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Cerca de la entrada principal del aeropuerto, brillantemente iluminada, la luz roja giratoria se apagó en el auto patrullero de la Policía del estado que servía de escolta a Joe Patroni desde el lugar del accidente sufrido por el tractor remolque. El auto aminoró y el policía chófer se arrimó a la acera, haciendo señas a Patroni para que siguiera; éste aceleró, saludando con el cigarro al pasar, y tocando dos veces la bocina.

Aunque esta última parte de su viaje había sido rápida, en total había tardado más de tres horas en cubrir una distancia que nunca le llevaba mucho más de cuarenta minutos. Esperaba poder recuperar en parte ese tiempo perdido.

Luchando con la nieve y la superficie resbaladiza del camino, atravesó sin miramientos el tránsito que iba a la terminal y pasó a un camino lateral que lo llevaría a los hangares. Al ver el letrero «Mantenimiento TWA» dobló de un golpe a la derecha. Unos cientos de metros más allá el cobertizo de Mantenimiento de su compañía se erguía dominante y macizo. Las puertas principales estaban abiertas; y entró directamente con el auto.

Dentro esperaba un camión con equipo de radio y chófer listos para llevarlo al campo y al jet mexicano varado que seguía obstruyendo la pista tres cero. Saliendo de su auto, el jefe se detuvo apenas lo bastante para volver a encender su cigarro —a pesar de los carteles «prohibido fumar»— y trepó al camión diciéndole al chófer:

—Bueno, hijo, métele el acelerador.

El camión salió disparado; ya en marcha Patroni pidió y obtuvo vía libre a la torre. Fuera el área iluminada del hangar, el chófer se mantuvo cerca de las luces de la pista de rodaje, la única guía —en la oscuridad teñida de blanco— para saber dónde comenzaban y terminaban las superficies pavimentadas. Siguiendo instrucciones de la torre pararon un momento cerca de una pista, mientras un DC-9 de Delta Air Lines aterrizaba en un torbellino de nieve y seguía rodando entre el tronar de sus motores, ahora en reversión. El control de tierra les dio paso a través de la pista y preguntó:

—¿Es Joe Patroni?

—Sí.

El control se ocupó de otros vehículos y agregó:

—Control de tierra a Patroni. Tenemos un mensaje del gerente del aeropuerto. ¿Me oye?

—Habla Patroni. Diga.

—Mensaje empieza: Joe, te apuesto caja cigarros contra par de entradas béisbol no podrás sacar aeroplano pista tres cero esta noche; quisiera tú ganaras. Firmado, Mel Bakersfeld. Fin del mensaje.

—Patroni a control de tierra. Apuesta aceptada. —Patroni reía entre dientes al apretar el botón transmisor.

—A trabajar, hijo —se dirigió al chófer del camión—. Ahora tengo un aliciente.

En la intersección bloqueada de la pista tres cero, el capataz de Mantenimiento de Aéreo-Mexican, Ingram —con el que Mel Bakersfeld había hablado antes—, se acercó al vehículo cuando éste se detuvo. El capataz seguía envuelto en su capote de piel, tratado de protegerse la cara lo mejor que podía del viento y la nieve.

Patroni mordió el extremo de un nuevo cigarro, sin encenderlo, y bajó del camión. Mientras viajaban se había cambiado las galochas por pesadas botas forradas de lana, que se hundían en la nieve a pesar de lo altas que eran.

Se envolvió en su abrigo y saludó a Ingram con la cabeza. Se conocían algo.

—Okay —dijo Patroni, gritando para hacerse oír por encima del viento—. Dígame qué pasa.

Mientras Ingram explicaba, las alas y fuselaje del Boeing 707 varado los cubrían como un inmenso albatros espectral. Debajo de la panza del enorme jet, la luz roja de peligro seguía parpadeando rítmicamente, y el conjunto de camiones y vehículos de servicio, incluso un ómnibus de personal y carro de auxilio, no se habían movido de junto al avión.

El capataz resumió lo que ya se había hecho: alejar a los pasajeros, un primer intento fracasado para mover al aeroplano con sus propios medios. Luego se le había quitado todo el peso posible: carga, correo, equipaje, y casi todo el combustible bombeado a los tanques. Por fin, un segundo intento para levantarlo con sus propios motores, también frustrado.

Mascando el cigarro en lugar de fumarlo —una de sus escasas concesiones al peligro de incendio, pues el olor de gasolina aérea era fuerte— el jefe de Mantenimiento de TWA se acercó al avión. Ingram lo siguió y se le unieron varios mecánicos salidos del ómnibus donde se refugiaban. Mientras Patroni examina la situación, uno de ellos encendió los reflectores portátiles dispuestos en semicírculo delante de la hélice: revelaron que el de tren aterrizaje principal estaba parcialmente oculto por la nieve, enterrado en el barro negro que yacía debajo. El avión ocupaba un sitio normalmente cubierto de pasto, a unos metros de la pista tres cero, cerca de la calle de rodaje que la cruzaba y que el piloto no había visto en la oscuridad azotada por la nieve. Patroni comprendió que la mala suerte quería que en ese punto la tierra estuviera tan empapada en agua que ni siquiera tres días de nieve y bajas temperaturas habían bastado para endurecerlo. Por eso los dos intentos de mover el aeroplano con sus motores no habían logrado sino enterrarlo más. Ahora los cuatro motores bajo las alas, estaban demasiado cerca del suelo para su gusto.

Sin hacer caso de la nieve, Patroni pensó y calculó las posibilidades de éxito.

Todavía era posible sacar de allí el aeroplano usando la fuerza de sus motores. Si resultaba factible, sería la manera más rápida. Si no, tendrían que usar gigantescas bolsas de elevación; once en total, hechas de nylón. Colocarlas bajo las alas y el fuselaje, inflarlas con compresores neumáticos. Una vez en su lugar, las bolsas, como enormes gatos, levantarían las ruedas del avión mientras les armaban una superficie sólida por debajo de ellas. Pero el proceso, en cambio, era largo, difícil y agotador. Patroni esperaba poder evitarlo.

—Hay que cavar profundo y ancho frente al tren de aterrizaje —anunció—. Quiero dos zanjas de dos metros de ancho hasta donde ahora están las ruedas. Desde éstas hacia delante, primero nivelaremos las trincheras y luego las haremos en pendiente poco a poco. Es mucho cavar, Ingram.

—Ya lo creo.

—Cuando terminemos esa parte, ponemos en marcha los motores, los cuatro al máximo. Eso lo moverá —mostró con un gesto el avión silencioso e inmóvil—. Cuando empiece a rodar hacia arriba por la rampa de las zanjas, lo doblamos hacia aquí —a zancadas ruidosas con sus pesadas botas trazó un contorno elíptico a través de la nieve, entre el suelo blando y la superficie pavimentada de la calle de rodaje—. Otra cosa: pongan vigas grandes, todas las que encuentren, frente a las ruedas. ¿Tenemos algunas?

—Algunas —contestó Ingram—. Las tenemos en uno de los camiones.

—Descárguelas y que el chófer recorra el aeropuerto para juntar todas las que pueda. Que pruebe en todas las compañías y en Mantenimiento del aeropuerto.

Los mecánicos que los habían oído llamaron a otros que comenzaron a salir a puñados del ómnibus. Dos corrieron la lona cubierta de nieve que tapaba un camión cargado con herramientas y palas; éstas pasaron de mano en mano entre las figuras movibles e imprecisas fuera del semicírculo de fuertes luces. A veces la nieve que soplaba les hacía difícil verse las caras. Esperaron las órdenes para comenzar.

La rampa de pasajeros que llevaba a la puerta de la cabina del 707 todavía seguía en posición. Patroni la señaló.

—¿Los muchachos voladores todavía siguen a bordo?

—Sí —gruñó Ingram—. Esos malditos: el capitán y el primer oficial.

—¿Les han dado trabajo? —Patroni lo miró fijamente.

—No es lo que me han dado —respondió el otro con tono agrio—. Es lo que no me han dado. Cuando llegué les pedí que pusieran los motores al máximo, como usted acaba de decir. Si hubieran empezado por ahí creo que el avión ya no estaría aquí; pero no se atrevieron por cobardes y por eso lo hundieron más. El capitán metió la pata bien y lo sabe. Ahora está muerto de miedo de enterrar el morro y que el avión quede de punta.

—Si yo fuera él —dijo Patroni riendo— pensaría lo mismo. —El cigarro estaba hecho pedazos; lo tiró a la nieve y buscó otro en las profundidades de su abrigo—. Hablaré con él más tarde. ¿Funciona el teléfono interno?

—Sí.

—Llámelos, entonces. Dígales que estamos trabajando y que pronto subiré.

—Bien —al acercarse al avión, Ingram gritó a la veintena de mecánicos que se habían reunido—: ¡Bueno, muchachos, empiecen a cavar!

Patroni mismo agarró una pala y a los pocos minutos el grupo movía barro, tierra y nieve.

Después de hablar con los pilotos, Ingram, con la ayuda de un mecánico, empezó a palpar el barro helado con sus manos casi insensibles, para colocar la primera de las vigas frente a las ruedas del avión.

De vez en cuando, cruzando el campo, entre la nieve que iba y venía, cambiando los límites de visibilidad, se distinguían luces de aviones que llegaban y partían, y el rugido chillón de los motores llegaba, en alas del viento, a los oídos de los que trabajaban. Pero más cerca, la pista tres cero permanecía silenciosa y desierta.

Joe Patroni pensó que pasaría una hora antes de completar la excavación y sólo entonces probaría a poner en marcha los motores del Boeing 707 para sacar de allí el avión, o intentarlo. Mientras tanto, habría que relevar a los hombres que cavaban dos zanjas gemelas, cuya forma ya se perfilaba, para que fueran a desentumecerse en el ómnibus, todavía estacionado en la calle de rodaje.

Eran las diez y media. Con suerte podría estar en casa, en la cama —con Marie— poco después de la medianoche.

Para lograr esa agradable perspectiva y para no helarse, Patroni imprimió un ritmo todavía más activo a sus trabajos de excavación.