—… El vuelo dos, El Bajel Dorado, para Roma. Todos los pasajeros con reservas confirmadas pueden subir a bordo…
Un anuncio de salida, en un aeropuerto, tiene significados diferentes para los que lo oyen. Para algunos era una frase de rutina, el preludio de otro aburrido viaje de negocios que nunca habrían hecho por su propia voluntad. Para otros, el principio de la aventura; y para otros el principio del fin: la vuelta a casa. Para algunos traía aparejada la tristeza de una despedida; para otros, al contrario, la perspectiva de encuentros alegres. Algunos lo oían para otras personas; eran amigos o parientes de los que viajaban; para ellos, los nombres de ciudades era algo así como vagas estampas de lugares lejanos, que nunca verían. Los menos escuchaban los anuncios con temor, pero muy pocos con indiferencia. Era la señal de que había comenzado el proceso de la partida. Un avión estaba listo; era el momento de ir a bordo sin perder tiempo; los aviones rara vez esperaban a nadie. Al poco tiempo el avión entraría en ese elemento tan poco natural para el hombre: los cielos; y porque no era natural siempre estaría rodeado de una aureola de aventura y romanticismo.
Nada tenía de romántico el mecanismo de un anuncio de vuelo. Se originaba en una máquina parecida en muchos sentidos a un antiguo tocadiscos de bar, que funcionaba con botones y no con monedas, como única diferencia. Los botones se alineaban en una mesa del Control de información de vuelo —una torre de control en miniatura repetida en diversas formas en todas las compañías— sobre el salón de pasajeros. La empleada de turno los apretaba en el orden conveniente; el resto era obra de la máquina.
Casi todos los anuncios de vuelo —excepto en situaciones anormales— se graban con anticipación; aunque al oírlos parecían completos e indivisibles, en realidad consistían en tres grabaciones diferentes. La primera enumeraba la línea y vuelo; la segunda detallaba si estaban en la etapa preliminar, actual o final de la carga; la tercera especificaba número de puerta de embarque y salón de salida. Como se articulaban sin interrupción, parecían continuas, como se deseaba.
La gente enemiga de la automatización excesiva, casi humana, se alegraba cuando a veces las máquinas de anuncio fallaban. En ocasiones alguna parte de la maquinaria se obstruía y pasajeros destinados a media docena de vuelos se reunían por error en la misma puerta. El lío resultante, que complicaba a mil o más pasajeros impacientes y confusos, era la pesadilla de los empleados.
Para el vuelo dos las máquinas funcionaron bien.
—… los pasajeros con reservas confirmadas pueden subir a bordo dirigiéndose a la puerta de embarque cuarenta y siete, salón azul D.
El anuncio del vuelo dos ya había sido escuchado por miles personas en la terminal. Algunas de ellas se interesaron más que otras. Varios, que no creían tener relación alguna con el aviso comprobarían su error antes de terminar la noche.
Más de ciento cincuenta pasajeros del vuelo dos lo oyeron. Los que todavía no habían llegado al portón cuarenta y siete se apresuraron a hacerlo; los que habían llegado últimos todavía se sacudían la nieve de las ropas.
La azafata principal Gwen Meighen estaba atendiendo a varias familias con niños pequeños cuando el eco del anuncio llegó a sus oídos. Por el teléfono interno avisó al capitán Anson Harris y se preparó para la avalancha de pasajeros que se avecinaba. Antes que ellos el capitán Vernon Demerest entró en el avión inclinándose y a paso rápido llegó a su cubierta y cerró la puerta.
Harris, junto con el segundo oficial Cy Jordan, ya había empezado la revisión previa.
—Okay —dijo Demerest.
Se sentó a la derecha del primer oficial y tomó en las manos la lista. Jordan volvió al asiento que le correspondía, detrás de los otros dos.
Mel Bakersfeld oyó el anuncio en el salón central y recordó que en El Bajel Dorado volaba Vernon Demerest. Sentía de veras no haber podido aprovechar la oportunidad para poner fin, o por lo menos atenuar, la hostilidad entre ambos. Mel se preguntó: cuánta culpa le correspondía; no estaba libre de ella, por cierto, pero Vernon era culpable en mucho mayor medida. Se consideraba un ser superior y no le gustaban quienes no hacían lo mismo. Mel conocía muchos pilotos —especialmente capitanes— que tenían esa opinión de sí mismos.
Mel se enfurecía al recordar a Vernon, después de la reunión de directores, afirmando que la gente como Mel estaban «atados a la tierra y a un escritorio, con cerebros de pingüino». ¡Como si manejar un aeroplano fuera algo tan extraordinario y maravilloso que ni podía compararse con otras ocupaciones!
Eso no le impidió desear que esta noche, por unas horas, pudiera volver a ser piloto a punto de salir de viaje, como Vernon, con destino a Roma. Recordó sus palabras, cuando habló de disfrutar del sol italiano. En ese momento a él le hubiera venido bien un poco más de eso y un poco menos de aviación en el suelo. Los irritantes límites de la tierra parecían más irritantes que nunca.
El teniente de Policía Ned Ordway oyó el anuncio del vuelo dos poco después de separarse de Mel; le llegó por la puerta abierta de una pequeña oficina de seguridad, a un lado del salón central. Estaba escuchando, por teléfono, el informe de su sargento desde la oficina central. Según el mensaje radial de un auto patrullero, gran cantidad de autos privados repletos de gente se dirigía al aeropuerto y los que iban llegando a estacionarse presentaban un problema por la falta de espacio. Las averiguaciones probaron que casi todos los ocupantes eran ciudadanos de Meadowood asistentes a la demostración antirruido del aeropuerto. Según las órdenes del teniente, dijo el sargento, los refuerzos policiales se habían puesto en marcha hacia la terminal.
A pocos metros del teniente Ordway, en una salita de espera, la ancianita de San Diego, mistress Ada Quonsett, interrumpió su conversación con el joven Peter Coakley, de Trans America, y ambos escucharon el anuncio del vuelo dos.
Estaban sentados lado a lado en uno de los bancos tapizados de cuero negro. Mistress Quonsett enumeraba las virtudes de su difunto esposo en términos apropiados para la reina Victoria y el príncipe Alberto:
—Tan bueno, tan sabio y tan buen mozo. Yo lo conocí ya maduro, pero de joven debió parecerse mucho a usted.
El muchacho sonrió con timidez una vez más; lo había hecho a menudo en la última hora y media. Al separarse de Tanya Livingston y de sus instrucciones de acompañar a la pasajera clandestina hasta su vuelta a Los Angeles, la conversación había sido en realidad un monólogo de mistress Quonsett, consistente en comparaciones frecuentes y favorables entre Peter Coakley y el difunto Herbert Quonsett. El tema empezaba a cansarlo de veras, sin comprender que ésa era la intención de la astuta Ada Quonsett.
Bostezó disimuladamente; no era éste el tipo de trabajo que esperaba hacer cuando empezó su carrera en Trans America. Se sentía como un perfecto tonto, sentado allí con su uniforme, haciendo de ama seca de una vieja inofensiva, pero charlatana, que podía haber sido su bisabuela. Esperaba quedar libre pronto. La mala suerte quería que el vuelo de mistress Quonsett a Los Angeles, como casi todos los demás, tuviera que demorarse por la tormenta; si no, la viejecita ya habría partido hacía una hora. Ojalá llamaran pronto a los pasajeros de ese bendito vuelo. Mientras, el anuncio del vuelo dos significaba un intervalo necesario, aunque corto.
El joven Peter Coakley ya había olvidado las palabras de Tanya:
—Recuerda…, está llena de trucos.
—¿Qué le parece? ¡Un vuelo a Roma! —dijo mistress Quonsett al terminar el aviso—. Es tan interesante un aeropuerto, ¿no?, especialmente para un muchacho joven e inteligente como usted. Roma: ahí quería que fuéramos juntos mi querido esposo, que en paz descanse —unió las manos que sostenían un diminuto pañuelo de encaje, y suspiró—. Pero nunca pudimos ir.
Mientras hablaba, pensaba y calculaba con la velocidad precisión del mejor reloj suizo. Quería librarse de este chico con uniforme de hombre. Aunque no podía disimular su aburrimiento no bastaba con eso porque seguía allí. Lo que hacía falta era crear una situación que cambiara su fastidio por descuido, y tenía ser pronto.
Mistress Quonsett no había olvidado su objetivo original: vía Nueva York sin pagar. Escuchó con cuidado todos los anuncios de vuelos a esa ciudad: hasta ahora iban cinco avisos, pero no salía en el momento apropiado, dejándole tiempo para librarse disimuladamente de su joven guardián. Ahora no podía saber si habría otro vuelo a Nueva York antes del de Trans America a Los Angeles, el que ella debía tomar y no quería.
Cualquier cosa sería mejor que volver a Los Angeles. ¡Cualquier cosa! Incluso —y el pensamiento la atravesó— subir a avión que iba a Roma.
Lo pensó: ¿por qué no? Muchas de las cosas que había dicho de Herbert no eran ciertas, pero sí lo era que habían mirado juntos postales de Roma… Aunque no pasara del aeropuerto por lo menos habría estado allí; sería algo para contarle a Blanche cuando llegara por fin a Nueva York. Y le daría la satisfacción de librarse de esa víbora pelirroja… Pero ¿era posible? ¿Y qué número de portón habían dicho…?, cuarenta y siete, salón azul D…, ¿no? Sí, estaba segura.
Claro que a lo mejor el avión iba lleno, sin espacio para polizones ni para nadie, pero siempre había que correr ese riesgo. Además, para volar a Italia debía hacer falta un pasaporte; que vería cómo arreglaba eso. Y si todavía estaba a tiempo seguir a Nueva York.
Lo principal era no seguir sentada aquí, y hacer algo.
Mistress Quonsett movió sus manos, frágiles y arrugadas, y clamó:
—¡Ay, Dios mío! —llevó los dedos de la mano derecha el cuello de su blusa anticuada, el pañuelo a los labios, y emitió un gemido ahogado.
—¿Qué pasa, mistress Quonsett? —preguntó Peter alarmado—. ¿Qué tiene?
Cerró los ojos y volvió a abrirlos; le faltó el aliento.
—Lo lamento, pero me siento mal.
—¿Busco un médico? —ansioso.
—No quisiera molestar.
—No es ninguna…
—No —ella sacudió la cabeza débilmente—. Prefiero descansar un poco en el tocador de señoras y se me pasará.
El joven vendedor dudaba. No quería que se le muriese en manos, como parecía a punto de hacerlo. Le preguntó, con cierto nerviosismo:
—¿Está segura?
—Sí —no quería llamar la atención aquí, en la parte principal de la terminal. Había demasiada gente—. Por favor, ayúdeme a levantarme…, gracias…, si me da el brazo… creo que es por allí. —Agregó un par de gemidos con las consiguientes miradas ansiosas como premio; para calmarlo añadió—: Ya tuve un ataque así; pronto estaré bien.
En la puerta se soltó del brazo.
—Usted es muy bueno con una vieja. Hoy día tantos jóvenes… —se interrumpió para no exagerar la nota—. ¿Me espera aquí? ¿No se irá?
—No, no me iré.
—Gracias —abrió la puerta y entró.
Dentro había veinte o treinta mujeres; hoy todas las secciones del aeropuerto estaban muy ocupadas, pensó, hasta los lavabos. Ahora necesitaba una cómplice. Inspeccionó el terreno con prudencia antes de elegir a una mujer todavía joven, con aspecto de secretaria y traje marrón, que no parecía tener prisa. Se le acercó.
—Perdón, no me encuentro bien. ¿Podría ayudarme? —movió las manos, cerró y abrió los ojos, repitiendo su actuación ante Peter Coakley.
—Claro —la otra se preocupó en seguida—. ¿Quiere que la lleve…?
—No, por favor —se apoyó contra un lavabo, como para no caerse—. Quiero mandar un mensaje, nada más. Afuera hay un joven con uniforme de compañía aérea: Trans America. Se llama míster Coakley. Por favor dígale que… sí, me gustaría que me trajera un médico.
—Se lo diré. ¿Necesita algo hasta que vuelva?
—No, gracias. ¿Pero volverá a decírmelo?
—Por supuesto.
Volvió en menos de un minuto.
—En seguida vendrá el médico. Creo que debe descansar. ¿Por qué…?
—¿Ya se fue, entonces? —ahora ya no se apoyaba en el lavabo.
—Salió en seguida.
Ahora sólo le quedaba deshacerse de esta mujer. Volvió a cerrar y abrir los ojos.
—Ya sé que es mucho pedir…, y ha sido tan buena…, pero mi hija me está esperando en la puerta principal, cerca de United Air Lines.
—¿Quiere que vaya a buscarla y la traiga aquí?
—Es un abuso, pero se lo agradecería mucho —el pañuelo de encaje tocó los labios.
—Usted haría lo mismo. ¿Cómo conoceré a su hija?
—Lleva abrigo largo color malva y sombrerito blanco con flores amarillas. Y un perrito faldero.
—Será fácil —sonrió la presunta secretaria—. En seguida vuelvo.
—Se lo agradezco tanto.
Ada Quonsett dejó pasar muy poco tiempo antes de irse, deseando que su aliada ocasional no perdiera demasiado tiempo… buscando a la imaginaria figura vestida de malva y acompañada de un inexistente perrito faldero.
Sonriendo, la viejecita de San Diego salió del lavabo caminando a paso firme. Nadie se le acercó mientras se perdía entre gente de la terminal.
Y ahora, ¿dónde estaban el portón cuarenta y siete y el salón, azul D?
Para Tanya Livingston, el anuncio del vuelo dos equivalía a un cambio en el marcador de un juego cuádruple de béisbol. En ese momento cuatro vuelos de Trans America estaban en distintas etapas de su salida; por su trabajo ella debía mantenerse en contacto con todos, y para colmo salía de una irritante discusión con un pasajero llegado de Kansas City.
Agresivo y locuaz, se quejó de que la maleta de cuero de su mujer, llegada a destino con un costado desgarrado, hubiera sido tratada con descuido y por lo tanto, dañada de ese modo. Tanya no le creyó —el desgarrón parecía viejo—, pero, como hacían siempre las líneas aéreas, le ofreció indemnizarlo en el acto, al contado. La dificultad fue fijar la suma que resultara mutuamente conveniente. Ella ofreció treinta y cinco dólares, a su entender más del valor de la maleta; él pidió cuarenta y cinco, y terminaron por convenir en cuarenta, el quejoso no sabía que Tanya estaba autorizada a llegar a sesenta dólares para evitar esa clase de molestias. Aunque sospechasen que se trataba de un engaño, las compañías consideraban más barato pagar en seguida que entablar una prolongada disputa. En teoría, los vendedores de pasajes debían tomar nota de los bultos dañados al recibirlos, pero pocas veces lo hacían, y los pasajeros al tanto de la situación se aprovechaban para conseguir equipaje nuevo.
Aunque no era dinero suyo, Tanya siempre lamentaba tener que pagarlo si, como ahora, sospechaba que engañaban a la Compañía.
Ahora tenía que ayudar a reunir a los rezagados para el vuelo dos, algunos recién llegados. Por suerte el ómnibus con los pasajeros de la oficina central había llegado minutos antes y casi todos sus ocupantes estaban bien encaminados. Uno o dos minutos más, decidió, para resolver cualquier posible problema de último momento, y también ella iría al portón de salida.
D. O. Guerrero oyó el anuncio mientras hacía cola para comprar su seguro en la terminal.
Era él; nervioso e inseguro, a quien Demerest había visto llegar con su pequeño portafolio en cuyo interior guardaba la bomba de dinamita.
Fue directamente del ómnibus al mostrador y ahora era el quinto de la fila. Los dos primeros eran atendidos por un par de empleadas que trabajaban con exasperante lentitud. Una de ellas —la rubia de busto grande y blusa muy escotada— conversaba con su clienta actual, una mujer madura; al parecer, le sugería que llevara una póliza de más valor que la pedida; la mujer no se decidía. Pensó que tardaría por lo menos veinte minutos en llegar hasta el mostrador y para entonces el avión ya habría emprendido el vuelo. Pero tenía que comprar el seguro; tenía que llegar al avión a tiempo.
El anuncio había dicho portón cuarenta y siete. Tendría que estar allí ahora. Tembló y sus manos húmedas se pegaron al asa del portafolio. Por vigésima vez miró su reloj comparándolo con el de la terminal. Habían pasado seis minutos desde el aviso. La última llamada…, las puertas del avión cerrándose… en cualquier momento. Tenía que hacer algo.
Empujó hasta llegar al primer lugar, sin preocuparse de los demás; que se ofendieran, que le gritaran… Un hombre protestó:
¡Eh, amigo, nosotros también esperamos!
No le hizo caso y se dirigió a la rubia de senos grandes.
—Por favor, voy a Roma; ya me han llamado. No puedo esperar; necesito un seguro.
El mismo de antes interrumpió:
—Entonces no lo compre. Y otra vez llegue antes.
Sintió tentaciones de replicar: «No habrá otra vez». Pero volvió a insistir ante la rubia:
—¡Por favor!
Ella lo sorprendió con una sonrisa cordial.
—Ha dicho Roma, ¿no?
—Sí, sí. Ya han avisado.
—Ya sé —volvió a sonreír—. Vuelo dos de Trans America. Se llama El Bajel Dorado.
Su ansiedad no le impidió notar el incitante acento europeo, quizás húngaro.
—Es cierto —se esforzó en hablar con tono normal.
La sonrisa se dirigió ahora a los otros que esperaban.
—En realidad este caballero no tiene mucho tiempo. Estoy segura de que no se molestarán si le atiendo primero.
Tantas cosas le habían salido mal esta noche que casi no podía creer en su buena suerte. De la fila salieron algunos gruñidos poco amistosos, pero el que había hablado antes no dijo nada. La muchacha exhibió un formulario de solicitud y aplacó a la mujer que estaba atendiendo con una sonrisa deslumbrante y estas palabras:
—En un momento termino —para enfocar su sonrisa de nuevo sobre D. O. Guerrero.
Por primera vez éste comprendió la eficacia de esa sonrisa, y por qué los otros no habían protestado más que por fórmula. Cuando ella lo miró directamente, él —en general indiferente a las mujeres— sintió que se derretía. Y tenía los pechos más grandes que había visto.
—Me llamo Bunnie —dijo con su acento europeo—, ¿y usted? —el bolígrafo estaba en posición para escribir.
Como vendedora de seguros en el aeropuerto, Bunnie Vorobioff era todo un éxito. Llegada a los Estados Unidos, no de Hungría, como suponía Guerrero, sino desde Glauchau, al sur de Alemania oriental, vía muro de Berlín, Bunnie (llamada entonces Gretchen Vorobioff, la hija fea y de pecho hundido de un funcionario comunista sin importancia y ella misma comunista), cruzó el muro de noche con dos compañeros; los muchachos, descubiertos por reflectores, murieron bajo las balas y sus cadáveres colgaron veinticuatro horas del alambre de púas a la vista público. Bunnie evitó los reflectores y las balas y sobrevivió como lo había hecho siempre, sin esfuerzo.
Ya en América, inmigrante de veintiún años, adoptó el sistema de libre empresa y sus beneficios con el entusiasmo de una conversión religiosa. Trabajó mucho en un hospital, como a ayudante (ya conocía algo de eso) y de noche como camarera. Todavía le quedaba tiempo para estudiar inglés y para acostarse: veces para dormir, pero más a menudo con internos del hospital. Estos le pagaron sus favores sexuales revelándole la existencia de inyecciones que poco a poco y con ayuda de todos fueron aumentando el tamaño de sus senos; antes de que pasaran de gigantescos ejerció su nueva libertad abandonando el hospital para trabajar en algo mejor pagado. En algún momento de su carrera la llevaron a Washington y conoció la Casa Blanca, el Capitolio y el «Playboy Club». Después de este último, Gretchen se americanizó más aún al adoptar el nombre de Bunnie.
Ahora, año y medio más tarde, Bunnie Vorobioff se había integrado por completo. Estudiaba baile en la academia del famoso Arthur Murray, pertenecía al «Club del Disco Columbia» a la «Cruz Azul», compraba a crédito en la gran tienda «Carson Pine Scott», se suscribía al Reader’s Digest y a la Guía de TV, compraba a plazos la Enciclopedia Mundial, era dueña de una peluca y de un Volkswagen, coleccionaba sellos y tomaba píldoras.
También le gustaban mucho los concursos de todas clases, en especial los que ofrecían esperanza de recompensas tangibles. Su trabajo le gustaba más que los anteriores justamente porque de vez en cuando la compañía de seguros organizaba concursos entre sus empleados, con premio en especie a quien vendiera más. Uno de esos concursos finalizaba aquella misma noche.
A ello se debía su agradable reacción a las palabras de Guerrero anunciando su viaje a Roma. En ese momento Bunnie necesitaba cuarenta puntos más para alcanzar su meta en el concurso: un cepillo de dientes eléctrico. Ya estaba a punto de desesperar porque las pólizas vendidas hoy eran casi todas para vuelos nacionales, con premios menores y menos puntos a su favor. Pero si podía vender una póliza máxima para un vuelo al extranjero le valdría veinticinco puntos y el resto sería más fácil. La cuestión era: ¿qué valor de seguro quería este pasajero a Roma y, si era menos del máximo, podría ella venderle más de lo que pedía?
Casi siempre podía. Le bastaba exhibir su sonrisa más sensual con la prontitud de una conexión eléctrica, acercarse al cliente para dominarlo con sus senos y explicarle que con poco dinero adicional podía obtener beneficios mucho mayores. Rara vez fallaba esa técnica, causa del éxito de Bunnie como vendedora de seguros. Cuando Guerrero le deletreó su apellido le preguntó:
—¿Qué clase de póliza deseaba, señor?
—Seguro de vida simple —Guerrero tragó saliva—; setenta y cinco mil dólares.
Ya lo había dicho y tenía la boca seca, y un miedo súbito de haber puesto sobre aviso a todos los de la fila, que le clavaban los ojos en la espalda. Le temblaba todo el cuerpo; tenían que notarlo. Para disimular encendió un cigarrillo, pero la mano le temblaba tanto que le costó juntar cigarrillo y fósforo. Por suerte la chica no pareció darse cuenta; tenía la pluma en la línea «suma principal».
—Eso le costará dos dólares con cincuenta centavos —declaró Bunnie.
—¿Qué…? Ah, sí —consiguió encender el cigarrillo y tiró el fósforo.
Buscó en el bolsillo parte del poco dinero que le quedaba.
—¡Pero qué póliza tan chiquita! —no había anotado la suma. Se inclinó acercando los pechos al cliente. Él los miró fascinado como todos los hombres. Algunos querían tocarlos; ella se daba cuenta. Pero éste no.
—¿Chiquita? —pudo tartamudear apenas—. Yo creía… que era la más grande.
Hasta Bunnie se daba ahora cuenta de su nerviosidad; la atribuyo al vuelo inminente y proyectó su brillante sonrisa a través del mostrador.
—No, señor; está la de trescientos mil dólares; cuesta solamente diez dólares de prima y casi todos la compran. En realidad no es mucho pagar por tanta protección, ¿no? —no desconectó la sonrisa porque su efecto podía significarle una diferencia de casi veinte puntos para el concurso; la diferencia entre ganar o perder el cepillo eléctrico.
—¿Ha dicho… diez dólares?
—Sí… para trescientos mil dólares.
No lo sabía, pensó Guerrero. Siempre creyó que setenta y cinco mil dólares eran el límite de seguros vendidos en un aeropuerto para vuelos internacionales. Debía la información a formulario de solicitud en blanco, recogido meses antes en otro aeropuerto. Ahora recordaba su origen: una máquina vendedora. No había pensado que comprando en el mostrador las pólizas podían aumentar tanto.
¡Trescientos mil dólares!
—Sí —dijo ansioso—. Por favor…, sí.
—¿Toda la suma, míster Guerrero?
Iba a decirle que sí cuando la suprema ironía de la situación se hizo presente: no era seguro que tuviera los diez dólares.
—¡Espere, señorita! —y comenzó a registrarse los bolsillos sacando todo el dinero.
Los de la fila se impacientaban. El hombre de las objeción protestó:
—¡Señorita, dijo que tardaría un minuto!
Guerrero había encontrado cuatro dólares con setenta centavos.
Anteanoche, al contar cuánto tenían junto con Inés, él había llevado ocho dólares y unas monedas. Después de empeñar el anillo y pagar el anticipo por el pasaje del Trans America le quedaron unos cuantos dólares; no estaba seguro de cuánto pero había tenido que pagar comidas, el «Metro», el ómnibus al aeropuerto… Sabía que necesitaba dos dólares y medio para seguro y los guardaba en un bolsillo aparte, pero no se había preocupado del asunto porque una vez a bordo del vuelo dos ya no iba a necesitar dinero.
—Si no tiene en efectivo deme un cheque.
—Dejé el talonario en casa —mentía porque llevaba cheques en el bolsillo.
Pero si utilizaba uno no tendría fondos y el seguro carecería de validez.
—¿Y su dinero italiano, míster Guerrero? —insistió Bunnie—. Acepto liras al cambio oficial.
—No tengo dinero italiano —murmuró y se maldijo por haberlo dicho.
Se había presentado en la oficina del centro sin equipaje para un vuelo a Roma. Y ahora, como un loco, había probado ante testigos que no te dinero, ni americano ni italiano. ¿Quién podía ir a bordo, rumbo extranjero, sin un bulto y sin un centavo, como no fuese alguien que supiera que ese vuelo nunca llegaría a su destino?
Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que, excepto en su propia mente, ambos incidentes, aquí y en el centro, no tenían relación ni la tendrían hasta más tarde, cuando ya no importaba.
Volvió a razonar: las sospechas no tenían valor. El factor esencial era la falta de restos, la ausencia de pruebas.
Se sorprendió al sentirse más seguro, a pesar de su última equivocación.
Añadió unas monedas al montoncito que había acumulado en el mostrador y, por milagro, encontró un billete de cinco dólares en un bolsillo interior.
—¡Ya está; tengo bastante! —exclamó sin ocultar su excitación. Hasta le quedaba cosa de un dólar en monedas.
Pero ahora la misma Bunnie Vorobioff empezaba a dudar. En lugar de anotar la suma de trescientos mil dólares y completar la póliza que el hombre esperaba, vaciló.
Mientras él registraba sus bolsillos ella lo miraba, observando su cara.
Claro que era extraño un hombre que iba al extranjero sin dinero, pero, después de todo, eso era asunto suyo y podía tener muchos motivos. Lo que la preocupaba de veras eran los ojos, con algo de frenético y desesperado. Eran dos cosas que Bunnie Vorobioff había visto antes, en otros. Y ella misma —aunque todo parecía muy lejano— se había acercado a veces a todo eso.
La Compañía tenía instrucciones formales para sus empleados: si un comprador de seguro aéreo parecía irracional, demasiado excitado o ebrio, había que informar a la Compañía aérea correspondiente. Bunnie se preguntaba si debía aplicar esa regla en esta ocasión. No estaba segura.
Los vendedores de seguros hablaban algunas veces, entre ellos, de esas instrucciones. Algunas de las chicas estaban en contra y las olvidaban, diciendo que les pagaban para vender seguros y no para actuar en calidad de psicólogos sin título ni sueldo. Otras señalaban que mucha gente, al comprar seguros de vuelo en un aeropuerto, ya estaba nerviosa al empezar; ¿cómo era posible, no siendo especialista, decidir dónde terminaba esa nerviosidad y empezaba otra cosa? La misma Bunnie nunca había denunciado a un pasajero excitado, pero conocía a una chica que lo hizo y resultó que el pasajero era un vicepresidente de la Compañía de aviación, excitado porque su mujer iba a tener familia. Toda clase de líos habían resultado de eso.
Pero Bunnie vacilaba. Disimuló contando el dinero que el hombre dejó en el mostrador y ahora pensaba si Marge, su compañera de trabajo, había notado algo raro; al parecer, no. Estaba ocupada redactando una póliza, ganando sus puntos para el concurso.
Al fin, el pasado de Bunnie decidió las cosas. Sus años de formación: Europa ocupada, la huida al Oeste, el muro de Berlín, le habían enseñado a sobrevivir condicionándola también a dominar la curiosidad y a no hacer preguntas innecesarias porque éstas creaban complicaciones, y el complicarse en los problemas de otros debía evitarse cuando uno tenía problemas propios.
Sin preguntar nada más, resolviendo al mismo tiempo su problema de cómo ganar un cepillo de dientes eléctrico, Vorobioff redactó una póliza de seguro aéreo por la suma de trescientos mil dólares, sobre la vida de D. O. Guerrero.
Él la mandó por correo a su esposa Inés mientras se dirigía al portón cuarenta y siete y al vuelo dos.