EL SEXO ORAL
La novia de Mr. Grey, que por lo visto es aún una ingenua niña a la venerable edad de veintiún años, en su primer examen, ejem, oral, saca un diez. Bueno. O el maestro Grey es un tipo fácil de complacer, o la novia había hecho exámenes de ésos a decenas, o nos hallamos frente a una invención literaria. Aaah, claro.
Porque, como pueden certificar todos los Gregorios de mundo, una felación no es algo que se improvise sobre la marcha (o sobre las rodillas). Y, en tal caso, la única explicación posible es que Grey tiene poderes paranormales, telepáticos, telequinéticos mayores que los de Uri Geller o los del mago Zurlì, y que es capaz de transmitir todo un manual de instrucciones con la mente.
Veamos ahora, en el mundo de las sombras de Gregorio, qué sucede realmente la primera vez que una señorita se aplica en una sesión de estimulación oral del pene.
Gregorio le está acariciando amorosamente el pelo a Lola. Lo extraño, piensa ella, es que se lo acaricia como si tuviera que clavárselo en el cráneo (¡ups!).
Pero ¿por qué le pesa tanto la mano a Gregorio?
Entonces, la diosa interior de Lola le susurra suavemente: «Eh, pssst. Baja la cabecita».
«Ah, ¿es que Gregorio quiere eso?».
«Pues sí».
Y Lola, diligente, se arrima a la pilila del maromo.
Al agachar la cabeza, sus cabellos crean una simpática cabaña que les impide verse entre ellos. «Mejor así», piensa Lola, un poco cohibida; en esa cabaña se siente segura. Pero Gregorio, con gesto viril, le coge el pelo y se lo levanta. Lola se siente un poco como la cabeza del tío aquel sobre la bandeja de Salomé. «Y además —se dice—, ¿no me verá la papada desde esta posición?».
Ahora, Lola y la pilila gregoriesca se encuentran frente a frente, bajo los ojos atentos del propietario legítimo del banano.
«¿Y ahora?», se pregunta Lola.
«Y ahora, haz como si fuera un helado, Lola», interviene la diosa interior.
«Sí, pero a mí, por ejemplo, el pistacho no me gusta».
«¡Coño, Lola!», espeta la diosa de manera nada divina.
Lola lame, pero el sabor no se parece para nada al pistacho, ni a los demás sabores de la heladería de debajo de casa.
«Ahhh», prorrumpe Gregorio.
Lola, alentada por los gemidos, sigue tomándose el helado durante unos buenos cinco minutos. Luego, el helado empieza a deshacerse o, mejor dicho, a ablandarse.
«Eh, Lola, no puedes limitarte a lamerlo para siempre», dice la diosa.
«¿Ah, no? ¿Y qué debo hacer?».
La respuesta llega de las alturas: no de la diosa ni del Olimpo, sino de la mano de Gregorio, que, un tanto exasperado, empuja la cabeza de Lola hacia abajo.
«Dios mío, ¿tengo que metérmelo en la boca?», le pregunta Lola a la diosa.
«Venga, mujer», responde su divinidad, que está impaciente por irse de rebajas.
Lola procede, aunque —«Ahhh»— la alfombra de coco le está despellejando las rodillas hasta el hueso. «Ahhh», suelta también Gregorio, que agradece las arremetidas de Lola, además del suspiro.
«Venga, Lola, dale, muévete, que tengo que salir», la incita la diosa.
«Sí, pero, diosa, ¿qué ritmo debo llevar? Y los dientes, ¿dónde los pongo? Que no quiero hacerle daño a mi Gregorio, ¿eh? ¿Y con la lengua qué hago? ¿Y si me entran ganas de vomitar? Porque en el dentista, una vez que me puso aquella cosa gomosa para sacarme el molde de la boca, un poco más y vomito incluso el pavo de las Navidades del 93. ¿Eh, diosa?».
«Ahhhhhhh», se desborda de improviso Gregorio. Y luego comenta: «Buena chica, Lola, te mereces un diez».
Sorpresa: Gregorio es tan mentiroso como Mr. Grey.