Desde su auto, estacionado en la calle de rodaje cercana a la pista tres cero, Mel comprobó que los pilotos del vuelo dos; Trans America no perdían un minuto en llevar su avión hasta la terminal. Todavía eran visibles las luces del aeroplano, moviéndose con rapidez y ya con medio campo recorrido. En su radio sintonizada con Control de tierra, oía los avisos a otros aviones para que se detuvieran en las intersecciones de pistas dejando pasar al vuelo dos. Los heridos seguían a bordo. Los pilotos tenían instrucciones de dirigirse en línea recta a la puerta de desembarco cuarenta y siete, donde esperaban médicos, ambulancias y personal de la Compañía.
Mel se quedó mirando cómo disminuían las luces, mezclándose con el fulgor de las otras luces de la terminal, una verdadera galaxia.
Vehículos de emergencia del aeropuerto, que ya no hacían falta, se dispersaban de la pista.
Tanya y Tomlinson, el reportero del Tribune, iban de vuelta a la terminal. Viajaban con Joe Patroni que había entregado el Aéreo-Mexican 707 para su traslado a hangares.
Tanya quería estar en la puerta cuarenta y siete para asistir al desembarco de pasajeros del vuelo dos. Sin duda la necesitarían.
Antes de separarse de Mel le había preguntado si seguía en pie la cita en su casa.
—Me gustaría, si no es demasiado tarde.
Tanya apartó un mechón de pelo rojo de la cara, lo miró a los ojos con expresión sincera y contestó, sonriendo:
—No es demasiado tarde.
Convinieron en encontrarse en la entrada principal dentro de tres cuartos de hora.
Tomlinson tenía la intención de entrevistar a Joe Patroni y luego a la tripulación del vuelo dos. Todos ellos serían héroes dentro de pocas horas. Mel sospechaba que la dramática historia de peligro y supervivencia eclipsaría sus propias palabras sobre el tema, más mundano, de los problemas y deficiencias del aeropuerto.
Pero no del todo, quizá. Tomlinson, a quien le había confiado sus opiniones, era un periodista inteligente y sagaz que podía decidir ocuparse al mismo tiempo del drama inmediato y de la visión de largo alcance, por lo menos tan seria e importante como aquél.
Estaban llevándose el reactor mexicano, que parecía ileso; no obstante, lo someterían a lavados especiales y a una inspección a fondo antes de reemprender su interrumpido vuelo a Acapulco.
El conjunto de vehículos de servicio que lo había acompañado durante su prueba de barro seguía al aeroplano.
Mel no tenía ninguna razón para quedarse, y se iría…, dentro de un momento; ahora, por segunda vez aquella noche, la soledad del campo y su cercanía a la parte elemental de la aviación era un estímulo para sus pensamientos.
Aquí, pocas horas antes, recordó haber experimentado una sensación, instinto o premonición de sucesos que marchaban hacia un fin desastroso. En parte había resultado cierto. Hubo un desastre, pero quiso la buena suerte que no fuese total ni imputable en forma directa a las instalaciones —o falta de ellas— del aeropuerto.
Pero el desastre podía haber complicado al aeropuerto y éste a su vez ser causante de una gran catástrofe debido a sus deficiencias, previstas por Mel y que había tratado de corregir, en vano.
Porque Lincoln Internacional era un aeropuerto anticuado.
Anticuado a pesar de su buena administración, vidrio brillante y cromo pulido; a pesar de su denso tránsito, enorme volumen de pasajeros, cataratas de carga, esperanzas de progreso y ostentoso título «la encrucijada aérea del mundo». Anticuado porque —como tantas veces en las siete cortas décadas que contaba la aviación moderna— el progreso aéreo era muy superior a lo previsto. Los expertos se equivocaron, una vez más, y los soñadores y visionarios, no.
Y lo que era cierto aquí, también lo era en otra parte.
En toda la nación, en todo el mundo, se repetía la historia: se hablaba mucho del crecimiento de la aviación, sus necesidades, los futuros progresos aéreos que permitirían transportar gente y mercancías al costo más bajo en la historia de la Humanidad, la oportunidad para que las naciones se conocieran mejor entre sí conservando la paz y acrecentando el comercio con más libertada ¿Y en tierra? En relación con la magnitud del problema no se había hecho casi nada, o muy poco en el mejor de los casos.
Una sola voz no podía traer cambios grandes, pero cada voz que hablaba con conocimiento y convicción contribuía en algo. En algún momento de la noche, no sabía por qué ni cómo, Mel supo que no abandonaría su lucha y seguiría hablando en el tono de franqueza sin inhibiciones que tuvo que reservar tanto tiempo sin poder utilizarlo.
—Mañana —hoy, mejor dicho— empezaría su tarea convocando para el lunes por la mañana una reunión especial con carácter de urgencia de la Junta Directiva del aeropuerto. Una vez reunidos, obtendría de ellos una política definida e inmediata tendente a la construcción de una nueva pista paralela a la tres cero.
La experiencia de la noche había reforzado mejor que nada ni nadie los argumentos para disponer de más pistas, presentados por Mel tiempo atrás. Pero esta vez estaba decidido a luchar con palabras claras y brutales, destacando el grave peligro que les amenazaba si se limitaban a hablar de la seguridad pública de labios afuera, desconociendo o postergando las necesidades más vitales del sector operativo del aeropuerto. Se encargaría de poner de su parte a la Prensa y opinión pública ejerciendo la clase de presión que entendían los políticos en cuyas manos estaba la facultad de conceder o rehusar fondos.
Y después de las pistas nuevas había otros proyectos, por ahora representados nada más que por palabras o esperanzas, que había que concretar; entre ellos un complejo totalmente nuevo de terminales y pistas; circulación más eficaz de gente y mercancías en tierra; campos satélites, más pequeños, para futuros aviones que despegarían con movimientos cortos y verticales.
Una de dos: o Lincoln Internacional pertenecía a la era del jet, o no; si quería formar parte de ella debía adaptarse mucho mejor que hasta ahora.
Nadie podía pensar que los aeropuertos eran un lujo o algo semisuperfluo. Casi todos se bastaban a sí mismos y generaban bienestar y trabajo para muchos.
No esperaba ganar todas las batallas del progreso aéreo en tierra; nunca era posible ganar en todo. Pero en parte sí, y algo de lo que se dijera e hiciera en este aeropuerto podía extenderse a otros campos nacionales o incluso internacionales, debido al prestigio de Mel en su esfera de acción.
¡Tanto mejor si era así! El poeta inglés John Donne había escrito: «Ningún hombre es una isla ni se basta a sí mismo; todos son partes de un continente, partes de un todo». Ningún aeropuerto era tampoco una isla; los que deseaban que la palabra «internacional» formara parte de su nombre debían justificarlo pensando en términos internacionales. Si lo dejaban trabajar con otros, él les mostraría la manera de lograrlo.
Gente que no oía su nombre desde hacía tiempo, se enteraría de que seguía vivo.
Y ese trabajo intenso, extendido a intereses industriales más amplios que los actuales, lo ayudaría a solucionar también sus problemas personales manteniéndolo ocupado en el plano mental; por lo menos, eso esperaba. La idea le recordó bruscamente que pronto —quizá mañana mismo— tendría que llamar a Cindy para retirar sus cosas y pertenencias particulares. Sería un momento penoso y no quería que sus hijas lo vieran hacerlo. Al principio se mudaría a un hotel hasta que pudiera ocuparse de un apartamento para él.
Pero más que nunca pensó que era inevitable la decisión de divorciarse tomada por Cindy y él. Los dos lo sabían, y lo de esta noche no había sido más que el ademán con el que demolieron la fachada tras la cual ya nada existía. Más demoras no hubieran sido beneficiosas para ellos ni para las chicas.
Pero el reajuste llevaría tiempo.
¿Y Tanya? No estaba seguro de lo que sucedería con ella, si sucedía algo, ni de si tendrían un porvenir común. Creía que sí, pero todavía no había llegado —si es que llegaba alguna vez— el momento de comprometerse o decidir. Le bastaba con saber que ahora, antes de que terminara su largo y difícil día de trabajo, necesitaba compañía, calidez y ternura; y de todos los seres que conocía, Tanya poseía esas cualidades en mayor medida que nadie. Si esas cosas podrían llevar a algo más entre los dos, el tiempo lo diría.
Puso en marcha el auto y lo desvió hacia el camino periférico que lo llevaría a la terminal. La pista tres cero quedó a su derecha.
Ahora que estaba libre empezaban a usarla otros aviones que llegaban sin cesar aunque la hora era tan avanzada. Aterrizó un Convair 880 de TWA, y ya, a menos de un kilómetro, tenía detrás las luces de aterrizaje de otro avión. Y tras el segundo, un tercero.
Si podía ver las luces del tercer avión, era que las nubes había desaparecido. De pronto se percató de que había cesado de nevar; hacia el Sur había trozos de cielo limpio y claro. Con alegría, comprendió que había pasado la tormenta.