9

Keith Bakersfeld había cumplido dos tercios de su guardia de ocho horas en la sala de radar.

El efecto de la tormenta en ese sector del control era profundo, aunque no directamente físico. Para quien no supiese lo que los complejos instrumentos indicaban, pensó Keith, la tormenta que rugía afuera podría haber estado a miles de kilómetros.

La sala de radar estaba en la torre de control, un piso más abajo del nido de águilas con paredes de vidrio desde el cual se manejaban todos los movimientos terrestres de los aviones y los vuelos locales inmediatos. La jurisdicción del radar se extendía más allá del aeropuerto, y los agentes de radar efectuaban un puente entre el control local y el centro regional de control aéreo más cercano. Los centros regionales —generalmente situados a varios kilómetros de cualquier aeropuerto— controlaban las principales rutas aéreas y el tránsito que circulaba por ellas.

En contraste con la parte superior de la torre, la sala de radar no tenía ventanas. Día y noche, en Lincoln Internacional, diez agentes y supervisores trabajaban en perpetua penumbra, bajo luces de aspecto lunar. Alrededor de ellos, instalaciones y equipos cubrían totalmente las cuatro paredes: paneles de comunicación, control y radar con sus múltiples instrumentos. Por lo general se trabajaba en mangas de camisa, pues la temperatura era siempre de veintisiete grados para proteger los delicados dispositivos electrónicos.

En la sala de radar predominaba la calma, pero detrás de esa calma los nervios estaban siempre en tensión. Esta noche más que nunca, especialmente en los últimos minutos. Era como estirar un muelle ya tenso.

Todo se debía a una señal que a su vez produjo la correspondiente luz roja y sonido de alarma en la sala de control. La alarma ya no se oía, pero la señal de radar persistía. Esta señal, comúnmente llamada «capullo doble», florecía en la pantalla semioscura como un tembloroso clavel verde, símbolo de un avión en dificultades: en ese caso, un KC-135 de la Fuerza Aérea norteamericana, volando alto en medio de la tormenta y tratando de lograr un aterrizaje inmediato de emergencia. Keith estaba a cargo de la pantalla plana donde aparecía la señal de urgencia, acompañado ahora por un supervisor. Ambos transmitían decisiones rápidas: por interteléfono a controles adyacentes, y por radio a otros aviones.

El jefe de la torre, informado de la situación, había declarado estado de emergencia, categoría tres, y avisado al sector de tierra para que prepararan sus equipos.

La pantalla, convertida en centro de todas las miradas, era un círculo horizontal de vidrio, del tamaño de un neumático de bicicleta, adaptado a la superficie de una mesa. Tenía una superficie de color verde oscuro, con puntos verdes de luz brillante, indicadores de todo avión en vuelo en un radio de sesenta kilómetros. El movimiento de los aviones era imitado por el de los puntitos luminosos, cada uno flanqueado por un pequeño marcador de material plástico que lo identificaba, llamado familiarmente «langostino»; los agentes los movían a mano a medida que cada avión avanzaba y cambiaba de posición. Cada nueva máquina que aparecía se identificaba por radio y recibía su correspondiente marcador. Los nuevos sistemas de radar los habían descartado, ya que en la pantalla de radar aparecían directamente códigos de identificación formados por letras y números que también informaban sobre altura de vuelo. Pero este nuevo método estaba todavía poco difundido y, como todo lo nuevo, tenía desventajas todavía sin eliminar.

Hoy la pantalla mostraba más aviones que nunca; alguien había dicho antes que los puntitos verdes se reproducían como hormigas prolíficas.

Keith estaba sentado en la posición más próxima a la pantalla; muy delgado y alto, se inclinaba hacia delante en la silla de acero gris. El cuerpo tenso, las piernas recogidas bajo la silla y tan rígidas como ésta. Estaba absorto, con la cara nerviosa y agotada; hacía meses que tenía ese aspecto. El reflejo verde de la pantalla acentuaba, con tonos sobrenaturales, sus profundas ojeras. Cualquiera que lo conociese bien y no lo hubiera visto hacía un año se hubiera quedado impresionado por el cambio, tanto de su apariencia como de su forma de actuar. Antes rebosaba de cordialidad, buen humor y alegría de vivir; ahora no quedaban ni rastros de todo eso. Keith, seis años menor que su hermano Mel, parecía mucho mayor.

El cambio no había pasado inadvertido a sus colegas, algunos de los cuales ocupaban ahora posiciones en los otros controles de radar. Y conocían la razón de ese cambio; simpatizaban con Keith y le tenían lástima, pero tratándose de hombres prácticos con un trabajo exigente, era comprensible que en este momento el supervisor de radar, Wayne Tevis, estuviese observando disimuladamente a Keith, como lo venía haciendo de tiempo atrás, para descubrir señales de tensión nerviosa. Tevis, texano larguirucho de hablar pausado, ocupaba el puesto central de la sala, sentado sobre un alto taburete desde el que podía mirar por encima del hombro de los operadores hacia las pantallas de radar destinadas a funciones especiales. Había hecho colocar almohadones en su asiento y de vez en cuando lo montaba como a un caballo, moviéndose de un sitio a otro con ayuda de sus botas texanas hechas a mano; así estaba donde pudieran necesitarlo, mientras el escabel se deslizaba sobre ruedecitas especiales.

Durante la última hora, Wayne Tevis no se había alejado de Keith. Estaba dispuesto a relevarlo de su guardia si fuera necesario y sabía por instinto que ese momento podía llegar más pronto de lo que pudiera pensarse.

El supervisor era bondadoso a pesar de sus ocasionales desplantes. Preveía con aprensión lo que se vería obligado a hacer, y sabía las consecuencias que ese paso tendría para Keith. Pero si tenía que hacerlo, lo haría.

Con la vista en la pantalla de Keith, le dijo:

—Keith, hijo, ese vuelo de Braniff está demasiado cerca de Eastern. Si llevas a Braniff a la derecha, Eastern puede seguir el mismo rumbo. —Era algo que Keith tendría que haber visto por sí solo, pero que no había advertido.

El problema que mantenía a casi todo el personal en febril actividad era formar una ruta libre para el KC-135 de la Fuerza Aérea, que ya comenzaba su descenso desde una altura de más de tres mil metros. Pero por debajo del gran jet había cinco aviones comerciales, escalonados a intervalos de unos trescientos metros, cumpliendo órbitas de dimensiones limitadas porque todos esperaban turno para aterrizar. A pocos kilómetros de distancia, a ambos lados, había otros aviones en formación similar y, todavía más abajo, otros tres ya a punto de aterrizar.

De algún modo había que lograr que el vuelo militar pasara entre los aviones civiles sin tocarlos. En tiempo normal era un trabajo que ponía a prueba los nervios mejor templados, pero ahora la situación se complicaba al no funcionar la radio del KC-135, lo que impedía toda comunicación oral con su piloto.

—Braniff 829, vuelta inmediata a la derecha, dirección cero nueve cero —ordenó Keith en su micrófono.

En momentos como éste era imperativo no levantar la voz y hablar con calma, aunque la presión fuese inaguantable. Pero la voz de Keith era aguda y traicionaba su nerviosidad. Vio la mirada acusadora de Wayne Tevis. Pero los puntitos de la pantalla, antes peligrosamente próximos, comenzaron a separarse cuando el capitán Braniff obedeció sus instrucciones. Había momentos —y éste era uno de ellos— en que los encargados del Control aéreo agradecían a los dioses por la rapidez y eficacia de los pilotos. Estos podían quejarse después, y a menudo lo hacían, de que los hubiesen obligado a repentinos cambios de rumbo con las consiguientes maniobras de difícil ejecución y molestias para los pasajeros. Pero cuando un control decía «inmediato», obedecían en seguida y protestaban más tarde.

No pasaría un minuto sin que el vuelo de Braniff tuviera que dar otra vuelta, y lo mismo Eastern, que estaba al mismo nivel. Antes todavía había que marcar nuevo curso para dos TWA: uno a mayor altura que el otro, más un Lake Central Convair, un Air Canada Vanguard y un Swissair que acababan de aparecer en la pantalla. Hasta que el KC-135 encontrara su salida había que mantener a todos esos aviones, y a otros, en maniobras zigzagueantes pero de corto trayecto, pues ninguno debía invadir el espacio reservado a otros vuelos. Era algo parecido al más intrincado juego de ajedrez, sólo que las piezas estaban a niveles diferentes y se movían a cientos de kilómetros por hora. También como parte del juego, había que bajar o subir las piezas sin que dejaran de moverse, pero ninguna debía aproximarse a otra más de cinco kilómetros en sentido lateral ni de trescientos metros en sentido vertical, y ninguna tenía que pasar más allá de los límites del tablero. Y mientras sucedía todo esto, los miles de pasajeros, deseosos de ver terminado su accidentado viaje, tenían que quedarse sentados en medio del espacio, esperando.

En pasajeros intervalos de relativa tranquilidad, Keith trataba de imaginar lo que sentiría en esos momentos el piloto de la Fuerza Aérea, en dificultades y tratando de bajar en medio de la tormenta y del aire lleno de aviones. Seguramente se sentía solo, abandonado. Lo mismo que Keith y que todos, aunque físicamente uno tuviese cerca a otros. El piloto tenía copiloto y tripulación, así como Keith tenía compañeros de trabajo que, ahora, podía tocar sin moverse. Pero no era esa cercanía la que importaba cuando uno estaba solo en la cámara más íntima de la mente donde nadie más podía entrar y donde se vivía —apartado y solitario— en compañía de la conciencia, de la memoria, del miedo. Solo desde el nacimiento hasta la muerte. Siempre, eternamente solo.

Él sabía hasta qué punto un ser humano puede estar solo.

Uno tras otro marcó la ruta a Swissair, uno de los TWA, Lake Central y Eastern. Wayne Tevis seguía tratando de comunicarse por radio con el KC-135 pero no obtenía respuesta; solamente la señal de alarma obedecía a la mano del piloto y aparecía como una flor en la pantalla; su posición indicaba que el piloto procedía debidamente y seguía con exactitud las instrucciones que había recibido cuando su radio todavía funcionaba. Eso le daba la seguridad de que aquí, en Control, podían anticipar sus movimientos y que por radar se podía seguir su posición en tierra, tratando de desviar de su ruta al resto del tránsito aéreo.

Como Keith sabía, ese vuelo procedía de Hawai y, tras aprovisionarse en la costa del Pacífico, se dirigía a la base aérea de Andrews, cerca de Washington. Pero al oeste de la línea media del país se produjo una falla mecánica seguida de otra eléctrica y el comandante decidió aterrizar en un punto no marcado: Smoky Hill, Kansas. Pero allí la nieve de las pistas no había sido totalmente eliminada y el KC-135 fue derivado a Lincoln Internacional. El Control General de Rutas Aéreas siguió al vuelo militar hacia el Nordeste, atravesando los estados de Missouri e Illinois. A cincuenta kilómetros del aeropuerto, el Control de Llegadas del oeste, por intermedio de Keith Bakersfeld, se hizo cargo de la situación. Poco después la falla de la radio coronaba la serie de calamidades.

Casi siempre, en condiciones normales de vuelo, los aviones militares no se acercaban a los aeropuertos civiles. Pero en una tormenta como ésta pedían ayuda —y la recibían— sin más trámite.

En la sala oscura y colmada, Keith no era el único que sudaba. Pero ninguna voz que hablara con pilotos en vuelo debía dar jamás la impresión de nerviosidad o tensión. Los pilotos ya tenían bastante con su propio trabajo y en una noche así debían volar con sus instrumentos como única guía, sin ninguna visibilidad exterior; eso aumentaba su responsabilidad. Casi todos habían volado horas extras por la demora en aterrizar y ahora tendrían que seguir en el aire.

Desde cada posición de control con radar salía una corriente incesante de órdenes por radio, destinadas a mantener a los aviones —más y más cada momento— alejados de la zona de peligro. Todos esperaban turno para descender y por momentos el número aumentaba con las nuevas llegadas. Un agente de radar, en voz baja pero tensa, dijo por encima del hombro: «Chuck, aquí tengo una terrible… ¿Te ocupas de Delta siete tres?».

Era una manera de decir que tenía más trabajo del que podía atender. Otra voz: «¡Maldición! Yo también estoy desbordado… ¡Espera! Si, ya está. —Un segundo de pausa—. Delta siete tres de control Lincoln. Vuelta izquierda; dirección uno dos cero. Mantenga altura mil doscientos metros». Los agentes se prestaban ayuda cuando podían. En seguida él mismo podría a su vez necesitar ayuda.

—¡Eh, mira a ese Northwest; viene por el otro lado; Dios! Es como la Gran Avenida en la hora de más tránsito

American cuatro cuatro, conserve posición, ¿qué altura tiene?

Esa salida de Lufthansa está fuera de ruta. ¡Que no se acerque al área de acceso…!

Los vuelos que salían se dirigían a zonas fuera del área de peligro, pero las llegadas eran demoradas y se perdía valioso tiempo de aterrizaje. Cuando pasara la emergencia, todos sabían que transcurriría una hora o más hasta desenredar la enmarañada madeja.

Keith Bakersfeld hacía todo lo posible por mantener su concentración, por conservar en la mente el cuadro de su sector con todos los aviones que contenía. Para ello era necesaria una memorización instantánea: identificación, posición, tipo de avión, velocidad, altura, curso de aterrizaje… un diagrama detallado, en profundidad, con cambios constantes… una configuración que nunca se aquietaba. Incluso en momentos más tranquilos la tensión mental era constante; ahora la tormenta llevaba el esfuerzo cerebral a sus últimos límites. La pesadilla de un agente de radar era «perder el cuadro»: el cerebro sobrecargado se rebelaba y todo se ponía negro. Podía suceder y sucedía, hasta a los mejores.

Keith había sido el mejor. Hasta hacía un año era el que ayudaba a sus colegas cuando el exceso de concentración los derrotaba: Keith, no doy más. ¿Me ayudas con un par de aviones? Y siempre los ayudaba.

Pero últimamente las cosas habían cambiado. Ahora sus compañeros lo escudaban como mejor podían, pero no era fácil cumplir el propio trabajo y ayudar a otro más allá de ciertos límites.

Hacían falta más instrucciones por radio. Keith estaba solo; Tevis había ido a supervisar a otro agente, en el extremo opuesto de la sala. Las decisiones salían de la mente de Keith como hormigas: Braniff a la izquierda, Air Canada a la derecha, Eastern ciento ochenta grados. Le obedecían: en la pantalla los puntitos cambiaban de dirección. Lake Central Convair, más lento, podrá esperar otro minuto. Pero no así el jet Swissair que convergía con Eastern. Swissair necesitaba inmediatamente una nueva ruta, ¿pero cuál?. ¡Piensa! Cuarenta y cinco grados derecha, pero sólo por un minuto, luego otra vez derecha. No pierdas de vista a TWA y Northwest. Un nuevo vuelo viene del Oeste a gran velocidad: identifícalo y encuéntrale espacio. ¡Concéntrate, concéntrate!

No perdería el cuadro —decidió con firmeza—. No esta noche, no ahora.

Había una razón especial para ello; un secreto que nadie compartía, ni siquiera Natalie, su esposa. Sólo Keith sabía que ésta era la última vez que se vería frente a una pantalla de radar, o que haría guardia. Hoy era su último día en Control aéreo, y pronto terminaría.

También era el último día de su vida.

—Descansa un poco, Keith —la voz era la del jefe de torre.

Keith no lo había visto entrar. Ahora estaba en pie junto a Wayne Tevis, que un momento antes le había dicho:

—Creo que Keith está bien; me ha tenido preocupado antes, pero me parece que ahora ha reaccionado.

Tevis se alegró de no haber tenido que tomar la medida drástica que previera un rato antes, pero el jefe murmuró:

—De todos modos, quiero que lo deje por un rato —y agregó—: Yo se lo diré.

Una mirada a los dos hombres le bastó para saber por qué lo relevaban. La crisis no había pasado, y no confiaban en él. El descanso era un pretexto; no le tocaba hasta dentro de media hora. ¿Debía protestar? Para un agente con su antigüedad era una indignidad que los otros notarían. Luego pensó: ¿para qué hacer una escena ahora? No valía le pena. Además, un descanso de diez minutos le haría bien. Después, cuando lo peor de la emergencia hubiera pasado, podía volver a trabajar hasta completar su turno.

—Lee te remplazará, Keith —le dijo Tevis, inclinándose hacia él. Con un signo llamó a otro agente que acababa de volver de su descanso, no forzoso, sino el de turno.

Keith asintió sin hablar pero no se movió y siguió dando instrucciones a los aviones mientras su remplazante se enteraba de la situación. En general se necesitaban varios minutos para que un agente pudiera remplazar a otro. El remplazante tenía que estudiar la pantalla y absorber mentalmente el cuadro general. También tenía que colocar su mente en el debido estado de tensión.

Ponerse tenso —consciente y deliberadamente— era parte del trabajo. Ellos lo llamaban «afilar la punta» y en los quince años que Keith llevaba en la sección nadie había dejado de hacerlo, ni él ni los otros. Uno lo hacía porque era indispensable al hacerse cargo, como ahora. En otros momentos era un acto reflejo: por ejemplo, en el auto camino del trabajo. Al salir de su casa la conversación era fácil y normal. Pero una pregunta como: «¿Vas a ver el partido del sábado?», que en ese momento recibía su respuesta normal:

«Seguro», o «No, esta semana no puedo», era contestada, ya más cerca del aeropuerto, con un seco sí o no, nada más.

Junto con esa necesaria tensión mental había otro requisito: una calma estudiada, controlada, mientras durase el trabajo. Las dos condiciones, contradictorias en términos humanos, resultaban agotadoras y a la larga dejaban huellas imborrables. Muchos sufrían de úlceras estomacales y las ocultaban por miedo a perder su puesto. Parte de esa ocultación eran las consultas pagadas a médicos privados, en lugar de recurrir gratis a la asistencia médica que era parte de sus derechos. En el trabajo escondían medicamentos —«para alivio de hiperacidez gástrica»— en sus roperos y cada tanto bebían a escondidas fluidos blancos y dulzones.

No eran ésos los únicos efectos. Algunos agentes —Keith Bakersfeld conocía a varios— eran mezquinos e irascibles en su hogar, o se enfurecían por cualquier cosa, como reacción a las emociones comprimidas en el trabajo. Además, con el horario irregular de servicio y de sueño, que hacía difícil tener una casa bien organizada, el efecto final era previsible: hogares deshechos y una larga lista de divorcios.

—Okay —dijo el remplazante—. Ya tengo el cuadro.

Keith se deslizó de su asiento, desconectó los auriculares y cedió su lugar al nuevo agente, que antes de sentarse ya transmitía instrucciones al TWA menos elevado.

—Tu hermano dijo que quizá pasaría más tarde —le dijo el jefe de torre a Keith.

Éste asintió y salió de la habitación. No tenía nada contra el jefe, que debía cuidar sus propias responsabilidades, y se alegró de no haber protestado contra su prematuro relevo. En ese momento lo que más deseaba era un cigarrillo, un poco de café, y estar solo. También se alegraba —ahora que otro había decidido por él— de estar lejos de la situación de emergencia. Había atravesado demasiadas crisis en su vida para importarle perder la culminación de una más.

En el aeropuerto ocurrían varias por día, de una u otra clase, lo mismo que en cualquier aeropuerto de la misma categoría. Podían ocurrir con cualquier tipo de tiempo: en el día más claro, o con una tormenta como la de hoy. Por lo general, los incidentes no trascendían más allá de un pequeño grupo y casi todos se resolvían; ni los pilotos en vuelo sabían casi nunca por qué los demoraban o debían doblar en tal o cual dirección. En primer lugar no tenían por qué saberlo y en segundo, nunca había tiempo para perder hablando por radio. El personal terrestre de emergencia: enfermeros, policías y demás, y la gerencia del aeropuerto estaban siempre sobre aviso, y su actuación dependía de la categoría asignada a la emergencia. La categoría uno era la más seria y rara vez se utilizaba, excepto en un auténtico choque o colisión. La categoría dos servía para avisar que existía peligro inminente de muerte o daño físico. Y la categoría tres, como ésta de ahora, era una advertencia general para estar listos; podrían necesitarlos o no. Pero para los agentes, cualquier tipo de emergencia significaba más tensión y consecuencias posteriores.

Keith entró en el vestuario inmediato a la sala de control. Ahora que disponía de unos minutos para pensar con calma podía permitirse la esperanza de que el piloto del KC-135 y todos los demás aterrizaran salvando la tormenta.

Estaba en un cubículo con una sola ventana, tres paredes ocultas por roperos metálicos y un largo banco de madera en el centro. Un pizarrón junto a la ventana exhibía una desordenada colección de anuncios oficiales y noticias de actividades sociales en el aeropuerto. La luz sin pantalla que colgaba del cielorraso ofuscaba después de la semioscuridad de la sala de radar. No había nadie, y Keith apagó la luz. Los reflectores de la torre daban toda la luz que necesitaba.

Encendió un cigarrillo, abrió su ropero y sacó el recipiente con el almuerzo que Natalie le había preparado antes de salir de casa. Mientras echaba café en su taza pensó si Natalie habría añadido alguna nota a la comida, o alguna noticia recortada de un diario o revista. Solía hacer una o ambas cosas, esperando que eso lo animara. Desde el principio de su problema se había preocupado mucho de mantenerlo animado. Al principio había sido obvia; luego, al no conseguir resultados, más sutil; pero Keith siempre comprendía, sin interesarse mucho, lo que ella hacía o trataba de hacer. Últimamente las notas y recortes habían disminuido.

Quizá también ella se había cansado. Le hablaba menos que antes y sus ojos enrojecidos le decían que había estado llorando.

Cuando se dio cuenta, Keith quiso ayudarla. Pero cómo, si ni siquiera podía ayudarse a sí mismo.

En la pared interior del ropero había una fotografía de Natalie: una instantánea en colores, tomada por Keith. La había colocado allí hacía tres años. Ahora la luz exterior la iluminaba vagamente, pero la conocía tan bien que la veía con claridad, con luz o sin ella.

Natalie estaba en bikini. Aparecía sentada en una roca, riéndose, mientras con una de sus delgadas manos se protegía los ojos del sol. El pelo castaño claro caía por detrás en cascada; la cara pequeña y traviesa mostraba las pecas que siempre le aparecían en verano. Tenía algo de duende, pero también poseía fuerza de voluntad; la cámara había captado ambos aspectos. Al fondo se veía un lago de aguas azules, altos abetos y rocas. Eran unas vacaciones pasadas en Canadá, acampando a orillas de los lagos de Haliburton; por una vez los chicos, Brian y Theo, se habían quedado en Illinois con Mel y Cindy. Pocas veces habían sido tan felices como en esas vacaciones.

No estaba mal, pensó Keith, recordar eso esta noche.

Detrás de la foto asomaba un papel doblado: una de las notas en que había pensado antes. Ésta tenía varios meses y, no recordaba por qué, la había guardado. Aun sabiendo lo que decía, la sacó de su lugar y se acercó a la ventana para leerla. Era un recorte de revista más algunas líneas escritas por ella.

Natalie se interesaba en muchas cosas, algunas poco comunes, y trataba de que Keith y los chicos compartieran ese entusiasmo. Este recorte trataba de nuevos experimentos de genética. Decía que ahora el esperma humano podía conservarse congelado por tiempo indefinido sin perder sus propiedades. Una vez descongelado podía fecundar a cualquier mujer, en cualquier momento: pronto o dentro de varias generaciones.

Natalie había escrito:

Si Noé hubiese sabido lo del esperma congelado, el Arca hubiera podido ser cincuenta por ciento más pequeña; parece que se puede tener docenas de hijos con sólo abrir la puerta de una nevera. Me alegro de que nosotros hayamos tenido nuestra ración con amor y pasión.

En esa época ella todavía se preocupaba; trataba por todos los medios de que las vidas de ambos, y la familia, volvieran a ser como antes. Con amor y pasión.

Mel también había tratado, junto con Natalie, de inducir a su hermano a que luchara para librarse de la marea de angustia y depresión que lo había cubierto por completo.

Aun entonces, una parte de Keith deseaba colaborar, responderles. De alguna oscura reserva había sacado fuerzas para que los esfuerzos de ellos no se malograran, para que el cariño que le ofrecían no fuese en vano. Pero su esfuerzo falló; él sabía que tenía que fallar, porque en su interior ya no quedaba ningún sentimiento, ninguna emoción: ni calidez, ni amor, ni siquiera cólera; nada con vida. Solamente un vacío, remordimientos y la desesperación que invadía todo su ser.

Estaba seguro de que ahora Natalie comprendía su fracaso. Debía de ser por eso por lo que se ocultaba de él para llorar.

¿Y Mel? También Mel había abandonado la lucha, quizá. Aunque no por completo. Keith recordó las palabras del jefe. «Tu hermano dijo que a lo mejor pasaría por aquí».

Si no lo hacía, las cosas serían más simples. Keith se sentía incapaz de afrontarlo, aunque toda su vida habían estado tan juntos como dos hermanos pueden estarlo. La presencia de Mel complicaría todo.

Y Keith estaba demasiado vacío, demasiado exhausto para soportar nuevas complicaciones.

Volvió a pensar si Natalie le habría dado alguna nota. Sacó con cuidado la comida del recipiente, esperando encontrar algo.

Había emparedados de jamón y berro, queso, una pera y el papel de envolver. Nada más.

Al saber que no encontraría nada deseó con desesperación algún mensaje; cualquiera, hasta el más insignificante. Y comprendió que la culpa era suya: no le había dejado tiempo. Hoy, con los preparativos que necesitaba hacer, había salido de casa más temprano que de costumbre. Natalie, que no sabía nada, tuvo que apresurarse. En un momento dado, él intentó saltarse el almuerzo; comería en alguna cafetería del aeropuerto. Pero Natalie, que sabía que todas estarían repletas de gente y de ruido, cosa que a Keith le disgustaba, insistió y preparó algo lo más rápidamente que pudo. No le preguntó por qué quería irse temprano, aunque sabía que era curiosa. Keith se sintió aliviado por esa falta de preguntas. Para contestarlas hubiera tenido que inventar algo, y no quería que las últimas palabras que cambiaran fuesen una mentira.

Había tenido tiempo para todo. En el aeropuerto había hecho una reserva en la «Posada O’Hagan», confirmando una llamada telefónica previa. Todo lo había preparado al detalle, siguiendo una idea concebida varias semanas atrás, aunque antes de poner el plan en práctica había esperado para pensarlo y estar bien seguro. Tras una breve visita a su cuarto en la «Posada», salió de allí y llegó a tiempo a su trabajo.

La «Posada O’Hagan» estaba a pocos minutos de Lincoln Internacional. Dentro de algunas horas, una vez terminada su guardia, podía llegar allí sin pérdida de tiempo. Tenía la llave de la habitación en el bolsillo. La sacó para asegurarse.