a mi superior inteligencia. La señorita York presumía un poco ante la señorita Etherton y, en cierta ocasión en que ésta se puso enferma, mi institutriz fue a la Casa para ocupar su lugar hasta que se recuperara, y entonces se descubrió el verdadero abismo que mediaba entre Lavinia y yo, lo cual me fue muy beneficioso y ejerció cierto efecto en Lavinia.
Me estaba haciendo mayor y ya no quería que se burlaran de mí. Amenacé incluso con no volver a la Casa si Lavinia no cambiaba de actitud. Estaba claro que ella no lo hubiera querido por nada del mundo. Estábamos más unidas que antes e incluso nos convertíamos en aliadas si la ocasión lo exigía. Por muy vulgar que yo fuera, me sobraba inteligencia. En cambio, ella, a pesar de su hermosura, no sabía razonar ni tenía ingenio como yo. Por eso confiaba en mí, aunque no quisiera reconocerlo.
De vez en cuando veía a Fabian, que regresaba a casa durante las vacaciones y a veces traía a algún amigo. Los chicos no nos prestaban la menor atención, pero, aun así, empecé a darme cuenta de que Fabian no era tan insensible ante mi presencia como pretendía hacernos creer. A veces, le sorprendía mirándome a hurtadillas. Pensé que debía de recordar la aventura vivida cuando yo era pequeña y él me secuestró.
Ahora todo el mundo comentaba en susurros que la señorita Lucille estaba loca. La señora Janson era muy amiga de la cocinera de la Casa y lo sabía «de buena tinta», tal como ella solía decir. Polly parecía una corneja. Se enteraba de cuantos chismes podía y los almacenaba para luego «atar cabos».
A menudo hablábamos de la Casa, que a Polly la fascinaba casi tanto como a mí.
—La vieja está loca —decía—. De eso no cabe duda. Desde que perdió su novio en la India nunca ha estado bien de la cabeza. En esos sitios tan raros, no es extraño que ocurran desgracias. La señorita Lucille se volvió loca de remate y la señora Brent dice que ahora le ha dado por recorrer la casa, dando órdenes a todo el mundo como si fueran criados negros. Eso le pasa por haber ido a la India. No sé por qué la gente no se queda tranquilamente en casa. Ella cree que todavía está en la India. La culpa la tiene esa Ayesha. Y, por si fuera poco, tiene otro criado negro.
—Es Imam. También viene de la India. Creo que la señorita Lucille lo trajo consigo cuando volvió, a casa… con Ayesha, naturalmente.
—Esa gente me da grima. Con esa ropa tan rara y esos ojos negros y esa jerigonza que hablan.
—No es una jerigonza, Polly. Es su idioma.
—¿Por qué no tiene a una buena pareja británica que la cuide? Y, encima, la habitación encantada con la historia de la monja. Penas de amores también. No sé. Si quieres que te diga la verdad, el amor sólo trae quebraderos de cabeza.
—No pensabas lo mismo cuando tenías a Tom.
—Es que hombres como Tom hay muy pocos, te lo aseguro.
—Pero todas esperan encontrarlos. Por eso se enamoran.
—Estás volviéndote demasiado lista niña. Fíjate en nuestra Eff.
—¿Él es aún tan malo como antes?
Polly se limitó a chasquear la lengua.
Poco después de nuestra conversación tuvimos noticias suyas. Al parecer, llevaba algún tiempo enfermo del «pecho», como decía Polly.
Recuerdo el día en que se recibió la noticia de su muerte.
Polly se emocionó profundamente. No sabía qué tal le irían las cosas a Eff.
—Tendré que asistir al entierro —dijo—. Al fin y al cabo, se merece algo de respeto.
—No le tenías demasiado cuando estaba vivo —comenté.
—Cuando la gente muere, es distinto.
—¿Por qué?
—Tú siempre con tus «porqués» y tus «cómos». Porque sí y basta.
—Polly —le dije—. ¿Puedo ir al entierro contigo?
—¡Tú! —exclamó ella asombrada—. Eff no lo espera.
—Bueno, pues, démosle una sorpresa.
Polly guardó silencio y yo comprendí que estaba dándole vueltas a la idea en su cabeza.
—Bueno —dijo al final—, será una demostración de respeto.
Yo sabía que el respeto era una parte muy necesaria de los entierros.
—Tendremos que pedirle permiso a tu padre.
—Ni siquiera se dará cuenta de que me he ido.
—Ésa no es forma de hablar de tu padre.
—¿Por qué no si es la verdad? Me gusta que sea así. No me gustaría que se interesara realmente por mí. Se lo diré.
Mi padre se extrañó un poco de mi petición.
Levantó las manos hacia las gafas como si las llevara puestas y, al comprobar que no, miró impotente a su alrededor como si no pudiera resolver el asunto hasta que las encontrara. Por suerte, las tenía encima del escritorio. Se las alcancé.
—Es la hermana de Polly y sería una muestra de respeto —le dije.
—Confío en que eso no signifique que piensa dejarnos.
—¡Dejarnos! —La idea ni siquiera me había pasado por la cabeza—. ¿Por qué iba a dejarnos?
—Podría irse a vivir con su hermana.
—Oh, no —exclamé—. Pero creo que debo ir al entierro.
—Puede que sea un poco morboso. Las clases obreras le dan mucha importancia a esas casas… y se gastan más dinero del que pueden.
—Quiero ir, padre. Quiero ver a su hermana. Polly siempre me habla de ella.
—Bueno, pues, en tal caso debes ir —dijo mi padre.
—Permaneceremos allí unos días.
—Me parece muy bien sólo porque Polly irá contigo. Polly se puso muy contenta y dijo que Eff se alegraría mucho.
Participé por tanto en los ritos del entierro, de lo más instructivos para mí.
Me sorprendió el tamaño de la casa de Eff. Daba a un espacio común a cuyo alrededor se levantaban casas de cuatro pisos, como centinelas.
—A Eff siempre le gustó un poco de verde —dijo Polly—. Y aquí lo tiene. Un poco de campo en donde escucha los cascos de los caballos para no olvidar que no está precisamente en el bosque.
—Es lo que podría decirse lo mejor de ambos mundos —dije.
—Bueno, eso no te lo discutiré —convino Polly.
Eff sólo le llevaba cuatro años a Polly, pero aparentaba más edad. Cuando se lo comenté a Polly, me contestó:
—Es por la vida que ha llevado.
A Él no le mencionó porque estaba muerto y, al parecer, cuando la gente muere, sus pecados son borrados por el respeto. Sin embargo, yo sabía que por su culpa Eff había envejecido prematuramente. Me sorprendió bastante porque parecía una mujer de armas tomar. Se parecía a Polly en muchos sentidos. Tenía su misma visión de la vida y aquella confianza propia de las personas que no se dejan pisar por nadie sin oponer resistencia. Durante mi breve estancia en la ciudad, observé aquel mismo talante en otras muchas personas. Era el llamado espíritu cockney de los barrios populares y parecía ciertamente un producto de las calles de Londres.
La visita fue, una gran revelación para mí. Era como si acabara de entrar en un mundo distinto y estaba profundamente emocionada.
Polly formaba parte de él y yo ardía en deseos de conocerlo mejor.
Al principio Eff se mostró un poco cohibida ante mi presencia y constantemente pedía disculpas por todo.
—No estará usted acostumbrada a esto —me decía.
—No te preocupes por Drusilla, Eff —le dijo Polly al final—. Ella y yo somos como uña y carne, ¿verdad?
Yo le aseguré a Eff que sí.
De vez en cuando, Polly y Eff se reían hasta que recordaban que Él se encontraba de cuerpo presente en la salita.
—Es un cadáver muy bonito —dijo Eff—. La señora Green le amortajó y lo ha dejado precioso.
Hablamos de él, sentadas en la cocina. A juzgar por lo que oía, no me parecía el monstruo que antaño me habían descrito. Quería comentárselo a Polly, pero, cada vez que lo intentaba, ella me propinaba un suave puntapié bajo la mesa para recordarme el debido respeto a los muertos.
Compartía habitación con Polly. La primera noche hablamos de los entierros y comentamos el hecho de que nadie supiera lo enfermo que Él estaba hasta que «murió de repente». Estar con Polly en aquella casa tan extraña me consolaba porque abajo, en la salita, yacía «el difunto».
Llegó el gran día. Recuerdo vagamente a los solemnes empleados de la funeraria con sombreros de copa y levitas negras, los caballos con penachos, y el ataúd «de roble auténtico con herrajes de latón de verdad», tal como explicó orgullosamente Eff.
El féretro estaba cubierto de flores. Eff le «abrió las puertas del cielo de par en par», lo cual me pareció una visión excesivamente optimista, tratándose de alguien de tan mala fama…, me refiero a cuando estaba vivo. Polly y yo corrimos a la floristería y le compramos una corona en forma de arpa que no parecía muy apropiada. Sin embargo, yo acababa de averiguar que la muerte lo modificaba todo.
El oficio religioso fue solemne y en su transcurso Eff estuvo acompañada por Polly y el señor Branley, que le alquilaba unas habitaciones en la casa. Eff estuvo a punto de desmayarse y varias veces se enjugó los ojos con un pañuelo ribeteado de negro.
Hasta el punto de que yo empecé a pensar que Polly no me había dicho toda la verdad sobre Él.
Más tarde, en la salita se sirvieron unos bocadillos de jamón regados con jerez.
La estancia tenía ahora las cortinas descorridas y parecía muy distinta sin el ataúd, aunque se la veía excesivamente ordenada, como si nadie la utilizara habitualmente.
Comprobé la existencia de un vínculo muy fuerte entre Polly y Eff aunque ambas se criticaran un poco la una a la otra; Polly a Eff por haberse casado con Él, y Eff a Polly por haberse ido «a servir». El padre de ambas, insinuaba Eff, jamás lo hubiera aprobado. Aunque bien era cierto, reconocía Eff, que se trataba de un servicio muy especial y que Polly era casi de la familia, con aquel párroco que nunca sabía dónde tenía la cabeza y aquella niña «tan simpática».
Deduje que Eff no pasaba apuros económicos. Polly me había comentado que era Eff quien ganaba el sustento. Él llevaba años sin trabajar a causa de la enfermedad del pecho. Eff tenía huéspedes. Los Branley llevaban con ella dos años y, más que inquilinos, eran amigos. Algún día, cuando el chiquillo creciera, tendrían que buscarse una casa propia con jardín, pero, de momento, allí se encontraban muy a gusto.
Observé que el cariño que Eff les profesaba a los Branley se debía en gran medida al «chiquillo». El chiquillo tenía seis meses y babeaba como un condenado. Eff les permitía dejar su cochecito en el zaguán —una gran concesión que su padre jamás hubiera aprobado—, y la señora Branley bajaba al niño al jardín para que le diera un poco el aire. Eso le encantaba a Eff y comprendí que a Polly también. Siempre que el pequeño estaba abajo en su cochecito, Eff buscaba alguna excusa para salir al jardín. Si lloraba —cosa que ocurría con harta frecuencia—, le soltaban un rosario de memeces. «¿Chiquitín quiere a su mami?», y cosas por el estilo, que en sus labios sonaban un poco raras porque ambas hermanas tenían lo que la señora Janson hubiera llamado «muy mala lengua».
Aquel niño las había cambiado por completo.
Se me ocurrió que lo que más echaban a faltar en sus vidas, tanto Polly como Eff, era un hijo propio.
Los niños pequeños parecían criaturas muy deseables…, con decir que hasta Fabian quiso tener uno.
Recuerdo muy bien lo ocurrido dos días después del entierro. Polly y yo teníamos que regresar a la rectoría el día siguiente.
Polly quiso aprovechar al máximo nuestro último día de estancia en la ciudad y me llevó al «Oeste», es decir, a la zona oeste de Londres.
Estábamos en la cocina y yo tenía tanto sueño que me senté junto a la chimenea y me quedé un poco traspuesta. Oí como de lejos la voz de Polly:
—Fíjate en Drusilla. Ya está medio dormida. Bueno, es que hoy no sabes tú lo que hemos callejeado.
Entonces me quedé dormida de verdad.
De repente desperté. Eff y Polly se encontraban sentadas a la mesa, con una enorme tetera de barro entre ambas.
—Yo creo que podría alojar otros dos huéspedes —comentó Eff.
—No sé qué diría nuestro padre si supiera que tienes huéspedes.
—En una casa como ésta, los llaman inquilinos. Mira, Polly, los Martín de la puerta de al lado se van y yo creo que podría quedarme con la casa.
—¿Para qué?
—Para alojar más inquilinos, claro. Creo que podría hacer muy buen negocio, Polly.
—Supongo que sí.
—Como es natural, necesitaría a alguien que me eche una mano.
—¿Qué harás…, buscarte a alguien que se venga a vivir contigo?
—Tendría que ser una persona conocida y en quien pudiera confiar.
—Claro.
—¿Tú no querrías, Polly?
Se produjo una prolongada pausa. Yo estaba ahora completamente despierta.
—Las dos podríamos ganarnos muy bien la vida —dijo Eff—. Sería un negocio redondo. Tú sabes que a nuestro padre no le hubiera gustado que te fueras «a servir».
—No quiero dejar a Drusilla. Esa niña significa mucho para mí.
—Es graciosilla. No es que sea muy bonita, pero parece muy lista y tiene un algo especial.
—Sssh —dijo Polly, mirando en mi dirección. Inmediatamente cerré los ojos.
—Pero, bueno, Polly, eso no durará toda la vida. Yo creo que las hermanas deben estar juntas.
—De no ser por ella, me vendría a vivir contigo, Eff.
—Te gustaría, ¿verdad?
—Me encantaría vivir aquí. El campo es muy aburrido. Prefiero el ajetreo de la ciudad.
—Si lo sabré yo. Siempre has sido así, Polly.
—Mientras ella me quiera, permaneceré a su lado.
—Piénsalo bien. No querrás pasar toda la vida a las órdenes de los demás. Eso no va con tu carácter.
—No estoy a las órdenes de nadie, Eff. Él es muy bondadoso… y ella es como si fuera mi hija.
—Nos lo pasaríamos muy bien, trabajando juntas aquí.
—Es bueno saber que puedo contar contigo, Eff.
Un nuevo temor se apoderó de mi vida. Llegaría el día en que perdería a Polly.
—Polly —le dije aquella noche cuando fuimos a descansar—, nunca te irás de mi lado, ¿verdad?
—Pero ¿qué dices?
—Podrías venirte a vivir con Eff.
—¡Pero, bueno! ¿Quién ha escuchado lo que no debía? Fingiendo estar dormida. Lo sé. Te he visto.
—Pero no lo harás, ¿verdad, Polly?
—No. Me quedaré contigo mientras me quieras.
La abracé emocionada, temiendo que se me escapara. Tardé mucho tiempo en olvidar el anzuelo de la libertad que Eff le había tendido a Polly.