La suerte estaba de mi parte.
A primera hora de la tarde, Freya vino a verme: Tenía cara de malhumor. El Graf y la Gräfin querían que ella, Tatiana y Gunther fueran a visitar al gran duque.
— ¿Y por qué le molesta eso tanto? —pregunté yo.
—Quería ir a dar un paseo a caballo con usted.
—Puede hacerlo en otro momento.
—Pongo en duda que le veamos, y siempre tenemos que andar con estas ceremonias. ¡Cuánto me gustaría no tener que ir!
—Terminarán en seguida.
—Espero que Sigmund esté allí.
—Pues se alegrará de verle, supongo.
Hizo una mueca.
Los vi marchar, e inmediatamente me fui a las cuadras. Disponía de una tarde libre y, al poco tiempo, cabalgaba por el bosque hacia el pabellón de caza, y luego hacia la casa que había descubierto.
La mujer estaba en el jardín. La reconocí en seguida, le di las buenas tardes, y pregunté por dónde se iba a la ciudad, aunque lo sabía perfectamente.
Vino hasta la cerca, se inclinó sobre ella, y me indicó la dirección. Yo quería seguir hablando, y dije:
—Este bosque es muy bonito.
Dijo que sí que lo era.
—¿Y no es un sitio muy solitario para vivir? —le pregunté.
—A mí no me lo parece. Tengo mucho que hacer. Llevo la casa de mi hermano.
—Viven aquí los dos solos… —comenté, pero con miedo de que me encontrara demasiado curiosa e impertinente—. Nosotros dos, la muchacha, y mi hijo pequeño.
No había hablado para nada de un marido, y mi mente vio toda suerte de posibilidades.
—He pasado por delante del pabellón —comenté—. Parece abandonado.
—Sí, ahora está abandonado.
Tenía una expresión franca y abierta, y era una mujer simpática. Era posible que tuviera ganas de charlar conmigo porque debía de ver a muy poca gente.
—¿Está de visita aquí? —preguntó.
—No exactamente de visita. Estoy empleada en el Schloss.
—¡Ah! —Pareció interesarse—. Mi hermano trabaja allí… para el Graf.
—Yo estoy allí como institutriz inglesa de la condesa Freya.
Eso no pareció interesarle demasiado:
—Sí, he oído decir que había una señorita inglesa. Y ha salido a dar un paseo a caballo y se ha perdido.
—No es difícil perderse en el bosque.
—No, no hay sitio en el que sea más fácil perderse. Pero no está lejos. Si vuelve al pabellón de caza, y sigue el sendero que hay, llegará en seguida a la casa del pabellón, y allí hay un camino. Desde ese sitio ya puede ver la ciudad.
—Entonces ya sabré dónde estoy. El pabellón parece un sitio interesante, pero bastante triste.
—Sí, claro, ahora ya no lo usan nunca.
—Parece sólo una ruina de lo que debió de ser un edificio muy bonito.
—¡Huy, sí! En otros tiempos lo usaban mucho cuando venían a cazar. Tiene que tener cuidado cuando ande por el bosque. Lo que más abunda son los ciervos, pero a veces se encuentra algún jabalí.
—Me pareció ver una tumba… por la parte de atrás del refugio.
—Sí, hay una tumba allí.
—Me ha parecido raro encontrar allí una tumba. No sé por qué se les ocurriría enterrar a una persona allí en lugar de hacerlo en el cementerio.
—Creo que tuvieron motivos para hacerlo.
Esperé un poco pero, como no parecía dispuesta a decir nada más, añadí:
—Parece que está muy bien cuidada.
—Sí. Yo me ocupo de cuidarla. No me gusta verla invadida por las hierbas. Creo que ninguna tumba debería estarlo. Da la impresión de que nadie se acuerde de la persona que está enterrada allí.
—¿Era amiga suya?
—Sí —dijo—. Pero tiene que perdonarme. Estoy oyendo al niño. Ya se ha despertado de la siesta. No le será difícil encontrar el camino. Buenas tardes tenga usted.
Pensé que no había sabido aprovechar la ocasión. No había descubierto nada, salvo que había conocido a Francine y había sido amiga suya.
Pero podía volver a verla. Y por lo menos había abierto un camino donde hasta entonces no parecía haber nada.
*****
Al atravesar la ciudad, pasé ante la fonda en la que un día alquilara un caballo, y decidí sentarme un rato en el Biergarten. Dejé el caballo en el establo, y entré. Tenía ganas de hablar con alguien, y la dueña había sido muy amable conmigo.
Se acordaba muy bien de mí y, cuando me trajo mi tanque de cerveza —una especialidad de Bruxenstein—, me lo dijo. Se quedó allí conmigo, y no me fue nada difícil retenerla.
Le dije que ahora estaba trabajando en el Schloss.
—He oído decir que la condesa tenía una señorita inglesa para enseñarle a hablar el idioma —me dijo.
—Pues soy yo —contesté.
—¿Y le gusta?
—Mucho. La condesa es encantadora.
—Es muy popular, y el barón también. No me extrañaría que adelantasen la boda. Supongo que todo depende del gran duque. Si recobra la salud, me imagino que las cosas seguirán igual que antes.
Dije que era de la misma opinión, y comenté luego lo bonito que era el bosque.
—Nuestros bosques son muy famosos, y hay canciones y leyendas sobre ellos. Dicen que allí puede ocurrir cualquier cosa. Viven enanos, duendecillos, gigantes, y los antiguos dioses, que algunos aseguran que están todavía allí…, y hay personas que tienen la virtud de poder verlos.
—Pero tiene que dar un poco de miedo vivir en el corazón del bosque. Hoy he pasado por un sitio.
—¿Por el pabellón?
—Sí, vi el pabellón al pasar, pero a lo que yo me refería era a una casa… una casa pequeña que hay en el bosque, cerca del pabellón. No sé quién vivirá allí.
—Ya sé la que quiere decir. Ésa debe ser la casa de los Swartz.
—Vi a una mujer en ella, y le pregunté el camino.
—Sería Katia.
—¿Tiene un niño pequeño?
—Sí. Rudolph.
—¿Y su marido trabaja para una de las familias del Schloss?
—No tiene marido.
—¡Ah!… ya comprendo.
—Pobre Katia. Lo ha pasado muy mal.
—Es una pena, porque ella parecía simpática. Yo, la verdad es que la encontré encantadora.
—Sí, y lo es. La vida ha sido muy dura con ella. Pero ahora tiene al niño y está loca con él. Es un niño muy hermoso.
—Sí, vi también a un niño. ¿Un niño de unos cuatro o cinco años?
—Sí, eso será más o menos el tiempo que ha pasado desde entonces. Un asunto bastante misterioso.
—¿Por qué?
—Bueno, quién sabe lo que pasa en estos casos. Pero también esa parte del bosque… teniendo en cuenta lo que pasó en el pabellón, parece que no es un sitio que traiga muy buena suerte.
—¿Se refiere al asesinato?
—Sí. Eso sí que fue horrible. Algunos dicen que fue por celos, pero yo nunca me lo he creído. Fue alguien que quería quitar de en medio a Rudolph para que Sigmund pudiera ocupar su sitio.
—Pero no querrá decir que Sigmund…
—¡Huy, no, calle! Todo esto es un misterio… y ahora ya un misterio que pasó hace mucho tiempo. Más vale olvidarse de ello. Me han dicho que Sigmund tiene todo lo que hace falta para ser un buen duque. Es fuerte, y eso es lo que necesitamos. Pero escuche. —Inclinó la cabeza a un lado—. Me parece que van a pasar por aquí.
—¿Quién?
—El Graf y la Gräfin, con Sigmund y la condesa. He oído decir que esta tarde iban a visitar al gran duque. Sigmund los escoltará hasta el castillo. Voy a asomarme a verlos.
—¿Puedo ir con usted?
—Naturalmente.
Estuve con ella y con otras personas que se agolpaban en la puerta de la fonda, y el corazón se me saltaba de orgullo y temor al verle. Estaba soberbio, montado en su caballo blanco, respondiendo a las aclamaciones del pueblo. Y junto a él iba Freya, con la cara sonrosada, los ojos brillantes, y muy guapa. Se notaba que la gente la quería.
—Preciosa —oí decir a alguien—. ¿No es verdad que es una preciosidad?
Pasaron luego el Graf y la Gräfin, con Gunther y Tatiana. Iban también algunos guardias a caballo, muy vistosos con sus uniformes azules y color marrón, y plumas azules en los cascos de plata.
Mientras los veía pasar, volví a acordarme de lo desesperada que era mi situación, y comprendí que no podía haber sitio para mí en la vida de Sigmund. Tendría que ser su amante…, vivir a escondidas, y esperar a que tuviera un momento para ir a verme. Y si teníamos hijos… ¿qué iba a ser de ellos?
No podía hacer eso. Tenía que marcharme.
«¡Ay, Francine! —Pensé—, ¿fue esto lo que te pasó a ti?».
Cuando llegué a mi habitación, uno de los criados estaba esperándome en la puerta.
—Tengo una nota para usted, fräulein —dijo—. Me mandaron entregársela en propia mano.
—Muchas gracias —dije.
Hizo una inclinación y se fue.
Antes de abrirla, ya sabía de quién era. Estaba escrita en papel azulado, y con el escudo de los leones y las espadas cruzadas que ya había visto otras veces. Venía escrita en inglés.
Amor mío:
Tengo que verte. Quiero hablar contigo. No puedo soportar que estés tan cerca y, sin embargo, tan lejos de mí. No puedo esperar a mañana. Necesito verte esta noche. Hay una fonda que está justo debajo del Schloss. Se llama El Rey del Bosque. Estaré esperándote. Te espero a las nueve. A esa hora ya habrás cenado y podrás escaparte.
C.
El Rey del Bosque. Ya la había visto. Estaba muy cerca de las puertas del Schloss. ¿Podría ir? Me parecía que sí. Podía inventar un dolor de cabeza, retirarme pronto, y escapar. Pero iba a ser una imprudencia. Lo mismo que si hubiera estado en el Grange. No debía ir. Pero pensé que estaría esperándome. Tendría un gran disgusto. La gente que era como Conrad y Freya estaba acostumbrada a hacer siempre lo que quería. Había que enseñarles que eso no siempre era posible. Pero a pesar de todo… quería ir.
Me decía a mí misma que no debía hacerlo. Pero era imposible enviarle una carta. ¿Cómo iba a pedirle yo a alguien que llevara una nota al barón Sigmund?
Decidí que tenía que ir y hacerle comprender que no podía volver a verle. Tenía que dejar el Schloss. Podía irme a casa de Daisy.
Pero eso estaba muy cerca. Iría a buscarme. No. Lo mejor era ir a reunirme con él y decirle que no podíamos volver a vernos.
No me fue nada difícil salir del Schloss. Freya estaba un poco absorta.
Le había gustado pasar por las calles de la ciudad con Sigmund y oír las aclamaciones de la gente. Cuando le dije que me gustaría retirarme pronto porque tenía dolor de cabeza, se limitó a contestar:
—Que duerma bien, Anne. Es posible que yo también me acueste pronto.
Gracias a eso, pude salir sin grandes inconvenientes.
Conrad estaba esperándome fuera, y antes de que llegara a la fonda ya había salido a mi encuentro. Iba vestido con una capa oscura y un sombrero negro, como cualquier hombre de negocios que está de viaje pero, aunque había visto a muchos hombres vestidos exactamente igual que él, seguía encontrándole mucho más distinguido.
Me cogió del brazo y dijo:
—He encargado una habitación en la que nadie podrá molestarnos.
—Yo he venido a decirte que tengo que marcharme.
No contestó, pero me apretó el brazo un poco más que antes.
Entramos en la fonda, y subimos por la escalera de atrás. Yo pensé: «Así va a tener que ser siempre… siempre a escondidas». Y de repente, no me importó lo más mínimo. Le quería y sabía que nunca podría ser feliz lejos de él. ¿Cómo era esa vieja frase española? «Haz lo que quieras, dijo Dios. Hazlo… y carga con las consecuencias».
Era una habitación pequeña, pero la luz suave de las velas le daba un ambiente especial, un toque romántico; claro que quizá eso fue lo que me pareció a mí porque estaba allí sola con él.
Me echó hacia atrás la capucha de la capa, y me soltó las horquillas del pelo, que se alborotó con tanta facilidad como siempre.
—Pippa —dijo—, por fin. He estado pensando en ti…, soñando contigo, y ahora ya estás aquí.
—Si no puedo quedarme. Sólo he venido a decirte… Sonrió y me quitó la capa.
—No —dije, tratando de mostrarme firme.
—Sí —contestó—. Si ya sabes que esto es una cosa preparada. No puedes evitarlo. Pero has vuelto, Pippa… y ya no nos separaremos nunca.
—Tengo que irme —insistí—. No debía haber venido. Creí que querías hablar conmigo.
—Quiero hacerlo todo.
—Escucha. Tenemos que ser razonables. Ahora es distinto. La otra vez yo no sabía quién eras. Me vi arrastrada. Era muy inocente…, muy inexperta. Nunca había tenido un amante. Creí que íbamos a casarnos y vivir… como viven los que se casan. Era tan tonta como para creérmelo. Pero ahora todo es muy distinto. Esto es una cosa que está mal, y yo sé que lo es.
—Amor mío, todas esas cosas se han inventado por conveniencia de la sociedad…
—Y eso no es todo —le interrumpí—. Está también Freya. Le he cogido cariño. ¿Qué pensaría si nos viera en este momento? Está mal… muy mal… y tengo que irme.
—No lo permitiré.
—Soy yo quien tiene que decidirlo.
—No puedes ser tan cruel.
—Comprendo que yo siga siendo muy ingenua, y que tú te has visto ya en muchas situaciones como ésta…
—No he querido a nadie hasta ahora. ¿No te basta con eso?
—¿Es verdad?
—Lo juro. Te quiero y te querré siempre… y a nadie más que a ti.
—¿Cómo puedes saber lo que vas a sentir en el futuro?
—Lo supe nada más verte. ¿Tú no?
Vacilé un momento, y luego dije:
—Es posible que yo supiera que iba a pasarme eso, pero tu caso es muy distinto. Si me fuera, me olvidarías.
—Nunca.
—Habría muchas mujeres en tu vida para hacerte olvidar o que pudieras sentir por una sola que te había rechazado.
—No quieres entenderlo. Si de mí dependiera, estaría dispuesto a dejarlo todo.
—Todos los gritos y las aclamaciones. Eso significa algo para ti. Te he visto. Estaba delante de la fonda cuando pasaste con Freya. Y te vi. Vi cómo sonreías. Vi lo que os quería la gente, a los dos, y sé lo contento que estabas. Es algo que sabes hacer muy bien porque significa mucho para ti.
—Hasta cierto punto me han educado para eso —dijo—. Pero nunca pensé que fuera a ocurrirme a mí, porque ya estaba Rudolph. Yo no era más que una rama del árbol. De haber vivido Rudolph… Pero, amor mío, ¿para qué estamos hablando de esto? Vamos a disfrutar de la vida lo mejor que podamos.
—No. Yo tengo que irme. Volveré a Inglaterra. Creo que eso es lo mejor. Iré a casa de mi tía Grace e intentaré… Tiró la capa y me abrazó:
—Pippa —dijo—, yo te quiero, y tenemos poco tiempo… por ahora. Pero vamos a estar juntos durante toda la vida.
— ¿Y la vida tuya… y la de Freya… qué?
—Ya inventaré algo. Por favor, amor mío, seamos felices… ahora.
Mis labios decían que no, pero todo mi cuerpo gritaba sí, sí. No podía resistirme a él, y él lo sabía y yo lo sabía también.
No hay excusa ninguna, y tampoco trato de buscarla. El amor nos arrastraba. Y ninguno de los dos podíamos pensar en nada, como no fuera que estábamos juntos y solos en aquella habitación.
Y fue lo mismo que había sido en el Grange. No había nada más que nuestro amor y la necesidad que teníamos el uno del otro. No pude resistir más, y me encontré en sus brazos, medio llorando, medio riendo, transportada de felicidad, y rechazando toda preocupación o toda idea de culpa que pudiera ocurrírseme.
Luego estaba en sus brazos, tumbada y quieta, mientras me iba pasando los dedos por la cara como si fuera un ciego.
—Quiero conocer tan bien todas las partes de tu cuerpo que puedan llegar a ser una parte de mí mismo —dijo—. Tengo que quedarme con tu imagen para cuando no estés conmigo. Ya he encontrado una casa para nosotros. No está lejos de la ciudad… en el bosque, y es una preciosa casita, que será la nuestra.
Caí de golpe a la tierra, desde las alturas del Olimpo, al imaginarme el refugio de caza, oscuro, lóbrego, cercado por los fantasmas.
—Está al oeste de la ciudad —continuó Conrad. Quería decir que la ciudad quedaría entre nosotros y el refugio de caza—. Te la enseñaré y la convertiremos en nuestra casa. Yo iré siempre que me sea posible, Pippa. Y Dios sabe lo que me gustaría que pudiera ser de otra manera.
—No lo haré nunca —dije yo—. No puedo hacerlo. Estoy muerta de vergüenza. No puedes imaginarte lo que es estar con esa niña… esa pobre niña. Le he cogido cariño.
—No olvides que a quien quieres es a mí. Nadie tiene que interponerse entre nosotros.
—Pero no puedo seguir con Freya… después de esto.
—Pues ven a nuestra casa del bosque.
—Tengo que pensarlo. No puedo decidirme. No sé qué iba a poder decirle. ¿Qué pensaría ella? Será tu mujer y yo seré tu amante.
—No es eso —dijo Conrad.
—Pues no sé qué otra cosa pueda ser. Yo no me veo capaz de hacerlo. No. Con Freya, no. Ahora mismo, me encuentro despreciable. El otro día, que estuvo muy cariñosa conmigo, me dio un beso, y yo se lo devolví. Pero luego me quedé horrorizada… Estaba diciendo que era su amiga, y traicionándola, al mismo tiempo. Pensé, había sido el beso de judas. No, será mejor que me vuelva a Inglaterra. Podría irme a casa de tía Grace, buscar algo, y emprender una nueva vida… en algún sitio que esté bien lejos de Greystone Manor.
—Vas a quedarte aquí. No permitiré que te vayas.
—Soy libre. No lo olvides.
—Nadie es libre cuando está enamorado. Tú también estás atada, amor mío. Nos pertenecemos el uno al otro para el resto de nuestra vida… Acéptalo, y verás que es lo único que se puede hacer.
—Lo único que puedo hacer yo es marcharme.
—Eso es inaceptable para mí… y para ti. Si yo fuera libre para casarme contigo, sería el hombre más feliz de la Tierra.
—No hay forma de solucionarlo.
—A menos que descubramos que hay otro heredero. Si Rudolph se hubiera casado…
—Se casó.
—Sí, la partida del registro. No estaba allí. La buscamos, y no estaba. Si tuviéramos la prueba de que se había casado, y de que había un heredero. Si pudiéramos presentar a ese heredero y decir: «Éste es el que va a gobernar a Bruxenstein en caso de que muera el gran duque».
—Pero no sería más que un niño.
—Los niños crecen.
—¿Y qué sucedería entonces? Me imagino que habría una regencia.
—Sí, algo por el estilo.
—¿Y serías tú el regente?
—Supongo que eso sería lo pertinente. Pero yo sería libre. Kollenitz no querría una alianza con un regente. Me atrevería a decir que lo que querrían sería que Freya se casara con el heredero.
—Pero la diferencia de edad haría que fuera imposible.
—No se preocuparían demasiado por semejante detalle. Por razones de estado se han celebrado matrimonios aún más incongruentes. Imagina que ella le llevara diez años, eso no se consideraría un obstáculo Después de todo, yo tengo ocho años más que Freya. Pero estamos perdiendo el tiempo con suposiciones muy alejadas de la realidad. Tenemos que aceptar lo que hay. Yo tendré que pasar por ese matrimonio con Freya. Y tendré que dar un heredero. Cuando lo haya hecho… habré cumplido con mi deber. Pero no voy a dejarte ir, Pippa… nunca, nunca, nunca. Si escapas, iré a buscarte. Daré una batida por toda Inglaterra…, recorreré el mundo entero para traerte aquí otra vez.
—¿En contra de mi voluntad?
—Pippa, querida Pippa, no sería contra tu voluntad. Toda tu resistencia se desmoronaría en cuanto estuviésemos juntos. ¿No lo hemos comprobado ya dos veces?
—Lo que sé es que soy débil…, tonta…, inmoral…
—Eres dulce, cariñosa y adorable.
—No tienes derecho a tentarme.
—Tengo derecho a un verdadero amor.
—¡Qué tonta soy! Casi te creo.
—Eres tonta porque no me crees del todo.
—¿Entonces es verdad?
—Ya lo sabes.
—Creo que sí que lo sé. Somos dos personas atrapadas en una situación anormal. Yo no sé si esto le habrá ocurrido antes a alguien.
—Le ocurrió a tu hermana —dijo Conrad—. No era exactamente lo mismo, pero Rudolph no habría podido casarse con ella.
—¿Por qué no?
—Porque estaba destinado a casarse con Freya.
—Pero él no había pasado por esa ceremonia del compromiso que era lo mismo que haberse casado.
—Eso es verdad. Pero sabía que no podía casarse sin la aprobación de los ministros del gran duque. Pippa, olvídate de eso. Saca lo que puedas de lo que tenemos. Yo te aseguro que va a ser mucho.
—Tengo que irme ya. Es tarde.
—Pero tienes que prometerme que volveremos a vernos pronto. Quiero enseñarte la casa que vamos a tener. Y quiero que vengas aquí mañana por la noche. ¿Lo harás?
—No puedo. ¿Cómo voy a poder salir cuando me apetezca? Lo notarán. Freya sospechará algo.
—Yo estaré aquí mañana a la misma hora. Pippa, por favor, ven.
Me vestí, y Conrad me acompañó casi hasta las puertas del castillo. Los guardias me miraron extrañados, y yo habría querido poder acallar la felicidad exultante que me inundaba y hacía desaparecer mis temores.
*****
No sabía lo que iba a hacer cuando me encontrase con Freya. Si hablaba de Sigmund, iba a tener mucho miedo de traicionarme a mí misma. Era muy observadora y me conocía muy bien. Estaba segura de que notaría que había pasado algo.
Pero Freya había cambiado también mucho desde que llegamos al Schloss. Parecía haberse hecho mayor, más reservada, como si sólo pensara en ella misma. Yo creía que antes habría notado inmediatamente que mi conducta era un poco anormal.
Fräulein Kratz también había observado el cambio de su alumna.
—En las clases está completamente distraída —se lamentó—. Yo creo que eso de venir aquí, y ver otra vez al barón, y comprender lo que la espera en el futuro le ha trastornado la cabeza.
—Es más que suficiente para trastornarle la cabeza a cualquiera.
—No hay forma de que se concentre en una cosa durante cierto tiempo, y suprime lecciones continuamente. Es muy duro tener que imponer la autoridad. ¿Qué le parece a usted, fräulein Ayres?
—En mi caso es muy distinto. No se trata de dar una clase. Lo único que hacemos es hablar en inglés. No tenemos que sentarnos y ponernos a estudiar unos libros, aunque a mí me gusta que lea en inglés.
—Supongo que tiene una que resignarse.
—Yo lo haría y, en cualquier caso, así tiene un poco más de tiempo libre.
Ella confesó que eso era verdad, y yo tuve también que hacerlo, con mucho gusto por mi parte, aquella misma tarde.
Vi un momento a Freya en la comida de mediodía. Estaba muy guapa, con un traje de montar azul marino que resaltaba mucho su belleza.
—Esta tarde voy a ir a dar un paseo a caballo —me dijo—. Supongo que usted querrá hacer lo mismo o ir a la ciudad.
—Como mejor le parezca, por supuesto.
—No, si no es eso. No puedo ir con usted. Tengo que ir con Tatiana y con Gunther.
El corazón me dio un brinco de alegría porque eso me permitía hacer otro plan por mi cuenta.
—Espero que lo pase bien —dije.
—Siento que no pueda venir con nosotros.
—Ya lo comprendo. Que se divierta.
Me echó los brazos al cuello:
—Páselo bien esta tarde, querida Anne.
—Me divertiré.
—Y hablaremos mucho en inglés… mañana, o al día siguiente.
Fui a mi habitación y me puse el traje de montar. A primera hora de la tarde salía para el bosque.
El plan se me había ocurrido al despertarme por la mañana. Quería ir a ver la mujer que cuidaba la sepultura de Francine. Estaba convencida de que sabía algo y, si lo sabía, tenía que encontrar la forma de averiguarlo. El niño me tenía muy intrigada. ¿Y por qué no? Era una suposición que tenía muy poco fundamento pero, había un detalle significativo, se llamaba Rudolph. ¿Quién iba a hacer que un niño de cuatro años se arrodillara ante la tumba de una desconocida? ¿Sería aquel Rudolph el niño de quien me había hablado Francine? Si podía demostrar que Francine se había casado de verdad, si podía encontrar a su hijo, entonces ese niño sería el heredero del ducado. Sería un heredero más directo que Conrad. Ahora comprendía que al venir a Bruxenstein para aclarar el enigma de la vida y la muerte de mi hermana, podía estar encontrando también la solución de mi propio problema.
Quizá mi imaginación iba demasiado de prisa; es posible que tendiera a simplificar demasiado las cosas. Lo único que podía hacer era probar; y estaba dispuesta a intentarlo con toda la ingenuidad que tenía.
Mientras cabalgaba por el bosque hacia el refugio de caza, después de haber pasado la casa de Gisela, iba pensando en la noche anterior, en Conrad, y en aquel amor irresistible que nos consumía a los dos y nos impedía darnos cuenta de ninguna otra cosa. ¿Cómo podía yo, que siempre me había considerado una persona bastante honrada, mantener tan apasionado enredo con el futuro marido de mi alumna? No podía entenderme a mí misma. Me parecía que era una persona distinta de la Philippa Ewell que había conocido toda la vida. Lo único que sabía era que necesitaba estar con él; tenía que seguir adelante; lo que más deseaba era complacerle y estar siempre con él.
Até el caballo en el sitio de costumbre, di la vuelta al refugio de caza y pasé por la sepultura de Francine para ir a casa de Katia.
Al llegar a la zona más espesa del bosque, nada más pasar el refugio de caza, oí los cascos de un caballo. Me aparté un poco, porque el camino era bastante estrecho, y esperé a que pasaran el caballo y su jinete.
Era un hombre, y me extrañó que su cara me resultase familiar.
Me miró al pasar a mi lado. Llevaba al caballo al paso, pues no podía galopar por aquella senda. Inclinó la cabeza para saludarme, y yo contesté. Luego seguí andando, y peguntándome dónde podría haberle visto antes. En el Schloss entraba y salía mucha gente. A lo mejor él estaba empleado allí.
De todas maneras, tenía demasiadas cosas en la cabeza para perder el tiempo pensando en un desconocido. Llegué a la casa. Parecía tranquila. Abrí, a propósito, la puerta de la cerca. Me encontré en un pórtico en el que había varios tiestos con plantas. Vi un aldabón en la puerta, y llamé.
Silencio, y luego el ruido de unos pasos. La puerta se abrió y apareció Katia. Me miró sorprendida, y tardó un momento en ver que era la mujer que había preguntado por el camino.
Yo ya había pensado lo que iba a decir, y lo dije:
—Quisiera saber si puedo hablar con usted. Tengo que preguntarle una cosa muy importante. ¿Me permite que lo haga?
Parecía bastante desconcertada, y yo continué:
—Haga el favor…, es muy importante para mí.
Dio un paso atrás y abrió la puerta del todo:
—Ya la he visto a usted antes —dijo.
—Sí, el otro día. Pregunté una dirección.
Ella sonrió:
—¡Ah, sí!, ya me acuerdo. Pase, por favor.
Entré en el vestíbulo, y observé lo limpio y pulido que estaba todo. Abrió una puerta, y entramos en un cuarto, sencillo, pero agradable y bien amueblado.
—Haga el favor de sentarse —dijo.
Lo hice, y continué hablando.
—Comprendo que puede parecerle una cosa muy extraña. Pero tengo un gran interés por la tumba de esa señora a quien mataron con el barón Rudolph.
Se quedó un poco asustada.
—¿Y por qué me lo pregunta a mí?
—Porque usted la conocía. La quería. Cuida su sepultura. Lleva al niño allí, y se ve que la respetaba.
—Yo llevo conmigo al niño porque no puedo dejarle solo. Ahora está durmiendo. Es el único momento que tengo para hacer algo en la casa.
—Por favor, hábleme de su amistad con esa señora a la que mataron.
—¿Puedo preguntarle por qué le interesa tanto?
Entonces fui yo la que vaciló. Pero luego de repente me decidí, porque veía que era la única forma en que podía tener alguna esperanza de averiguar algo de lo que tanto deseaba saber:
—Era mi hermana.
Se quedó verdaderamente pasmada. No hacía más que mirarme con cara de asombro. Yo esperé a que se decidiera a hablar y, por fin, dijo:
—Sí, ya sabía que tenía una hermana… Pippa. Hablaba de ella… con tanto cariño.
Esas sencillas palabras me emocionaron tanto, que noté que me temblaban los labios y se me atropellaban las palabras:
—Entonces, lo comprenderá. Sabrá por qué necesito…
Vi en seguida que no habría descubierto nada importante de no haberle dicho quién era, porque la relación que existía entre nosotras había cambiado de repente.
Seguí hablando:
—La vi cuidando la sepultura. Vi que usted y el niño se ponían de rodillas. Y entonces comprendí que había querido a mi hermana. Por eso me decidí a hablarle.
—Yo no creí que fuera verdad que se había perdido. Sabía que tenía que haber algo más —dijo ella.
—Yo creo que mi hermana sí que estaba casada con Rudolph.
Bajó los ojos:
—Dijeron que no lo estaba. Dijeron que ella era su amante.
—Pero, a pesar de todo, hay pruebas… —No contestó, y yo continué—: Hábleme de ella. Vivía aquí, en el pabellón de caza, ¿no? Tienen que haber sido vecinas.
—Sí, vivía allí. Es que en el Schloss no podían admitirla. El barón tenía sus obligaciones. Venía aquí cuando podía. Pero venía con frecuencia. Estaban muy enamorados, y ella era una persona muy alegre. Siempre se estaba riendo. Yo no recuerdo haberla visto nunca triste. Aceptaba su situación. Y estoy segura de que el barón Rudolph se escapaba a verla siempre que podía.
—Cuénteme cómo la conoció.
—Mi padre no había muerto todavía. Él y mi hermano trabajaban para el Graf Von Bindorf, como casi toda la gente de por aquí, que trabajan para él o están en casa del gran duque. Mi hermano Herzog todavía trabaja allí. Viaja mucho por encargo suyo. Es raro que esté aquí.
—Ya —dije yo con cierta impaciencia.
—Me ocurrió una cosa horrible. Fue en el bosque. Yo entonces era joven y muy inocente. Fue espantoso. Nadie puede imaginárselo si no le ha pasado alguna vez. Había un hombre. Yo creo que ya andaba detrás de mí hacía tiempo…, porque a veces me había parecido que me seguían. Y un día… al anochecer… —Se calló, y se quedó mirando con la vista fija, como si reviviera la escena que yo imaginaba—. Era uno de los guardias del Grand Schloss. Me cogió, y me arrastró entre los árboles, y luego…
—La violó.
Dijo que sí con la cabeza:
—Estaba tan aterrada. Sabía que era uno de los guardias… pero pensé que no iban a creerme, y no dije nada. Era como una pesadilla, pero yo pensé que tenía que olvidarlo porque ya no tenía remedio… Y luego, vi que iba a tener un niño.
—Cuánto lo siento.
—Ahora ya ha pasado. Estas cosas se van olvidando. Ya no lo pienso tantas veces. Al hablar es cuando te acuerdas otra vez. Mi padre, ¿sabe usted?, era un hombre muy religioso. Cuando lo supo se quedó horrorizado, y… —Parecía que estaba a punto de echarse a llorar, y pensé en la pobre niña indefensa que debía haber sido en aquella época—. No quisieron creerme. Dijeron que yo era una puta y que había deshonrado a la familia. Y me echaron de casa.
—¿Y adónde fue usted?
—No sabía adónde ir, y acudí a ella… a su hermana. Ella me recogió. Y no fue sólo eso… todo lo que hizo por mí. Ella sí me creyó. Y además, dijo que aunque fuera verdad que yo hubiera querido hacerlo, tampoco era un pecado tan grande. Pero ella sí que me creyó. Dijo que de todas maneras me habría ayudado. Y lo hizo, y por eso el niño nació en el refugio de caza.
El corazón me latía como alocadamente:
—¿Tuvo ella también un niño, más o menos por ese mismo tiempo?
—Yo no sé nada de un niño. Nunca vi a un niño allí.
—Pero es que el tener un niño podría ser peligroso, ¿no le parece? Sería el heredero del ducado.
Movió la cabeza:
—Pero lo sería si hubieran estado casados.
—Yo creo que estaban casados.
—Todo el mundo dice que no.
—¿Habló alguna vez mi hermana de su matrimonio?
—No.
—¿Dijo que estaba embarazada?
—No.
—Y dice usted que su hijo nació en el pabellón de caza.
—Sí. Y me cuidaron muy bien. Su hermana se encargó de que lo hicieran. Y cuando nació el niño, dejé de tener pesadillas. Ya no podía entristecerme pensar en algo que había hecho que tuviera a mi hijo.
—Y quería a mi hermana, ¿verdad?
—¿Cómo no iba a querer a una persona que había hecho por mí todo eso… que me salvó de un destino tan horrible como el que me esperaba? Estaba medio loca de pena y de miedo. Creía que estaba condenada como decía mi padre. Ella se reía de todas esas cosas. Me hizo ver que no era mala. Me ayudó a traer al mundo un hijo sano. Nos salvó a los dos. Es algo que nunca podré olvidar.
—Y… por todas esas cosas… cuida usted su tumba. Movió la cabeza afirmativamente:
—Y seguiré haciéndolo mientras viva y mientras me sea posible. No puedo olvidarlo, y no quiero que Rudolph lo olvide. Se lo contaré cuando tenga edad para saberlo.
—Gracias por habérmelo dicho.
—¿Qué es lo que está buscando aquí?
—Quiero encontrar al niño. Porque creo que había un niño.
Nuevamente negó con la cabeza.
—Tengo que decirle a usted una cosa —añadí—. La condesa y las personas para quienes trabajo no conocen mi verdadera identidad. Estoy aquí como fräulein Ayres. Espero que no me delate.
—Nunca lo haría —contestó, casi ofendida.
—Suponía que no iba a hacerlo, pero tenía que decírselo, porque sabía que si no lo hacía, tampoco me contaría su secreto.
Dijo que no lo habría hecho.
Le decía la verdad que había heredado algo de dinero, y que por eso había podido ir allí. Repetí una vez más que estaba convencida de que mi hermana y Rudolph se habían casado y que tenían un niño.
—Usted tiene un hijo. Podrá comprender lo que mi hermana sentía por el suyo. Yo quiero encontrarle. Quiero poder hacerme cargo de él. Será una compensación por haberla perdido. Además, si es que existe, ¿cómo puedo saber qué clase de vida le ha tocado en suerte? Es algo que le debo a ella.
—Ya comprendo lo que siente. Si existiera un niño…
—Me escribió varias cartas hablándome de él.
—A lo mejor es que deseaba mucho tener un hijo. Yo sé que quería tenerlo. Y me acuerdo de lo que era ella con mi Rudi. A veces, cuando la gente desea mucho una cosa, sueña que…
Era la explicación de siempre. Pero no servía para Francine. Mi hermana siempre había sido muy realista. No era una soñadora. Yo sí que lo era, pero no podía creer que en ningún momento llegara a obsesionarme tanto como para creerme que tenía un niño… y mucho menos para ponerme a escribir cartas hablando de él.
—Le estoy muy agradecida —dije—, y le doy también las gracias por cuidar la sepultura de mi hermana. Si alguna vez quiere hablar conmigo… si tiene que decirme alguna cosa, recuerde que aquí soy fräulein Ayres.
Dijo que lo haría. Y yo salí de la casa, sin saber mucho más que antes de haber ido allí, como no fuera que había descubierto el motivo por el que se ocupaba de cuidar la tumba de Francine.
Al entrar en el Schloss, y cuando estaba ya a punto de subir a mi cuarto, me encontré cara a cara con Tatiana. Me miró, con la altanería que le era habitual, y dijo:
—Buenos días, fräulein.
Contesté al saludo, y me disponía a continuar mi camino, cuando dijo:
—Creo que la condesa está haciendo grandes progresos en inglés.
—Sí que los ha hecho, en efecto —contesté—. Es una buena alumna.
Tatiana me miró con un interés especial, y yo empecé a sentirme molesta y a lamentar no haberme puesto las gafas. Sabía que mi pelo había empezado a desmandarse por debajo del sombrero.
—Creo que tiene miedo de que vaya a dejarla. Ha dicho que es usted una persona que puede vivir por sus propios medios.
—Sí, es verdad que no necesito trabajar para vivir, pero me gusta mucho el trabajo que hago con la condesa.
—Así es que esos temores suyos no tienen fundamento, y va a seguir aquí hasta que ella se case.
—Eso es anticipar mucho las cosas.
—Un año… tal vez menos. Ya conoce usted las circunstancias. Creo que goza de toda su confianza.
—Somos tan buenas amigas como podríamos serlo, teniendo en cuenta nuestra posición.
Inclinó la cabeza, como para darme a entender que era un verdadero abismo el que nos separaba a las dos. Luego, se quedó mirándome y dijo:
—Es una cosa bien rara, fräulein Ayres, pero me parece que la he visto ya en otro sitio.
—¿Lo cree posible, condesa?
—A lo mejor, sí. Yo he estado en Inglaterra. Estuve en una casa del condado de Kent.
—Conozco bien Kent. Está en el extremo sudeste de Inglaterra. Estuve allí hace años. Pero sería muy raro que nos hubiéramos conocido y estoy segura de que una ocasión así no habría podido olvidárseme.
Estaba alarmada de que pudiera continuar con ese tema pero, por suerte, se dio la vuelta, como para indicar que la conversación había terminado. Subí a mi cuarto, nerviosísima. Por un momento, temí que me hubiera reconocido, pero estaba segura de que en ese caso me habría hecho muchas más preguntas.
Debió de ser una hora más tarde cuando volvió Freya. Me quedé sorprendida porque creía que había ido con Tatiana y con Gunther. Entró en mi cuarto; venía sofocada y sonriente.
—Hemos recorrido millas y millas —dijo—. Gunther y yo, y dos de los lacayos, perdimos al resto del grupo.
—¿Pero no se habrán perdido en el bosque?
—Bueno, no. Pero hemos andado mucho.
—La condesa Tatiana hace ya mucho tiempo que volvió. Freya sonrió con picardía:
—No me gusta mucho Tatiana. Creo que siempre anda criticándome. Está muy pagada de su posición, y le parece que yo soy un poco alocada.
—A lo mejor sí que lo es.
—¿Sí? ¿Lo soy? Pues la verdad es que no me importa lo más mínimo. A usted más bien le gustan las personas alocadas, ¿no?
—La que me gusta es usted, Freya —dije yo, con cierta emoción—. Me gusta mucho.
Entonces ella me echó los brazos al cuello y, al acordarme de Conrad y de todo lo que había pasado, me sentí muy avergonzada.
Por la noche, me acordé de que me esperaba en El Rey del Bosque. Sabía que iba a llevarse una gran desilusión; pero tenía que comprender que no podía seguir fingiendo tan alegremente, y que aunque me fuera fácil escapar —y no me era nada fácil— tenía que pensarlo mucho.
Era muy distinto pensar todas esas cosas cuando estaba sola y tranquila en mi cuarto, sí, muy distinto, que verme arrastrada por una pasión que me levantaba en vilo, despertaba mis sentidos, y anulaba en mí todo impulso de decencia, mientras luchaba en vano por resistirme a ella. Tenía que comprender que cuando podía pensar con calma en mi situación, me horrorizaba. Me daba vergüenza mirar a Freya; me daba vergüenza mirarme a mí misma.
Aquella noche desperté de repente, y me senté en la cama, sin poder comprender qué era lo que me había hecho despertar de esa manera. Luego lo comprendí. Había tenido una revelación. Debía de haberme llegado en sueños.
El hombre que me había encontrado en el bosque cuando iba a visitar a Katia Schwartz era el mismo a quien había visto varias veces cerca de Greystone Manor. Era el hombre que estaba en la fonda, y que yo había supuesto estaba recorriendo la región. Le había visto cerca de Dover, cuando fui con la señorita Elton a la iglesia para mirar el registro.
Que ahora estuviera también en Bruxenstein era una coincidencia demasiado rara.
No podía dormir. Estuve pensando en todas las cosas que me habían ocurrido: mis momentos de amor con Conrad, la conversación con Katia Schwartz, la desconfianza que había visto en los ojos de Tatiana y, encima, el hombre del bosque.
*****
Por la mañana me trajeron una carta de Conrad. Me pareció que era una imprudencia que me escribiera de esa forma, porque no era ni mucho menos imposible que interceptaran la carta, pero ahora ya sabía que cuando quería algo no permitía que consideraciones de poca importancia le impidieran conseguirlo. La carta decía:
Querida Pippa:
Podrás salir a media mañana. Voy a mandar a un enviado del Grand Schloss, que lleva unos mensajes para el Graf, y he dado instrucciones para que todos ellos le agasajen, incluida la condesa Freya. Así tú quedarás libre, y el enviado estará con ellos hasta última hora de la tarde.
Estaré esperándote en nuestra fonda, y luego iremos al bosque, porque hay algo que quiero enseñarte. Con todo mi amor ahora y siempre.
C.
Me sentí feliz y alarmada a un mismo tiempo, porque me veía cada vez más metida en un lío del que no iba a ser capaz de salir, y que podía tener terribles consecuencias. Ahora resultaba que estaba libre porque Conrad tenía autoridad para hacer que fuera así.
Llegué a la fonda a la hora convenida. No sabía a cuántos podría engañar el disfraz de Conrad. Yo le habría reconocido a la primera; pero tal vez fuera porque estaba enamorada de él.
Tomamos algunas cosas en una habitación reservada, y pocas veces me había sentido tan feliz como al estar allí sentada con él, mientras de cuando en cuando alargaba el brazo por encima de la mesa para cogerme la mano. Aquel día estaba especialmente cariñoso. Se sentía protector. No planeaba un simple encuentro apresurado, sino nuestro futuro.
Estaba impaciente porque viera la casa que pensaba convertir en nuestro hogar, aunque yo no parara de decir que nunca engañaría a Freya.
—Ven a verla con tus propios ojos —dijo—. Es una casa deliciosa.
—Por muy deliciosa que sea no va a hacerme cambiar de opinión, y voy a seguir pensando que esto está mal y que no debo hacerlo.
Sonrió y dijo:
—Bueno, durante un rato… vamos a hacer que no lo sabemos.
Cogimos los caballos en el patio de la fonda y salimos a la calle. El sol brillaba en el cielo y enviaba su calor sobre nosotros, y por un momento pensé: «Voy a hacer como si no lo supiera. Viviré este día y lo llevaré en la memoria para siempre».
Cuando atravesábamos la ciudad, tuvimos que cruzar una plaza en la que se celebraba una fiesta. Era muy bonito. Las chicas y las mujeres iban vestidas con el traje regional: faldas largas de color rojo, blusas blancas y flores rojas en el pelo. Los hombres llevaban pantalones blancos hasta la rodilla, medias amarillas, y camisa blanca, y unos gorros ajustados, con grandes borlas que colgaban por detrás.
Estaban bailando al son de un violín, y nos paramos un momento a verlos. Yo pensé lo maravilloso que era aquel sitio, en un día de verano, con la alegría reflejada en la cara de la gente, mientras los jóvenes empezaban a cantar.
De repente, una niña se acercó a nosotros. Llevaba en la mano un pequeño ramo de flores, y me lo ofreció. Yo lo cogí y le di las gracias, y de pronto vi que la gente empezaba a agolparse a nuestro alrededor y a cantar lo que reconocí como el himno nacional.
—¡Sigmund! —Gritaban—, ¡Sigmund y Freya!
Conrad no parecía inquietarse lo más mínimo. Sonreía, hablaba con todos, les decía que esperaba que lo pasaran muy bien, y que estaba encantado de encontrarse entre ellos sin ninguna ceremonia.
Se había quitado el sombrero, y saludaba a la gente con él. Yo quería dar la vuelta y echar a correr. Pero Conrad estaba divirtiéndose mucho. Sabía que el favor del pueblo significaba mucho para él y, al verle, comprendía también las grandes dotes que tenía para ocupar su cargo… y lo mal que encajaba yo en él.
Estaban todos alrededor de nosotros, cuando vi que de una casa sacaban unas sábanas, las ataban unas a otras, y las sostenían en alto sobre el camino que íbamos a seguir nosotros. Todos reían y gritaban.
—Ven —dijo Conrad, y cogió al caballo de la brida para llevarme con él.
Avanzamos hacia los que sostenían las sábanas, que dieron una voz y las dejaron caer al suelo. Pasamos entre la multitud que nos aclamaba, y continuamos hacia el bosque.
—Les has gustado —dijo Conrad.
—Han creído que era Freya.
—Se han alegrado de vernos.
—Ya se enterarán de que no soy Freya. La verdad es que me sorprende que me hayan confundido con ella. La ven bastantes veces.
—Yo creo que algunos ya lo sabían. No podría ser de otra manera. Al principio pensaron que era Freya… y luego, cuando vieron que no eras, fingieron no darse cuenta.
—No puede ser. ¿Qué van a pensar?
—Nada, se reirán. No van a esperar que renuncie a la compañía de todas las demás mujeres.
—Ya comprendo —dije yo—. Se reirán y se encogerán de hombros… lo mismo que hacían con Rudolph.
—Anímate. Ha sido una cosa muy divertida.
—En cierto sentido, me ha parecido muy significativa. He podido ver lo bien que desempeñas tu papel.
—Tengo que hacerlo. Tengo que vivir así. Tengo que procurar que el país viva en paz. No hay otra forma de conseguirlo. Nuestra vida juntos va a tener algunos inconvenientes. Y yo no voy a intentar cambiar las cosas, pero tenemos que vivir juntos. Me niego a pensar en ninguna otra solución, Pippa, tenemos que coger lo que los dioses quieran darnos…, y disfrutarlo. Porque va a ser maravilloso. Eso puedo asegurártelo. Estar juntos… eso es todo lo que pido.
Cuando hablaba así, yo notaba que perdía la cabeza. Me daba cuenta de que todos mis principios se iban a paseo, y que yo cedía cada vez más a mi deseo que, en realidad, se estaba convirtiendo en una necesidad. Le quería. Cada vez que volvía a verle, le quería más. Trataba de imaginarme la vida sin él, y no podía soportar ver un futuro tan triste que sólo pudiera traerme desolación; mientras que imaginarme la vida que él pensaba para nosotros me producía una inmensa alegría… y un poco de miedo también.
Sabía que iba a caer en la tentación sin remedio. Si no fuera por Freya… me decía continuamente; y luego me horrorizaba la monstruosidad de lo que había hecho, y entonces pensaba: tengo que irme. No puedo continuar con esto.
¡Qué bonito estaba el bosque! Cuando los árboles se aclaraban un poco, veía a lo lejos los montes; estaban cubiertos de abetos, y en los valles se distinguían las casitas, apretadas unas contra otras; notaba el olor del humo que subía de los sitios en que quemaban carbón vegetal, y respiraba con gusto el aire puro de la montaña.
—Te gusta esta tierra —dijo Conrad.
—La encuentro maravillosa.
—Aquí estará nuestra casa. Pippa, qué feliz soy al tenerte aquí. No puedes imaginarte lo que sufrí cuando pensé que te había perdido. Y las pestes que eché por haber sido tan idiota como para dejar que te fueras. Nunca más, Pippa. Nunca más.
Yo moví la cabeza, pero se rio de mí. Estaba muy seguro de sí mismo, convencido de que todo iba a salir como él quería.
Seguimos cabalgando, y empezamos a subir una cuesta.
—Escucha el sonido de los cencerros de las vacas. Vas a oírlos entre la niebla. Y te gustará la niebla —dijo—. Hay algo misterioso y romántico en ella. Cuando yo era pequeño, decía que la niebla era azul. A mí siempre me parecía azul. Empiezas a subir por el bosque, y te metes entre la niebla… y luego, de repente, luce el sol. Yo venía mucho por aquí. Esta casa era una de las que teníamos. A veces, cuando hacía mucho calor en la ciudad, subíamos aquí y pasábamos todo el día. Muchas veces, dormíamos fuera de la casa. Tengo muy buenos recuerdos de todo esto, pero no van a ser nada comparados con lo que todavía nos espera a nosotros.
—Conrad —empecé a decir—. Me es imposible llamarte Sigmund.
—No lo hagas. Sigmund habla de deberes. Conrad es para los que quiero y me quieren a mí.
—Conrad —le pregunté—, ¿siempre has conseguido lo que querías?
Se echó a reír:
—Digamos que siempre he puesto no poco de mi parte para conseguirlo… y, si te lo propones de veras, muchas veces lo que quieres se te viene a las manos. Pippa, amor mío, olvídate de tus miedos. Sé feliz. Estamos aquí juntos. Vamos a tener una casa. Es una casa en la que se puede ser feliz, y vamos a hacer que sea completamente nuestra.
La casa era encantadora. Estaba construida como un Schloss en miniatura, y tenía en los cuatro ángulos unas torres que parecían botes de pimienta. Su tamaño era el de una casa de campo inglesa.
—Ven —dijo—. No hay nadie aquí. Ya me he preocupado de que estuviéramos completamente solos.
—¿Y quién podía haber aquí?
—La familia que se ocupa de ella. Tienen una casa aquí al lado. Padre, madre, dos hijos y dos hijas. Es un arreglo perfecto. Se encargan de todos los asuntos domésticos. Cuando dábamos una gran fiesta, traíamos a nuestros propios criados.
—Es muy bonita.
—Sabía que te iba a gustar. Es uno de mis sitios favoritos. Por eso pensé en ella. Se la conoce como Marmorsaal, Sala de Mármol. Ya verás por qué. La sala de entrada, que realmente es el centro de la casa, tiene un suelo precioso.
Había un camino que conducía a la casa y que estaba bordeado de arbustos bajos.
—Los podamos para que no den demasiada sombra —dijo Conrad—. A mí no me gusta la oscuridad, ¿y a ti? Claro que no sé a quién puede gustarle. Parece que siempre tiene algo de inquietante. Ésta tiene que ser una casa alegre, por eso cortamos los árboles y plantamos esos arbustos de flores pequeñas, que hacen bonito y no quitan la luz.
—Hay una inscripción en la puerta —dije yo.
—Sí, la puso uno de mis antepasados que vivió aquí durante algún tiempo. Era un mala cabeza… la oveja negra de la familia… por eso le mandaron aquí, a vivir en el bosque. Lo que más le gustaba era cazar jabalíes. Quería estar solo, y se opuso a todos los esfuerzos de la familia por llevarle de nuevo al redil. Mandó que le pusieran esa inscripción en la puerta. ¿Puedes leerla?
—«Sie thun mir nichts, ich thue ihnen nichts». No os metáis conmigo y yo no me meteré con vosotros.
—Una excelente idea, ¿no te parece? Nadie va a meterse con nosotros, te lo aseguro. Ésta es nuestra casa, Pippa. Abrió la puerta, y me cogió en brazos.
—¿También es costumbre en Inglaterra coger a la novia en brazos para cruzar el umbral?
—Sí que lo es —contesté.
—Pues aquí estamos, amor mío. Los dos…, en nuestra casa.
Tuve que reconocer que era muy bonita. El suelo de la sala estaba cubierto con losas de mármol de unos tonos azules muy delicados. No pude contener una exclamación al ver lo bonito que era.
Había cuadros en las paredes, y una mesa grande en el centro, con un jarrón de flores.
Estaba de pie, abrazado a mí.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es realmente magnífica.
—Vamos a ser muy felices aquí, y eso es lo más importante.
La verdad es que cuando estaba a mi lado no tenía ninguna dificultad en creerlo.
Recorrimos la casa. Todo estaba en perfecto orden. Debía de haber dado instrucciones para que fuera así. Me hubiera gustado saber qué pensaba la gente del bosque. Comprenderían que iba a llevar allí a una mujer…, a su amante…, y sabrían que aquélla iba a ser su casa. Se reirían y se encogerían de hombros, como decía Conrad.
¿Y nos íbamos a pasar la vida entre gente que sonreía y se encogía de hombros? ¿Y nuestros hijos, qué? ¿Qué iba a ser de ellos? Era posible que ya estuviese embarazada.
Sí, había llegado muy abajo por la cuesta resbaladiza y me iba a resultar muy difícil volver a subir al buen camino, al camino honrado. Y ésa era la pura verdad. No tenía más que pensar en la cara inocente de Freya para saberlo.
A pesar de todo, me vi haciendo exclamaciones ante las maravillas de la casa; el comedor, con sus grandes ventanas, altas y estrechas, y unas sillas primorosamente recamadas. Una habitación que estaba pensada para recibir la mayor cantidad de sol, como la galería de nuestra casa.
Los dormitorios no eran muy grandes comparados con los del Schloss, pero tenían mucha luz y estaban bien amueblados. Desde las ventanas se veía el bosque y las montañas al fondo. Era una casa muy bonita y muy bien situada.
—¿Te gusta? —me preguntó otra vez.
Sólo acerté a decir que me parecía preciosa.
—¿Y vas a ser feliz aquí?
A eso ya no pude contestar. Sabía que no podía ser completamente feliz, ni con él ni lejos de él, y tampoco podía engañarle.
—Voy a desterrar todos tus escrúpulos. Haré que veas que ésta es la única forma de vivir.
—Sí, la que los barones, los condes, los grafs y los margraves han seguido ya antes que tú.
—Es la única que hay. Si no lo hacemos así, estamos encadenados para toda la vida. Tienes que comprenderlo, Pippa.
—Querría… pero de qué sirve querer, después de todo.
—¿Después de qué?
—Yo, aquí, puedo imaginarme cualquier cosa. Ésta es la tierra de las leyendas, la tierra de Grimm y del flautista. Aquí hasta el aire es mágico. Tengo la sensación de que en este bosque podría ocurrir cualquier cosa.
—Nosotros haremos que sea mágico a nuestro modo. Alégrate. Coge lo que te dan. Tú me quieres, ¿no?
—Con toda mi alma.
—¿Entonces qué importa todo lo demás?
—Importan muchas cosas, por desgracia.
—Nada que no pueda pasarse por alto.
—Nunca podría pasar por alto la vergüenza que siento de engañar a Freya.
—Si no es más que una niña. Cuando sea mayor, lo comprenderá.
Moví la cabeza:
—Temo que por tratarse de mí no pueda comprenderlo.
—Olvídate de ella.
—¿Puedes tú hacerlo?
—Yo no pienso en nada más que en ti.
—Tienes mucha práctica en estos asuntos. Dices siempre lo que más me gusta oír.
—A lo que aspiro en esta vida es a que estés contenta.
—No, no, por favor… —supliqué yo.
Me estrechó contra él. Estaba de un humor muy especial. Era como si pensara que el estar allí los dos, en la casa, era algo hasta cierto punto sagrado. Casi parecía una ceremonia.
—¿Sería posible que tú y yo fuéramos dos personas corrientes, que pudieras desentenderte de tus responsabilidades, y que pudiéramos casarnos y tener hijos… y llevar una vida normal?
—Si Rudolph no hubiera muerto, podría haber sido así. Pero murió demasiado joven…, sin hijos.
Le conté que había ido a ver a Katia Schwartz y que le había dicho quién era. No se alarmó lo más mínimo. Rechazaba toda idea de peligro.
—Si hubiera habido un hijo, y tu hermana y Rudolph hubieran estado casados… entonces podríamos empezar a pensar en otra solución.
—¿Querrías casarte conmigo?
—Lo deseo más que ninguna otra cosa en el mundo. Si pudiera casarme contigo en lugar de con Freya, no pediría nada más.
—Yo siempre he creído que mi hermana tenía un hijo.
—Aunque lo tuviera, en lo que se refiere a la sucesión, no serviría de nada.
—Si ella y Rudolph hubieran estado casados, sí que serviría de algo.
—Pero no estaban casados.
Estuve a punto de decir que yo había visto la partida de matrimonio, pero él también había visto con sus propios ojos que no estaba allí.
—¿Y habría mucha diferencia si se hubieran casado y supiéramos que habían tenido un hijo?
—Naturalmente. Por mucho que se opusieran al matrimonio, nunca dejaría de ser un matrimonio.
De repente sentí que una ilusión desenfrenada se apoderaba de mí. Era el aire mágico del bosque. Era la niebla azul, las montañas cubiertas de abetos, y la sensación de estar en un país encantado en el que podían suceder las cosas más extraordinarias.
Me dejé llevar por la alegría de estar con Conrad en nuestra nueva casa. Tenía el extraño presentimiento de que iba a encontrar lo que necesitaba.
*****
Cuando volví al Schloss, el enviado estaba todavía allí. Sentí un gran alivio. Eso me permitía subir a mi cuarto sin que se enteraran. Siempre me daba miedo ver a Freya después de haber estado con Conrad, porque me parecía que iba a notar que me había pasado algo.
Me quité la chaqueta, y estaba sentada en la cama, pensando en las horas que había pasado, cuando mis ojos se posaron en el tocador. Me extrañó en seguida ver que el cacharrito donde guardaba las horquillas no estaba en el sitio de siempre. Era una cosa que no tenía ninguna importancia, pero me pareció un poco raro porque nunca estaba fuera de su sitio. Seguí pensando en Conrad, con esa mezcla de alegría y miedo que sentía casi siempre después de haber estado con él. Algunas veces me dedicaba a soñar. Me imaginaba que estábamos juntos y que todo se nos había arreglado. Encontraba al hijo de Francine y le nombraban heredero. Conrad quedaba libre, nos casábamos y vivíamos felices. Fantasías, sueños estúpidos… ¿cómo iban a poder hacerse realidad?
Tenía que cambiarme de ropa. El enviado no tardaría en marcharse, y Freya vendría a verme y a contarme cómo lo había pasado. Últimamente parecía haberse hecho mayor; yo suponía que al acercarse el momento de su boda empezaba a interesarle más la política del país, en la que, como gran duquesa, tendría que desempeñar un papel.
Algunas veces me parecía que la vida 1c entusiasmaba. ¿Estaría enamorándose de Conrad? Era lo más natural del mundo en una chica joven y romántica.
Colgué la chaqueta y saqué un vestido del armario. Me quité la bufanda que llevaba, y abrí un cajón para guardarla. Tenía varias bufandas, y las guardaba siempre en el cajón, con los guantes y los pañuelos. Era extraño, pero los guantes, que normalmente estaban debajo de los pañuelos, estaban ahora encima de ellos.
No tuve ya duda alguna de que alguien había andado en el cajón. ¿Para qué?
Empezó a entrarme un miedo espantoso. Había un cajón, cerrado con llave, en el que guardaba los documentos que me había proporcionado Arthur antes de salir de Inglaterra. Si los encontraban, descubrirían mi verdadera identidad.
Si alguna persona los había visto, estaba perdida porque, quienquiera que fuese, vería que yo no era Anne Ayres, sino Philippa Ewell, y se acordaría de que la mujer a quien habían matado se llamaba Francine Ewell.
Busqué en seguida las llaves. Las había dejado en la parte de atrás de otro de los cajones, tapadas con la ropa interior. No estaban en el sitio de siempre. Abrí el cajón, y me puse a buscar los papeles a toda prisa. Los encontré, pero tenía la seguridad de que no estaban donde yo los había puesto.
Pocas dudas podía tener ya de que alguien había entrado en mi cuarto, había buscado los papeles, y los había encontrado; luego, al guardar otra vez la llave, la había puesto donde no debía estar. En ese caso, me habían descubierto. ¿Quién podría haber sido?
La primera persona en quien pensé fue Freya. Muchas veces notaba que no se fiaba de mí. Me miraba con cara de guasa y, más de una vez, con una expresión maliciosa en los ojos, me había dicho: «Usted no es lo que parece».
¿Sería posible que hubiera decidido averiguar quién era y hubiera registrado mis cajones mientras yo estaba fuera?
No tardaría en descubrirlo.
Si había visto los documentos, tendría que decirle la verdad. Le contaría toda la historia, y estaba segura de que lo entendería.
La idea de que hubiese sido Freya no dejaba de ser un alivio.
Pero lo mismo podía haber sido cualquier otra persona.