5

El ascensor que Mel tomara al dejar a Tanya lo llevó al subsuelo de la terminal. Su auto oficial, amarillo mostaza y provisto de radio, estaba estacionado allí cerca ocupando un sitio privilegiado.

Mel salió con el auto, y se encontró con la tormenta en la intersección del edificio con una rampa para estacionar aviones.

Fuera del refugio de la terminal, el viento y la nieve golpeaban brutalmente el parabrisas; apenas quedaba espacio suficiente para ver claro, a pesar de que los limpiaparabrisas iban y venían con rapidez. Por la minúscula abertura de una ventanilla entró una ráfaga de aire y nieve helados. Mel la cerró en seguida, impresionado por la transición entre la terminal, cálida y cómoda, y la terrible noche del exterior.

En la rampa reposaban varios aviones, cerca de las puertas de embarque; pero era un reposo aparente: en los intervalos que dejaba libres de nieve, mientras el viento la hacía bailar entre los edificios. Mel distinguió el interior iluminado de varios, con pasajeros sentados. Eran vuelos listos para partir. Esperaban la orden de la torre para poner los motores en marcha; la demora se debía al bloqueo de la pista tres cero. Más lejos entrevió confusamente otras formas y luces de navegación de máquinas recién llegadas con los motores en marcha. Estos ocupaban la zona que los pilotos llamaban «el rincón de la penitencia» a la espera de que se desocuparan los lugares próximos a las puertas de embarque y desembarque de pasajeros. Sin duda lo mismo ocurría en los otros siete edificios agrupados alrededor de la terminal.

En su radio Mel sintonizó la frecuencia de control de superficie.

—Control de superficie a Eastern[4] diecisiete —entonó una voz—; puede rodar a pista dos cinco. Ahora sintonice control aéreo.

—Eastern diecisiete —entre ruidos de estática—; entendido.

—Control superficie, de Pan Am cincuenta y cuatro —se oyó una voz irritada— me encuentro rodando a cabecera de pista dos cinco. Tenemos delante un Cessna privado: una tortuga bimotor. Estoy frenando para no aplastarlo.

—Pan Am cincuenta y cuatro, mantenga posición —una pausa brevísima y otra vez la voz del control—: Cessna siete tres, desde control de superficie. Tome la próxima intersección derecha, quédese allí y deje que Pan American lo pase.

—Control de superficie, desde Cessna siete tres —respondió, inesperadamente, una agradable voz de mujer—. Entrando en intersección. Siga, Pan Am, grandote aprovechador.

—Gracias, querida —con una risita—. Mientras espera puede arreglarse la pintura de los labios.

—Torre a todos los aviones —reprochó el control—. En sus mensajes limítense a asuntos oficiales.

Mel sintió que el control estaba nervioso, a pesar de la calma estudiada y rutinaria. Pero ¿quién no lo estaría esta noche, con las cosas y el tránsito como estaban? Volvió a pensar con inquietud en su hermano Keith, sometido a la implacable presión del control de llegadas por el Oeste.

Las comunicaciones no cesaban entre la torre y los aviones. Mel aprovechó la primera ocasión para hacerse oír:

—Control de superficie, desde móvil uno. Estoy en puerta de embarque sesenta y cinco en camino a pista tres cero donde está el 707 varado.

Esperó mientras control daba instrucciones a dos vuelos que acababan de aterrizar. Luego escuchó:

—Torre a móvil uno. Siga al DC-9 de Air Canada que acaba de salir delante de usted. No se acerque a la pista dos uno.

Mel dio las gracias y concentró la vista en el vuelo de Air Canada, cuya alta y elegante cola se veía en silueta angulosa.

Mientras estuvo en la rampa condujo con cuidado, buscando los piojos —como los del oficio llamaban a los vehículos que rodeaban en tierra a los aviones—. Aparte de los de siempre, ahora se veían varios «recolectores de cerezas»: camiones con plataformas altas y movibles por medio de brazos de acero articulados. En ellas, los obreros trabajaban para limpiar la nieve de las alas, y les pasaban glicol para prevenir en lo posible la formación de hielo. Los mismos hombres estaban cubiertos de nieve.

Mel tuvo que frenar de repente para evitar a un «vagón de miel», que pasaba a gran velocidad, hacia el lugar donde descargaría su maloliente contenido: mil quinientos litros bombeados de los baños de los aviones. Esto iba a una máquina especial, situada en un edificio que los empleados del aeropuerto esquivaban, y de allí a las cloacas de la ciudad. Casi siempre la maniobra se cumplía sin dificultades, pero una o dos veces por día, cuando algún pasajero perdía algo: dientes, carteras, caídos accidentalmente en los inodoros, había que revisar las cargas y todos esperaban que el objeto perdido apareciera pronto.

Aun sin incidentes, pensó Mel, ésta sería una noche agitada para los obreros sanitarios. Todo directivo de aeropuerto sabía por experiencia que, cuanto peor fuese el tiempo, mayor sería el uso de las instalaciones sanitarias, tanto en tierra como en el aire. Mel se preguntó cuántos sabrían que los supervisores sanitarios de aeropuertos recibían cada hora pronósticos del tiempo para planificar sus actividades y organizar una limpieza más intensa y un mayor aprovisionamiento.

El jet Air Canada que debía seguir estaba fuera de la terminal y aumentaba su velocidad de rodaje. Mel aceleró para no quedarse atrás. Se sentía más tranquilo con la luz de cola del DC-9 como punto de referencia ya que los limpiaparabrisas apenas dominaban los embates de la nieve. Por el espejo de atrás distinguía vagamente otro jet, más grande, que lo seguía. En la radio, el control de superficie advirtió:

—Air France cuatro-cero-cuatro, hay un vehículo del aeropuerto entre usted y Air Canada.

Para llegar al 707 tardó un cuarto de hora, después de separarse del torrente de aviones destinados a despegar desde las otras dos pistas en actividad.

Paró y bajó; en la oscura soledad la tormenta parecía más invernal, más violenta que cerca de la terminal. El viento aullaba en la pista desierta; no se habría sorprendido de ver lobos.

—¿Míster Patroni? —le preguntó una confusa figura.

—No —los dos gritaban para que el viento los dejara oírse—. Pero ya viene para acá.

El otro se acercó, envuelto en un abrigo de esquimal, la cara azul de frío.

—Cuando llegue nos alegraremos de verlo, aunque no sé qué demonios podrá hacer. Probamos de todo para sacar esta porquería de aquí —con el ademán señaló el aeroplano, enorme pero confuso, allá detrás—. Allí está y allí se queda.

Mel se identificó y preguntó:

—¿Quién es usted?

—Ingram, señor. Capataz de Mantenimiento de Aéreo-Mexican; aunque ahora quisiera tener otro trabajo.

Mientras hablaban iban aproximándose al Boeing 707, como si por instinto buscaran refugio bajo las alas y fuselaje, muy por encima de sus cabezas. Bajo la panza del enorme jet la luz roja de posición guiñaba con ritmo fijo. A Mel le sirvió para ver el barro cubierto de nieve en el que las ruedas estaban enterradas. En la pista y la calle de rodaje próxima, como parientes nerviosos, se apiñaban camiones y vehículos de servicio, entre ellos un tanque de combustible, carretillas de equipaje, un camión del correo, dos ómnibus de personal y un rugiente carro motorizado.

—Necesitamos esta pista con urgencia, esta noche. ¿Qué han hecho hasta ahora? —preguntó Mel, envolviéndose en el cuello de su abrigo.

En las últimas dos horas, informó Ingram, escaleras antiguas en desuso se habían traído desde la terminal, arrimándolas al avión para que los pasajeros bajaran por ellas. Un trabajo lento y difícil, porque los escalones recién limpiados volvían a incrustarse de hielo. Una señora de edad tuvo que ser llevada por dos mecánicos; los bebés pasaban de mano en mano envueltos en mantas. Ahora no quedaban pasajeros; todos se habían ido en varios ómnibus, junto con las azafatas y el segundo oficial. Quedaban el capitán y el primer oficial.

—Desde que se fueron, ¿han tratado ustedes de mover el aeroplano?

—Sí; dos veces pusimos en marcha los motores y el capitán les dio al máximo, pero no pudo moverse. Parece que se hunde cada vez más.

—¿Y ahora qué sucede?

—Lo estamos descargando más por si eso ayuda. —Añadió que habían succionado casi todo el combustible, carga bastante pesada puesto que los tanques estaban llenos para el despegue. Se habían vaciado los depósitos de equipajes y carga y el camión del correo estaba ocupándose de la correspondencia.

Mel hizo un gesto de aprobación. De todos modos habría que librarse del correo. La oficina postal del aeropuerto estaba al corriente, minuto a minuto, de todos los horarios de vuelo: así sabían exactamente dónde estaba su correspondencia y, en caso de demoras como ésta, los empleados pasaban rápidamente las sacas de una línea a otra. En realidad, el correo del avión dañado recibiría mejor trato que los pasajeros: en media hora, a más tardar, ya estarían en camino, aunque fuese por otra ruta.

—¿Tienen toda la ayuda que necesitan? —preguntó Mel.

—Sí, señor, para lo que podemos hacer ahora. Tengo aquí a casi todos los hombres de la compañía, más o menos una docena. En este momento, la mitad se está deshelando en uno de los ómnibus. No sé qué ideas tendrá Patroni; a lo mejor pide más gente. —Ingram se volvió y, sombrío, contempló el avión silencioso—. Pero para mí que el trabajo va a ser largo y precisaremos grúas pesadas, gatos y hasta bolsas neumáticas, quizá, para levantar las alas. Y para eso habrá que esperar a que amanezca. No me extrañaría que esto nos lleve casi todo el día de mañana.

—Ni todo mañana, ni toda esta noche —contestó Mel, seco—. Esta pista tiene que estar libre… —y se detuvo de repente, estremeciéndose con una intensidad que lo sacudió; era una sensación casi irreal.

El fenómeno se repitió. ¿Qué le pasaba? Se tranquilizó pensando en el tiempo, el viento áspero y feroz que azotaba el aeropuerto y formaba remolinos con la inacabable nieve. Pero era curioso: desde que saliera del auto hasta este mismo momento, su cuerpo se había adaptado al frío.

Desde el lado opuesto del campo se oía, por encima del viento, el tronar de los motores a reacción, creciendo y luego disminuyendo al despegar y alejarse el avión. Luego, otro y otro. Por allí todo iba bien.

¿Y aquí?

No podía negar que por un brevísimo instante había tenido una premonición. Apenas una insinuación, una intuición; el olor de algún desastre que se preparaba. Claro que no había que hacer caso; impulsos y presentimientos estaban fuera de lugar en sus pragmáticas funciones. Pero una vez, hacía mucho tiempo, había tenido la misma sensación: una convicción de que los acontecimientos se acumulaban para precipitarse a un final desastroso pero desconocido. Mel recordó cuál había sido ese final, que él no pudo evitar… por completo.

Otra vez miró el 707. Ahora la nieve lo cubría por entero borrando sus contornos. El sentido común le dijo que, aparte del bloqueo de la pista y de la molestia de tener que despegar sobre Meadowood, la situación no ofrecía peligro alguno. Había ocurrido un accidente, pero sin heridos ni daños aparentes. Nada más que eso.

—Vamos a mi auto —propuso—. Pondremos la radio y sabremos qué pasa.

Recordó que dentro de poco Cindy lo esperaría con impaciencia en el Centro.

Mel había dejado funcionando la calefacción y el ambiente era agradable. Ingram gruñó de satisfacción, se aflojó el abrigo y se inclinó para acercar las manos al aire cálido.

Mel sintonizó Mantenimiento del aeropuerto.

—Móvil uno a control de nieve. Danny, estoy en la intersección bloqueada de tres cero. Llama a Mantenimiento de TWA y averigua dónde está Joe Patroni y cuándo llega.

—Control de nieve a móvil uno —respondió la voz de Danny Farrow, surgiendo repentina del tablero—. Llamaré. Mel, habló tu esposa.

—¿Dejó algún número?

—Sí.

—Móvil uno a control de nieve. Por favor, llámala, Danny, y dile que lo siento pero tardaré un poco. Pero primero averigua lo de Patroni.

—De acuerdo. No te retires —la radio calló.

Mel buscó su paquete de «Marlboro» y le ofreció un cigarrillo a Ingram.

—Gracias.

Los encendieron, fija la vista en los monótonos movimientos de los limpiaparabrisas.

Con el mentón Ingram señaló el jet abandonado, en el que brillaba una luz.

Seguro que allá arriba el maldito capitán está llorando en su sombrero[5]. La próxima vez mirará las luces azules de rodaje como si fueran cirios de altar.

—¿Los hombres de tierra son mexicanos o norteamericanos? —preguntó Mel.

—Todos norteamericanos. Solamente estúpidos como nosotros trabajan con este asqueroso tiempo. ¿Sabe a dónde iba ese vuelo?

Mel negó con la cabeza.

—Acapulco. Antes de que pasara esto yo habría renunciado con gusto a cualquier cosa durante seis meses con tal de viajar en ese avión —el capataz rió entre dientes—. Pero imagínese: subir, acomodarse a gusto y luego tener que bajar en medio de esto. Si hubiera oído cómo maldecían los pasajeros, especialmente las mujeres. Esta noche he aprendido palabras nuevas.

La radio revivió.

—Control de nieve a móvil uno —dijo Danny Farrow—. He hablado con TWA sobre Joe Patroni. Les avisó que el tránsito está detenido y tardará por lo menos una hora; mandó un mensaje. ¿Está claro?

—Sí. A ver ese mensaje.

—Que no hundamos el aeroplano en el barro más de lo que ya está. Dice que eso pasa con facilidad. Por eso, a menos que los hombres de Aéreo-Mexican estén muy seguros de lo que hacen, que no prueben nada más hasta que él llegue.

—¿Qué piensa de eso la gente de Aéreo-Mexican? —preguntó Mel con una mirada de reojo a Ingram.

—Que Patroni haga todas las tentativas que quiera. Nosotros esperaremos —respondió el capataz.

—¿Está claro? —volvió a interrogar Danny Farrow.

—Está claro —asintió Mel apretando el botón del micrófono.

—Okay. Hay más. TWA está reuniendo algunos hombres más para ayudar. Y tu mujer volvió a llamar; le di tu mensaje —Mel sintió la vacilación de Danny, consciente de que otros cuyas radios sintonizaban Mantenimiento del aeropuerto, también escuchaban.

—¿No estaba contenta? —preguntó Mel.

—Creo que no —un segundo de silencio—; lo mejor será que la llames cuando puedas.

No era difícil suponer que Cindy había tratado a Danny con algo más que frialdad, pero éste, leal, no lo decía.

En cuanto al Aéreo-Mexican 707, era obvio que hasta la llegada de Joe Patroni no había nada que hacer, excepto seguir su razonable consejo de no enterrar al avión todavía más en el barro.

Ingram se puso guantes gruesos y se abotonó el abrigo. Después de dar las gracias volvió a salir al viento y a la nieve y cerró la puerta rápidamente. Poco después Mel lo vio caminar con dificultad en dirección a los vehículos amontonados junto al avión.

En la radio, el Control de nieve hablaba con su centro de Mantenimiento. Mel esperó hasta que la conversación finalizara y luego dijo:

—Móvil uno, Danny. Voy para la Conga Line.

Buscó su camino con precauciones entre la nieve y la oscuridad, aliviada sólo por luces esparcidas, su única guía.

La Conga Line, cabeza de lanza y origen del sistema antinieve del aeropuerto, estaba, por el momento, a la izquierda de la pista uno siete. Dentro de pocos minutos, pensó con desagrado, sabría por sí mismo si el informe adverso del Comité, debido al capitán Demerest, era cierto o sólo mal intencionado.