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Una vez más Joe Patroni volvió al calor del auto para telefonear al aeropuerto e informar de que el camino hacia el mismo seguía bloqueado por el accidente causante de su demora, pero pronto quedaría libre. ¿Seguía metido en el barro el Aéreo-Mexican 707?. Le contestaron que sí, y que a cada momento alguien llamaba a TWA para preguntar dónde estaba él y cuánto tardaría en llegar porque necesitaban su ayuda con urgencia.

Sin esperar a sentirse más cómodo, Patroni dejó el auto y volvió al lugar del accidente, entre nieve y lodo.

En ese momento la escena parecía preparada para una película de pantalla ancha. El enorme vehículo accidentado seguía echado en tierra, bloqueando las cuatro pistas de tránsito. Ahora la nieve lo cubría por completo y sin ninguna rueda en contacto con el suelo parecía un dinosaurio muerto, caído en tierra. Las luces y los reflectores, junto con la blancura de la nieve, daban la ilusión de estar en pleno día. Los reflectores procedían de los tres camiones pedidos por Patroni; que ya habían llegado. La Policía estatal había colocado sus luces rojas; su número había aumentado; al parecer, cada vez que un policía no tenía nada que hacer encendía otra: unos fuegos artificiales dignos del cuatro de julio.

La llegada de personal de TV, unos minutos antes, puso el ultimo toque al aspecto teatral del accidente. Los técnicos, con su imaginaria importancia, habían irrumpido pródigos en bocinazos y luces ilegales, avanzando por un arcén en una camioneta marrón con la ostentosa inscripción WSHT. Con típica insolencia los cuatro jóvenes se habían hecho cargo de todo como si el incidente fuese algo arreglado para su uso personal; todo lo demás podía esperar. Varios policías, haciendo caso omiso de las luces ilegales, obedecían las instrucciones de los técnicos de TV y movían los camiones de un lugar a otro.

Antes de ir a telefonear, Joe Patroni se había ocupado de colocar los camiones en lugares estudiados para permitirles hacer Juntos el mayor efecto de palanca y mover el tractor accidentado. Dejó a los chóferes y voluntarios maniobrando pesadas cadenas que les tomaría varios minutos asegurar. La Policía le había agradecido su ayuda y un robusto oficial, por entonces a cargo todo, ordenó a los chóferes que obedecieran las instrucciones d Patroni. Pero ahora, no podía creerlo: las cadenas quitadas, excepto una sostenida por un sonriente chófer mientras la cámara portátil lo enfocaba.

Tras la cámara y las luces había mucha gente, más que antes procedente de otros vehículos detenidos. La mayoría miraban con interés la filmación; por un momento habían olvidado su impaciencia de antes y el frío de la noche.

Una repentina ráfaga de viento le echó a la cara nieve húmeda y helada. Demasiado tarde trató de alzar el cuello de su abrigo, pero la nieve ya había entrado y ahora le empapaba la camisa. Sin hacer caso le preguntó al oficial de Policía:

—¿Quién diablos ha cambiado los camiones? Como están ahora no podrían mover ni un kilo de basura. Tirarán uno del otro y nada más.

—Ya lo sé, señor —el teniente, alto, ancho de hombros y varias cabezas por encima del cuerpo bajo y rechoncho de Patroni pareció avergonzado por un momento—. Pero los tipos de la TV querían sacar un plano mejor. Son de un canal de aquí y lo quieren para las noticias de esta noche… todo lo de la tormenta. Discúlpeme.

Uno de los técnicos, muy abrigado, le hacía signos al oficial para que participara en la filmación. El teniente, con la cabeza alta y sin hacer caso de la nieve, se llegó con aspecto autoritario al camión que era la parte central de la escena filmada. Dos policías lo siguieron. El oficial, cuidando de mantener la cara hacia la cámara, comenzó a dar instrucciones, por señas, al chófer del camión; instrucciones sin sentido, pero que se verían bien en la pantalla.

El jefe de Mantenimiento, recordando que debía llegar cuanto antes al aeropuerto, sintió aumentar su furia. Sintió el impulso de echar a correr, agarrar la cámara y las luces y destrozarlas; y podía hacerlo. Los músculos se pusieron tensos, la respiración se aceleró. Pero se contuvo con esfuerzo.

Joe Patroni tenía un carácter violento; por suerte no se enfurecía a menudo, pero cuando esto ocurría, perdía toda razón y lógica. Hacía años que trataba de dominar ese carácter y no siempre lo lograba, aunque un recuerdo solía bastar para calmarlo.

En una ocasión no se había dominado, y las consecuencias eran inolvidables para él.

Durante su servicio en la Aviación militar, en la Segunda Guerra Mundial, fue un temible boxeador aficionado; peleaba en peso medio y estuvo a punto de ser campeón europeo.

Una vez en Inglaterra, poco antes de la invasión de Normandía, su rival fue el jefe de tripulación Terry O’Hale, nativo de Boston, rudo y fuerte con fama de mal peleador, en el cuadrilátero y fuera de él. Joe Patroni, joven mecánico de Aviación, lo conocía y no le tenía simpatía. Eso no hubiera importado si O’Hale, como parte de su técnica boxística, no le hubiera estado repitiendo siempre en voz baja: «Italiano grasiento… ¿Por qué no peleas en el otro lado, miserable extranjero? ¿Te gusta cuando nos hunden un buque, espaghetti?», y otros chistes por el estilo. Patroni comprendió de qué ye trataba: un truco para derrotarlo por nerviosidad, y no hizo caso hasta que O’Hale le dio, en rápida sucesión, dos golpes cerca de la ingle, que el árbitro no pudo ver puesto que estaba detrás de él.

La combinación de insultos, golpes bajos y terrible dolor produjo la ira que el rival de Patroni esperaba. Lo que no esperaba era que Joe Patroni le daría un golpe tan rápido, salvaje y sin piedad que O’Hale cayó al suelo; después de la cuenta descubrieron que estaba muerto.

Patroni fue absuelto. Aunque el árbitro no había observado los golpes bajos; otros, sí. Aun sin eso, Patroni no había hecho nada que no se esperase: pelear hasta el límite de su fuerza y capacidad. Sólo él sabía que durante unos segundos se había vuelto loco, literalmente. Más tarde, solo, comprendió que no hubiera podido parar aunque hubiera sabido que O’Hale se estaba muriendo.

No cedió a la tentación de abandonar el boxeo, de «colgar los guantes» como lo requería el sentido común. Había seguido boxeando, empleando todas sus fuerzas físicas pero poniendo a prueba su dominio para no cruzar la línea, del espesor de un cabello, que separaba la razón de la locura salvaje. Logró su objeto, y supo que lo había logrado, porque hubo momentos en que su razón tuvo que luchar con la bestia que llevaba dentro, y ganó. Solamente entonces Joe Patroni dejó de pelear por el resto de su vida.

Pero dominar la cólera era una cosa, y suprimirla otra. Cuando el oficial volvió, Patroni lo enfrentó:

—Acaba de bloquear el camino por veinte minutos más. Me costó diez minutos colocar los camiones como los quería, y otros diez ahora para volverlos a su posición.

Mientras hablaba el sonido de un jet le recordó la razón de su prisa.

—Oiga, señor —la cara del policía se puso más roja de lo que ya estaba por obra del frío y del viento—. Métase en la cabeza que aquí mando yo. Le agradecemos su ayuda pero yo tomo las decisiones.

—¡Entonces tome una ahora!

—Yo haré lo que me…

—¡No! Usted me escucha a —Patroni lo fulminó con la mirada, sin importarle la estatura del policía. La rabia contenida y la autoridad del jefe de Mantenimiento hicieron vacilar al teniente.

»Hay una emergencia en el aeropuerto. Ya se lo dije y expliqué para qué me necesitan —el cigarro encendido perforó el aire, apoyando sus palabras—. Supongo que otros también tendrán sus razones para salir de aquí, pero a mí me basta con mías. En mi auto hay un teléfono: llamo a mis jefes, ellos llaman a los suyos y en un minuto le hablarán por radio preguntando por qué quiere ser astro de la Televisión en lugar de cumplir con su obligación. ¡Así que tome una decisión, como acaba de decir!. ¿Llamo, o nos movemos?

El teniente le devolvió mirada por mirada; pareció decidido hablar pero se contuvo. Movió su corpachón hacia los técnicos de TV y gritó:

—¡Saquen esa basura de aquí! ¡Ya han hecho bastante!

—Unos minutos más y ya está, jefe —contestó uno de ellos por encima del hombro.

—¡Ya han oído; ahora mismo! —en dos zancadas el teniente se le había acercado.

El policía se inclinó, con toda la rabia contra Patroni todavía en la cara, y el hombre saltó visiblemente.

—Bueno, bueno —hizo rápidas señas a los otros y las luces la de la cámara portátil se apagaron.

—¡A ver esos camiones otra vez dónde estaban! —disparó órdenes a sus hombres que las obedecieron con presteza. Volvió junto a Joe y le mostró el vehículo volcado; sin duda había comprendido que Patroni le sería más útil como aliado que como antagonista.

—Señor, ¿está seguro de que tenemos que arrastrarlo? ¿No podemos levantarlo?

—Si quiere bloquear el camino hasta el amanecer… Primer haría falta descargarlo, y…

—¡Ya sé, ya sé! Ahora tiramos y empujamos y después nos preocupamos de los daños —señaló los vehículos que esperaban—. Si quiere irse en seguida, saque su auto de la cola y póngalo delante. ¿Quiere una escolta hasta el aeropuerto?

—Gracias.

Diez minutos después, con el último gancho en posición, las pesadas cadenas de un camión aseguradas alrededor de los ejes del tractor accidentado, un grueso cable unió las cadenas a la grúa. Un segundo camión se unió con el tractor volcado y el tercero quedó por detrás, listo para empujar.

El chófer del gran vehículo de transporte que, a pesar de su vuelco, no había sufrido daño de consideración, gimió al ver lo que pasaba:

—¡A mis jefes esto no les va a gustar nada! Estaba casi nuevo lo van a destrozar.

—No haríamos más que terminar lo que usted empezó —le contestó un policía joven.

—Claro: ¿a ustedes qué les importa que yo pierda un buen trabajo? —gruñó el chófer—. La próxima vez buscaré algo fácil: como ser una basura de policía, por ejemplo.

—¿Por qué no? —rió el policía—. Ya demostró que es una basura de chófer.

—¿Estamos listos? —le preguntó el teniente a Patroni.

Este hizo un gesto afirmativo. Estaba en cuclillas observando de cerca si las cadenas y cables tenían la tensión necesaria.

—Despacio y con cuidado —advirtió—. Primero muevan el frente.

La grúa del primer camión comenzó a tirar; las ruedas resbalaron en la nieve y el chófer aceleró para mantener la tensión de la cadena. El frente del tractor crujió, se movió menos de un metro con un chillido de protesta del metal y quedó parado.

—¡Sigan moviéndolo! —ordenó Patroni con la mano.

Las cadenas y el cable que unían los ejes con el segundo camión se estiraron más aún. El tercer camión empujó el techo del tractor. Las ruedas de los tres camiones patinaron buscando un apoyo en la nieve húmeda y amontonada. Otro metro más y el tractor y el remolque, ambas partes del vehículo unidas como lo estaban al caer, se movieron a través del camino, acompañados por tímidos vítores de los espectadores. La cámara de TV funcionaba de nuevo, y sus luces hacían más animada la escena.

El transporte dejó una huella ancha y profunda. El frente del tractor y el cuerpo del remolque cargado sufrían más: el techo del remolque comenzó a doblarse mientras un lado chocaba con el camino. El precio para reabrir la ruta —aunque lo pagasen los aseguradores— sería elevado.

A los lados del camino los limpiadores, uno en cada extremo, trataban de levantar la mayor cantidad posible de la nieve acumulada desde que tuviera lugar el accidente. La nieve cubría ya a todo y a todos, incluso a Patroni, el teniente, los policías y todos los que no estaban a salvo de la intemperie.

Los motores de los camiones volvieron a rugir. El humo se elevó de los neumáticos que rodaban sobre la nieve húmeda y acumulada. Con lentitud entre majestuosa y torpe, el vehículo volcado se movió unos centímetros, luego unos metros y por fin quedó a salvo al otro lado del camino. A los pocos segundos ya obstruía solamente una pista del tránsito en vez de cuatro. Ahora ya sería fácil para los tres camiones llevarlo del todo fuera del camino, al arcén.

Los policías ya movían sus luces como preliminar para desenmarañar el monumental nudo de tránsito que seguramente los tendría ocupados durante varias horas. Otra vez el sonido de un jet le recordó a Patroni que su ocupación principal, esta noche, estaba en otra parte.

—Creo que es su turno, señor —le dijo el oficial, sacándose gorra y sacudiéndole la nieve.

Un auto patrullero, estacionado en el arcén, estaba pasando la pista. El teniente se lo señaló.

—Manténgase detrás de ese coche, a poca distancia. Ya sabe que usted los seguirá y tienen orden de llevarlo pronto al aeropuerto.

Patroni inclinó la cabeza. Al subir a su «Buick Wildcat» oyó.

—¡Gracias, señor!