Aun ahora, cuando trato de recordar los acontecimientos de aquella noche, todo sigue estando confuso pero, desde el primer momento, tuve la impresión de que algo horrible se repetía una vez más en mi vida.
Creo que desperté con una sensación de terror. Algo extraño estaba pasando. Me di cuenta de lo que era, al salir de lo que parecía una pesadilla. Voces, carreras, ruidos desacostumbrados y, sin embargo, aquella horrible impresión de que todo eso ya lo había oído antes. Y allí estaba…, inconfundible…, el olor acre del fuego, el aire cargado de humo.
Salté corriendo de la cama, y salí al pasillo.
Entonces, lo comprendí.
El Schloss estaba ardiendo.
Me quedé anonadada. ¡Freya… muerta! Y de aquella manera tan espantosa. El fuego había empezado en su cuarto, y en ningún momento se tuvieron esperanzas de poder rescatarla, aunque se hubiera dominado el incendio.
Aquella noche se hizo interminable. Todavía después de marcharse los bomberos, cuando todos estábamos acurrucados en el hall, hablando en voz baja, parecía que la noche seguía y seguía.
¿Qué era lo que había pasado? Nadie estaba completamente seguro; sólo se sabía que el fuego había empezado en el dormitorio de la condesa, y que tenía que haberse asfixiado con el humo casi inmediatamente. Se habían hecho varios intentos por salvarla, pero demasiado tarde, y nadie había conseguido penetrar en la habitación en llamas.
Yo estaba sentada con los demás, tiritando y esperando a que amaneciera, y sin poder pensar más que en mi maravillosa alumna, a la que había cogido tanto cariño.
Al amanecer, se comprobó que tres o cuatro habitaciones —entre ellas la de Freya— habían quedado completamente destruidas, pero el resto del edificio, gracias a su fuerte estructura de piedra, no había sufrido daños, y sólo había algunos desperfectos en la parte que rodeaba a las habitaciones quemadas.
Fräulein Kratz estaba sentada a mi lado en el hall, y no paraba de decir:
—¡Quién iba a pensarlo…! ¡Era tan joven…!
Yo no podía soportar hablar de ella. No iba a poder olvidarla nunca, ni perdonarme nunca el haberla engañado. Mi querida Freya, una criatura tan inocente que nunca había hecho daño a nadie… ir a morir de aquella manera.
Sentía una pena inmensa, y no podía dejar de pensar que era muy raro que se repitiera una cosa que ya me había ocurrido antes. Recordaba con todo detalle el día del incendio en Greystone Manor, y las acusaciones que se habían lanzado contra mí.
Estaba temblando porque me parecía ver alguna maldad sobrenatural en todo aquello.
*****
El día siguiente lo pasé como perdida en una pesadilla. La gente entraba y salía continuamente del Schloss, y todos cuchicheaban en grupitos. Yo me mantuve apartada. No podía resignarme a la idea de que Freya estuviera muerta. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de cuanto la quería.
A última hora de la tarde, Tatiana vino a verme. Abrió la puerta de mi dormitorio, y entró sin avisar. Tenía tan mala cara como la que estaba segura de tener yo. En el primer momento no dijo nada, se quedó allí parada, mirándome.
—Así es que esto… es obra suya.
Yo la miré a ella, sin comprender.
—Lo sé todo —dijo—. Estaba demasiado satisfecha. Se creía muy lista. Yo ya sabía que estaba haciéndose pasar por alguna otra persona. Y sé que es Philippa Ewell, hermana de Francine Ewell, amante del barón Rudolph. Sospeché de usted casi nada más verla. Ya la había visto antes. Fue la que se metió en el Grange, ¿no se acuerda?
—Fui a verlo. No me metí allí sin permiso.
—No es momento de pararnos a aquilatar las palabras. Es una aventurera…, lo mismo que su hermana. He visto sus papeles.
—Entonces, fue usted…
—Tenía que hacerlo por la condesa, decirle qué clase de mujer era usted. —Le tembló la voz—. Por esa pobre niña inocente… que ahora ha muerto… asesinada.
—¡Asesinada! —exclamé.
—Haga el favor de concederme cierta inteligencia, fräulein Ewell. Sé quién es usted. Sé muchas cosas de usted. Sé que ya probó el mismo truco con su abuelo. Tenemos amigos que velan por nuestros intereses en todas las partes del mundo. Su hermana ya había intentado hacerse un sitio aquí, por eso estábamos sobre aviso. Pensó que el truco había funcionado bien con su abuelo, y volvió a probar suerte otra vez.
—No…
—No va a decirme ahora que no lo entiende. Lo entiende… y perfectamente. Ese pobre viejo murió, ¿verdad? ¿Y por qué no iba a morir la joven? Los dos la estorbaban. Ahora tenía muchos motivos para hacerlo… igual que los tenía entonces…, pero no es tan fácil librarse de un crimen por segunda vez, ni siquiera para una persona tan lista como usted cree que lo es.
—No está diciendo más que tonterías…, verdaderos disparates.
—Yo no lo creo así, y tampoco van a creerlo los demás. Todo encaja perfectamente. Anda buscando posición y riqueza lo mismo que su hermana. Ella acabó muerta en un refugio de caza. ¿Dónde cree que va a acabar usted, fräulein Ewell?
—No voy a tolerar que me hable de esa manera. Yo no soy una empleada suya. Mis servicios, por desgracia, ya no hacen falta. Voy a despedirme inmediatamente de la casa.
—Los criminales tienen que pagar su culpa.
—¿De qué me acusa?
—De haber matado deliberadamente a la condesa Freya, de la misma forma en que ya lo había hecho antes, y que le salió muy bien en el caso de su abuelo. ¿No va a negarme que ese señor murió en un incendio?
—No trato de negarlo, pero no tiene nada que ver con este desgraciado accidente.
—Permítame no estar de acuerdo. Tiene mucho que ver. Aborrecía a su abuelo. Iba a echarla de casa…, y ésa fue su condenación, y yo creo que supo usted despachar con mucha tranquilidad el asunto.
—Es monstruoso. Yo no heredé el dinero de mi abuelo, sino de mi abuela. No tuve nada que ver en su muerte.
—Tengo amigos allí. Sé muy bien lo que pasó. La amenazó con echarla de casa y esa misma noche murió… misteriosamente. Ya sé que no pudo probársele nada, pero las sospechas eran muy fuertes, ¿no es así? Estaba en una habitación que se incendió, pero que no ardió lo bastante como para destruir todas las pruebas. No iba a cometer el mismo error por segunda vez. Se aseguró bien de que en el caso de nuestra pobre condesa no quedara ni rastro de las pruebas.
—No dice usted más que disparates. Yo quería a la condesa. Las dos éramos muy amigas.
—¿Cree que no sé las ganas que tenía de deshacerse de ella? Usted es una ambiciosa, fräulein. Pensó que si no estaba en su camino…, si el barón Sigmund quedaba libre de su compromiso con ella, usted sería aquí la reina, como gran duquesa de Bruxenstein.
La miré, asombrada, y ella se echó a reír.
—Estoy enterada de esos encuentros. Conozco esos amores tan tiernos…
Estaba aterrada. Veía que todas las cosas iban encajando perfectamente. Recordaba el horror de aquellas semanas en Greystone Manor cuando todo el mundo sospechaba de mí. Vi la expresión malvada de Tatiana, y comprendí que la red se cerraba sobre mí.
Era verdad que una vez muerta Freya tenía la posibilidad de casarme con Conrad. Mientras ella viviera, no tenía posibilidad alguna. Pero era monstruoso que Tatiana pudiera imaginar una cosa así y, sin embargo, al ver las pruebas que tenía en contra, comprendía que estaba en un gran peligro.
Estaba segura de que Conrad iba a creerme. Tenía que verle. No podía dejar de venir después de haberle pasado a Freya una cosa tan horrible.
Me sentía incapaz de pensar. Lo único que podía hacer era tratar de sacudirme aquel entumecimiento tan espantoso, aquella sensación de estar condenada que se había apoderado de mí.
—Ha sido lista hasta cierto punto —dijo Tatiana—. Pero no lo bastante lista. Se confió demasiado en ciertos aspectos. Vino aquí porque había venido su hermana. Pensó que iba a seguir sus pasos, pero con más éxito que ella. Quería demostrar que estaba casada con el barón Rudolph. Supongo que creía que eso iba a darle cierta importancia.
—Estaba casada con Rudolph —dije. Hizo un gesto de desprecio con la mano:
—¡Estúpida! ¿Quién cree que iba a estar más interesado que Sigmund y sus partidarios en quitar de en medio a Rudolph? Sigmund ha sido demasiado listo para usted. Ya me ha contado lo entusiasmada que estaba. Y sé todo el lío que ha tenido con él, naturalmente. Él lo encontraba divertido, y tenía que enterarse bien de lo que estaba haciendo. «Ha sido muy fácil —dijo—, hacer concebir a la fräulein grandes esperanzas y descubrir al mismo tiempo todo lo que hacía. Es bastante astuta… pero tiene ciertas debilidades y he sabido encontrarlas…».
—No la creo.
—No. Ése ha sido su punto flaco. Creérselo con demasiada facilidad. Pero no estamos aquí para hablar de sus aventuras amorosas con Sigmund. Eso no le importa a él ni importa tampoco en este caso. Creyó que iba a casarse con usted en cuanto despachara a Freya. Por desgracia para usted, Sigmund no era lo que pensaba… y, en cualquier caso, sabíamos demasiadas cosas. No puede usarse el mismo truco dos veces.
—Esto es una pesadilla…
—Pues imagínese lo que tiene que haber sido para la pobre condesa Freya.
Me tapé la cara con las manos. El haber perdido a mi querida amiga…, saber que habían descubierto que era hermana de Francine, las indirectas a propósito de Conrad, que no podía creer, el terrible peligro en que me encontraba. Todo ello empezaba a hacerse insoportable.
—Está usted bajo arresto —dijo Tatiana—. Acusada de la muerte de la condesa Freya.
—Quiero ver a…
—¿Ah, si? —Preguntó en tono de burla—; ¿a quién quiere usted ver? Sigmund no está aquí. Y tampoco querría verla si estuviera. ¿Hay alguna otra persona a quien quiera ver…, suponiendo que se lo permitan?
Me acordé de Hans, pero no quería mezclarle en ese asunto. Era un empleado del Graf. Pensé también en Daisy. Pero estaba demasiado unida a Hans. ¿Qué otra persona podía haber?
Me miraba y se reía con desprecio:
—No se devane los sesos. Ahórrese la molestia porque no se lo van a permitir. Recoja unas cuantas cosas. Voy a sacarla de aquí por su propia seguridad. Cuando se sepa que han matado a la condesa Freya, quién la ha matado y por qué razón, el pueblo no querrá entregarla a los tribunales. Se tomarán la justicia por su mano. Es posible que Kollenitz pida que se la entreguen. Y entonces, no quisiera yo verme en su caso, fräulein Ewell.
—Soy inocente de lo que me acusa —exclamé—. Yo la quería mucho, ya se lo he dicho. No podría hacerle daño por nada del mundo.
—Recoja sus cosas. Mis padres están de acuerdo en que se la traslade a otro sitio hasta que se celebre el juicio. Dese prisa. Tenemos poco tiempo…
Fue hacia la puerta, y se volvió a mirarme con rencor:
—Tiene que estar preparada dentro de diez minutos.
La puerta se cerró, y yo me dejé caer en una silla. Aquello tenía que ser una pesadilla. Estaba soñando. Freya había muerto, y encima me acusaban a mí de haberla matado.
Media hora más tarde salía de la ciudad, montada en un caballo, rodeada por un grupo de guardias. Cerca del Schloss, se veían pequeños grupos de personas que hablaban en voz baja. Había una calma tensa en las calles. Volví la cabeza para mirar el Schloss. Los muros renegridos resaltaban a la luz del sol.
Dejamos atrás la ciudad y entramos en el bosque. Pasamos cerca de Marmorsaal, y seguimos adelante. Cruzamos el río, y empezamos a subir. Sería ya media mañana cuando llegamos a la Roca de Klingen. Yo la recordaba de uno de mis paseos con Freya, cuando me contó la historia de la roca y del pequeño castillo que había cerca de la cima.
En otro tiempo encerraban allí a los prisioneros y, cuando los condenaban a muerte, tenían la costumbre de darles a elegir entre arrojarse desde la roca al desfiladero que había debajo, o ser ejecutados.
Creo que debía de estar muy impresionada, porque no acababa de comprender lo que estaba pasando. Unos días antes podía correr por el bosque, ir a buscar a Conrad… y ahora me veía allí, prisionera, y acusada de haber matado a una persona a quien quería.
Había perdido a Freya, una tragedia en cualquier circunstancia, pero mucho más en aquella forma. Era incapaz de comprender la magnitud de lo que había pasado. La muerte de una persona querida, la terrible sospecha que había caído sobre mí, y el verme tan vulnerable ante los peligros que me rodeaban.
Fuimos subiendo por un camino áspero, abierto en la ladera del monte, hasta llegar a una puerta, que abrió un hombre mal encarado, con unas cejas muy espesas y que no apartaba los ojos de mí.
—¿Es ésta la prisionera? —dijo, y luego, dirigiéndose a mí—: Baje. No vamos a pasamos aquí toda la noche.
Me bajé del caballo; él lo cogió de la rienda y se puso a examinarlo con mucho interés. Apareció una mujer.
—Aquí la tienes, Marta —dijo el hombre.
La mujer me agarró del brazo y me miró la cara. Acabé de perder los ánimos al ver la expresión dura e incluso cruel que tenía.
—¡Zigeuner! —gritó, y un chico atemorizado, y con las ropas hechas jirones, acudió corriendo.
—Llévala arriba —dijo la mujer— enséñale su alojamiento.
Entré con el chico en un zaguán empedrado, y él me indicó una escalera de caracol que había al fondo. Los escalones eran muy empinados, y no había más barandilla que una cuerda.
—Por aquí —dijo el chico.
—Gracias —contesté yo, y pareció muy sorprendido.
Empezamos a subir, y a dar vueltas y vueltas, hasta llegar a lo alto de la torre. Abrió la puerta, y vi un cuarto pequeño en el que había un catre con un colchón de paja, un taburete, un jarro de agua y una palangana encima de una mesa renqueante.
Me miró con cara de lástima.
—¿Esto es todo lo que tengo? —pregunté.
Movió la cabeza. Había sacado la llave de la cerradura:
—Tengo que encerrarla —dijo con una media sonrisa—. Lo siento.
—Tú no tienes la culpa. ¿Trabajas aquí? Volvió a decir que sí con la cabeza.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Zig, porque soy gitano. Me perdí y vine aquí. Hace ya más de un año. Desde entonces, estoy aquí.
—No es un sitio muy agradable, ¿no?
—Pero hay algo que comer.
—¿Me van a dejar aquí encerrada?
—Tratarán de convencerla.
—¿Convencerme de qué?
El chico señaló la ventana.
—No puedo quedarme —dijo—. Me dejarán sin cenar. Salió del cuarto, cerró la puerta, y oí el ruido de la llave que daba la vuelta en la cerradura.
«¿Qué habría querido decir con eso de que tratarían de convencerme?».
Fui hacia la ventana y me asomé. Veía la roca que sobresalía y el despeñadero que bajaba hasta la garganta.
Me senté en la cama. Estaba todavía demasiado impresionada y desconcertada para poder pensar con claridad. Aquello se parecía cada vez más a una pesadilla fantástica. Me acusaban y me condenaban sin darme la oportunidad de defenderme. Me sentía perdida, y en un abandono espantoso.
Luego, una idea se me vino a la cabeza: «Conrad vendrá a buscarme. Se enterará de lo que ha pasado y vendrá a salvarme».
*****
El chico me trajo un poco de sopa. No pude comerla. Me miró con cara de lástima al ver que movía la cabeza y la rechazaba.
—Es mejor que coma —dijo.
—No lo quiero —contesté—. ¿Tenéis aquí a mucha gente como yo?
Dijo que no con la cabeza, y me preguntó:
—¿Qué ha hecho, fräulein?
—No he hecho nada que merezca que me traten así.
Se acercó a mí, y dijo en voz baja:
—Ha ofendido a los de arriba, fräulein. Por eso es por lo que los traen aquí.
Me dejó allí el plato y, al ver la capa de grasa que se iba formando encima del caldo, sentí ganas de vomitar. Fui a asomarme a la ventana. Montañas y pinos por todas partes, la enorme roca escarpada, y allá abajo… el fondo del barranco.
«Esto es para volverse loco —pensé—. Tiene que ser un mal sueño. Esto es lo que dicen que le pasa a uno cuando se desvía del buen camino. Por eso es por lo que han establecido tan rígidas reglas en la sociedad. Quién hubiera podido creer que yo, Philippa Ewell, una persona más bien tranquila, no demasiado atractiva, iba a convertirse en la amante de un personaje, en un país lejano, y verse luego acusada de asesinato, y traída a este castillo perdido en las montañas, a esperar que la juzguen… y la condenen por asesinato».
Lo que había ocurrido en Greystone Manor cuando sospecharon de mí por la muerte de mi abuelo no era nada comparado con aquello.
Me había desviado del estrecho camino marcado por las reglas. Podría haberme casado con mi primo Arthur, y no me habría visto nunca donde me veía ahora. Pero tampoco habría conocido nunca aquella maravillosa sensación que había experimentado con Conrad. Había decidido vivir peligrosamente, y ahora había llegado el momento de pagarlo. Me acordé una vez más del viejo proverbio español: «Haz lo que quieras, dijo Dios. Hazlo… y carga con las consecuencias».
Francine y yo lo habíamos hecho. Francine había pagado con su vida. ¿Me pasaría a mí lo mismo?
El día fue acabándose. Se hizo de noche. El chico llegó con una vela, metida en una barra de hierro. Al encenderla, el cuarto se llenó de extrañas sombras, y parecía más que nunca una celda. El chico dejó una manta encima de la cama:
—Hace frío por la noche —dijo—. Estamos en lo alto del monte, y estos muros de piedra tan gruesos no dejan entrar el calor del sol. No diga que se la he dado yo. Si le preguntan… diga que estaba aquí.
—Zig, dime, ¿quién hay aquí?
—Los viejos —contestó—. Y el Gordo, y ella y yo.
—Los viejos son el hombre y la mujer, supongo.
—Son los guardianes de Klingen Schloss. Y luego está el Gordo, es un gigante, y vendrá, si hace falta. Pero para usted, creo que no… porque es una mujer… y luego está ella, que es su mujer.
—O sea que son cuatro.
—Y yo, Zig. Yo hago el trabajo, y me gano la comida.
—¿Y quién estaba aquí antes?
—Otros.
—¿Y qué ha sido de ellos?
Sus ojos se dirigieron a la ventana.
—¿Quieres decir que los tiraron desde la roca?
—Para eso es para lo que los traen aquí.
—¿Y es eso lo que piensan hacer conmigo?
—Si no, no la habrían traído.
—¿Y quiénes son? ¿Para quién trabajas tú? ¿Para quién trabajan ellos?
—Para los de arriba.
—Ya comprendo. Tiene algo que ver con la política.
—Los traen aquí para que puedan elegir. O dar el salto o pasar por lo que tienen que pasar. Es cuando prefieren que quede en secreto, y no quieren que haya un gran juicio y todas esas cosas. Es cuando quieren que no se sepa la verdad.
—¿Qué posibilidad tengo yo de escapar de aquí? Movió la cabeza:
—Es que está el Gordo. Si lo intentase, la tiraría a la primera… y nadie volvería a oír hablar de usted.
—Zig, yo soy inocente de lo que me acusan.
—Eso es igual algunas veces —dijo con tristeza.
Luego cogió el plato y salió del cuarto. Oí que lo dejaba en el suelo, y cerraba la puerta con llave.
*****
Aquella noche en Klingen Schloss me pareció una eternidad. Tumbada en aquel colchón tan duro, traté de poner un poco de orden en mis ideas que se atropellaban unas a otras en mi cabeza.
¿Era posible escapar de allí? Lo que más deseaba era poder hablar con Conrad. ¿Me creería culpable? Eso era algo que no podía soportar. Me parecía lo peor de todo aquel terrible asunto. Sabía las ganas que tenía de casarme con él, que no podía estar conforme con la situación que me ofrecía, y que era la pobre Freya la que estaba estorbando. ¿Podría de verdad creer que era capaz de matarla?
Me imaginaba cómo se lo contaría Tatiana. Tenía todas las cosas a su favor. Me parecía estar oyéndola decir: «Si ya lo hizo otra vez. Mató a su propio abuelo. Se libró muy bien de eso, y pensó que iba a librarse otra vez. Gracias a Dios, descubrí a tiempo que era una asquerosa traidora. Y la mandé a Klingen. Pensé que íbamos a ahorramos muchos disgustos si se tiraba de la roca. Y claro, lo hizo, en cuanto se dio cuenta de que no tenía otra salida».
Pero no pensaba tirarme. Encontraría alguna forma de escapar. Tenía que ponerme a pensarlo. Por muy imposible que pareciera, algún recurso tenía que haber. Tenía que volver a ver a Conrad.
Pero si…, tenía que rechazar esas dudas. Eran más de lo que podía soportar. Pero seguían allí. Se habían oído rumores sobre él y Tatiana. ¿Qué pasaría si eran verdad? Tatiana había dicho que se había divertido a costa mía. Y yo me acordaba de lo contento que estaba, y del empeño que había puesto en convencerme para que me fuera a Marmorsaal. ¿Qué sabía yo de Conrad? Sabía que era como los dioses y héroes de su tierra; sabía que además de parecer un héroe de leyenda tenía el encanto de un príncipe moderno. Era el amante ideal que cualquier mujer pudiera soñar. ¿Era demasiado atractivo? ¿Sería por tener tanta práctica por lo que era un amante tan maravilloso?
Estaba perdiendo el tiempo con todas esas conjeturas. Lo que tenía que hacer era inventar un plan para escaparme. Si pudiera salir de allí, coger el caballo en el que había venido y huir… ¿Adónde? A casa de Daisy. ¿Decirle que me escondiera? O a casa de Gisela, o a la de Katia. Pero no me atrevía a comprometerlas a ninguna de ellas. Estaba en manos de mis enemigos, y acusada nada menos que de asesinato.
Y las pruebas contra mí podían presentarse como irrefutables. Estaba en el Schloss cuando empezó el fuego; había tenido un lío con el que iba a ser el marido de Freya, y no era imposible pensar que, de no ser por ella, podría casarme con él y, con el tiempo, convertirme en gran duquesa. En qué embrollo me veía metida, y sin poder encontrar la forma de salir de él. Por si todo eso fuera poco, me había presentado allí con un nombre falso. Dirían que era una intrigante y me declararían culpable.
¡Ay, Freya, mi querida niña, cómo podía nadie pensar que iba a hacerte algún daño! ¿Y qué hacía Conrad que no venía? Ya tenía que saber lo que había pasado. Tenía que haber sido el primero en enterarse de la muerte de Freya. Vendría. Estaba segura de que tenía que venir.
Pero no podía olvidar las palabras de Tatiana. ¿Sería posible que fuera a ella a quien quería? ¿Sería verdad que aquel episodio conmigo le había parecido «divertido»?
Pensé también en otra cosa. Él sabía por qué había ido allí, y que estaba decidido a demostrar que Francine sí se había casado y tenía un hijo. Si lo tenía, él dejaría de ser el heredero. Había dicho que eso era precisamente lo que quería. Pero ¿sería verdad?
Todas esas ideas estuvieron dando vueltas y vueltas en mi cabeza durante aquella larga y aterradora noche y, cuando empezó a verse la primera claridad del amanecer en el cielo, estaba en la ventana, contemplando la Roca de Klingen.
*****
Era la tarde del segundo día. Los minutos parecían horas.
Estaba débil, supongo que por falta de alimento, pues no había comido nada desde la noche del incendio. Estaba tan agotada, que me quedé medio dormida un momento.
Allí no subía nadie más que Zig, el chico gitano. Su presencia me proporcionaba cierto consuelo, porque veía que sentía lástima de mí. Me decía que la caída era muy rápida, y que te morías antes de estrellarte contra las rocas del fondo.
Pasé revista a toda mi vida. Todavía podía sentir el olor del mar y de las flores de la isla. Me acordaba de cómo crecían las buganvillas alrededor del estudio. Veía otra vez a Francine asegurando a los clientes que mi padre era un genio, y la enfermedad de mi madre, cuando todos habíamos pasado por aquellos momentos tan tristes; podía oír la voz de mi padre: «Es la canción de Pippa. Dios está en el cielo, y en el mundo todo marcha bien».
Y así meditaba con tristeza, esperando, viviendo en un mundo que parecía irreal, deseando que pasara el tiempo, pero con miedo de que el fin de mi vida estuviera muy cerca.
Zig se presentó con otro plato de comida, y yo lo rechacé también con el mismo asco.
—Tendría que comer para coger fuerzas —me dijo.
Me parece que cuando sacaba el plato del cuarto, se lo comía él detrás de la puerta. Pobre Zig, sospecho que le daban muy poco de comer.
¿Quién era aquella gente? Sirvientes del Graf. Tenía la costumbre de mandar allí a sus enemigos, y dejar que dispusieran de ellos.
El silencio en los montes era tan grande, que los ruidos podían oírse a una gran distancia. Por eso comprendí que se acercaba gente a caballo, aunque no pudiera verla.
Me asomé a la ventana. Venían hacia el Schloss. Era un grupo de seis personas. «Conrad», pensé. Pero no, no venía con ellos. Le habría reconocido en seguida. Habría sobresalido entre todos los demás. Al acercarse, vi que Tatiana venía a la cabeza del grupo, y los otros parecían ser guardias del Schloss.
Comprendí que eso suponía mi perdición, pues estaba segura de que Tatiana se había propuesto acabar conmigo. Me había declarado culpable y estaba decidida a que pagara el precio.
Vi que llegaban al Schloss. Les cogieron los caballos y entraron en el castillo. Yo esperé, en tensión, convencida de que Tatiana no tardaría en aparecer.
Estaba en lo cierto. Oí la llave en la cerradura, y allí la tenía, delante de mí.
—Espero que haya encontrado cómodo el alojamiento —dijo, torciendo un poco la boca.
—No creo que eso necesite una respuesta —contesté yo.
No tenía miedo. Iba a morir, pero pretendía hacerlo con valentía.
—Hemos reunido las pruebas —dijo—, y ha sido declarada culpable.
—¿Y cómo han podido hacerlo sin que yo estuviera allí para defenderme?
—No hacía falta que estuviera allí. Las pruebas son evidentes. Ha estado encontrándose con el barón en la fonda. Él lo ha confirmado. Había dicho que esperaba casarse con él, y que podría hacerlo de no ser por el compromiso que el barón tenía con Freya. No podía tener un motivo más importante. Ya lo había puesto en práctica con su abuelo. Cuando las personas le estorban, las elimina. El asesinato se castiga con la muerte.
—Todo el mundo debe tener un juicio justo. Eso es lo que dice la ley.
—¿Qué ley? Será la ley de su país. Pero ahora no está usted allí. Cuando se vive en un país, hay que acatar las leyes establecidas. Ha sido declarada culpable, y la sentencia es pena de muerte. Ahora bien, debido a las personas implicadas en él, éste no es un caso habitual, y sería muy peligroso para usted tener un juicio. Crearía una situación de gran inquietud, y podría provocar una guerra entre el país de Freya y el mío. Freya era una persona importante, y Kollenitz querrá vengar su muerte. Pedirán que la asesina les sea entregada a ellos. Por eso le ofrezco esta posibilidad.
—Me ofrece la Roca de Klingen.
—Nos ahorraría muchos trastornos… tal vez la guerra. Se tirará desde la roca, y enviaremos sus restos a Kollenitz. Quedarán satisfechos al saber que quien asesinó a la condesa ha muerto. Y tendrán la prueba de que se ha hecho justicia. Dentro de diez minutos saldremos para la roca, y hará lo que tiene que hacer.
—No voy a hacerlo —dije.
Sonrió:
—Se encargarán de hacerle cambiar de idea.
—Ya sé lo que significa eso. ¿Son órdenes suyas?
—Mías y de otros.
—¿Quiénes son los otros?
—El gran duque, el barón Sigmund, mis padres. Todos estamos de acuerdo en que es la mejor forma de hacerlo, y la más humana para usted…, aunque es posible que una asesina no merezca salir tan bien librada.
—No creo lo que dice. Creo que la idea es únicamente suya y de ninguna otra persona. —Enarcó las cejas, y yo seguí hablando—. Porque quiere deshacerse de mi lo mismo que quería deshacerse de Freya.
—Debe prepararse. Ya no tardaremos. —Después de decir eso, salió.
Yo me quedé junto a la ventana. «La muerte —pensé—. Un salto, y luego… nada. ¿Y Conrad? Si pudiera verle una sola vez… si pudiera oírle decir que me había querido de veras, y que no tenía nada que ver en todo aquello».
Pero no volvería a verle. No podría nunca saber… Estaban en la puerta. Y esta vez el Gordo venía con ellos.
Había también una mujer. Los dos tenían una cara pálida y reconcentrada, que no expresaba emoción alguna, y permanecían fríos, distantes, como si la muerte fuera algo habitual en su vida. Quizá lo era. Yo me preguntaba a cuántas personas habrían tirado desde la roca.
Me puse la capa, y empezamos a bajar las escaleras: el hombre delante, yo en el medio, y la mujer detrás de mí. El grupo estaba reunido en el hall. Aquello era mi funeral. ¿Cuánta gente puede asistir a sus propios funerales?, y todos los que estaban allí eran enemigos míos, menos Zig, el gitano, que tenía la boca un poco abierta, y me miraba con verdadera lástima.
Salimos al aire frío de la montaña. Daba gusto respirar después de haber estado encerrada. Me fijé en los edelweis blancos, y en el reflejo de los riachuelos que bajaban por las laderas del monte. Todo parecía destacar con una claridad extraordinaria. ¿O sería que lo veía yo con más claridad porque estaba a punto de dejarlo?
A Tatiana le brillaban los ojos. Me odiaba. No veía el momento de que saltara sobre el precipicio, y quedara olvidada…, lejos de su vida para siempre.
Cabalgamos un trecho, dejamos luego los caballos, y seguimos a pie hasta la cima. Allí arriba, la hierba sólo crecía en algunos sitios, y se oía el ruido de nuestros pasos al pisar la tierra.
De repente, destacándose sobre el cielo, en lo alto de la cresta, y en el mismo sitio en que tenía que ponerme yo para tirarme, apareció una figura. No se movía. Estaba quieta, viéndonos avanzar.
«Es una alucinación —pensé—. Tienes alucinaciones cuando se aproxima la muerte». Luego, me oí a mí misma gritar:
—¡Freya!
La figura no se movió. Seguía allí quieta. Tenía que ser algo irreal. Algo que había salido de mi imaginación calenturienta. Freya había muerto. Yo estaba imaginándome que la veía.
Me volví a mirar a Tatiana. Tenía la mirada fija, y estaba blanca y temblando de miedo.
De pronto, la aparición —si es que era una aparición— empezó a avanzar hacia nosotros.
Tatiana lanzó un grito:
—No… no. Estás muerta.
Luego echó a correr, y vi que luchaba por desprenderse de los brazos del Gordo.
Freya estaba diciendo:
—Anne, Anne… Iba a tirarte. Anne, ¿pero qué es lo que te pasa? ¿Crees que soy un fantasma?
Luego me abrazó con fuerza. Los sollozos sacudían todo mi cuerpo. Me sentía incapaz de hablar, incapaz de dominar mis sentimientos, incapaz de pensar en nada, como no fuera que ella estaba allí, y que me había salvado la vida.
—Anne, cálmate. No soy un fantasma. Estaba haciendo el fantasma, nada más. Si dejas de temblar, te contaré todo lo que pasa.
Dio una voz, y varios hombres montados a caballo salieron de detrás de unas peñas donde habían estado escondidos. Entre ellos estaba Gunther, que le dijo al Gordo:
—Lleva a mi hermana al Schloss. Nosotros iremos en seguida.
—Da miedo verla —dijo Freya—. Y no me extraña. Ya sabía yo que eso era lo que iba a hacer Tatiana. Tirar a Anne desde la roca. Pero vamos a llevarla allí.
No quiso decirme nada hasta que llegáramos al Schloss.
Luego me llevó a la habitación pequeña que daba al hall, y me hizo sentarme en una de las sillas, mientras ella cogía un taburete y se sentaba a mis pies.
Estábamos las dos solas, como ella había dicho que quería que estuviéramos.
—No quería que entrase nadie más ahora —me dijo—. Quería que pudiésemos hablar las dos a solas. Gunther vendrá cuando le llame.
—¡Ah, Freya! —exclamé yo—. No puedo pensar en nada más que en que estás aquí… viva, cuando nosotros creímos…
—Ahora no vayas a emocionarte demasiado. ¿Qué se ha hecho de la calma de mi institutriz inglesa? Nadie iba a hacer que me casara con quien yo no quería casarme.
—¿Te refieres a Sigmund?
—Yo tenía tantas ganas de casarme con Sigmund como él de casarse conmigo. ¿Por qué iban a obligarnos a que nos casáramos? Es una cosa ridícula. Por eso me negué a aceptado. Y Gunther me apoyó. Y los dos decidimos entonces que éramos nosotros los que íbamos a casarnos. Como jamás lo habrían permitido, la única forma de hacerlo era casándonos, y decir después: «Ya está hecho». Nadie podría impedido entonces, ni con contrato ni sin él. Nos hemos casado y hemos consumado el matrimonio, por si acaso. ¿Quién sabe? A lo mejor ya estoy enceinte. Lo considero muy probable. Así es que cómo voy a poder casarme con otro.
—Freya, Freya… vas demasiado de prisa.
—Decidimos fugamos. Estoy segura de que la Providencia se puso de nuestro lado aquella noche. Lo que hice fue coger unos cuantos vestidos, hacer un lío con ellos, y meterlos en la cama antes de salir. Luego arreglé las ropas de la cama para que pareciera que la condesa Freya estaba durmiendo allí. Eso era sólo por si a alguien se le ocurría ir a ver y daba la voz de alarma antes de que tuviéramos tiempo de alejamos lo bastante. Tatiana pensaba entrar, darme un golpe para dejarme inconsciente, y luego, prender fuego a la habitación. Lo supe en cuanto volví y me enteré de lo que había pasado… porque ella entró antes de que yo me fuera. Yo estaba junto a la ventana, con la bata puesta encima del vestido, esperando que llegara el momento de marcharme, cuando vi que se abría la puerta. Me quedé detrás de las cortinas, para poder estar hasta cierto punto escondida, y la vi acercarse a mi cama. Llevaba en la mano un hierro de la chimenea.
»Yo estaba a oscuras, porque no quería llamar la atención… sentada junto a la ventana, y esperando a que Gunther me llamara desde abajo para decir que no había moros en la costa. Pregunté en voz alta: «¿Qué quieres, Tatiana?», y se llevó un susto espantoso. Dijo que le había parecido oírme gritar. Yo le dije que no había gritado, y que qué era lo que llevaba en la mano.
«¡Ah! —Dijo—, es que ni siquiera me he parado a dejarlo. Estaba escarbando el fuego en mi cuarto, cuando me pareció oírte llamar…». Era bastante raro pero, como tenía otras cosas de que ocuparme, no pensé más en ello. Poco después, Gunther y yo estábamos ya de camino. Fuimos a buscar a un cura, y nos casó, y te digo, Anne, que eso de casarse es una cosa maravillosa, siempre que te cases con el que quieras tú.
—¡Ay, Freya! Mi queridísima Freya…
—Nada de llantos. Ya estoy aquí. Tú estás a salvo. Esa ridícula acusación ya ha terminado. No puedes acusar a una persona de asesinato si no ha habido asesinato, ¿no es verdad? Pero Tatiana intentó matarme, y lo habría hecho, si esa noche no llego a escaparme de allí para casarme. Ya ves la suerte que he tenido, Anne. Y soy tan feliz… Gunther es el marido más maravilloso, mucho mejor de lo que nunca hubiera podido serlo Sigmund. ¿Quién va a querer ser gran duquesa? Yo prefiero ser la mujer de Gunther… y pensar en los niños que vamos a tener, y que se parecerán muchísimo a él, aunque algunos también podrían parecerse a mí, porque yo no estoy mal, ¿verdad? Gunther me encuentra guapa.
—Freya, para —dije yo—. Habla en serio. ¿Ha venido Gunther?
—Estaban tratando de encontrarle para decirle lo que ha pasado. Y claro que cuando yo aparecí con Gunther se armó un lío espantoso. Todos estaban convencidos de que eras la asesina, y me enteré de que te habían sacado de allí por razones de seguridad. Puedes imaginarte la consternación que hubo cuando llegué yo. No puede haber crimen si no hay una víctima. El Graf y la Gräfin se quedaron aterrados. Ya comprenderás por qué. Pensaban que si yo desaparecía, Tatiana se casaría con Sigmund. Y entonces, llegué. Resulta que no ha habido ningún crimen… y que se habían llevado a toda prisa a alguien por razones de seguridad. Mi pobre Anne, que es incapaz de tocarme un pelo de la cabeza, y que sólo me martiriza haciéndome aprender esas horribles palabras inglesas. No podré comprender nunca por qué los ingleses no se han puesto a hablar alemán. Es mucho más fácil, y mucho más lógico.
—Freya, Freya, por favor…
—Ya lo sé. Digo tonterías. Es porque estoy muy contenta. Tengo a Gunther, y eso es maravilloso. Y te he salvado a ti. Ya sabía yo que era ella. Y comprendí por qué lo había hecho. La había pescado antes de marcharme. Sabía que había vuelto. Le dio un golpe al lío de ropas, a oscuras… No quiso llevar una luz, no. Y, cuando creyó que estaba inconsciente, prendió fuego a la cama. Luego te echó la culpa a ti. Oí decir que te habían llevado a Klingen, y entonces comprendí lo que iba a hacer. Por eso se me ocurrió hacer de fantasma. Es muy supersticiosa, y yo sabía que se iba a volver loca de miedo. Y creo que eso le pasaría a cualquiera, si se encuentra con el fantasma de una persona a quien cree que ha matado. Creo que lo hice bastante bien. Y ahora ya ha confesado… o confesará… y nosotras dos estaremos juntas.
No pude decir nada. Estaba sobrecogida de emoción.
*****
Hacía menos de una hora que estábamos en el Schloss, cuando llegó Conrad. Vino a todo correr y, cuando me vi en sus brazos, creí que iba a morir de felicidad. El paso de la desesperación más absoluta a la dicha más inimaginable fue demasiado rápido. Y, cuando se echó un poco hacia atrás, como si quisiera ver mejor mi cara para asegurarse de que era verdad que estaba allí, pensé cómo era posible que hubiera llegado a dudar de él.
Freya nos contemplaba encantada.
—Todo está bien —dijo—. ¡Y qué final tan maravilloso! Ahora ya sé lo que quieren decir con eso «y vivieron siempre felices». ¡Y pensar que todo esto ha sido gracias a lo lista que soy yo! Aunque debo admitir que Gunther tampoco ha estado mal. ¡Gunther! —gritó.
Y allí estábamos los cuatro, sonrientes, abrazados unos a otros…
Fue una reunión maravillosa. Yo sabía que habría dificultades —y nadie lo sabía mejor que Conrad— pero, de momento, nos dejamos llevar por la alegría de estar juntos, una felicidad que era aún mayor, después de la aterradora prueba por la que habíamos pasado. Conrad me contó el miedo que había sentido al llegar al Schloss y enterarse de que Freya había muerto, que me acusaban a mí, y que me habían llevado a Klingen.
Luego supo que Freya se había casado con Gunther. Fue corriendo a la roca pero, hasta que me tuvo delante de los ojos, no pudo perder el miedo a llegar demasiado tarde.
— Y lo habría hecho, a no ser por Freya.
—Freya —dijo Conrad—, ¿cómo voy a poder agradecértelo?
Freya estaba radiante, haciendo el papel de diosa benéfica, que tanto le había gustado siempre.
—No sé por qué tengo que ser tan buena contigo, cuando has preferido a otra —dijo con una cara muy seria.
—Pero tú me has dejado plantado —contestó Conrad—. Te fugaste, y se acabó.
—Eso no es nada comparado con lo que has hecho tú conmigo. Enamorarte de mi institutriz inglesa. Pero no te apures. Te lo perdono, porque a mí también me gusta muchísimo. Y ahora voy a tener que llamarte Philippa, que es un nombre que me suena muy raro. No sé cómo voy a poder arreglármelas.
¡Mi querida Freya! Era incapaz de ver más allá del momento presente, pero, como era un momento tan feliz, es posible que hiciera muy bien en no pensar en otra cosa.
Conrad, más tarde me dijo:
—Tenemos que imitar a Freya. Buscar a un cura para que nos case.
—Sigues siendo el heredero del gran duque.
—Pero ya no estoy comprometido con Freya. Se necesitarán dispensas y todas esas cosas, pero ella ha roto el compromiso de forma irrevocable. Ahora puedo casarme a mi gusto.
—Pero es posible que al pueblo no le guste.
—Pues tendrán que aceptado o desterrarme.
—Es mucho lo que te juegas.
—Me juego la felicidad para el resto de mi vida, si no aprovecho esta oportunidad.
Fuimos al Marmorsaal con Freya y con Gunther, y encontramos allí a un sacerdote que nos casó.
—Ya está hecho —dijo Conrad, riéndose—. Ya no podemos volvernos atrás.
—Espero que no lo lamentes nunca.
Gunther y Freya volvieron a la ciudad con nosotros, y pudimos entrar tranquilamente en el Grand Schloss. Una vez allí, fui presentada al gran duque, y Conrad le dijo que nos habíamos casado. Freya y Gunther estuvieron con nosotros, y los cuatro nos pusimos delante del anciano.
Nos bendijo, aunque no cabía duda de que la situación le parecía muy inquietante. Era una forma de comportarse muy poco ortodoxa.
Con una sonrisa, y mirando a Conrad con verdadero cariño, dijo:
—Ya veo que voy a tener que vivir un poco más para que vayan haciéndose a la idea.
Luego me miró a mí, con aire más serio, y dijo:
—Sé que te han acusado sin razón, y sé también que ha habido una larga amistad entre los dos. Vas a llevar ahora un género de vida en el que encontrarás muchas dificultades. Espero que el amor hacia tu esposo te ayude a sobrellevarlas.
Le besé la mano y le di las gracias. Me pareció que era un hombre amable y encantador.
Después, hablé con Conrad.
Me dijo que su tío comprendía la situación, porque él ya se la había explicado. La ambición de Tatiana era llegar a ser gran duquesa, y había tratado de satisfacerlo a través del matrimonio. Había dos personas que le estorbaban: Freya y yo. Por eso había planeado deshacerse de las dos al mismo tiempo. Su familia sabía lo que había pasado en Inglaterra, porque ellos eran la cabeza del grupo que quería eliminar a Rudolph y poner en su lugar a Sigmund.
—Siempre hay intrigas de ésas en estas pequeñas naciones y principados —dijo Conrad—. Yo siempre he creído que lo mejor sería unirlos todos para formar un gran país…, un gran imperio. Seríamos más prósperos, una potencia mundial. De esta otra forma, no hacemos más que pelearnos unos con otros. Hay sociedades secretas y continuas intrigas. Nadie puede acusar a una sola persona de la muerte de Rudolph. Aunque, desde luego, podría haberla llevado a cabo un asesino a sueldo.
—Quizá el hermano de Katia.
—Es probable. Le tenían cerca, y parece natural que le eligieran a él. Pero ¿quién puede asegurarlo? Y, en cualquier caso, no se le podría acusar de asesinato, porque lo que hacía era seguir instrucciones, como hace un soldado. Tu hermana murió parque dio la casualidad de que estaba allí. No había nada contra ella… a menos que tuviera un hijo al que pudiera presentar. Eso debió de ser lo que pasó. Y lo mismo podría pasamos a nosotros. Pippa, ¿has pensado en la clase de vida en que vas a meterte? Aquí se vive en peligro. Esto es una cosa muy distinta de ese pueblo inglés tuyo, en donde la mayor preocupación es que toquen a muerto en la iglesia, o saber a quién van a elegir para la junta de la parroquia.
—Sé muy bien lo que estoy haciendo. Francine lo sabía también. Es lo que quiero, y no lo cambiaría.
—Hay otra cosa —dijo Conrad—. Es posible que al pueblo no le guste nuestro matrimonio. Kollenitz no puede oponerse, porque fue Freya quien rompió el contrato. Pero la gente de aquí…
—Habrían preferido que te casaras con Tatiana.
—Ahora no…, porque me imagino que Tatiana ya no saldrá del convento. La llevarán allí para que recobre la salud, y dirán que lo necesita. Es muy probable que tome el velo. Es lo que suele ocurrir en estos casos. Siempre ha sido una persona desequilibrada. Ahora creo que ha perdido la razón. Es posible que la recobre, y entonces ya no querrá otra vida que no sea la del convento. En cuanto a nosotros… tenemos que esperar, Pippa. Tendremos que celebrar otra boda…, una boda con festejos en las calles. Lo siento, pero no olvides que te has casado conmigo. Tienes que contar con ellos. Yo creo que con el tiempo llegarán a quererte. ¿Qué otra cosa van a hacer? A lo mejor, hasta les parece muy romántico. La gente es así. A Freya ya la han perdonado. Cuando pasó por las calles, la aclamaron y le echaron flores. Freya siempre les ha gustado.
—Lo comprendo perfectamente. Freya es encantadora, joven, espontánea y natural.
—A Gunther también le quieren. La realidad es que les gustan las historias de amor, y eso de que ella se fugase con el hombre a quien quería les ha entusiasmado… como tendrá que entusiasmarles lo nuestro.
—Conrad —le pregunté— tú no quieres dejar esto, ¿verdad? Significa mucho para ti… este país…
Vi en sus ojos una mirada soñadora, perdida.
Se había criado allí. Aquello era lo suyo. Tenía que acostumbrarme a aceptarlo.