La culpa de todo esto no es de las neuronas gregoriescas, que quede claro. La culpa es del alcohol y, sobre todo, de la manada.
Aunque os hayáis pasado los mejores años de vuestra vida educando a vuestro Gregorio, poniéndole el silenciador allí donde se le escapan los ruidos más lacerantes, o tratando de hacerle comprender qué diferencia hay entre la ironía sutil y la burda fanfarronería, cuando se encuentra entre los miembros de la manada se pierde inexorablemente. Mejor saberlo.