Con ademán nervioso, D. O. Guerrero encendió otro cigarrillo en la colilla del último. A pesar de sus esfuerzos para dominar el temblor de sus manos, éste era visible. Estaba agitado, tenso, ansioso. Como antes, cuando armaba su bomba de dinamita, sentía correr el sudor en la cara y debajo de la camisa.
La causa de todo era el tiempo: el tiempo que le quedaba hasta la salida del vuelo dos. Corría implacable, como la arena de un reloj; y quedaba muy poca arena, casi nada.
Estaba en el ómnibus, camino del aeropuerto. Media hora antes había tomado la Carretera Kennedy, y desde ese punto el itinerario normal hasta Lincoln Internacional era de quince minutos. Pero la carretera, como todas las demás del estado, sufría los efectos de la tempestad y estaba repleta de tránsito, que por momentos se movía con desesperante lentitud o quedaba totalmente detenido.
Antes de salir del centro de la ciudad, los pocos pasajeros del autobús —una docena, todos para el vuelo dos— habían recibido aviso de la demora. Pero al paso que iban, podían tardar no una hora, sino dos o tres, para llegar al aeropuerto.
No era él solo quien se preocupaba en el ómnibus.
Todos se habían presentado en la terminal central de Trans America, en el Loop de Chicago, con tiempo de sobra, pero ahora, detenidos aquí, se preguntaban —y en voz alta— si el vuelo dos los esperaría por tiempo indefinido o no.
El chófer no resultaba muy alentador: a las preguntas, respondía que, en general, si el ómnibus del centro se demoraba, el vuelo no salía hasta su llegada. Pero cuando las cosas se ponían mal de veras, como esta noche, podía pasar cualquier cosa. La compañía podía pensar que el ómnibus estaría detenido a lo mejor, durante horas —lo cual era muy posible—, y que el avión tenía que salir de todos modos. Añadió que, a juzgar por los pocos pasajeros del ómnibus, la mayoría de los viajeros ya debían de estar en el aeropuerto. Eso sucedía a menudo en los vuelos internacionales, explicó; los parientes que iban a despedir a los pasajeros los llevaban al aeropuerto directamente en auto. Las frases iban y venían, pero Guerrero, hundido su cuerpo larguirucho en el asiento, se mantenía alejado de todo. Casi todos parecían turistas, excepto una locuaz familia italiana: padre, madre y varios hijos, que hablaban con animación en su idioma.
—Si yo fuera ustedes no me preocuparía —había dicho el chófer poco antes—. Parece que el tránsito afloja un poco. Creo que llegaremos justito.
Pero hasta ahora la velocidad del ómnibus seguía igual.
Guerrero no tenía compañero de asiento y estaba tres filas más atrás del chófer. La importante cartera reposaba segura en su regazo. Miró adelante otra vez, esforzándose por ver algo en la oscuridad que rodeaba al ómnibus, pero más allá de los arcos gemelos creados por grandes limpiaparabrisas que se movían con ruido, sólo se veía una fila al parecer interminable de vehículos, que se perdía en la nieve. A pesar de que sudaba tenía secos los labios, pálidos y delgados; se los humedeció con la lengua.
No le serviría de nada «llegar justito». Necesitaba por lo menos diez o quince minutos para comprar el seguro aéreo. Se maldijo por no haber ido antes al aeropuerto a comprarlo con toda comodidad. En su plan original, sacar el seguro en el último momento para reducir las preguntas al mínimo, le había parecido una buena idea. Pero no había previsto que tendría una noche como ésta, aunque dada la época del año era una posibilidad digna de haberse tenido en cuenta. Ese mismo defecto: pasar por alto un factor variable pero importante, le había hecho fracasar en sus empresas, reduciendo a la nada sus planes grandiosos, una y otra vez. Comprendió que la razón era su convencimiento cada vez que hacía planes, de que todo saldría exactamente a su gusto y por eso no dejaba lugar a lo inesperado. Y lo peor, pensó con amargura, era que nunca aprendía nada de los hechos pasados.
Era posible que al llegar al aeropuerto —si el avión no salido ya— pudiera presentarse en el mostrador de Trans America y anunciar su presencia, insistiendo en que le permitieran sacar un seguro antes de la salida. Pero eso significaría lo que deseaba evitar a toda costa: llamar la atención sobre su persona como ya lo había hecho, debido a la omisión más estúpida alguien pudiera imaginar.
No había traído equipaje, aparte del portafolio pequeño donde llevaba la bomba de dinamita.
En la oficina del centro el empleado le preguntó:
—¿Es ése su equipaje, señor? —señaló un montón de maletas pertenecientes al hombre que lo seguía en la fila.
—No. —Guerrero vaciló y luego mostró el portafolio—. Yo… este… tengo esto, nada más.
—¿Sin equipaje para un viaje a Roma, señor? —el empleado levantó las cejas—. Eso sí que es viajar descansado. ¿Quiere dejar esto? —señalando el portafolio.
—No, gracias.
En aquel momento lo único que quería era su pasaje, y alejarse del mostrador para sentarse en un lugar poco visible del ómnibus. Pero el empleado lo miró por segunda vez, con curiosidad y supo que desde ahora lo recordaría. Se había grabado de manera indeleble en su memoria, y todo por olvidarse de traer una maleta, cosa tan fácil. Claro que no lo había hecho por una razón instintiva. Él sabía lo que no sabía nadie más: que el vuelo dos no llegaría a destino y por eso no hacía falta equipaje. Pero tenía que haberlo traído, como protección. Ahora, en la investigación inevitable después del accidente, el hecho de que un pasajero —él— había subido a bordo sin equipaje, se recordaría y se comentaría reforzando cualquier sospecha que pudiera ya existir con Guerrero en la mente de los investigadores.
Pero si no quedaban restos —se recordó a sí mismo— ¿qué podían probar?
¡Nada! Tendrían que pagar el seguro.
¿Nunca llegaría este ómnibus al aeropuerto?
Los niños de la familia italiana corrían por el pasillo hacían todo el ruido posible. Unos asientos más atrás la madre seguía parloteando con su marido en italiano; sostenía un bebé que lloraba a gritos, sin que ni él ni ella parecieran darse cuenta.
Guerrero tenía los nervios de punta. Querría ahogar al nene y gritarles a los otros: ¡Cierren el pico!
¿No entendían nada? ¿No sabían, los idiotas, que no era momento para charlas estúpidas? No era momento, cuando el porvenir entero de Guerrero… o por lo menos, de su familia… el éxito del plan preparado con tanto trabajo… todo, todo, dependía de llegar al aeropuerto unos minutos antes de salir el avión.
Uno de los chicos que corrían, varón de cinco o seis años, de cara inteligente y hermosa, tropezó en el pasillo y cayó de lado en el asiento vacío junto al suyo. Para recobrar el equilibrio estiró la mano, tocando el portafolio que seguía en su regazo. Se deslizó y él lo agarró a tiempo evitando que cayera; se volvió a mirar al chico, la cara deformada por la rabia y la mano alzada, lista a pegar.
El chico lo miraba con ojos grandes y le dijo en voz baja:
—Scusi.
Con un esfuerzo, Guerrero se serenó. Otros podían mirarlo. Si no tenía cuidado volvería a llamar la atención. Buscando a tientas alguna palabra italiana recordada de oír hablar a los que habían trabajado con él en obras de construcción, le contestó torpemente:
—E troppo rumorosa.
—Sí —el chico inclinó gravemente la cabeza, pero no se movió.
—Bueno. Está bien. Largo de aquí. ¡Se ne vada!
—Sí —respondió el chico, mirándolo a los ojos y obligándolo a recordar por un momento que él y otros chicos irían a bordo del vuelo dos. Pero eso no cambiaba nada. No tenía sentido ponerse sentimental; sus intenciones no podían ya modificarse. Además, cuando sucediese, cuando él tirara del cordón y el aeroplano se hiciera pedazos todo sería muy rápido y nadie —los niños, menos— tendría tiempo de saber nada.
El chico se alejó volviendo a su madre.
¡Por fin! Ya iban más ligero. Adelante vio que el tráfico era menor y que las luces se movían. Había una posibilidad de llegar a tiempo para comprar el seguro sin hacerse notar, pero era remota. ¡Ojalá no hubiera mucha gente comprando seguros!
Observó que toda la familia italiana estaba sentada y se felicitó por haberse contenido un momento antes. Si hubiera pegado al chico —como estuvo a punto de hacerlo— la gente hubiera protestado; por lo menos había evitado eso. Era una lástima lo de la oficina central, pero, pensándolo bien, el daño no había sido irreparable.
—¿O sí?
Una nueva preocupación se presentó.
Suponiendo que el empleado curioso por la ausencia de equipaje recordara el incidente una vez partido el ómnibus. Guerrero sabía que había dado la impresión de estar nervioso; ¿y si el otro sospechaba? Hablaría con alguien, un supervisor quizás, que ya podía haber llamado al aeropuerto. En este mismo momento alguien —¿la policía?— podía estar esperando la llegada del ómnibus para interrogarlo a él, para abrir y examinar su único portafolio con las pruebas que lo condenarían: arresto, prisión, pensó: antes de permitir que le hicieran eso, si llegaba el momento, tiraría del cordón y se destruiría a sí mismo y a cuantos tuviera cerca. Estiró la mano, tocó el cordel y lo mantuvo firme. Era una esperanza… Por ahora trataría de pensar en otra cosa.
—¿Habría encontrado Inés su nota?
La había encontrado.
Cansada, Inés Guerrero entró en el miserable apartamento de la Calle 51 y se sacó los zapatos para aliviar el dolor, el abrigo y la bufanda empapados en nieve derretida. Sentía venir un resfriado y la envolvía el desánimo. Su trabajo de camarera había sido hoy más difícil que nunca, los clientes más mezquinos y las propinas más chicas. Además, todavía no estaba acostumbrada y empeoraba todo.
Hacía dos años, cuando vivían cómodos en una bonita casa suburbana, Inés, nunca hermosa, era de aspecto agradable y bien conservada. Desde entonces el tiempo y las circunstancias habían dejado rápidas marcas en su rostro, y en vez de parecer más joven de lo que era, como antes, ahora se la veía mucho más vieja que su edad. Esta noche, de estar en su casa, se hubiera consolado con un baño caliente, que siempre la ayudaba en momentos difícil y éstos no faltaban en su vida matrimonial. Aunque en el pasillo había una especie de baño, compartido por tres departamentos, era frío y húmedo, con la pintura descascarillada y un calentador de gas que nunca funcionaba bien y que consumía monedas. Sólo pensar en eso la desanimó y decidió quedarse sentada, sin moverse, un rato en la pobre salita y luego irse a dormir. No tenía idea del paradero de su esposo.
Pasó un rato antes de ver la nota sobre la mesa. No estaré en casa unos días. Me voy. Buenas noticias pronto… te sorprenderás…
Estando su marido de por medio, había pocas cosas que pudieran sorprenderla; siempre imprevisible, ahora era también irracional. Claro que una buena noticia sería una sorpresa, pero lo difícil era que fuese realmente buena. Inés había observado la decadencia y caída de muchos planes ambiciosos de su marido, y ya no creía que ninguna posibilidad pudiese prosperar.
Pero la primera parte de la nota le parecía extraña. ¿Adónde iba D. O., «por unos días»? Y otra cosa rara: ¿con qué dinero iba? Anoche había hecho inventario de todo el dinero que ambos poseían en el mundo: total veintidós dólares y unos centavos. Les quedaba una cosa de valor para empeñar: era de Inés, el anillo de su madre, y hasta ahora ella se resistía a desprenderse de él.
De los veintidós dólares y pico, ella se quedó con catorce para alimentos y alquiler, a cuenta. Sintió la desesperación de D. O. cuando se metió en el bolsillo los ocho que quedaban y las monedas.
Decidió no pensar más y acostarse. Estaba tan cansada que ni podía preocuparse por sus hijos, aunque hacía más de una semana que no tenía noticias de su hermana en Cleveland, en cuya casa estaban ellos. Apagó la única luz de la salita y entró en el dormitorio, estrecho y deslucido.
Le costó encontrar el camisón; había movido en parte el contenido de la vieja cómoda. Por fin lo encontró en un cajón, junto con tres camisas de D. O.; eran las últimas que le quedaban, de modo que no se había llevado ropa limpia, adondequiera que fuese. Debajo de una camisa le llamó la atención una hoja de papel amarillo, doblada. La sacó y la abrió.
Era un formulario impreso, llenado a máquina, o mejor dicho una copia al papel carbón. Cuando comprendió lo que era se sentó, incrédula, en la cama. Para asegurarse volvió a leerla.
Era un contrato de pago a plazos entre Trans America Airlines y D. O. «Buerrero» —observó el error—. El contrato declaraba que «Buerrero» había recibido un pasaje de ida y vuelta a Roma, en clase económica, había pagado cuarenta y siete dólares al contado y prometido pagar los cuatrocientos veintisiete restantes, más interés, en plazos que abarcaban veinticuatro meses.
Esto tenía sentido.
Inés miraba el formulario amarillo, sin comprender, mientras las preguntas la acosaban sin reposo.
—¿Para qué necesitaba D. O. un pasaje aéreo? ¿Y si lo necesitaba por qué a Roma? ¿Y el dinero? No podía de ningún modo pagar los plazos, pero eso, por lo menos, era comprensible; las deudas no le importaban, como a Inés. Pero aparte de la deuda, ¿de dónde habían salido los cuarenta y siete dólares para el primer pago? El formulario no mentía; había pagado ese dinero. Pero dos noches antes D. O. decía que no tenía más que lo que ella sabía, y nunca le había mentido, hiciera lo que hiciera.
Esos cuarenta y siete dólares habían salido de alguna parte. ¿De dónde?
De repente recordó el anillo; era de oro con un solo diamante engarzado en platino. Hasta hacía una semana o dos ella lo usaba siempre, pero se le habían hinchado las manos, se lo sacó, y lo dejó en una cajita guardada en un cajón, en el dormitorio. Por segunda vez los revisó y encontró la cajita, vacía. Para conseguir el dinero, D. O. había empeñado el anillo.
Su primera reacción fue lamentarlo. Para ella ese anillo significaba algo; el último lazo, aunque tenue, entre ella y el pasado, la familia esparcida, la madre muerta cuya memoria respetaba. Pero algo más práctico: el anillo, aunque no de valor excepcional, era el último recurso. Mientras lo conservara, sabía que por mal que se pusieran las cosas, les concedería unos días más de vida. Ahora faltaba y se había llevado consigo esa última esperanza.
Ahora sabía el origen del dinero que había pagado el pasaje, pero seguía sin saber por qué. ¿Por qué un viaje en avión, y por qué a Roma?
Sentada en la cama se puso a pensar con toda la calma que le era posible, haciendo caso omiso de su cansancio.
No era muy inteligente; de haberlo sido no era probable que soportara estar casada con D. O. Guerrero casi veinte años; y ahora, con mejor equipo mental, sería algo más que una camarera de cafetería con un sueldo mísero. Pero a veces, razonando con lentitud y cuidado y con la ayuda del instinto, Inés podía llegar a la conclusión verdadera, especialmente si el asunto tenía que ver con su marido.
Ahora el instinto, más que la razón, le dijo que D. O. estaba en dificultades, más serias que todas las anteriores. Dos cosas la convencieron de ello: lo irracional que se venía mostrando últimamente y lo lejos que iba en su presunto viaje; en las circunstancias actuales, un viaje a Roma equivalía a un plan monumental y desesperado. Fue a buscar la nota y la trajo para leerla vez. Con los años había leído muchas suyas y presintió que en ésta no era sincero, no decía lo que realmente quería decir.
Su razonamiento no la llevó más allá, pero sintió la convicción, creciente minuto a minuto, de que debía haber algo que ella podía hacer, tenía que hacer.
No se le ocurrió mantenerse aparte, abandonarlo a las consecuencias de esta nueva locura. En esencia era un espíritu sencillo, una mujer sin complicaciones. Dieciocho años antes lo había aceptado, «para bien o para mal». Si casi todo había sido «para mal», a su modo de ver eso no disminuía su propia responsabilidad como esposa.
Continuó pensando, tratando de comprender paso a paso. Lo primero, supuso, era averiguar si el viaje por aire ya había empezado; si no, podía haber todavía tiempo de atajarlo. Inés no tenía idea de los horarios, de la ventaja que él llevaba, de cuántas horas de existencia tenía la nota. Otra mirada al formulario amarillo de pago no le dijo nada sobre la fecha y hora de salida, aunque podía telefonear a la compañía: Trans America. Con toda la rapidez posible empezó a ponerse la ropa que poco antes se había quitado.
Los zapatos la molestaban y el abrigo, todavía húmedo, una tortura al bajar la escalera angosta que llevaba hasta la calle. En el miserable vestíbulo la nieve había pasado bajo la puerta y cubría las tablas peladas del piso. Afuera la nieve caía con más fuerza que antes. El viento frío, implacable, la asaltó cuando abandonó el refugio de su edificio, echándole más nieve a cara.
Los Guerrero no tenían teléfono en el apartamento, y aunque Inés podía usar el teléfono público del restaurante de la planta baja, no quería encontrarse con el propietario y a la vez casero, que la había amenazado con echarlos mañana si no le pagaban todo el alquiler atrasado. Otra cosa en la que no quería pensar, y que tendría que afrontar sola, si D. O. no estaba de vuelta por la mañana.
El próximo teléfono público quedaba a una manzana y media de distancia, en la farmacia. Cuidando de no tropezar en la nieve que se acumulaba en las aceras sin limpiar, se dirigió hacia allí.
Eran las diez menos cuarto.
Dos muchachas adolescentes estaban hablando por teléfono; tuvo que esperar casi diez minutos a que lo dejaran libre. Cuando marcó el número de Trans America oyó una grabación, informándole de que todas las líneas para pedir reservas estaban ocupadas, y que hiciera el favor de esperar. Obedeció mientras la frase se repetía varias veces hasta que una enérgica voz femenina declaró que era Miss Young, y en qué podía serle útil.
—Por favor. Quiero saber qué vuelos van a Roma.
Como si hubiera apretado un botón, Miss Young contestó que Trans America tenía vuelos directos a Roma, sin escalas, los martes y viernes desde el aeropuerto Lincoln Internacional; todos los días empalmando en Nueva York; ¿quería hacer ahora su reserva?
—No, yo no viajo. Es para mi marido. ¿Ha dicho que había un vuelo los viernes… esta noche?
—Sí, señora; nuestro vuelo dos, El Bajel Dorado. Sale a las veintidós, hora local, pero hoy se demorará una hora debido a las condiciones del tiempo.
El reloj de la farmacia marcaba casi las diez y cinco.
—¿Entonces el avión no ha salido todavía? —dijo rápidamente.
—No, señora, todavía no.
—Por favor… —como de costumbre no sabía qué palabras usar—. Por favor, es importante: quiero averiguar si mi marido va en ese vuelo. Se llama D. O. Guerrero, y…
—Lo siento. No podemos dar esa información —Miss Young era cortés, pero firme.
—Usted no comprende, señorita. Se trata de mi esposo; yo soy su mujer.
—Sí que entiendo, mistress Guerrero, y lo siento; pero es el reglamento de la compañía.
Miss Young y sus semejantes estaban bien entrenadas para respetar esa regla, y su razón de ser. Muchos hombres de negocios viajaban con secretarias o amantes, declarándolas como esposas para aprovechar los descuentos familiares en el precio de los pasajes. Había casos de mujeres legítimas, y desconfiadas, que con sus investigaciones provocaron molestias a sus maridos, clientes habituales de la compañía, quienes después se quejaron y protestaron de abuso de confianza. Por eso ahora las compañías nunca revelaban los nombres de los pasajeros.
—¿No hay algún modo…? —comenzó Inés.
—No, de veras.
—¡Ay!
—¿Usted cree —preguntó Miss Young— que su esposo viaja en el vuelo dos, pero no está segura?
—Sí, así es.
Entonces lo único que puede hacer es ir al aeropuerto. No creo que los pasajeros hayan subido a bordo todavía; si su esposo está allí podrá verlo. Y aunque ya esté en el avión, en el portón de salida podrán ayudarla. Pero tiene que apresurarse.
—Bueno. Si no hay otra manera tendré que hacer la prueba —no tenía idea de cómo llegar al aeropuerto, más de tres kilómetros— en menos de una hora, en medio de la tormenta.
—Un momento —la voz de Miss Young pareció vacilar y humanizarse, como si el tormento de Inés se hubiera filtrado, en parte, por los teléfonos—. Está mal que yo haga esto, mistress Guerrero, pero la voy a ayudar.
—Por favor.
Cuando llegue al portón, no diga que cree que su esposo está a bordo. Diga que lo sabe y que quiere hablarle. Si no está usted lo sabrá, y si está, al encargado le será más fácil decirle lo que quiere saber.
—Gracias. Muchas gracias.
—Al contrario, señora. —Miss Young volvía a ser una máquina—. Buenas noches, y gracias por llamar a Trans America.
Cuando colgaba recordó algo observado al entrar. Afuera estaba estacionado un taxi; ahora vio al chófer, de gorra amarilla y puntiaguda, sentado al mostrador conversando con otro hombre.
Un taxi sería costoso, pero si quería llegar al aeropuerto antes de las once no había otra manera.
Se acercó al chófer y le puso la mano en el brazo.
—Perdón.
—¿Qué quiere? —tenía una cara mezquina, regordeta, y necesitaba un afeitado.
—¿Cuánto costaría ir en taxi al aeropuerto?
—Desde aquí unos nueve o diez dólares —le contestó, examinándola con ojos entrecerrados, calculadores.
Inés se alejó. Era demasiado: más de la mitad de lo poco que le quedaba; y ni siquiera estaba segura de que D. O. iría en ese avión.
—¡Eh, oiga, espere! —el chófer terminó su «Coca-Cola» y la siguió corriendo; la alcanzó en la puerta—. ¿Cuánto tiene?
—No es eso. Pero… no puedo gastar tanto.
El chófer resopló.
—Se creen que puedo llevarlos allá por unos centavos. Es un tirón largo.
—Sí, ya sé.
—¿Por qué quiere ir en taxi; y el ómnibus?
—Es importante; tengo que llegar. Tendría que estar… a las once.
—Bueno; ésta debe ser la noche de las ofertas. La llevo por siete redondos.
—Yo… —Inés no se decidía. Siete dólares eran casi todo lo que pensaba ofrecerle mañana al casero en un intento por apaciguarlo. Y no le pagarían su sueldo hasta fines de la semana próxima.
—Nadie le hará una oferta mejor —dijo impaciente el chófer—. ¿Sí o no?
—Sí, acepto.
—Bueno, vamos.
Mientras ella subía sin que él la ayudara, el chófer hizo una mueca de alegría al limpiar con un cepillo la nieve del parabrisas y ventanas. Cuando Inés se le acercó, en la farmacia, ya había terminado su turno y, como vivía cerca del aeropuerto, estaba a punto de irse a casa. Ahora tenía cliente. También había mentido al estimar en nueve o diez dólares el precio del viaje; en realidad, no llegaba a siete. Pero la mentira le permitió fabricar lo que su pasajera suponía ser un trato, y ahora podía dejar la banderita levantada y embolsarse los siete dólares. Eso era ilegal pero no creía que ningún policía lo descubriera en una noche asquerosa como aquélla.
Y de un solo golpe, pensó, satisfecho de sí mismo, engañaba a esta vieja estúpida y al hijo de puta de su patrón.
Cuando empezaban a moverse Inés preguntó ansiosa:
—¿Está seguro de que llegaremos antes de las once?
—Ya le dije que sí, y déjeme conducir —gruñó él sin volverse.
Pero no estaba seguro de lo que decía. Los caminos estaban en mal estado, y repletos de vehículos. Podía ser que llegaran, pero no era seguro.
Treinta y cinco minutos después el taxi reptaba por la Carretera Kennedy, cubierta de nieve y llena de tránsito. Rígida en su asiento trasero, excepto los dedos que no cesaban de moverse, Inés se preguntaba cuánto tiempo tardarían en llegar.
En el mismo momento, el ómnibus de pasajeros para el vuelo dos tomaba la rampa de entrada al aeropuerto. Cuando dejó atrás el tránsito demorado cerca de la ciudad, pudo recobrar el tiempo perdido y llegaba cuando el reloj que dominaba la terminal marcaba las once menos cuarto.
D. O. Guerrero fue el primero en bajar.