8

Un lustro antes el aeropuerto era considerado uno de los mejores y más modernos del mundo. Las delegaciones lo recorrían con admiración. Los políticos lo señalaban con orgullo y discurseaban sobre «primacía en el aire» y «un símbolo de la era del jet». Ahora los discursos seguían, pero se justificaban menos. Lo que casi nadie comprendía era que Lincoln Internacional, como muchos otros aeropuertos importantes, estaba convirtiéndose en un sepulcro blanqueado, una reliquia de otras épocas.

Mel Bakersfeld se repitió las palabras sepulcro blanqueado mientras recorría en la oscuridad la pista uno siete izquierda. La definición era acertada; las deficiencias del aeropuerto eran serias, básicas, pero como el público casi no podía advertirlas, solamente la gente de adentro las conocía.

Los pasajeros y visitantes veían principalmente la terminal principal: una especie de Taj Mahal brillantemente iluminado y con aire acondicionado. Vidrio centelleante, cromados, abundancia de luz y espacio, amplios salones de pasajeros y elegantes salas de espera: la terminal aparentaba ser todo eso. Los anexos eran de una riqueza opulenta: seis restaurantes de categoría, desde un comedor para conocedores, con platos de porcelana dorada y precios acordes, hasta una cafetería donde se comía de pie. Los bares, discretamente oscuros o muy iluminados, abundaban tanto como los baños. Mientras esperaba, y sin salir de la terminal, el visitante podía hacer compras, reservar alojamiento, darse un baño a vapor y masaje, hacerse cortar el cabello, planchar la ropa, lustrar los zapatos y hasta morir, con un entierro decoroso organizado por los «Jardines del Espíritu Santo», organización con oficinas en el salón de la planta baja.

Si uno juzgaba sólo por la terminal, el aeropuerto era algo espectacular. Pero las deficiencias existían en las áreas de operación, especialmente las pistas y rutas de rodaje.

De los ochenta mil pasajeros que salían y entraban diariamente, pocos comprendían lo inadecuado y por ende peligroso que era ahora el sistema de pistas. Un año atrás ya resultaba apenas suficiente pero ahora estaba peligrosamente sobrecargado. En períodos de actividad normal, cada treinta segundos había una llegada o salida en las dos pistas principales. La situación con Meadowood y los miramientos con sus residentes obligaban a usar, en horas de mucha actividad, una pista que cortaba a otra: así los aviones salían y llegaban en forma convergente y había momentos en que los controles contenían la respiración y rezaban. Sin ir más lejos, la semana pasada Keith Bakersfeld, hermano de Mel, había predicho sombríamente:

—Okay, en la torre no nos dormimos, resolvemos cualquier lío y nunca dejamos que dos aviones se topen en esa intersección. Pero algún día bastará un solo segundo de distracción o un cálculo equivocado y eso sucederá. Dios quiera que no sea yo el responsable, porque aquello será como lo del Gran Cañón del Colorado.

Era la misma intersección que acababan de pasar. Mel miró atrás: a través de un claro momentáneo de la nieve las luces de navegación aérea se veían en la otra pista, moviéndose con rapidez: despegaba un avión. Lo que siguió, casi en el mismo instante, le pareció increíble: a pocos metros aparecieron otras luces; otro avión aterrizaba.

El chófer, que también miraba, silbó:

—Qué juntitos esos dos, ¿no?

Mel afirmó con el gesto. Habían estado juntos, mucho más de lo debido, tanto que, por un momento se le había puesto la carne de gallina. Lo sucedido era obvio: el control aéreo, en sus instrucciones a ambos pilotos por radio, no había calculado bien los márgenes de tolerancia. Como de costumbre, la experiencia y habilidad de ese control habían resultado apropiadas, pero a la milésima de milímetro. Los dos vuelos estaban fuera de peligro, uno en el aire y otro en tierra. El elemento de peligro constante surgía al considerar la multiplicidad de esas decisiones al segundo.

Muchas veces había señalado ese riesgo ante la Junta Directiva y el Concejo Municipal, que controlaban las finanzas del aeropuerto: él no pedía sólo la construcción inmediata de más pistas y rutas, sino la compra de más tierra próxima al aeropuerto, con vistas a un desarrollo a largo plazo. El resultado: discusiones, a veces agitadas. Algunos estaban de acuerdo con él, pero otros se oponían sin remedio. Era difícil convencerlos de que un aeropuerto, construido a fines de los años 50, estuviese ya tan fuera de época que pudiera resultar peligroso. Lo mismo daba que eso se repitiera —como en efecto ocurría— en Nueva York, San Francisco, Chicago y otros centros; había cosas que los políticos nunca verían, porque no querían verlas.

Quizá Keith tenía razón, pensó Mel, y nada más que un gran desastre podría sacudir la conciencia del público, así como la catástrofe de 1956 en el Gran Cañón había forzado al presidente Eisenhower y al LXXXIV Congreso a revisar la política de rutas aéreas. Era irónico: para mejoras no destinadas a la parte operatoria nunca era difícil conseguir dinero; por ejemplo, una propuesta para triplicar el espacio de estacionamiento de automóviles fue aprobada sin una sola objeción, porque el público —sin exceptuar a los que decidían el asunto con su voto— podía ver y tocar la mejora. Las pistas y rutas eran otra cosa. Una pista nueva costaba varios millones de dólares y se tardaba dos años en construirla, pero aparte de los pilotos, controles y gerencia del aeropuerto casi nadie sabía si un sistema de pistas era bueno o malo.

Pero en Lincoln Internacional se acercaba la hora de las decisiones; era inevitable. En las últimas semanas Mel había presentido las señales, y cuando el momento llegara la elección era evidente: progresar en tierra para ponerse a tono con el progreso en el aire, o caer en un impotente retroceso. En la aviación nada podía quedar estacionario.

Y había que considerar otro factor.

No sólo estaba en juego el futuro del aeropuerto, sino el de Mel. Según la política que se siguiera, su propio prestigio sería mayor o menor ante los importantes.

Hacía poco que lo consideraban como el vocero nacional de la nueva aviación, el joven genio de la aeronáutica administrativa cuando un solo suceso, abrupto y calamitoso, cambió todo; y ahora, cinco años después, el futuro ya no era claro y existían dudas y cuestiones sobre Mel Bakersfeld, en su propia mente y en otras también.

El suceso responsable del cambio fue el asesinato de John F. Kennedy.

—Estamos al final de la pista, míster Bakersfeld. ¿Vuelve con nosotros o qué? —la voz del chófer interrumpió sus meditaciones.

—¿Qué?

El hombre repitió su pregunta. De nuevo las luces vibraban y el equipo aminoraba la velocidad. Una vez limpia la pista en la mitad de su ancho, la Conga daba la vuelta y limpiaba la parte restante. Contando paradas y arranques, se tardaba entre cuarenta y cinco minutos y una hora para despejar y enarenar una sola pista.

—No —contestó Mel—. Me bajo aquí.

—Bueno, señor. —El chófer señaló con la luz al auto del capataz asistente que en seguida se separó de la línea. Poco después bajó y encontró su propio auto esperándolo. De otras máquinas y camiones, los hombres bajaban y marchaban en busca del camión cafetería.

De regreso, rumbo a la terminal, Mel llamó al Control de nieve y le confirmó a Danny Farrow que la pista uno siete izquierda quedaría lista para usar dentro de poco. Luego sintonizó Control de Superficie y dejó encendido el aparato a escaso volumen, para que las voces sirvieran de fondo a sus pensamientos.

Dentro de la sopladora había recordado el acontecimiento que, entre todos, había tenido el mayor impacto sobre él. Sucedió cinco años atrás.

¿Tanto tiempo? —pensó sobresaltado; cinco años desde aquella tarde gris de noviembre cuando había empuñado el micrófono que tenía en su escritorio: ese micrófono rara vez usado que dominaba a todos los otros de la terminal, para anunciar, interrumpiendo el boletín de informaciones, la increíble noticia recibida segundos antes de Dallas.

Mientras hablaba tenía los ojos fijos en la fotografía de la pared, con esta dedicatoria: A mi amigo Mel Bakersfeld, preocupado, como yo, en aligerar las cadenas que nos atan a la tierra — John F. Kennedy.

La fotografía aún seguía allí, lo mismo que muchos recuerdos. Estos comenzaban, para Mel, con un discurso pronunciado por él en Washington.

Entonces era, además de director general del aeropuerto, presidente del Consejo de Aeropuertos, el más joven en su cargo al frente de ese organismo pequeño pero influyente que servía de nexo entre los principales aeropuertos del mundo, con oficinas centrales en Washington, a donde Mel volaba a menudo.

Habló ante un congreso nacional de planificación.

La aviación, dijo, era la única empresa internacional realmente de éxito. Dejaba atrás las diferencias ideológicas así como las geográficas. Siendo como era un medio de acercar a los hombres a un costo cada vez menor, ofrecía la forma más práctica que el hombre hubiera inventado para llegar a la comprensión y entendimiento mundiales.

Todavía más importante era el comercio aéreo, ya considerable y destinado a ser cada vez más grande. Los nuevos y gigantescos aviones jet que entrarían a funcionar a comienzos de los años70 serían el transporte de carga más rápido y barato en la historia de la Humanidad; no pasaría más de una década sin que los vapores transatlánticos pasaran a ser piezas de museo, desplazados como el Queen Mary y el Queen Elizabeth lo fueran por los aviones de pasajeros. De ello podía resultar un nuevo renacimiento mundial del comercio, productor de prosperidad para naciones ahora empobrecidas. Tecnológicamente, le recordó Mel a su auditorio, la aviación podía ofrecer eso y más en un futuro próximo: la gente que ahora tenía de cuarenta a cincuenta años podría verlo antes de morir.

Pero —continuó— mientras los diseñadores cambiaban los sueños en realidades, las instalaciones terrestres eran, casi siempre, producto de visión insuficiente o de prisa mal entendida. Los aeropuertos, las pistas, las terminales, eran cosas de ayer, con poca o ninguna previsión para mañana; no se pensaba, deliberadamente o no, en la velocidad con que la aviación estaba progresando. Los aeropuertos se construían por partes, como si fueran un edificio municipal cualquiera, sin imaginación. En general se gastaba demasiado en ostentosas terminales y no lo bastante en la parte operativa. No existía un planeamiento coordinado, de alto nivel, nacional o internacional.

A nivel local, con políticos indiferentes a los problemas de acceso terrestre a los aeropuertos, la situación era igual o peor.

—Hemos roto la barrera del sonido —declaró Mel—, pero no la barrera de tierra.

Enumeró sectores para estudio y pidió urgente planeamiento internacional —inspirado y presidido por los Estados Unidos— para el aspecto terrestre de la aviación.

El discurso mereció una ovación en pie y recibió gran difusión, siendo comentado tan favorablemente por el Times de Londres como por Pravda y el Wall Street Journal.

Al día siguiente recibió una invitación para la Casa Blanca.

La entrevista con el presidente fue satisfactoria: una sesión sencilla y de cordial buen humor en el despacho privado del segundo piso. Mel comprobó que J. F. K. compartía muchas de sus ideas.

Luego hubo otras reuniones, algunas con ayudantes de Kennedy, en momentos en que la Presidencia estudiaba temas afines. Después de varias visitas Mel se sentía a gusto en la Casa Blanca y ya no tan sorprendido de verse allí. Al pasar el tiempo quedó establecida una relación particular pero sólida, como a J. F. K. le gustaba tener con los que podían ofrecerle su ayuda.

Al año del primer encuentro el presidente le propuso presidir la Agencia Federal de Aviación, luego llamada Administración. Durante la segunda presidencia de Kennedy que todos descontaban, el actual administrador, Halaby, recibiría otro cargo. ¿Qué le parecería a Mel poder tomar, desde dentro, alguna de las medidas que había recomendado desde fuera? Contestó que le interesaba mucho, aclarando que si le ofrecían el puesto no dudaría en aceptarlo.

Él no habló del asunto, pero otros se encargaron de circular rumores. Mel estaba «adentro»; había ingresado en el círculo mágico de allegados al presidente. Su prestigio, ya elevado, se acrecentó. El Consejo lo reeligió presidente. En el aeropuerto le aumentaron el sueldo. Con menos de cuarenta años era el genio joven de la aviación administrativa.

Seis meses más tarde John F. Kennedy viajaba a Texas.

Como otros, pasada la primera impresión, Mel lloró. Luego comprendió que las balas del asesino también alcanzaban a otras vidas, la suya entre ellas. En Washington, como pudo comprobarlo, ya no estaba «adentro». Najeb Halaby se alejó, sí, de su cargo y asumió la vicepresidencia de Pan American, pero Mel no lo remplazó. El poder estaba en otras manos, las influencias se desvanecían. Supo que su nombre ni siquiera había figurado en la breve lista de candidatos del presidente Johnson.

Su segunda presidencia del Consejo pasó sin incidentes y otro joven ambicioso lo sucedió. Sus viajes a Washington cesaron. Sus apariciones en público fueron puramente locales y, en cierto modo, eso fue un alivio para él. Su responsabilidad en el aeropuerto aumentaba al mismo tiempo que el tránsito aéreo proliferaba más allá de todos los cálculos. Se absorbió en sus esfuerzos para planificar el trabajo y persuadir a las autoridades, imponiéndoles sus puntos de vista. No faltaba en qué pensar, incluso las dificultades hogareñas; así pasaban los días, las semanas y los meses.

Pero no podía desechar la idea de que el tiempo y la oportunidad lo habían dejado de lado. Otros pensaban lo mismo. Si no ocurría algo dramático, su carrera seguiría y terminaría exactamente donde estaba ahora.

—Torre a vehículo uno: ¿cuál es su posición? —la pregunta de la radio interrumpió sus pensamientos y lo devolvió de golpe al presente.

Aumentó el volumen y respondió. Se acercaba a la terminal principal de pasajeros, cuyas luces se veían con claridad a pesar de que la nieve no había disminuido. Las áreas de estacionamiento seguían tan llenas de aviones como antes, y seguían llegando ralas en espera de ocupar posiciones de salida.

—Vehículo uno, espere que cruce el Lake Central Nord y sígalo.

—Vehículo uno, de acuerdo.

Minutos más tarde estacionó el coche en el subsuelo de la terminal.

Junto a su espacio para estacionar había una caja cerrada con el teléfono interno. La abrió y llamó a Control de nieve. Contestó Danny Farrow. Le preguntó si había novedad sobre el jet mexicano.

—No. Y el jefe de torre te dice que mientras no podamos usar la pista tres cero el tránsito se demora un cincuenta por ciento, y que cada vez que alguien despega sobre Meadowood lo llaman por teléfono para quejarse.

—Meadowood tendrá que aguantarse —contestó secamente. Con reunión comunal o sin ella, por el momento no podía hacer nada para eliminar el ruido. Lo más importante era acelerar las operaciones.

—¿Dónde está Joe Patroni?

—Sigue detenido.

—¿Seguro que podrá llegar?

—TWA dice que sí. Tiene teléfono en el auto y están en contacto.

—En cuanto llegue —pidió Mel— quiero que me avisen. Esté donde esté.

—Supongo que en el Centro.

Mel vaciló. En realidad ya no necesitaba quedarse más en el aeropuerto, pero volvió a sentir de repente que se avecinaba alguna dificultad. Recordó su conversación con el jefe de la torre y los aviones que esperaban en la rampa. Su decisión fue espontánea.

—No, no estaré en el Centro. Se necesita urgentemente esa pista y no me voy mientras no sepa con seguridad que Patroni está trabajando en eso.

—En ese caso —dijo Danny— le sugiero que hable en seguida con su esposa. Está en este número.

Mel lo apuntó y marcó el número. Preguntó por Cindy y tras breve espera la oyó decir enojada:

—¿Por qué no vienes, Mel?

—Lo siento, no puedo irme. Tenemos problemas. Es una tormenta grande…

Ven para acá en seguida. ¡Maldito seas!

La voz baja le hizo suponer que podían oírla otros. Pero eso no le impedía acumular veneno en el tono.

A veces trataba de encontrar una relación entre la voz actual de Cindy y la que tenía antes de casarse, quince años atrás. Le parecía que entonces ella era más suave. Esa suavidad era una de las cosas que lo habían atraído cuando se conocieron en San Francisco, durante su licencia de la Marina. Cindy era una actriz secundaria; la carrera que había deseado no pasaba de ser un sueño. Sus papeles habían sido cada vez menos importantes, en temporadas de verano o en televisión; más tarde, en un momento de franqueza, admitió que el matrimonio la había salvado a tiempo de una situación desagradable.

Con los años la historia fue cambiando y Cindy terminó diciendo que había sacrificado su carrera, y probable estrellato, por Mel. La fase más reciente era que a Cindy no le gustaba mencionar ni oír hablar para nada de su pasado de actriz: había leído en Town and Country que rara vez, o nunca, se incluía a una actriz en la Guía Social, y Cindy tenía muchas ganas de que su nombre figurase allí.

—Voy para allá en cuanto pueda —le dijo Mel.

—Eso no basta —saltó ella—. Ya deberías estar aquí. Sabías muy bien la importancia que tiene para mí lo de esta noche, y me lo prometiste formalmente hace una semana.

—Hace una semana no podía saber que se presentaría la tormenta más grande de los últimos seis años. Tenemos una pista fuera de uso y la seguridad del aeropuerto…

—¿No hay gente que trabaja en eso? ¿O elegiste a hombres tan incompetentes que no pueden arreglarse solos?

—Son muy competentes —replicó irritado—. Pero me pagan para que también sea responsable.

—Lástima que no te consideres responsable para conmigo. Una vez y otra acepto invitaciones importantes y te causa placer echarlo todo a perder.

Mientras escuchaba presintió que ella se acercaba al paroxismo de la rabia. Podía verla sin esforzarse: un metro sesenta y cinco de energía imperiosa, calzada con sus zapatos más altos, ojos celestes echando chispas, pelo rubio y bien peinado, la cabeza echada atrás, en esa pose tan atrayente que tenía cuando estaba enojada. Sería por eso por lo que en los primeros años de matrimonio el mal genio de ella no le molestaba mucho. Cuanto más se enojaba más deseable se volvía. En esos momentos él siempre iba elevando la vista con lentitud, a partir de sus tobillos, que junto con las piernas eran lo mejor de Cindy, mejores que los de la mayoría de mujeres que él conocía; el resto estaba igualmente bien proporcionado y atraía la mirada.

Terminado el examen visual entraba en juego una especie de comunión física mutua que los obligaba a buscarse, a tocarse con afán. El resultado era el de suponer; una invariable ola de sensualidad los sumergía y el origen del enojo de Cindy quedaba olvidado. Una vena de salvajismo la hacía reclamar el castigo físico durante el amor. Terminaban exhaustos, y les resultaba imposible retomar el hilo de su pelea; no querían ni podían hacerlo.

Por supuesto que eso era sólo una manera de evadir o posponer, y no de resolver, diferencias que, como Mel comprendió pronto, eran fundamentales. Al pasar los años y disminuir la pasión, esas diferencias se acumulaban haciéndose más visibles y pronunciadas.

Llegaron a no utilizar el sexo como panacea; en el último año, toda intimidad física llegó a ser excepcional entre ellos. Cindy, que necesitaba calmar siempre sus apetitos corporales, cualquiera que fuese su estado de ánimo, parecía ahora indiferente. Mel pensaba que eso no podía deberse a la existencia de un amante, y suponía que el asunto debería preocuparle. Lo triste del caso era que parecía que no le importaba.

Con todo, había momentos en que ver u oír a Cindy enojada todavía lo excitaba físicamente, renovando viejos deseos. Ahora sentía eso mientras la escuchaba acumular reproches y amarguras.

—No es necesario que yo trastorne tus planes porque sí —dijo cuando pudo hablar—. Casi siempre hago lo que quieres aunque no le dé la misma importancia que tú a esas cosas. Lo que sí me gustaría sería pasar más noches en casa con las chicas.

—No creo una palabra de esas estupideces.

Se puso tenso y apretó la mano en el teléfono. Luego admitió que podía haber algo de verdad en la frase. Esta misma noche había pensado en las veces que se había quedado en el aeropuerto cuando podía muy bien haber ido a casa, sólo para evitar otra pelea con Cindy. Entonces no había pensado ni poco ni mucho en Roberta y Libby; eso sucedía siempre que un matrimonio fracasaba. Había hecho mal en mencionarlas.

Pero aparte de todo eso, esta noche era diferente. Tenía que quedarse por lo menos hasta tener noticias seguras de lo que sucedía en la pista bloqueada.

—Vamos a aclarar esto —añadió—. No te lo he dicho antes, pero el año pasado llevé la cuenta: quisiste que yo fuese a cincuenta y siete de tus reuniones de caridad; yo fui a cuarenta y cinco, muchas más de las que hubiera querido, pero creo que como resultado no es tan malo.

—¡Canalla! Soy tu esposa y no el campeonato de béisbol.

—¡Un momento! —él también empezaba a enojarse—. Además, por si no lo sabes estás gritando. ¿Quieres que toda esa simpática gente que te rodea sepa con qué miserable te casaste?

—No me importa nada —pero la voz era más baja.

—Ya sé que eres mi esposa, y por eso pienso ir para allá en cuanto pueda. —¿Qué sucedería si ahora pudiera estirar la mano y tocarla: volvería a funcionar la antigua magia? Probablemente no—. Guárdame un lugar y que el camarero me caliente la sopa. A los demás pídeles disculpas de mi parte y explícales mi tardanza. Supongo que algunos sabrán que existe el aeropuerto. —Se le ocurrió agregar—: A propósito, ¿qué fiesta es ésa?

—Ya te lo expliqué la semana pasada.

—Dímelo otra vez.

—Es una reunión de publicidad: cóctel y cena, para promocionar el baile de disfraces que habrá el mes que viene a beneficio del «Fondo de Ayuda Infantil Archidona». Han venido periodistas. Tomarán fotografías.

Ahora sabía por qué tenía que apresurarse. Con él allí era más fácil que la fotografiaran, y que apareciera mañana en las páginas sociales de los diarios.

—Casi todas las otras señoras del comité han venido con sus maridos —insistía ella.

—¿Pero no todas?

—Dije casi todas.

—¿También dijiste el «Fondo de Ayuda Archidona»?

—Sí.

—¿Cuál Archidona? Porque hay dos: una en Ecuador y la otra en España —cuando estudiaba los mapas y la geografía lo fascinaban, y tenía buena retentiva.

Por primera vez Cindy vaciló; luego agregó impaciente:

—¿Qué importa? No es tiempo de hacer preguntas estúpidas.

Mel quiso reírse. Cindy no lo sabía. Como siempre, había elegido la obra de caridad pensando en quién y no en qué.

—¿Cuántas cartas esperas conseguir esta vez? —preguntó con malicia.

—No entiendo.

—Ya lo creo que entiendes.

Para ser candidato a figurar en la Guía Social, todo nuevo aspirante debía presentar ocho cartas firmadas por personas que ya apareciesen en ella. Según los cálculos de Mel, Cindy ya había reunido cuatro.

—Por Dios, Mel, si dices algo de esto, esta noche o cuando sea…

—¿Serán cartas espontáneas, o tendrás que pagarlas como aquellas dos? —tenía conciencia de su ventaja, cosa que sucedía rara vez.

—¡Qué horrible calumnia! —respondió indignada—. No se pueden comprar ciertas cosas…

—Tonterías. No olvides que tenemos una cuenta juntos y a mí también me mandan los comprobantes de cheques.

Hubo un silencio. Luego, en voz baja y llena de odio, ella prosiguió:

—¡Escúchame bien! Es mejor que vengas para aquí, y pronto. Si no lo haces, o si vienes y me avergüenzas repitiendo algo de lo que acabas de decir, hemos terminado. ¿Entiendes?

—No estoy seguro —contestó quedamente; su instinto le advirtió que el momento era importante para ambos—. Quizá sea mejor que me digas exactamente lo que te propones.

—Creo que me entiendes perfectamente.

Y colgó.

Mientras iba para su oficina crecía la furia en su interior. Nunca se había enfurecido con la rapidez de Cindy. Pero ahora ardía de rabia.

No estaba del todo seguro de cuál era el centro de esa cólera. En gran parte lo era Cindy, pero también había otros factores: lo que él consideraba su fracaso profesional para preparar eficazmente una nueva era de la aviación: su aparente imposibilidad para comunicar sus convicciones a otros; sus esperanzas no realizadas. Sumando todo eso, su vida personal y la profesional eran dos modelos de inutilidad. Su matrimonio arruinado, o a punto de naufragar; si eso ocurría también habría fracasado frente a sus hijas. Al mismo tiempo, en el aeropuerto, donde los miles que pasaban de buena fe confiaban en él, todos sus esfuerzos de persuasión no habían podido detener la decadencia. El alto nivel que había tratado de lograr no podía mantenerse.

No se cruzó con ningún conocido; mejor. A cualquiera que le hablase, dijera lo que dijera, le hubiera gruñido o insultado. Ya en su oficina se quitó la pesada ropa de abrigo, dejándola caer al suelo sin levantarla. Encendió un cigarrillo. Estaba amargo y lo apagó. Cuando trataba de llegar al escritorio, volvió más fuerte que antes el dolor del pie.

En otra época —muy lejana parecía ahora— ese dolor lo habría llevado a casa, y Cindy lo haría descansar. Primero un baño caliente y después, boca abajo en la cama, un masaje en cuello y espalda con dedos frescos y firmes que ahuyentaban el dolor. Ni pensar en que Cindy hiciera eso alguna vez ahora; pero aunque lo hiciese era dudoso que resultara. La comunicación podía perderse no sólo en las palabras.

Sentado en su escritorio apoyó la cabeza en las manos. Como en el campo, tiritó. En el silencio sonó abrupto un teléfono. Por un momento no le hizo caso; volvió a llamar: era la alarma junto al escritorio. Con dos largos pasos la alcanzó.

—Habla Bakersfeld.

Escuchó ruidos y voces antes de oír la voz del jefe de torre.

—Habla Control Aéreo. Emergencia categoría tres.