Sombra 10

LA DISCUSIÓN

Incluso cuando discute, Mr. Grey lo hace deliciosamente.

Todo un toma y daca sagaz, un sarcasmo amoroso, una escaramuza brillante y aguda que, además, ya se sabe cómo va a terminar.

Pero, sobre todo, después de haber reñido (y de haber hecho las paces como sólo él sabe, a golpe de anillos de compromiso, ramos de flores y otros golpes más… bajos, por decirlo de algún modo), Mr. Grey pasa la noche despierto y observa embelesado a su amada dormida, mientras trata de comprender el secreto de sus sueños, intentando seducirla y hacerse perdonar, aunque ella yazca (desnuda, ya puestos) en los brazos de Morfeo.

¿Y nuestro Gregorio local? Humm…

Digamos que el paso de la vigilia al sueño es para nosotras, las mujeres, una excelente oportunidad para reflexionar sobre las diferencias entre la especie literaria de Mr. Grey y la del hiperrealismo gregoriesco. También resulta útil saber que la diferencia entre el momento en que una mujer y un hombre se quedan dormidos después de una discusión es de unas dos horas.

Gregorio, tras una pelea con su Lola, pulsa el botón OFF, situado en algún lugar de su nalga izquierda, y cae de inmediato en un letargo profundísimo del que saldrá fresco y descansado tras sus buenas ocho horas seguidas de sueño.

Su compañera, en cambio, sufre una mutación genética temporal que le hace parecer un búho, con los ojos abiertos de par en par, el plumaje en desorden, y el pico que se abre y se cierra a intervalos regulares para pronunciar la conocida frase: «¿Quécoñohacesdurmiendo?».

Mientras las ondas cerebrales de Gregorio registran una fase de sueño total, absoluto e imperturbable, las de Lola revelan una actividad frenética. Ella, primero, revive en modalidad past, palabra por palabra, toda la discusión, incluida la mirada furtiva al espejo en la que vio reflejado su estado miserable y desplumado.

Después pasa a la modalidad future, y se imagina todos los escenarios posibles de su relación con un optimismo digno de los mayas.

Mientras tanto, como las mujeres pueden hacer varias cosas a la vez, Lola utiliza el hemisferio derecho de su cerebro para hacer, por riguroso orden alfabético, una lista de los insultos más vulgares que conoce: desde la a de «astúpido» a la z de «zueco» (es que con la última letra sólo se le ocurre «zorra», pero es femenino y no encaja).

Después, Lola juega indefectiblemente una carta que los ingenuos confunden con el misticismo tardío zen: intenta ponerles sonido a las lágrimas. No porque sea una apasionada de las castañuelas, sino porque con su plinc-plonc lacrimoso quiere despertar a Gregorio y hacerlo sentir culpable por su llanto desgarrador.

Pero él, que en estado de vigilia se ve normalmente atormentado por sentimientos de culpa atávicos y multidireccionales, cuando duerme, duerme.

El alba los saluda haciéndoles a cada uno un regalo: a él, una inoportuna y ofensiva erección; a ella, el deseo de hacer que la erección se le pase obligándolo a ir al colegio a hablar con los profesores de los niños durante los próximos cien años.