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A las seis y media de la tarde, un viernes de enero, el Aeropuerto Internacional de Lincoln, estado de Illinois, funcionaba, pero con dificultades.

El aeropuerto se tambaleaba —como todo el Medio Oeste de los Estados Unidos— bajo la tempestad invernal más traicionera y ruda del último lustro. Ahora, al cabo de tres días, comenzaban a percibirse sus efectos, como pústulas que aparecieran en un cuerpo enfermo y debilitado.

Un camión de United Air Lines, cargado con doscientas cenas para servir a bordo, se había perdido, presumiblemente en la nieve, en alguna parte del perímetro del aeropuerto. La búsqueda del camión en medio de la oscuridad y la nieve, hasta ese momento había fracasado y no habían conseguido aún localizar ni al vehículo ni a su conductor.

El vuelo 111 de United —un DC-8 sin escalas a Los Angeles, al que estaba destinado el contenido del camión— ya llevaba varias horas de atraso, y lo ocurrido con la comida demoraría todavía más su salida. Otras demoras similares, por causas diversas, afectaban por lo menos a un centenar de vuelos de otras veinte líneas aéreas que utilizaban el aeropuerto de Lincoln.

La pista tres cero estaba inservible, bloqueada por un jet Aéreo-Mexican —un Boeing 707— con las ruedas profundamente metidas, por debajo de la nieve, en la tierra empapada. Dos horas de intensos esfuerzos no habían podido moverlo.

La Oficina de Control de Tránsito Aéreo, limitada por el accidente en la pista tres cero, se había visto obligada a restringir la entrada de aviones procedentes de lugares cercanos como Minneápolis, Cleveland, Kansas City, Indianápolis y Denver. Pero con todo, unos veinte aviones no podían aterrizar y tenían que volar en círculos, algunos con muy poco combustible. En tierra, cerca de cuarenta aviones se preparaban para despegar, pero no podrían hacerlo hasta que disminuyera la cantidad de aviones en zona de espera. Todos los espacios disponibles se llenaban más y más de aparatos, muchos con los motores en marcha.

Los cobertizos y depósitos de todas las compañías estaban repletos de carga; la tormenta imposibilitaba el tránsito habitual. Los supervisores de carga contemplaban, nerviosos, los artículos perecederos: flores de invernadero de Wyoming para Nueva Inglaterra, una tonelada de queso de Pennsylvania para Anchorage, en Alaska; arvejas congeladas para Islandia; langostas vivas con destino a Europa. Las langostas debían figurar en los menús del día siguiente en Edimburgo y París, con la mención: «frescas, de procedencia local» y los turistas americanos las pedirían con absoluta inocencia. Con tormenta o sin ella, los contratos exigían que los comestibles perecederos llegaran frescos a su destino.

En el gran salón de pasajeros reinaba el caos entre los miles de personas que debían viajar en vuelos anulados o demorados. Por todas partes se veían montañas de equipajes. El amplio vestíbulo central presentaba un aspecto mezcla de partido de fútbol muy reñido y de la tienda Macy’s en la víspera de Navidad.

En lo más alto del tejado de la terminal, el jactancioso letrero del aeropuerto: Lincoln Internacional — Encrucijada Aérea del Mundo, había quedado totalmente oscurecido por los remolinos de nieve.

Era un milagro —pensó Mel Bakersfeld— que todavía siguiese funcionando algo.

Mel, director-gerente del aeropuerto —delgado, musculoso y rebosante de disciplinada energía— estaba en pie junto al Comando de Control de Nieve, en las alturas de la torre de control. Trató de ver algo en medio de la oscuridad exterior. En condiciones normales, desde esa sala con paredes de vidrio podía verse todo el aeropuerto: pistas, terminales, tránsito terrestre y aéreo, todo semejante a un conjunto de bloques de modelos arquitectónicos perfectamente alineados, de formas y movimientos claramente definidos, incluso de noche. La única vista superior a ésta era la que ofrecía el Control de Tránsito Aéreo, situado un piso más arriba.

Pero esta noche, sólo una confusa mancha clara, procedente de las luces más próximas, podía penetrar a través de la cortina, casi opaca, formada por la nieve azotada por el viento. Mel sospechó que ese invierno sería tema de conversación en muchos futuros congresos de meteorólogos.

La tormenta se había iniciado cinco días antes, en la cresta de las montañas de Colorado. Al principio no era más que un área minúscula de baja presión, tan pequeña como una granjita de esa zona, y la mayoría de los pronósticos del tiempo no la habían observado, o no le habían dado importancia al trazar el cuadro de posibilidades para las rutas aéreas. Como si esa falta de consideración la hubiera irritado, la zona de baja presión se había inflado como un enorme tumor maligno y, siempre creciendo, había seguido primero hacia el Sudeste y luego al Norte.

Atravesó Kansas y Oklahoma, y se detuvo en Arkansas para hacer acopio de males surtidos. Al día siguiente, monstruosamente gorda, subió ruidosamente por el Valle del Mississippi. Por fin se descargó sobre Illinois, dejándolo poco menos que paralizado con sus vientos huracanados, bajísimas temperaturas y veinticinco centímetros de nieve caídos en veinticuatro horas.

En el aeropuerto, antes de la gran nevada había caído otra más liviana, pero más persistente. Ahora volvía a nevar, y el viento feroz formaba nuevos depósitos cuando aún no se habían terminado de levantar los anteriores. La gente de mantenimiento dedicada a esa tarea estaba casi exhausta. En las últimas horas había sido necesario relevar varios hombres, vencidos por la fatiga a pesar de que utilizaban en forma intermitente las habitaciones para dormir que el aeropuerto poseía en casos de emergencia.

En el Comando de Control de Nieve cerca del cual se hallaba Mel, Danny Farrow —en otros momentos uno de los subgerentes del aeropuerto y ahora supervisor de los trabajos contra la nieve— llamaba al Centro de Mantenimiento por radioteléfono.

—Estamos perdiendo los parques de estacionamiento. Necesito seis unidades más y un equipo «banjo» en Y-setenta y cuatro.

Danny estaba sentado frente a un escritorio que en rigor no era tal, sino una amplia mesa o consola de tres posiciones. Frente a Danny y a sus dos ayudantes, uno a cada lado, había una batería de teléfonos, radios y combinaciones de ambos con televisión. Alrededor de ellos se acumulaban los mapas, cartas y boletines de todas clases, detallando el estado y posición de cada unidad motorizada en lucha contra la nieve, con sus hombres y supervisores. Un pizarrón especial estaba dedicado a los equipos «banjo»: hombres en equipo separado que recorrían áreas más alejadas provistos de palas individuales. Toda esa actividad tenía por único objeto superar la emergencia actual. Durante el resto del año, la habitación permanecía silenciosa y vacía.

El cráneo pelado de Danny ostentaba glóbulos de sudor mientras borroneaba sus anotaciones en un mapa en gran escala del aeropuerto. Repitió su mensaje a Mantenimiento, dándole un tono de súplica desesperada y personal, como quizá lo fuese. Aquí arriba, en el puesto de comando para librarse de la nieve, el que estuviese a cargo de él tenía que considerar al aeropuerto en conjunto, sopesar las demandas y enviar refuerzos donde más se necesitasen. El problema —y sin duda una de las causas del sudor de Danny— era que los que estaban allá abajo, peleando para que sus propias operaciones pudieran seguir funcionando, rara vez compartían la misma idea de lo que constituía una prioridad.

—Claro, claro: seis unidades más —la áspera voz que venía de Mantenimiento, en el otro extremo del campo de aterrizaje, hizo temblar el altavoz del teléfono—. Se las pediremos a Papá Noel, que debe de andar por aquí cerca —una pausa, y luego con mayor agresividad—: ¿Alguna otra estupidez por el estilo?

Mel miró de reojo a Danny. Había reconocido la voz de un capataz veterano que seguramente trabajaba sin descanso desde el comienzo de la nevada actual. En momentos así era natural que todos perdieran la paciencia. Por lo general, después de un invierno pasado en ardua lucha con la nieve, el personal de Mantenimiento y el de gerencia se reunían en una fiesta para hombres solos que llamaban «la noche de hacer las paces». Este año les haría más falta que nunca.

—Mandamos cuatro unidades a buscar el camión de comida de United —dijo Danny en tono razonable—. Ya habrán terminado, o les faltará poco.

—Así debería ser… si pudiéramos encontrar a ese condenado camión.

—¿Todavía no lo han localizado? ¿Qué hacen ustedes: están en un banquete o de juerga con las damas? —Danny alargó la mano para disminuir el volumen del altavoz, cuya respuesta vino rápida como un golpe.

—Óigame: ¿acaso los pajarracos que están en ese mísero rascacielos saben cómo están las cosas aquí, en el campo?

¿Por qué no miran por las ventanas de vez en cuando? Si estuviéramos en el maldito Polo Norte esta noche, no habría ninguna diferencia con esto.

—Prueba soplarte las manos, Ernie. A lo mejor te las calientas, y en todo caso tendrías que callarte la boca.

Mientras escuchaba, Mel Bakersfeld descontaba la mayor parte de la conversación, aunque sabía que lo que había oído sobre las condiciones fuera de la terminal era cierto. Una hora antes Mel había atravesado el campo en auto utilizando caminos de servicio, pero aun conociendo íntimamente el aeropuerto le había sido difícil orientarse y varias veces estuvo a punto de perderse.

Al inspeccionar Mel el Centro de Mantenimiento encontró una actividad que, como ahora, era intensa. Si el control era un puesto de comando, el centro era un cuartel general en pleno frente donde iban y venían, agotados de fatiga, hombres y supervisores, sudorosos y helados: los obreros habituales con sus filas aumentadas por auxiliares ocasionales, carpinteros, electricistas, plomeros, empleados, policías. Los auxiliares eran arrancados de sus tareas habituales y tenían que trabajar horas extras, debidamente pagados por ello, hasta que pasara la emergencia. Pero sabían lo que debían hacer porque lo habían aprendido en los ensayos de maniobras realizados en las pistas y rutas del aeropuerto durante el verano y el otoño: eran soldados de fin de semana. Los espectadores se divertían viendo esos simulacros de lucha contra la nieve en días soleados y cálidos. Pero si alguno se sorprendía del despliegue de elementos, Mel Bakersfeld le recordaba que sacar la nieve del área de operaciones del aeropuerto equivalía a limpiar más de mil kilómetros de carretera.

Lo mismo que el escritorio en la torre de Control, el Centro existía solamente para funcionar en invierno. Era una sala grande, cavernosa, situada sobre un depósito de camiones del aeropuerto y, cuando funcionaba, su jefe era un encargado de despachos. A juzgar por la voz recién escuchada, Mel supuso que el encargado no estaba al frente del Centro en ese momento, sino probablemente durmiendo en el «Cuarto Azul», como llamaban, con un vestigio de humor, al dormitorio del personal.

—A nosotros también nos preocupa ese camión, Danny —de nuevo se oía la voz del capataz—. El pobre conductor puede congelarse allá afuera. Lo que no puede hacer es morirse de hambre, si sabe arreglárselas un poco.

El camión de víveres había salido de las cocinas de su compañía, en dirección a la gran terminal, casi dos horas antes. Debía bordear el perímetro: un viaje de quince minutos. Pero no había llegado a destino, porque sin duda el chófer estaba perdido en la nieve en algún lugar del aeropuerto. La misma compañía había enviado en su búsqueda, sin éxito, a sus equipos. Ahora la gerencia del aeropuerto se ocupaba del asunto.

—Ese vuelo de United salió al fin, ¿no? Sin comida —dijo Mel.

—Me dijeron que el capitán les planteó el asunto a los pasajeros —contestó Danny Farrow sin levantar la vista—. Les dijo que para conseguir otro camión hacía falta una hora, que la película y las bebidas ya estaban a bordo, y que en California brillaba el sol. Todos decidieron salir a escape. Yo habría hecho lo mismo.

Mel asintió con la cabeza, sin ceder a su deseo de ocuparse personalmente del asunto, dirigiendo la búsqueda del camión y su chófer. Hubiera sido una medida terapéutica, pues le dolía otra vez su vieja herida de guerra debido al frío y la humedad de varios días. Ese recuerdo de Corea nunca lo abandonaba: ahora mismo podía sentirlo. Se apoyó en el pie sano, cambiando de posición, y obtuvo un alivio momentáneo. Casi en seguida, en la nueva postura, el dolor reapareció.

Poco después se alegró de no haber intervenido. Danny ya estaba actuando con acierto, intensificando la búsqueda con hombres y unidades sacadas del área terminal para enviarlas al camino de perímetro. Por ahora habría que abandonar los parques de estacionamiento, y más tarde empezarían las quejas sobre eso. Pero primero había que salvar al chófer extraviado.

Entre llamadas, Danny le advirtió a Mel:

—Prepárate para más quejas. Con esta búsqueda bloquearemos el camino de perímetro y quedarán detenidos todos los camiones de víveres hasta que encontremos a ese tipo.

Mel asintió. Las quejas eran parte del trabajo. En este caso, como decía Danny, habría un diluvio de protestas cuando las otras compañías comprendieran que, por alguna razón, sus camiones de víveres no podían pasar.

A algunos podría parecerles increíble que un hombre estuviese en peligro de muerte por acción de la intemperie, en un centro civilizado como es un aeropuerto, pero bien podía suceder. Los solitarios límites del aeropuerto no eran para errar por ellos sin rumbo en una noche como ésta. Y si el chófer decidía quedarse en su camión y dejar el motor en marcha para sentir un poco de calor, pronto lo cubriría la nieve, no dejando salida para el mortal monóxido de carbono que se iría acumulando.

Con una mano, Danny usaba un teléfono rojo; con la otra revisaba las órdenes para emergencia: órdenes impartidas por Mel, cuidadosamente pensadas para ocasiones como la presente.

El teléfono rojo comunicaba con el jefe de bomberos. Danny estaba resumiéndole la situación:

—Y cuando localicemos el camión manden una ambulancia y un inhalador, o calor, o los dos. Pero no hagan nada hasta que sepamos con exactitud dónde es. No queremos salvarlos también a ustedes.

El sudor, cada vez más copioso, brillaba en la calva de Danny. Mel sabía que a Danny no le gustaba ocuparse de Control de Nieve y que prefería su trabajo en el departamento de planeamiento, entre elementos de logística e hipótesis sobre el futuro de la aviación. Cosas que podían proyectarse con comodidad, por anticipado, con tiempo para pensar, y no al momento, desconcertantes, como los problemas de esta noche. Así como había gente que vivía en el pasado, pensó Mel, Danny Farrow y sus semejantes se refugiaban en el futuro. Pero a gusto o no, con sudor o no, Danny estaba enfrentando la situación.

Por sobre el hombro de éste, Mel levantó una línea directa con Control de Tránsito Aéreo. Contestó el jefe de observación de la torre:

—¿Qué pasa con Aéreo-Mexican 707?

—Sigue aquí, míster Bakersfeld. Hace dos horas que tratan de moverlo pero hasta ahora no hay nada que hacer.

Ese problema había empezado poco después de oscurecer, cuando un capitán de esa compañía, durante el rodaje, pasó por error a la derecha de la luz azul, y no a la izquierda. Por desgracia, el terreno a la derecha, siempre cubierto de pasto, tenía dificultades de drenaje que serían resueltas a fines del invierno. Entretanto, a pesar de la abundante nieve, bajo la superficie todo era barro. A los pocos segundos de su falsa maniobra, las ciento veinte toneladas del avión estaban hundidas en el fango.

Cuando no quedaron dudas de que el aparato, cargado como estaba, nunca podría salir de allí por sus propios medios, los desconcertados pasajeros desembarcaron y se les ayudó a pasar el barro y llegar a los ómnibus reclutados con urgencia. Ahora, más de dos horas después, el gran jet seguía varado, con el fuselaje y la cola bloqueando la pista tres cero.

—¿La pista y la calle de rodaje siguen fuera de uso? —preguntó Mel.

—Así es —informó el jefe—. Estamos manteniendo a todo el tránsito que va a salir junto a las puertas de embarque, para luego dirigirlos por el camino más largo hacia las otras pistas.

—¿Mucha demora?

—El cincuenta por ciento. Ahora tenemos diez vuelos parados, esperando la autorización para rodar, y otra docena que aún no ha puesto en marcha los motores.

Eso demostraba, pensó Mel, con qué urgencia necesitaba el aeropuerto más pistas y calles de rodaje. Hacía tres años que pedía la construcción de una nueva pista, paralela a la tres cero, y que solicitaba también otras mejoras. Pero la Junta Directiva, sometida a presiones políticas de la vecina ciudad, no aprobaba su petición. La presión provenía de que ciertos concejales, por motivos inconfesables, deseaban evitar la emisión de los bonos necesarios para la financiación.

—Otra cosa —agregó el jefe—: con la tres cero fuera de uso, el despegue se hace sobre Meadowood. Ya empiezan a llegar las quejas.

Mel gruñó. La localidad de Meadowood, adyacente al límite sudoeste del campo de maniobras, era una irritación constante para él y un obstáculo a las operaciones de vuelo. Aunque el aeropuerto era mucho más antiguo que el pueblo, los residentes se quejaban sin cesar, con amargura, del ruido de los aviones. No tardó en aparecer la publicidad en los periódicos. A su vez eso trajo más quejas, con críticas cada vez más severas del aeropuerto y de su gerencia. Por fin, tras largas negociaciones mezcladas de política, más publicidad y —en la opinión de Mel Bakersfeld— tergiversaciones de mala fe, el aeropuerto y la Administración Federal de Aviación habían prometido que sólo en circunstancias especiales los jets despegarían y aterrizarían directamente sobre Meadowood, si era esencial que así lo hiciesen. Como el aeropuerto ya tenía limitaciones en sus pistas disponibles, la nueva pérdida significaba una eficiencia mucho menor.

También se había decidido que los aviones que despegaran en dirección a Meadowood debían, en cuanto estuviesen en el aire, efectuar las operaciones necesarias para atenuar en lo posible el ruido que producían. Esto, a su vez, provocó protestas de los pilotos, que consideraban peligrosos a esos dispositivos. Sin embargo, las compañías, conscientes del furor del público y cuidadosas de su prestigio, ordenaron a sus pilotos que cumplieran lo pactado.

Pero ni aun así quedaron satisfechos los residentes de Meadowood. Sus marciales representantes seguían protestando, organizando y —según los últimos rumores— proyectando medidas legales contra el aeropuerto.

—¿Cuántas llamadas ha habido? —preguntó Mel. Pero antes de que el jefe de torre le contestara, ya había decidido, con resignación, que debería dedicar cada vez más horas de su tiempo a las delegaciones, discusiones y charlas inútiles de siempre.

—Que hayamos contestado, por lo menos cincuenta; y hay otras sin contestar. En cuanto un avión despega empiezan a sonar los teléfonos, incluso los números que no están en la guía. Me gustaría saber cómo los averiguan.

—Supongo que les habrás dicho que se trata de una emergencia: la tormenta y una pista inutilizada.

—Les explicamos, pero a nadie le importa. Lo único que quieren es no oír ni ver más aviones. Algunos dicen que con problemas o sin ellos los pilotos tienen que usar los amortiguadores, pero que esta noche no lo hacen.

—¡Por Dios! Si yo fuera piloto tampoco lo haría.

Mel se preguntó cómo una persona de mediana inteligencia podía pensar que un piloto, en medio del terrible tiempo que hacía, iba a reducir los motores inmediatamente después de despegar, e iniciar un viraje brusco por instrumentos, que eran las maniobras indicadas para amortiguar el ruido.

—Ni yo tampoco —asintió el jefe—. Aunque supongo que eso depende de dónde se lo mire. Si yo viviera en Meadowood, puede ser que pensara como ellos.

—Tú no vivirías en Meadowood, porque habrías prestado atención a nuestras advertencias, hace años, de no construir casas allí.

—Supongo que sí. A propósito, uno de mis hombres me ha dicho que hoy tienen otra reunión comunal.

—¿Con este tiempo?

—Parece que están decididos a seguir adelante, y por lo que oímos, están cocinando algo nuevo.

—Sea lo que sea —predijo Mel— pronto lo sabremos.

A pesar de todo, pensó, si había una reunión pública en Meadowood, era una lástima darles nuevas armas tan a propósito. Era casi seguro que concurrirían los periodistas y políticos locales, y el ruido de los aviones sobre sus cabezas, por más necesario que fuera en ese momento, les daría amplio tema para escribir y hablar. Por eso, cuanto antes volviese a estar en uso la pista bloqueada, tres cero, mejor sería para todos.

—Dentro de un rato —le dijo al jefe— yo mismo saldré al campo para ver qué sucede, y te comunicaré cuál es la situación.

—Bien.

—¿Mi hermano trabaja esta noche? —inquirió Mel, cambiando de tema.

—Sí. Observación de radar, lado oeste.

Mel sabía que el lado oeste era una de las posiciones más difíciles y tensas de la torre. Implicaba supervisar todos los vuelos procedentes del cuadrante oeste. Mel vaciló y luego recordó que conocía al jefe de torre de antiguo.

—¿Cómo está Keith? ¿Demuestra fatiga o nerviosidad?

—Sí —la respuesta llegó tras una leve pausa—. Más que de costumbre.

Entre ellos estaba la conciencia de que, últimamente, el hermano menor de Mel les había causado preocupaciones.

—Francamente —agregó el jefe— quisiera poder darle menos responsabilidad; pero no puedo. Nos falta personal y todos tienen que cumplir al máximo. Como yo —añadió.

—Ya lo sé, y te agradezco que vigiles así a Keith.

—Ya sabes que en nuestro trabajo todos sufrimos fatiga de combate tarde o temprano —dijo con palabras elegidas con esfuerzo—. A veces se nota en el cerebro y otras en el estómago. Pero cuando sucede tratamos de ayudarnos mutuamente.

—Gracias —la conversación no había aliviado la ansiedad de Mel—. Trataré de pasar por allí más tarde.

—Bien, señor —el jefe colgó.

El «señor» era de estricta cortesía. Mel no tenía autoridad sobre Control Aéreo, responsable sólo ante la Administración Federal de Aviación, con oficinas en Washington. Pero las relaciones entre los controles y la gerencia del aeropuerto eran buenas, y Mel se encargaba de que siguieran siéndolo.

Un aeropuerto, cualquier aeropuerto, presentaba una curiosa red de jerarquías, atribuciones y autoridades que muchas veces se superponían unas a otras. Ningún individuo tenía, por sí solo, el mando supremo, pero tampoco ningún sector era totalmente independiente. Como director general, Mel era el más cercano a la autoridad total, pero había sectores donde sabía que no debía inmiscuirse: Control Aéreo y el manejo interno de las aerolíneas. Podía intervenir, e intervenía, en asuntos que afectaran al aeropuerto en su totalidad, o al bienestar de los que lo utilizaban. Podía ordenar perentoriamente a una compañía que quitara de una puerta un letrero incorrecto o que no se ajustara a los criterios de la terminal. Pero lo que ocurriese detrás de esa puerta era, dentro de los límites razonables, asunto exclusivo de esa compañía aérea.

Por eso, un director de aeropuerto tenía que ser un táctico al mismo tiempo que un administrador múltiple y adaptable.

Mel colgó a su vez. En otra línea, Danny Farrow discutía con el supervisor de estacionamiento, una pobre víctima que recogía desde horas antes las airadas quejas de los dueños de autos varados. La gente le preguntaba si las autoridades del aeropuerto no sabían que estaba nevando. Y si lo sabían, ¿por qué no sacaban la nieve del medio para que uno pudiera conducir su auto tranquilamente, en uso de sus derechos democráticos?

—Dígales que hemos implantado una dictadura. —Cuando pudiera, mandaría hombres y equipos. Lo interrumpió una llamada del jefe de torre: un nuevo pronóstico del tiempo anunciaba un cambio de viento dentro de una hora; eso significaba un cambio de pistas: ¿podían activar la limpieza de la pista uno siete, izquierda? Danny prometió que haría todo lo posible, hablando con el supervisor de la línea Conga y volviendo a llamar a la torre.

Esa misma presión incesante duraba ya tres días con sus noches, desde el comienzo de la nevada. Y el hecho de que esa presión hubiera sido bien solucionada no hacía más que aumentar la irritación que Mel sentía ante la nota que un mensajero le había entregado hacía quince minutos. La nota decía:

memo

creo debo avisarte: el comité contra la nieve de las aerolíneas (a instancias de vern demerest: ¿por qué te tiene rabia tu cuñado?), ha dado informe desfavor. debido limpieza pistas y rodaje (dice v. d.) mala, ineficaz… Informe culpa aeropuerto (=a ti) por mayoría demoras vuelos; también dice 707 varado porque pista no se limpió antes y mejor: ahora todas las líneas castigadas, etcétera, etcétera. ¿Dónde estás? Ven pronto; invítame tomar café

amor

t

«t» era la inicial de Tanya: Tanya Livingston, encargada de pasajeros en Trans America, y amiga especial de Mel. Este leyó otra vez la nota, como hacía por lo general con los mensajes de Tanya, que se aclaraban la segunda vez. Tanya, cuyo trabajo incluía tanto relaciones públicas como evitar líos, no creía en la puntuación ni en las mayúsculas. (—¿No ves que tengo razón, Mel? Si suprimiéramos las mayúsculas habría muchos menos líos. Mira lo que pasa con los diarios). Había llegado a persuadir a un mecánico de Trans America para que suprimiera todas las mayúsculas de su máquina. Alguien con derecho a hacerlo había protestado, según supo Mel, invocando las rígidas reglas de la compañía contra el daño deliberado a la propiedad de ésta. Pero Tanya se había salido con la suya. Como de costumbre.

El Vern Demerest de la nota era el capitán Vernon Demerest, también empleado de Trans America. A la vez que uno de los capitanes más antiguos de la compañía, Demerest era un infatigable propulsor de la Asociación de Pilotos Aéreos, y ahora miembro de la Asociación de Compañías Aéreas que se ocupaba de luchar contra los efectos de las nevadas y cuya función era inspeccionar las rutas y pistas cuando nevaba y decidir si podían ser utilizadas o no para los vuelos. Uno de sus miembros era siempre un capitán en activo.

Daba la casualidad de que Vernon Demerest también era cuñado de Mel, casado con la hermana mayor de éste, Sarah. El clan Bakersfeld, por tradición propia y de sus matrimonios, tenía raíces y ramas en la aviación, como familias más antiguas las habían tenido en la navegación de ultramar. Pero había escasa cordialidad entre Mel y su cuñado, a quien aquél consideraba engreído y pomposo. Sabía que no era el único en pensar así. Hacía poco que los dos se habían enzarzado en una enojosa discusión durante una reunión de la Junta Directiva del Aeropuerto, a la que Demerest concurrió representando a la Asociación de Pilotos. Mel sospechaba que el informe adverso —instigado al parecer por su cuñado— era una represalia.

Pero el informe no le preocupaba mucho. Cualesquiera que fuesen las deficiencias del aeropuerto en otros terrenos, sabía que estaban dominando la tormenta como podría hacerlo la mejor organización. Pero eso no quitaba que el informe fuera una molestia. Todas las compañías recibirían copias, y mañana llegarían las llamadas y los memorandos inquisitivos, con la consiguiente necesidad de dar explicaciones.

Mel pensó que lo mejor sería estar listo para lo que pudiera ocurrir; decidió inspeccionar la situación en lo referente a la limpieza de nieve, aprovechando su presencia en el campo para ocuparse de la pista bloqueada y del jet varado de Aéreo-Mexican.

En su escritorio, Danny Farrow hablaba de nuevo con Mantenimiento. Aprovechando una pausa, Mel observó:

—Estaré en la terminal y después en el campo.

Recordó lo que decía Tanya en su nota sobre tomar café juntos. Primero pasaría por su propia oficina y luego, camino de la terminal, por Trans America, para verla. La idea lo excitó.