LA TELE
Cuando está en casa, Mr. Grey pasa a menudo la noche tocando (divinamente) el piano. Éste es el único sonido que invade los miles de metros cuadrados de su mansión.
Obviamente, no hay ni rastro de vulgares aparatos audio-televisivos.
Luego, quizá a última hora, mientras la luna resplandece plateada en el cielo, su amada, que lleva como único vestido una camisa de lino que ha cogido del guardarropa de Mr. Grey, se acerca hasta él sigilosamente.
Se tumba lánguidamente sobre el piano, tal vez toca alguna nota en el teclado y…, bueno, sucede que, en un intercambio de papeles y de instrumentos, ella toca el piano y él se la folla.
Vale. Y Gregorio, por su parte, ¿qué hace por las noches?
La naturaleza lo ha dotado de un oído que funciona a la perfección. Tímpanos, pabellones auditivos y demás huesecillos son de una calidad excelente. Algún espécimen un poco friki lleva agujeros en los lóbulos, pero ello no hace que oiga peor. Como mucho le provocan algún que otro problema en las entrevistas de trabajo, pero nada más.
Y, entonces, ¿por qué hay tantas marcas del volumen de su televisor como las patas de un milpiés?
¿Por qué cuando Gregorio ve una película de terror de cuarta categoría, llena de gritos y destripamientos, o películas de guerra donde se bombardean a son de decibelio, o gilipolleces pulp, todas efectos especiales, por no hablar de los partidos de fútbol, pone el volumen al máximo?
¿Por qué, a pesar de estar aparcado en un sofá que dista cuarenta centímetros del televisor, ante el desesperado ruego de «Baajaaa eeeesoooo», el pequeño y tierno Gregorito tiene que gritar «No pueedoooo»?
¿Es que no le importa quedarse sordo? ¿Qué necesidad hay de tener el volumen tan alto?
También los vecinos tienen televisor, así que no se trata de compartir, en un gesto de insospechada filantropía, el tuyo con los más pobres.
En una frase, ¿por qué Gregorio, a pesar de ser un espécimen joven y sano, se comporta como si fuera un viejo sordo e hinchapelotas?
La hipótesis más aceptada es la del cerumen psicosomático, también conocida como la vieja y querida hipótesis de la supresión de la realidad. Cuanto más alto está el volumen, más se aísla Gregorio del resto del mundo, engregoriándose en un planeta únicamente suyo, poblado por adorables píxeles que hacen bang-bang, pum-pum, ñam-ñam, brum-brum. Píxeles a los que quizá responda con algún que otro lacónico e impune gruñido.