LA CASA
Según se cuenta en los libros que protagoniza, Mr. Grey gana alrededor de cien mil dólares a la hora. Cien mil. Es decir, que cada hora podría comprarse un piso de una habitación, por poner un ejemplo. Y, de hecho, siempre por poner un ejemplo, vive en una casa de fábula en la que si entrara Pulgarcito, en lugar de miguitas de pan tendría que ir tirando pizzas.
En cambio, casa Gregorio, qué coincidencia, tiene unos sesenta metros cuadrados, con un solo baño, dos pequeños dormitorios y un salón escuálido con cocina americana. Metamos dentro una Lola, dos niños y un perro, sólo para ver qué sucede.
Efecto matutino: despertador a las seis y media, lucha hasta la última gota de sangre por apropiarse del cuarto de baño, planchas para el pelo disputadas con uñas y dientes, aullidos como «Joderestardísimo» que resuenan por todos lados mientras el perro maúlla por puro espíritu de contradicción. Después, carrera de obstáculos hacia la salida, pasando por encima de ropa interior de diversa pertenencia abandonada por el suelo, salto carpado del albornoz que alguien ha dejado goteando encima de la cama, tropiezo funesto con la sandalia de plataforma, refriega colectiva y mandamiento general a tomar por culo con lanzamiento de bolitas de pienso para perros al interior de las orejas del pobre chucho.
Luego todos salen y no se hable más hasta el anochecer.
Efecto noche: no hay nada preparado para comer, Lola se afana con las sartenes y suelta blasfemias mientras Gregorio y los niños compiten para ver quién deja más migas en el sofá durante el Campeonato de Picoteo. En el preciso momento en que Lola cuela la pasta, suena el teléfono: es una tía que propone la imprescindible adquisición de un trinchapollos con toma USB incorporada. Mientras tanto, el perro pide a los vecinos que lo adopten dejando una caca en forma de corazón en su felpudo.
Después, por fin, cada uno se dedica a su actividad preferida: poner al otro de los nervios. Y, dado el exiguo espacio del que disponen, les sale a pedir de boca.