6

A pesar de la decisión con que había hablado a su marido media hora antes, Cindy Bakersfeld no sabía qué hacer. Ojalá tuviera alguien en quien confiar, para pedirle consejo. ¿Debo ir al aeropuerto, o no?

Sola de cuerpo y alma, y con la babel de cóctel rodeándola —Fondo de Ayuda Amigos de los Niños de Archidona—, Cindy meditaba agitada sobre los dos caminos que podía tomar. Hasta ahora habían ido de grupo en grupo charlando animadamente con gente que conocía y haciéndose presentar a los que quería conocer. Pero por alguna razón hoy se sentía más sola, me acompañada que nunca. Hacía minutos que nadie se le acercaba al verla tan pensativa y preocupada.

Volvió a decirse que no quería entrar en el comedor sin acompañante; la comida empezaría pronto. Así que podía ir casa o a buscar a Mel para pelearse.

Por teléfono había insistido en que iría al aeropuerto a enfrentarse con él, pero comprendió que si iba la discusión sería casi con seguridad, definitiva e irreversible. Su sentido común le dijo que esa discusión tenía que llegar, tarde o temprano, por lo que era mejor adelantarla en lo posible; y había varios asuntos afines por resolver. Pero no era fácil descartar de golpe quince años de matrimonio, arrojándolos como un impermeable de plástico que se usa una sola vez. A pesar de todas las deficiencias y desacuerdos que pudiese haber —y se le ocurrían muchos—, cuando dos personas habían vivido juntas tanto tiempo, estaban unidas por lazos que resultaría penoso cortar, tanto en lo físico como en lo emotivo.

Creía que aún ahora podían salvar su matrimonio si los dos lo intentaban con todas sus fuerzas; pero: ¿querían intentarlo? Ella sí… siempre que Mel aceptase alguna de sus condiciones, aunque nunca lo había hecho, y dudaba mucho de que cambiase lo bastante como para satisfacerla. Pero sin algunos cambios, la vida común, tal como era actualmente, sería intolerable. Y últimamente ni siquiera les quedaba el consuelo del sexo, que antes compensaba otras fallas. Allí tampoco iban bien las cosas, aunque ella no estaba segura de la causa. Mel todavía la excitaba; ahora mismo, con sólo pensar en él de ese modo, sentía la inconfundible sensación. Pero cuando llegaba el momento, la separación mental los inhibía; para ella, el resultado era frustración, enojo, luego la imperiosa necesidad de un hombre: cualquier hombre.

Seguía sola y sin sentarse en el lujoso salón «La Salle», del «Hotel Lake Michigan», donde se realizaba la recepción de Prensa. El zumbido de las conversaciones giraba alrededor de la tormenta y lo difícil que había sido llegar allí; pero por lo menos habían venido, y Mel no. A veces se oía hablar de Archidona, y Cindy recordaba que seguía sin averiguar cuál de las dos: la del Ecuador o la de España… (¡Maldito seas, Mel Bakersfeld; muy bien, no soy tan inteligente como tú!), era el objeto de su caridad.

Un brazo rozó el suyo y una voz dijo, amable:

—¿No toma nada, mistress Bakersfeld? ¿Le traigo algo?

Cindy se volvió. Era un periodista, Derek Eden, a quien apenas conocía. Sus colaboraciones aparecían con frecuencia en el Sun-Times. Como muchos de sus semejantes, tenía modales fáciles y seguros y un aspecto de leve disipación. Otras veces se habían observado mutuamente, y ella lo sabía.

—Bueno, un whisky con poca agua. Y creo que sabe cómo me llamo.

—Seguro, Cindy —la admiraba con los ojos y ella pensó: ¿por qué no? Sabía que hoy estaba guapa; se había vestido y maquillado lo mejor posible.

—Ya vuelvo —le aseguró él—, así que no se vaya, ahora que la he encontrado —y se dirigió resuelto al bar.

Mientras esperaba echó un vistazo al repleto salón y su mirada se cruzó con la de una mujer mayor que ella, con sombrero de flores. Cindy sonrió en seguida, muy cordial, y la otra inclinó la cabeza pero miró a otro lado. Era una cronista social; la acompañaba un fotógrafo y estaba pensando qué fotos tomar para lo que sería probablemente una nota de página entera en el diario de mañana. La mujer del sombrero con flores hizo una seña a varios asistentes, que la siguieron sonrientes y al parecer sin darle importancia a la cosa, pero con seguridad contentos de haber sido elegidos. Cindy sabía por qué la habían dejado a un lado; sola no tenía bastante importancia, pero con Mel allí sería otra cosa. Él contaba en la vida de la ciudad, pero lo más insoportable era su indiferencia a todo lo social.

El brillo de la luz del fotógrafo le dio en los ojos; la cronista anotaba nombres. Cindy tenía ganas de llorar: se ofrecía de voluntaria para obras de caridad —para cualquiera de ellas, o poco menos—, trabajaba duro, en las peores comisiones, haciendo cosas que las damas más prominentes desdeñaban; y todo para que la dejaran así…

¡Maldito sea otra vez Mel Bakersfeld; maldita la nieve de porquería, y remaldito el aeropuerto con sus exigencias: una basura que arruinaba matrimonios!

Ya volvía el periodista con un trago para Cindy y otro para él. Al ver que lo miraba le sonrió. Parecía muy seguro de sí mismo y ella pensó que si su experiencia no la engañaba, ya estaba calculando qué posibilidades tenía de acostarse con ella esa misma noche. Supuso que los periodistas eran expertos en esposas abandonadas y solitarias.

Cindy hizo algunos cálculos relativos a Derek Eden: poco más de treinta años, suficientes para tener experiencia y joven para poder enseñarle un par de cosas y poder excitarlo a gusto, lo que ella quería. Bien de cuerpo, al parecer. Sería considerado y hasta tierno; daría algo además de recibir. Y estaba libre y dispuesto; eso había quedado aclarado antes de ir a buscar la bebida. La comunicación no tardaba mucho si se trataba de dos personas medianamente sensibles con una misma idea.

Pocos minutos antes sus dos alternativas habían sido irse a casa o ir al aeropuerto. Ahora parecía presentarse una tercera posibilidad.

—Aquí tiene —Derek Eden le ofrecía un trago; ella lo miró y vio que era generoso, casi todo whisky; con seguridad le ha dicho al barman que no se quedara corto. ¡Por favor!: qué transparentes eran los hombres.

—Gracias —bebió un sorbo y lo miró a través del vaso. Él levantó el suyo y sonrió:

—Hay mucho ruido aquí: ¿no le parece?

Para ser escritor, pensó Cindy, tiene diálogos de una deplorable falta de originalidad. Supuso que le correspondía decir sí después él saldría con que ¿por qué no vamos a algún lugar más tranquilo? Lo que seguiría no era difícil de prever. Cindy postergó la respuesta y tomó otro sorbo de whisky.

Estaba pensándolo. Claro que si Lionel estuviera en la ciudad no se molestaría con éste. Pero Lionel, su ancla de salvación en otros momentos, y que le pedía que se divorciara de Mel para que él, Lionel, pudiera casarse con ella… Lionel estaba en Cincinnati (¿o era en Columbus?), haciendo eso que hacían los arquitectos cuando viajaban por negocios, y no volvería antes de diez días o más.

Mel no sabía lo de Lionel, por lo menos no con detalle, aunque Cindy suponía que él sospechaba la existencia de algún amante oculto. Al mismo tiempo, ella imaginaba que eso no le importaba mucho a su marido. Le daba un pretexto para concentrarse en el aeropuerto, excluyéndola totalmente; ese maldito aeropuerto, cincuenta veces peor que una amante para la seguridad de su matrimonio.

Pero no siempre había sido así.

Al principio, recién casados, poco después de dejar Mel la Marina, Cindy sentía orgullo de verlo tan ambicioso. Luego, mientras él escalaba con presteza los escalones inferiores de la aviación administrativa, ella era feliz cada vez que conseguía un ascenso o un nuevo puesto. Al aumentar el prestigio del marido, aumentaba el de la mujer, sobre todo en sociedad, y en esa época ellos tenían obligaciones sociales casi a diario. En nombre de los dos Cindy aceptaba invitaciones a cócteles, comidas, estrenos, veladas de caridad… y si había dos la misma noche juzgaba sin equivocarse cuál era la más importante, y rehusaba la otra. Esa actividad social, esas relaciones con gente prominente, eran importantes para un hombre joven y en ascenso. Hasta Mel lo comprendía y acompañaba a Cindy a todas partes sin protestar.

Pero ella se dio cuenta bien pronto de que la meta final de ambos no era la misma: él consideraba la vida social como un medio de alcanzar sus ambiciones profesionales; lo esencial era su carrera, y lo otro un recurso que terminaría por descartar. Pero ella veía esa carrera como un pasaporte para una vida social más importante y a un nivel más elevado. Al recordar, pensaba a veces que si cada uno hubiese entendido mejor lo que pensaba el otro, podrían haber llegado a un acuerdo. Pero por desgracia no había ocurrido eso.

Sus diferencias comenzaron más o menos cuando Mel —aparte de su cargo de gerente general del aeropuerto— fue elegido presidente del Consejo de Aeropuertos.

Cuando Cindy supo que ahora la actividad e influencia de su esposo se extendían hasta Washington, su alegría no tuvo límites. Sus visitas a la Casa Blanca, su relación con el presidente Kennedy, la hicieron suponer que tendrían acceso a la sociedad de la capital. En sueños color de rosa se veía paseando —y fotografiada— con Jackie o Ethel o Joan, en Hyannis Port o en el parque de la Casa Blanca.

Pero no había sido así, en nada. Mel y Cindy no se mezclaron en absoluto en la vida social de Washington, aunque no les habría sido difícil lograrlo. En cambio, por insistencia de Mel, empezaron a rechazar invitaciones. Él lo justificaba diciendo que su reputación profesional ya no le obligaba a preocuparse por suposición social, que en realidad nunca le había importado.

Cuando vio para qué lado iban las cosas, Cindy explotó y tuvieron una pelea de primera. Eso también había sido un error. A veces Mel oía razones, pero la furia de ella no conseguía más que confirmarlo en su actitud hasta la obstinación. La pelea duró una semana, con Cindy cada vez más ofensiva, lo cual empeoró la situación. Ese era uno de sus defectos, y ella lo sabía. La mitad de las veces era involuntario en ella, pero frente a frente con la indiferencia de Mel, su mal genio la dominaba, como esta noche al teléfono.

Tras la disputa de una semana, que en realidad no terminó nunca del todo, sus discusiones se hicieron más frecuentes, y ya no se esforzaron en tratar de ocultarlas ante las niñas, lo que de todos modos habría sido imposible. Una vez —para vergüenza de ambos— Roberta les anunció que, desde ahora, no volvería del colegio sin antes ir a casa de una amiga, «porque cuando estoy aquí no puedo hacer los deberes mientras vosotros os peleáis».

Con el tiempo las cosas tomaron un aspecto definido algunas noches Mel la acompañaba a reuniones sociales, ya señaladas de antemano. Si no se quedaba más horas en el aeropuerto volviendo a casa cada vez menos. Al encontrarse más y más Cindy dedicó más tiempo a lo que Mel llamaba, burlándose «caridades de adolescente esnob» y «tonterías sociales».

A veces podía parecerle tonto, supuso Cindy. Pero ella no tenía mucho más que eso y además le gustaba esa carrera por escalar posiciones en sociedad… porque no era otra cosa. Para un hombre era fácil criticarla; los hombres tenían muchas actividades que les ocupaban el tiempo. Mel tenía su carrera, su aeropuerto, sus responsabilidades. ¿Y ella, qué debía hacer: quedarse en casa todo el día, limpiando?

Cindy sabía hasta dónde alcanzaban sus recursos mentales. No era una intelectual y tenía conciencia de que, en muchos sentidos, nunca sería la igual de Mel en ese terreno. Pero eso no era nada nuevo. En los primeros años de matrimonio, Mel se divertía con sus muestras ocasionales de ligera estupidez, aunque sus burlas —más frecuentes cada vez— eran en serio. Cindy tampoco se hacía ilusiones sobre su carrera de actriz: nunca hubiera llegado al estrellato ni siquiera cerca de él, aunque antes le gustaba dar a entender que si el matrimonio no hubiera puesto fin a su actividad teatral, podía haber llegado a la cumbre. Pero eso no era más que una forma de defensa propia, una necesidad de recordar a los demás —y a Mel— que ella existía por cuenta propia, aparte de ser la mujer del gerente del aeropuerto. En su interior, Cindy aceptaba la verdad: como actriz profesional, era casi seguro que nunca hubiera pasado de papeles secundarios.

Pero la vida social —por lo menos en la sociedad local— era en cambio, un terreno donde se sentía segura, a gusto. Le daba un sentido de personalidad, de importancia. Y aunque Mel se burlara y le negara trascendencia a lo que ella había logrado, había ascendido, era aceptada por gente importante que de otro modo nunca hubiera conocido, y participaba en ocasiones como ésta… pero ahora necesitaba a Mel como acompañante, —que como siempre pensaba primero en su maldito aeropuerto— le había fallado.

Mel, tan rico en personalidad y prestigio, nunca había entendido cuán necesario era para Cindy lograr su propia individualidad, y dudaba de que jamás lo entendiera.

Por eso no le había impedido seguir. Y sus planes para el futuro provocarían una monstruosa batalla familiar, si ella y Mel seguían casados. La ambición de Cindy en su papel de madre era presentar en sociedad a su hija Roberta, y más tarde a Libby en el «Cotillon Passavant», centro y vértice juvenil de la actividad social en Illinois. Como madre de las chicas, ella misma aumentaría su prestigio.

Se lo había mencionado una vez a Mel, de paso, y su reacción fue:

—¡Antes muerto! —agregando que las presentaciones en sociedad, madres, hijas y demás, pertenecían a una época ya pasada. Los bailes de presentación —y por suerte ya quedaban menos—, eran un anacrónico vestigio del esnobismo propio de una estructura social que el país, por suerte, iba dejando atrás, aunque —a juzgar por la gente que pensaba como Cindy— no con la rapidez necesaria. Mel quería que sus hijas crecieran sabiéndose iguales a los demás, pero no con la idea altanera, —y equivocada—, de que eran socialmente superiores. Y así sucesivamente.

Eso no era frecuente en Mel, que solía ser breve y conciso. Lionel, en cambio, pensaba que la idea de Cindy era acertada. Lionel era Lionel Urquahrt. Por entonces flotaba en la periferia de su vida, como un signo de interrogación.

Era curioso, pero fue Mel quien los presentó en un almuerzo cívico, al que Lionel había ido por un trabajo arquitectónico que había hecho para la municipalidad, y Mel por cosas del aeropuerto. Hacía años que los dos se conocían superficialmente.

Más tarde Lionel la llamó y se vieron algunas veces para almorzar o cenar; los encuentros aumentaron y por fin alcanzaron la intimidad final entre hombre y mujer.

Al contrario de la mayoría que se dedica a prácticas sexuales fuera del matrimonio, Lionel había tomado muy en serio el asunto. Vivía solo, separado de su mujer hacía varios años, pero no divorciado. Ahora quería divorciarse y que Cindy hiciera lo mismo para que pudieran casarse. Por entonces ya sabía que el matrimonio de Cindy se tambaleaba.

Lionel y su mujer no habían tenido hijos, y él lo lamentaba mucho, según le confió a Cindy. Si se casaban pronto, los dos estaban a tiempo de tenerlos, sin perjuicio de que él hiciera las veces de padre para Roberta y Libby, ofreciéndoles un hogar.

Cindy no se decidía por varias razones: en primer lugar, esperaba que sus relaciones con Mel mejorasen, recobrando un matrimonio como el que tenían antes. No podía asegurar que siguiera enamorada de Mel; el amor era algo en lo que no se podía creer demasiado al madurar. Pero por lo menos estaba acostumbrada a su marido. Era algo sólido, como Roberta y Libby, y, al igual que muchas mujeres, Cindy temía un cambio importante en su vida.

Además, en un principio creyó que el divorcio y nuevo matrimonio la perjudicarían socialmente, pero ahora pensaba otra cosa: muchos se divorciaban sin interrumpir por un momento sus actividades mundanas, y se veía a una mujer con su marido viejo una semana, y con el nuevo a la siguiente. A veces Cindy Pensaba que no contar por lo menos con un divorcio se consideraba un poco estúpido.

Era posible que como esposa de Lionel su posición social fuera mejor, pues éste era mucho más dócil e influenciable que Mel. Además, la familia Urquahrt tenía antigüedad y prestigio en ciudad. La madre de Lionel seguía presidiendo, como una reina viuda, la decaída mansión cercana al «Drake Hotel», con un mayordomo decrépito que anunciaba a los visitantes, y una doncella artrítica que servía el té en la bandeja de plata. Lionel la había llevado allí una tarde. Luego le dijo que había causado buena impresión, y estaba seguro de que podía convencer a su madre para proteger la presentación en sociedad de Roberta y Libby cuando llegara el momento.

Era la ocasión de decidirse y comprometerse con Lionel, ya que sus diferencias con Mel se intensificaban, pero había una dificultad. En la vida sexual, Lionel era un moribundo.

No escatimaba esfuerzos, y a veces conseguía sorprenderla pero casi siempre hacía el amor como un reloj al que le queda poca cuerda. Una noche le dijo con tristeza, tras una frustrada sesión en el dormitorio de su apartamento:

—Tenías que verme a los dieciocho años: era un toro.

Pero los dieciocho quedaban lejos; ahora tenía cuarenta ocho.

Cindy admitía que, si se casaba con él, el poco sexo que ahora disfrutaban como amantes se agotaría al vivir juntos. Claro Lionel trataría de ofrecerle compensaciones —era bondadoso, generoso y considerado—, pero ¿bastaría con eso?

Cindy estaba muy lejos de un ocaso sexual; siempre había tenido una vigorosa sensualidad y ahora sus deseos y apetito parecían haber aumentado. Pero aunque Lionel fallara en ese terreno, no le iba mejor con Mel, de modo que tanto daba. En conjunto, tendría más con Lionel.

Quizá lo mejor sería casarse con Lionel y buscar consuela otra parte. Pero eso podría resultar difícil, especialmente r casada, aunque con prudencia se podía hacer. Conocía a gente, hombres y mujeres, algunos situados muy alto, que hacían lo mismo para conservar intacto su matrimonio y sentirse físicamente saciados. Después de todo había logrado engañar a Mel, que aunque tuviera sospechas en general, no sabía nada cierto de Lionel ni de ningún otro.

¿Y esta noche: iría al aeropuerto para luchar con Mel, como había pensado, o se dejaría llevar por este periodista, Derek Eden, que junto a ella esperaba que le contestara su pregunta?.

Se le ocurrió que podría hacer, quizá, las dos cosas.

—Dígamelo de nuevo —le sonrió.

—Dije que esto estaba muy ruidoso.

—Sí, es cierto.

—¿Pasamos por alto la comida y vamos a otra parte más tranquila?

—Muy bien —asintió Cindy, conteniendo la risa.

Paseó la vista por los concurrentes a la recepción de Prensa del Fondo de Ayuda a los Niños de Archidona; los fotógrafos ya no tomaban fotos, así que no había objeto en quedarse. Si se iban con habilidad, nadie notaría su ausencia.

—¿Trajo el auto, Cindy? —le preguntó Derek Eden.

—No, ¿y usted? —había venido en taxi, por el tiempo.

—Sí.

—Bueno; no nos vayamos juntos. Pero si me espera en su auto, afuera, saldré por la puerta principal dentro de quince minutos.

—Mejor que sean veinte. Tengo que hacer un par de llamadas telefónicas.

—De acuerdo.

—¿Tiene alguna preferencia? Adónde ir, digo.

—Lo dejo por cuenta suya.

—¿Quiere cenar primero? —dijo él, vacilante.

Lo de «primero» es un mensaje —pensó ella, divertida— para saber si ella comprendía bien en qué se metía.

—No, no tengo tiempo. Después debo ir a otra parte.

Él bajó la vista y después la miró otra vez, respirando con esfuerzo; ella tuvo la impresión de que no podía creer en su buena suerte.

—Usted es maravillosa. No creeré en mi suerte hasta que no la vea salir por esa puerta.

Y se deslizó en silencio fuera del salón. Poco después, sin llamar la atención, Cindy lo siguió.

Recogió su abrigo y, al salir, se envolvió en él. Seguía nevando, y un viento helado y ululante barría el espacio abierto de la Costanera y el Camino de circunvalación. El tiempo la hizo recordar el aeropuerto. Poco antes había tomado una firme decisión: iría allí más tarde, pero todavía era temprano, menos de las nueve y media, y sobraba tiempo… para todo.

Un conserje abandonó el reparo del umbral y se tocó la gorra.

—¿Taxi, señora?

—No, gracias.

En ese momento aparecieron las luces de un auto que salía del área de estacionamiento, patinando sobre la nieve floja, y se acercaba a la puerta, donde Cindy esperaba. Era un «Chevrolet» con atraso de varios modelos. Al volante, Derek Eden.

El conserje abrió la puerta y Cindy entró; al cerrarla, Derek le dijo:

—Lamento que el auto esté frío. Tuve que llamar al diario y arreglar algo para nosotros. Acabo de llegar.

Cindy se estremeció y se envolvió aún más en el abrigo.

—No me importa a dónde vayamos, con tal que sea abrigado.

Él le tomó una mano, y como ésta reposaba sobre una rodilla, también la apretó. Sus dedos se movieron pero en se mano volvió al volante.

—Te prometo que tendrás calor —le dijo en voz baja.