Mel usó el ascensor privado, que funcionaba sólo con llave maestra, para descender de la torre al entresuelo de la administración. Aunque sus propias oficinas estaban silenciosas, con los escritorios vacíos y las máquinas tapadas, las luces estaban encendidas. Entró en su oficina privada y de un guardarropa próximo al gran escritorio de caoba donde trabajaba durante el día, sacó un pesado abrigo y botas forradas de piel.
Esa noche Mel no tenía asignadas tareas específicas en el aeropuerto, y así debía ser. Si se había quedado durante los tres días de la tormenta, era para estar disponible en las emergencias. Si no, pensó, mientras se ponía las botas y se las ataba, estaría en casa, con Cindy y los chicos.
¿O no?
Por más objetivo que uno tratara de ser, razonó Mel, era difícil estar seguro de sus verdaderos motivos. Probablemente, si no hubiera sido la tempestad, habría surgido otra cosa para justificar su permanencia allí. En realidad, no ir a casa parecía, últimamente, resumir su modo de vida. Una de las causas, por supuesto, era su trabajo, que le daba muchas razones para quedarse horas extra en el aeropuerto, donde en los últimos tiempos se habían presentado grandes problemas, aparte del lío de esta noche. Pero, si quería ser honrado consigo mismo, el aeropuerto también le ofrecía una evasión de las constantes discusiones con Cindy, que ahora parecían producirse cada vez que estaban juntos.
—¡Oh, al diablo! —la exclamación de Mel atravesó el silencio de la oficina.
Con sus botas forradas de piel se acercó pesadamente a su escritorio. Un vistazo a la nota de su secretaria le confirmó lo que acababa de recordar. Esta noche se celebraba otra de las aburridas veladas de caridad de su esposa, y él le había prometido asistir, a regañadientes, una semana antes. Era un cóctel seguido de comida (así decía la nota a máquina) en el centro de la ciudad, en la presuntuosa «Posada Lago Michigan». La nota no especificaba de qué caridad se trataba y, si alguna vez lo había sabido, ya no lo recordaba. Pero eso no importaba. Las causas en las que Cindy Bakersfeld se enrolaba eran todas de una deprimente similitud. La prueba de que valían la pena —según pensaba Cindy— era la posición social de sus compañeras de comisión.
Afortunadamente, por amor a la paz conyugal, faltaban casi dos horas para la cita y, con el tiempo que hacía, quizás empezaran más tarde aún. De modo que le sería posible llegar, aun después de inspeccionar el campo. Podía volver aquí, afeitarse y cambiarse y estar en el centro con unos minutos de retraso. Pero era mejor avisar a Cindy. En un teléfono directo Mel marcó el número de su casa.
Contestó Roberta, su hija mayor.
—Hola. Habla el viejo.
—Sí, ya lo sé —la voz de Roberta sonaba fría.
—¿Qué tal la escuela hoy?
—Tuvimos varias clases, papá: ¿cuál de ellas te interesa?
Mel suspiró. Algunos días tenía la impresión de que su vida de hogar se desintegraba por todas partes a la vez. Era evidente que Roberta estaba en vena de insolencia, como decía Cindy. Se preguntó si todos los padres quedaban bruscamente incomunicados con sus hijas cuando éstas llegaban a los trece años. Hacía menos de un año estaban tan unidos como era posible para un padre y su hija. Mel quería mucho a sus dos hijas: Roberta y su hermana menor, Libby. A veces comprendía que eran las únicas razones para la supervivencia de su matrimonio. En cuanto a Roberta, tenía conciencia de que al entrar en la adolescencia se interesaría en cosas que él no podría compartir ni comprender del todo, y estaba preparado para eso. Pero, lo que no había esperado, era quedar excluido por completo, o tratado con una mezcla de indiferencia y condescendencia. Aunque, para ser objetivo, suponía que la creciente separación entre Cindy y él no había sido de mucha ayuda. Los niños eran sensibles.
—No importa —contestó Mel—. ¿Tu madre está en casa?
—Salió. Dijo que, si llamabas, te recordara que tienes que encontrarte con ella en el Centro y que por una vez trataras de no llegar tarde.
Mel dominó su irritación. Estaba seguro de que Roberta repetía con exactitud las palabras de Cindy; le parecía oír la voz de ésta, diciéndolas.
—Si tu madre llama, dile que tendré que demorarme un poco, y que es inevitable. —Tras un silencio, preguntó:
—¿Me has oído?
—Sí. ¿Algo más, papá? Tengo que hacer los deberes.
—Sí, hay algo más —secamente—. Que use otro tono, señorita, y que muestre un poco más de respeto. Y esta conversación va a terminar cuando a mí me parezca.
—Como tú digas, papá.
—¡Y no me llames papá!
—Muy bien, papá.
Tuvo ganas de reírse, pero lo pensó mejor y preguntó:
—¿Anda todo bien en casa?
—Sí. Pero Libby quiere hablarte.
—En seguida. Iba a decirte que, a causa de la tormenta, quizá no vaya a casa esta noche. Hay mucho quehacer en el aeropuerto; es posible que vuelva a dormir aquí.
Otra pausa, como si Roberta no se atreviera a contestar algo mordaz, por el estilo de: ¿Y qué otras novedades hay por ahí? Pero lo que dijo fue:
—¿Quieres hablar con Libby ahora?
—Sí. Buenas noches, Robbie.
—Buenas noches.
Se oyeron sonidos impacientes mientras el teléfono cambiaba de manos, y luego la vocecita ronca de Libby:
—¡Papito, papito, adivina!
Libby estaba siempre sin aliento, como si a los siete años la vida fuera una carrera y ella tuviera que correr para no quedarse atrás.
—A ver… ya sé; hoy te has divertido con la nieve.
—Sí, pero no es eso.
—Entonces no adivino. Tendrás que decírmelo.
—Bueno, en la escuela, Miss Curzon dijo que como deber teníamos que escribir todas las cosas buenas que nos sucederán el mes que viene.
Pensó, con cariño, que comprendía el entusiasmo de Libby. Para ella casi todo era emocionante y bueno, y las pocas cosas que no lo eran quedaban a un lado, olvidadas muy pronto. Se preguntó cuánto tiempo duraría esa feliz inocencia.
—Eso está bien. Me gusta.
—¡Papito, papito! ¿Me ayudarás?
—Si puedo.
—Quiero un mapa de febrero.
Mel sonrió. Libby tenía su propia taquigrafía verbal, a veces más expresiva que las palabras convencionales. Pensó que a él también le vendría bien un mapa de febrero.
—En mi escritorio hay un calendario —le dio las instrucciones para encontrarlo y escuchó el ruido de sus piececitos que se alejaban corriendo, olvidada del teléfono. Seguro que fue Roberta quien colgó en silencio.
De su oficina Mel pasó al entresuelo ejecutivo, que atravesaba a lo largo todo el edificio de la terminal principal. Llevó consigo el pesado abrigo.
Se detuvo a contemplar desde arriba el colmado salón, que en la última media hora parecía haberse vuelto aún más agitado. No había ni un asiento libre. Los quioscos de revistas y los puestos de información eran asediados por la multitud entre la que se veían muchos uniformes militares. Frente a todos los mostradores de pasajeros, los empleados y jefes habituales y sus colegas de los turnos anteriores que trabajaban extra, extendían ante sí horarios y pasajes como si fueran partituras orquestales.
Las demoras y cambios de ruta debidos a la tormenta ponían a prueba la paciencia y el ingenio de todos. Inmediatamente por debajo de Mel, en el sector de Braniff, un hombre todavía joven, de largo pelo rubio y pañuelo amarillo anudado al cuello, gritaba:
—¡Y tiene la desvergüenza de decirme que para ir a Nueva Orleáns tengo que pasar por Kansas City! ¡Ustedes están cambiando la geografía! ¡El poder los ha enloquecido!
La empleada de pasajes que lo atendía, una morena bonita y veinteañera, se pasó la mano por los ojos antes de contestarle con paciencia profesional:
—Podemos darle la ruta directa, señor, pero no sabemos cuándo. Por el estado del tiempo, la ruta más larga es la más rápida, y por el mismo precio.
Detrás del hombre de pañuelo amarillo, otros pasajeros con otros problemas trataban de hacerse oír a toda costa.
En el mostrador de United se representaba una pequeña pantomima. Un aspirante a pasajero, hombre de negocios bien vestido, se inclinó hacia delante, hablando en voz baja. Por la expresión y ademanes, Mel adivinó lo que decía:
—Me gustaría mucho salir en el próximo vuelo.
—Lo siento, señor, ese vuelo está completo y hay muchos aspirantes… —antes de que el empleado pudiera terminar su frase levantó la vista: el pasajero había colocado su portafolio frente a él, sobre el mostrador. Con suavidad, pero con firmeza, golpeaba un ángulo del portafolio con un rótulo para equipajes: una tarjeta del «Club de 1000 Millas», que United entregaba a sus amigos dilectos, el círculo de privilegiados que todas las líneas aéreas habían contribuido a crear. La expresión del empleado cambió y su voz se hizo tan baja como la del otro.
Creo que podremos arreglar algo, señor.
Su lapicero osciló en el aire, borró el nombre de otro pasajero —llegado antes y que estaba a punto de agregar a la lista— y en su lugar insertó el nombre del recién llegado. En la cola nadie observó la maniobra.
Mel sabía que lo mismo ocurría en todas las compañías y en todas partes. Sólo los ingenuos o los mal informados creían que las peticiones de reservas se atendían con verdadera y absoluta imparcialidad.
Mel notó que un grupo de personas, procedentes sin duda del centro, entraba en la terminal. Se sacudían la nieve de la ropa y, a juzgar por su aspecto, el tiempo había empeorado. Pronto los absorbió la multitud.
De los ochenta mil pasajeros, poco más o menos, que desfilaban diariamente por la terminal, a pocos se les ocurría mirar hacia arriba, en dirección al entresuelo ejecutivo, y esta noche eran aún menos los que sabían que Mel estaba mirándolos desde lo alto. Para la mayoría, un aeropuerto significaba líneas aéreas y aviones; muchos ni siquiera sabían que contenía oficinas ejecutivas, o que la máquina administrativa —invisible pero compleja y formada por centenares de personas— trabajaba sin cesar, manteniendo al aeropuerto en funcionamiento.
Tal vez fuese mejor así, pensó Mel mientras bajaba otra vez en el ascensor. Si la gente estuviese mejor informada, con el tiempo conocería también las debilidades y peligros del aeropuerto, y por ende volarían con menos tranquilidad que antes.
Llegado al salón principal se dirigió al sector de Trans America. Un supervisor uniformado lo abordó.
—Míster Bakersfeld, ¿buscaba a mistress Livingston?
Por más ocupado que estuviese el aeropuerto, reflexionó Mel, siempre quedaría tiempo para chismes. Se preguntó hasta qué punto su nombre se mencionaba ya junto al de Tanya.
—Sí, la buscaba.
El supervisor le mostró una puerta marcada «Personal Aéreo Solamente».
—Está allí, míster Bakersfeld. Se ha producido una crisis y la está solucionando.