Sombra 40

EL COCHE

Ser la novia de Mr. Grey significa, entre otras cosas, que te regale varios automóviles. La literatura menciona Audis y Saabs descapotables caídos del cielo. Aunque los coches pertenecen a su amada, Mr. Grey, listo como un hurón, prefiere ocuparse personalmente de conducir.

Ser la novia de Gregorio —menos listo que su álter ego literario— significa vivir en primera persona la experiencia devastadora de tenerlo a bordo como copiloto (el coche, además, nos lo hemos pagado nosotras, obviamente y como tiene que ser).

A cualquier Gregorio le parece imposible no correr el riesgo de quedarse impotente si, por ejemplo, mientras Lola aparca, él no se agita presa de convulsiones. La cabeza golpea a derecha e izquierda, los pies, sobre la esterilla, simulan pisar forzosamente el freno, el embrague y el acelerador mientras los brazos se agitan en desorden, obstaculizando, además, la visibilidad. Luego, cuando Lola ha terminado de aparcar de manera impecable, Gregorio se precipita fuera del habitáculo y, provisto de regla y goniómetro, se dedica a medir los centímetros que separan el coche de la acera, además de los grados (inapreciables) de inclinación del vehículo.

Pero demos un paso atrás: imaginémonos que Lola y Gregorio están viajando. Mientras Lola conduce tranquilamente, Gregorio parece tener el baile de San Vito. No consigue estarse quieto y juguetea frenético con todos los dispositivos que tiene a mano: el climatizador, el estéreo, el navegador, el reloj de cuco (Lola tiene que llevárselo a su madre). Después, cuando ha agotado los objetos que puede manipular, pasa a la temible fase de asesoramiento: lanza, en orden absolutamente fortuito y sin prestar atención a la carretera, una secuencia infinita de «¡Ojo!», «¡Ve más despacio!», «¡Acelera!», «¡¿Quécoñohaces!?», hasta que la ingrata Lola le dirige un furibundo: «Ahora me paro y conduces tú, joder».

Pero no, Gregorio se divierte mucho más en el asiento del copiloto. Por eso, artero, le pide disculpas a su amada y le jura que no lo hará nunca más. Luego, para no traicionar la palabra dada, pasa a la fase siguiente, la extraversión: al principio ignora diligentemente a Lola y, para calentar, comienza a observar con mirada asesina a todos los conductores de los demás vehículos sin proferir palabra. Pero se oye a la perfección el temblor de sus cuerdas vocales, que están al ralentí.

Acto seguido se manifiesta la provocación suprema: el hombre del sombrero que conduce despacísimo delante de ellos.

Irresistible. Gregorio empieza a agitarse en el asiento, se impacienta, gime, levanta un labio descubriendo el colmillo y gruñe sumiso. El hombre del sombrero es peor que un ratón mecánico: imposible no saltarle encima con las fauces abiertas de par en par y el pelo erizado.

Mordido el del sombrero, insultados un ciclista y un peatón y, por error, también una señal de circulación, Lola y Gregorio llegan al parking. La apertura de la persiana y otros problemas mecánicos harán que ambos acaben embadurnados en aceite lubricante. Pero ésa es otra historia.