La aventura francesa

Pasaron los años y, cuando cumplí los catorce, seguía haciendo casi lo mismo de siempre. La señorita York estaba todavía conmigo y Polly era mi guía, mi consuelo y mi luz. Visitaba periódicamente la Casa, pero ya no me sentía tan subordinada a Lavinia. Bastaba con insinuar que no volvería para que ella modificara de inmediato sus modales autoritarios. Lavinia me tenía cierto respeto, pero no quería reconocerlo. Yo la había ayudado a salir de algunos apuros y eso me daba alguna ventaja.

Polly y yo estábamos muy unidas y a menudo visitábamos a Eff, que había adquirido la casa de al lado y con sus inquilinos se ganaba muy bien la vida. Había subido de categoría y dirigía ambas casas con gran gentileza y donaire. Polly tuvo que reconocer que su padre no se hubiera quejado.

Los Branley se habían ido y su lugar lo ocupaban los Paxton.

—Son mucho mejores —decía Eff—. La señora Paxton envuelve siempre los desperdicios antes de tirarlos al cubo de la basura. Cosa que la señora Branley no hacía jamás. Aunque debo admitir que echo de menos al chiquillo.

Por consiguiente, aparte la pérdida del niño, el cambio había sido para mejor.

—A Eff le irán muy bien las cosas —dijo Polly—, porque en este trabajo se siente como pez en el agua.

Yo sabía que, de no ser por mí, Polly se hubiera ido a vivir con Eff, ayudándola a mantener en orden a los inquilinos y burlándose con ella en secreto de sus pequeños defectos. Sin embargo, Polly había jurado no dejarme mientras yo la quisiera, y yo confiaba en su palabra.

Inesperadamente, la vida empezó a cambiar. Un arquitecto acudió a la Casa porque el ala este requería reparaciones y se necesitaba un experto que supiera hacerlo adecuadamente. Se llamaba Rimmel y se hizo muy amigo de la señorita Etherton. Lady Harriet no se dio cuenta de nada hasta que la cosa llegó demasiado lejos y la señorita Etherton anunció su compromiso con el señor Rimmel, comunicándole a lady Harriet que se iría al cabo de un mes para preparar la boda.

Lady Harriet se puso furiosa. Al parecer, hubo una procesión ininterrumpida de institutrices antes de que llegara la señorita Etherton, la única que finalmente se quedó en la Casa.

—Qué desconsiderada es la gente —dijo lady Harriet—. ¿Dónde está la gratitud? Después de haber pasado tantos años en una casa tan buena como la nuestra.

Pero la señorita Etherton, segura del amor del señor Rimmel, no se amilanó. Los reproches de lady Harriet no le causaban el menor efecto.

A su debido tiempo, se fue. Llegaron dos nuevas institutrices, pero ninguna aguantó más de un par de meses.

Lady Harriet sentenció entonces que era absurdo contratar dos institutrices para dos niñas prácticamente de la misma edad, viviendo ambas tan cerca. Le gustaba la señorita York y no veía ninguna razón que le impidiera a la joven dar clases simultáneamente a Lavinia y a mí.

Mi padre dudó un poco y dijo que tendría que consultarlo con la señorita York, cosa que hizo a su debido tiempo. La señorita York, al igual que las dos institutrices cuya estancia en la Casa fuera tan breve, no sentía el menor deseo de encargarse de la educación de Lavinia, pero, atraída por un salario más alto y abrumada por la dominante personalidad de lady Harriet, aceptó. Como consecuencia, Lavinia se trasladaba a veces a la rectoría y yo iba a la Casa, donde ambas asistíamos a clase juntas. La señorita York, sabiendo que podía imponer hasta cierto punto sus condiciones, se negó a irse a vivir a la Casa e insistió en considerar al párroco su patrón. Así pues, Lavinia y yo estudiábamos juntas.

No me disgustaba porque la sala de clase era el escenario de mis triunfos. La señorita York se sorprendía constantemente de la ignorancia de Lavinia quien, a pesar de que copiaba a menudo mis trabajos y de lo mucho que yo la ayudaba, era muy inferior a mí.

En el fondo, yo le tenía un gran cariño a Lavinia, aunque no comprendía por qué. Tal vez porque ambas nos conocíamos desde hacía muchos años. Ella era arrogante, egoísta y autoritaria, pero todo eso yo lo tomaba como un reto y me sentía halagada por el hecho de que ella confiara tanto en mí. Creo que la conocía mejor que nadie; por eso descubrí en su carácter un rasgo que sin duda motivó que le ocurrieran ciertas cosas.

Lavinia estaba dominada por una profunda sensualidad y maduró muy pronto. Ya era una mujer a los quince años mientras que yo, a pesar de mis superiores conocimientos, seguía siendo físicamente una niña. Lavinia tenía una cintura muy estrecha y procuraba siempre acentuar su figura, en la que ya se apreciaban signos de nubilidad. Siempre estuvo extremadamente orgullosa de su impresionante mata de pelo y tenía unos dientes muy blancos que gustaba de exhibir constantemente, sonriendo sin ton ni son para que la gente los admirara, dando así una falsa impresión de afabilidad.

Como carecía de aptitudes académicas, solía decir que la instrucción era para la gente que carecía de encantos físicos.

Al final, deduje que Lavinia estaba perpetuamente enamorada del sexo contrario. Cuando había algún hombre cerca se ruborizaba; sonreía y se le iluminaba el rostro, exhibía los dientes y agitaba su preciosa melena, convirtiéndose en una persona totalmente distinta.

Yo veía a Fabian de vez en cuando. Éste había pasado mucho tiempo fuera de casa, primero en la escuela y después en la universidad.

Casi siempre volvía a casa acompañado de algún amigo. Le veía montando a caballo y algunas veces en la Casa.

Cuando hablaba con los amigos de su hermano, Lavinia coqueteaba y no paraba de reír. Fabian apenas se fijaba en mí y supuse que habría olvidado la vez que me cuidó y armó tanto alboroto cuando quisieron apartarme dé su lado. Aunque había sido un simple juego infantil, me gustaba imaginar que aquel hecho había creado un vínculo especial entre nosotros. Acababa de cumplir quince años cuando conocí a Dougal Garruthers.

Mientras cruzaba el cementerio para dirigirme a la rectoría, vi que la puerta de la iglesia estaba abierta y, al acercarme, oí unas pisadas sobre las baldosas. Creí que se trataba de mi padre y decidí avisarle de que ya era la hora del almuerzo. La señora Janson se disgustaba cuando no era puntual. Constantemente teníamos que recordarle estas cosas. Entré en la iglesia y vi a un joven contemplando el techo.

—Hola —me dijo—. Estaba admirando esta iglesia. Es muy bonita, ¿verdad?

—Creo que es una de las más antiguas del país.

—Normanda, sin duda. Y magníficamente conservada. Resulta increíble que estos viejos edificios consigan desafiar el paso del tiempo de esta manera.

¿Conoce usted la historia del lugar?

—No, pero mi padre, sí. Es el párroco.

—Ah, comprendo.

—Tendrá mucho gusto en darle todas las explicaciones que usted quiera.

—¡Es usted muy amable!

No sabía qué hacer. Si le llevaba a casa y le presentaba a mi padre, tendríamos que invitarle a almorzar, y la señora Janson no gustaba de invitados inesperados a la hora de comer. Por otra parte, si no le invitábamos, mi padre pasaría todo el rato charlando con él y se perdería el almuerzo.

Ambos casos provocarían la cólera de la señora Janson.

—¿Por qué no viene a ver a mi padre? —le dije—. Esta tarde estará libre. ¿Se aloja usted cerca de aquí?

—Sí —contestó el joven, extendiendo el brazo— allí. Me pareció que indicaba una taberna de la zona en la que algunas veces aceptaban huéspedes.

Le dejé en la iglesia y regresé a casa. Durante el almuerzo, le dije a mi padre que había conocido en la iglesia a un hombre muy interesado en la arquitectura y la historia del lugar.

—Vendrá esta tarde. Le dije que le atenderías.

Esperé la llegada del joven porque temí que mi padre olvidara la visita y porque me consideraba obligada a presentarles.

El desconocido llegó y mi padre le recibió encantado. Para mi asombro, nos dijo que se alojaba en Framling. Le dejé con mi padre y fui a dar un paseo a caballo.

Lavinia y yo éramos muy buenas amazonas, pero no nos permitían cabalgar sin un mozo que nos acompañara. Reuben Curry, el capataz de los mozos, solía acompañarnos. Era un hombre muy interesante y taciturno, profundamente religioso y totalmente inmune a las arterías de Lavinia. Yo le había oído decir a Polly o a la señora Janson que su mujer «se descarrió» cuando unos gitanos levantaron allí cerca su campamento. Al parecer, había entre ellos un «hombre fascinante de dientes blancos como la nieve y aretes en las orejas, que tocaba el violín de maravilla». Todas las mujeres estaban locas por él y, dado que no se proponía nada bueno, hizo bastante daño en el lugar. Cualquiera sabía lo que debió de ocurrir. La señora Janson no se fiaba ni un pelo de él. La mujer de Reuben… se dejó seducir por aquel hombre y él se aprovechó. Cuando al terminar el verano los gitanos se fueron dejaron una cosita. La «cosita» fue Joshua Curry, una criatura tremendamente traviesa desde el día en que nació. Debía de ser como su padre, pensé, y las criadas tendrían que andarse con mucho cuidado con él.

Conociendo el pintoresco origen de Joshua, yo sentía una enorme curiosidad por él. Tenía cabello negro ensortijado y brillantes ojos traviesos, siempre en busca de lo que yo sólo podía adivinar vagamente. Era delgado y moreno y yo jamás había conocido a nadie así.

Aquel día, cuando Lavinia y yo llegamos a las cuadras, nos encontramos a Joshua solo. Al vernos entrar, esbozó una sonrisa. Inmediatamente observé el cambio operado en Lavinia. Por muy criado que fuera, el joven era un representante del sexo contrario. En seguida sonrió y se le iluminaron los ojos.

Joshua se acercó la mano a la frente, pero no como solían hacer los criados en gesto de respeto.

Parecía hacerlo en broma y sin la menor intención de mostrar su respeto.

—¿Nuestros caballos están ensillados? —preguntó Lavinia en tono altanero.

—Sí —contestó Joshua, haciendo una reverencia—. Los tengo preparados.

—¿Dónde está Reuben?

—Trabajando. En su lugar he venido yo. Creo que podría escoltarlas.

—Normalmente, nos acompaña Reuben o alguno de los hombres de más edad —dijo Lavinia, aunque adiviné que se alegraba en secreto.

—Estoy enteramente a su servicio… siempre que las señoritas lo quieran claro.

—En fin, qué remedio —dijo Lavinia lánguidamente.

Nos dirigimos a los caballos. Para montar utilicé el cabalgadero y me volví a mirar a Lavinia. Joshua estaba ayudándole a montar y me pareció que se entretenía demasiado en la tarea. Vi su rostro cerca del de Lavinia y su mano apoyada en su muslo. Pensé que aquella muestra de familiaridad la enfadaría, pero no fue así. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos centelleantes.

—Gracias, Joshua —dijo Lavinia.

—Respondo al nombre de Jos —le dijo él—. Es más cordial, ¿no le parece?

—No se me había ocurrido, pero supongo que sí —contestó Lavinia.

La mano de Joshua descansaba en su brazo.

—Bueno, pues, llámeme Jos.

—De acuerdo, Jos —dijo Lavinia.

Salimos de los establos e iniciamos el paseo. Lavinia dejó que me adelantara y se quedó detrás con Jos. La oí reír, lo que me pareció muy raro pues normalmente se mostraba muy altiva con los criados.

Luego, en clase, estaba más distraída que nunca. Se miraba constantemente al espejo, se peinaba el cabello, se hacía tirabuzones y sonreía para sus adentros como si guardara algún secreto.

—Ya desespero de poder enseñarle algo a esta niña —dijo la señorita York y suspiró—. Estoy tentada de ir a decirle a lady Harriet que es una tarea imposible. Cada vez lo hace peor.

A Lavinia le daba igual. Aunque adoptaba una actitud desdeñosa, se la veía muy contenta.

Algo había ocurrido. Lamenté ser yo quien lo descubriera.

Dougal Carruthers se había hecho muy amigo de mi padre y, durante su estancia en Framling, nos visitó varias veces e incluso un día le invitamos a almorzar.

Nos dijo que se quedaría tres semanas en la Casa y que su padre era muy amigo de sir William Framling; su familia tenía intereses en la Compañía de las Indias Orientales y pronto se vería obligado a dejar el país. Él hubiera preferido estudiar arte y arquitectura medieval. Se encogió de hombros y nos explicó que tradicionalmente los hijos de la familia debían irse a trabajar en la Compañía, tal como haría Fabian Framling a su debido tiempo.

La señora Janson no se enfadó y dijo que prepararía un almuerzo tan bueno como el que pudiera preparar la señora Bright en la Casa.

Bastaba con que la avisáramos con antelación, cosa que hicimos aquella vez.

Dougal me gustaba. Me parecía encantador y no me trataba como Fabian y sus amigos, que no eran groseros, pero simplemente me miraban como si no existiera.

Dougal tenía la agradable costumbre de mirarme cuando hablaba, dándome a entender así que me incluía en la conversación.

Además, cuando yo hacía algún comentario, me escuchaba con interés.

Deseé haber prestado más atención a mi padre cuando me hablaba de la antigüedad de nuestra iglesia normanda.

De haberlo hecho, hubiera podido participar más activamente en la conversación.

Cierta ocasión Fabian fue a la rectoría con mi padre, se sentaron en el jardín y tomaron una copa de vino.

Dougal y mi padre en seguida se enzarzaron en una profunda conversación y yo tuve que hacerles los honores a Fabian.

Al ver que Fabian me observaba con cierto interés, le pregunté:

—¿Recuerdas cuando me secuestraste?

—Sí, lo recuerdo —me contestó sonriendo—. Pensé que, para tener un niño pequeño, me bastaba con ir y traerlo. Ambos reímos.

—Y me trajiste —dije.

—Debías de ser una niña muy dócil —añadió Fabian.

—No lo recuerdo en absoluto. Cuando me lo contaron, me sentí muy halagada. Por el hecho de que me hubieras elegido, quiero decir. Aunque supongo que cualquier niño pequeño te hubiera servido.

—Tú me pareciste adecuada para la adopción.

—Se produjo un gran alboroto, según tengo entendido.

—La gente siempre arma jaleo cuando ocurre algo insólito.

—No esperarías que mi familia me dejara marchar sin una palabra, ¿verdad?

—No. Pero te tuve dos semanas.

—Me han contado la historia muchas veces. Me hubiera gustado darme cuenta de lo que ocurría.

—Si te hubieras dado cuenta, seguramente hubieras protestado. En cambio, de la otra manera, te lo tomaste con mucha calma.

Me alegré mucho porque me pareció que, hablando del asunto, habíamos superado una barrera.

Imaginé que él debía pensar lo mismo y que, a partir de ese momento, nuestras relaciones serían más fáciles.

De repente, nos vimos arrastrados a la conversación general y, al cabo de un rato, Dougal y Fabian se marcharon.

Dougal se iría de Framling al día siguiente y Fabian a finales de semana.

No puede resistir la tentación de contarle a Lavinia su visita.

—Bueno, pero no vinieron a verte a ti —fue su comentario.

—Lo sé, pero vinieron y hablé con ellos.

—Dougal es un encanto, pero sólo le interesan las cosas antiguas.

Lavinia hizo una mueca. Supuse que habría agitado su impresionante melena ante sus ojos, en la esperanza de provocar su admiración, y me alegré de que probablemente no hubiera sido así.

—Fabian me comentó la vez que me secuestró —dije.

—Menuda charla —replicó Lavinia—. Vaya un aburrimiento.

Sin embargo, intuí que mi conversación con Dougal le había molestado. Aquella tarde, cuando salimos a dar nuestro habitual paseo a caballo, parecía muy enfurruñada.

Nos acompañaba Jos, quien se las ingeniaba para ser nuestro guardián siempre que podía.

El hecho de que nos acompañara él en lugar de Reuben solían poner a Lavinia de muy buen humor.

Aquella tarde, Lavinia estuvo muy rara con Jos y se mostró a ratos arrogante y a ratos amable; él apenas dijo nada y se limitó a mirarla embobado.

Llegamos a un campo que solíamos cruzar a galope y en el que Lavinia y yo siempre competíamos por alcanzar primero el otro lado.

Me lancé a galope y tomé la delantera. Cuando llegué al otro lado, me detuve y miré en derredor. Estaba sola. Sorprendida, grité:

—Lavinia, ¿dónde estás?

No obtuve respuesta. Regresé al trote al otro lado del campo. Cuando me lancé al galope, ellos no debieron de seguirme.

Les busqué por los alrededores y, al cabo de media hora, volví a los establos. Ni rastro de ellos. No quería entrar sola en la Casa por temor a provocar un escándalo. Nos tenían prohibido pasear a caballo sin escolta.

Tardaron por lo menos media hora en volver. Lavinia tenía el rostro arrebolado y, al verme, adoptó una expresión de hastío.

—Pero ¿dónde te has metido? —me preguntó—. Te hemos buscado por todas partes.

—Pensé que me seguiríais al galope en el campo. —¿Qué campo?

—Tú sabes muy bien qué campo.

—No sé lo que ha pasado —dijo Lavinia, esbozando una sonrisa relamida mientras intercambiaba una mirada con Jos.

Si yo hubiera sido más sagaz y con experiencia de la vida, sin duda hubiera adivinado lo que ocurría.

Cualquier persona de más edad lo hubiera comprendido en seguida. Pero yo creí en el malentendido, en que ellos no se percataron de que me lanzaba al galope.

Hablando con Polly, la señora Janson comentó:

—Mira que se lo he dicho de veces. Pero ni caso. Esta Holly siempre fue alocada, pero ahora creo que ha perdido el juicio totalmente.

—Ya sabe cómo son las chicas —dijo Polly en tono tranquilizador.

—Esa chica acabará muy mal, vaya si acabará.

Cuando me quedé sola con Polly, le pregunté:

—¿Qué es lo que hace Holly?

—Tonterías.

—Pues, parecía algo peligroso.

—Peligroso sí que es… con una persona como ésa.

—¿Como Holly?

—No…, como él.

—Cuénteme lo que pasa.

—Ya has estado escuchando otra vez. Aquí siempre hay moros en la costa.

—Mira, Polly, no soy un moro y oigo lo que cualquier otra persona en mi caso. Deja de tratarme como a una niña. Polly cruzó los brazos y me miró fijamente.

—Creces muy deprisa —dijo, mirándome con tristeza.

—No seré siempre una niña, Polly. Ya es hora de que sepa algo del mundo.

—En eso puede que tengas razón —dijo Polly, clavando sus ojos en mí—. Las chicas tienen que ser prudentes y juiciosas. Tú no me preocupas porque eres muy sensata. Te han sabido educar muy bien. Ya me encargué yo de que así fuera. Es este Jos…, menuda pieza está hecho.

—¿A qué te refieres?

—Tiene una forma de ser muy especial. Las chicas andan constantemente detrás suyo y a mí me parece que no piensa en otra cosa.

A lo mejor, así consigue lo que quiere.

Recordé cómo miraba a Lavinia y pensé que ella aceptaba unas familiaridades que en modo alguno hubiera debido aceptar, tratándose de la hija de lady Harriet.

—¿Y Holly?

—Se comporta con él como una tonta.

—¿Acaso él la corteja?

—¡Cortejarla! La corteja por una cosa para la que no hace falta una sortija de matrimonio. Y me temo que ya le ha dado lo que él quería… Eso es una cosa que una chica inteligente no debe hacer jamás, te lo aseguro.

—¿Y tú qué harás?

—¿Yo? —Polly se encogió de hombros—. ¿Qué puedo hacer yo? Podría hablar con el párroco. Pero antes preferiría hablar con un muro de ladrillo.

La señora Janson ha hecho todo lo posible. En fin, ya veremos. Quizá descubrirá sus malas intenciones antes de que sea demasiado tarde.

En mi ignorancia, no comprendí la gravedad dé la situación. Holly podía estar tonteando con Jos como su madre con el gitano, con riesgo de similares resultados.

Sin embargo, Jos no era un gitano errante y no podría largarse sacudiéndose de encima la responsabilidad.

Ojalá no hubiera sido yo quien les descubriera.

El terreno que rodeaba la Casa tenía una enorme extensión y, en determinados lugares, estaba cubierto de maleza. Más allá de los arbustos había una zona bastante aislada con una vieja casa de verano que descubrí un día por casualidad. Cuando le pregunté a Lavinia, ésta me contestó:

—Allí nunca va nadie. Está cerrada, la llave debe de estar por alguna parte. Ya la encontraré.

Pero transcurrió mucho tiempo y jamás volvimos a hablar del asunto.

Un día fui a ver a Lavinia. Eran las primeras horas de la tarde, un período durante el cual la señorita York descansaba y la señora Janson sesteaba, tal como seguramente debía hacer la señora Bright en la Casa.

En el aire se aspiraba una atmósfera soñolienta y todo estaba en silencio. No vi a Lavinia por ninguna parte. Hubiera tenido que reunirse conmigo en los establos, pero allí no estaba. En cambio, su caballo sí estaba, por lo que deduje que no se había ido sin esperarme.

Pensé que tal vez estaba en el jardín y decidí echar un vistazo antes de entrar en la Casa.

Al no encontrarla, me dirigí hacia los arbustos y llegué a la vetusta casa de verano. Sentía una morbosa atracción por aquel lugar.

Me parecía haber oído decir que albergaba fantasmas y que por eso la gente no iba muy a menudo por allí.

Me detuve junto a la puerta y creí oír un ruido procedente del interior. Era una especie de risa espectral. Moví el tirador y, para mi gran asombro, la puerta se abrió. Entonces vi quiénes estaban allí. No eran fantasmas. Eran Jos y Lavinia, tendidos juntos en el suelo.

No quise fijarme en los detalles. Me invadió una oleada de calor. Cerré la puerta, eché a correr y no me detuve hasta la rectoría.

Estaba mareada. Me miré la cara al espejo. La tenía colorada como un tomate.

No podía creer lo que había visto. Lavinia…, la orgullosa y altiva Lavinia… ¡haciendo aquello con un criado!

Me senté en la cama. ¿Qué podía hacer? A lo mejor, Lavinia me había visto. Debió de oír el rumor de la puerta al abrirse.

¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo podía contarle semejante cosa a alguien… y, por otra parte, cómo podía no contársela a nadie?

Se abrió la puerta y entró Polly.

—Te he oído subir corriendo… —dijo, deteniéndose en seco—. Pero ¿qué te pasa? Estás trastornada —se sentó a mi lado en la cama y me rodeó los hombros con su brazo—. Será mejor que le cuentes a Polly lo ocurrido.

—No lo sé, Polly. No puedo creerlo. No sé si ella me ha visto o no. Fue horrible.

—Vamos, cuéntamelo.

—Creo que no debería decírselo a nadie… nunca.

—Si me lo dices, será como si te guardaras el secreto…, solo que mucho mejor porque yo sé lo que debe hacerse. ¿Acaso no es cierto?

—Sí. Pero júrame que no harás nada… sin antes decírmelo.

—Tienes mi palabra.

—Júramelo, Polly.

—Mira —Polly se lamió un dedo y lo frotó hasta secar la saliva—. Me mojo un dedo y lo seco, y juro que jamás contaré tu secreto —dijo, haciendo un gesto dramático.

Yo la había oído jurar otras veces de aquella manera y sabía que cumpliría su palabra.

—No encontré a Lavinia —dije—. Fui en su busca. Ya conoces aquella vieja casa de verano, donde dicen que hay fantasmas…

Una mujer se mató allí hace muchos años…

Polly asintió en silencio.

—Lavinia estaba allí… con Jos. Los dos estaban… en el suelo juntos… y…

—¡No! —gritó Polly, aterrada.

—Los vi con toda claridad.

Polly empezó a balancear el cuerpo hacia adelante y hacía atrás.

—Son tal para cual. Esos dos son capaces de cualquier cosa. Menudos bribones. Me gustaría ver la cara de su señoría cuando se entere.

—No debes decírselo, Polly.

—¿Cómo? ¿Y dejarles que sigan adelante hasta que Jos deje su firma en el árbol genealógico de la familia? Eso no podría añadirse al dibujo que hay encima de la chimenea, te lo digo yo.

—Lavinia sabría que he sido yo. No podría inventarme excusa alguna.

Polly reflexionó en silencio.

—Pero tampoco podemos permitir que sigan adelante. No sé hasta dónde habrán llegado. Ella es un poco… atolondrada, y él debe parecerse a su padre y a su lado ninguna chica está a salvo…, a no ser que le falte un tornillo, claro. Esto tiene que terminar. Podría haber muchos problemas… y ni siquiera a lady Harriet me gustaría que le ocurriera semejante desgracia.

—Quizá yo podría hablar con Lavinia.

—Tú, no. No te metas en esto porque sería peor. Sé cómo las gastan las personas de su clase. Pero, aun así, tenemos que hacer algo. Déjalo de mi cuenta.

—Pero no les dirás que yo les vi, ¿verdad, Polly?

—Te he dado mi palabra, ¿no? —replicó ella, sacudiendo la cabeza.

—Sí, pero…

—No te preocupes, cariño. Ya buscaré algún medio para no mezclarte en el asunto.

*****

Polly era extremadamente ingeniosa y al fin encontró el medio.

Ocurrió unos días más tarde. Fui a la Casa como de costumbre, pero no encontré ni a Lavinia ni a Jos.

Entonces regresé corriendo a la rectoría y se lo dije a Polly.

Ella me ordenó que fuera a mi habitación a leer un rato. Más tarde supe lo que ocurrió.

Polly le dijo a Holly que su enamorado estaba en la casa de verano de los Framling con otra mujer. Al principio Holly no podía creerlo pero, al cabo de un rato, decidió comprobarlo. Las sospechas de Polly eran ciertas. Holly sorprendió a Jos y Lavinia en flagrante delito, tal como la propia Lavinia me dijo más tarde. Pobre Holly, engañada por su amante. El hecho de encontrarle en semejante situación con otra mujer —aunque ésta fuera nada menos que la señorita Lavinia— desató toda su cólera.

Gritó y les maldijo tanto a él como a la señorita Lavinia. Jos no podía escapar porque no estaba completamente vestido, y lo mismo le sucedía a Lavinia.

Varios criados oyeron los gritos de Holly y acudieron a toda prisa, pensando que habría sorprendido a algún ladrón.

Fue un desastre que nadie pudo ocultarle a lady Harriet.

Lavinia y Jos habían sido sorprendidos e irremediablemente se produciría una terrible tormenta.

*****

Tardé varios días en ver a Lavinia. Polly me contó lo ocurrido, tras enterarse por boca de la señora Janson, que lo supo a través de la señora Bright.

Lavinia estaba confinada en su habitación y seguramente se tomarían medidas muy drásticas.

A Jos no podían echarle porque pasaba por hijo de Reuben, aunque no lo era. Por consiguiente, tendría que quedarse en los establos dado que Reuben era demasiado útil y no podían prescindir de él, y, además, no era justo que los padres pagaran los pecados de los hijos, al revés de lo que prescribía la Biblia. Si le hubieran pillado con alguna criada, hubiera sido un pecado venial… ¡pero con Lavinia!

—Siempre supe lo que era esa chica —comentó Polly—. La ordinariez personificada. Los pecados siempre acaban al descubierto, eso tenlo por seguro…, y los de Lavinia se veían venir. No tuvimos que esperar mucho para comprobar las consecuencias.

Lady Harriet mandó llamar a mi padre y mantuvieron una larga conversación. En cuanto volvió a su casa, mi padre quiso hablar conmigo.

—Como sabes —me dijo—, antes incluso de que nacieras, tu madre y yo decidimos que estudiaras. Con independencia de que fueras niño o niña, ambos creíamos en la absoluta necesidad de la educación y tu madre quería lo mejor para nuestro hijo. Hay una suma de dinero —no muy grande, pero suficiente— para tus estudios.

La señorita York es una institutriz muy capacitada y lady Harriet hará todo lo posible para encontrarle otro sitio, lo cual no será difícil con semejante recomendación. Polly… Bueno, ella siempre supo que no podría quedarse permanentemente contigo y creo que podrá vivir con su hermana…

Miré a mi padre fijamente. No eran los estudios los que me preocupaban. Lo único que me inquietaba era perder a Polly.

—Lavinia te acompañará. Lady Harriet considera conveniente que ambas vayáis juntas a la escuela.

Entonces lo comprendí. Lady Harriet había decidido alejar a Lavinia para poner punto final a la desastrosa aventura con Jos.

El alejamiento era la única solución, y yo debería acompañarla. Lady Harriet gobernaba nuestras vidas.

—No quiero ir a una escuela, padre —dije—. Estoy segura de que la señorita York es una profesora extraordinaria y de que con ella podrá aprender lo mismo que allí.

—Es lo que tu madre quería para ti —contestó con semblante abatido.

¡Y lo que quiere lady Harriet!, pensé yo.

Fui directamente a Polly y le arrojé los brazos al cuello.

—Polly, no quiero dejarte.

—Cuéntame qué ha pasado.

—Me mandan a la escuela. Iré junto con Lavinia.

—Ya comprendo. Eso es por la pequeña aventura de la señorita, ¿eh? No creo que el hecho de ir a la escuela la haga cambiar. O sea que te marchas.

—No quiero ir, Polly.

—Podría ser bueno para ti.

—¿Y tú?

—Bueno, siempre supe que esto terminaría algún día. Estaba segura. Me iré con Eff. Ella siempre lo quiso. No te apures, cariño. Tú y yo siempre seremos amigas. Tú sabrás dónde estoy y yo sabré dónde estás. No estés triste.

La escuela te sentará bien y, cuando tengas vacaciones, podrás ir a verme. Eff se pondrá muy contenta. Mira el lado bueno de las cosas.

La vida tiene que seguir adelante, ¿sabes? Nunca se detiene, y tú no puedes seguir siendo la niña de Polly toda la vida.

La cosa ya no me parecía tan mal. La señorita York se tomó la noticia con filosofía. Dijo que ya la esperaba.

El párroco le había dicho que algún día yo tendría que ir a la escuela.

Mi padre le dijo que podía quedarse en la rectoría hasta encontrar otra cosa y lady Harriet prometió ayudarla, por lo que el asunto estaba prácticamente resuelto. Aproximadamente una semana después vi a Lavinia.

Estaba secretamente ofendida y más parecía una tigresa que una gatita mimada.

Tenía los ojos algo enrojecidos y deduje que había llorado.

—¡Menudo jaleo! —dijo—. Todo fue culpa de la muy imbécil de Holly.

—Holly hizo lo mismo que tú, y Jos os tomó por tontas a las dos.

—No te atrevas a llamarme tonta, Drusilla Delany.

—Te llamaré como me dé la gana. Y fuiste una tonta por hacerlo nada menos que con un criado.

—Tú no lo entiendes.

—Pues, todo el mundo lo ha entendido y por eso te mandan a la escuela.

—También te mandan a ti.

—Porque tú vas y tengo que ir contigo.

—No quiero que vengas —dijo Lavinia en tono desdeñoso.

—Mi padre podría enviarme a otra escuela.

—Mi madre no lo permitiría.

—No somos esclavos de tu madre, ¿te enteras? Tenemos libertad de hacer lo que queramos.

Si te pones pesada, le pediré a mi padre que me mande a otro sitio sin ti.

Al oír mis palabras, Lavinia se alarmó un poco.

—Me tratan como a una niña —dijo.

—Jos, no, desde luego.

—Es un bribón —comentó Lavinia, riéndose.

—Eso dicen.

—Ah…, pero no sabes lo emocionante que fue.

—Deberías tener cuidado.

—Lo tuve… Si aquella imbécil no nos hubiera encontrado en la casa de verano…

Aparté el rostro y me pregunté qué hubiera dicho Lavinia de haber sabido que en el origen de todo estaba yo.

—Me dijo que era la chica más guapa que jamás había visto.

—Eso lo dicen todos para conseguir más fácilmente lo que quieren.

—No es verdad. Y, además, ¿tú qué sabes de esto? —Me han contado cosas…

—Cállate —dijo Lavinia al borde de las lágrimas. Establecimos una especie de tregua.

Ambas nos íbamos a un lugar desconocido en el que sólo nos tendríamos la una a la otra, lo cual sería un consuelo.

Hablábamos mucho acerca de la escuela.

Pasamos dos años en Meridian House. Yo me adapté muy bien y mi inteligencia atrajo inmediatamente la atención de los profesores. Lavinia estaba un poco atrasada para su edad y no sentía el menor deseo de mejorar. Por si fuera poco, se mostraba arrogante y malhumorada y nadie le tenía demasiada simpatía. Su elevada alcurnia —que ella mencionaba cada dos por tres— era, en tales circunstancias, más un defecto que una cualidad. Estaba acostumbrada a que todo el mundo se acomodara a ella y nunca le pasaba por la cabeza que tuviera que adaptarse a los demás.

Cerca de allí había una escuela masculina y a veces veíamos a los chicos jugando en un prado cercano. Algunas chicas se emocionaban al verlos, sobre todo los domingos cuando íbamos a las celebraciones religiosas en la iglesia del pueblo y los muchachos ocupaban los bancos del otro lado. Lavinia formaba parte del grupo de chicas que manifestaban un marcado interés por los chicos. Intercambiaban notas con ellos a través del pasillo central y los domingos por la mañana en la iglesia eran, para algunas chicas, el foco central de toda la semana por razones que no hubieran agradado al vicario ni a la severa directora de nuestra escuela, la señorita Gentian.

Durante el segundo año en Meridian House, Lavinia protagonizó un desastre inevitablemente similar al primero.

Apenas me prestaba atención y sólo se acordaba de mí cuando necesitaba que le ayudara en los deberes. Formaba parte de un pequeño grupo de alumnas conocido como «las amigas del alma», que se tenían a sí mismas por adultas y mundanas y se consideraban expertas en ciertos temas delicados. Lavinia era la reina del grupo porque casi todas ellas hablaban del tema que más les interesaba sólo desde un punto de vista teórico mientras que Lavinia lo conocía por experiencia directa.

Cuando se enfadaba conmigo, me decía en tono de absoluto desprecio: «¡Oye, tú, virgen!».

A menudo yo pensaba que, si Lavinia hubiera pertenecido a aquella despreciable secta, me hubiera podido quedar tranquilamente en casa con la señorita York y con mi querida Polly, a la que siempre recurría en caso de apuro.

Polly me escribió con muy mala caligrafía. Aprendió a escribir cuando Tom se embarcó para poder mantenerse en contacto con él.

Hacía muchas faltas de ortografía, pero el calor de sus sentimientos me llenó de alegría.

Yo pensaba a menudo en ella y Eff, y, al llegar las vacaciones de verano, decidí ir a verlas. Me quedé una semana con ellas y fue maravilloso volver a estar con Polly. Ambas hermanas se ganaban muy bien la vida porque tenían bastante intuición para los negocios. Polly en seguida se hizo amiga de los inquilinos y Eff los presidía con dignidad, procurando que todo estuviera siempre en orden.

—Formamos lo que nuestro padre hubiera llamado un buen equipo —me dijo Eff.

Se mostraba especialmente satisfecha de los «planta baja 32» (así llamaba a los inquilinos de la planta baja de la casa recién adquirida) porque tenían un chiquillo y solían dejar el cochecito en el jardín, al que Polly y Eff se asomaban de vez en cuando para murmurarle ternezas al niño. Eff siempre se refería a sus inquilinos como los «piso de arriba 30», «primer piso 32», y así sucesivamente.

Pasé con Polly unos días muy divertidos durante los que le conté mi vida en la escuela y ella me contó a su vez la vida y milagros de todos los inquilinos, desde el piso de arriba a la planta baja.

Por ejemplo, los «piso de arriba» dejaban siempre el grifo abierto y la «primer piso» no fregaba debidamente el tramo de escalera que le correspondía; los «planta baja 32» también dejaban algo que desear, pero a ellos les perdonaban muchas cosas por el chiquillo.

—Es un tunantuelo. Deberías ver cómo me sonríe cuando salgo a verle al jardín.

Tal como anteriormente ocurrió con los Branley, el chiquillo compensaba todos los defectos de sus padres.

Me lo pasé muy bien, yendo al «Oeste» con Polly, contemplando los escaparates de las tiendas, visitando el mercado el sábado por la tarde cuando encendían las luces y bajo su resplandor los rostros de los vendedores ambulantes brillaban con reflejos rojizos mientras pregonaban «arenques frescos, berberechos y mejillones», y una vieja anunciaba a gritos sus remedios contra la caída del cabello, los dolores reumáticos y otros achaques del cuerpo humano.

Polly me hizo comprender que yo era la persona más importante de su mundo, lo cual me sirvió de consuelo cuando me despedí de ella, sabiendo que no la había perdido para siempre.

Le encantaba que le contara cosas de mi vida. Le hablé de la señorita Gentian que nos gobernaba a todas con mano de hierro.

—Debe de ser una bruja —comentó Polly riéndose. Cuando le hice una imitación de la «mademoiselle» de francés se partió de risa y musitó:

—Estos extranjeros son de lo más divertidos. Te lo debes de pasar muy bien con ella.

Todo parecía mucho más gracioso de lo que era en realidad.

—A ver si vuelves pronto —me dijo Eff cuando me fui.

—Piensa que ésta es tu casa, cariño —añadió Polly—. Quiero que sepas que, allí donde yo esté, siempre será tu casa.

¡Cuánto me consolaron sus palabras! Jamás podría olvidarlas.

Durante el último semestre que pasé en Meridian House, Lavinia y otras dos chicas fueron sorprendidas una noche en que regresaron muy tarde. Sobornaron a una criada para que las dejara entrar y fueron sorprendidas por una profesora que en aquel momento bajaba a la enfermería por un calmante para el dolor de muelas. Su llegada al vestíbulo coincidió con la apertura de la puerta, por lo que las infractoras fueron atrapadas con las manos en la masa, como suele decirse.

Hubo una escena terrible y Lavinia se escabulló inmediatamente al dormitorio que compartía conmigo y otra chica.

Nosotras conocíamos el secreto pues no era la primera vez que ocurría.

Lavinia se asustó muchísimo.

—Esto traerá cola —me dijo—. La muy estúpida de la señorita Spence nos sorprendió cuando entrábamos.

—¿Os abrió la puerta Annie? —pregunté.

Annie era la criada.

Lavinia asintió con la cabeza.

—La despedirán.

—Supongo que sí —dijo Lavinia con indiferencia—. Mañana se armará la gorda. Ya verás cuando se entere la vieja Gentian.

—No hubierais debido mezclar a Annie.

—¿Y cómo hubiéramos podido hacerlo si no?

—No está bien que os hayáis aprovechado de ella.

—No seas idiota —replicó Lavinia, pero estaba muy preocupada, y con razón. Las repercusiones fueron más graves de lo que temíamos.

La pobre Annie fue despedida de inmediato. La señorita Gentian mandó llamar a las culpables y, según Lavinia, dijo que se avergonzaba de que unas jóvenes de su escuela se hubieran comportado de manera tan vulgar.

El semestre estaba a punto de terminar y la víspera de nuestra partida lady Harriet recibió una carta de la señorita Gentian en la que ésta le comunicaba que, en su opinión, Lavinia estaría mejor en otra escuela, por lo que lamentaba tener que informarle que no habría plaza para ella en Meridian House en el semestre siguiente ni en un previsible futuro.

Lady Harriet se ofendió por que la escuela no quisiera aceptar a su hija y no quiso que la cosa quedara así. Ella y la señorita Gentian eran como dos comandantes a punto de iniciar una batalla. Lady Harriet le escribió a la señorita Gentian, señalándole que su carta era un tanto desconsiderada, siendo ella una persona tan influyente y cuyo deseo era que su hija permaneciera en Meridian House por lo menos otro año.

La señorita Gentian contestó que Lavinia sería más feliz en otro sitio, dando a entender que ella se alegraría de su partida.

Lady Harriet le sugirió que fuera a verla a su casa para discutir amistosamente el asunto y la señorita Gentian contestó que tenía muchos compromisos, pero que, si lady Harriet era tan amable de venir a la escuela, con mucho gusto la recibiría, aunque ya había reflexionado lo suficiente sobre la cuestión y, a su juicio, Lavinia no encajaba en Meridian House y el asunto ya era irreversible.

Lady Harriet se dirigió a la rectoría para averiguar qué informe había facilitado la señorita Gentian sobre mí.

—En general Drusilla es buena estudiante. En matemáticas deja mucho que desear, pero ya va mejorando. Estaba claro que yo no había incurrido en el delito de excomunión. Me lo pasaba bien en la escuela, me interesaban las asignaturas y la rivalidad de que carecía en casa me impulsaba a esforzarme cada vez más por hacerlo mejor. Cierto que el deporte no me gustaba mucho, pero a la señorita Gentian tampoco. De vez en cuando, creía distinguir en sus ojos un brillo de aprobación. Además, a mí nadie me había sorprendido con chicos de la escuela masculina. A Lady Harriet le inquietó muchísimo saber que yo era una alumna aventajada.

La noble dama tomó la decisión sin precedentes de ir a ver a la señorita Gentian, pero volvió a casa derrotada, tras conocer la escapada de su hija. Sus temores de que Lavinia se convirtiera en una ninfómana se estaban confirmando. Si hubiera podido compadecerme de un personaje tan altivo, con gusto lo hubiera hecho.

Lady Harriet no permaneció de brazos cruzados. Llamó a mi padre y, aunque no estuve presente en la entrevista, más tarde supe lo que ocurrió.

Lady Harriet le dijo a mi padre que las chicas necesitaban una escuela de señoritas donde las prepararan para la vida social. Había hecho averiguaciones entre sus amigas y sabía de una muy buena en Francia. La duquesa de Mentover había mandado a su hija allí y, conociendo a la duquesa, estaba segura de que ésta jamás hubiera enviado a su hija a una escuela que no fuera adecuada en todos los sentidos. Meridian House había sido una mala elección. Aquella señorita Gentian era demasiado autoritaria. Para poder desenvolverse más adelante en sociedad, las niñas necesitaban una escuela especial.

Mi padre protestó, diciendo que él y su difunta esposa querían para mí una buena educación como la que, a su juicio estaba recibiendo en Meridian House.

Según los informes, yo estudiaba con mucho provecho. La propia señorita Gentian le había escrito personalmente.

—¡Es una insensata! —Dijo lady Harriet—. Por lo visto, está deseando quedarse con una de las niñas que le mandé.

—Yo había pensado que, si Drusilla pudiera quedarse allí uno o dos años más…

—Se equivoca, señor párroco. Las niñas necesitan una escuela donde aprendan modales y refinamientos sociales. Tienen que ira esa escuela de Francia que me ha recomendado la duquesa.

—Me temo que eso no estará al alcance de mi bolsillo, lady Harriet.

—No diga tonterías. Yo pagaré los gastos que se originen de más. Me gustaría que Drusilla acompañara a Lavinia. Son muy buenas amigas desde hace mucho tiempo. Conviene que vayan juntas.

Tras pensarlo mucho, mi padre dio su consentimiento. Mi madre simplemente había querido que estudiara. Los «refinamientos» no habían pasado jamás por su imaginación. Una cosa era la erudición y otra muy distinta las gracias sociales. Cuando le hubieran dado un buen barniz, Lavinia pasaría probablemente una temporada en Londres y después sería presentada en la Corte. Yo, en cambio, no podría aspirar al mismo futuro.

Comprendo ahora por qué mi padre quería que estuviera preparada para cuidar de mí misma cuando él muriera. Me dejaría un poco de dinero —no mucho— con el que yo podría vivir modestamente. No sé si mi padre advertía que yo era vulgar y tal vez nunca me casaría. Lady Harriet le debió de asegurar que, si bien mis circunstanciás eran muy distintas a las de Lavinia, estaría mejor preparada para enfrentarme con el mundo gracias a los conocimientos que sólo podrían proporcionarme en una de aquellas escuelas a las que ella se proponía enviarme, para lo cual estaría incluso dispuesta a correr con los gastos que se originaran de más. Al final, se decidió que yo acompañaría a Lavinia.

La escuela elegida fue el cháteau Lamason, cuyo solo sombre me entusiasmó. Aunque tendría que depender de lady Harriet, la perspectiva de ir allí no pudo por menos que emocionarme. A Jos le habían enviado a otro sitio. Lavinia me explicó con una mueca que a los establos de una amiga de lady Harriet.

Ambas hablábamos constantemente de nuestra futura partida. Era la primera vez que viajábamos al extranjero.

—No es una escuela corriente —me explicó Lavinia—. Es una escuela para chicas que tienen que presentarse en sociedad. No habrá asignaturas estúpidas ni nada de todo eso.

—No, ya lo sé. Allí nos van a pulir.

—Y nos prepararán para debutar en sociedad. Claro que eso no será para ti. Allí todas las alumnas pertenecer a la aristocracia.

—Quizás estaría mejor en Meridian House.

Tan pronto como mencioné la posibilidad de no acompañarla, Lavinia suavizó sus modales.

Sabía cómo tratarla y ella comprendía que muchas veces yo tenía la sartén por el mango.

Por nada del mundo hubiera querido perderme aquella extraordinaria aventura. La perspectiva del cháteau Lamason me emocionaba tanto como a Lavinia.

Antes de irme, fui a pasar unos días con Polly. Ambas nos reímos mucho hablando del «refinamiento». A Eff le pareció muy bonito y anunció a todo el mundo que yo estaría con ellas unos días antes de acudir a una escuela donde me prepararían para desenvolverme en sociedad. Se divirtió especialmente, hablándole de mis proyectos a la «segundo piso número 32» que siempre se daba muchos humos y comentaba que había conocido «tiempos mejores».

Las vacaciones de verano tocaban a su fin y nuestra partida estaba fijada para el mes de septiembre. En vísperas del viaje, lady Harriet me mandó llamar. Me recibió en un salón, sentada en una silla que parecía un trono, por lo que me sentí obligada a hacerle una reverencia.

Después me quedé en la puerta sin saber qué hacer.

—Pasa, Drusilla —me dijo—. Puedes sentarte —y me indicó condescendientemente una silla—. Pronto nos dejarás para ir al cháteau Lamason —añadió—. Es una de las mejores escuelas europeas para señoritas. La he elegido con sumo cuidado. Has tenido mucha suerte. Espero que te des cuenta.

Ahora que me estaba haciendo mayor, la divinidad de lady Harriet había decrecido un poco y yo la veía como una mujer que detentaba un poderío que la gente aceptaba sólo porque ella lo había impuesto. Mis sentimientos hacia ella jamás volverían a ser los mismos que antes de su batalla con la señorita Gentian, la cual se había alzado con el triunfo y demostrado con ello que lady Harriet no era la omnipotente figura que aparentaba ser. El caso era semejante al de Napoleón y Wellington y me enseñó que lady Harriet no era invencible.

—Verá, lady Harriet —contesté—. Yo estaba muy bien en Meridian House y la señorita Gentian me dijo que era muy buena alumna. Hubiera preferido quedarme.

Lady Harriet me miró asombrada.

—No digas tonterías, niña. Meridian House fue un error.

Arqueé las cejas. ¿Una confesión de fracaso? Había sido lady Harriet quien eligiera Meridian.

La aristócrata se desconcertó por un momento y soltó una carcajada para disimularlo.

—Mi querida niña, un día te alegrarás de haber tenido la oportunidad de ir a Lamason. La señorita Gentian no tiene ni idea acerca de las necesidades de la sociedad. Su mayor ambición es atiborrar la cabeza de sus alumnas con conocimientos que no les servirán para nada al salir de la escuela —lady Harriet rechazó con un gesto de la mano a la señorita Gentian—. Tú y Lavinia estaréis muy lejos de casa. Eres una niña muy juiciosa y… —no dijo «vulgar», pero lo pensó—. Deseo que vigiles a Lavinia, querida.

—Me temo, lady Harriet, que ella no hará el menor caso de lo que yo pueda decirle.

—Te equivocas. Te tiene en muy buen concepto —tras una pausa, lady Harriet añadió—:

Y yo también. Como sabes, Lavinia es muy guapa. La gente revolotea a su alrededor por eso… y por ser quien es. Es un poco… impulsiva. Confío, querida, en que tú —lady Harriet me miró, sonriendo— la vigilarás. Tu padre está encantado de que tengas esta oportunidad y tú me lo sabrás agradecer.

Las niñas tienen que pulirse. Me reí para mis adentros, tratando de recordar todas las palabras de aquella conversación para poder repetírselas a Polly cuando la viera. Pensé que me sentiría como la impresionante mesa de Framling tras una aplicación de cera de abejas y esencia de trementina.

El hecho de averiguar tantas cosas sobre lady Harriet me hizo experimentar una ligera sensación de triunfo. Estaba preocupada por su hija y representaba una humillación tener que confesarle a la vulgar hija del párroco que Lavinia tenía ciertos defectos. En cierta ocasión Polly me había dicho que tanto Lavinia como Fabian Framling tendrían que pagar todas las comodidades y los mimos de que disfrutaron en su infancia, y que toda su omnipotencia se volvería contra ellos.

—¿Quiénes son cuando salen de aquí? —decía—. En nada se diferencian de nosotros. Ésa no es manera de educar a los niños. Hay que tratarles con afecto, pero con severidad de vez en cuando. En lugar de tantos mimos… a veces necesitan una tanda de azotes.

¡Pobre lady Harriet, cometiendo tantos errores con sus retoños, a pesar de su sublime superioridad!

—Ya verás cómo esta temporada en el cháteau Lamason te será muy útil en el futuro. Tu padre lo ha comprendido y por eso ha aceptado con tanto agrado mi ofrecimiento. Quiero que vigiles a Lavinia. Ella es demasiado… fogosa y a veces hace amistades poco convenientes. Tú eres más seria y reflexiva. Es natural que lo seas. Bueno, pues, procura ser una buena amiga para ella. Y ahora, puedes marcharte.

Me despedí de lady Harriet y me reuní con Lavinia.

—¿Qué quería mamá? —me preguntó.

—Acaba de decirme que eres muy fogosa y a veces haces amistades poco convenientes.

—No me digas que te ha pedido que seas mi niñera —exclamó Lavinia, haciendo una mueca—. ¡Menudo disparate! Convine en que, efectivamente, lo era.

Abandonamos Inglaterra con cuatro chicas que también iban al cháteau Lamason en compañía de la señorita Ellmore, una de las profesoras de la escuela.

La señorita Ellmore era hija de un profesor y parecía amable. Al llegar a la vejez, se encontró sin medios y se vio obligada a ganarse la vida.

Supe más adelante que trabajaba en el cháteau no por sus aptitudes académicas sino porque era una señora.

Tenía una personalidad más bien triste y la tarea de cuidar de seis adolescentes era superior a sus fuerzas.

El viaje fue para nosotras una aventura emocionante. Nos reunimos en Dover, ciudad a la que Lavinia y yo fuimos conducidas por el cochero y el capataz de los mozos de Framling, los cuales nos confiaron a la custodia de la señorita Ellmore.

En el hotel Paquet, los criados se fueron y la señorita Ellmore nos presentó a nuestras compañeras de viaje.

Eran Elfrida Lazenby, Julia Simons, Melanie Summers y Janine Fellows.

Inmediatamente me interesó Janine Fellows por ser muy distinta de las demás. Elfrida, Julia y Melanie se parecían a muchas de las chicas que había conocido en Meridian House, todas con sus propios temperamentos, pero en cierto modo semejantes entre sí. Ya desde un principio advertí en Janine una diferencia muy marcada.

Era delgada y de baja estatura y tenía el cabello pelirrojo y las pestañas rubias, con la piel muy blanca y ligeramente pecosa.

Todas mostraron en seguida un enorme interés por Lavinia y no paraban de mirarla.

Yo ya había observado otras veces que la gente se volvía a mirarla al pasar… sobre todo, los hombres.

Lavinia era consciente de ello y le alegraba mucho que así fuera.

Cruzamos el canal y la señorita Ellmore nos dijo lo que deberíamos y lo que no deberíamos hacer.

La travesía fue muy agradable y mi entusiasmo se acrecentó cuando vi la costa de Francia.

El viaje a través de Francia fue muy largo y, cuando llegamos al cháteau Lamason, pensé que ya conocía muy bien a todas mis compañeras… menos a Janine.

El cháteau Lamason se encontraba en el mismo corazón de la región de la Dordoña.

Dejamos la estación y recorrimos en coche varios kilómetros de bosques, ríos y campos.

Al final, llegamos al castillo. Me parecía increíble que fuéramos a vivir en un lugar tan romántico, rodeado de bosques y colinas por cuyas laderas descendían riachuelos. El vetusto castillo tenía torres almenadas a ambos lados y soberbios baluartes de piedra.

Al verlo se me cortó la respiración. Era como adentrarse en otra época de la historia.

La señorita Ellmore se percató de mi asombro y, mientras cruzábamos un arco para entrar en el patio, me explicó:

—El castillo pertenece a la familia de Madame desde hace cientos de años. Perdieron muchas cosas durante la revolución, pero esto lo conservaron, y Madame decidió convertirlo en escuela para señoritas.

Bajamos del vehículo y nos condujeron a una espaciosa sala donde se encontraban reunidas otras muchas chicas. Algunas parecían conocerse.

Vimos a varias damas de aspecto muy semejante al de la señorita Ellmore, que tampoco parecían muy a gusto haciendo aquel trabajo.

Mademoiselle Dubreau nos mostró las habitaciones que nos habían asignado. Dormiríamos cuatro en una habitación.

Lavinia y yo compartiríamos la nuestra con una francesa llamada Françoise y una alemana de nombre Gerda.

—Vosotras dos estaréis juntas porque sois amigas, pero a Madame le gusta mezclar las nacionalidades.

Es un excelente medio de mejorar los conocimientos lingüísticos.

Françoise tenía unos diecisiete años y era muy bonita. Observé que Lavinia la estudiaba con un interés que inmediatamente se trocó en complacencia. La francesa era bonita, pero no podía compararse en modo alguno con la arrebatadora belleza de Lavinia. Gerda, la alemana, era regordeta y no tenía la menor pretensión de ser guapa.

«Dos feas y dos guapas», dije para mis adentros, y pensé: «Tengo que contárselo a Polly».

Deshicimos las maletas y elegimos las camas. Françoise, recién llegada al castillo, nos contó algunas cosas.

—Madame es una señora muy rígida. Ya veréis las normas que hay. Pero aquí nos divertimos mucho, ¿comprendéis?

Yo comprendí y le traduje sus palabras a Lavinia.

—¿Cómo os divertís? —preguntó Lavinia.

Françoise levantó los ojos al techo.

—Pues… nos divertimos en la ciudad. Está muy cerca. Tomamos café en el bar. Lo pasamos muy bien.

A Lavinia se le iluminaron los ojos mientras la alemana preguntaba en pésimo francés qué tal era la comida.

Françoise hizo una mueca que no hubiera resultado muy halagadora para el cocinero. Gerda se decepcionó un poco e inmediatamente comprendí la razón de su gordura.

En seguida me di cuenta de que la vida en el castillo lo iba a ser todo menos aburrida. El solo hecho de vivir en aquel ambiente ya era emocionante de por sí. El castillo databa del siglo XIV y conservaba buena parte de su aspecto original. Tenía torreones y escaleras de caracol que conducían a oscuros pasadizos. La sala debió ser en otros tiempos el centro de la vida del castillo; tenía una enorme chimenea, pero aún se veía el lugar donde antaño estuvo la antigua, en el mismo centro de la sala con un cañón arriba para la salida del humo. Había incluso una mazmorra en la que algunas veces se oían los extraños lamentos de los fantasmas de quienes fueron encerrados allí de por vida. Pero lo que más me llamaba la atención era la gente.

Madame du Clos reinaba en el castillo como una soberana medieval. En cuanto la vi, supe que estaba cortada por el mismo patrón que lady Harriet y la señorita Gentian. Le llamaban simplemente Madame y, aunque no era alta, daba una sensación de grandeza. Iba siempre vestida de negro —jamás la vi vestida de otro color— y en su persona brillaban las joyas de azabache que llevaba en las orejas y subían y bajaban sobre su voluminoso busto. Tenía manos y pies muy pequeños y se deslizaba más que caminaba, haciendo crujir suavemente las faldas al moverse. Sus pequeños ojos oscuros no se perdían el menor detalle, tal como pronto tendríamos ocasión de comprobar. Su cabello oscuro, recogido hacia arriba, aparecía siempre impecablemente peinado, y tenía una larga nariz aguileña muy semejante a la de los personajes de los cuadros que colgaban en distintos lugares del castillo.

Todos debían de ser miembros de la gran familia Du Clos, una rama de la cual consiguió sobrevivir a la revolución; el abuelo de Madame era íntimo amigo de Luis XVI y María Antonieta. Perdieron todas sus posesiones, exceptuando el castillo, y algunos lograron conservar la cabeza. Madame decidió convertir el castillo en una lujosa escuela para señoritas, otorgando con ello un gran privilegio a las jóvenes bastante ricas como para ser admitidas en su escuela y consiguiendo de paso restaurar su fortuna para así poder vivir entre los restos de su antiguo esplendor.

El primer día nos reunieron en la gran sala donde Madame nos dirigió la palabra y recordó la suerte que teníamos de estar allí. Nos instruirían en el arte de las exquisiteces sociales y seríamos unas señoras adiestradas por señoras. Cuando dejáramos el cháteau Lamason, estaríamos preparadas para desenvolvernos en sociedad con toda soltura. Se nos abrirían todas las puertas porque Lamason era sinónimo de buena crianza. El mayor pecado era la vulgaridad, razón por la cual Madame du Clos nos convertiría a todas en aristócratas.

Casi todas las chicas eran francesas; en segundo lugar venían las inglesas, seguidas por las alemanas y las italianas. Nos enseñarían a hablar el francés, el inglés y el italiano. En el estrado, junto a Madame, se sentaba tres profesoras: mademoiselle Le Brun, la signorina Lortoni y nuestra conocida señorita Ellmore. Ellas dirigirían las conversaciones de las alumnas y, tratándose de personas de muy buena familia, su lenguaje sería el propio de los más altos círculos sociales. También recibiríamos clases de piano y canto del signor Paradetti, y de monsieur Dubois, el maestro de baile.

A través de Françoise, averiguamos muchas cosas. La chica tenía dieciocho años, casi uno más que Lavinia, y aquél sería su último curso en la escuela. Después se iría para casarse con el hombre que sus padres habían elegido, el cual le llevaba treinta años y era inmensamente rico. Por esta razón se había concertado el matrimonio. A pesar de su fortuna, el hombre no pertenecía a la nobleza y deseaba emparentar con la aristocracia. Françoise explicó que le otorgarían un título y que ellos, por su parte, se beneficiarían de su riqueza. Gerda comentó que le parecía un arreglo muy venal.

—Tiene su sentido —dijo Françoise, encogiéndose de hombros—. El se casa con una aristócrata y yo me caso con un rico. Estoy cansada de ser pobre. Es terrible. Siempre hablando de dinero…, dinero para arreglar el techo…, la humedad filtrándose en las habitaciones y estropeando los cuadros de Fragonard y de Boucher en la sala de música. Alphonse será la solución. Espero no tener que oír hablar de dinero nunca más. Lo que quiero es gastarlo.

Françoise era profunda y realista. Gerda, en cambio, parecía muy distinta. Pensé que las fundiciones de hierro debían dar mucho dinero y que lo más probable era que se aliara con otro gigante de la industria.

Escucharlas hablar resultaba muy ilustrativo. Solíamos hacerlo por la noche cuando nos íbamos a dormir. Recuerdo aquellas noches en que permanecíamos tendidas en la oscura habitación iluminada por la luz de las estrellas. Recuerdo la comodidad de aquellas cuatro camas, una en cada esquina de la estancia, y el consuelo de saber que no estábamos solas.

Yo tenía aguda conciencia de ser distinta de las demás. Todas eran muy ricas. ¿Qué estaba haciendo allí la hija de un párroco rural? Sabía la respuesta. Estaba allí para cuidar de Lavinia y aquella experiencia se la debía precisamente a su comportamiento descarriado. Tenía una obligación que cumplir. Y, sin embargo, cuando la veía observar con aviesas intenciones a monsieur Dubois, me preguntaba cómo podría protegerla de sus futuras insensateces. Para eso estaba yo allí, claro. Jamás hubiera tenido ocasión de encontrarme en semejante lugar si lady Harriet no me hubiese elegido para tal misión.

Françoise y Lavinia hablaban mucho juntas, sobre todo de hombres, el tema que más les interesaba. Se pasaban el rato cuchicheando y creo que Lavinia le contó sus experiencias con Jos. Precisamente por ese motivo la habían alejado de casa, aunque primero fue enviada a Meridian House, de donde la expulsaron por salir con chicos.

En la oscuridad de nuestro dormitorio, Lavinia comentaba sus aventuras, interrumpiéndose de vez en cuando para decir:

«No, eso no puedo contarlo… delante de Drusilla. Todavía es demasiado joven».

No mencionaba a Gerda, cuya profunda respiración, mezclada con ocasionales ronquidos, indicaba que ya estaba dormida.

Era su manera de humillarme.

Françoise nos contó que varias chicas se habían enamorado románticamente de monsieur Dubois.

—La verdad es que es muy guapo —comentó Françoise—. Algunas están locas por él.

A mí me interesaba monsieur Dubois aunque no sintiera la misma fascinación que algunas de mis compañeras. Era un francés delgado y de baja estatura, cabello oscuro y llamativo bigote. Vestía chalecos muy adornados y lucía una sortija de sello que siempre contemplaba con cariño cuando marcaba el compás con las manos.

—Un, dos, tres…, la dama se vuelve…, cuatro, cinco, seis…, se sitúa de cara a su pareja… Vamos, señoritas, así no llegaremos a ninguna parte.

Gerda, tiene usted pies de plomo.

¡Pobre Gerda! El baile no se le daba muy bien. Puede que eso no fuera demasiado importante porque quizás, al propietario de las fundiciones de hierro no le interesara mucho el baile. El caso de Françoise era distinto. En el noble cháteau de Francia tendría que abrir muchos bailes.

Algunas de nosotras desempeñábamos el papel de hombres en el baile. A Gerda solían encomendarle a menudo esta tarea.

El ritual no le gustaba en absoluto y solía moverse con gran torpeza y lentitud.

A Lavinia siempre se le dio muy bien el baile y se entregaba a él con sensual abandono.

Monsieur Dubois se dio cuenta en seguida y, cuando quería hacernos alguna demostración, elegía invariablemente a Lavinia como pareja.

Ella se le acercaba con andares sinuosos y le miraba con intención. Me pregunté si, en mi papel de guardiana, debería hacerle alguna observación al respecto. Estaba claro que monsieur Dubois no le era indiferente.

Por su parte, él la miraba siempre con ternura, dándole a entender que le gustaba, aunque, en realidad, se comportaba así con todas sus alumnas.

Tenía la costumbre de apoyar la mano en el hombro de las chicas e incluso de rodearles el talle.

A monsieur Dubois le gustaban todas las chicas y hubiera sido difícil saber si le interesaba alguna en particular.

Sin embargo, a Lavinia parecía prestarle un poco más de atención.

—Aquí sólo viene a dar clase —dijo Françoise—. Supongo que en alguna parte debe de tener mujer y seis hijos.

—A mí me parece muy atractivo —señaló Lavinia—. Me dijo que era la chica más guapa de la escuela.

—Eso se lo dice a todas —replicó Françoise.

—No me lo creo. Parecía sincero cuando me lo dijo.

—No te enamores de él —le advirtió Françoise—. Todo es muy… ¿cómo se dice?

—Superficial —dije yo—. No significa nada. Pretende simplemente ser amable con las chicas que se le insinúan. Lavinia me dirigió una mirada asesina.

Pero la cosa no llegó a más para gran pesar de Lavinia y alivio mío.

Françoise tenía razón al decir que monsieur Dubois no hubiera sido tan tonto como para poner en peligro su empleo, llevando a una lógica conclusión sus galanteos con las alumnas.

Dada la gran distancia que nos separaba de casa, sólo podríamos regresar una vez al año.

Al principio, el tiempo transcurrió muy despacio, pero después pasó volando.

Yo me encontraba muy a gusto allí y Lavinia también. El aprendizaje lo dejaban más o menos a nuestro criterio. A mí me interesaban mucho los idiomas y muy pronto aprendí el francés y adquirí sólidos conocimientos de italiano. Disfrutaba mucho con las clases de baile y canto, y tocaba bastante bien el piano.

Además, nos concedían mucha libertad. A veces, por las tardes, nos íbamos a la pequeña localidad de Perradot. Una de las profesoras nos acompañaba en un carruaje para unas doce personas y, al llegar, dejábamos el carruaje en la plaza y recorríamos las calles a pie. Era un lugar encantador, atravesado por un río con un puente muy bonito. Había varios establecimientos, incluido un café donde servían pasteles deliciosos. Cuando hacía calor, nos sentábamos a la sombra de coloridos parasoles para ver pasar a la gente. Los viernes había mercado en la plaza y a muchas de nosotras nos apetecía ir.

Los tenderetes expendían ropa, golosinas, pasteles, huevos, verdura y quesos de muchas variedades.

Se aspiraba el aroma del crujiente pan que el boulanger sacaba de un horno parecido a una caverna y vendía a los clientes que esperaban.

Lo que más nos gustaba era ir a la pátisserie, elegir un pastel, sentarnos junto a un velador bajo el parasol y tomarnos un café mientras veíamos pasar a la gente.

Nos hicimos amigas de varios comerciantes y vendedores ambulantes y en toda la ciudad se nos conocía como les jeunes filles du cháteau, las chicas del castillo.

Nuestra vida estaba encuadrada en distintas actividades: las clases de idiomas, que eran más o menos optativas; y el baile y la música, que eran tan esenciales como la urbanidad y la conversación. Una vez a la semana se organizaba un té dansant presidido personalmente por Madame.

El tiempo pasaba sin que apenas nos diéramos cuenta. Llegamos a Lamason en septiembre y sólo a principios de julio del año siguiente pudimos regresar a Inglaterra, escoltadas por la señorita Ellmore. Volveríamos en septiembre a la escuela donde pasaríamos otro año, transcurrido el cual ya estaríamos preparadas para ocupar un lugar en la alta sociedad. Sufrí un sobresalto al ver a mi padre. Estaba pálido y había envejecido más de lo normal en un año.

La señora Janson me dijo que había sufrido intensos achaques durante el invierno y que se había comentado la necesidad de buscarle un coadjutor que le ayudara.

—Ha pasado por muy malos momentos —me explicó— y, a veces, no me gusta la cara que tiene.

Hablé con mi padre y me aseguró que todo iba bien. Le dije que tal vez convendría que no me fuera tan lejos, pero no quiso ni oír hablar del asunto.

Le gustaba que aprendiera idiomas y música, pero echaba en falta en nuestro programa de estudios un poco de historia medieval francesa.

Lady Harriet se alegró mucho del cambio que observo en Lavinia, y me invitó a tomar el té con ellas. Fabian estaba en casa, pero no se reunió con nosotras. Lady Harriet me hizo varias preguntas sobre la escuela y me escuchó con visible aprobación.

Lo que me alegró mucho, porque no me hubiese gustado nada que decidiera no enviarnos más a la escuela.

A través de la señora Janson supe que la señorita Lucille estaba más chiflada que nunca. Ahora la tenían más o menos encerrada en sus aposentos.

Algunos criados1a habían visto vagando como un fantasma. Había perdido la noción del tiempo y a veces la oían llamar a su novio.

Reanudé también mi amistosa relación con Dougal Carruthers, el cual se mostraba siempre muy amable conmigo.

Yo había cumplido los diecisiete años y era casi una persona adulta, por lo que la actitud de Dougal empezó a experimentar un sutil cambio muy de mi agrado.

A menudo el joven acudía a nuestra casa y hablaba largo y tendido con mi padre sobre arquitectura, costumbres normandas y cosas por el estilo.

Mi padre se alegraba mucho de haber encontrado aquella alma gemela y estaba más animado que nunca.

La actitud de Fabian también había cambiado. Se fijaba más en mí y me hacía preguntas sobre el castillo.

A veces, salíamos los cuatro a cabalgar y Lavinia se molestaba porque Dougal hablaba más conmigo que con ella.

Era la primera vez que un joven ponía los ojos en mí, y eso le atacaba los nervios.

—Lo hace por simple educación —decía.

Siempre que podía, se situaba a un lado y me dejaba con Fabian.

Yo me sentía un poco turbada a su lado porque recordaba la vez que me había secuestrado… y, por su parte, él también se avergonzaba un poco.

Me alegré mucho de poder pasar una semana con Polly.

Al verme, fingió deslumbrarse ante mi presencia, recordando el jocoso comentario sobre el lustre que iba a recibir.

—Qué barbaridad, se nota que alguien te ha frotado muy bien. Pero si apenas puedo verte de tanto que brillas.

Todo marchaba bien en ambas casas. Polly y Eff estaban consideradas damas de categoría en el barrio, según me dijo la propia Polly.

Las casas las ocupaban inquilinos excelentes y Eff ya le había echado el ojo a otra casa de la misma acera.

—«Expansión» lo llama ella. Mi padre siempre dijo que Eff tenía cabeza para los negocios.

Los «planta baja número 32» se habían ido hacía unos meses y su partida fue un poco dolorosa porque aparejó la pérdida del chiquillo. Su lugar fue ocupado por el señor y la señora Collett, un matrimonio muy simpático que, por desgracia, no podía tener chiquillos a su avanzada edad, pero qué remedio.

Fuimos a los mercados, subimos al «Oeste» e hicimos lo mismo que otras veces.

Me lo pasé muy bien con Polly y me alegró comprobar que el vínculo que nos unía era más fuerte que nunca.

Me despedí tristemente de ella, sabiendo que tardaría un año en volver a verla.

En septiembre, regresamos a Lamason.

Observamos varios cambios. Françoise no estaba y a aquella hora ya debía de estar casada con su acaudalado y maduro marido.

Su lugar en nuestro dormitorio lo ocupó Janine Fellows.

No supe si alegrarme o disgustarme, porque aún no estaba segura de si Janine me gustaba o no. Françoise había sido una buena compañera. Fue muy divertida y al principio sus conocimientos sobre el castillo nos ayudaron mucho. Su indiferente aceptación del destino, sus filosóficos puntos de vista, su realismo y su ausencia de sentimientos me intrigaban sobremanera. Pensé que Françoise me había enseñado muchas cosas. Gerda no era la más interesante de mis compañeras de habitación. Su obsesión por la comida me molestaba un poco. Era una persona flemática y demasiado preocupada por las comodidades materiales, pero carecía por completo de malicia y tenía muy buen corazón. A Lavinia la conocía de sobras y ya veríamos lo que pasaba con Janine.

Su presencia modificó la atmósfera de nuestro dormitorio. Con Françoise nos reíamos mucho. Ahora, en cambio, respiré en el aire ciertos efluvios de perversidad.

En cuanto llegó, se estableció entre ella y Lavinia una corriente de antipatía que Janine raras veces demostraba abiertamente.

Era algo que más bien se advertía de vez en cuando en los arrebatos de cólera de Lavinia y en los comentarios sarcásticos de Janine.

Janine era vulgar y en eso se parecía a mí. Tenía un cabello lacio y medio pelirrojo que siempre llevaba despeinado.

Sus ojos azul pálido eran muy pequeños y sus finas cejas le conferían una expresión de permanente asombro.

Me pareció que buscaba mi amistad. Gerda sólo se interesaba por su propia persona y su mirada se perdía en la distancia cuando comentábamos, algún otro tema. Nunca causaba problemas, pero no era aficionada a la camaradería.

Por tanto, era lógico, que Janine centrara su interés en mí dado que Lavinia, al igual que Gerda, sólo se interesaba por la satisfacción de sus propios deseos, los cuales se concretaban por parte de Gerda en la comida y, por la de Lavinia, en la admiración que lograra provocar.

Lavinia seguía encaprichada con monsieur Dubois, tal vez porque no tenía ningún otro varón a mano.

Janine lo advirtió y sus labios se curvaban en una mueca cada vez que oía hablar de él.

Lavinia era una experta bailarina y el señor Dubois siempre la elegía cuando quería demostrarnos cómo se bailaba un determinado paso. A Lavinia le encantaba. Daba vueltas, se inclinaba hacia uno y otro lado y se pegaba más de lo necesario a monsieur Dubois, levantando sus bellos ojos y cerrando después los párpados, cuyas pestañas largas y curvadas hubieran bastado por sí solas para convertirla en una belleza.

—Monsieur Dubois es un calavera de nacimiento, —comentó Janine—. Forma parte de su trabajo. Pero sabe a qué chicas puede galantear.

Con algunas no se atrevería a hacerlo. No os lo imagináis cortejando a la princesa, ¿a qué no?

La princesa pertenecía a la familia reinante de un oscuro país centroeuropeo y Madame estaba especialmente orgullosa de su título.

—No creo que le apeteciera —dijo Lavinia.

—No le apetece con ninguna de nosotras, querida. Lo hace para tenernos contentas. Cuando ve a una chica que le parece adecuada, la corteja. Para eso le pagan.

Lavinia no era una hábil conversadora y Janine resultaba demasiado inteligente para ella, por lo que casi siempre perdía las batallas verbales.

Sin embargo seguía encariñada con el maestro de baile.

Era la mejor bailarina y la belleza más destacada de la escuela o, por lo menos, la más llamativa. A los dieciocho años, estaba en el cenit de su juventud y poseía sinuosas caderas, busto exuberante y cinturita de avispa. A veces llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido con una cinta, otras se lo peinaba hacia arriba, con unos ricitos jugueteando alrededor de su blanco cuello. Todo el mundo se paraba a mirarla.

Un día Janine entró muy excitada en la habitación y esperó a que llegara Lavinia para contarnos la noticia.

Había seguido a monsieur Dubois hasta su casa, manteniendo después una distancia segura. Vio su casa y a su mujer y sus cuatro hijos, y oyó el saludo que ambos se intercambiaron. Se, abrazaron, dijo, como unos amantes que llevaran muchos meses separados.

«—¿Qué tal te ha ido hoy, Henri?

»—Pues, no del todo mal, mon chou, mi col adorada».

»—¿Cuántas chicas tontas te han perseguido?

»—Las de siempre. Es un aburrimiento, pero no te preocupes, ángel mío. Hay que complacer a estas niñas. No es nada…, forma parte de mi trabajo, ¿comprendes?».

—No me lo creo —dijo Lavinia con vehemencia.

Janine se encogió de hombros como si le importara un bledo que Lavinia lo creyera o no.

—Tú eres distinta de las demás —dijo, acercándose a mí—. Casi todas son tontas de remate. Como tu amiga Lavinia. No sé cómo la soportas.

—La conozco de toda la vida.

—Demasiado tiempo —comentó Janine.

—Su madre me paga en parte la matrícula. Mi padre no hubiera podido permitirse el lujo de enviarme aquí. Tienes razón al decir que soy distinta de las demás. Lo soy porque no tengo dinero y no estoy destinada a encontrar un buen partido para casarme.

—Pues, no sabes la suerte que tienes.

Janine era experta en arrancar secretos. Yo misma me sorprendía muchas veces de mi sinceridad con ella. Era una ávida oyente, lo cual constituía una insólita cualidad entre aquellas chicas en general tan egoístas. Muy pronto le facilité una detallada descripción de lady Harriet y de nuestra aldea.

—Una niña mimada —dijo, refiriéndose a Lavinia.

—Lady Harriet considera perfecto todo lo que guarda relación con ella, y en eso está incluida su hija.

—Debe de estar mentalmente ciega. Lavinia no tiene nada, aparte el ensortijado cabello y la belleza de su rostro.

—Supongo que eso compensa con creces sus muchos defectos.

—Es demasiado… sensual, y eso no es bueno para ella. No me sorprendería que cualquier día se metiera en algún lío. Le gustan mucho los hombres. Mira cómo se insinúa a monsieur Dubois.

—No le gustó nada lo que contaste sobre él y su mujer. ¿Era verdad?

—Más o menos —contestó Janine, riéndose.

—¡Entonces, te lo inventaste!

—Algo habrá de eso. Les he visto juntos en el mercado y encariñados el uno con el otro. Debe de estar hasta la coronilla de las niñas románticas que quieren arrojarse en sus brazos. Y ella debe de estar contenta de tener un marido tan admirado.

Janine me contó muchas cosas sobre su vida, pero yo no supe si creerla o no. La historia, según ella, era muy romántica. Al parecer, era hija bastarda de dos personas muy encumbradas, dijo, dándome a entender que pertenecían a la realeza.

—No podían casarse, ¿comprendes? Mi padre tenía que casarse con una mujer de alto linaje por razones de Estado. Es lo que suele ocurrir en las familias reales. Mi madre era una dama de compañía de la reina y también tenía que casarse con un hombre importante. A pesar de todo, nací yo en una clínica regentada por una mujer a quien yo llamo tía Emily, aunque en absoluto es mi tía. La llamo tía Emily porque me crié en su casa. Me dieron una inmejorable educación que pagaban mis padres, aunque me hacían creer que se lo debía todo a tía Emily, la cual está muy introducida en la Corte. Es una persona muy discreta… y la gente acude a ella cuando quiere que algo no se sepa.

Le dije que era muy interesante aunque sólo la creí a medias. No sé por qué razón me compadecí de ella. Me pareció que quería demostrarse algo a sí misma porque no gozaba de demasiada popularidad en la escuela y, como pertenecía al cuarteto de nuestra habitación, yo pasaba mucho tiempo con ella.

Ocurrió aproximadamente una semana después de nuestro regreso a Lamason, en una dorada tarde de septiembre. Fuimos a la ciudad en el carruaje y nos dispersamos en distintas direcciones. Lavinia, Janine, una chica llamada Marte Dallon y yo fuimos a la pátisserie y elegimos pasteles. Después, nos sentamos bajo un parasol y Charles, el garçon, nos sirvió café.

Estábamos riéndonos de algo cuando pasó un hombre, se detuvo a mirarnos y esbozó una media sonrisa. Lavinia le correspondió inmediatamente porque, si bien un poco inmaduro, era un moreno muy guapo de aspecto ligeramente italiano. Vi que sus ojos se posaban en Lavinia, aunque eso no tenía nada de extraño.

—Buenas tardes —dijo—. Excusadme, pero las oí reír y las vi aquí tan contentas que…, es imperdonable de mi parte, pero, por favor, disculpadme.

—Está usted perdonado —contestó Lavinia, dirigiéndole una deslumbradora sonrisa.

—Ahora me siento más tranquilo.

Pensé que nos saludaría con una inclinación de cabeza y seguiría su camino, pero no fue así.

El desconocido no quitaba los ojos de Lavinia.

—Decidme —añadió—, ¿no seréis vosotras las señoritas del castillo?

—En efecto —contestó Lavinia.

—Las había visto otras veces. Acabo de llegar aquí… de paso hacia París. Veo que nada ha cambiado y me alegro. Sigue habiendo señoritas en el castillo… y más encantadoras que nunca. Quisiera hacerles una petición.

Le miramos inquisitivamente.

—Que me permitan charlar un poco con vosotras unos momentos.

Janine, Marte y yo intercambiamos una mirada de inquietud. Cualquiera sabía lo que podría ocurrir si nos sorprendían conversando con un desconocido. Sería una infracción de las normas de Lamason, y la profesora que nos acompañaba podía aparecer de un momento a otro.

Pero Lavinia ya le estaba diciendo:

—Si puede volverse invisible cuando aparezca el dragón que nos acompaña, hágalo. Tendrá que dejar de hablar con nosotras cuando ella venga.

Entonces le diremos que usted se sentó aquí cuando ya nos habían servido el café y no pudimos marcharnos.

—¡Qué ingenio tan delicioso! —exclamó el forastero, sentándose.

El garçon se acercó y él pidió un café.

—Creo que estamos a salvo —dijo Lavinia, apoyando los brazos sobre la mesa para observarle mejor. Su actitud ya era insinuante de por sí.

—Vigilaré y, en cuanto aparezca el dragón, echaré mano de mis poderes mágicos y me volveré invisible.

Lavinia soltó una carcajada, mostrando toda la blancura de sus dientes.

—Habladme del cháteau Lamason. ¿Son muy estrictas las normas?

—En cierto modo…, aunque no tanto como en la escuela —contestó Lavinia.

—¿Y eso os complace?

—Pues, sí —repuse—, porque nos permite venir a la ciudad de vez en cuando.

—Y conocer a personas interesantes —añadió Lavinia, sonriendo.

Pasamos un buen rato hablando y el desconocido hizo muchas preguntas sobre nosotras y la escuela.

Por su parte, nos contó que era el conde de Borgasson y que su castillo se encontraba a unos ochenta kilómetros de allí.

Era uno de los pocos que se habían salvado de la revolución.

—Como Lamason —dije yo.

—Sí, eso es —contestó él, sonriendo y sin apartar los ojos de Lavinia.

Durante aquel primer encuentro, se presentó ante nosotras como un aristócrata, propietario de un castillo situado a unos ochenta kilómetros de distancia, en medio de unas vastas tierras en las que había varios viñedos. Era joven y soltero. Su padre acababa de morir y él había heredado el título y todas sus fincas.

—Mis días de estudiante han terminado —dijo—. Ahora tengo que ser una persona seria.

Fue toda una aventura. Lavinia se divirtió mucho, sobre todo porque advirtió que ella era el objeto de su atención.

Cuando vimos acercarse a mademoiselle, nos levantamos con aire inocente, nos despedimos de nuestro apuesto acompañante y nos reunimos con las demás en el carruaje.

Lavinia miró a su alrededor mientras yo subía al vehículo. Vi que el conde levantaba la mano en gesto de saludo.

Lavinia sonreía para sus adentros durante el trayecto de vuelta al castillo.

La siguiente vez que fuimos a la ciudad coincidimos con el conde y tomamos café con él. Durante la conversación, observé que se había sentado al lado de Lavinia.

Quizá porque la conocía muy bien, en seguida adiviné que Lavinia tenía un secreto. A menudo desaparecía y nadie sabía dónde estaba. Se la veía como distraída y ya no le interesaban los encantos de monsieur Dubois. Bailaba con cierto abandono y no intentaba que la eligiera como antaño, adelantando el cuerpo y sacudiéndose el cabello del rostro con un gesto de la cabeza.

No volví a ver al conde y ya no me acordé de él hasta que un día lo vi en las inmediaciones del castillo.

Me sonrió con aire ausente como si tratara de recordar quién era yo.

No me sorprendió lo más mínimo porque, durante nuestros encuentros, él no tenía ojos más que para Lavinia.

Lavinia estaba más eufórica que nunca y se mostraba menos quisquillosa que antes. A menudo se sentaba, atusándose el cabello con una mano y sonriendo para sus adentros, con la mirada perdida en el espacio.

Un día pregunté qué le pasaba. Me miró con desprecio.

—Tú no podrías comprenderlo.

—Si es algo tan profundo, me extraña que tú sí puedas.

—Eso no tiene nada que ver con las estúpidas clases sino con la vida.

—Ah…, ya —repliqué—. ¿Ha descubierto monsieur Dubois que ya no ama a su mujer y a sus cuatro hijos y que sólo sueña contigo?

—No seas tonta. ¡Monsieur Dubois! ¡Ese ridículo maestro de baile! ¿Crees que merece la pena? Tal vez sí…, con lo poco que sabes de los hombres.

—Tú sabes mucho, claro.

Lavinia esbozó una enigmática sonrisa.

—O sea que es algo relacionado con los hombres —dije.

—Sssh —replicó Lavinia de muy buen talante.

Debí suponerlo.

Un día, cuando fuimos a la ciudad, Lavinia no quiso acompañarnos, alegando que le dolía la cabeza.

No hubiera debido creerla porque ese día parecía más contenta que unas pascuas.

Cuando regresamos, no estaba en el dormitorio y tardó un buen rato en volver.

Tenía el rostro arrebolado y no comprendo cómo pude estar tan ciega. Al fin y al cabo, sabía lo ocurrido con Jos.

Las Navidades se celebraron en Lamason al estilo tradicional, dado que casi todas las chicas se quedaron en el castillo por estar sus casas demasiado lejos. Lo pasamos muy bien.

Janine me dijo que había vuelto a ver al conde por los alrededores del castillo y que él no la había reconocido.

—Me pareció que tenía un propósito muy determinado —añadió.

Unos días después, estando sola con Lavinia, le comenté que Janine le había visto.

—¿Puedes guardar un secreto? —me preguntó Lavinia, esbozando una sonrisa relamida.

—Pues, claro. ¿De qué se trata?

—Me voy a casar.

—Naturalmente que te casarás. Cuando lady Harriet te encuentre un marido.

Lavinia sacudió la cabeza.

—¿Pensabas que no podría encontrarlo por mí misma?

—Desde luego, se nota que lo buscas con mucho interés.

—No he tardado mucho, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Me voy a casar con el conde.

—¡Con el conde! ¿Te refieres al hombre que habló con nosotras en la ciudad?

Lavinia asintió alegremente.

—Pero ¿y tu madre?

—Estará encantada.

—¿Se lo has dicho?

—No, Jean Pierre piensa que es mejor no decírselo… de momento. Hasta que decidamos la mejor manera de comunicarle la noticia.

—¿Jean Pierre?

—Es el conde, tonta. Imagínate. Seré condesa de Borgasson y viviré en un castillo precioso. Es muy rico y se trasladará a Inglaterra para visitar a mamá.

En cuanto me vio aquella primera tarde, pensó que yo sería para él. ¿No te parece fantástico?

—Bueno, creo que…

—¿Qué es lo que tú crees? ¿Acaso estás celosa, Drusilla?

—Por supuesto que no.

—Debes de estarlo. Todo el mundo me envidiará.

—Apenas le conoces.

—Para eso no hace falta mucho tiempo. Lo importante es la profundidad del sentimiento —me contestó con aire de experta—. No se lo digas a nadie… y a Janine menos que menos.

—¿Por qué quieres guardarlo en secreto? —le pregunté.

—Sólo de momento. No hubiera debido decírtelo tampoco a ti, pero siempre me tiras de la lengua.

Estaba contentísima y conmigo se mostraba más amable que de costumbre. No iba con nosotras a la ciudad por las tardes y yo adiviné que se citaba en secreto con el conde. Me pregunté dónde. Quizás él la esperaba con su coche en algún lugar apartado y se la llevaba… ¿a dónde? De pronto sentí una punzada de inquietud.

—¿Qué le ha pasado a Lavinia? —Me preguntó Janine—. Está muy cambiada.

—Ah, ¿sí? —dije con indiferencia.

—No me digas que no lo has notado.

—Es que cambia mucho de humor.

—Algo le ha pasado —dijo la perspicaz Janine.

Nada escapaba a su mirada. Cuando el estado de ánimo de Lavinia volvió a experimentar un cambio, ella fue la primera en darse cuenta.

Lavinia estaba un poco pálida y parecía distraída. A veces, cuando hablaba con ella, no me escuchaba.

Pensé que algo habría fallado en su idilio, y estaba a punto de preguntárselo cuando me dijo que necesitaba hablar urgentemente conmigo.

—Salgamos al jardín. Allí será más fácil.

Estábamos en febrero y hacía bastante frío. Habíamos descubierto que allí los veranos eran mucho más calurosos que en Inglaterra y los inviernos mucho más fríos. En la temporada estival, los jardines lucían en todo su esplendor, cubiertos de buganvillas, adelfas y otras muchas plantas de vistosos colores.

Pero ahora estábamos en invierno, y el jardín en febrero era el lugar donde menos probabilidades habría de que nos interrumpieran.

—Bueno, ¿de qué se trata? —pregunté, una vez allí.

—Es el conde —contestó.

—Ya veo que no hay buenas noticias. ¿Ha roto el compromiso?

—No. Es que no le he visto.

—Habrá tenido que resolver algún asunto importante…, con tantas fincas como tiene.

—Me lo hubiera dicho. Estábamos citados.

—¿Dónde?

—En aquella pequeña choza. Ya sabes, la que hay en el bosque, a un kilómetro de aquí.

—¡Aquel viejo cobertizo! ¿Allí te reunías con él?

—Allí nunca va nadie.

Empecé a preocuparme. Aquello se parecía mucho a lo de Jos.

—Y no vino… —Lavinia sacudió la cabeza, tratando de reprimir las lágrimas.

—¿Cuánto hace que no le ves?

—Tres semanas.

—Eso es mucho tiempo. Estoy segura de que encontrarás a otro. En caso contrario, tendrás que dedicarle tu atención a monsieur Dubois.

—No lo entiendes —dijo Lavinia, mirándome a los ojos—. Creo que voy a tener un hijo.

La miré, horrorizada. Mi primer pensamiento fue para lady Harriet. Su sorpresa, sus reproches.

Lavinia fue enviada lejos de casa para apartarla de aquel peligro y yo fui enviada con ella para vigilarla.

—Tienes que casarte con él… en seguida —dije.

—No sé dónde está.

—Tenemos que enviar un mensaje a su castillo.

—Hace tres semanas que no le veo. Oh, Drusilla, ¿qué haré?

Inmediatamente me compadecí de ella. Toda su arrogancia se había esfumado de golpe y sólo quedaba el temor. Me sentí halagada por que hubiera acudido a mí en busca de ayuda. Me miró esperanzada, sabiendo que yo encontraría una solución. Me alegró el que me tuviera en semejante estima.

—Tenemos que encontrarle —dije.

—Me quería mucho, Drusilla. Más que ningún hombre a quien jamás haya conocido. Me decía que era la mujer más guapa que había visto en su vida.

—Eso suelen decirlo todos.

Quise hablarle con dureza, pero no pude porque las personas arrogantes resultan especialmente patéticas cuando sufren algún contratiempo.

Tenía ante mí a una muchacha terriblemente asustada.

—Drusilla —me dijo con voz suplicante—, ¿querrás ayudarme?

No sabía cómo hacerlo, pero me alegraba de que la orgullosa Lavinia recurriera a mí en la inocente seguridad de que yo resolvería su problema.

—Tenemos que pensarlo —dije—. Tenemos que concentrarnos en el asunto.

—No sé qué hacer —Lavinia me abrazó desesperada—. Tengo que hacer algo. Me ayudarás, ¿verdad? Eres tan lista…

—Haré lo que pueda —contesté.

—Gracias, Drusilla, muchas gracias.

Mi mente estaba enteramente ocupada en su problema. Lo primero es localizar al conde, pensé.

Aquella tarde fui a la ciudad con otras compañeras. Lavinia se quedó en el castillo, alegando dolor de cabeza. Tal vez verdadero en aquella ocasión.

Elegí un pastel y, cuando se acercó Charles para servirnos el café, aproveché para hablar con él.

—¿Conoce usted Borgasson? —le pregunté.

—Oh, sí, mademoiselle. Está a unos ochenta kilómetros de aquí. ¿Planea hacer alguna excursión allí? No merece la pena.

—Hay un viejo castillo, del conde de Borgasson…

—Oh, no, mademoiselle, no hay ningún castillo…, sólo unas cuantas alquerías y unas casitas. Es un simple villorrio… No, no merece la pena visitarlo.

—¿Quiere usted decir que no hay ningún castillo de Borgasson?

—Por supuesto que no. Conozco bien el lugar. Mi tío vive allí.

Entonces comprendí claramente lo ocurrido. Lavinia se había dejado engañar por un conde de pacotilla y la situación era muy grave.

Tenla que decírselo.

—Charles, el camarero, dice que no hay ningún castillo en Borgasson, y que el tal conde no existe —le expliqué—. Lo sabe porque su tío vive allí. Te ha engañado.

—No lo creo.

—Él conoce bien el lugar. ¿Dónde está el conde? Será mejor que enfrentes la verdad, Lavinia. Estuvo engañándote constantemente. Sólo quería que hicieras… lo que hiciste. Por eso te habló de matrimonio y demás.

—No es posible…, el conde no se hubiera comportado de esa manera.

—Lavinia, cuanto antes enfrentes los hechos, mejor… Será más fácil para todos.

Tenemos que ver la situación tal y como es en realidad, no como tú quisieras que fuera.

—Oh, Drusilla. No sabes el miedo que tengo.

No me sorprende, pensé. Lavinia confiaba en mí y yo tenía que hacer algo. Pero ¿qué?

La gente empezó a notar el cambio. Lavinia estaba pálida y ojerosa.

—Me parece que Lavinia está indispuesta —me comentó la señorita Ellmore—. Tendré que hablar con madame. Aquí tenemos un médico muy bueno, íntimo amigo de madame… Lavinia se asustó cuando se lo dije.

—No te preocupes —dije—. Procura sobreponerte. Sería terrible que mandaran buscar al médico. Entonces se enterarían de todo.

Lo intentó, pero estaba muy desmejorada.

Por mi parte, le dije a la señorita Ellmore que Lavinia ya estaba mucho mejor.

—Las chicas pasan a veces por estas fases —dijo la señorita Ellmore, y yo pensé que habíamos superado el peligro.

Sin embargo, fue inevitable que Janine se diera cuenta.

—¿Qué le pasa a nuestra acongojada doncella? —preguntó—. ¿Acaso la ha abandonado el noble conde? ¿Estamos presenciando los síntomas de un corazón destrozado?

De repente, se me ocurrió pensar que tal vez la experta Janine podría ayudarnos, por lo que consulté a Lavinia si podía decírselo.

—Me odia —contestó—. Jamás querría ayudarme.

—Sí querrá. Te odiaba porque eras más guapa que ella, pero ahora que estás en dificultades no te odiará tanto. La gente es así. No odia a sus semejantes cuando sufren alguna desgracia. Tal vez pueda ayudarnos.

—Bueno, pues, díselo. Pero hazle jurar que no se lo contará a nadie.

—Déjalo de mi cuenta.

Fui a Janine y le pregunté:

—¿Juras no contárselo a nadie si te digo una cosa? Los ojos se le iluminaron ante la perspectiva de compartir un secreto.

—Lo prometo —contestó.

—Lavinia está en dificultades.

Confieso que no me gustó el destello de placer que apareció en los ojos de Janine.

—Sí…, sí… —me apremió.

—El conde se ha ido.

—Siempre supe que era un farsante. Tanto hablar de títulos y de tierras… nada más conocerla. Sigue.

—Va a tener un hijo.

—¿Cómo?

—Me temo que sí.

—Qué barbaridad. Vaya, vaya, le está bien empleado. Estaba a disposición del primero que llegara. Toda la atracción que ejerce en el sexo contrario, ¿a qué se reduce? Pues, a decir… soy fácil de conseguir. Sonríeme y aquí me tienes.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Nosotras?

—Tenemos que ayudarle.

—¿Y por qué? Nunca ha sido especialmente amable con nosotras.

—Es su forma de ser. Ahora ha cambiado.

—Qué remedio —Janine pareció reflexionar—. ¿Qué podríamos hacer? No podemos tener el hijo en su lugar.

—Habrá un terrible escándalo. No imaginas cómo es su madre. En la casa hay una tía loca que cree que las plumas de pavo real traen mala suerte.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Tiene que ver porque será tremendo que, al volver a casa, les diga que está embarazada.

—La compasión bíblica está muy bien, pero no resuelve nada.

—Yo la convencí de que me permitiera decírtelo porque pensé que podrías ayudarla.

Percibí que mi comentario halagaba a Janine.

—Ya me imagino el alboroto que se armará —dijo ésta riéndose—. Le está bien empleado a doña Lavinia.

Y pensar que era tan arrogante y siempre quería dominarnos a todas… Los más altos edificios son los que con mayor estrépito se derrumban.

Supongo que esto dará al traste con la gran boda que su mamá tenía planeada para ella. Los caballeros acaudalados quieren llevarse a una virgen.

—Janine, por favor…, intenta ayudar.

—¿Y qué puedo hacer yo?

Utilicé la táctica que Lavinia usaba conmigo.

—Eres inteligente. Conoces el mundo. Tal vez se te ocurra algo.

—Bueno, quizá sí —reconoció a regañadientes.

Janine analizó el asunto. Habló con Lavinia, averiguó cuándo nacería más o menos el niño, calculó que en agosto y sentenció:

—Bueno, pues, será durante las vacaciones. Menos mal. La miramos sin comprender.

—Verás —añadió—, eso te permitirá tener el niño sin que nadie lo sepa.

—¿Cómo? —preguntó con voz suplicante Lavinia.

—Si pudieras marcharte de aquí a principios de julio cuando termine el curso… Dios mío, eso será dentro de ocho meses. ¿Podremos ocultarlo durante tanto tiempo?

—Tendremos que hacerlo —dije.

—Lo haré, lo haré —contestó Lavinia como si estuviera a punto de ahogarse y alguien le acabara de arrojar un salvavidas.

—Tengo a mi tía Emily —añadió Janine.

—La tía de Janine dirige una clínica donde las mujeres acuden a dar a luz…, entre otras cosas —le expliqué a Lavinia.

Lavinia juntó las manos como en actitud de plegaria.

—Tía Emily es muy discreta —dijo Janine.

—¿Y eso dónde está? —preguntó Lavinia.

—Cerca de New Forest —a Janine se le iluminaron los Ojos—. Mira, nos iremos allí. Dirás a tu familia que la princesa te ha invitado a pasar unos días con ella.

—Eso le encantará a lady Harriet —tercié.

—Yo le escribiré a mi tía preguntándole si puede recibirte. En caso afirmativo, escribirás a tu familia, comunicándoles que vas a la mansión de la princesa… que, por cierto, no sé dónde está. Sólo sé que muy lejos. Nunca había oído hablar de ese sitio. Cuando salgamos de aquí, iremos juntas a la clínica de mi tía y allí tendrás el niño.

—Es maravilloso —exclamó Lavinia—. Gracias, Janine.

—¿Y cuando nazca el niño? —pregunté.

Lavinia nos miró angustiada.

—Allí se conciertan adopciones —contestó Janine—. A lo mejor, tendrá que pagarse algo…

—Ya me las arreglaría —dijo Lavinia.

Adiviné que Lavinia ya estaba redactando mentalmente la carta a su madre. La noble princesa la había invitado a su casa y ella necesitaba un nuevo vestuario… y los vestidos franceses eran muy caros. Lady Harriet estaría encantada de que su hija visitara la residencia de una princesa de sangre real, por muy lejano que fuera el país.

Pensé que, con la ayuda de Janine, podríamos resolver el asunto. Ya habíamos dado el primer paso.

Pero quizá lo mas importante era decidir qué haríamos después con el niño.

Se me ocurrió una brillante idea. Recordé la casa de Londres y vi con los ojos de la imaginación a Polly y Eff, que tanto querían a los «chiquillos». Polly haría todo lo posible por ayudarme, aunque no estaría tan dispuesta a echarle una mano a Lavinia, por la que siempre había sentido antipatía. Pensé que, en su fuero interno, no lamentaría ver a Lavinia en la apurada situación que ella había vaticinado hacía tiempo. Sin embargo, si yo se lo pidiera, no se negaría.

Se lo comenté a Lavinia, y ésta suspiró de alivio. Dijo que éramos muy buenas amigas y que no sabía qué hubiera hecho sin nosotras.

Se me antojaba extraño verla tan humilde y sumisa.

A partir de aquel momento, nos convertimos en tres conspiradoras.

*****

Debo decir que Lavinia interpretó muy bien un papel que no era precisamente fácil.

Hubo cierta inquietud por su salud, pero, afortunadamente, nadie con autoridad adivinó la verdad de la situación.

Yo temía constantemente que alguien lo descubriera. En el mercado compramos una falda de mucho vuelo que disimulaba mucho.

Al llegar la primavera, las tres ya estábamos totalmente entregadas a nuestra tarea y Lavinia pudo sentarse en la terraza de la pátisserie sin sentirse abrumada por sus amargos recuerdos.

Nos iríamos cuando finalizara el curso, tras haber completado nuestro plan de estudios.

La espera se nos hizo insoportable porque estábamos deseando llevar a la práctica nuestro proyecto.

Janine recibió contestación de su tía Emily, que en su carta decía que no era la primera vez que eso le ocurría a una muchacha incauta como Lavinia, y añadía que podíamos confiar en ella.

Polly también me contestó. Ella y Eff estarían encantadas de acoger al pequeño cuando naciera. A Eff le gustaban mucho los niños y le hubiera gustado tener alguno, pero no pudo porque tuvo que cuidar a Él. Ahora que ya llevaba algún tiempo muerto, Él había perdido buena parte de la santidad que lo aureoló al morir. Sea como fuere, las noticias eran buenas. Polly y Eff se harían cargo del niño. Más tarde supe que Polly accedió prestar su ayuda porque pensó que el niño era mío.

Lo teníamos todo previsto. Resultaba conmovedor ver hasta qué punto Lavinia confiaba en nosotras. Tanto a Janine como a mí nos encantaba su nueva actitud.

Las semanas transcurrieron volando. Faltaba muy poco para que se cumpliera la primera parte de nuestra aventura. Ya era hora. Varias compañeras le habían comentado a Lavinia que estaba engordando. A veces yo me preguntaba si madame se habría dado cuenta. Aunque ella no dijo nada, me pareció que procuraba proteger discretamente a Lavinia. No le hubiera gustado que en Lamason ocurriera lo que inevitablemente tenía que ocurrir.

Por nada del mundo hubiera querido que el escándalo manchara su prestigiosa institución.

Suspiré de alivio cuando llegó el día de la despedida de nuestras compañeras.

Intercambiamos direcciones y prometimos escribirnos siempre que nos encontráramos cerca unas de otras.

Viajamos con la señorita Ellmore a Inglaterra. La vi observar una o dos veces a Lavinia y contuvimos la respiración, temiendo que se hubiera dado cuenta, pero, como Madame, la señorita Ellmore no quería complicaciones mientras estuviéramos bajo su custodia.

Le habían dicho que íbamos a pasar unos días en casa de Janine sin más explicaciones.

Cuando nos dejó en el tren, nos pusimos casi histéricas de alegría. Reímos tanto que poco faltó para que nos diera un ataque. Lavinia estaba de muy buen humor. Habíamos conseguido evitar un desastre que en determinados momentos pareció inminente; y todo nos lo debía a nosotras.

A su debido tiempo, llegamos a Candow, cerca de New Forest. Los Abetos era un gran edificio rodeado de árboles.

Tía Emily nos recibió amablemente a todas, pero sus ojos se posaron sobre todo en Lavinia.

—Les asignaremos una habitación —dijo—. Usted, señorita Delany, podrá compartir la suya con la señorita Framling.

Janine las acompañará y después hablaré con la señorita Framling. Pero primero quiero que se instalen cómodamente.

Era una voluminosa mujer, cuya bondadosa apariencia no me pareció, al principio, muy en consonancia con el resto de su personalidad.

Daba la impresión de ser un poco hipócrita. Tenía el cabello rubio ceniza y unos penetrantes ojos entre grises y azulados.

En cuanto la vi, supuse que así sería Janine cuando tuviera treinta años más y no pude creer que no existiera la menor relación de parentesco entre ambas.

A pesar de sus esfuerzos por crear lo que ella llamaba una «atmósfera confortable», sus ojos tenían cierta dureza y frialdad y su agresiva nariz puntiaguda le confería un aspecto un tanto siniestro… como de cuervo o de buitre, pensé con cierta inquietud.

Sin embargo, habíamos cumplido la parte más peligrosa de nuestra aventura y teníamos que alegrarnos.

Janine nos acompañó a nuestra habitación, que tenía cortinas azules y muebles de madera clara. Era una agradable habitación de dos camas.

—Me alegro de que la compartas conmigo —me dijo humildemente Lavinia.

—Ahora todo está resuelto —señaló Janine—. Sólo tienes que esperar a que llegue el momento.

—Aún falta un mes…, por lo menos, eso creo —contestó Lavinia.

—No puedes estar muy segura —dijo Janine—. Tía Emily lo averiguará en seguida. Le pedirá al doctor Ramsay que te examine.

Lavinia se estremeció levemente.

—Todo irá bien, estoy segura —dije en tono tranquilizador.

Lavinia tragó saliva y asintió en silencio. Ahora que había superado las dificultades de llagar hasta allí, empezaba a preocuparse por la prueba que se avecinaba.

Janine nos subió una bandeja de comida y la compartió con nosotras.

Mientras comíamos, le dijo a Lavinia:

—Tía Emily quiere verte en cuanto terminemos. Desea concretar unos detalles.

Después acompañó a Lavinia a ver a tía Emily y yo quedé sola en la habitación. Me acerqué a la ventana y contemplé el jardín.

Vi a dos personas sentadas en un banco entre los arbustos. Una de ellas era un anciano, inclinado sobre un bastón, cuyo puño asía con mano temblorosa.

De tanto en tanto, sacudía la cabeza. A su lado había una joven de aproximadamente la misma edad que Lavinia, visiblemente embarazada. No conversaban; permanecían simplemente sentados con la mirada perdida en la distancia y como desconcertados.

Un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo y experimenté la súbita sensación de que las paredes se cerraban a mi alrededor.

En cuanto entré en aquella casa, tuve una premonición del mal…, y la presencia falsamente tranquilizadora de tía Emily no consiguió disiparla.

En cuestión de unas semanas todo habrá terminado, me dije. Le dejaremos el niño a Polly y regresaremos a casa.

Lavinia estuvo ausente casi una hora, y al volver parecía un poco asustada.

—¿Y bien? —pregunté.

—Costará mucho dinero. No había pensado en eso.

—Pero si no tenemos nada.

—No hace falta que lo pague en seguida. Me concederá un plazo. De momento, quiere un anticipo. Es casi todo lo que tengo.

—Yo tampoco lo pensé —dije—. Janine no lo comentó.

—Tendré que reunir el dinero como sea.

—¿Y si se lo dijeras a tu madre?

—¡No!

—¿Y tu hermano?

—No puedo decirle que me he metido en este lío. Además, tendré que pagar también tu estancia.

—Puedo irme a casa.

—Oh, no, no. Prométeme que no te irás.

—Pero si cuesta tanto dinero, nosotras no lo tenemos.

—Podré pagarlo. Ella me dará tiempo. Le he dicho cuánto tengo y dice que abrirá una cuenta.

Tendré que enviarle algo cada mes. Oh, Drusilla, ¿por qué me metí en todo esto?

—Eso pregúntatelo a ti misma. Ya sabes lo que ocurrió con Jos.

—¡Jos! —Exclamó Lavinia y esbozó una leve sonrisa—. No era más que un mozo de cuadra, pero…

—No tan peligroso como aquel aristócrata francés de pacotilla.

—No sé cómo dejé que me arrastrara.

—Pues, yo sí —dije—. Te encanta que te halaguen. A partir de ahora tendrás que ser más juiciosa.

—Lo sé. Oh, Drusilla, eres mi mejor amiga.

—No lo pensabas antes de que ocurriera esto.

—Siempre lo pensé. Pero en estas situaciones es cuando se demuestra la verdadera amistad.

—Bueno, ahora tienes que esperar a que nazca el niño, y después nos iremos. Tendrás que pagarle algo a Polly también. No puedes tener hijos y después enviarlos sin más a otra persona para que los críe.

—Polly siempre te tuvo mucho cariño.

—Pero a ti no tanto. Siempre te mostraste muy arrogante con ella.

—No me daba cuenta.

—Pues ella no te tenía simpatía.

—Me ayuda sólo porque tú se lo has pedido. Oh, Drusilla, ¿qué haría yo sin ti?

—O sin Janine —le recordé.

—Lo sé. Las dos os habéis portado maravillosamente bien conmigo.

—No te emociones. Recuerda al niño.

Lavinia me sonrió con gratitud.

*****

Las semanas que pasé en la clínica de tía Emily fueron las más extrañas de mi vida.

No sé si en aquellos momentos me percaté de la siniestra atmósfera que nos envolvía o si fue algo que se me ocurrió más tarde.

Había doce pacientes en la clínica y ninguno tenía nada de particular. Entre ellos figuraban otras cuatro jóvenes embarazadas. Sólo las llamaban por su nombre de pila, lo cual ya era significativo de por sí. Se encontraban como rodeadas por una nube y su identidad era un secreto que sólo ellas conocían. Sin embargo, pude averiguar algo durante nuestra estancia en Los Abetos. Recuerdo a Agatha, la hermosa amante de un acaudalado comerciante, de quien había concebido un hijo, muy a su pesar. Reía a carcajadas y hablaba con el acento propio de las clases populares de Londres. Era la única que no tenía el menor empacho en hablar de su vida. Me dijo que había tenido numerosos amantes, pero que el padre de la criatura era el mejor porque se trataba de un viejo chocho que le agradecía sus favores y estaba dispuesto a entregarle a cambio su cuantiosa fortuna.

—El trato me va muy bien y también a él —dijo—, guiñándome el ojo.

Su presencia me producía una sensación de normalidad; para librarme de la inexplicable angustia que a menudo experimentaba, solía reunirme con ella en el jardín, donde nos sentábamos en un banco. Sabía que yo era simplemente la acompañante de Lavinia, la cual había tenido un pequeño desliz, tal como decía ella con un guiño malicioso.

—Tenía que ocurrirle tarde o temprano —dijo—. Conviene que se case cuanto antes. Estos pequeños bastardos suelen ser un estorbo.

En pocas palabras, acababa de resumir el carácter de Lavinia.

Otra de las embarazadas era Emmeline, de dulce rostro y suaves modales. Le calculé unos treinta y tantos años y conseguí averiguar algo sobre ella. Era la enfermera de una inválida muy cascarrabias, de cuyo marido se enamoró, y él de ella.

Había recibido una educación muy estricta y comprendí que consideraba pecaminosa su situación.

Su amante la visitó y el verlos me conmovió. Estaba claro que su cariño era auténtico.

Ambos solían sentarse en el jardín, tiernamente tomados de la mano.

En mi fuero interno deseé que la esposa cascarrabias se muriera muy pronto para que pudieran casarse y vivir en respetable felicidad.

Otra de las embarazadas había sido violada y se pasaba las noches llorando. Los hombres la aterrorizaban. Se llamaba Jenny y sólo tenía doce años.

A Miriam la llegué a conocer mejor que a ninguna de las demás. Se mostraba muy retraída y prefería no hablar con nadie. Se encerraba en su propia tragedia.

Los días eran largos y extraños. Lavinia se pasaba muchas horas descansando y Janine tenía que cumplir ciertas tareas que le exigía su tía Emily; en cambio, yo no era más que una espectadora. No pude evitar sentir que me encontraba en un mundo de sombras entre seres que un día huirían de él y recuperarían sus personalidades normales. Pero, de momento, parecían almas perdidas en una especie de averno, temiendo el infierno y confiando ver el cielo.

Miriam salía a menudo al jardín y se sentaba ensimismada en un banco. Al principio, no me invitó a sentarme a su lado, pero al final debió de intuir la simpatía que yo sentía por ella y no pudo resistir la tentación de hablar con alguien.

Poco a poco, averigüe su historia. Estaba apasionadamente enamorada de su marido, que era marino. Ambos ansiaban tener un hijo, pero no podían. Su tristeza no era muy honda porque se tenían el uno al otro. Ella le amaba con toda su alma, y vivía una separación tras otra, esperando su regreso. Su prima le dijo que no era bueno que se quedara sola en casa durante las ausencias de su marido y que le sentaría bien salir un poco. No le apetecía demasiado, pero finalmente se dejó convencer.

Me miró con desconsuelo.

—Por eso me parece todo tan estúpido… y tan absurdo. Pensar que le haya podido hacer eso a mi marido —añadió con lágrimas en los ojos.

—No hables si no te apetece —le dije.

—A veces, me tranquiliza hablar un poco —contestó, sacudiendo la cabeza—. A veces sueño que todo es una terrible pesadilla. ¿Qué estoy haciendo en este lugar? Si no hubiera salido, si no…

—Eso es lo que después dice mucha gente.

—No podía soportar que él lo supiera. Se hubiera muerto del disgusto. Hubiera sido el final de nuestro amor.

—¿No hubiera sido mejor decírselo? ¿Y si un día se entera?

—Nunca se enterará —dijo Miriam con súbita vehemencia—. Antes me mato.

—Y el niño…

—Ocurrió de la manera más tonta. No conocía a aquel hombre. Había bebido demasiado y no estaba acostumbrada. Le hablé de Jack, mi marido, y él me dijo que también se llamaba Jack. No sé cómo sucedió. Me llevó no sé a dónde. Y, a la mañana siguiente, me desperté a su lado. Por poco me muero del susto. Me vestí… y huí corriendo. Quería borrarlo todo de mi mente. No quería recordar aquella noche. Cuando supe que estaba embarazada, quise morir.

Apoyé mi mano sobre la suya. Estaba temblando.

—¿Por qué no se lo dices? —pregunté—. Él lo comprendería. Tú le quieres y él te quiere. Seguro que te perdonaría.

—Nunca podría mirarle a la cara. Era todo tan hermoso…, y ahora…

—Tú querías un hijo.

—Pero de mi marido.

—Éste será tu hijo.

—Lo odiaría. Sería un constante reproche.

—No tuviste la culpa. Bebiste demasiado, no estabas acostumbrada y pasó lo que pasó. Estoy segura de que, si tu marido te quiere de verdad, te perdonará.

—No. No podría. Lo éramos todo el uno para el otro.

—¿Y qué será del niño?

—Lo entregaré en adopción.

—¡Pobrecillo! —exclamé—. Nunca conocerá a su madre.

—Eres demasiado joven para comprender lo que había entre Jack y yo. Ningún hijo podría significar para mí lo que él significa… aunque fuera suyo. Lo he pensado mucho y tengo que hacerlo así.

—Pero te sientes desgraciada.

—No creo que nunca más pueda volver a ser feliz.

—Debes intentarlo. Fue un accidente. Otra cosa sería si hubieras tenido un amante.

—Es lo mismo.

—No lo sería si se lo dijeras.

—No lo comprendería.

—¿Por qué no lo intentas? Este pobre chiquillo…, nacido sin que nadie lo quiera. Es la mayor tragedia que puede ocurrir.

—Lo sé. Mi pecado me pesa mucho. Pensé quitarme la vida.

—No hables así, por favor.

—A Jack se le partiría el corazón de pena si me matara. Si supiera lo ocurrido, nuestras relaciones nunca volverían a ser las mismas. Él nunca se fiaría de mí. Es muy apasionado y celoso. Él quería tener un hijo…, y pensar que otro hombre me dio lo que él no pudo darme… Conozco a Jack. Tú, no. Eres demasiado joven para comprender estas cosas.

Así empezamos a hablar, me contó todos sus problemas. Intenté aconsejarle, pero, tal como ella decía, yo era demasiado joven para comprenderlo.

Pensaba mucho en los niños que nacerían en la clínica de tía Emily —niños no deseados— y pensaba también en mis padres que habían planificado mi educación antes de que yo naciera; y en lady Harriet que se enfadó con el Todopoderoso por negarle la descendencia y que tanto se alegró cuando sus plegarias fueron escuchadas y tanto mimó a sus hijos, favoreciendo con ello indirectamente la situación en la que Lavinia se encontraba en aquellos momentos.

Aparte las jóvenes embarazadas, había otros pacientes en la clínica. Por ejemplo, el pobre anciano que vi en el jardín desde la ventana de mi habitación el primer día de nuestra llegada. Supe que había sido un destacado científico en sus tiempos, pero debido a un ataque había perdido el juicio. Estaba allí, esperando la muerte, porque su familia no le quería y de esa manera se liberaban de él. Y una mujer que vivía en un mundo aparte, se mostraba arrogante y se creía la señora de una casa con numerosos criados a su servicio. Le llamaban la duquesa. Otro paciente era George Thomson, que al menor descuido intentaba prender fuego a los armarios. Jamás lo consiguió, pero tenían que vigilarle constantemente. Eran seres pertenecientes a un mundo de sombras.

A menudo me preguntaba cómo debió de crecer Janine en aquel lugar, educada por una tía con la cual negaba tener el menor parentesco. La casa era muy alegre. Había cortinas azules y muebles de color blanco en todas partes y, sin embargo, parecía un lugar oscuro y misterioso; en él nunca me sentí a mis anchas. A veces me despertaba por la noche con un sobresalto de temor y miraba hacia la cama en que descansaba Lavinia con su preciosa mata de pelo desparramada sobre la almohada. Su sueño a veces era agitado. Pensé si recordaría mucho a su amante, que se pavoneaba delante de nosotras en la pátisserie con el solo propósito de seducir muchachas ingenuas. Aquellas semanas de placer tuvieron una desdichada consecuencia. Me pregunté si alguna vez Lavinia aprendería la lección.

El doctor Ramsay —un hombrecillo de cabello oscuro más bien rizado, que le salía incluso de la nariz y las orejas— la examinó y dijo que gozaba de buena salud, que todo iba razonablemente bien y que el niño nacería en la segunda semana de agosto. Fue una buena noticia porque lo esperábamos dos semanas más tarde.

Pronto saldremos de este extraño lugar, me dije. Allí me sentía apartada del mundo. Sería bueno regresar a la vida real. En aquella clínica podía ocurrir cualquier cosa. Y, sin embargo, tía Emily trataba de crear un ambiente hogareño. Siempre se mostraba amable y cordial y nos preguntaba si estábamos cómodas.

Pero tenía unos fríos ojos verde azulados que parecían revelar algo que yo prefería ignorar.

Los días eran bastante normales; de noche, en cambio, se oían extraños ruidos. La chiquilla rompía súbitamente a llorar aterrorizada; el científico paseaba golpeando el suelo con su bastón y por lo bajo murmuraba que algo fallaba en el laboratorio; y la duquesa a veces caminaba dormida y daba órdenes al busto del rey Jorge IV que había en el pasillo, pensando que era su mayordomo.

Era una casa llena de contrastes; la robusta Agatha con su acento barriobajero de Londres, la dulce Emmeline esperando las visitas de su amado.

Sí, era un mundo misterioso por el que sentía cierta fascinación morbosa, pero del que deseaba escapar cuanto antes.

Sabía que nos esperaban problemas muy serios cuando saliéramos de allí, sobre todo, a Lavinia. Pensé que toda aquella gente le debía pagar a tía Emily abultadas sumas de dinero a cambio de sus servicios; y, aunque Lavinia podría pagárselas a plazos, la cosa no resultaría fácil.

Casi todos los pacientes eran un poco raros. Parecía una clínica especial para personas con algo que ocultar…, exceptuando aquellos como la duquesa o el viejo, cuyas familias los habían enviado allí para quitárselos de encima. Todo era muy patético y siniestro.

El médico no me gustaba demasiado. Parecía un personaje misterioso y daba la impresión de ocultar algún secreto.

Janine era allí muy distinta. Tenía que ayudar a su tía y atender a menudo a los pacientes, sobre todo a un joven que le estaba especialmente encomendado.

Era el honorable Clarence Coldry, deficiente mental. Tenía una radiante sonrisa y se alegraba cuando le dirigían la palabra, pero apenas podía hablar porque la lengua parecía demasiado grande para su boca. Tenía un aspecto ligeramente perruno.

Pensé que Janine no debía de ser muy feliz. No parecía la misma chica de la escuela.

Tía Emily la vigilaba bastante y yo intuí que sus sonrisas escondían una naturaleza intrigante.

Deseaba escapar de allí. La espera se me hacía interminable y trataba de distraerme dando largos paseos con Janine.

Lavinia había engordado mucho en las últimas semanas y no podía acompañarnos.

—Pronto os iréis —me dijo un día Janine—. Ya no puede tardar mucho. Lavinia está casi a punto de soltar la mercancía. —Hice una mueca de desagrado. Estaba más encariñada que nadie con el niño que iba a nacer y no me gustaba que le llamaran «la mercancía»—. Yo, en cambio, me quedaré aquí —añadió con tristeza.

—Pero estás en tu casa —le recordé.

—Tía Emily tiene ciertos planes para mí —dijo Janine, asintiendo.

—¡No será el honorable Clarence!

—Me temo que sí.

—¡Oh, Janine…, no es posible!

—Puede que sí. Al fin y al cabo, es un honorable.

—Él no querrá casarse.

—Tengo que ganarme su confianza.

—Janine, ¿por qué te quedas aquí?

—Es el sitio donde nací. He vivido aquí toda mi vida…, menos cuando estuve en la escuela.

—Tu tía debe de quererte mucho; de lo contrario, no te hubiera enviado a Lamason.

—No es mi tía. Mi verdadera familia es la que lo paga todo.

—Ellos no permitirán que te cases con Clarence.

—La que manda es tía Emily.

—Parece muy poderosa. Espero que a Lavinia le dé tiempo para pagar.

—Se lo dará. Aunque, si se atrasa en los pagos, a lo mejor decide hablar con su mamá.

—No debe hacerlo. Lavinia no suponía que sería tan caro.

—Los errores siempre lo son…, de una manera o de otra. Al fin y al cabo, se metió en un buen lío. Nosotras la sacamos de él, tú y yo. ¿Qué hubiera hecho si no la hubiéramos traído aquí? Después tendrá que ocuparse de la manutención del niño. Y que conste que ha tenido suerte. No podía aspirar a nada mejor.

—Menos mal que ya hemos pasado lo más peligroso. Ahora ya no puede tardar mucho, pensé para mis adentros.

*****

Poco después de aquella conversación, Lavinia despertó por la noche con dolores de parto.

Tía Emily y el médico acudieron a la habitación. Me vestí apresuradamente y fui a despertar a una de las criadas que sabía algo de partos y había colaborado otras veces.

No fue un alumbramiento difícil. Lavinia era joven y sana. Al día siguiente nació su hija, para la cual prepararon una cuna en nuestra habitación.

—En estos momentos tenemos la casa muy llena —me explicó tía Emily en tono de disculpa.

No me importaba compartir aquella habitación habilitada provisionalmente como cuarto infantil. La niña me entusiasmaba.

Lavinia se alegraba de haber superado la prueba. El primer día se incorporó en la cama y contempló sonriendo a la niña.

Recibió muchas visitas: Emmeline, Agatha y la duquesa, que confundió a Lavinia con su hija y llamó repetidamente «Paul» a la niña. Miriam no acudió.

Lavinia necesitaba reposar antes de la partida. Suspiré de alivio. Había oído hablar de los muchos problemas que pueden presentarse en un parto y más de una vez me había preguntado qué haríamos en caso de que le ocurriera algo a Lavinia. Pero ya no tenía que preocuparme por eso.

Lavinia estaba muy bien y la niña parecía muy sana. Además, estábamos a punto de irnos.

Pasamos los primeros días admirando a la niña. Me parecía un milagro que aquella deliciosa criatura hubiera surgido de una aventura tan sórdida. Hasta Lavinia sucumbió a su encanto y se mostraba orgullosa y casi feliz de haberla engendrado. Me gustaban su arrugado rostro enrojecido, sus ojos entrecerrados, sus mechones de cabello negro, sus manitas y sus pies rematados por sonrosadas uñas.

—Tenemos que ponerle un nombre —dije—. Parece una florecita.

—La llamaremos Flor y, como es medio francesa, Fleur.

—Fleur —repetí yo—. Le va como anillo al dedo. Y Fleur se llamó. Le escribí a Polly comunicándole que la niña había nacido y se llamaba Fleur.

Polly contestó que estaban deseosas de verla. Eff se emocionó mucho y ya lo tenía todo a punto: la cuna, los biberones y los pañales.

Eff era experta en cuidados infantiles y pensó que el nombre era un poco estrambótico. Ella hubiera preferido Rose, Lilly o tal vez Effie.

—Pronto os iréis —dijo Janine—. Tengo vuestra dirección. Os escribiré.

Tía Emily se despidió cariñosamente de nosotras y le entregó a Lavinia la factura. La suma era tan elevada que Lavinia se deprimía cada vez que la miraba.

Ella y yo llevaríamos la niña a Londres. Polly nos recibiría en la estación y Eff se quedaría en casa, preparando la bienvenida.

Cuando llegamos, yo llevaba a la niña en brazos. Me sentía menos incómoda con ella que Lavinia.

—¡Drusilla! —gritó Polly al vernos, e inmediatamente corrió a mi encuentro con los ojos rebosantes de amor, abrazándonos a mí y a la niña simultáneamente.

—Conque ya estás aquí con este amorcito. Y tú…, deja que te vea. Estás muy bien.

—Tú también, Polly. Cuánto me alegro de verte.

—Y yo de verte a ti —dijo Polly—. Eff se muere de ganas de conocer a la chiquilla.

El saludo a Lavinia no fue tan caluroso. Me alegré de que Lavinia se mostrara agradecida por el gran favor que le hacían Polly y su hermana.

Polly tenía un coche esperando y nos dirigimos a la casa donde nos aguardaba Eff.

Eff había cambiado mucho. Parecía toda una señora. Había comprado la casa de la acera de enfrente y ahora era propietaria de tres inmuebles que le daban muy buenas rentas. Tardé algún tiempo en averiguar quiénes eran los inquilinos pues había varios pisos primeros, segundos, terceros, etc.

Su alegría por la llegada de la niña eclipsó todo lo demás. Eff se encargó inmediatamente de ella. Polly, en cambio, parecía un poco desconcertada. No paraba de mirarme aunque la misteriosa presencia de Lavinia le cohibía un poco. La sombra invisible de lady Harriet parecía cernerse sobre nosotras, y ni siquiera Polly pudo librarse enteramente de sus efectos. Eff se disculpó por todo ante Lavinia porque era bastante más respetuosa de las diferencias sociales que Polly. Por mucha antipatía que le tuvieran a Lavinia, ambas hermanas sabían muy bien que ésta era nada menos que la hija de lady Harriet.

Nos quedamos sólo unos días. Yo le escribí a mi padre y Lavinia a lady Harriet, anunciándoles que acabábamos de regresar de Lindenstein y pasaríamos unos días en Londres, y que llegaríamos a casa en poco tiempo más.