Sombra 11

LAS DISCULPAS

Cualquier Gregorio, incluso el más negado en la cocina, muestra una habilidad extraordinaria en el desempeño de, al menos, una tarea culinaria. No, no nos referimos a esas mezclas de comida y sexo en que Mr. Grey es un experto. No, no estamos hablando de untar miel o nata allí donde no llegan ni los rayos del sol. Ni siquiera de espelta y rúcula, dos alimentos que los más fanáticos de la salud siempre intentan aprovechar al máximo.

Estamos hablando de tortillas.

A las que nuestro Gregorio de confianza, a diferencia del Mr. Grey literario, sabe darles la vuelta con una desenvoltura celestial.

Mira por dónde, he aquí una cosa que el míster no sabe hacer y que Gregorio, en cambio, hace de maravilla.

Con un hábil giro de muñeca, ¡tac!, Gregorio le imprime a la sartén un movimiento divino, a medio camino entre el respingo y la ondulación y, ¡cataclac!, el fruto de un par de gallinas ponedoras se vuelve armonioso en el aire hasta aterrizar, con la precisión de una sonda en Marte, justo en el centro de la sartén.

Pero esta tortilla es exclusivamente simbólica. Es decir, no es que Gregorio se ponga a cocinar la mar de contento para aligerarnos de la carga cotidiana de tortillas, chuletas, pasta y menestras que llevar a la mesa (cosa que, por otra parte, ni siquiera hace Grey, pero por lo menos él tiene a la gobernanta).

Gregorio sólo le da la vuelta a la tortilla cuando sabe que se equivoca de medio a medio.

¿Un ejemplo?

Lola: «Gregorio, ¿me explicas por qué todas las noches, mientras ves la tele, pegas los mocos bajo el sofá?».

Gregorio (mientras se pone lentamente el delantal de chef): «¿Quieres saber la verdad? ¿La verdad pura y dura? ¿Eh?». (Entretanto, gana tiempo haciendo girar las neuronas junto con la tortilla).

Lola: «Venga, dime esa verdad pura y dura. Tengo muchísima curiosidad».

«Vale —replica Gregorio—, tú lo has querido. Bueno, aquí tienes la verdad pura y dura, servida en bandeja —o en sartén, podría añadir nuestro espécimen en este caso— de plata: justamente tú, mi querida Lola, que tanto te interesas por la psicología y esas gilipolleces, deberías saber que, si un hombre pasa las noches en el sofá, es porque tiene una necesidad primordial de regresar al útero materno, donde todo es mullido y no hay conflictos. Y esto debería hacerte reflexionar sobre tu papel de mujer, incapaz de sustituir dignamente la figura materna. Pero no quiero ensañarme, que, para colmo, últimamente incluso has engordado, así que ya tienes bastantes problemas.

»¿Qué estábamos diciendo…? El útero. Eso es, sí, emmm. Por lo tanto, dado que un pobre hombre se ve obligado, a causa de la ineptitud de su compañera, a englobarse en el sofá-útero, sufre una comprensible regresión que, en busca de seguridad, lo lleva a meterse un dedo en la boca o, como está oscuro y se confunde, en la nariz. Allí, agitando el índice como lo haría su compañera para recriminarle algo, encuentra sus mocos y, en un impulso de sana rebelión contra la autoridad, se los va sacando uno a uno y después los pega en el sofá como trofeos de su crecimiento y evolución personal con el fin de que sus descendientes lo recuerden».

Lola: «Ah, entonces, si tú llenas de mocos todo el sofá, ¿es culpa mía?».

Gregorio: «Claro que sí. Pero no te preocupes, aunque seas una insensible, yo te quiero igual. Y si me pides disculpas, estoy dispuesto a perdonarte».