Sospecha de asesinato

Me quedé anonadada. Me había preparado a dar alguna explicación por mi ausencia pero no hizo falta. Con la muerte de mi abuela, ni se dieron cuenta de que no estaba.

—Murió tranquilamente mientras dormía —me dijo la señora Greaves.

Debía de haber sido en el mismo momento en que yo me encontraba cara a cara ante el libro en blanco.

—¿No preguntó por mí?

—Señorita, si ha estado inconsciente todo el día.

Me separé de ella y subí a mi habitación. Me quedé de pie en medio del cuarto, y dejé que la desolación se apoderara de mí. Era un sentimiento de completo abandono. Estaba perdiendo a todos. Francine, Daisy, la señorita Elton y ahora mi abuela. Era como si un destino cruel me arrebatara a todos los que quería.

De repente me acordé de Conrad. Había sido muy bueno conmigo. Estaba segura de que sentía de verdad que no hubiera encontrado la prueba de la boda de mi hermana.

Por la noche nos reunimos para cenar: mi abuelo, el primo Arthur y yo. Mi abuelo habló de los funerales, y dijo que habría que abrir la tumba de la familia. Arthur tenía que encargarse de ir a ver al vicario. El abuelo no podía soportarle. Aparte de eso, corría el riesgo de encontrarse con Grace y su marido.

—Tío —dijo Arthur—, estoy encantado de poder prestarte alguna ayuda.

—Siempre estás dispuesto a hacerlo —contestó el abuelo. Arthur bajó la cabeza, y dio muestras de estar tan complacido como las circunstancias y su abrumadora humildad lo permitían.

—Es un golpe muy duro para todos nosotros —añadió el abuelo—, pero la vida tiene que seguir adelante. Lo último que ella hubiera deseado sería causar un trastorno en las vidas de quienes tienen que seguir viviendo. Hemos de pensar en lo que ella hubiera deseado.

No pude menos de pensar que iba a ser la primera vez que lo hacía. ¿Necesitaba uno morirse para ser tenido en consideración?

Habían traído el ataúd: un magnífico trasto de caoba brillante y grandes cantidades de adornos de bronce. Lo pusieron en la habitación que estaba al lado de la del abuelo. Estaba más cerca de él de lo que lo había estado desde hacía muchos años. El funeral se celebraría cinco días después. Entretanto, estaba allí, y todos los criados de la casa iban pasando de uno en uno para presentar sus últimos respetos.

Las velas permanecieron encendidas toda la noche. Había tres a la cabecera del ataúd y otras tres a los pies.

Entré a verla. El olor de la madera y el recuerdo de aquella habitación mortuoria se me quedarían grabados ya para siempre. Estaba allí, tendida, y sólo se le veía la cara y el gorro almidonado que le cubría la cabeza. Parecía una mujer joven y guapa. Así debía de ser cuando llegó por primera vez de recién casada a Greystone Manor. No se podía sentir miedo aunque la habitación estuviera llena de sombras por la luz vacilante de las velas. Si toda su vida había sido tan buena, ¿cómo iba uno a tener miedo de ella después de muerta?

Lo único que sentía era una pena terrible, una aterradora sensación de abandono, y la idea, más clara que nunca, de lo sola que estaba en el mundo.

Dos días más tarde, me fui al bosque. Me senté debajo de un árbol, con la esperanza de que apareciera Conrad. Era la hora en que yo salía a dar un paseo. ¿Se acordaría lo bastante de mí como para venir?

Parece que sí que lo hacía, y me sentí revivir al verle acercarse.

Se dejó caer a mi lado, me cogió la mano y la besó:

—¿Cómo se siente?

—Cuando llegué a casa, me enteré de que había muerto mi abuela.

—Fue una cosa inesperada.

—Supongo que no. Era vieja y estaba inválida, y no había estado nada bien estos últimos días. Pero fue un gran disgusto, sobre todo porque…

—Cuéntamelo —dijo con dulzura.

—Porque todos se han ido. Tenía a mi hermana y a Daisy, la doncella, que también era amiga mía. Luego, la señorita Elton, y ahora, mi abuela. No queda nadie.

—Pequeña mía…

Por una vez no me importó nada que me llamaran pequeña. Conrad preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Voy a cumplir pronto diecisiete.

—Tan joven… Y tan consternada.

—Si mis padres no hubieran muerto, todo habría sido distinto. Nos habríamos quedado en la isla. Éramos felices allí. Francine seguiría viva. Y yo no estaría aquí sola… sin nadie.

—¿Y tu abuelo?

Me eché a reír con amargura:

—Me obligará a casarme con mi primo Arthur.

—¡Que te obligará! Pues no me pareces el tipo de persona a quien se puede obligar fácilmente.

—Siempre he dicho que no lo haría, pero tenía que haber hecho algo. La señorita Elton ya me lo decía. Tenía que haber buscado un trabajo. ¿Pero quién va a coger a una chica de mi edad?

—Desde luego, eres joven. Y, desde luego, no te gusta demasiado tu primo Arthur.

—Le odio.

—¿Por qué?

—Si le vieras, lo comprenderías. Francine también le odiaba. Tenía que casarse con él. Era mayor que yo, ¿comprendes?, pero se casó con Rudolph. Se casaron, sé que lo hicieron.

—Vamos a pensar en lo tuyo. Realmente, es una cosa grave.

—Mi abuelo quiere que cuando tenga diecisiete años me case con mi primo Arthur, y pronto voy a cumplirlos. Además, eso va a ser cuestión de «cásate con Arthur o vete». A mí me gustaría irme, pero ¿adónde voy a ir? Tendría que tener trabajo. Si tuviera siquiera dos años más… ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, claro que lo comprendo.

—Mi abuela era buena, cariñosa y comprensiva. Podía hablar con ella. Ahora ya no hay nadie.

—Bueno, yo estoy aquí.

—¡Tú!

—Sí. Pobre niña, no me gusta verte triste. Lo que me gusta es verte furiosa, echando pestes contra mí…, de verdad. Aunque a lo mejor preferiría verte cariñosa. Pero lo que no me gusta es verte desesperada.

—Estoy desesperada. Quería hablar con mi abuela. Quería decirle lo del registro. Ahora ya no tengo a nadie con quien hablar. Estoy completamente sola.

Me cogió en brazos y me apretó contra su cuerpo. Empezó a mecerme suavemente, y me besó la frente, luego la punta de la nariz, y luego los labios. Yo me sentía casi feliz en aquellos momentos.

Me aparté un poco de él porque tenía miedo de mí misma. No era normal que pudiera sentir eso con respecto a una persona que acababa de demostrarme que estaba equivocada en algo que me importaba tantísimo.

Estaba confusa, sin saber qué hacer.

Conrad dijo:

—No estás sola, ya lo sabes. Yo estoy aquí. Soy tu amigo.

—¡Mi amigo! —exclamé yo—. Si has estado tratando de convencerme de que estaba loca.

—No eres justa conmigo. Todo lo que hice fue enfrentarte a la verdad. La verdad hay que mirarla siempre cara a cara…, aunque sea desagradable.

—Eso no era la verdad. Tiene que haber una explicación. Y lo que yo querría es saber cuál es.

—Querida Philippa, puedo decirte una cosa. Estás tan preocupada por el pasado, que dejas que se acumulen sobre ti los peligros del presente. ¿Qué vas a hacer con tu primo Arthur?

—No voy a casarme nunca con él.

—Y cuando tu abuelo te eche de casa… entonces, ¿qué?

—Mientras estaba aquí sentada se me ha ocurrido que la muerte de mi abuela retrasará un poco las cosas. No se va a celebrar una boda a los cuatro días de haberse hecho un entierro. Mi abuelo nunca dejará de observar las reglas.

—Por eso piensas que el día nefasto se retrasará.

—Tendré tiempo de encontrar alguna forma de escapar. Tía Grace podría ayudarme. Ella se escapó de Greystone Manor y ahora es muy feliz. A lo mejor podría estar unos días en la vicaría.

—Un rayo de esperanza —dijo Conrad—. ¿Y crees que te gustará ir a una casa extraña a hacer de criada después de haber vivido como vives aquí?

—No he sido tan feliz en Greystone Manor. Siempre me he sentido un poco cautiva. A Francine le pasaba lo mismo. Así que tampoco puedo acordarme de un pasado tan glorioso. Además, podría ser institutriz. No son exactamente criadas.

—Digamos que un término medio. Pobre Philippa. Tienes una perspectiva bien negra delante de ti.

Empecé a temblar, y me abrazó.

—Tengo que decirte una cosa: mañana me voy de Inglaterra.

Me sentí tan destrozada al oírlo, que no podía ni hablar. Estaba desconsolada, con la vista fija en lo que tenía delante de mí. Todos se iban. Y yo iba a quedarme a merced del abuelo y de mi primo Arthur.

—¿Me equivoco si creo que sientes un poco que me vaya?

—Me ha gustado hablar contigo.

—¿Y se me perdona la parte que tuve en ese desastroso asunto del libro?

—No tuviste nada que ver. No te echo la culpa.

—Creía que me detestabas por eso.

—No soy tan tonta como para hacerlo.

—¿Y me prometes olvidarlo? ¿Vas a dejar de volver la vista atrás?

—No puedo dejar de querer averiguarlo. Era mi hermana.

—Ya lo sé. Y lo comprendo perfectamente. Philippa, querida, no te desesperes. Ya encontrarás una solución. Siento tener que marcharme. Pero es vital para mí.

—Supongo que te han reclamado tus señores.

—Sí, eso es, pero dispongo de un día más. Nos veremos mañana. Voy a intentar encontrar una solución a tus desdichas.

—¿Y cómo vas a poder hacerlo?

—Tengo algo de mago. ¿No habías adivinado que no soy exactamente lo que parezco?

Contesté con una risa forzada. La verdad es que sentía muchísimo que se fuera, pero no quería que supiera que me importaba tanto.

—Voy a salvarte de los brazos de tu primo Arthur, Philippa… si es que me lo permites.

—No creo que tengas magia suficiente para hacerlo.

—Ya lo veremos. ¿Confías en mí? —Se levantó—. Tengo que irme.

Me cogió de las manos y me hizo levantarme. Nos quedamos el uno junto al otro. Luego me abrazó. Ahora sus besos habían cambiado. Me desconcertaban y me daban un poco de miedo, pero no quería que terminasen.

Al soltarme, empezó a reírse:

—Creo que ahora estás un poco mejor dispuesta hacia mí —dijo.

—No sé qué es lo que me pasa…

—Nos queda poco tiempo. ¿Vas a confiar en mí?

—¡Qué pregunta más rara! ¿Debo hacerlo?

—No. No confíes nunca en nadie. Sobre todo en personas de las que no sabes nada.

—¿Estás haciéndome una advertencia?

Movió la cabeza.

—Preparándote, tal vez.

—Te estás poniendo muy misterioso. Tan pronto me dices que vas a ayudarme, como me previenes en contra tuya.

—La vida está llena de contradicciones. ¿Nos encontraremos aquí mañana? A lo mejor tengo una solución. Claro que dependerá de ti.

—Estaré aquí mañana.

Me cogió la barbilla con las manos, y dijo:

Nil desperandum.

Luego me dio un beso y me acompañó hasta el borde del bosque, donde nos separamos.

Entré en la casa, pasé de largo por la cámara mortuoria, subí a mi habitación, y me eché en la cama de Francine, porque así sentía la impresión de estar más cerca de ella.

Ya no tenía ninguna duda. Conrad me atraía y quería estar con él. Cuando estaba con Conrad, casi se me olvidaba todo lo demás.

No podía soportar verme en aquella casa de la muerte y, sin embargo, la sensación de soledad se había desvanecido un poco. Conrad se reuniría conmigo al día siguiente, y había dicho que encontraría una solución. Me parecía que era imposible, pero no dejaba de ser una idea alentadora. Estar con él era una especie de narcótico, y yo me encontraba en tal estado de desesperación, que estaba dispuesta a agarrarme a lo que fuera.

Como no podía soportar estar dentro de la casa, salí al jardín y, cuando estaba allí, se me acercó uno de los niños Emms.

—Señorita, me han dicho que le diera esto cuando no nos viera nadie.

Lo cogí.

—¿Quién…? —empecé a decir.

—Es del Grange, señorita.

—Gracias.

Abrí el sobre y saqué un papel blanco y fuerte, con un escudo dorado arriba. Papel del Grange, pensé. Y me puse a leer lo que decía:

Philippa:

Tengo que marchar mañana a primera hora. Necesito verte antes de irme. Si puedes, haz el favor de venir esta noche, a las diez. Te esperaré junto a los arbustos del Grange.

C.

Me temblaban las manos. Se marchaba al día siguiente. Había dicho que encontraría una solución para mí: ¿sería posible?

Tendría que escabullirme y dejar la puerta de la casa sin cerrar. No. Podrían darse cuenta. Una de las ventanas del patio era baja. Si la dejaba abierta, podía colarme por ella, en caso de que a la vuelta me encontrara con que habían cerrado la puerta.

Tenía que verle.

No sé cómo pasé el resto del día. Inventé que me dolía la cabeza, y no fui a cenar con el abuelo y con mi primo. El pretexto dio buen resultado, porque la rutina normal de la casa se había roto con la muerte de mi abuela y la preparación de los funerales.

Ya había mirado la ventana del patio. Era raro que pasara alguien por delante de ella, así es que parecía bastante segura.

A las diez menos cuarto me puse en camino. Conrad me estaba esperando junto a los arbustos y, en cuanto llegué, me cogió en sus brazos y me apretó contra él.

—Vamos a entrar en la casa dijo.

—¿Crees que debemos hacerlo?

—¿Por qué no?

—Porque no es tu casa. No eres más que un caballerizo.

—Digamos que estoy al cargo de la casa. Venga, entra.

Entramos en el Grange y, cuando pasábamos por el hall, miré los agujeros que había en lo alto de las paredes, y a los que sabía podía uno asomarse desde la solana.

—No nos verá nadie —dijo en voz baja—. Todos están dormidos. Han tenido un día muy ajetreado preparando la marcha.

—¿Se van todos mañana?

—Se irán dentro de uno o dos días.

Subimos las escaleras, y yo pregunté:

—¿Adónde vamos? ¿Al Weinzimmer?

—Ya lo verás.

Abrió una puerta, y entramos en una habitación en la que había una chimenea encendida. Era una habitación grande, con gruesas cortinas de terciopelo. Vi que tenía una alcoba, y que había en ella una cama. Pregunté en seguida:

—¿De quién es este cuarto?

—Mío —contestó—. Aquí estamos seguros.

—No lo entiendo.

—Ya lo entenderás. Ven, y siéntate. Tengo aquí un vino estupendo. Quiero que lo pruebes.

—No entiendo nada de vinos.

—Pues seguro que lo bebéis en Greystone Manor.

—Mi abuelo es quien decide lo que se bebe y todos los demás tienen que decir que les parece muy bien.

—Es un déspota tu abuelo.

—¿Qué es lo que tienes que decirme?

—Que me marcho. Pensé que tenía que verte.

—Sí, ya me lo has dicho.

Me cogió de la mano, se sentó en un sillón que parecía un trono, tiró de mí, y me encontré sentada encima de sus rodillas.

—No tengas miedo —dijo con toda tranquilidad—. No hay nada que temer. Tu bienestar es lo que más va a preocuparme de ahora en adelante.

—Dices unas cosas rarísimas. Yo creía que había venido aquí para despedirme de ti.

—Espero que no lo hagas.

—¿Y qué voy a hacer entonces?

Estaba acariciándome el cuello con las manos. Y yo empezaba a pensar que quería quedarme en aquella habitación para siempre.

—¿Qué es lo que piensas de mí?

Intenté librarme de aquellas manos que me recorrían.

—Casi no nos conocernos —dije—. No eres… inglés.

—¿Y eso es un gran inconveniente?

—No, claro, pero quiere decir que…

—¿Qué?

—Que es probable que pensemos de una forma muy distinta. A mí me gustaría más estar sentada en una silla y escuchar lo que tengas que decirme.

—Pero a mí me gustaría mucho más que te quedases aquí, conmigo. Philippa, tengo que decirte que me estoy enamorando de ti.

Yo me sentía mareada de pura felicidad, tenía la sensación de estar cayendo en un pozo delicioso y profundo, pero notaba dentro de mí unas voces que me avisaban. Era un pozo peligroso.

—Philippa —dijo Conrad—. Es un nombre más bien sonoro. Philippa.

—En casa siempre me llamaban Pippa.

—Pippa. Un diminutivo de Philippa. Me gusta. Me recuerda un poema que se llama la «Canción de Pippa»… o «Pasa Pippa». Ya ves, no soy inglés, pero me eduqué aquí. Y me sé muy bien a Browning. «Dios está en el ciclo, y en el mundo todo marcha bien». Ésa es la «Canción de Pippa». ¿Es verdad para ti?

—Sabes bien que está muy lejos de serlo.

—Entonces, a lo mejor yo podría hacer que lo fuera. Me gustaría mucho poder hacerlo. «En el mundo todo marcha bien». Quiero que me digas que es verdad.

—Si te vas a ir, y ya no voy a volver a verte.

—De eso es de lo que quiero hablarte, porque depende de ti el que puedas seguir viéndome o no.

—No te entiendo.

—Pues es muy sencillo. Podría llevarte conmigo.

—Llevarme contigo…

—Eso es. Llevarte conmigo.

—¿Y cómo va a ser posible?

—Es facilísimo. Nos encontramos mañana en la estación. Pero esta vez no cogemos el tren de Dover. Vamos a Londres y, desde allí, a Harwich. Subimos a un barco y, después de atravesar el mar, cogemos otro tren que nos lleva directamente a mi casa. ¿Qué dices?

—Estás tomándome el pelo.

—Te juro que no. Quiero que vengas conmigo. ¿No comprendes que me he enamorado de ti?

—¿Pero cómo voy a poder irme contigo?

—¿Cómo no vas a poder venirte?

—El abuelo no lo admitiría nunca.

—Yo creía que íbamos a ser más listos que el abuelo y que el primo Arthur. Así es que no necesitamos para nada su aprobación. Pippa, déjame demostrarte que te quiero.

—Si es que yo… no…

—Pues entonces déjame que te enseñe.

Me había desabrochado la blusa. Yo puse las manos para impedírselo, pero me las cogió y empezó a besarlas. Yo estaba asustada pero, al mismo tiempo, sentía una sensación que no había sentido en mi vida. Todo parecía desvanecerse, el pasado, el futuro, y todo lo que me daba miedo. No había nada más que aquel momento. Estaba besándome mientras me quitaba la blusa.

—¿Qué está pasando? —dije—. Tengo que irme. Pero no hacía el menor esfuerzo por lograrlo. Sentía un deseo irresistible.

Seguía diciéndome que me quería, que no tenía nada que temer. Íbamos a estar juntos para siempre. Podía olvidarme del abuelo y del primo Arthur. Ellos eran ya parte del pasado. Ahora no había nada que pudiera importarnos, salvo ese maravilloso amor nuestro.

El contraste con todo lo que había sentido desde que se fue Francine era tan grande, que tuve que olvidarme de todo menos de aquel momento. Una parte de mi ser trataba de razonar, pero no tenía ganas de escucharla.

—Ahora tengo que irme —empecé a decir, y oí que se reía en voz baja, y luego me encontré en la cama con dosel, y él estaba allí conmigo.

Seguía diciéndome palabras cariñosas, y yo estaba sobrecogida y asustada, pero loca de felicidad.

Después se quedó un rato quieto, abrazado a mí. Yo estaba temblando, pero me sentía feliz y, hasta cierto punto, desafiante, diciéndome a mí misma que no dejaría de hacerlo aunque tuviera ocasión de volverme atrás.

Luego me acarició el pelo, me dijo que era muy guapa, que era adorable, y que me querría siempre.

Nunca me había pasado una cosa así —dije yo.

—Ya lo sé. ¿Pero no es maravilloso estar los dos así, juntos? Venga, Pippa, dime la verdad.

Le dije que sí que lo era.

—¿Y no te arrepientes?

—No —contesté—. No.

Luego me besó y volvió a hacerme el amor; y esta vez todo fue distinto; se me había pasado el susto y era un placer diferente. Me di cuenta de que tenía las mejillas húmedas, y que debía de haber llorado, porque me besó para quitarme las lágrimas, y dijo que no había sido tan feliz en toda su vida.

Se levantó y se puso una bata de seda azul con dibujos dorados. El color hacía juego con sus ojos, y parecía un dios noruego.

—¿Eres un hombre mortal o eres Odín, Thor, o algún otro de los dioses o de los héroes de los noruegos?

—Veo que sabes algo de nuestra mitología.

—Francine y yo solíamos leer cosas sobre ella con la señorita Elton.

—¿Quién te gustaría que fuese? ¿Sigurd? Siempre he pensado que fue un poco tonto al beberse la pócima y casarse con Gudrun, cuando su verdadero amor era Brunhilda, ¿no te parece?

—Sí. Muy tonto.

—Pippa, pequeña, vamos a ser muy felices. —Se acercó a la mesa y sirvió algo más de vino—. Un refrigerio después de nuestros trabajos. Nos dará fuerzas para emprenderlos de nuevo.

Me eché a reír. No sabía lo que me pasaba. Bebí el vino. Me sentía un poco mareada, y él me parecía más alto que nunca.

—Es el vino —dije.

Luego sus brazos volvieron a rodearme, y nos vimos otra vez arrastrados por nuestro amor.

Aquella noche fue un despertar para mí. Había dejado de ser una niña y había dejado de ser virgen. Dormí un poco y, cuando desperté, ya no sentía los efectos del vino.

Me senté en seguida en la cama y miré a Conrad. Se movió y alargó el brazo para cogerme. Como si fuera una advertencia de que la noche mágica había terminado, el reloj de la iglesia dio las cuatro. ¡Las cuatro de la mañana y yo estaba fuera de casa desde las diez!

Toqué con tristeza mi cuerpo desnudo. Mis ropas estaban tiradas en el suelo.

—Tengo que irme —dije.

Conrad estaba ya completamente despierto. Me abrazó:

—No tienes nada que temer. Vas a venirte conmigo.

—¿Y dónde nos casaremos… en una iglesia como Francine?

Me miró en silencio. Luego sonrió y me atrajo hacia él.

—Pippa, no podemos casarnos, lo mismo que no podía casarse Francine.

—Pero hemos…

Mis ojos se fijaron en la cama con las ropas en desorden, y en el hombre desnudo que tenía a mi lado. Quedaban huellas de la noche que habíamos pasado juntos, la botella de vino vacía, y las cenizas de la chimenea.

Sonrió otra vez.

—Te quiero, Pippa. Voy a llevarte conmigo. Te protegeré siempre. A lo mejor tenemos hijos. Tendrás una vida maravillosa, Pippa. No te faltará nada.

—Pero tenemos que casarnos —dije yo como una tonta—. Creí que era eso lo que pensabas cuando dijiste que me querías.

Volvió a sonreír, todavía con cariño, pero a mí me pareció que con cierto cinismo.

—El amor y el matrimonio no siempre van juntos.

—Pero no puedo vivir así… contigo, si no soy tu mujer.

—Sí que puedes, y ya lo has demostrado, porque lo has hecho.

—Si es imposible.

—Tal vez lo sea en el mundo de Greystone Manor. Pero eso vamos a dejarlo atrás y ahora todo será distinto. Desearía ton toda mi alma poder casarme contigo. Eso me haría completamente feliz. Pero, más o menos, ya estoy casado.

—¿Quieres decir que tienes mujer?

—Podría decirse que sí. En mi país las cosas se hacen de esa manera. Nos eligen a nuestras mujeres, y luego celebramos una ceremonia que equivale a un matrimonio.

—Pues entonces no tendrías que haberme engañado, haciéndome creer que íbamos a casarnos.

—Yo no te he engañado. No se ha hablado para nada de matrimonio.

—Pero yo creí que íbamos a casarnos. Creí que eso era lo que significaba todo esto… Tú dijiste que ibas a llevarme contigo.

—Todo lo que he dicho que iba a hacer, voy a hacerlo. Lo único que no puedo hacer es casarme contigo.

—Entonces, ¿qué es lo que me propones? ¿Que sea tu amante?

—A algunos se le ocurriría decir que ya lo eres.

Me tapé la cara con las manos. Luego salté de la cama para coger mis ropas.

—Pippa —dijo—, no hagas tonterías. Te quiero. Quiero que estés siempre conmigo. Por favor, Pippa, amor mío, tienes que comprenderlo.

—Si ya lo comprendo. Haces estas cosas porque te divierten. No me quieres. No soy más que una meretriz. Creo que es así como les llaman.

—Una denominación más bien anticuada, me parece.

—No lo tomes a broma. Ya he dicho otra tontería. Te encanta hacerme pasar por tonta. Como cuando lo del libro. No era ese libro, ¿verdad? Lo arreglaste tú.

—Te aseguro que no hice tal cosa.

—Y también has preparado esto. Me diste el vino… Y ahora… has causado mi ruina.

—Hija mía, hablas como un personaje de melodrama barato.

—Es posible que sea barata… de las que son fáciles de conseguir. Sucumbí a la primera, ¿no es verdad?, y te aprovechaste de eso… Y ahora dices que tienes mujer. No te creo.

—Te aseguro una vez más que es verdad. Pippa, tienes que comprender que, de no haber sido así, te habría pedido que te casaras conmigo. Estoy seguro de que tienes que darte cuenta de que lo que hay entre nosotros va a ser cada día más fuerte. Será una clase de amor como no puede haber otro en el mundo entero.

Yo me sentía desgraciadísima. La educación puritana que me habían dado en Greystone me hacía considerarme una mujer despreciada, perdida.

—Escúchame —dijo—. Vente conmigo. Voy a enseñarte una vida nueva. Las relaciones entre dos personas son algo más que estampar una firma en un libro. Yo te quiero. Podemos tener una vida maravillosa los dos juntos.

—¿Y tu mujer, qué?

—Eso es una cosa aparte.

—Eres cruel y cínico.

—Soy realista. Me vi metido en ese matrimonio por razones familiares. Es un matrimonio de conveniencia. Y es una cosa aceptada. A nadie se le ocurre que ya no voy a poder querer a otra persona, quererla mucho más que a nadie en este mundo. No me crees, ¿verdad?

—No —contesté—. Ya he oído hablar de otros hombres como tú. Al principio no lo pensé. Me sentí arrastrada.

Volvió a cogerme en sus brazos:

—Eres adorable. Me quieres, ya lo ves. Me deseabas. Entonces no preguntaste: «¿Cuándo vamos a casarnos?». Ni se te pasó por la cabeza.

—Comprendo que sé muy poco de las cosas del mundo.

—Pues vente conmigo y aprende. Las costumbres se hacen para los hombres y las mujeres, pero no son los hombres y las mujeres los que se hacen para las costumbres.

—No podría acostumbrarme a la idea que tú tienes de la vida.

Había empezado a vestirme, y él dijo:

—¿Qué vas a hacer? ¿Estarás en la estación por la mañana?

—¿Cómo voy a ir? No estaría bien.

—Así que me vas a dejar que me vaya… solo.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—«Ven conmigo y sé mi amor y conoceremos todos los placeres». Otro de tus poetas ingleses. Como ves, me los conozco muy bien. Pippa, pequeña, eres todavía una niña, a pesar de que yo haya hecho de ti una mujer. Tienes mucho que aprender. Si no te vienes hoy conmigo, lo lamentarás toda tu vida.

—También podría lamentar haberme ido.

—Ése es un riesgo que tenemos que correr en este mundo. Pippa, aprovecha la oportunidad. Haz lo que te apetece hacer.

—Pero sé que estaría mal.

—Prescinde de una vez de tus convencionalismos, Pippa. Déjalos a un lado y aprende a vivir.

—Tengo que volver.

—Te acompañaré.

—No…

—Lo haré. Espera un momento.

Me quedé mirándole, y con unas dudas terribles. Me veía camino de la estación. Él estaría allí. Cogeríamos el tren juntos… Y saldríamos en busca del amor y la aventura. Era como si se repitiera la historia de Francine.

—Ven —dijo, y me cogió del brazo, y me besó con ternura—. Amor mío, te prometo que no te arrepentirás nunca.

En ese momento, parecía que Francine estuviera junto a mí. Y de la nota en el registro de la iglesia, ¿qué? ¿La había visto realmente? ¿Habría tenido Francine que enfrentarse al mismo dilema? Me sentía perdida, desconcertada y con una gran falta de experiencia.

Salimos al aire frío de la madrugada.

—Debes irte —dije—. No deben verte conmigo.

—Esperemos que nadie te vea volver a estas horas de la madrugada. —Me había cogido la mano y la apretaba contra su cuerpo—. Esta mañana. A las diez, en la estación. Ten cuidado. Cogeremos el tren por separado. Yo llevaré tu billete.

Me separé de él y eché a correr. El corazón me latía como loco cuando entré en el patio. Por suerte, la ventana estaba igual que yo la había dejado. Me colé por ella y la cerré, atravesé a toda prisa el hall, y empecé a subir las escaleras.

De repente, me quedé helada. La señora Greaves estaba en lo alto de la escalera, mirándome. Iba en bata y zapatillas, y llevaba unos rizadores de hierro en el pelo.

—¡Ay, señorita Philippa, qué susto me ha dado! Me parecía haber oído andar a alguien. ¿Dónde ha estado usted?

—Es que… no podía dormir. Y salí a dar una vueltecita por el jardín.

Miró mi pelo revuelto, con aire de no creer una palabra. Yo estaba segura de que tenía que tener un aspecto bastante extraño.

Pasé de prisa por delante de ella y, una vez en mi cuarto, me dejé caer en la cama. Me sentía dolorida, desconcertada, y trataba de no pensar en lo que me reservaba el futuro.

*****

Creo que por fin debí de dormirme, porque estaba física y mentalmente agotada. Desperté con un sobresalto, y vi que eran ya las nueve. Me quedé en la cama, pensando en la noche anterior, y con unos enormes deseos de estar con él. Quería olvidar mis escrúpulos y marcharme. No me importaba que estuviera mal, que fuera una cosa completamente contraria a lo que me habían enseñado. Lo único que quería era estar con él.

Era todo lo que podía hacer para no levantarme, coger unas cuantas cosas, y salir corriendo para la estación. ¿Qué importaba que no pudiéramos casarnos? Ya había sido su mujer. ¡Si Francine hubiera estado conmigo! Seguro que habría dicho: «Tienes que irte con él». Francine se habría ido. ¿No se había ido con Rudolph? ¿Pero era lo mismo? ¿Sus afirmaciones de que se había casado eran una invención, una forma de suavizar las cosas? Tal vez yo me había imaginado que había visto esos nombres en el libro. La vida se estaba convirtiendo en un fantástico sueño.

De haber estado allí la señorita Elton, su sensatez habría contribuido a aclarar la situación. Me la imaginaba cruzando las manos y diciendo: «Claro que no puedes ir a vivir con un hombre que no va a casarse contigo». Y estoy segura de que yo habría pensado que no sólo tenía razón, sino que ésa era la única respuesta posible.

Pero lo que quería era irme. Lo deseaba con toda mi alma. Eran las nueve y media. Demasiado tarde ya.

Llamaron a la puerta. Era una de las doncellas.

—¿No se encuentra bien, señorita Philippa?

—Tengo un terrible dolor de cabeza.

—Me lo imaginaba. Le dije a sir Arthur que no se encontraba bien. Lo ha sentido mucho.

—Gracias, Amy.

—¿Quiere que le traiga algo, señorita?

—No, gracias. Me levantaré más tarde.

Ya sólo faltaban veinte minutos. Sí, era demasiado tarde. Era imposible que me diera tiempo. Me imaginé a Conrad en la estación, esperándome, impaciente, quizá con grandes deseos de que llegara. Me quería. De eso estaba segura.

¿Y cuando arrancara el tren y viera que no me iba con él? A lo mejor se encogía de hombros, y decía: «¡Qué lástima! Me gustaba. Habría disfrutado enseñándole a convertirse en una mujer. Pero no ha tenido valor. No es más que un ratoncillo atemorizado. Es una pena, pero es la pura verdad».

Nunca pasaría de ser un simple episodio en su vida.

Como caballerizo del duque, del margrave o de lo que fuera, llevaría una vida romántica entre las montañas, y asistiría de cuando en cuando a las ceremonias en algún viejo castillo.

Deseaba tanto estar con él.

Sonaron las diez con estridencia, casi triunfante. Demasiado tarde. Había prevalecido la virtud.

*****

Pasé el día medio atontada. Durante la cena, el abuelo estuvo de lo más solícito, y tan amable como nunca le había visto. Se interesó por mi dolor de cabeza, y dijo que se alegraba de ver que ya estaba bien. Después de cenar, deseaba hablar un momento conmigo en su despacho.

Yo estaba tan preocupada pensando en Conrad que, aunque parezca extraño, no se me ocurrió que el momento tan temido había llegado ya, y ni siquiera pensé en ello cuando me recibió en su despacho con la misma amabilidad con que lo había hecho en el comedor. Estaba sonriente, sin pensar ni, por un momento que alguien pudiera obstaculizar sus planes.

Se puso en pie, con las manos en los bolsillos, como si se dispusiera a hablar en público:

—Esta casa está de luto. Tu pobre abuela yace en su caja, y a todos nos embarga una gran tristeza. Pero ella sería la última persona que esperara que la vida se detuviera, simplemente, por haberla ella dejado. Sería la primera en desear que siguiéramos adelante, y hasta es posible que quisiera que trajésemos un poco de luz a la triste negrura en que nos encontramos.

Yo casi no le escuchaba. Seguía pensando en Conrad.

—Había pensado dar una gran fiesta el día que cumplas diecisiete años, celebrar el momento en que llegues a ser mujer.

Me dieron ganas de gritar: «Ya he llegado, abuelo. He pasado una noche maravillosa en el Grange, con el más sensacional de los amantes, pero ahora se ha ido, y no me he sentido más triste en mi vida… ni siquiera cuando se fue Francine».

—En estas circunstancias, no estaría bien hacerlo. La muerte de tu abuela… —Parecía que estuviera un poco molesto con ella, por su falta de consideración al ir a morirse en semejante momento—. Sí, la muerte de tu abuela aconseja más bien lo contrario. Sin embargo, he pensado que podíamos dar una cena a los amigos… Y anunciarlo.

—¡Anunciarlo!

—Ya sabes cuáles son mis deseos para ti y tu primo Arthur. Sus deseos coinciden con los míos, y estoy seguro de que los tuyos también lo harán. No veo razón para retrasarlo sólo porque tengamos una muerte en la familia. Claro que la ceremonia no podrá ser tan solemne como yo había pensado…, pero no hay razón para retrasarlo. Anunciaremos el compromiso el día de tu cumpleaños. Siempre he creído que los noviazgos largos eran un error. Creo que podríais casaros dentro de tres meses. Eso nos dará a todos tiempo suficiente para prepararnos.

En aquel momento me oí hablar, y era como si la voz se hubiera desprendido de mi cuerpo y no me perteneciera.

—Abuelo, estás completamente equivocado si piensas que voy a casarme con Arthur.

—¿Cómo?

—He dicho que no tengo intención de casarme con Arthur.

—Te has vuelto loca.

—No. No he pensado nunca en casarme con él, lo mismo que no pensaba en casarse mi hermana.

—No me hables de tu hermana. Era una prostituta y estamos muy bien sin ella. Nunca hubiera deseado que fuera la madre de mis herederos.

—No era una prostituta —contesté yo indignada—. Era una mujer a la que no se le podía obligar a casarse… lo mismo que no puedes obligarme a mí.

—Te digo —replicó, y estaba tan furioso que hablaba a voces— que harás lo que yo te mande o no vas a continuar viviendo bajo mi techo.

—Pues si es así —contesté cansada de oírle—, tengo que marcharme ahora mismo.

—Durante todo este tiempo he estado alimentando a una víbora en mi pecho.

No pude menos de empezar a reírme como una histérica. La frase era poco apropiada para el caso, y la idea de que mi abuelo pudiera alimentar nada en su pecho resultaba de lo más cómico.

—Descarada —gritó—. ¿Cómo te atreves? Me parece que has perdido la cabeza. Pero déjame decirte que lo sentirás. Había hecho muchos planes para ti. Y te había dejado muy beneficiada en mi testamento cuando te casaras con Arthur. Mañana por la mañana llamaré a mis abogados. No recibirás ni un penique. Lo estás tirando todo por la borda, ¿no te das cuenta? Esta casa… un buen marido.

—Todo no, abuelo —dije yo—. Conservaré mi libertad.

— ¿Libertad? ¿Libertad para qué? ¿Para morirte de hambre? O para ponerte de criada. Porque eso es lo que te espera, hija mía. No vas a seguir viviendo bajo mi techo para darte la gran vida. Te he traído aquí de un lugar salvaje… te he educado, te he dado de comer…

—No olvides que soy tu nieta.

—Eso es algo que desearía olvidar.

Hablaba en voz alta, y yo temía que le escuchara alguien. Estaba segura de que los criados podían oírlo todo.

De repente, cambió. Su actitud era casi conciliadora:

—Es posible que no hayas pensado bien lo que te propongo…, que es una cosa estupenda. Quizá has hablado con cierta precipitación.

—No —dije yo—. No ha sido así. Sabía muy bien lo que tenías en la cabeza y he pensado mucho en ello. Bajo ninguna circunstancia me casaré con Arthur.

—¡Fuera! —gritó—. Sal de aquí… antes de que te pegue… Te marcharás mañana mismo. Hablaré inmediatamente con mi abogado para asegurarme de que no te beneficias nunca de nada que sea mío… nunca. Te verás sin un céntimo… sin un céntimo, te digo. Yo me encargaré de que así sea.

Fui hacia la puerta y salí, con la cabeza alta, y los ojos echando chispas. Al llegar al pasillo, oí ruido de ropas y pisadas, y comprendí que habían estado escuchándonos.

Fui hacia la escalera y subí. Ya había llegado. Todo había llegado al mismo tiempo. Estaba sola y al día siguiente no tendría donde meterme. No tenía ni idea de adónde iba a ir ni qué iba a hacer.

Abrí la puerta de la habitación contigua a la de mi abuelo, y en la que el cuerpo de la abuela descansaba en su ataúd. Acababan de encender las velas. Las cambiarían antes de que la servidumbre se acostara y estarían ardiendo toda la noche.

Me quedé en la puerta, miré su cara tranquila, y dije entre dientes:

—Querida abuela, ¿por qué no estás todavía viva para hablar conmigo y decirme qué es lo que tengo que hacer? ¿Por qué me has dejado tan sola y abandonada? Ayúdame. Ayúdame, por favor. Dime qué puedo hacer.

La habitación estaba en completo silencio, y yo sentía también una cierta paz. Casi me parecía ver que sus labios me sonreían para tranquilizarme.

Me desperté. Estaba oscuro, y no comprendía qué era lo que me había despertado. Después de acostarme, había estado mucho tiempo despierta, pensando qué me esperaría al día siguiente y adónde podría ir cuando saliera de Greystone Manor. Luego, agotada, debí de quedarme profundamente dormida.

Me senté en la cama. Empecé a notar un olor extraño y a oír un ruido que no sabía lo que era.

Escuché con más atención, y salté corriendo de la cama. ¡Había fuego!

Me puse las zapatillas y salí.

El dormitorio del abuelo estaba al extremo del pasillo y, junto a él, la habitación en que se encontraba el ataúd de mi abuela. Luego, mientras estaba allí, mirando, vi una llamarada que asomaba por encima de la puerta.

—¡Fuego! —grité—. ¡Fuego!

Corrí hacia el cuarto del abuelo y, en ese momento, apareció Arthur.

—¿Qué pasa? —Gritó, y luego, al darse cuenta—: ¡Dios nos asista!

En ese momento, varios de los criados estaban ya allí. Cuando Arthur abrió la puerta del cuarto del abuelo, salió una llamarada.

—¡Dad la alarma! —gritó—. No entréis en la habitación. Está ardiendo, y el cuarto de al lado también.

Uno de los criados ya había empezado a abrirse paso entre el humo y las llamas. Desapareció en la habitación, y volvió a salir, arrastrando al abuelo por el suelo.

Arthur gritaba:

—Traed agua… de prisa. Apagad el fuego. Va a arder todo. Estas maderas arden como paja.

Todo el mundo corría de un lado para otro. Yo me acerqué a Arthur que estaba inclinado sobre el abuelo.

—Manda a uno de los criados a buscar al médico…, date prisa —dijo.

Bajé corriendo las escaleras, y encontré a uno de los mozos, que había visto el fuego y había oído el griterío desde los establos.

Marchó sin decir nada, y yo volví a entrar. Había agua por todas partes y el humo casi no me dejaba respirar, pero vi que estaban dominando el incendio.

Parecía haber empezado en la habitación en la que estaba mi abuela.

—Siempre he pensado que era un peligro tener esas velas encendidas toda la noche —dijo Arthur.

Me impresionó ver al abuelo tendido en el pasillo, con una almohada debajo de la cabeza, y cubierto con unas mantas. Ya no parecía el hombre que pocas horas antes se había enfurecido tanto conmigo en el despacho. Parecía un pobre hombre desdichado, indefenso, con la barba completamente quemada, y con quemaduras en la cara y el cuello. Me imaginé que tenía que estar sufriendo muchísimo, pero no se quejaba.

Cuando llegó el médico, yo seguía allí de pie. Habían apagado el fuego y ya no había peligro.

El médico echó una ojeada al abuelo, y dijo:

—Sir Matthew está muerto.

Una noche bien extraña aquella…, con el olor del humo todavía metido en las narices, y mi abuelo, que un momento antes estaba insultándome…, muerto.

*****

Trato de recomponer los sucesos de aquella noche, pero no me resulta fácil hacerlo.

Recuerdo a mi primo Arthur, con una bata larga y oscura, ofreciéndome algo de beber. Parecía más bondadoso que otras veces, menos convencido de su rectitud, más humano. Lo que había pasado le había impresionado mucho. Su protector había muerto. Daba la impresión de que no podía creerlo.

—No debes preocuparte, Philippa —me dijo—. Ya sé que anoche tuviste un disgusto con él.

No dije nada. Me dio unos golpecitos en la mano:

—No te apures. Lo comprendo.

El médico parecía preocupado. Quería hablar a solas con Arthur. No entendía bien lo que había pasado. No creía que la muerte del abuelo fuera debida al humo. Tenía una brecha en la parte de atrás de la cabeza.

—Debió de caerse —dijo Arthur.

—Es posible —contestó el médico, muy poco convencido.

—Para mi prima ha sido una noche espantosa —dijo Arthur—. No sé si sería conveniente que le diera usted un sedante.

Me miraba con un aire tan compasivo, que no podía menos de preguntarme si era el mismo hombre que yo había conocido. Aparte de eso, actuaba con más autoridad, como si fuera ya el dueño de la casa. Llamó a una de las doncellas, y le dijo que me acompañara a mi cuarto.

Yo dejé que lo hiciera y, una vez en mi habitación, me tumbé en la cama. No podía creer que todo aquello estaba ocurriendo de verdad. Mi vida había tomado un rumbo inesperado. Durante mucho tiempo allí no pasaba nunca nada, y ahora venían los dramas uno detrás de otro.

Me bebí lo que me había subido la doncella, que ella dijo le había dado el médico para mí y, poco después, me quedé dormida.

Al día siguiente la pesadilla continuó. La gente estaba completamente trastornada y había personas extrañas por todas partes.

Arthur me pidió que fuera al despacho del abuelo, y me dijo que se habían llevado el cuerpo, porque no estaban seguros de cuál había sido la causa de su muerte. Iban a hacer una investigación.

—El médico dijo algo de un golpe detrás de la cabeza.

—Es posible que se diera cuenta de que había fuego y que, al querer salir corriendo del dormitorio, se cayera. Parece que una de las velas que había a los lados del ataúd de la abuela debió de caerse y hacer que prendiera la alfombra. El ataúd estaba en la parte de la habitación que queda más próxima al dormitorio del abuelo. Ya sabes que hay una puerta que comunica las dos habitaciones, y había algunas grietas en uno de los lados por las que podían haber penetrado las llamas. No estoy seguro, naturalmente. No son más que suposiciones, pero la realidad es que esas dos habitaciones son las únicas que han sufrido daños, y la de tu abuelo más que la otra en la que estaba el ataúd. Los incendios empiezan de la forma más inesperada.

Yo dije que sí con la cabeza.

—Philippa, ya comprendo cómo tienes que sentirte después del altercado de la otra noche.

—Tenía que decirle lo que pensaba —contesté yo.

—Ya lo sé. Y estoy enterado del asunto de que hablasteis. Quiero que comprendas que soy tu amigo, Philippa. El deseo de tu abuelo era que nos casáramos, pero tú no querías hacerlo. Para mí ha sido una desilusión, pero no quiero que ni por un momento pienses que estoy resentido contigo.

Uno de los aspectos más desconcertantes de aquella situación era el cambio de mi primo Arthur. Al morir mi abuelo, parecía que Arthur se hubiera crecido. Toda aquella humilde gratitud y aquel deseo de agradarle se habían ido a paseo. Ahora se comportaba como si fuera el jefe de la casa; hasta se mostraba amable y comprensivo conmigo.

Sonrió como si pidiera perdón.

—No podemos obligar a nuestros afectos a ir adonde no quieren. El abuelo quería ocuparse de ti, y que fueras tú la encargada de continuar la línea directa. Pero ahora está muerto, y yo nunca quisiera obligarte a hacer un matrimonio que te disgusta. Por otra parte, quiero que consideres esta casa como tuya… Y durante todo el tiempo que lo desees.

—Arthur, eso es muy amable de tu parte, porque supongo que todo esto pasará a pertenecerte a ti ahora.

—Tu abuelo siempre dijo que yo heredaría. Es posible que sea algo prematuro ponerse a hablar de esto. Lo que si quiero decir es que, si las cosas salen como nosotros creemos que han de salir, esta casa será siempre tuya mientras tú lo desees.

—Ya no puedo quedarme así, sabiendo que él me había echado. Haré algunos planes, pero siento un gran alivio al saber que tienes la amabilidad de permitirme estar aquí nuestras lo soluciono.

Sonrió muy afectuoso.

—Pues entonces, esa pequeña cuestión ya está resuelta. Nos esperan días malos. No quiero contribuir a aumentar tus preocupaciones. Es posible que haya cosas desagradables. Ese golpe en la cabeza… Parece indudable que se cayó, pero no debes considerarte responsable, Philippa.

—No lo hago. Tenía que decirle la verdad. Y volvería a hacer lo mismo. No podía permitir que me obligara…

—No, claro que no. Pero hay otra cosa. El ataúd de tu abuela se ha chamuscado un poco con el fuego, pero está intacto, y yo creo que lo mejor que podemos hacer es celebrar el funeral como si no hubiera pasado nada. La enterrarán mañana… Y haremos todo lo que es costumbre hacer. ¿No te parece que eso es lo mejor?

Dije que sí.

—Muy bien —contestó, dándome unos golpecitos en el hombro—. Pues haremos eso.

Él había estado también bajo el dominio del abuelo. No tenía más ganas de que le obligaran a casarse de las que tenía yo. Pero la diferencia que había entre los dos era que él estaba dispuesto a aguantar lo que fuera con tal de complacer a mi abuelo y conseguir la herencia, cosa que yo no estaba dispuesta a hacer. Supongo que si no obedecía al abuelo, le habrían puesto en la calle sin un céntimo, y no tengo duda alguna de que convertirse en un cura mal pagado no le atraía lo más mínimo. Yo lo comprendía, y hasta empezaba a sentir cierta simpatía por él.

El entierro de mi abuela se celebró al día siguiente. Tía Grace vino a casa con Charles Daventry, y las dos estuvimos hablando. Estaba muy afectada por la muerte de su madre, y porque no le hubiesen permitido ir a verla. La muerte de su padre le había impresionado pero, a decir verdad, las dos teníamos que admitir que había sido un alivio para todos.

Fuimos al cementerio y, mientras bajaban la caja chamuscada, y se oían caer las paladas de tierra con la que la cubrían, yo estaba pensando en nuestras charlas y en todo lo que había hecho por nosotras en aquellos primeros días pasados en el Manor. Había sido una especie de tabla de salvación para dos niñas asustadas. Iba a echarla mucho de menos.

Pero todo iba a cambiar. Tenía que empezar a buscarme un trabajo. Menos mal que no tardaría en tener diecisiete años, y eso ya era un hito en el camino hacia la madurez. Si decía que me había visto repentinamente en la pobreza, después de haber vivido con mi abuelo en Greystone Manor, era posible que pudiera salir adelante.

Volvimos a casa y, entre bizcochos y vino de Oporto, nos reunimos en el despacho del abuelo para la lectura del testamento.

Nos quedamos asombrados al saber que mi abuela tenía una fortuna considerable, desconocida para su marido. Yo estaba segura que de haber sabido que era tan rica, habría querido manejarla él, y no me cabía duda de que se habría apoderado del dinero, y la fortuna habría dejado de ser de la abuela. Yo sabía que era una mujer de mucho carácter; su dulzura era engañosa. Sí que era buena pero, después de obligarla a casarse, había decidido no verse completamente dominada por su marido. Había guardado varios secretos, y éste era uno de ellos.

El reparto de la herencia fue para mí una sorpresa todavía más grande. Agnes Walden debía de conocer el secreto, porque confesó más tarde que había sido ella quien llevó el testamento a casa del notario. La propia Agnes salía beneficiada con una pensión vitalicia; había uno o dos legados más, pero el grueso de la herencia quedaba repartido entre su hija Grace y su nieta Philippa «para permitirles llevar una vida independiente».

Yo me quedé asombrada.

El gran problema que siempre había tenido ante mí desaparecía gracias a aquel gesto de la abuela. Iba a ser una persona bastante rica. No tenía que molestarme en buscar trabajo. Podía marcharme de aquella casa como una mujer que puede vivir muy bien por sus propios medios.

«¡Llevar una vida independiente!». Miré a Grace. Estaba llorando en silencio.

*****

Al día siguiente tuvo lugar la investigación sobre la muerte del abuelo. Ese día permanece en mi memoria como el más extraño de mi vida. Yo estaba sentada con Arthur, Grace y Charles, escuchando el informe del médico. El calor que hacía en la habitación, la forma en que resonaban las voces, y el ceremonial con que se hacía todo ello inspiraban terror. Yo me esforzaba por entender bien las palabras del médico. La muerte de sir Matthew Ewell no se había producido por asfixia o a consecuencia de las quemaduras y, aunque pudiera haberse golpeado la cabeza al caer sobre la chimenea o sobre cualquier mueble, existía la posibilidad de que hubiera recibido un golpe de alguna persona o personas desconocidas. Era probable que se hubiera despertado y viera que el fuego se estaba propagando desde el cuarto de al lado. Podría haber tropezado al saltar de la cama y caer al suelo. Pero eso no pasaba de ser una conjetura, y no podía probarse por haber sido arrastrado el cuerpo fuera de la habitación, y no saber en qué posición se encontraba en el momento de la muerte.

Se discutieron mucho todas esas posibilidades, y la investigación quedó por fin aplazada hasta la semana siguiente.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó tía Grace Charles.

Charles dijo que no estaban enteramente satisfechos con las conclusiones que habían sacado.

La semana que siguió a aquel día fue muy extraña. Yo andaba por la casa como aturdida. Deseaba con todas mis fuerzas salir de allí, marcharme de una vez.

—No puedes hacer planes hasta que este desgraciado asunto haya terminado —dijo Arthur.

Observé que los criados me miraban de un modo muy raro. Noté que sospechaban de mí. Y eso sólo tenía una explicación. Habían oído mi discusión con el abuelo, y sabían que había amenazado con echarme de casa. Y todo aquello de que le habían dado un golpe…, no era difícil sacar la conclusión. Alguien le había golpeado, le había matado, y luego había prendido fuego para despistar.

No podía creerlo. ¿Aquellas enigmáticas miradas iban dirigidas a mí? ¿Era posible que pensaran que era yo quien lo había hecho?

Empecé a tener miedo.

La señora Greaves era la que más me extrañaba. No dejaba de vigilarme ni un momento. Era ridículo. Una estupidez. ¡Como si yo fuera a matar a mi propio abuelo!

Agnes Walden estuvo muy amable conmigo; y lo mismo Charles y tía Grace.

—No comprendo para qué quieren armar todo este jaleo —dijo Charles—. Está bien claro que sir Matthew se cayó al suelo y se mató.

—Estas diligencias se hacen siempre en caso de muerte repentina —comentó Arthur.

Se leyó el testamento de mi abuelo. Arthur heredaba las fincas y la casa. A mí se me mencionaba también. Recibiría una asignación, si me casaba con Arthur, y dispondría de unos pequeños ingresos vitalicios, que serían incrementados por el nacimiento de cada uno de los hijos que tuviera.

Eso era lo que se proponía cambiar al día siguiente cuando llamara al notario. Quería que quedara bien claro que, en vista de mi ingratitud, no iba a recibir de él ni un penique.

Arthur se hizo cargo de la casa, y yo estaba cada día más asombrada de su consideración hacia mí.

—Yo creo —dijo tía Grace—, que tiene la esperanza de que cambies de idea y que todo termine como deseaba mi padre.

—Eso es imposible —contesté yo—. Agradezco la consideración que Arthur tiene conmigo, pero nunca podría casarme con él.

Grace asintió con la cabeza. Una vez a salvo en su nueva vida con Charles, estaba convencida de que entendía muchísimo de amor y de matrimonios.

La actitud de la señora Greaves llegó a ser tan fría que un día le pregunté qué era lo que pasaba.

Me miró sin pestañear. Tenía una expresión dura, casi cruel. Yo siempre había pensado que se había vuelto así por llevar tantos años al servicio de mi abuelo.

—Creo que es una pregunta a la que usted misma debía responder, señorita —contestó, muy seria.

—¿Qué quiere decir, señora Greaves?

—Creo que lo sabe usted de sobra.

—No. No lo sé.

—Se habla mucho de la forma en que murió ese pobre señor, y se piensa también que hay alguien en esta casa que podría arrojar un poco de luz sobre eso.

—¿Quiere usted decir que yo podría hacerlo?

—Pregúnteselo usted misma, señorita. Oímos la discusión que tuvieron la última noche en la vida de mi señor. Yo, por casualidad, no estaba lejos de allí… Y no pude menos de escucharla.

—Pues debió de tener un terrible disgusto al verse obligada a escuchar, señora Greaves.

—Si me perdona lo que voy a decirle, señorita, eso es precisamente lo que yo esperaba oír de usted. Yo lo oí porque estaba allí, y también la vi entrar después en la habitación de su abuela.

—¿Y qué cree que hice allí? ¿Prenderle fuego y dejar que fuera ardiendo poco a poco durante horas hasta conseguir que pasara al cuarto del abuelo?

—No, el fuego lo prendieron más tarde.

—¿Lo prendieron, señora Greaves? Querrá usted decir que empezó. No lo provocó nadie.

—Quién sabe, y me parece que algunos de los que han tomado parte en la investigación ya han sacado sus propias conclusiones.

—¿Qué es lo que intenta decir, y por qué no lo dice de una vez?

—Pues mire, parece que hay un poco de misterio, señorita. Pero los misterios se aclaran un buen día, y todo lo que yo puedo decir es que algunas personas no son lo que parecen. Señorita, a mí no se me olvida que la vi venir de madrugada… Y no hace tanto tiempo de eso. Lo único que hice fue preguntarme qué andaría haciendo. Y eso demuestra que uno nunca puede decir lo que va a hacer la gente, ¿no es verdad?

Me molestó muchísimo que hablara de aquella noche que pasé con Conrad. Me sentía ofendida y furiosa. ¿Por qué no me habría ido con él? ¿Por qué había permitido que mí estúpida conciencia puritana se interpusiera? Si me hubiera ido, no habría estado allí cuando murió el abuelo. Y nunca se hubiera producido aquella escena en el estudio.

La señora Greaves se dio cuenta de lo que me habían molestado sus palabras. Oí que soltaba una risita al mismo tiempo que se daba la vuelta y se marchaba sin decir nada.

En aquel momento, comprendí que estaba en una situación muy peligrosa.

Creo que estaba demasiado atontada con todas las cosas que habían ocurrido en tan poco tiempo, para darme cuenta de lo grande que era ese peligro, y es posible que fuera una suerte.

Arthur continuaba amabilísimo conmigo, casi tierno; y yo empezaba a preguntarme si tendría razón tía Grace al decir que estaba intentando hacerme cambiar de idea.

—Si te hacen preguntas —me dijo—, lo único que tienes que hacer es decir la verdad. Si lo haces, no puede pasarte nada. Nunca se puede decir una mentira en el tribunal porque, si lo descubren, no vuelven a creerte digas lo que digas. No te pasará nada, Philippa. Todos nosotros estaremos allí.

*****

En la vida se me había ocurrido pensar en una cosa como ésa: un tribunal, con todos sus dignatarios. Y era sólo un tribunal de primera instancia. No había ningún acusado. Era sólo para decidir si mi abuelo había muerto o no por accidente. Si se decidía que no había sido por accidente, habría acusaciones, y, tal vez, un juicio.

No podía acabar de creerme que aquello estaba pasándome de verdad a mí. Todo lo que podía decirme era que si hubiera seguido los impulsos de mi corazón, estaría tan feliz en algún remoto país extranjero, y con el hombre que ahora comprendía era al que de verdad quería.

La gente salió a declarar. Los médicos que habían examinado el cuerpo del abuelo confirmaron que no había muerto por asfixia, sino a causa del golpe recibido en la cabeza, que podría haberse producido cerca de una hora antes de ser descubierto el fuego. Eso tenía una explicación. Era posible que hubiera notado el olor de la alfombra chamuscada, se levantara de la cama, cayese al suelo y se matara. El fuego tenía que haber ardido muy despacio, pues la habitación en que yacía la abuela se había quemado mucho menos que el dormitorio del abuelo. Los expertos confirmaron que era posible que la alfombra estuviera ardiendo poco a poco durante casi una hora, antes de empezar a desprender grandes llamaradas, y eso explicaría el tiempo transcurrido entre el golpe recibido por el abuelo y el descubrimiento del incendio por otras personas de la casa.

Después de los médicos, fueron llamados a declarar los testigos. El primero fue Arthur. Dijo que había oído la voz de «¡fuego!», y que había acudido corriendo. Al llegar al dormitorio del abuelo, vio que uno de los criados estaba sacando el cuerpo. Creyó que el abuelo estaba todavía vivo y mandó llamar al médico. Le preguntaron si había habido algún altercado la noche anterior entre sir Matthew y otra de las personas de la casa.

Arthur, claramente de mala gana, contestó que existía un desacuerdo entre sir Matthew y su nieta Philippa.

¿Sabía cuál era el motivo?

Arthur suponía que sir Matthew había expresado el deseo de que su nieta Philippa se casara con él, pero ella se había negado a hacerlo.

—¿Sabe usted si llegó a amenazarla en algún momento?

—Yo no estaba presente —contestó Arthur, tratando de evadir la pregunta—. Pero sir Matthew era un hombre capaz de perder los estribos si le contrariaban. Creí que había dado algunas voces.

—¿Con qué motivo? ¿Dijo que la borraría de su testamento? ¿Que tendría que abandonar la casa?

—Es posible que fuera eso.

—¿Philippa Ewell estaba muy impresionada por ello?

—No la vi en ese momento.

—¿Cuándo la vio por primera vez después de la discusión?

—Cuando nos encontramos en el pasillo al que dan las habitaciones en que había fuego.

—¿Dormía ella en ese pasillo?

—Sí, hay varios dormitorios allí.

—¿También el suyo?

—Sí.

—¿Y los de los criados?

—No, dormían en los pisos de arriba.

Arthur se retiró, y salió a declarar la señora Greaves. Ésta dijo que había escuchado la discusión entre mi abuelo y yo.

—¿Le amenazó con echarla de casa y borrarla de su testamento?

—Sí, señor —contestó en seguida la señora Greaves.

—¿Tiene usted muy buen oído, señora Greaves?

—Excelente.

—Una gran ventaja en un cargo como el suyo. ¿Vio a la señorita Philippa Ewell después de la entrevista?

—Sí. La vi ir a la habitación en la que su abuela yacía en su caja.

—¿Y la vio usted después?

—No, no la vi. Pero eso no significaba que hubiera pasado toda la noche en su dormitorio.

—No le pedirnos opiniones, sino hechos concretos, señora Greaves.

—Sí, señor, pero me ha parecido que debía decir que la señorita Ewell tenía unas costumbres algo raras. Salía a andar por ahí de noche.

—¿Esa noche?

—Yo no la vi esa noche. Pero la vi otro día a primera hora de la madrugada. Oí un ruido…

—Otra vez su excelente oído, señora Greaves.

—Creí que era mi deber ir a ver quién andaba por allí. Tengo que cuidar de las doncellas, señor, y asegurarme de que se portan como es debido.

—¡Otra gran cualidad! Y en esta ocasión…

—Vi a la señorita Philippa entrar en la casa. Debían de ser las cinco de la mañana. Estaba completamente vestida y llevaba el pelo suelto.

—¿Y qué conclusión sacó usted?

—Que debía haber pasado toda la noche fuera.

—¿Le dijo eso a usted?

—Dijo que había salido a dar un paseo por el jardín.

—No veo razón alguna para que la señorita Ewell no salga a dar un paseo a primera hora de la mañana, si le apetece hacerlo, y tampoco me extrañaría que no se hubiera recogido todavía el pelo.

Aunque estaba bien claro que la señora Greaves no había causado la impresión que esperaba, la referencia a aquella mañana me molestó mucho. No sabía qué iba a poder decir si me preguntaban algo.

¿Iba a decirles que había pasado la noche con un amante? Si lo hacía, estaba condenada. Eran muchos los que creían que las costumbres relajadas —eso sería de lo que iban a acusarme— eran un crimen tan grande como el asesinato. No me había sentido más aterrada en mi vida.

Luego llegó mi turno.

—Señorita Ewell, su abuelo quería que se casara con su primo y usted se negó a hacerlo.

—Sí.

— ¿Y su negativa le puso furioso?

—Sí.

—Amenazó con echarla de casa y excluirla de su testamento.

—Sí, lo hizo.

—¿Qué respondió usted a eso?

—Que no podía casarme con una persona a la que no quería, y que mi intención era marcharme de la casa tan pronto como me fuera posible.

—¿Y pensaba hacerlo al día siguiente? ¿Adónde habría ido?

—Había pensado irme a casa de mi tía Grace o a uno de los cottages hasta que encontrara una casa que me conviniera.

—¿Y qué hizo usted después de esa tormentosa entrevista?

—Fui a la habitación de mi abuela para verla. Las dos nos queríamos mucho.

El que me interrogaba hizo un movimiento de aprobación con la cabeza. Tenía la impresión de que le era simpática y me creía, y comprendí también que la señora Greaves no le había gustado, y que sospechaba que actuaba de mala fe. Eso me dio ciertos ánimos.

—¿Qué hizo usted en la habitación de su abuela?

—No hice más que mirarla y desear que pudiera estar todavía viva para ayudarme.

—¿Estaban las velas encendidas cuando entró en la habitación?

—Sí, desde que murió siempre había habido velas encendidas.

—¿Observó si alguna de ellas ofrecía poca seguridad?

—No.

—Creo que su abuela le ha dejado una cantidad de dinero, con el deseo de que pueda llevar una vida independiente. ¿Opinaba ella que su abuelo le pedía a usted una cosa demasiado difícil?

—Sí.

—Puede retirarse, señorita Ewell.

Todo había sido mucho más fácil de lo que yo podía imaginar, y sentía un gran alivio al ver que no se había mencionado para nada mi encuentro de madrugada con la señora Greaves.

Después de eso, la cosa pareció prolongarse un buen rato. Hubo muchas discusiones, mientras yo esperaba allí sentada, sin fuerzas. Arthur me cogió la mano y me la apretó y, por una vez, no sentí deseos de rechazarle.

Por fin llegó el veredicto: muerte accidental. En opinión del juez, no había pruebas suficientes para decir que a sir Matthew le habían dado un golpe, y él creía que se había caído y se había dado en la cabeza contra el borde de la mampara, porque de lo que sí había pruebas era de que la chimenea del dormitorio de mi abuelo estaba protegida por una mampara.

Por lo tanto, quedábamos libres. La temible amenaza, que yo sólo había entendido a medias, había desaparecido.

Al salir del juzgado con Arthur, tía Grace y su marido, me pareció ver a alguien a quien reconocí vagamente. De momento, no pude saber quién era, pero luego, de repente, me acordé. Era el hombre a quien había visto el día en que la señorita Elton y yo fuimos a Dover para mirar los libros de la iglesia, el hombre que yo supuse estaba alojado en la fonda, y que había ido allí para visitar la región.

No tardé en olvidarme de él. Tenía otras muchas cosas en que pensar.

Ya era libre para hacer mis planes.

*****

No quería quedarme en Greystone Manor. Había allí una atmósfera de desconfianza muy desagradable, inspirada sin duda por la señora Greaves. Los criados me observaban a escondidas y, cuando los sorprendía, se desconcertaban y se iban.

Mi primo Arthur continuaba amabilísimo conmigo.

—Tienes que quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Puedes pensar que Greystone Manor es tu propia casa.

—Nunca podría hacerlo. El abuelo ordenó que me marchara, y me iré.

—Pero ya sabes que ahora la casa es mía.

—Es muy amable por tu parte en vista de todo lo que ha pasado, pero tengo que irme en seguida.

Fue tía Grace la que acudió en mi auxilio:

—Tienes que venirte con Charles y conmigo. Y quédate todo el tiempo que te apetezca. Ahora tenemos dinero para comprarnos una casa, y hay una que no está lejos de la vicaría, Wisteria Cottage. ¿Te acuerdas de ella? Charles dice que está muy bien para nosotros, y tiene un jardín muy grande en el que puede poner su taller y colocar las esculturas. Vente, y ayúdanos a hacer el traslado.

Se lo agradecí mucho. Estaba encantada de haber recibido el dinero, y de ver que su madre aprobaba su matrimonio. La abuela, al morir, nos había dado a las dos la ayuda que necesitábamos.

En vista de eso, salí de Greystone Manor y me fui con ella. La vicaría era una casa grande, y el vicario me dio una habitación hasta que nos trasladáramos a Wisteria Cottage.

Tía Grace hizo todo lo que pudo por mí durante esas semanas. Ella y Charles hablaron mucho conmigo, y entre los tres planeamos lo que debía hacer. Ya no necesitaba buscar cualquier trabajo. Era una mujer libre, y tía Grace decía que lo que necesitaba era tiempo para decidir cómo iba a vivir.

El destino se encargó de decidirlo.

Estaba un día en el cobertizo de Charles, arreglándole unos libros, cuando oí unos pasos fuera. Salí a la puerta y, con asombro y alegría de mi parte, vi que allí estaba Daisy.

Había cambiado desde la última vez que nos vimos; estaba más gorda, pero con la cara tan sonrosada como siempre y con la misma picardía en los ojos. Como si quisiera decirme lo contenta que estaba, y dar a entender que era un momento muy feliz, me obsequió con uno de aquellos guiños que yo recordaba tan bien.

—¡Señorita Pip! —dijo.

—¡Daisy! —Exclamé yo, y las dos nos dimos un fuerte abrazo—. Así es que por fin has vuelto a casa.

—Sólo de visita. Los criados están allá, en el Grange, preparándolo, como siempre. He venido con ellos. Hans no está aquí, pero me dejó venir con ellos. Dijo que me merecía venir a ver a mi gente, y que eso era lo que tenía que hacer. Él tuvo que quedarse allí. Ahora tiene un puesto muy importante. Estoy casada, ¿sabe? Frau Schmidt, ésa soy ahora yo. ¿Qué le parece? Hans me convirtió en una mujer honrada… cuando nació el Hans pequeño. Ahora soy madre. Imagínese usted, señorita Pip. Y nunca ha visto usted un hombrecito como mi Hansie. Le aseguro que es un diablillo de los buenos.

—Daisy, ¿cuándo vas a parar de hablar? ¿Quieres decir que están abriendo el Grange?

—Alguien va a venir muy pronto. No sé cuándo será, pero todo tiene que estar dispuesto y a punto.

*****

—Yo ya no soy una criada. Frau Schmidt, eso es lo que soy. Estaré aquí hasta que vuelvan algunos de los criados, y entonces me iré con ellos. Pero dígame, ¿qué tal le va a usted? Y ese viejo…, muerto. No creo que los ángeles vayan a recibirle tan bien como él se imaginaba.

—¿Te has enterado, no?

—Si no he oído hablar de otra cosa.

—Daisy, sospechan de mí.

—No, mi madre, no. Ni mi padre tampoco. Dicen que ese viejo del demonio saltó de la cama furioso y se encontró con lo que se merecía. Dicen que no hay que hablar mal de los muertos, pero me parece que en este caso está permitido. En mi vida se me va a olvidar cuando me tuvo allí de pie en aquella capilla, para avergonzarme, como él decía… Y todo por haberme divertido un poco en el cementerio. Pero eso ya pasó. ¿Y qué me cuenta usted, señorita Pip? ¿Cuántos años hace que no nos veíamos?

—Demasiados. Deben de ser cinco. Yo tenía doce años cuando Francine y tú os fuisteis… Y ahora tengo ya diecisiete.

—Casi no la habría reconocido. Ahora ya es una persona mayor. Entonces no era más que una chiquilla.

—Daisy, ¿qué sabes de Francine?

—¡Huy! —se puso seria momentáneamente—. Eso fue un buen escándalo, sí. Me harté de llorar cuando lo supe. Siempre había pensado que era la chica más guapa que había visto o que iba a poder ver en mi vida… Y pensar que la habían matado…

—Quiero saber lo que pasó, Daisy.

—Pues fue en el refugio de caza ése. Allí era donde estaban entonces. Pero nunca se ha aclarado del todo. No sabemos quién los mató. No tenía nada que ver con la señorita Francine. Lo que pasa es que estaba allí con él y… cuando fueron a matarle, al verla allí, la mataron también.

—¿Y quién podía haberlo hecho?

—Ya empieza a hacerme preguntas. Si ellos no lo saben, ¿cómo voy a saberlo yo?

—¿Quién son ellos?

—Pues todo el ejército, y la familia reinante, y la policía… todos ellos.

—Para mí ha sido un completo misterio, y quiero que me digas todo lo que sepas. Entra en el cobertizo. Aquí no hay nadie. Mi tía y su marido están en Wisteria Cottage, preparando la casa para trasladarse allí.

—Sí, también he oído hablar de eso. ¡Vaya cambios que ha habido, eh! Hasta la señorita Grace, casada. Ya podía haberlo hecho unos años antes:

—Yo me alegro de que lo hiciera antes de tener dinero. Tenía que marcharse, lo mismo que hice yo. Pero siéntate, Daisy, y cuéntame todo lo que sepas de mi hermana.

—Pues que se fue, ¿no es eso?

—Sí, si —dije yo, impaciente.

—y la Gräfin y el Graf, y todos los de su casa se marcharon, y yo me coloqué con ellos… Y me marché también. Si te gustan esas cosas, es un sitio maravilloso. Con todos esos árboles y esas montañas…, es muy bonito. A veces me pongo un poco triste porque me acuerdo de los campos y de los setos y de los caminos, y de los ranúnculos y las margaritas. Pero como tengo allí a Hans… Y Hans y yo nos entendemos muy bien. Nos divertimos. Él se ríe de mí porque pronuncio mal las palabras que ellos dicen, pero como yo puedo reírme cuando él intenta decir las nuestras… Lo pasamos bien.

—Así es que eres feliz en tu matrimonio. Me alegro. Y además tienes a tu pequeño Hans. Pero ¿qué sabes de mi hermana?

—Lo único que sé es que vino con el barón. Yo entonces no sabía quién era. Ya sabía que era muy importante, pero no tanto. Me lo dijo Hans. Me dijo que ese barón Rudolph era hijo único del gran duque o lo que sea… Y ese gran duque es una especie de rey. Claro que no es como la reina nuestra… pero es el que gobierna ese ducado, o lo que sea. Pero allí es distinto. Es como si fueran muchos países pequeños, todos con sus reyes y, aunque a nosotros nos parezcan pequeños, allí a todos les parece que son de sobra grandes.

—Ya lo comprendo, Daisy.

—Pues me alegro de que lo haga, señorita Pip, porque yo no puedo decir lo mismo. Pero lo que quiero decirle es que, cuando Rudolph volvió con su hermana, el jaleo que se armó allí fue de los buenos. Y es que él era el heredero, y creían que iba a casar con una gran señora de alguno de esos otros sitios y que podía haber una guerra si no lo hacía. Allí siempre va a haber guerra… Y eso les da miedo. Por eso se imaginaban que el barón Rudolph se iba a casar con esa señora. Y eso significa que si tenía allí a la señorita Francine, tenía que quitarla de en medio.

—¿Si estaba casado con mi hermana, cómo iba a poder casarse con esa gran señora?

—Bueno, es que parece que no estaban casados de verdad…

—Sí que lo estaban. Se casaron cerca de Dover, antes de marcharse de Inglaterra.

—Dicen que era su amante. Y a ellos les parecía muy bien. Ya había tenido otras antes, todos los grandes duques las tenían. Pero lo del matrimonio ya era otro asunto…, si es que me entiende.

—Mira, Daisy, mi hermana se casó con él en Birley Church. Yo vi…

Me callé. Yo había visto esa partida pero, después de todo lo que había ocurrido, estaba empezando a ponerlo en duda.

—Yo me imagino que debió de ser uno de esos matrimonios simulados —dijo Daisy—. Era la única forma de hacerla, y el barón Rudolph lo tenía que saber. A ella tenía que apartarla o, por lo menos, debía haberlo hecho. Pero había una parte del país en la que era muy popular, y creo que es allí donde estaba con ella.

—¿No llegaste a verla nunca, Daisy?

—No. Yo estaba en el slosh del Graf

—¿Dónde?

—En el slosh. Por allí los tienen a montones. Son muy bonitos. Como castillos.

—¡Ah!, ya comprendo, un Schloss.

—Eso es. No, al slosh nuestro no vinieron. El Graf era leal al gran duque, y él Y la Gräfin creían que Rudolph debía establecerse de una vez y aprender a gobernar el país, que era lo que tendría que hacer cuando muriera el gran duque, y creían también que debía hacer todo lo que pudiera para evitar esa guerra que les preocupa tanto a todos, y que estallaría si no se casaba con esa otra que le habían buscado para él.

—Así es que no la has visto en todo este tiempo. ¿Y qué me dices del niño?

—¿El niño? ¿De qué niño está usted hablando, señorita Pip?

—Mi hermana tenía un niño, pequeño, un hijo. Estaba muy orgullosa de él.

—Yo nunca he oído hablar de eso.

—¡Ay, Daisy!, me gustaría saber qué es lo que ha pasado.

—Ya sabe que la mataron en ese refugio de caza.

—¿Dónde estaba el refugio?

—No está muy lejos del slosh. Justo en medio del bosque de pinos. La que se armó cuando los mataron. La ciudad estuvo de luto un mes entero. Dicen que el gran duque casi se muere del disgusto…, hijo único, imagínese. Buscaron a los asesinos, los buscaron por todas partes, pero no pudieron encontrarlos. Dijeron que era un asesinato político. Es que hay un sobrino, ¿sabe? Y él será gran duque cuando se muera el viejo.

—¿Creen que fue él quien los mató?

—No se atreven a tanto. Pero ese barón Sigmund es hijo del hermano del viejo, y el sucesor más próximo, gracias a haber muerto Rudolph… si es que me entiende. Así es que si podía haber alguien que quisiera quitar de en medio a Rudolph, tenía que ser Sigmund… aunque Hans cree que pudo ser cualquier otro que quería simplemente eliminar a Rudolph porque le parecía que no tenía que ser él el próximo gran duque.

—O sea, que alguien que quería quitar de en medio a Rudolph le mató en el refugio de caza y, como Francine estaba allí con él, le pegaron un tiro también.

—Eso es lo que dicen. Y eso es lo que piensa todo el mundo. Pero nadie puede estar seguro.

—¿Y qué se sabe del niño? ¿Dónde estaba entonces?

—Nadie ha hablado nunca de ningún niño, señorita Pip.

—Pues es un misterio. Yo estoy segura de que Francine se había casado de verdad, y estoy segura de que tenía un niño. Daisy, yo lo que quiero es saber qué pasó. Realmente, ahora, eso es lo único que me importa.

—Pues más le valdría no meterse en eso, señorita Pip. Ahora lo que tiene que hacer es casarse con un buen chico. Casarse y tener hijos. Puedo decirle una cosa… no hay nada como tener a un hijo tuyo en los brazos.

—Daisy, me encanta pensar que te has convertido en una madre.

—Tendría usted que ver a mi Hansie.

—Ya me gustaría hacerlo. —Me quedé mirándola— Daisy, ¿y por qué no voy a poder hacerlo?

*****

Se me había ocurrido esa idea y no podía rechazarla. Me producía un entusiasmo como no había sentido desde hacía mucho tiempo. Iba a darme una razón para vivir; iba a sacarme de aquel ambiente de sospechas solapadas del que no podía escapar. En el fondo, pensaba también que era la única forma de volver a ver a Conrad.

Durante las últimas semanas había pensado varias veces en la posibilidad de que mi encuentro con él pudiera tener otros resultados. Hasta cierto punto, incluso deseaba que los tuviera. Me complicaría muchísimo la vida, pero creo que la alegría que iba a producirme bastaría para compensar todo lo demás. Me habría puesto en una situación desesperada pero… tener un niño, un recuerdo vivo de las horas que había pasado con Conrad, era algo que anhelaba con todas mis fuerzas.

Cuando comprendí definitivamente que no estaba embarazada, sentí una extraña mezcla de desilusión y alivio, y vi que tenía que buscar una razón para vivir. Ahora, la aparición de Daisy me abría, hasta cierto punto, una puerta.

—Daisy —pregunté—, ¿qué te parecería si me fuese contigo?

—¡Usted, señorita Pip, venirse conmigo!

—Ahora tengo dinero. Soy libre…, gracias a mi abuela. Quiero encontrar a ese niño de Francine. Sé que existe. A veces, siento que me llama. Ya tendrá casi cuatro años. Si está allí, me gustaría verle. Quiero comprobar si está bien atendido.

—Bueno, yo ya le he dicho que nunca he oído hablar de ningún niño, y estoy segura de que no hubiera faltado quien le encontrara si lo hubiera. Allí tienen mucha afición al comadreo…, lo mismo que en todas partes.

—Estoy convencida de que hay un niño y de que mi hermana estaba casada. Y eso es lo que quiero aclarar, Daisy.

—Pues entonces, muy bien. ¿Cuándo quiere que nos vayamos?

—¿Cuándo te vas tú?

—Tenía que quedarme hasta que alguno de los otros volviera, pero la verdad es que no quiero esperar tanto tiempo. Le aseguro que estoy echando mucho de menos a mis dos Hanses.

—¿Podrías venirte conmigo? Podríamos viajar juntas. Sería para mí una gran ayuda, porque ya has estado allí otra vez. ¿Podríamos irnos las dos?

A Daisy se le iluminaron los ojos:

—Me parece que podríamos arreglarlo. ¿Cuánto tiempo tardaría usted en ir?

—Quiero irme lo antes posible.

—Pues no veo motivo para que no podamos irnos en cuanto esté dispuesta.

—Podría irme a la ciudad y alojarme en alguna fonda mientras echo un vistazo a todo aquello.

—Allí hay fondas que están muy bien. Pero voy a decir una cosa. ¿Por qué no iba a poder quedarse conmigo hasta que se le solucionen las cosas? Tengo una casita de campo, un sitio precioso que está en el valle, justo un poco más abajo del slosh. La Gräfin es muy buena con los criados, y ella y la señorita Tatiana me dieron varias cosas para que la amueblara. Así que podría quedarse conmigo… hasta que encuentre lo que anda buscando.

—Daisy, eso sería maravilloso. Me facilitaría muchísimo las cosas. Podría dedicarme a mirar por allí y ver qué es que más me conviene. Quiero hacer eso. Quiero hacerlo a toda costa. Claro que hay que pensarlo bien antes. Voy a ir a averiguar quién mató a mi hermana. Y voy a buscar a su hijo.

Daisy sonrió con indulgencia:

—Pues si es capaz de hacerlo mejor que la policía del gran duque y que los guardias, la verdad es que es usted un prodigio. ¿Cree usted que no trataron ya de buscar al asesino?

—A lo mejor no lo buscaron bastante. Se trata de mi hermana…, de mi propia sangre.

—Así es que va a hacer como uno de esos detectives, ¿no?

—Eso es.

Estaba entusiasmada. Ahora sí que la vida tenía sentido para mí. Me sentía tan feliz como no me había sentido nunca desde la marcha de Conrad. Tenía la impresión de que por fin iba a salir de aquel marasmo.

Hablé mucho de mis proyectos con Grace, con Charles y, por supuesto, con Daisy. A tía Grace le pareció un disparate, pero Charles dijo que un viajecito no iba a hacerme ningún daño, y que si podía ir con Daisy, iría acompañada, pues, pensar en viajar sola, sería cosa imposible.

Les dejé que hablaran de las dificultades que iba a encontrar. Tía Grace intentó disuadirme. Decía que ya tenía una casa en Wisteria Cottage, y yo sabía que además estaba pensando en encontrarme un marido en un futuro no muy lejano.

Mi primo Arthur fue a vemos a Wisteria Cottage. Estuvo muy cariñoso, y lo de haberse convertido en terrateniente le sentaba muy bien. Tenía un aire mucho más digno después de haber podido soltar su antigua humildad. Me escuchó con mucha atención cuando hablé de mis planes de marcharme con Daisy, y me sorprendió que se mostrara tan comprensivo…

—Te vendrá estupendamente marcharte —dijo—. Servirá para sacarte de aquí, y eso es lo que tú necesitas. Querida prima, cuando vuelvas, quizá podamos ser tan buenos amigos como yo siempre he deseado que lo fuéramos.

Estaba mirándome con cierta tristeza, y yo me preguntaba qué sentido podrían encerrar sus palabras. Pero me prestó una gran ayuda. Dijo que si tenía que viajar tanto y por distintos países, podía necesitar algunos papeles, un pasaporte por ejemplo. Hizo las diligencias necesarias, y hasta me llevó a Londres para que me los dieran.

—Si no llega a ser por ti, nunca se me hubiera ocurrido pensarlo, Arthur.

—Me alegro mucho de poder ayudarte en algo —contestó.

—¿Van bien las cosas en Greystone?

—Sí, muy bien. De momento, estamos muy tranquilos. No recibo a nadie. Los Glencorn son los únicos que han estado allí una o dos veces, pero ésos son viejos amigos. Espero que cuando vuelvas vayas a visitarme con frecuencia. Ya sabes que siempre tendrás una casa en Greystone Manor.

—Te lo agradezco mucho, Arthur. Todavía no sé lo que haré. Primero quiero tomarme estas vacaciones, y luego, veremos lo que hago.

—Es muy natural, querida Philippa. Has pasado una temporada muy mala. Márchate y olvídalo todo.

—Lo intentaré.

Mientras hacía mis preparativos, ayudé también a Grace a trasladarse a Wisteria Cottage. Y vi muchas veces a Daisy porque eran muchos los planes que teníamos que hacer. Ella me contó cosas del país y de la vida que hacía. Decía que era muy feliz en su casita del valle, cerca de lo que ella se empeñaba en seguir llamando el slosh, que Hans volvía a casa todas las noches, que era un sitio muy acogedor, y que estaba muy contenta porque todo le había salido muy bien.

—Ya sé que algunos dirían que yo era una fresca por haberme ido con Hans. Pero yo nunca lo he creído. Me parece que si estás enamorada, puedes hacerlo. Después de todo, mejor que casarse por dinero… al menos, eso creo yo. Y además, como suele decirse, bien está lo que bien termina. A Hans y a mí, gracias a Dios, nos va muy bien.

Ella no sabía lo cerca que yo había estado de hacer lo mismo, y muchas veces pensaba lo distinta que habría sido mi vida, si aquella noche me hubiera dejado llevar de mis deseos.

Pero, como la propia Daisy habría sido la primera en decir, lo que está hecho, hecho está, y hay que seguir adelante Era una de sus expresiones favoritas.

Cuanto más pensaba en mi decisión, más milagroso me parecía poder hacer ahora lo que en el fondo de mi corazón había querido hacer siempre. Iba a irme al país de Conrad ¿Volvería a verle? ¿Qué pasaría si tenía otra oportunidad? Tendría que esperar y ver qué era lo que podía ofrecerme vida. Quizá ya no quisiera reanudar nuestras relaciones. Y no me costaba ningún trabajo creer que era un hombre que había tenido ya muchos líos amorosos, pero creía también que su sentido de la caballerosidad le habría impedido seducir a una virgen sin darle importancia. Me gustaba pensar que, si lo había hecho, había sido arrastrado por la pasión, y que era verdad que pensaba que viviéramos juntos. Sí, estaba convencida de que le importaba.

—Ya sé lo que va a ser usted —dijo Daisy, radiante—, una especie de detective…, eso es lo que va a ser. Pero se me ha ocurrido una cosa. Tiene usted el mismo apellido que su hermana, y se habló mucho de ella en los periódicos. «La mujer Ewell», como ellos decían. Ya me entiende. Hay gente que podría acordarse del nombre. Y a lo mejor ya no quieren decirle nada, si piensan que anda usted husmeando por allí. ¿Comprende lo que quiero decirle?

Lo comprendía perfectamente.

—Podría ponerse otro nombre —añadió Daisy—. Yo creo que eso sería lo mejor.

—Tienes razón. Has sido muy lista al pensar en eso.

—Cuando ellos vinieron por aquí, usted fue al Grange, ¿no es verdad? Algunos la vieron. Pues si volvieran a verla, y se enteraran de que era Philippa Ewell, se acordarían en seguida. Entonces tenía doce años. Ahora ha cambiado mucho…, tiene cinco años más, y eso supone una gran diferencia. Si se cambiara de nombre… en su vida iban a adivinar quién era.

—Verás lo que vaya hacer. Vaya llamarme como se llamaba mi madre antes de casarse. Se llamaba Ayres. Yo seré Philippa Ayres.

—Pero seguiremos con lo de Philippa.

—Bueno, ¿y qué te parece Anne Ayres? Anne es mi segundo nombre.

—Eso me parece muy bien. A nadie se le va a ocurrir que Anne Ayres es Philippa Ewell, creo yo.

Aquel mismo día, cuando estaba preparando mis ropas para el viaje, encontré las gafas que me había comprado la señorita Elton cuando hablábamos de buscarme un trabajo. Me las puse. Y la verdad es que hacían mucho efecto. Luego, me peiné hacia atrás el abundante pelo que tenía, y me hice con él un moño en lo alto de la cabeza. El resultado fue sorprendente. Parecía una persona completamente distinta.

—Cuando Daisy vino a verme, la recibí con las gafas puestas y con mi nuevo peinado. Se quedó mirándome, y tardó u momento en reconocerme:

—Señorita Pip —dijo luego—, da risa verla. No se parece nada.

—Es mi disfraz, Daisy.

—Pero no irá a viajar con esa facha.

—No, pero me llevaré las gafas por si necesito ponérmelas.

Ahora el tiempo pasaba muy de prisa. Estábamos ya dispuestas para la marcha, y así fue como salí para el país de Conrad, llevando a Daisy de guía.