4

Desde que Tanya Livingston se separó de Mel Bakersfeld, en el gran salón de la terminal, había pasado casi una hora y, aunque entretanto habían ocurrido otras cosas, ella seguía recordando cómo sus manos se encontraron en el ascensor y el tono con que él dijo: «Me dará motivo para verte de nuevo esta noche».

Tanya esperaba que él también lo recordara y pasara a verla antes de ir al Centro.

Ese «motivo» —que no hacía falta— era curiosidad por el mensaje que Tanya recibiera en la cafetería; un empleado de Trans America le había dicho que tenían un polizón en el vuelo 80, y, que se trataba de algo especial.

Y resultó que el empleado tenía razón.

Tanya, otra vez en la salita privada, detrás de los mostradores de Trans America donde más temprano había consolado a la joven vendedora de pasajes Patsy Smith, estaba ahora frente a una viejecita de San Diego.

—No es la primera vez que hace esto —le dijo.

—No, querida. Ya van varias.

Estaba sentada muy cómoda, con las manos juntas sobre el regazo y asomando entre ellas la punta de un pañuelo de encaje. Vestía de negro, muy decente, con una blusa anticuada de cuello alto y podía ser una abuela o bisabuela camino de la iglesia. En cambio la habían pescado viajando sin pasaje entre Los Angeles y Nueva York.

Tanya recordó haber leído en alguna parte que los polizones o pasajeros clandestinos databan del año 700 antes de nuestra era, en los barcos fenicios que navegaban al este del Mediterráneo. En esa época el castigo era una muerte terrible: los adultos eran descuartizados y los niños quemados vivos en la piedra de los sacrificios.

Desde entonces los castigos habían disminuido; los polizones no.

Tanya se preguntó si alguien, fuera de un limitado círculo de empleados de líneas aéreas, se daba cuenta de que, desde la aparición de los aviones jet con el consiguiente aumento de velocidad y nerviosidad para los pasajeros aéreos, se había producido epidemia de polizones. Supuso que no. Las compañías hacían todo lo posible para que el asunto no trascendiera, por temor a que, de saberse, hubiera todavía más casos. Pero había gente que comprendía lo fácil que resultaba viajar sin pagar, entre ellos la viejecita de San Diego.

Se llamaba mistress Ada Quonsett, según su tarjeta de Seguridad Social, y sin duda hubiera llegado tranquilamente a Nueva York a no ser por un error: hacer confidencias a su compañero de asiento, quien a su vez las hizo a una azafata, la cual informó al capitán, que habló por radio, y cuando la anciana llegó a Lincoln Internacional, un vendedor de pasajes y un guardia de seguridad la esperaban para llevársela. Se la habían traído a Tanya porque en calidad de encargada de relaciones con pasajeros, parte de su trabajo era tratar con los polizones que la compañía tenía la suerte de descubrir.

—Bueno —dijo Tanya alisándose la falda del uniforme en su ademán habitual—; cuénteme qué sucedió.

La mujer separó las manos y el pañuelo de encaje cambió un poco de sitio.

—Bueno, le diré: soy viuda y tengo una hija casada en Nueva York. A veces me siento sola y quiero visitarla, así que lo que hago es ir a Los Angeles y subir a un aeroplano que va para Nueva York.

—¿Así, sin pasaje?

—Pero, querida, yo no puedo permitirme ese gasto —contestó mistress Quonsett, con tono escandalizado—; no tengo más que la pensión que me dejó mi difunto esposo, y eso no es mucho. Apenas si puedo pagar el billete de ómnibus desde San Diego.

—¿Eso sí que lo paga?

—Ah, sí. La gente de Greyhound es muy estricta. Una vez probé sacar billete hasta la primera parada y seguir viajando, pero efectúan el control en cada ciudad y el conductor vio que mi billete no servía. Fueron muy desagradables, no como las compañías de aviación.

—Quisiera saber por qué no prefiere el aeropuerto de San Diego.

—Porque allí me conocen, querida.

—¿Quiere decir que la pescaron en San Diego?

—Sí —dijo bajando la cabeza.

—¿Hizo lo mismo en otras compañías, aparte de la nuestra?

Tanya hacía lo posible por aparecer severa, pero era difícil porque la conversación parecía referirse a un paseo hasta la tienda de la esquina. Pero mantuvo su expresión impasible al preguntar:

—¿Por qué le gusta Trans America, mistress Quonsett?

—Bueno, siempre son tan razonables en Nueva York. Una vez que he pasado una semana o dos con mi hija y quiero volver a casa, voy a la oficina de su compañía y se lo digo.

—¿Les dice la verdad, que viajó a Nueva York, clandestinamente?

—Así es, querida. Me piden la fecha y número de vuelo; yo siempre los anoto para no olvidarme. Después miran unos papeles…

—El manifiesto de vuelo —dijo Tanya, y pensó: «¿Esta conversación es real o imaginaria?».

—Sí, querida, creo que se llama así.

—Siga, por favor.

—Nada más —la viejecita pareció sorprenderse—. Después me dicen que puedo volver a casa y por lo general lo hago el mismo día en un aeroplano de ustedes.

—¿Y nada más; no le dicen nada?

Mistress Quonsett sonrió con suavidad, como si estuviera tomando té en casa del pastor.

—Bueno, a veces me regañan un poco, me dicen que me porte mal y que no lo vuelva a hacer. Pero eso no es nada, ¿verdad?

—Claro que no.

Lo increíble, pensó, es que todo es absolutamente cierto; y las compañías sabían que no era raro ni fuera de lo común. Un aspirante a polizón no tenía más que subir a bordo de un avión —no faltaban maneras de hacerlo— y se sentaba a esperar la salida. Mientras no se acercara al compartimiento de primera clase, donde era fácil identificar a los pasajeros, y a menos que el vuelo estuviese completo, no era probable que lo descubrieran. Es cierto que las azafatas llevaban la cuenta y ésta podía no estar de acuerdo con la lista del encargado de portón. En ese momento nacía la sospecha, y el encargado tenía dos alternativas: dejar salir el avión, anotando en el manifiesto que los dos recuentos diferían, o bien revisar los pasajes de todos los que estaban a bordo.

Si se decidía esto último, se tardaba casi media hora; mientras tanto, crecían los gastos que significaba mantener en tierra jet de seis millones de dólares, los horarios de origen y de ruta se alteraban, los pasajeros que debían hacer conexiones o tenían citas urgentes se enojaban y se impacientaban, y el capitán, consciente de su obligación de ser puntual, culpaba de todo al encargado. Este prefería pensar que se había equivocado, ya que si podía justificar muy bien la demora, debería sufrir más tarde reproches de su jefe. Al final, aun descubriendo un polizón, la pérdida en dólares y buena voluntad resultaba mucho mayor el costo de un pasaje gratis para un solo individuo.

Por eso la compañía hacía lo único sensato: cerraba las puertas y dejaba salir al avión.

Por lo general allí terminaban las cosas. Una vez en vuelo, las azafatas estaban demasiado ocupadas para revisar los pasajes, y los pasajeros no aceptarían que eso se hiciera al final del viaje por la demora y molestia que significaría. De modo que el pasaje clandestino bajaba del avión y seguía su camino sin preguntas ni problemas.

La viejecita también había dicho la verdad en cuanto a la vuelta. Las compañías pensaban que tales incidentes no debían ocurrir y que, si ocurrían, ellas tenían la culpa por no saber impedirlos. Por lo mismo aceptaban la responsabilidad de que los polizones fueran devueltos a su lugar de origen y, como no había otra manera de transportarlos, les permitían regresar como pasajeros normales, con derecho a servicio y comidas.

—Usted también es simpática —dijo mistress Quonsett— yo siempre sé quiénes lo son en cuanto los veo. Pero es mucho más joven que los otros que yo conozco.

—Los que se ocupan de tramposos y clandestinos.

—Esos —su tono era imperturbable y la observaba con interés—; yo diría que tiene unos veintiocho años.

—Treinta y siete —dijo secamente.

—Pero tiene un aspecto joven, aunque maduro. Será porque es casada.

—Vamos, que con eso no va a conseguir nada.

—Pero está casada.

—Estuve casada; ahora no.

—Es una lástima. Podría tener hijos hermosos, pelirrojos como usted.

Podrían tener pelo rojo, pero no gris, pensó Tanya; mañana había visto nuevas canas. En cuanto a hijos, podría haberle dicho que tenía una criatura dormida —¡ojalá!— en su departamento. Pero le habló con severidad:

—Lo que usted hizo no es honrado. Cometió una estafa y violó la ley. Supongo que comprenderá que tenemos razones par acusarla.

Por primera vez una chispa de triunfo cruzó la cara inocente.

—Pero no me acusarán, ¿verdad? Nunca acusan a nadie.

No tenía objeto seguir con esto. Sabía muy bien, lo mismo que la otra, que las líneas aéreas nunca acusaban a los polizones, basándose en que la publicidad haría más daño que otra cosa.

Pero a pesar de todo, era posible que con algunas preguntas más pudiera obtener información útil para el futuro.

—Mistress Quonsett: ya que Trans America le ha dado tantos viajes gratis, lo menos que puede hacer es ayudarnos un poco.

—Con mucho gusto, si puedo.

—Quisiera saber cómo sube a nuestros aviones.

—Bueno, querida —sonrió la viejecita—, hay muchas maneras. Trato de no repetir nunca mi método, dentro de lo posible.

—Por favor, explíqueme.

—Casi siempre trato de llegar al aeropuerto temprano para conseguir un pase y subir a bordo.

—¿No le resulta difícil?

—¿Conseguir el pase? No, es muy fácil. Ahora las compañías usan los sobres de pasajes como pases. Así que me acerco a un mostrador, digo que perdí el sobre de mi pasaje y que por favor me den otro. Elijo un mostrador con empleados muy ocupados y mucha gente esperando. Nunca me lo niegan.

Claro que no, pensó Tanya. La petición era normal y frecuente, sólo que la mayoría, al contrario de mistress Quonsett, lo hacía por razones legítimas.

—Pero es un sobre en blanco —objetó— y no un pase para ira bordo ni pasar el portón.

—Lo lleno yo, en el baño. Siempre guardo algunos viejos para saber lo que debo escribir. Y llevo un gran lápiz negro en la cartera —depositó el pañuelo de encaje en el regazo y abrió una cartera negra adornada con cuentas—: ¿Ve?

—Sí que veo —contestó Tanya retirando el lápiz—. ¿Me permite guardarlo?

—En realidad es mío —un poco resentida—. Pero si lo quiere supongo que puedo conseguir otro.

—Siga; ya tiene su pase. ¿Y después?

—Voy al lugar de salida del avión.

—¿El portón?

—Sí. Espero a que el joven que revisa los pasajes esté ocupado; por ejemplo cuando llega mucha gente al mismo tiempo. Entonces paso por delante de él y sigo hasta el avión.

—¿Y si alguien trata de pararla?

—No, porque tengo pase.

—¿Ni siquiera las azafatas?

—No son más que chicas jóvenes, querida. Hablan entre ellas o se interesan en los hombres. Lo único que miran es el número de vuelo y yo nunca me equivoco en eso.

—Pero me ha dicho que no siempre usa el pase.

—En esos casos —y se sonrojó— no tengo más remedio mentir un poquito. A veces digo que voy a bordo para despedir a mi hija; la mayoría de las compañías permiten eso, usted sabe si el avión ya viene de otra parte digo que vuelvo a mi asiento pero dejé el pasaje a bordo. O les digo que mi hijo acaba de subir pero se le cayó el billetero y quiero devolvérselo. Llevo uno mano; eso es lo mejor de todo.

—Sí, me lo imagino. Parece que ha pensado en todo con mucho cuidado —tenía material de sobra para escribir un folleto alertando a todos los encargados de portón y azafatas. Pero dudaba de que produjera mucho efecto.

Mi difunto esposo me enseñó a hacer las cosas bien. Enseñaba geometría y siempre decía que hay que cubrir todos ángulos[8].

Tanya la miró fijo. ¿Le estaría tomando el pelo con toda cortesía? Pero la viejecita se mantuvo impávida sin cambiar de expresión y agregó:

—Hay una cosa importante que no he mencionado…

En el otro extremo de la habitación sonó el teléfono. Tanya se levantó para contestar:

—¿Todavía está ahí esa maldita vieja? —preguntó la voz gerente de transporte; era responsable de todos los aspectos del trabajo de Trans America en el aeropuerto y parecía irritado aunque no tenía mal carácter. Pero tres días y noches de demoras, quejas de pasajeros y reproches incesantes de la oficina principal, habían dejado sus huellas.

—Sí.

—¿Le has sacado algo útil?

—Mucho. Le mandaré un informe.

—Pero que sea con mayúsculas por una vez, así podré leerlo.

—Sí, señor.

Acentuó el «señor» lo bastante para provocar un silbido momentáneo, seguido de un gruñido:

—¡Perdón, Tanya! Supongo que me estoy desquitando contigo de lo que me dijeron de Nueva York. Como el grumete que se desquita con el gato de a bordo, pero tú no eres un gato. ¿Puedo hacer algo?

—Conseguirme un pasaje de ida a Los Ángeles, esta noche para mistress Ada Quonsett.

—¿Es la vieja loca?

—La misma.

—A cargo de la compañía, supongo —dijo el jefe, agrio.

—Me temo que sí.

—Lo que más me indigna es darle prioridad sobre pasajeros honrados, que pagan y que llevan horas esperando. Pero creo que tienes razón; lo mejor es sacárnosla de encima.

—De acuerdo.

—Daré el visto bueno y puedes recoger el billete en el mostrador. Pero no olvides avisar a Los Angeles, para que la Policía del aeropuerto escolte a la vieja arpía.

—Parece el modelo de La madre, el famoso cuadro de Whistler.

—Entonces, que Whistler le pague el pasaje.

Tanya colgó con una sonrisa y volvió a mistress Quonsett.

—Dijo que le faltaba decirme algo importante sobre cómo subir a bordo.

La anciana vaciló. Cuando Tanya había mencionado su vuelta a Los Angeles, frunció la boca con disgusto.

—Ya me ha dicho casi todo —insistió Tanya—; ¿por qué no termina de contármelo? Si es cierto que falta algo.

—Ya lo creo que falta —afirmó con gesto seco—. Iba a decir que es mejor no pensar en vuelos grandes, quiero decir los importantes que atraviesan el país sin etapas. A menudo van llenos y los asientos están numerados hasta en la clase económica. Así es más difícil, aunque lo hice una vez cuando vi que no había muchos pasajeros.

—Así que prefiere los vuelos no directos. ¿No la descubren en las paradas?

—Me hago la dormida y casi nunca me molestan.

—Pero esta vez, sí.

Mistress Quonsett apretó los labios con desaprobación y explicó:

—Fue ese hombre sentado al lado. Era muy malo. Le tuve confianza y me traicionó con la azafata. Eso es lo que se consigue por confiar en la gente.

—Supongo que habrá oído lo que dije por teléfono; vamos a mandarla de vuelta a Los Angeles.

En los ojos viejos y grises brilló una lucecita casi imperceptible.

—Sí, querida; tenía miedo de que sucediera eso. Pero quisiera tomar una taza de té. Si puedo irme y me dice cuándo debo volver aquí…

—¡Ah, no! —Tanya movió la cabeza con decisión—. Usted no va sola a ninguna parte. Tome su taza de té pero que la acompañe un empleado. Ahora pediré que manden uno y no la perderá de vista hasta que suba al avión de Los Angeles. Si la dejo suelta en esta terminal sé muy bien lo que sucederá: antes de que nadie se dé cuenta estará metida en el avión para Nueva York.

La breve mirada hostil de mistress Quonsett le confirmó que había acertado.

Diez minutos después todo estaba arreglado: la reserva de asiento en el vuelo 103 para Los Angeles, dentro de hora y media sin etapas para que mistress Quonsett no pudiera bajar en alguna parada y volver a Nueva York. El gerente de distrito de los Angeles ya estaba advertido por teletipo y la tripulación del vuelo 103 recibiría también sus instrucciones.

La viejecita de San Diego fue confiada a un empleado de Trans America; un muchacho joven, de poca antigüedad en la compañía, que podía ser su nieto. Se llamaba Peter Coakley y había recibido instrucciones precisas de Tanya:

—No te separes de ella hasta la hora de salida. Dice que quiere tomar té, así que llévala a la cafetería y que lo tome; si pide algo de comer dáselo también, aunque en el avión servirán cenar. Pero como sea, no la pierdas de vista. Si tiene que ir baño espera afuera; o sea: no te separes de ella. Cuando llegue el momento de partir llévala hasta el portón, sube a bordo con ella y entrégasela a la azafata principal, aclarándole que una vez a bordo no la deje bajar por ninguna razón. Tiene un repertorio intachable de trucos y excusas, así que mucho cuidado con ella.

Cuando iban a salir, la anciana se apoyó con fuerza en el brazo del muchacho, diciéndole:

—Espero que no le moleste, joven. Necesito su ayuda y usted me recuerda mucho a mi querido yerno. Cuando tenía su edad también era buen mozo; claro que ahora es mucho mayor. Parece que en esta compañía todos son buenos —miró con reproche a Tanya y agregó—: Por lo menos, la mayoría.

—Recuerda lo que te dije —advirtió Tanya—; está llena trucos.

—No es muy bondadosa conmigo —replicó severa mistress Quonsett—; deje que el joven se forme su propia opinión.

El empleado sonreía incómodo.

Ya en el umbral la anciana se volvió y agregó, con destino a Tanya:

—A pesar de lo mal que me ha tratado, querida, quiero sepa que no le guardo rencor.

A los pocos minutos Tanya salió de la salita donde había tenido lugar sus dos entrevistas de la noche y volvió a las oficinas ejecutivas de Trans America, en el entresuelo principal. Observó que eran las nueve menos cuarto. En su escritorio de la gran oficina exterior, se preguntó si la compañía estaba o no realmente libre, por fin, de mistress Ada Quonsett. Lo dudaba. En su máquina de escribir sin mayúsculas empezó a redactar el informe para jefe, el gerente de distrito.

a: gtd

de: tanya liv’stn

tema: mamita de whistler

Pero no siguió: estaba pensando dónde estaría Mel Bakersfeld, y si acudiría.