Visitas a una sacristía

Habían pasado cuatro años desde la noche en que se marchó Francine, y yo no había vuelto a verla. Me escribía a casa de los Emms, porque pensaba que, si enviaba las cartas a Greystone Manor, podrían no dármelas.

No querría volver a vivir nunca otra época como la que siguió a su marcha. Tenía una sensación de abandono tan descorazonadora, que hasta la furia de mi abuelo me resbalaba sin importarme lo más mínimo. Lo único que me importaba era que mi hermana se había ido. Había perdido incluso a Daisy. Pocas semanas después de la fuga de Francine, el Graf y la Gräfin, con toda su familia, dejaron el Grange, y Daisy, como una criada más, se fue con ellos.

Al día siguiente de marcharse mi hermana, estalló la tormenta. Como es natural, su ausencia a la hora del desayuno, significó que se me hicieran preguntas. Cuando dije que no sabía dónde estaba, se imaginaron que había salido temprano a dar un paseo y se había olvidado de la hora. No dije que no había dormido en su cama, porque no sabía hasta dónde habría podido llegar en aquel momento, y me imaginaba al abuelo saliendo en su persecución. Gracias al nuevo espíritu de tolerancia hacia mi hermana —estaba convencido de que iba a plegarse punto por punto a sus planes— permitió que su ausencia a la hora del desayuno pasara sin más consecuencias. Aunque la señorita Elton lo comprendió al ver que no aparecía en la clase, y tía Grace sabía que no estaba, la noticia no llegó a oídos de mi abuelo hasta el mediodía.

Entonces, se desencadenó la tormenta. Me hizo varias preguntas, y me echó la culpa por no haber dicho que se había ido la noche antes. Yo me enfrenté a él cara a cara; estaba tan triste que no me importaba lo que pudiera ocurrirme.

—Se ha ido para casarse con un barón —dije.

Escuché voces y recibí varios meneos. Había sido muy mala. Tenía que castigarme severamente. Sabía lo que estaba pasando y no había hecho nada por impedirlo. Su nieta estaba perdida y deshonrada.

Busqué refugio en mi abuela, y ella me tuvo en su cuarto todo el día. El abuelo subió, y empezó a dar gritos. Ella alzó la mano, levantó sus ojos ciegos, y dijo:

—En esta habitación, no, Matthew. Esto es mi refugio. No tienes que echarle la culpa a la niña. Haz el favor de dejármela a mí.

Me sorprendió que obedeciera. La abuela me consoló, alisándome el pelo:

—Tu hermana llevará la vida que ella ha elegido. Tenía que irse. No podía estar aquí bajo el dominio de tu abuelo. Ha hecho lo que tenía que hacer. Y en cuanto a ti, Pippa, ahora estás desolada porque has perdido a la compañera que más querías, pero ya llegará tu hora. Ya lo verás.

Pero no podía consolarme porque no podía tener consuelo. Quizá, en lo más profundo de mi corazón, sabía que había perdido a Francine para siempre. Y mientras tanto estaba en Greystone Manor, y a merced de mi abuelo.

Después de que el Graf y toda su servidumbre dejaran el Grange, todo pareció volver a la normalidad…, la casa, quiero decir; sin Francine, ya nada podía ser igual para mí. El abuelo dejó de pronunciar el nombre de mi hermana. Al principio había anunciado que no volvería a pisar el umbral de su casa, pero dio a entender que seguiría cumpliendo con su deber respecto a mí.

La vigilancia se hizo aún más estrecha que antes. La señorita Elton tenía que acompañarme cuando saliera de casa, de forma que no estaba nunca sola. La instrucción religiosa se intensificó. Estaba claro que mis comienzos en aquella isla pagana habían producido unos efectos muy nocivos, si es que el comportamiento de mi hermana podía servir para indicar algo.

La señorita Elton estaba de mi parte, y eso era una gran ayuda. Tenía mucho cariño a Francine, como casi todo el mundo se lo tenía, y esperaba que las cosas le salieran bien. Por eso, cuando estaba con la señorita Elton, podía ir a casa de los Emms y encontrarme allí con Daisy.

—Le prometí a su hermana que no la perdería de vista —me dijo—. Pobre señorita Pip. No debe de ser muy divertido vivir con ese viejo ogro, como solía llamarle la señorita France.

Cuando el Grange volvió a quedarse vacío y Daisy se marchó otra vez, llegó para mí la hora más negra. Un día convencí a la señorita Elton para que me dejara echar una carrera hasta allí y asomarme a las ventanas. Cuando vi los muebles cubiertos con las sábanas, y aquel otro que parecía una persona, me dieron ganas de tirarme al suelo y ponerme a llorar. No volví a acercarme a mirar nunca más. Se me partía el corazón.

Me fastidiaba el primo Arthur tanto como a Francine. Detestaba las lecciones que me daba. Era muy aficionado a rezar, y me tenía mucho tiempo de rodillas, mientras él pedía al Altísimo que hiciera de mí una mujer buena, obediente a mi tutor, y rebosante de gratitud hacia él.

Yo me distraía acordándome de Francine y pensando qué habría pasado si se hubiera casado con Arthur en lugar de casarse con el barón.

«Por lo menos —pensaba— estaría aquí».

La pobre tía Grace también estaba de mi parte, pero tenía demasiado miedo al abuelo para darlo a entender. Mi único consuelo en aquellos días era la abuela. Era la única amiga verdadera que tenía. Agnes Warden me animaba a visitarla con frecuencia. Yo creo que quería mucho a mi abuela.

Dicen que el tiempo todo lo cura y, aunque no sea del todo cierto, sí es verdad que amortigua la pena.

Pasó así un año entero, el más triste de mi vida, y mi única esperanza era tener noticias de Francine.

Un día, cuando estaba en el jardín, vi a uno de los chicos Emns, que estaba mirándome.

—Señorita Pippa —dijo.

Me acerqué a él, y vi que miraba a su alrededor por miedo de que le viera alguien.

—Mi madre tiene una cosa para usted.

—Dile que iré en cuanto pueda.

Tenía que andar con mucho cuidado. La orden era que no podía salir sola, por eso, cuando iba con la señorita Elton, le decía que quería ir a casa de los Emms, y ella se quedaba esperándome en el campo.

La señora Emms sacó una carta de un cajón.

—Creo que es de esa hermana suya —dijo—. La traen aquí. Y también hay otra de Daisy. Me la ha leído Jenny Brakes. A nuestra Daisy la va muy bien. Habla de la alta sociedad. Puede leer la de Daisy. Hans le ayuda a escribirla. Nuestra Daisy no es gran cosa con la pluma. Pero comprendo que querrá ver lo que dice su hermana.

—Me la llevaré a casa y la leeré allí, y mañana volveré para leer la de Daisy.

La señora Emms dijo que sí con la cabeza, y yo me fui corriendo adonde estaba la señorita Elton. No me preguntó qué era lo que me habían dado, pero creo que lo adivinó porque, en cuanto llegamos a Greystone Manor, subí enseguida a mi cuarto. Las manos me temblaban al abrir la carta.

Estaba escrita en un papel blanco y grueso, casi como pergamino, y llevaba arriba un escudo dorado.

Queridísima Pippa:

Aprovecho la primera oportunidad para escribirte. Aquí están pasando muchas cosas, y yo soy muy feliz. Rudolph es todo lo que yo podía desear que fuera un marido. Nos casamos en Birley Church. Supongo que te acordarás de aquella iglesia que vimos y que nos gustó tanto. Eso produjo cierto retraso, pero Rudolph ya lo había arreglado antes de que nos marcháramos porque teníamos que escapar lo más de prisa posible. Rudolph es un hombre muy importante en su país. No puedo decirte todo lo importante que es.

Estamos rodeados de intrigas y de enemigos suyos que tratan de despojarle de su herencia. Es difícil de comprender cuando se piensa en la forma en que hemos vivido… primero en la isla, y después en Greystone. No sabíamos ni una palabra de lo que era el mundo, ¿no te parece? Desde luego no de un sitio como Bruxenstein. Aquí hay varios ducados. Hay margraves y barones, y todos ellos quieren ser los amos. Pero estoy desviándome del tema. No sirve de nada que trate de explicarte lo que es su política porque ni yo misma la entiendo. Pero eso significa que vivimos en bastante peligro. Claro que lo que tú quieres es enterarte de mi aventura.

Pues bien, Rudolph dijo que teníamos que casarnos antes de llegar a Bruxenstein. Tenía que ser un fait accompli, porque habría gente interesada en evitarlo. Así es que nos casamos, y yo me convertí en la baronesa Von Gruton Fuchs. Imagínate lo que soy yo con un nombre tan rimbombante. Yo digo que soy la señora FoxFuchs. Es mucho más fácil y le divierte a Rudolph.

Nos casamos y cruzamos el canal, y luego pasamos por Francia para ir a Alemania, y por último a Bruxenstein. Me gustaría que lo vieses, y lo verás. Vendrás para acá en cuanto las cosas se arreglen. Rudolph dice que todavía no debo traerte. Eso produciría trastornos. y es que debes saber que él es lo que se llama un gran parti, lo que significa que es el hombre con más posibilidades de ser elegido. Es una especie de heredero de la corona… sólo que esto no es un reino… Y querían que se casara con otra… con alguien que ya le habían buscado. Esta gente está dispuesta a meterse en todo… igual que el abuelo. Por eso es un poco complicado. Sé que lo entenderás. Rudolph tiene que andarse con mucho cuidado.

Tengo unos vestidos maravillosos. Nos detuvimos unos días en París, y me los hicieron allí. Pero conserve el traje azul de las estrellas. Rudolph dice que a él siempre le gustará porque es el que llevaba aquella noche que no habrás olvidado. Pero las cosas que tengo ahora son realmente magnificas. Tengo una especie de corona que me pongo algunas veces.

¡Cuánto nos divertiríamos si estuvieras aquí! Rudolph dice que no tardarás en hacerlo. Siempre tienen miedo de lo que Daisy solía llamar un «golpe». ¿Te acuerdas? Andan siempre con esos levantamientos… que no son más que envidias entre los miembros rivales de la familia. Algunos parecen querer lo que tienen los demás.

Tengo que decirte un secreto. Supondrá una diferencia muy grande, si es un niño. Sí, Pippa, voy a tener un hijo. ¿No te parece maravilloso? Imagínate, vas a ser tía. A Rudolph le digo que no puedo estar sin ti, y él sigue diciendo que espere un poco. Me mima mucho. Soy muy feliz. Pero me gustaría que terminaran con sus estúpidas peleas. No puedo estar en el castillo… sobre todo ahora que estoy embarazada. Rudolph tiene miedo por mí. Ya sabes, si tengo un hijo… Pero otra vez me he puesto a hablar de sus tontos jaleos políticos.

Querida Pippa, tienes que estar dispuesta en todo momento. Cualquier día verás que hay grandes preparativos en el Grange. Luego llegará el ejército de criados, y allí estaré yo… Y la próxima vez, Pippa, mi querida hermana pequeña, te vienes conmigo.

Te quiero más que nunca

FRANCINE

Leí y releí la carta. La llevaba debajo del corpiño para poder sentirla contra mi piel. Parecía darme vida y, cuando me encontraba especialmente triste, volvía a leerla.

La esperanza de que algún día, cuando pasara por el Grange, iba a ver allí señales de actividad, me ayudaba a solucionar aquellos momentos.

Después de los primeros meses, los días empezaron a pasar más de prisa. Era la misma rutina de siempre: desayuno con el abuelo, tía Grace y el primo Arthur; rezos, lecciones, paseos a caballo con la señorita Elton, visitas a la abuela, e instrucción religiosa de Arthur. Lo detestaba, no habría podido soportarlo de no ser por las sesiones en el cuarto de la abuela, cuando las dos hablábamos de Francine y nos imaginábamos lo que estaría haciendo.

Pasó un año entero antes de que volviera a tener noticias de ella. La carta, una vez más, me llegó a través de la señora Emms. Decía:

Queridísima Pippa:

No vayas a creer que me he olvidado de ti. Es que todo ha cambiado mucho desde la última vez que te escribí. Entonces estaba haciendo planes para que vinieras aquí. Pero todos se han ido a pique. Tuvimos que andar de un lado para otro, y ahora vivimos en una especie de exilio. Aunque me escribieras, no recibiría tu carta, y a lo mejor tú tampoco podrías recibir la mía. Supongo que continuará la espantosa rutina de siempre. Pobre Pippa. En cuanto las cosas se arreglen, te vienes aquí. Le he dicho a Rudolph que mi hermana pequeña tiene que estar conmigo. Él está de acuerdo. Te encontró muy mona, aunque dice que sólo tenía ojos para mirarme a mí. Pero quiere que vengas. De verdad.

Ahora tengo que hablarte del Gran Acontecimiento. Sí, ya soy madre. Tengo un hijo, Pippa. Piensa lo que es eso. El ser más adorable que te puedas imaginar. Es rubio, con los ojos azules. Yo creo que se parece a Rudolph, pero Rudolph dice que es igual que yo. Tiene un nombre muy altisonante: Rudolph (por su padre) Otto Frederich von Gruton Fuchs (zorro). Yo le llamo Cub. Foxcub (zorrillo). No necesito decirte que Cubby es el niño más maravilloso que ha venido al mundo. Desde el mismo momento de llegar, demostró un talento extraordinario para darse cuenta de todo. ¿Pero qué iba a esperarse de un hijo mío? Me encantaría que lo conocieras. Tienes que verle. Ya pensaremos algo.

Desearía que terminaran todos estos malditos líos. Tenemos que andar con mucho cuidado. Y todo son peleas entre las distintas ramas de la familia. Que si éste tenía que ser el margrave, que si tenía que serlo el otro. Es muy pesado y muy molesto. Rudolph siempre está muy comprometido. Hay idas y venidas, y reuniones secretas en el pabellón de caza en el que vivimos ahora.

No vayas a imaginarte que es un sitio abandonado. Nada de eso. Estos margraves y condes y grafs y barones sabían cuidarse muy bien. Vivimos a todo tren, pero tenemos que andar con cuidado. Rudolph se pone furioso con esas cosas. Dice que en cuanto volvamos al castillo, podré mandar a por ti. Ya no puedo esperar más. Le hablo a Cubby de ti. Se queda mirándome, pero juraría que lo entiende, porque tiene cara de ser muy listo.

Todo mi cariño para ti, querida hermana. Me acuerdo mucho de ti. No tengas miedo. Voy a rescatarte de Greystone Manor.

FRANCINE, la baronesa (señora Fox).

Después de recibir la carta, viví unas cuantas semanas entusiasmada. Iba constantemente al Grange, por ver si descubría señales de actividad. No había ninguna. También iba muchas veces a ver a la señora Emms.

—¿No hay cartas? —preguntaba, y ella movía con pena la cabeza.

—Hay una de Daise. Está que no sabe lo que dice. Se ha casado con el Hans ese. Pero no está con su hermana. Ahora tiene que estar con Hans, claro. Dice que todos tienen miedo de que haya un golpe de ésos.

Entonces fue cuando empecé a alarmarme. Me sentía muy deprimida. Todo aquello de los golpes y de la vida en un mundo tan alejado de la paz de nuestra Inglaterra victoriana resultaba muy difícil de imaginar. Todo lo que se refería al Grange y sus habitantes nos había dado la impresión de pertenecer a un mundo sumamente romántico, en el que las más inesperadas aventuras eran posibles Era algo que yo podía imaginarme y de lo que podía hablar con Francine, pero ahora todo se había hecho demasiado irreal, y había arrastrado consigo a Francine.

Todas las noches rezaba para que no le pasara nada. Eso era ahora una cosa más. El miedo a que no estuviera segura.

Llegó otra carta. Esta vez sólo hablaba del niño. Ya hacía más de tres años que se había ido mi hermana, y su Cubby debía de tener dieciocho meses. Empezaba a hablar, y no podía perderle un momento de vista. Le hablaba de su tía Pippa. El nombre de Pippa le gustaba, y lo repetía muchas veces.

Es raro cómo le gustan algunas palabras, y Pippa, desde luego es una palabra que gusta decir. Tiene un muñeco muy gracioso. Aquí lo llaman troll. Y el troll se lo lleva a la cama y le chupa la oreja. No puede dormirse sin él. Le llama Pippa. Ya ves, hermana. Hay un troll que se llama como tú.

Te encantaría mi niño. Es perfecto.

Tu hermana,

FRANCINE

Ésa era la última carta que había recibido desde hacía mucho tiempo, y estaba muy nerviosa. La señora Emms decía que tampoco tenía noticias de Daisy.

Estaba también haciéndome mayor, y lo que me había parecido simples nubecillas en el horizonte, empezaba a convertirse en nubarrones sobre mi cabeza.

No tenía más que doce años cuando se fue Francine, y ahora iba a cumplir dieciséis. Había unos síntomas muy alarmantes. El abuelo empezaba a interesarse por mí. Me invitaba a ir con él a dar una vuelta a caballo por las tierras, y yo me acordaba de cuando había hecho lo mismo con Francine. Estaba más cariñoso conmigo. Y cuando salíamos a caballo, Arthur venía con nosotros. Poco a poco, empecé a comprender lo que aquello significaba.

Se había lavado las manos con respecto a Francine, pero le quedaba otra nieta, que pronto estaría en edad de casarse.

Mi cumpleaños se celebró con una comida a la que asistieron varias de las familias de los alrededores. Jenny Brakes me hizo un vestido de seda bastante elegante, y la señorita Elton me dijo que el abuelo había expresado su deseo —no orden— de que me peinara con el pelo recogido para esa ocasión.

Lo hice, y parecía muy mayor. Tuve ya una sospecha de lo que se planeaba para cuando cumpliera diecisiete años. Cuando me sentaba al lado de Arthur, me ponía la mano en la rodilla, y yo sentía que todo mi cuerpo se estremecía de espanto. Trataba de que no se notara demasiado y, por primera vez desde la desaparición de Francine, empezó a obsesionarme mi propio problema.

Odiaba las manos frías y fofas de Arthur porque adivinaba lo que estaba pensando.

Tuve ocasión de hablarle a mi abuela de mis temores.

—Sí —dijo, eso es algo que se avecina, y puedes muy bien comprenderlo. El abuelo insistirá en que te cases con tu primo Arthur.

—Pues no me casaré —contesté yo, con la misma firmeza con que lo había hecho Francine en otro tiempo.

—Me temo que insistirá. No sé lo que hará, pero no podrás vivir aquí si no estás de acuerdo.

—¿Y qué puedo hacer?

—Ya lo pensaremos.

Hablé de ello con la señorita Elton. Ella también estaba bastante preocupada porque veía que se le terminaba el empleo. La abuela decía que, en su opinión, la única manera de librarme era buscar un trabajo, pero que tenía que empezar a buscarlo en seguida, porque no era fácil encontrarlo, y ahora el abuelo podía obligarme a aceptar un compromiso en cualquier momento. Lo más probable era que la boda no se celebrara hasta que cumpliera diecisiete años, pero tenía que estar preparada antes de que llegara esa fecha.

Desde los primeros meses después de la marcha de Francine, no me había sentido nunca tan deprimida. Estaba preocupada por ella porque no recibía ninguna carta, pero mis problemas personales también eran muy serios y, como no veía otro remedio que encontrar un trabajo, dedicaba mucho tiempo a pensar en eso.

La señorita Elton me dijo que a veces venían algunos anuncios en los periódicos, y que ella se encargaría de conseguirlos y los buscaríamos juntas, porque estaba decidida a que a ella tampoco la cogieran desprevenida.

Miramos los anuncios.

—Tu edad es un obstáculo —dijo—. ¿A quién se le va a ocurrir coger a una niña de dieciséis años para institutriz o acompañante? Yo creo que si te peinaras con todo el pelo hacia atrás, podría parecer que tienes dieciocho. Y si te pusieras unas gafas… espera un momento. —Sacó unas de un cajón—. Pruébatelas. —Lo hice, y se echó a reír—. Sí, con este truco, y peinada hacia atrás, tienes un aire mucho más serio… podrías tener veinte años… a lo mejor veintiuno o veintidós.

—Pero no veo ni torta con ellas.

—Las hay también sin graduar. Y, desde luego, hay una cosa de la que estoy segura. Si ven que eres tan joven, no te darán nada. No puedes esperar encontrar un trabajo en menos de dos años.

—¡Dos años! Si estoy segura de que piensa que me case cuando tenga diecisiete.

Me reí al verme con el abrigo de la señorita Elton, peinada con el pelo tirante y con gafas.

La señorita Elton dijo que ella se encargaría de conseguirme las gafas. Diría a alguno de los de la casa que las necesitaba para protegerse del viento que le daba dolor de cabeza. Se había vuelto muy cariñosa desde que se fue Francine, y eso nos había unido mucho.

Se las arregló para comprar las gafas y, cuando me las puse, pensé lo que se habría reído mi hermana si hubiera podido verme.

La señorita Elton buscó algún trabajo y encontró varios que podrían convenirle. Después de todo, ella era una institutriz con mucha experiencia. Cuanto más hablábamos del asunto, menos esperanzas tenía yo de solucionarlo, y me reía de mí misma por pensar que un par de gafas iban a bastar para suplir mi falta de experiencia.

Sabía que no iba a dar resultado, y hasta el deseo de la señorita Elton de continuar buscando por su cuenta empezó a flaquear.

—Quizá lo hemos tomado con demasiada anticipación —dijo—. A lo mejor, todavía pasa algo.

Y mientras lo estábamos pensando, se produjo en Greystone Manor un gran acontecimiento. Tía Grace se fugó con Charles Daventry. De no haber estado tan preocupada con mis propios asuntos, creo que lo habría visto venir. Desde que se marchó Francine, se había producido un cambio muy notable en tía Grace. La rebelión se mascaba en el aire y, aunque hubiera tardado varios años en decidirse, mi tía había terminado por librarse de los grilletes que le había puesto mi abuelo. Me alegré muchísimo por ella.

Un día, salió a dar un paseo, y dejó una nota para el abuelo en la que decía que había decidido por fin vivir su vida y que no tardaría en convertirse en la señora de Charles Daventry, que era lo que debía haber sido desde hacía diez años.

Mi abuela, por supuesto, conocía el secreto, y lo que yo me preguntaba era hasta qué punto habría animado a tía Grace a tomar esa decisión.

El abuelo se puso como una fiera. Hubo otra reunión en la capilla para acusar a tía Grace. Era una hija ingrata, de las que aborrecía el Señor. ¿Acaso no había dicho El «honrarás a tu padre y a tu madre»? Había mordido la mano que la había alimentado, y el Todopoderoso no podía permanecer ciego ante ese quebrantamiento de sus obligaciones.

Yo le dije después a mi primo Arthur:

—Me parece que el abuelo ve a Dios como una especie de aliado. No sé por qué supone que Dios está siempre de su parte. ¿Quién puede saberlo? Es posible que esté de parte de tía Grace.

—No debes hablar así, Philippa —contestó él muy serio.

—¿Por qué no voy a poder decir lo que siento? ¿Para qué me ha dado Dios la lengua?

—Para alabarle y honrar a quienes son mejores que tú.

—O sea, el abuelo y a lo mejor… tú también, ¿verdad, Arthur?

—Debieras tener más respeto a tu abuelo. Te acogió aquí. Te dio un techo. No debes olvidarlo nunca.

—El abuelo no lo olvida y desde luego está decidido a que yo tampoco pueda olvidarlo.

—Philippa, no diré nada al abuelo de lo que has dicho pero, si continúas hablando de esa manera, me veré obligado a hacerlo.

—Pobre primo Arthur, la verdad es que eres el hombre de mi abuelo. Sois la Santísima Trinidad: tú, el abuelo, y Dios.

—¡Philippa!

Le miré con desprecio, y pensé: «Ahora ya tienes algo que decirle a mi abuelo».

No lo hizo. Por el contrario, se volvió más amable conmigo, y la manía que yo le tenía a él creció en la misma proporción con el paso del tiempo.

Fui a ver a tía Grace al cobertizo que había cerca del cementerio. Estaba muy contenta, y ya no parecía la misma mujer gris que vivía en Greystone Manor.

La abracé, y ella me miró como si quisiera pedirme perdón.

—Quería decírtelo, Philippa, pero tenía miedo de decírselo a nadie como no fuera mamá. Estoy segura que, de no haber venido aquí tú y tu hermana, nunca habría tenido el valor de hacerlo. Pero, desde que Francine se fue, no había dejado de pensar en ello. Charles ha estado animándome durante años pero, yo no sé por qué, no podía acabar de decidirme… Y de repente, cuando se fue tu hermana, pensé, ¡basta!, y lo que hasta entonces había parecido imposible empezó a parecerme facilísimo. Lo único que había que hacer era hacerlo.

Charles me dio un beso y dijo:

—Tengo que estar agradecido a ti y a tu hermana, ¿qué te parece Grace?

—Una mujer nueva —contesté yo.

Tía Grace tenía muchos planes. Contaban con la habitación de Charles en la vicaría, y tenían que vivir allí por algún tiempo. Eso significaba que el abuelo se pondría furioso, pero no tenía jurisdicción sobre el vicario. La vivienda era asunto del obispo, y al obispo —«pero no se te ocurra decir una palabra de esto», suplicó tía Grace— nunca le había gustado el abuelo. Habían ido juntos al colegio, y existía una vieja enemistad entre los dos. En cuanto al vicario, tampoco había estado nunca en muy buenas relaciones con Greystone Manor, pero con el respaldo del obispo, no necesitaba para nada estarlo.

Grace estuvo hablando sin parar, muy excitada, y yo me alegré mucho por ella.

—No podré ver a mi madre, porque me ha prohibido que entre en casa y ella no puede salir, pero espero que puedas llevarle noticias mías y decirle que soy muy feliz.

Prometí hacerlo.

Pasamos una tarde muy agradable, sentados entre todas aquellas figuras de piedra, y tomando el té que nos había preparado Charles. Con la felicidad de Grace, me olvidé por un rato de mis propias dificultades y, cuando me acordé de ellas, el ver que podía hablar con tía Grace fue para mí un gran consuelo.

—Sí —dijo ella—, va a intentar casarte con tu primo Arthur.

—No voy a casarme nunca con él. Francine estaba decidida a no hacerlo y yo también lo estoy.

Se le nubló la cara cuando nombré a Francine. Yo dije:

—Estoy muy preocupada. Hace mucho tiempo que no sé nada de ella. No comprendo por qué no escribe.

Tía Grace no dijo nada.

—Es raro —continué yo—. Yo ya me imaginaba que iba a ser muy difícil que llegaran las cartas… porque está muy lejos de aquí.

—¿Cuánto tiempo hace que no sabes de ella? —preguntó tía Grace.

Más de un año.

Tía Grace volvió a quedarse callada pero, pasado un rato, dijo:

—Philippa, me gustaría saber si puedes traerme algunas cosas. Tendrás que sacarlas de casa de contrabando. Supongo que te prohibirán venir a verme.

—No pienso obedecer esas órdenes —contesté yo.

—Ten cuidado. El abuelo puede ser muy duro. Tú no puedes todavía mantenerte por tu cuenta, Philippa.

—Pues voy a tener que hacerlo, tía Grace. Puedo intentar buscar un trabajo con el que me gane la vida. La señorita Elton me está ayudando a hacerlo.

—¿Tan lejos han ido las cosas?

—Tiene que ser así… por culpa del primo Arthur.

—Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que empezar una nueva vida. Yo pensé muchas veces en buscar un trabajo…, pero nunca tuve valor para hacerlo. Tienes que echarte el pasado a la espalda, todo, Philippa, absolutamente todo. Luego, a lo mejor encuentras un hombre bueno. Eso sería lo mejor. Olvidarte de todo… Y volver a empezar.

—Nunca podré olvidar a Francine y lo que era nuestra vida juntas.

—Encontrarás la manera de hacerlo. Y hay una cosa que quiero que me traigas, Philippa. Es el libro que uso a diario. Está guardado en el baúl oscuro, en el primer desván. Está lleno de recortes de periódico y toda suerte de cosas. Es un libro rojo. Verás que tiene escrito mi nombre en la primera página. Me gustaría tenerlo. Haz el favor de ir a buscarlo. Tienes que encontrarlo por fuerza.

La ansiedad que reflejaban sus ojos, la forma en que le temblaba la mano, y la súbita desaparición de aquella alegría que había encontrado en su reciente felicidad…, todo debía haberme advertido que iba a encontrar algo muy aterrador en ese libro.

Nada más volver a casa, subí al desván. Abrí el baúl, y allí estaba el libro que me había pedido. Lo abrí. Su nombre estaba escrito dentro como ella me había dicho, pero fue el recorte de periódico lo que acaparó mi atención. Las palabras se unían y formaban frases, y todo ello se convertía en unas terribles imágenes para mí.

«En la mañana del pasado miércoles, el barón Von Gruton Fuchs fue encontrado muerto en la cama, en el refugio de caza que tenía en la provincia de Gruton, en Bruxenstein. Con él estaba su amante, una joven inglesa cuya identidad se desconoce todavía, pero que se cree llevaba algún tiempo viviendo con él en el refugio antes de producirse la tragedia».

Miré la fecha del periódico. Era de hacía más de un año. Había otro recorte.

«Se ha descubierto la identidad de la mujer del crimen de Gruton Fuchs. Se trata de Francine Ewell, "amiga" del barón desde hace algún tiempo».

El periódico se me cayó de las manos. No pude hacer más que quedarme allí de rodillas, mientras mi mente creaba imágenes de un dormitorio en un refugio de caza. Bastante lujoso, decía ella. Habría muchos criados. Me la imaginé muerta en la cama, con su hermoso amante al lado… Y sangre por todas partes…, la sangre de mi querida hermana.

Eso era lo que yo no había sabido. No me lo habían dicho, y nadie había llorado su muerte; era como si mi querida hermana, mi guapa, incomparable hermana no hubiera existido nunca.

¡Muerta! ¡Asesinada! Francine, la compañera de mis días felices. Todos aquellos meses de ansiedad habían terminado en esto. Hasta entonces siempre quedaba algo de esperanza. Ya no podría volver a ir a casa de los Emms para llevarles la desilusión de ver que no había noticias. ¿Qué noticias iba a haber ahora?

Habían dicho que era su amante. Pero era su mujer. Se habían casado en Berley Church, antes de cruzar el canal. Me había escrito para decírmelo. Y tenían un hijo. Cubby. ¿Dónde estaba Cubby? No se hablaba para nada de él.

—¡Ay, Francine —murmuré, ya no volveré a verte! ¿Por qué te fuiste? Habría sido mejor que te quedases aquí… que te casaras con el primo Arthur… cualquier cosa… cualquier cosa menos esto. Podríamos habernos ido juntas. ¿Adónde? ¿Y cómo? A cualquier sitio… cualquier cosa antes que esto.

Intenté no creerlo. Podía ser otra persona. Pero el nombre de él… Y el de ella. ¿Me habría dicho la verdad sobre el matrimonio? ¿Creía que yo iba a querer que fuera un matrimonio de verdad, respetable, convencional y según todas las reglas? Sí, me habría gustado que fuese así. Pero no necesitaba mentirme. Podía haberse ahorrado hablar de la ceremonia. Y, además, estaba el niño. ¿Qué había sido del niño? ¿Por qué no hablaba de él el periódico? Era una noticia tan corta como las que solían publicar los periódicos ingleses. Sólo un pequeño comentario sobre los trastornos que tanto abundaban en esos turbulentos estados germánicos tan alejados de la pacífica Inglaterra. Si lo mentaban, era únicamente porque la mujer asesinada era inglesa.

¿Y eso era todo lo que yo podía saber? ¿Dónde podría encontrar algo más?

Con el libro rojo bien apretado debajo del brazo, corrí a la vicaría. Tía Grace estaba esperándome entre las estatuas. Tenía que saber que iba a ir. No hice más que alargarle el libro, sin dejar de mirarla.

—No te lo dije —balbuceó—. Creí que iba a ser un disgusto demasiado grande. Pero ahora, pensé, ya es mayor. Debe saberlo.

—Todo este tiempo he estado esperando saber algo de ella.

A tía Grace le temblaban los labios.

—Es terrible, nunca debía haberse ido.

—¿Hay algo más que pueda yo saber, tía Grace? ¿Hay otros recortes de periódico, otros comentarios?

Dijo que no con la cabeza.

—Nada. Eso fue todo. Lo leí, y lo recorté. No se lo enseñé a nadie. Tenía miedo de que pudieran verlo. El abuelo, tal vez. Pero la gente se fija poco en las noticias del extranjero.

—Estaba casada con él —dije yo.

Tía Grace me miró con cara de lástima.

—Sí que lo estaba —insistí yo—. Me escribió y me lo decía. Francine no me habría mentido.

—Tiene que haber sido un matrimonio simulado. Entre esa gente se hacen cosas así.

—Pero tenían un niño —grité yo—. ¿Qué ha sido del niño? Nadie habla del niño.

—No debía habértelo dicho. Pero es que creí que era mejor.

—Tenía que saberlo. Quiero saber todo lo que ha pasado con ella. Y todo este tiempo he estado sin enterarme de nada…

*****

No podía pensar en nada más que en Francine. No podía apartar la imagen de ella muerta en la cama…, asesinada. Francine… tan llena de vida. No podía imaginármelo. Me hubiera sido más fácil creer que me había olvidado, que tenía una vida tan llena de cosas que no podía acordarse de su pobre hermana pequeña. Pero Francine no podía hacer eso.

El lazo que nos unía era demasiado fuerte y tenía que durar para siempre…, hasta que la muerte nos separase. La muerte. La muerte violenta, aterradora, sin remedio.

¡No volver a verla nunca! Ni a Francine ni a aquel hombre tan guapo a quien había visto un momento, y que era el héroe más romántico y el marido más apropiado que pudiera haber para la más preciosa de las chicas. Pero habían llevado una vida muy peligrosa.

No podía hablar de ella con nadie más que con mi abuela. Se había enterado hacía poco tiempo de la muerte de Francine, porque se lo había dicho tía Grace.

—Teníais que habérmelo dicho —grité indignada.

—Pensábamos decírtelo… pero más adelante. Sabíamos lo que os queríais la una a la otra, y pensamos que eras demasiado pequeña. Queríamos esperar a que tu hermana se convirtiera en un lejano recuerdo. El golpe no habría sido tan duro.

—Nunca se habría convertido en un lejano recuerdo.

—Sí, hija, pero era mejor que creyeras que te había olvidado entre todo el jaleo de su nueva vida, a que te enteraras de que había muerto… era sólo al principio, nada más. —Ocurrió hace un año.

—Sí, pero era mejor esperar. Grace actuó bajo la impresión del momento. Ahora es una mujer distinta. Se ha pasado su vida dudando.

—Dicen que Francine no estaba casada. Yo sé que lo estaba, abuela.

—Bueno, hija, ten en cuenta una cosa. Él era una persona de mucha alcurnia en su país. Entre esa gente, los matrimonios se arreglan de esa manera. Si se casan fuera de la ley…

—Dicen que era su amante. Francine era su mujer. Me lo dijo a mí.

—Claro, tenía que decírtelo. Era natural que lo hiciera. Ella se consideraba su mujer.

—Ella dijo que se habían casado en una iglesia. Yo he estado en esa iglesia. La vimos el mismo día que llegamos a Inglaterra. Fuimos a verla porque nos sobraba tiempo hasta que llegara el tren de Dover. La recuerdo muy bien. Francine dijo entonces que le gustaría casarse en una iglesia como ésa, y se casó.

Mi abuela guardó silencio, y yo pregunté:

—¿Y el niño, qué? —No podía dejar de pensar en él.

—Ya tendrán cuidado de él.

—¿Dónde? ¿Quién?

—Ya lo habrán arreglado.

—Estaba muy orgullosa de él. Le quería mucho.

Mi abuela movió la cabeza. Yo dije:

—Quiero saber lo que ha ocurrido.

—Hija mía, tienes que olvidarte de eso.

—¡Olvidarme de Francine! Como si pudiera hacerlo. Me gustaría ir allí, descubrir todo lo que ha pasado.

—Ya tienes ni bastantes problemas.

Estuve un momento callada. Aquel repentino descubrimiento me había borrado todas las otras cosas de la cabeza. Pero el problema continuaba. Incluso cuando estaba allí sentada, sin dejar de pensar en Francine, y viendo algunas imágenes que recordaba, y otras que creaba mi fantasía, sobre todo las de aquel dormitorio de un pabellón de caza… casi podía sentir las manos fofas de Arthur que me tocaban; me imaginaba el dormitorio de bodas de Greystone, una habitación tétrica, con grandes cortinajes de terciopelo gris, y una cama con baldaquino; me veía allí tumbada, y a mi primo Arthur acercándose. Podía imaginármelo, de rodillas al pie de la cama, pidiendo a Dios que bendijera nuestra unión, antes de acudir a los medios prácticos de llevarla a cabo. Era algo que no podría soportar nunca.

*****

Iba hasta el Grange, y me quedaba mirándolo. Pasaba por la casa de los Emms. Muchas veces veía a la señora Emms tendiendo ropa; parecía que no iba a terminar nunca de lavar. Yo suponía que teniendo una familia tan numerosa tenía que ser así, pero no daban la impresión de estar muy limpios. Un día me paré, y me puse a hablar con ella.

—Ahora nunca tengo noticias de Daise —dijo—. Muchas veces pienso cómo le irá con ese Hans. Y es que, cuando se van a esos países extranjeros, parece que los has perdido. ¿Tampoco tiene usted noticias de su hermana?

Dije que no con la cabeza. No quería hablar de la tragedia con la señora Emms.

Pero tampoco podía dejar de mirar a la casa. Sentía una gran frustración. Renegaba de ser tan joven. Tenía que hacer algo.

La señorita Elton sabía que una prima suya estaba trabajando en las Midlands como niñera. Decía que iban a necesitar pronto una institutriz, y les había hablado de la señorita Elton. Si podía esperar tres meses, estaban decididos a cogerla.

La señorita Elton lo tenía solucionado. Fue a hablar con mi abuelo y le dijo que creía que yo pronto iba a dejar de necesitar una institutriz, y que le habían ofrecido ese puesto para dentro de tres meses. Él tuvo la amabilidad de alabar su prudencia al pensar en el futuro, y contestó que tendría mucho gusto en conservar sus servicios por otros tres meses, momento en el que, con toda razón, suponía que yo ya no iba a necesitar institutriz.

Había algo de irrevocable en todo ello. El abuelo parecía complacido, y estoy segura de que pensaba que conmigo no iba a tener tantas dificultades como había tenido con mi hermana.

Luego, con gran sorpresa mía, empezó la actividad en el Grange. Tom Emms me lo contó cuando vino a trabajar en el jardín con su padre. Fue a buscarme, y yo estaba segura de que su madre le había mandado que me lo dijera.

—Hay gente allá arriba en la casa —me susurró al oído con aire de conspirador.

—¿En el Grange? —exclamé yo.

Dijo que sí con la cabeza.

Eso era todo lo que yo necesitaba. En cuanto terminamos de comer, salí para allá.

La señora Emms estaba esperándome. Cuando no estaba tendiendo ropas, estaba en el huerto, observando.

Apareció en la puerta en cuanto llegué yo.

—Hasta ahora sólo han llegado los criados —dijo.

—Voy a ir a ver —contesté yo.

—Yo he ido a preguntar por Daisy. Pensé que podía haber venido también.

—¿Y no ha venido?

La señora Emms movió la cabeza:

—Me he llevado un buen chasco. No, Daisy no estaba allí. Ni Hans tampoco. Si ya no son los mismos de antes. Vaya una manera más rara de vivir, digo yo.

No estaba dispuesta a desanimarme, así es que me separé de la señora Emms y me encaminé al Grange. El corazón me latía como loco al subir por el paseo de entrada a la casa. Levanté el llamador con cabeza de gárgola, y los golpes resonaron en todas partes.

Oí por fin unos pasos que se acercaban, y un hombre abrió la puerta.

Estuvimos un momento mirándonos el uno al otro. Él levantó los ojos como si quisiera preguntarme algo, y yo dije:

—He venido de visita. Soy de Greystone Manor.

—No están en casa. No hay nadie —dijo él.

Estaba a punto de cerrar la puerta, pero yo di unos pasos para que no pudiera hacerlo sin echarme de allí.

—¿Cuándo llegará la Gräfin? —pregunté.

Se encogió de hombros:

—Haga el favor de decírmelo. La conocí hace algunos años. Me llamo Philippa Ewell.

Me miró de un modo bastante raro:

—Yo no sé cuándo van a venir. A lo mejor no vienen. Nosotros hemos venido porque la casa ha estado vacía mucho tiempo. Buenas tardes.

Tuve que darme por vencida.

Pero estaba loca de impaciencia. Antes, la llegada de los criados significaba siempre que los demás iban a venir también, y era seguro que habría alguien que pudiera darme noticias de Francine.

Poco después de esa visita a la casa, ocurrió una cosa rara. Había un hombre al que yo parecía encontrarme constantemente. Era un hombre fornido, con un cuello corto y fuerte, y tenía un aire teutónico que le señalaba sin duda alguna como extranjero. Yo pensé que podía ser un turista que estaba en la posada de los Three Tuns, cerca del río, adonde algunos iban a veces a pescar truchas. Lo raro era que me lo encontrase tantas veces. Nunca me decía nada; parecía que ni se fijaba en mí. Lo único que hacía era aparecer continuamente.

La señorita Elton, cuyo futuro ya estaba asegurado, demostraba cada vez más simpatía hacia mí, y hacía lo que podía por ayudarme. El tiempo iba pasando. Sólo me faltaban seis meses para cumplir diecisiete años. Sabía que me horrorizaba la idea de casarme con Arthur. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?

—Tendrías que tener un plan de acción —me dijo.

— ¿Cuál? —pregunté yo.

—Es que no piensas nada en ti misma. Estás obsesionada con lo que le pasó a tu hermana. Ella ha muerto. Tú estás viva y tienes que seguir viviendo.

—Me gustaría poder ir a Bruxenstein. Estoy segura de que queda algún misterio por aclarar.

—Si es una cosa muy sencilla. Él la hechizó. Y se marchó con él. Le dijo que iban a casarse…

—Y se casaron. Se casaron en la iglesia que fuimos a ver nosotras. —De repente, se me ocurrió una idea—. ¿No tienen registros y cosas de ésas en las iglesias? Pues, si se casaron allí… tendrá que constar en algún sitio, ¿no? ¿Y dónde va a ser si no es en la iglesia?

La señorita Elton me miró con mucha atención:

—Es verdad —dijo.

—¡Ay, señorita Elton! Tengo que ir a esa iglesia. Tengo que verlo con mis propios ojos. Si estuviera allí, la partida de su matrimonio… se demostraría que parte de esa noticia era falsa, ¿no es verdad?

La señorita Elton estaba moviendo la cabeza despacio:

—Yo voy allí algunas veces. ¿Quieres venir conmigo? —Guardó silencio un momento—. Habría que decírselo a tu abuelo.

—¿Voy a ser esclava suya toda mi vida?

—Si no haces algo ahora, sí.

—Pues haré algo, y lo primero que voy a hacer es ir a Birley Church a ver si hay algún registro de la boda de mi hermana.

—¿Y si lo hay?

—Entonces, tendré que hacer algo. Supone una gran diferencia, ¿no lo comprende? Tengo que descubrir por qué mataron a mi hermana. Y hay algo más. Quiero encontrar a su hijo. ¿Qué ha sido de ese niño? Ya tiene que tener tres años ahora. ¿Dónde está? ¿Quién se ocupa de él? Es el hijo de Francine. ¿No lo comprende? No puedo quedarme aquí sentada sin hacer nada.

—No veo que puedas hacer nada, como no sea comprobar si tu hermana estaba o no casada. ¿Y eso de qué te va a servir?

—No estoy segura. Pero sí que serviría para quedarme un poco más a gusto. Si el registro está allí, se demostraría que decía la verdad. Ella decía que era la baronesa. Y se llamaba señora Fox. Ya sabe que uno de sus nombres era Fuchs.

—Era una persona muy poco seria.

—Era la persona más encantadora que he conocido en mi vida y no puedo soportarlo.

—No vuelvas a acongojarte otra vez. Si tienes empeño en ir a ese sitio… está cerca de Dover, ¿no? Podríamos ir y volver en un día. Eso facilita las cosas.

—Usted vendrá conmigo, señorita Elton.

—Sí, naturalmente. A tu abuelo no puedes decirle a qué vamos. Pero yo podría decirle que estamos estudiando las iglesias antiguas de Inglaterra y que hay una iglesia normanda cerca de Dover, que es muy interesante y a la que me gustaría ir contigo.

—Señorita Elton, ¡qué buena es usted!

Ahora tiene cierta tendencia a no ser tan severo con nosotras. Tal vez sea porque piensa que yo me voy a marchar pronto, y tú vas a ser una nieta dócil dispuesta a obedecer todos sus deseos.

—No me importa lo que piense. Quiero ir a esa iglesia y ver los libros parroquiales.

No se equivocó con respecto a mi abuelo. Tuvo la amabilidad de acceder a la excursión, y salimos a primera hora de la mañana de la estación de Preston Carstairs. Para volver; teníamos que coger el tren de las tres de la tarde. Fue bastante raro que, en el mismo momento en que llegábamos a la estación, el hombre misterioso de la fonda de los Three Tuns subiera también precipitadamente al tren. No nos miró siquiera, pero a mí me pareció muy extraño encontrarle una vez más allí, y en el mismo tren en que viajábamos nosotras; pero estaba tan excitada ante la idea de lo que iba a hacer que me olvidé en seguida de él. Lo más probable era que estuviese de vacaciones y deseara recorrer la región y, como la ciudad de Dover y sus alrededores tenían un gran interés histórico, era natural que quisiera visitarlos.

Era un viaje bastante largo y, como estaba tan impaciente por llegar, me parecía que el tren iba muy despacio Miraba los prados verdes, los campos y secaderos de lúpulo, los árboles cargados de fruta de las huertas, que eran una característica de esta parte del país. Todo estaba verde y era muy bonito, pero lo que yo quería era llegar a la iglesia.

Al llegar a Dover, vi el castillo en lo alto de la colina, y la Fantástica vista de los acantilados blancos y el mar; pero no podía pensar más que en lo que iba a encontrar, porque estaba segura de que iba a encontrarlo.

Nos apeamos del tren y salimos de la estación.

—La iglesia no está muy lejos —dije—. Francine, el señor Counsell y yo fuimos en un coche de caballos, y fueron los de la fonda los que nos llevaron allí.

—¿Sabrías encontrar la fonda?

—Estoy segura de que puedo encontrarla.

—Entonces vamos a ir, a comer lo que puedan darnos, y a preguntar de paso si pueden dejarnos el coche para ir a Birley Church.

—No tengo ninguna gana de comer.

—Pero necesitamos tomar algo. Además, así tendremos la oportunidad de hablar con el posadero.

Encontramos en seguida la fonda, y nos dieron pan recién sacado del horno, con queso Cheddar, pepinillos y sidra. Si hubiera tenido hambre, lo habría encontrado riquísimo.

—Yo ya he estado aquí otra vez —dije a la mujer del posadero.

—Viene tanta gente —contestó ella, como si quisiera disculparse de no acordarse de mí.

—La otra vez que estuve aquí fui a ver Birley Church.

—Nos gustaría mucho volver a verla —dijo la señorita Elton—. ¿A qué distancia está?

—A unas tres millas de las afueras de la ciudad.

—La última vez fuimos en un coche de caballos —comenté yo—. El coche era suyo. ¿Podrían volver a llevarnos? Encogió los hombros, como si lo pusiera en duda: —Lo preguntaré.

—Mire a ver si puede arreglarlo —rogué yo—. Para mí es muy importante.

—Veré lo que puedo hacer.

—Tendremos que pagarla —dije yo cuando salió la mujer.

—Tu abuelo me dio algo de dinero para esta excursión educativa —dijo la señorita Elton para tranquilizarme—. Y no nos costará tanto.

La mujer volvió, y dijo que el coche estaría preparado en media hora. Yo estaba tan impaciente, que me costaba trabajo esperar allí sentada, y deseaba que el tiempo pasara lo antes posible. De repente, vi a un hombre que pasaba de prisa por delante de la ventana. Estaba segura de que era el hombre que había visto subir al tren. ¡Había venido hasta la fonda!

Pasada la media hora, el coche ya estaba esperándonos, y volví a ver al hombre otra vez. Estaba examinando uno de los caballos de la fonda, y había empezado a regatear.

Me olvidé de él en cuanto arrancamos, porque me acordaba con mucha pena del día en que Francine y yo íbamos juntas por aquel mismo camino, y muy nerviosas de pensar lo que nos esperaría en casa del abuelo.

Llegamos a la iglesia —pequeña, antigua y gris— y atravesamos el cementerio, en el que muchas de las tumbas estaban ya ennegrecidas por los años y con la inscripción casi ilegible. Me acordé de que Francine había leído algunas de ellas en voz alta, y de las carcajadas que había soltado al ver lo que decían. Cruzamos el pórtico, y noté en seguida el olor propio de esta clase de iglesias, olor a humedad, a siglos, y a la cera que daban para sacar brillo a los bancos. Me paré delante del altar; la luz que se filtraba por las ventanas de colores brillaba sobre el atril de bronce y el reborde dorado del paño del altar. Todo estaba en silencio.

Fue la señorita Elton la que por fin lo rompió:

—Supongo que tendríamos que ir a la vicaría —dijo.

—Sí, claro. Tenemos que ver al vicario.

Cuando nos disponíamos a salir, oímos rechinar la puerta, y un hombre entró en la iglesia. Nos miró con curiosidad, y preguntó si podía ayudarnos en algo.

—Soy el guarda —dijo—. ¿Les interesa la iglesia? Es normanda y, para el tamaño que tiene, es una bonita muestra de ese arte. La han restaurado hace poco tiempo, y hemos tenido que reparar gran parte de la torre. No viene mucha gente a verla, pero es porque está en una zona poco frecuentada.

—Lo que queremos no es sólo contemplar la arquitectura. Nos gustaría saber si es posible ver los archivos. Queremos comprobar si se celebró aquí una boda.

—Si saben la fecha y el nombre de los contrayentes, no sería imposible hacerlo. El vicario estará fuera hasta fines de semana. Por eso he venido yo. Si puedo ayudarles en algo…

—¿Podría enseñarnos los archivos? —pregunté yo, impaciente.

—Sí que puedo hacerlo. Se guardan en la sacristía. Tendré que ir a buscar las llaves. ¿Se casaron hace mucho tiempo?

—No. Cuatro años —dije yo.

—Entonces, no va a ser difícil. La gente suele pedir los de hace cien años. Andan buscando a sus antepasados. Ahora hay mucha costumbre de hacer eso. Voy a acercarme a la vicaría. Volveré en seguida.

Cuando salió de la iglesia, nos miramos la una a la otra con aire de triunfo.

—Espero que encuentres lo que buscas —dijo la señorita Elton.

El guarda, fiel a su promesa, no tardó en volver con las llaves, y yo le seguí a la sacristía, temblando de impaciencia.

—Bueno… ¿qué fecha dijeron? Sí, aquí está.

Miré. Era verdad. Allí estaba. Sus nombres podían leerse con toda claridad. Solté un grito de alegría, y me volví hacia la señorita Elton:

—¡Mírelo, ahí! No hay duda ninguna. Está comprobado.

Estaba excitadísima, porque sabía que una vez comprobado que Francine estaba casada yo ya no iba a detenerme ahí. Tenía que averiguar mejor lo que había pasado. Aparte de eso, la idea del niño había empezado a obsesionarme, ese niño al que le gustaba decir mi nombre y que había bautizado con él a su muñeco.

Al salir de la iglesia, me pareció ver a alguien andando entre las tumbas. Era un hombre. Estaba agachado junto a una de ellas, como si quisiera leer la inscripción de la lápida.

No volví a fijarme en él. Estaba tan entusiasmada con lo que había visto, que no pude pensar en otra cosa hasta llegar a casa.

*****

Fui inmediatamente a ver a mi abuela. Me senté a su lado en el taburete y le conté lo que habíamos descubierto en la iglesia.

Me escuchó con mucha atención.

—Me alegro —dijo—. Francine decía la verdad.

—Pero entonces, ¿por qué tienen que decir que era su amante?

—Yo supongo que es por tratarse de un hombre que ocupaba una posición muy importante. Es posible que ya estuviera casado.

—No puedo creerlo. Francine era muy feliz.

—Philippa, hija, tienes que dejar de pensar en eso. Lo que haya podido ocurrir ya no tiene remedio. Tienes que pensar en ti misma. Pronto tendrás diecisiete años. ¿Qué vas a hacer entonces?

—Me gustaría ir a Bruxenstein. Me gustaría averiguar todo lo que ha pasado.

—Pero no puedes hacerlo. Si yo fuera más joven… si pudiera ver…

—Irías conmigo, ¿no es verdad, abuela?

—Sentiría la tentación de hacerlo pero, como eso es imposible, también es imposible que lo hagas tú hija mía, ¿qué piensas hacer con ese otro asunto que nos coge más cerca? He estado pensando que, si el abuelo se empeña en que te cases con tu primo, podrías marcharte a vivir con Grace.

—¿Y cómo voy a vivir con ella? En la vicaría no tienen más que una habitación.

—Ya sé que va a ser difícil. Lo único que hago es tratar de encontrar una solución. Estás perdiendo el tiempo, hija mía. Te has enfrascado en ese misterio que no puedes resolver y que, aunque lo resolvieras, tampoco te devolvería a tu hermana. Y mientras tanto, eres tú la que está en peligro.

Tenía razón, naturalmente. Quizá fuera mejor buscar un trabajo, como había hecho la señorita Elton, y como yo había pensado hacer al principio. ¿Pero quién iba a cogerme a mí? Cada vez que lo pensaba, todo mi plan me parecía completamente ridículo.

Al día siguiente hubo una cena. Los invitados fueron los Glencorn y su hija Sophia. «No será más que una comida íntima», había dicho mi abuelo, mirándome con la satisfacción que había empezado a mostrar hacia mí. «Seis es un buen número».

Yo me puse con mucha tristeza el vestido de seda marrón que me había hecho Jenny Brakes. No me estaba nada bien. El marrón no era mi color. A mí lo que me iba era el rojo y el verde esmeralda. Y no es que entonces me importaran nada los vestidos o el estar más o menos guapa. Mi pensamiento estaba muy lejos de allí, con el hijo de Francine. Era como si le conociera. Con el pelo rubio y los ojos azules, una Francine en miniatura, que llevaba en brazos un troll. ¿Y cómo sería ese muñeco al que llamaban troll? Yo me lo imaginaba como una especie de enanito escandinavo. Un troll al que le había puesto Pippa, como yo.

Estaría en algún sitio lejano…, a no ser que le hubieran matado también. Quizá lo habían hecho pero, por ser un niño, no merecía salir en los periódicos ingleses.

Me peiné con el pelo recogido encima de la cabeza. Me hacía parecer más alta y me quitaba aquel aire tan juvenil.

Peinada de esa manera, parecía ya una persona capaz de bastarse a sí misma.

Me ponía mala pensar en la cena. Había visto a los Glencorn una o dos veces. Vivían en una casa muy grande que lindaba con las tierras de mi abuelo. Y creo que habían tenido que venderle algunos terrenos, aunque fuera de mala gana porque, como comentaba encantado mi abuelo, no habían tenido más remedio que hacerlo. Sir Edward Glencorn nunca había sabido llevar las tierras que había heredado. El abuelo decía que era tonto. Él despreciaba a los tontos pero, como los Glencorn eran vecinos, y estaba seguro de que sus propiedades iban a tener que ponerse en venta en los próximos años, quería ser él quien tuviera mayores probabilidades de adquirirlas. Adquirir era la meta de mi abuelo, y por eso se había puesto tan furioso al ver que el Grange se le escapaba de las manos. Tierras y hombres, eso era lo que él deseaba poseer, y ponerlos a todos a trabajar para él y a realizar sus planes. Era como un Dios terrenal dedicado a crear su propio universo. Por eso, aunque despreciara a sir Edward Glencorn, le gustaba su compañía, porque su superioridad se ponía aún más de relieve al estar con él.

La cena resultó una prueba tan dura como todas las comidas, y se me hacía muy difícil seguir la conversación. Estar al lado de mi primo Arthur me ponía cada día más nerviosa. Sabía que se acercaba la hora de aceptarle o de encontrarme sola y sin tener a donde ir.

En una reunión como ésa, me costaba mucho trabajo olvidarme de todo y, como seguía obsesionada con la muerte de Francine, estaba, por así decirlo, en otro mundo.

Sophia era una chica muy callada, y yo siempre había tenido la impresión de que uno no acababa nunca de conocerla del todo. Muchas veces veía que me estaba mirando sin quitarme ojo, como si quisiera adivinar mis más íntimos pensamientos. Comprendía que, si Francine hubiera estado conmigo y no me hubiera visto amenazada por tanto miedo e inseguridad, Sophia Glencorn habría podido interesarme.

Sir Edward me felicitó por lo guapa que estaba, aunque yo creo que sin sentirlo, porque aquel traje marrón no me favorecía nada, y además estoy segura de que se tenía que notar que estaba preocupada. Por si eso fuera poco, había estado hablando un rato conmigo, y no podía recordar lo que le había contestado, así es que debía de pensar que era medio boba.

—Ya no es una niña, ¿eh? Ya es una señorita.

El abuelo estaba casi cariñoso:

—Si, es sorprendente lo de prisa que ha crecido Philippa.

Odiosas palabras. Podía leer los planes en sus ojos. La boda…, el nacimiento…, el heredero, el pequeño Ewell que mi abuelo se encargaría de moldear.

—Philippa cada vez siente más interés por la finca —comentó mi primo Arthur.

¿Lo sentía? Pues no me había enterado. No me importaba un pito la finca. Sólo podía pensar en mi hermana y en mis propios asuntos.

El abuelo asintió con la cabeza, sin dejar de mirar al plato.

—Es algo que siempre hay que tener presente —dijo—. Se heredan tierras, propiedades, y se heredan también responsabilidades con ellas.

Lo que se habría divertido Francine.

—A Philippa le interesa también la arquitectura —continuó Arthur.

Lo que me hubiera gustado que no se ocuparan para nada de mí.

—La señorita Elton ha hecho de ella una experta en esa materia —añadió mi abuelo—. ¿Qué iglesia era esa que fuisteis a visitar hace poco?

Dije que era Birley Church, y que estaba cerca de Dover.

—Un viaje bien largo para ir a ver unas cuantas piedras —comentó lady Glencorn.

El abuelo le dedicó una sonrisa indulgente, pero más bien despectiva.

—Es normanda, ¿no? —dijo—. Yo creo que lo más interesante de la arquitectura normanda es la forma en que está construida la techumbre…, a base de un entramado de tablas de madera que forman una bóveda de medio cañón. ¿No es eso, Philippa?

Yo apenas sabía de qué estaba hablando, porque la señorita Elton y yo no habíamos pensado para nada en la arquitectura hasta que se me ocurrió ir a Birley Church.

—Sí, sí —dije yo—. Pero la señorita Elton está un poco triste porque no va a tardar en dejarnos.

El abuelo no pudo ocultar su alegría:

—Philippa se está haciendo demasiado mayor para tener una institutriz. No tardará en tener otras cosas de que ocuparse.

Todo aquello era realmente extraño, porque nunca me había sentido tan importante. Pero sólo significaba que me había convertido en una pieza indispensable del tablero de ajedrez, que el abuelo podía mover a voluntad en un sentido u otro.

Me alegré de que terminara la cena y pasáramos a la galería, donde se servían vinos y licores cuando teníamos invitados. A Sophia le pidieron que tocara el piano. Tenía una voz muy potente, y cantó algunas viejas canciones, como Cherry Ripe y Drink to me only with Thine Eyes. Esta última la cantó con mucho sentimiento, mientras Arthur, que estaba de pie a su lado, le pasaba las hojas. Observé que se inclinaba mucho hacia ella y que, cuando pasaba la página, le ponía la mano en el hombro, y la dejaba allí un buen rato.

Yo siempre había mirado las manos de Arthur con una mezcla de horror y asco, porque detestaba que me tocase; y ya había visto que era bastante aficionado al contacto físico. Había pensado que eso era algo que reservaba para mí, pero parecía ser una costumbre. Vi que lo hacía una y otra vez con Sophia mientras estaba sentada al piano, y eso me produjo un extraño alivio. Significaba que no me lo dedicaba especialmente.

La velada terminó por fin, y los Glencorn se fueron en su coche. El abuelo, el primo Arthur y yo salimos a despedirlos y, al verlos marchar, el abuelo respiró satisfecho:

—No me sorprendería nada que el viejo Glencorn estuviera al borde de la bancarrota.

Todos los días se me hacían interminables, pero, bien pensado, ya había transcurrido una semana y estábamos a medio camino de otra. Yo sabía que me acercaba de prisa al precipicio. A la señorita Elton sólo le faltaba un mes para marcharse, porque estábamos a mediados de febrero. El ultimátum de mi abuelo estaba a punto de caer sobre mí, y yo seguía con mis sueños absurdos de irme a un país remoto que no era más que un nombre para mí. Lo había buscado muchas veces en el Atlas, un puntito rojo e insignificante, si lo comparaba con la masa de América, África y Europa, y con nuestra pequeña isla, perdida al lado de ella. Y luego estaban todos aquellos trozos rojos que eran británicos: el Imperio en el que nunca se ponía el sol. Pero el sitio que yo más deseaba ver y conocer era aquel puntito rojo que aparecía en medio de las cadenas de montañas pintadas en color oscuro.

Desesperada, decidí ir una vez más al Grange. Cuando había empezado a cruzar la pradera, vi a un hombre que venía hacia mí.

En el primer momento me asusté, porque creí que era el amante de Francine. Contuve la respiración, y creo que debí de quedarme pálida.

—¿Le pasa algo? —preguntó.

—No… venía simplemente a verla.

—¿A verla? —repitió él, como si quisiera darme ánimos.

—Conocí a la Gräfin cuando estuvo aquí hace algunos años. Tuvo la amabilidad de invitarme a visitarla otra vez.

—Me temo que no está aquí.

Hablaba un inglés impecable, con un ligerísimo acento extranjero.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó.

—¿Es usted…?

—Estoy aquí únicamente para comprobar si todas las cosas van bien. La casa lleva algún tiempo deshabitada. Y eso no es bueno para las casas. ¿Puede decirme su nombre?

—Soy Philippa Ewell.

Vi que se ponía en guardia. Recordé aquellas palabras de los periódicos: «Se conoce la identidad de la mujer inglesa. Se trata de Francine Ewell».

Debía de haber reconocido el apellido, pero lo único que dijo fue:

—¿Cómo está usted? —y luego añadió—: ¿Quiere pasar a la casa?

—¿Dice usted que la familia no está aquí?

Se echó a reír:

—Estoy seguro de que a la Gräfin no le gustaría que no fuera hospitalario. Le daré la bienvenida en su nombre.

—¿Es usted una especie de… cómo lo llaman, un mayordomo?

—Sí, ese nombre está bastante bien.

La cosa empezó a aclararse. Era un criado, pero un criado de mucha categoría. Había venido a ver si la casa estaba en buenas condiciones. Parecía una cosa bastante normal.

—Supongo que ha venido a preparar la casa para cuando ellos lleguen.

—Es posible —dijo—. Pase, y le daré algo de beber. Ustedes a esta hora toman té, ¿no?

—Sí, lo tomamos.

—Pues creo que podríamos tomar el té.

—¿Y le parece que eso estaría bien? —pregunté yo, sin sentirme nada segura.

—Realmente, no veo por qué no había de estarlo.

Me acordé de cuando Hans nos había enseñado la casa y del susto que habíamos pasado. Pero no iba yo a rechazar ahora un ofrecimiento así. Estaba nerviosísima. Notaba que estaba poniéndome colorada como me pasaba siempre en esos casos. Francine solía decirme: «No te apures, te pones guapísima».

Abrió la puerta de la casa y entramos. Yo la recordaba perfectamente: el comedor, las escaleras, la otra habitación pequeña donde habíamos estado con la Gräfin.

El té nos lo trajo una doncella, que no dio muestras de sorprenderse lo más mínimo. Él me sonrió y dijo:

—Quizá quiera usted, como creo que dicen, hacer los honores…

Serví el té, y dije:

—Me gustaría saber si vio usted alguna vez a mi hermana.

—Últimamente he estado muy poco en Inglaterra. Cuando era joven pasé aquí algunos años… para estudiar —comentó alzando las cejas.

—Eso fue hace cuatro o cinco años. Conoció a alguien en esta casa. Se casó, y luego… murió.

—Creo que ya sé a qué se refiere —contestó él despacio—. En aquel momento fue un gran escándalo. Sí… recuerdo el nombre de la amiga del barón.

—Mi hermana era su mujer.

Encogió un poco los hombros:

—Ya sé que existía una amistad entre ellos… unas relaciones.

Yo me sentía cada vez más indignada:

—No es verdad —grité—. Ya sé que los periódicos dijeron que era su amante. Pero yo le digo que era su mujer.

—No se enfade. Comprendo muy bien lo que siente. Pero el barón no podía casarse con su hermana. Su matrimonio era de suma importancia para el país, porque era el heredero de la casa reinante.

—¿Quiere usted decir que a mi hermana no podían considerarla bastante para él?

—No es exactamente eso, pero tendría que haberse casado con alguien de su misma nacionalidad…, una persona elegida para él. No se habría casado de no ser así.

—Yo puedo asegurarle que mi hermana era digna de casarse… con cualquiera.

—Estoy seguro de que lo era, pero aquí no se trata de ser digna o no. Es una cuestión política, ¿comprende?

—Sé que mi hermana estaba casada con él.

Movió la cabeza.

—Era su amante —dijo—. Eso era lo que tenía que pasar. Y no habría sido la primera ni la última… de haber vivido él.

—Estos comentarios me parecen muy ofensivos.

—No debe pensar que la verdad es ofensiva. Tiene que ser realista.

Me levanté:

—No estoy dispuesta a quedarme aquí para oír insultar a mi hermana.

Notaba que se me saltaban las lágrimas, y estaba furiosa con él por hacerme descubrir mis sentimientos.

—Venga —dijo cariñosamente—. Sea razonable. Tiene que mirar esto como una mujer de mundo. Me imagino que tuvieron un encuentro romántico. Se enamoraron. Todo eso es precioso. Pero, para un hombre de su posición, el matrimonio con alguien que… estoy seguro de que era guapa y encantadora, estoy seguro de que era digna de todo lo que se quiera, pero… sencillamente, no era lo que convenía. Un hombre de su posición siempre ha de tener en cuenta sus responsabilidades… Y él siempre lo había hecho.

—Yo le digo que estaban casados.

Me sonrió, y aquella tranquilidad fue lo que acabó de ponerme furiosa. Que pudiera hablar de esa tragedia como si fuera un suceso de lo más corriente, era algo que me hería de tal forma, que comprendí que iba a perder totalmente el dominio de mí misma si me quedaba allí y tenía que seguir mirando su imperturbable sonrisa.

—Si me perdona… —dije.

Se levantó y se inclinó para saludarme.

—Tengo que irme —dije—. No dice usted más que tonterías y mentiras. Supongo que se dará cuenta. Adiós.

Dicho esto, salí corriendo de la casa. Lo hice muy a tiempo, porque ahora las lágrimas me corrían ya por las mejillas y por nada del mundo hubiera querido que las viese.

Entré en la casa, y subí a toda prisa a la habitación que en otro tiempo había compartido con Francine. Me dejé caer en la cama y, por primera vez desde que leí aquellos horribles recortes de periódico, lloré todo lo que me apetecía.

*****

No quería volver al Grange después de eso. Me costaba trabajo comprender por qué me había impresionado tanto. Quizá fuera porque me había recordado un poco al barón de Francine. Ese hombre era un criado, y quería que todo el mundo supiera que, aunque fuera un criado, era un criado de mucha categoría. Rudolph había tomado su realeza —o lo que fuera, lo que esos condes y barones tenían— muy a la ligera. Todos sabían que era el barón, y él no necesitaba que se lo recordaran. A lo mejor yo había sido un poco injusta con él, y todo porque parecía estar tan seguro de que Francine no se había casado.

De todas maneras, no quería volver a verle. Pero quizá fuera una tontería porque podía saber algo. Podía estar enterado de lo que había sido del niño.

Empezaba ya a lamentar mi precipitada marcha. ¿Qué me importaba a mí que supiera lo que sentía?

Volví a verle al día siguiente. Yo creo que estaba esperándome, porque debía haberme visto salir de casa cuando fui a dar un paseo por la tarde. Empecé a andar hacia el bosque con paso rápido, pero me siguió.

Una vez en el bosque, me senté debajo de un árbol y esperé a que llegara.

—Buenas tardes —dijo—. Así es que volvemos a encontrarnos.

Como estaba segura de que había estado esperándome, y sabía que me había seguido, me pareció que, por lo menos, mentía.

—¿Cómo está usted? —dije con frialdad.

—¿Puedo sentarme? —preguntó, y se sentó a mi lado. Estaba sonriéndome—. Me alegro de que ya no esté enfadada conmigo.

—Me parece que estuve un poco tonta —dije.

—No, no. —Se inclinó hacia mí, y puso un momento su mano encima de la mía—. Es natural que se emocionara. Lo que le ocurrió a su hermana fue una cosa terrible.

—Fue un crimen. Me gustaría saber…, me gustaría poder encontrar a los asesinos.

—No fue posible encontrarlos. Se hizo una investigación, naturalmente. Pero no pudo aclararse nada, y sigue siendo un misterio.

—¿Querría hacer el favor de decirme todo lo que sepa? Había un niño. ¿Qué ha sido del niño?

—¿Un niño? No había ningún niño.

—Mi hermana tenía un hijo. Me escribió y me lo decía.

—Eso es imposible.

—¿Por qué va a ser imposible que dos personas tengan un hijo?

—No es que sea imposible en la forma en que usted lo dice, pero sí si se tiene en cuenta la posición de Rudolph…

—Su posición no tenía nada que ver con eso. Se casó con mi hermana, y la cosa más natural del mundo es que tuvieran un hijo.

—Eso es algo que usted no puede entender.

—Me gustaría que dejara de tratarme como a una niña, y encima como a una niña boba.

—No la considero una niña, y estoy seguro de que está en posesión de todas sus facultades mentales. Sé que es también una señorita muy apasionada.

—Esto es algo muy importante para mí. Mi hermana ha muerto, pero no voy a permitir que se ofenda su memoria.

—Mi querida señorita, usa usted unas palabras muy fuertes.

Se inclinó hacia mí, y trató de cogerme la mano, que yo retiré inmediatamente:

No soy su querida señorita.

—Bueno… —Ladeó la cabeza para mirarme—. Es joven. Y es una señorita.

—De una familia que no es digna de casarse con unos extranjeros que nos hacen el honor de venir por aquí de cuando en cuando.

Soltó una carcajada. Yo me fijé en su mandíbula bien marcada, y en su dentadura blanca y fuerte. Pensé: «Me recuerda a Arthur…, pero por contraste».

—Digna, digna en verdad —dijo—. Pero gracias a ciertos compromisos políticos esa clase de matrimonios no pueden llevarse a cabo.

—Está convencido de que una chica como mi hermana no iba a condescender y convenirse en la amante de tan alto y poderoso señor.

Me miró muy serio y movió la cabeza:

—Está diciendo tonterías. En lo que he hecho mal —añadió luego, mirándome de una forma bastante extraña—, ha sido en llamarle mi querida señorita. No es mía.

—Me parece que ésta es una conversación muy absurda. Estábamos hablando de una cosa muy seria, y usted ha introducido una nota frívola y tonta.

—Cuando se habla de cosas serias, muchas veces conviene introducir una nota más alegre. Evita que salga el malhumor.

—Pero no evita que salga el mío.

—Es que usted es una señorita muy fogosa.

—Escúcheme —dije yo—, si no está preparado para hablar en serio de este asunto, ya no vale la pena que hablemos.

—¿Usted cree? Lo siento. Yo siempre he pensado que vale la pena hablar de cualquier asunto. Me gustaría muchísimo conocerla mejor, y espero que sienta cierta curiosidad por mí.

—Tengo que saber qué le ocurrió a mi hermana y por qué… Y quiero asegurarme de que hay alguien que se ocupa del niño.

—Es mucho lo que pide. La policía fue incapaz de resolver el misterio de lo que pasó aquella noche en el refugio de caza. En cuanto al inexistente niño…

—No pienso escuchar nada más.

No dijo nada, pero continuó sentado, mirándome de reojo. Lo que yo deseaba era levantarme y marcharme, y lo hubiera hecho de no ser por las ganas que tenía de averiguar la verdad.

Me levanté para marcharme, pero me cogió la mano y me miró con aire suplicante. Noté que me ponía colorada. Había algo en aquel hombre que me desconcertaba. Me molestaba su arrogancia y su seguridad al pensar que el barón de Francine no podría nunca condescender a casarse con ella. El que creyera que mi hermana y yo habíamos convertido el asunto en una novela me ponía furiosa, y sin embargo… no sabía bien qué era lo que me pasaba, porque tenía muy poca experiencia del mundo; pero el estar cerca de él me producía una excitación como no recordaba haber sentido nunca antes. Podía pensar que era porque estaba a punto de descubrir algo, y porque tenía junto a mí a una persona que había conocido al barón Rudolph. Aquel hombre me daba la impresión de saber bastante más de lo que dejaba traslucir, y me dije a mí misma que tenía que verle lo más posible, sin preocuparme del efecto que pudiera producir en mí.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, él cogiéndome de la mano, y yo poniendo muy poco entusiasmo en marcharme, mientras me contemplaba con una sonrisa más bien maliciosa, como si pudiera leer mis pensamientos, y supiera, además, que era muy vulnerable.

—Haga el favor de sentarse —dijo—. Está bien claro que son muchas las cosas que tenemos que decirnos el uno al otro.

Me senté, y dije:

—En primer lugar, usted ya sabe quién soy. Mi hermana y yo vivíamos en Greystone Manor hasta que a ella se le ocurrió ir a ese desgraciado baile.

—Donde conoció a su amor.

—Ya le conocía antes, y la Gräfin la invitó. No fue nada fácil. No vaya a creer que en Greystone Manor pensábamos que era un gran honor. Mi hermana tuvo que acudir a toda suerte de subterfugios para poder asistir al baile.

—¿Engaños?

—Está usted empeñado en resultar ofensivo.

—En modo alguno. Pero debo insistir en que si queremos descubrir algo tenemos que enfrentarnos a las cosas cara a cara. Su hermana se escapó de casa vestida con su traje de noche, y se fue al Grange. La familia, exceptuando a su hermanita que estaba en el secreto, no estaba enterada de nada. ¿No es así?

—Más o menos.

—Y allí ella y el barón se enamoraron. Se fugaron. Y emprendieron el viaje como si fuera su mujer para… no faltar a las conveniencias.

Era su mujer.

Y ahora volvemos otra vez al principio. El matrimonio no podía haberse celebrado.

—Pero se celebró. Sé que se celebró.

—Permítame que se lo explique. El país de Rudolph es un país pequeño. Está siempre luchando por conservar su autonomía. Por eso no puede apartarse de las reglas. Hay otros estados vecinos que siempre tienen los ojos puestos en él, que siempre están tratando de engrandecerse, de hacerse más poderosos. Llegará un día en que se unan y formen un solo estado, y eso sin duda será una buena cosa pero, de momento, son sólo pequeños estados: ducados, margraviatos, principados, etc. Bruxenstein es uno de ellos. El padre de Rudolph es viejo. Rudolph era hijo único. Tenía que casarse con la hija del gobernante de un estado vecino. No haría nunca un matrimonio que no le conviniera. Era demasiado lo que estaba en juego.

—Pues lo hizo.

—¿Lo cree realmente posible?

—Sí. Estaba enamorado.

—Precioso, pero el amor no tiene nada que ver con las obligaciones o la política. La vida de miles de personas depende de eso…, supone la diferencia que hay entre la paz y la guerra.

—Tenía que estar muy enamorado de mi hermana. Y lo comprendo. Era la persona más atractiva que he visto en mi vida. Ya veo que es usted un cínico, y no me cree.

—Yo creo que era todo lo que usted dice que era. He conocido a su hermana en usted y no es difícil imaginarlo.

—Se está riendo de mí. Ya sé que yo soy muy sosa y que no me parezco nada a Francine.

Me cogió la mano y la besó.

—No puede creer eso. Estoy seguro de que tiene tanto encanto como su hermana, pero quizá sea un encanto diferente.

Una vez más, retiré la mano:

—No me tome el pelo. No quiere hablar de eso, ¿no es verdad?

—Realmente no hay nada que decir. A su hermana y a Rudolph los mataron en el refugio de caza. En mi opinión, fue un asesinato político. Fue alguien que quería quitar de en medio al heredero.

—Sí, el que iba a heredar ese ducado, principado o lo que sea. Quizá él es el asesino.

—No es tan sencillo como parece. El que le sigue en la línea de sucesión no estaba en el país en aquel momento.

—Pero esas personas así tienen agentes, ¿no?

—Se hizo una investigación completa.

—A lo mejor no fue tan completa. Supongo que no son demasiado eficientes en ese país tan pequeño.

Se echó a reír:

—Sí que lo son. Se hizo una investigación muy detallada, pero nada pudo ponerse en claro.

—Supongo que a mi hermana la mataron porque dio la casualidad de que estaba allí.

—Eso parece. Y lo siento mucho. Fue una lástima que se marchara de Greystone Manor.

—Si no se hubiera marchado, podría haberse casado con su primo Arthur…, pero eso ella nunca lo habría hecho.

—Entonces… había otro pretendiente.

—Mi abuelo quería que se casara. Me imagino que es algo bastante parecido a su Bruxenstein. No tiene un ducado o un principado, pero tiene una gran casa antigua que pertenece a la familia desde hace siglos, y creo que es un hombre muy rico.

—Así es que tienen ustedes los mismos problemas que tenemos nosotros en Bruxenstein.

—Problemas creados por la soberbia de los hombres. No tendría que haber ningún problema. Nadie debía intentar escogerle a la gente sus maridos. Si dos personas se quieren, debían poder casarse.

—Bien dicho. Ya ve, por fin estamos de acuerdo en algo.

—Voy a tener que irme. La señorita Elton me estará buscando.

—¿Quién es la señorita Elton?

—Mi institutriz. Se va a marchar ya pronto. Consideran que ya no la necesito.

—Es casi una mujer.

Estaba a mi lado y me puso las manos en los hombros. Yo habría preferido que no me tocase; cuando lo hacía, me entraba un incomprensible deseo de quedarme con él. Era justo lo contrario de lo que me pasaba con las manos fofas de Arthur, pero pensé que los dos tenían la costumbre de emplearlas con frecuencia.

Me atrajo hacia él y me besó en la frente.

—¿Por qué ha hecho eso? —pregunté yo.

Me eché en seguida hacia atrás, y me puse como un tomate.

—Porque quería hacerlo.

—No se besa a las personas desconocidas.

Nosotros no somos desconocidos. Ya nos hemos visto antes. Hemos tomado el té juntos. Yo creía que eso era un rito inglés. Si tomas el té con alguien, ya eres amigo suyo.

—Sabe usted muy poco de las costumbres inglesas. Uno puede tomar el té con el peor de sus enemigos.

—Entonces he cometido una equivocación y tendrá que perdonarme.

—Eso se lo perdono, pero lo que no le perdono es su actitud hacia mi hermana. Sé que estaba casada. Tengo la evidencia de que lo estaba pero, como no sirve de nada tratar de convencerle, no voy a molestarme en hacerlo.

—¿La evidencia? —preguntó, intrigado—. ¿Qué clase de evidencia?

—Algunas cartas. Sus cartas, por ejemplo.

—¿Las cartas que le escribió? En las que asegura que se ha casado.

—No lo asegura. No hacía falta que lo hiciera. No tenía más que decírmelo.

—¿Podría yo ver… esas cartas?

Vacilé.

—Tiene que convencerme, ya sabe.

—Muy bien… ¿Nos encontramos aquí… o le importaría ir a Grange?

—Aquí —dije.

—Mañana estaré aquí.

Salí corriendo. Al llegar al extremo del bosque, me volví a mirar y vi que seguía allí de pie, entre los árboles. Sonreía de un modo extraño.

Pasé el resto del día atontada. La señorita Elton, que estaba muy atareada recogiendo sus cosas, no se dio cuenta de mi estado. Iba a marcharse a los pocos días, y yo sabía que estaba preocupada por mí, pero tampoco veía forma de sacarme del apuro. Pensé si hablarle a la abuela de aquel hombre pero, por alguna razón, no me apetecía hacerlo. Ni siquiera sabía su nombre. Y se tomaba muchas confianzas. Se había atrevido a besarme. ¿Qué era lo que se creía? ¿Que allí todas las chicas se dejaban besar y tenían relaciones íntimas antes de casarse?

Aquella noche estuve hasta muy tarde leyendo las cartas. Todo estaba clarísimo; su entusiasmo y su matrimonio. ¿Y no lo había visto yo en el registro de la iglesia? Tenía que haberle hablado de esa evidencia irrefutable. ¿Por qué no lo había hecho? A lo mejor se lo había ocultado a propósito, para que cuando se lo dijera, y le demostrara que estaba equivocado, tuviera que agachar la cabeza. Francine, desde luego, estaba casada. Y además hablaba del niño, de su pequeño y querido Cubby. Aunque me hubiera dicho lo del matrimonio —porque creyera que debía hacerlo— nunca hubiera inventado lo del niño. Yo estaba segura de que Francine no era una mujer muy maternal pero, una vez que había tenido el niño, le quería, y eso se veía en las cartas.

Al día siguiente, acudí pronto al lugar de la cita, pero él ya estaba allí.

Nada más verle, el corazón empezó a latirme más de prisa. Me molestaba que produjera en mí ese efecto, porque comprendía que me ponía en desventaja. Se acercó a mí; se inclinó, creo que un poco en broma, dio un taconazo, y me besó la mano.

—No hace falta que ande con tantas ceremonias —dije.

—¡Ceremonias! Esto no es una ceremonia. Es la forma corriente de saludar en nuestro país. Cuando se trata de señoras mayores o de niños, en lugar de besarles la mano, solemos darles un beso en la cara.

Pues como no soy ni lo uno ni lo otro, puede ahorrárselo.

—Una lástima —contestó.

Pero yo estaba decidida a que aquellas bromas más bien molestas no formaran parte de lo que a mí me parecía un asunto muy serio.

—He traído las cartas para enseñárselas —dije. Cuando las lea, tendrá que aceptar la verdad. No le quedará otro, remedio.

—Sería mejor que nos sentáramos. El suelo está un poquito duro, y éste no es el sitio más cómodo para hacer consultas. Podría usted venir a casa.

—No creo que esté muy bien ir allí cuando sus amos están fuera.

—Es posible que no. Bueno, ¿puedo ver las cartas?

Las cogió y empezó a leerlas.

Yo no dejaba de mirarle. Supongo que lo que me impresionaba era su fuerte masculinidad. Algo así debía haberle pasado a Francine. Aunque, no, eso era absurdo. Ella se había enamorado locamente. Mis sentimientos eran completamente distintos. Yo estaba en contra de aquel hombre, aunque su presencia me pusiera muy nerviosa. Había conocido a muy pocos hombres. Antonio, y los otros que había en la isla, no contaban. Era demasiado pequeña entonces. Pero a casa de mi abuelo venía muy poca gente, y supongo que comparaba a todo el mundo con mi primo Arthur, lo que significaba que todos los demás tenían que resultar arrebatadores.

De repente me asusté. Tenía la sensación de que estaban vigilándonos. Me volví a mirar. ¿Sería verdad que había visto algo que se movía entre los árboles? Debía de habérmelo imaginado. Estaba muy excitada, eso ya lo sabía. Lo había estado desde el momento en que me encontré con ese hombre… Y sólo porque creía que había conseguido encajar unas cuantas piezas en el rompecabezas que era el misterio de aquel asesinato en el refugio de caza. Un chasquido entre la maleza…, un pájaro que sale volando como si le hubieran asustado era lo que me había producido aquella inquietante sensación de estar siendo vigilada.

—Me parece que hay alguien por aquí cerca que está mirándonos.

—¿Mirándonos? ¿Por qué?

—Hay gente que lo hace…

Dejó las cartas y se puso de pie:

—¿Dónde? —gritó—. ¿En qué dirección?

En ese momento, tuve la seguridad de oír unos pasos que se alejaban a toda prisa.

—Por allí —dije yo, y él echó a correr en la dirección que le indicaba. Volvió a los pocos minutos.

—No hay rastro de nadie.

—Pues… estaba segura…

Sonrió, se sentó otra vez y recogió las cartas. Cuando terminó de leerlas, me las devolvió con mucha solemnidad.

—Su hermana pensó que se quedaría tranquila si le decía que se había casado.

Había llegado el momento:

—Hay algo que usted no sabe —le dije, triunfante—. Tengo una prueba definitiva. He visto el registro de la iglesia.

—¡Cómo!

Había valido la pena esperar. Estaba completamente pasmado.

—Sí, está allí, y más claro que el agua. Así es que ya ve usted que estaba completamente equivocado.

—¿Dónde? —dijo simplemente.

—En Birley Church. La señorita Elton y yo fuimos a buscarlo y lo encontramos.

—No puedo creer que Rudolph se comportara de una manera tan…

—Si no es usted quien tiene que creerlo o no creerlo. El matrimonio se celebró. Puedo demostrarlo.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Porque me daba rabia que estuviera tan seguro.

—Lo comprendo —dijo despacio—. ¿Y dónde está esa iglesia?

—En Birley… no lejos de Dover. Tendría usted que ir allí. Verlo con sus propios ojos, y entonces… a lo mejor, se lo creía.

—Muy bien —dijo—. Iré.

Puede coger el tren hasta Dover. Es muy fácil. Y luego alquila un caballo y un coche para ir a Birley. Está a unas tres millas de Dover.

—Desde luego que iré.

—Y cuando lo haya visto, vuelve aquí y me pide disculpas.

—¡Qué vergüenza!

Dobló las cartas y, como si estuviera distraído, empezó a guardárselas en el bolsillo.

—Son mías, no lo olvide.

—Sí que lo son.

Me las devolvió, y yo le dije:

—No sé cómo se llama.

—Conrad.

—Conrad… ¿qué?

—No se preocupe del resto. No podría pronunciarlo.

—A lo mejor sí que puedo.

—Déjelo por ahora. Para usted, me gustaría ser sólo Conrad.

—¿Cuándo va a ir a Birley Church, Conrad?

—Creo que mañana.

—Y nos encontraremos aquí al día siguiente.

—Con muchísimo gusto.

Me metí las cartas debajo del vestido.

—Creo que tiene miedo de que se las robe.

—¿Por qué iba a tenerlo?

—Porque es desconfiada por naturaleza, y especialmente conmigo.

Se acercó a mí y me puso la mano en el cuello del vestido. Yo grité asustada y retiró la mano.

—Era sólo una broma. Es que las ha puesto en un sitio… digamos, un poco tentador.

—Me parece que es muy impertinente.

—Temo que tenga razón. Pero recuerde que vengo de ese lugar tan remoto del que nunca había oído hablar hasta que se fue su hermana.

Se me nublaron los ojos, y empecé a acordarme de ella la noche en que se marchó. Él lo comprendió en seguida, y me puso las manos en los hombros.

—Perdone —dijo—. Soy un patoso además de impertinente. Sé lo que siente por su hermana. Y créame, la admiro muchísimo. La veré pasado mañana, y le aseguro que vendré preparado a tragarme lo que sea…, así es como dicen ustedes, ¿no? Pero siempre que pueda demostrarme que estoy equivocado.

—Pues más vale que vaya preparándose, porque va a tener mucho que tragar. Le advierto que voy a pedir toda clase de disculpas.

—Si me demuestra que tiene razón, las tendrá. La cosa va mejor ahora. Está sonriente, satisfecha, contenta. Está segura de tener razón, ¿no es verdad?

Claro que lo estoy. Adiós.

Au revoir. Auf wiedersehen. No me gusta eso de adiós. Es demasiado definitivo. No me gustaría nada tener que decirnos adiós.

Me di la vuelta, y eché a correr. Ya me daba un poco de pena pensar que tenía que estar un día sin verle. Pero al día siguiente tendría la satisfacción de verle llegar con las orejas gachas, y eso sí que valía la pena.

Nada más llegar a casa, decidí subir a ver a la abuela. Suponía que ya habría despertado de la siesta y estaría tomando una taza de té. Necesitaba hablarle de Conrad, pero tenía que tener mucho cuidado de no dejar traslucir la impresión que me causaba. Estaba haciendo un poco el tonto. Era el primer hombre con quien había hablado así en mi vida y, como habría dicho la señorita Elton de haberse dado cuenta de lo que me pasaba, se me había subido a la cabeza. Eso era todo. Estaba muy sola. Nadie se había fijado en mí a excepción del primo Arthur, que seguía las instrucciones de mi abuelo, y ahora me encontraba con un hombre atractivo, que trataba más bien de coquetear conmigo. A veces me parecía que lo hacía en serio, y que le gustaba de verdad; otras veces creía que estaba tomándome el pelo. Tal vez había un poco de ambas cosas.

Llamé a la puerta de mi abuela, y Agnes Warden vino a abrirme.

—¡Ah, es la señorita Philippa! Su abuela se encuentra durmiendo.

—¿Todavía? ¿No va a tomar el té?

Esta tarde ha tenido un pequeño arrechucho. Y por eso ahora está durmiendo.

—¿Un arrechucho?

—Sí, no está muy bien del corazón. Y le dan estas cosas de vez en cuando. Después de eso se queda muy cansada, y lo único que puede hacer es dormir.

Tuve una desilusión.

Volví a mi habitación, y me encontré a la señorita Elton que venía por el pasillo.

—A ser posible, querría marcharme mañana en lugar de esperar hasta fines de semana. Mi prima quiere reunirse conmigo, y dice que podríamos tomarnos una semana de vacaciones antes de empezar a trabajar. Nos ha buscado sitio en casa de una amiga suya. ¿Crees que a tu abuelo no le molestará que me vaya mañana?

—Claro que no. Aparte de eso, ya no será usted una empleada suya.

—Pero no querría disgustarle. Tengo que pensar en mis informes.

—Yo iría a verle ahora mismo y se lo diría. Estoy segura de que estará conforme.

—Pues iré.

Diez minutos más tarde fue a mi habitación, un poco colorada, y contenta.

—Está de acuerdo en que me vaya. ¡Ay, Philippa!, estoy muy emocionada, y mi prima dice que es una casa muy agradable y que los niños son monísimos.

—Un poco distinto de Greystone. El abuelo no es el mejor de los señores.

—Pero os tenía a vosotras dos. Yo creo que nunca volveré a sentir el mismo cariño por ningún otro alumno.

—Como por Francine, desde luego que no.

Sentí que me invadía una espantosa tristeza. La señorita. Elton me abrazó.

—A ti también te quiero mucho… tanto como a ella. Os he cogido mucho cariño a las dos. Por eso me preocupa ahora tanto lo que pueda pasarte a ti.

—La echaré de menos.

—Philippa, ¿qué es lo que has decidido? Queda muy poco tiempo.

—Ya lo sé. Ya lo sé… pero es que de momento no puedo pensar en nada. Pero lo haré. Ya pensaré algo.

—Tienes muy poco tiempo —repitió.

—Por favor, señorita Elton, no se preocupe por mí. A veces sueño que voy a ese sitio y que descubro por fin lo que pasó. Y además, está el niño.

—Sería mejor que te olvidaras de eso. Lo que necesitas es marcharte de aquí…, a menos que pienses obedecer los deseos de tu abuelo.

—Jamás… jamás —dije, poniendo mucho énfasis. Desde que había conocido a Conrad, la imagen de las manos de Arthur tratando de tocarme se había convertido en una pesadilla.

La señorita Elton movió la cabeza. Veía que estaba convencida de que iba a acabar por aceptar mi destino. En cualquier otro momento habría hablado con ella pero, como no hacía más que pensar en Conrad, no tenía ganas de hacerlo. No podía comprenderme a mí misma, pero se me había metido en la cabeza que de una forma u otra él me daría la solución, lo mismo que su compatriota se la había dado a Francine.

—Bueno —dijo la señorita Elton—, mañana tendré que decir adiós. Siempre cuesta trabajo dejar a las alumnas pero, en esta ocasión, la despedida es más desgarradora que nunca.

Cuando salió de la habitación, miré la cama que había sido de mi hermana y me entró un desconsuelo espantoso. Mi abuela estaba enferma; la señorita Elton se marchaba, yo iba a quedarme completamente sola. En ese momento me di cuenta de hasta qué punto dependía de ellas. Sin embargo, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en Conrad.

*****

A la mañana siguiente, la señorita Elton se fue. Me abracé a ella, en un último adiós, y se emocionó mucho.

—Que todo te salga bien —me dijo.

—Y a usted también —contesté yo.

Se marchó.

Subí a ver a mi abuela. Agnes me recibió en la puerta.

Es mejor que esté poco tiempo. Está muy débil. Me senté al lado de su cama, y sonrió un poco. Deseaba con toda mi alma hablarle de Conrad y de los sentimientos que despertaba en mí. Quería descubrir si era él quien los provocaba o si se debía únicamente a que venía de la tierra en donde Francine había encontrado la muerte. Pero comprendí que mi abuela no estaba muy segura de quién era la que estaba allí sentada y, en algunos momentos, me confundía con Grace. Por eso, al salir de allí, me sentí más triste que nunca.

Se me hacía difícil esperar la vuelta de Conrad. Fui al bosque antes de la hora convenida. Él llegó a tiempo, y el corazón parecía que se me iba a saltar cuando le vi acercarse a grandes pasos.

Me cogió las dos manos, y se inclinó antes de besármelas, primero la una y luego la otra.

—¿Qué? —dije yo.

—Fui, como habíamos convenido. No es un viaje desagradable.

—¿Y lo vio?

Me miró fijamente:

—Encontré la iglesia. Y el vicario estuvo muy amable.

—Cuando fuimos la señorita Elton y yo, no estaba. Vimos al guarda.

Continuó mirándome.

—No se enfade por lo que voy a decir. Ya sé que creyó que lo había visto…

—¿Que creí que lo había visto? Lo vi. ¿De qué está hablando?

Movió la cabeza.

El vicario me enseñó el registro. No había ninguna nota.

—Eso es la estupidez más grande que he oído en mi vida. Lo vi. Le digo que lo vi.

—No —insistió—. No estaba allí. Yo sabía la fecha exacta. No podía equivocarme. No había nada apuntado.

—Me está tomando el pelo.

—Me gustaría poder hacerlo. Siento tener que darle este disgusto.

—¡Lo siente! Se alegra. Y además, es mentira. No puede decir eso. Yo le digo que lo vi con mis propios ojos.

—Voy a decirle lo que pienso —añadió tratando de calmarme—. Quería verlo, y se lo imaginó.

—En otras palabras, que sufro alucinaciones y que estoy loca. ¿Es eso lo que quiere decir?

Me miró con cara de lástima.

—Philippa, querida, lo siento mucho. Créame, yo quería verlo. Quería que tuviera razón.

—Iré yo misma. Iré allí otra vez. Y lo encontraré. Tiene que haber estado buscándolo donde no tenía que mirar.

—No, si tenía la fecha exacta, la fecha que me dio. Si se hubieran casado, estaría anotado allí. Pero no está, Philippa. No está.

—Voy a ir. No quiero perder más tiempo.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Iré con usted. Y le demostraré que estaba equivocada.

—Y yo le demostraré que no lo estaba —contesté yo furiosa.

Me cogió del brazo, pero le rechacé.

—No lo tome tan a pecho. Es una cosa que ya ha pasado. Si estaba casada o no estaba casada… ¿qué puede importar ya?

—A mí sí que me importa… Y al niño también.

—Si no había ningún niño. Ni matrimonio… ni niño.

—¿Cómo se atreve a decir que mi hermana era una mentirosa o que yo estoy loca? Váyase. Vuélvase a su país.

—Temo que voy a tener que volver muy pronto. Pero antes vamos a ir los dos allí… mañana.

—Sí —dije yo—, mañana mismo.

*****

No había pensado cómo iba a poder marcharme. La vez anterior había sido distinto. Pero no me importaba. Lo único que quería era demostrarle a Conrad que estaba equivocado. Le dije a la señora Greaves que iba a ir a ver una iglesia antigua y que no estaba segura de cuánto tiempo estaría fuera.

A su abuelo no le gustará que vaya sola.

—No voy a ir sola.

—¿Quién la acompañará? ¿La señorita Sophia Glencorn?

Dije que sí con la cabeza. No tenía otro remedio. No quería que se armara el gran lío ya antes de arrancar.

Conrad me esperaba en la estación como habíamos convenido.

Cuando iba sentada enfrente de él, pensé lo agradable que podría haber sido el viaje si se tratara simplemente de hacer una pequeña excursión juntos. Me puse a estudiar su cara, mientras le tenía delante, con los brazos cruzados y los ojos fijos en mí.

Era una cara de rasgos acusados, con los ojos azules y muy hundidos. La frente alta, el pelo rubio y fuerte, peinado hacia atrás. Me le imaginaba llegando a nuestras costas en uno de esos barcos con la proa tan alta; un conquistador vikingo.

—¿Qué? —dijo—, ¿me está pasando revista?

—Observándole, simplemente.

—Espero merecer su aprobación.

—¿Le importa?

—Muchísimo.

—Ya empieza a decir tonterías otra vez. Es porque sabe lo que se va a encontrar cuando lleguemos a la iglesia. Pretende tomarlo a broma. Yo creo que es una broma que tiene muy poca gracia.

Se inclinó hacia adelante y me puso la mano en la rodilla:

—Nunca se me ocurriría hacer bromas con algo que a usted le afecta tanto —dijo, poniéndose serio—. No quiero que se lleve un disgusto demasiado grande cuando…

—¿Podríamos hablar de otra cosa?

—¿Del tiempo? Es un día muy bueno para esta época del año. En mi país no hace tanto calor en invierno… yo creo que es porque se ven especialmente favorecidos por la corriente del golfo, uno de los regalos que Dios ha hecho a los ingleses.

—Creo que sería mejor quedarnos callados.

—Como quiera. Mi mayor deseo es complacerla ahora, y por siempre jamás.

Cerré los ojos. Sus palabras me habían tocado una fibra muy sensible.

Por siempre jamás. Parecía que nuestras relaciones no eran una cosa transitoria como yo había pensado, y la idea de que no lo fueran me daba muchos ánimos.

Mientras avanzábamos en silencio, sus ojos seguían fijos en mí. Yo iba mirando por la ventanilla, pero apenas veía el paisaje. Noté por fin el olor del mar, fuimos acercándonos a la ciudad, otra vez los acantilados blancos, y el castillo que los reyes de la Edad Media llamaban la entrada de Inglaterra.

Fuimos a la fonda, porque él insistió en que tomáramos algo.

—Necesitamos comer algo si proseguimos el viaje —dijo—. Además, le vendrá bien descansar un poco.

—Me daría igual no comer nada.

—Pero yo sí voy a comer, y quiero que coma también algo.

Volvimos a tomar pan y queso, con sidra. Yo conseguí comer un poco.

—¿Lo ve? Yo sé muy bien lo que le conviene.

—¿Cuándo podemos marcharnos? —pregunté.

—Paciencia. En otras circunstancias, yo estaría disfrutando muchísimo, Claro que a lo mejor podríamos hacer algunos viajes por la región. ¿Qué le parece?

—Mi abuelo no lo consentiría.

—¿Ha permitido que hiciera éste?

—He utilizado un pequeño subterfugio.

—Entonces, es capaz de hacer trampas.

—Tenía que venir. No podía quedarme allí por nada del mundo.

—Es muy vehemente. Y eso me gusta. La verdad, señorita Philippa, es que tiene usted muchas cosas que me gustan. Comprendo que sé muy poco, y es mucho lo que tendría que aprender. Sería un maravilloso viaje de descubrimiento.

—Temo que lo encontraría más bien aburrido.

—Es una mujer llena de contradicciones. Tan pronto se pone furiosa contigo por no tener una gran opinión de sus facultades mentales, como me dice que no vale la pena que pretenda conocerla. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Yo, en su lugar, abandonaría el estudio.

—Pero es que estoy muy intrigado.

—¿Le parece que hemos terminado ya?

—¡Qué impaciencia!

Montamos en el coche, y yo casi no podía dominar mis nervios al acercarnos a Birley Church.

—Iremos primero a la vicaría a ver si encontramos a ese vicario tan simpático —dijo Conrad—. Fue muy amable conmigo. Tendré que hacer un buen donativo para la conservación de la iglesia.

Fuimos a la vicaría, que era casi tan vieja como la iglesia. Una mujer, que tenía que ser la del vicario, salió a la puerta y nos dijo que habíamos tenido suerte. El vicario acababa de llegar.

Entramos en un saloncito, más bien pobre, pero acogedor. El vicario saludó con cariño a Conrad.

—Es un placer volver a verle —dijo.

—Tengo que pedirle otro favor —contestó Conrad—. Queremos volver a ver el registro.

—No hay ningún inconveniente. ¿Se equivocó de fecha? El corazón me latía a toda prisa. Sabía que en algún sitio había habido una equivocación, y creía que estaba a punto de descubrir lo que era.

—No estoy seguro —dijo Conrad—. Es posible que me equivocara. Ésta es la señorita Ewell que tiene mucho interés en verlo. Ya ha estado aquí antes.

—No le vi a usted entonces —le dije al vicario—. No estaba aquí. Hablé con el encargado.

—Sí, Thomas Borton. Yo estuve unos días fuera. Pero no hace mucho tiempo de eso. Bueno, si vienen a la iglesia, podrán mirar lo que quieren.

Fuimos a la iglesia. Allí estaba el olor a humedad, a libros viejos y a aquella extraña cera para dar brillo a los muebles.

Entramos en la sacristía y, en cuanto sacaron el libro, empecé a pasar las páginas. Lo miré y remiré. No estaba. En esa fecha no había habido ninguna boda.

—Hay un error —balbuceé.

Conrad estaba a mi lado. Me había cogido del brazo, pero le rechacé de mal humor. Miré al vicario.

—Pero si yo lo vi… Estaba aquí… Estaba en el libro.

—No —dijo el vicario—. No puede ser. Yo creo que se equivoca de fecha. ¿Está segura de qué año fue?

—Sí que lo estoy. Y sé lo que pasó. La novia era hermana mía.

El vicario parecía muy extrañado. Yo añadí:

—Tiene que acordarse. Debió de ser una boda algo apresurada…

—Yo no estaba entonces aquí. Sólo hace dos años que vine a ocupar el cargo.

Yo continuaba insistiendo:

Estaba aquí. Yo lo vi. Estaba más claro que el agua…, cualquiera podía leerlo.

—Tiene que haber algún error. Ya verá cómo se ha equivocado de fecha.

—Sí —dijo Conrad—. Hay un error. Lo siento mucho. Pero, como insistió en verlo usted misma.

Fue el encargado quien nos trajo aquí —grité yo—. Él tiene que acordarse. Nos enseñó el libro. Estaba aquí cuando lo encontramos. ¿Dónde está el encargado? Tengo que verle. Él se acordará.

—No hay necesidad de hacerlo —dijo Conrad—. Si no está aquí, es que fue un error. Creyó que lo había visto…

—Uno no cree ver las cosas. Digo que yo lo vi. Tengo que ver al encargado.

—Estoy seguro de que puede hacerlo —nos dijo el vicario—. Vive en el pueblo. Su casa es el número seis de la calle. En el pueblo no hay ninguna otra que merezca tal nombre.

—Pues vamos a ir a verle ahora mismo.

Conrad se volvió hacia el vicario:

—Ha sido usted muy amable —dijo.

—Lamento que se haya producido este trastorno.

Yo volví a coger el libro y lo miré otra vez. Quería que apareciera por arte de magia lo que había visto aquel día con la señorita Elton. Pero no me sirvió de nada. No estaba allí, y no había nada que hacer.

Al salir, Conrad echó dos soberanos en el cepillo del pórtico, y el vicario quedó muy agradecido.

—Estoy casi seguro de que encuentran a Tom Borton en el jardín. Es un gran jardinero.

No fue difícil encontrarle. Él mismo se acercó a nosotros, con cierto aire de curiosidad.

—El vicario nos ha dado su dirección. La señorita Ewell tiene mucho interés en hablar con usted.

Al volverse hacia mí, no pareció reconocerme.

—¿Recuerda que vine a verle no hace mucho tiempo? Venía otra señora conmigo.

Entornó los ojos, y espantó una mosca que tenía en la manga del abrigo.

—Tiene que acordarse. Estuvimos mirando los libros de la sacristía. Usted nos acompañó…, y encontramos lo que queríamos.

—A veces viene gente a mirar los libros… No muy a menudo pero, de vez en cuando, vienen.

—Entonces, se acuerda. El vicario estaba fuera… Y le encontramos a usted en la iglesia.

Movió la cabeza:

—Pues no puedo decir que me acuerde.

—Pero tiene que acordarse. Estaba usted allí. Tiene que acordarse.

—Me temo que no puedo acordarme de nada.

—Yo le he reconocido en seguida.

—No puedo decir que recuerde haberla visto nunca antes, señorita… ¿cómo dijo, Ewell? —dijo sonriendo.

—Bien —dijo Conrad—. Sentimos haberle molestado.

—No ha sido ninguna molestia, señor. Lo que siento es no haber podido ayudarles. Yo creo que la señorita se refiere a otra cosa. La verdad es que no recuerdo haberla visto en mi vida.

Salí de allí desconcertada. Me parecía estar viviendo una especie de pesadilla de la que no podía tardar en despertar.

—Vamos —dijo Conrad—. Tenemos que coger el tren.

Nos sentamos en la estación, porque nos sobraban cinco minutos. Conrad me había cogido del brazo y me lo apretaba.

—No debe disgustarse demasiado.

—Ya estoy disgustada. No puedo evitarlo. Yo lo vi con toda claridad, y ese hombre estaba mintiendo. No sé por qué. 'Tiene que acordarse de haberme visto. El mismo dijo que no viene mucha gente a mirar los libros.

—Escuche, Philippa, a todos nos pasan cosas muy raras algunas veces. Lo que le pasó es que tuvo una especie de alucinación.

—¿Cómo se atreve a decir eso?

—¿Qué otra explicación puede haber?

—No lo sé. Pero voy a averiguarlo.

El tren llegó y nos subimos. Teníamos un vagón para nosotros solos, y me alegré de que así fuera. Me sentía agotada por la emoción, y tenía algo de miedo. Casi estaba empezando a creer que me lo había inventado todo. La señorita Elton se había ido, y no podía preguntarle. Ella también había visto el libro. ¿Pero había leído de verdad la nota? No podía asegurarlo. Sólo me acordaba de haberlo visto yo, y de haber empezado a dar gritos de entusiasmo. Traté de reconstruir la escena. No podía acordarme de haberla visto a ella junto a mí, mirando también el libro.

Pero el encargado aseguraba no haberme visto nunca, aunque rara vez enseñaba los libros. Tenía que acordarse.

Conrad se sentó a mi lado y me pasó el brazo por los hombros. Me asombré de ver que me gustaba que lo hiciera.

—Escúcheme, Philippa. No está allí. Y ahora todo ha terminado. Su hermana está muerta. Aunque hubiera encontrado esa nota, tampoco habría servido para volverla a la vida. Es un episodio muy triste, pero ya ha terminado. Tiene que vivir su propia vida.

Yo no le escuchaba. Sólo sentía el consuelo de que estuviera a mi lado y no quería moverme.

Cuando salimos de la estación, me acompañó hasta el bosque. No quise que se acercara más. Habría tenido que dar muchas explicaciones si me veían venir con un hombre.

Al entrar en el Manor, la señora Greaves me esperaba en lo alto de la escalera.

¿Es usted, señorita Philippa? Menos mal que ha vuelto. Su abuela se ha puesto muy mala esta tarde.

No apartaba los ojos de mí. Yo pregunté:

Ha muerto, ¿verdad?

Y dijo que sí con la cabeza.