Nuestro viaje fue largo, pero no resultó aburrido, porque yo estaba entusiasmada desde el mismo momento de la salida. Fue una gran suerte que Daisy viniera entonces a Inglaterra. Era una mujer de muchos recursos, y le gustaba presumir de viajera experimentada.
Yo insistí en que viajáramos en primera, y en pagar el billete de Daisy, ya que iba a servirme de acompañante y guía. Cuando me senté en el tren de Harwich, en el primer compartimento, y frente a una Daisy muy complacida, comprendí que Arthur tenía razón al decir que eso era lo mejor que podía hacer. Estaba empezando una nueva vida, y me alegraba de escapar de aquellas últimas semanas, que habían llegado a hacerse casi insoportables.
Estaba convencida de que a partir de aquel momento iba a llevar una vida de aventuras. Tenía un gran proyecto en la cabeza y la sensación de salir en busca de fortuna.
La travesía de Harwich a Hook, en Holanda, no tuvo nada de particular y, después de pasar la noche en una fonda, cogimos un tren y recorrimos millas y millas a través del país más llano que había visto en mi vida.
—No se preocupe —me dijo Daisy—, en cuanto llegue a Bruxenstein, va a tener montañas y bosques para dar y tomar. Es posible que suspire entonces por un trozo de tierra llana.
—No veo el momento de llegar.
—Pues le queda todavía mucho camino, señorita Pip.
¡Qué razón tenía! Una vez más tuve que dar gracias a Arthur por habernos sacado los billetes en una compañía de Londres que se ocupaba de esos asuntos, y que nos había dicho todo lo que teníamos que hacer. Antes de coger el tren para Baviera, teníamos que pasar una noche en Utrecht, y el viaje empezaba a hacerse tan interesante que, de no haber sido por las ganas que tenía de llegar a mi destino, me habría gustado ir algo más despacio para poder verlo todo con de talle.
Los coches de primera tenían cuatro asientos delante y otros cuatro detrás, y cada vagón estaba dividido en dos partes por una puerta central, lo mismo que en los vagones de primera ingleses. Pero allí había una atmósfera más formal. Uno se daba cuenta del alarde de disciplina, y los revisores llevaban tricornios y espadas, y tenían un aire casi militar.
—Es bastante parecido a lo que tenemos en Bruxenstein —comentó Daisy—. Todos esos taconazos y saludos doblando la cintura… A mí a veces me dan ganas de reír.
En Arnhem, entraron en nuestro compartimento dos hombres y una mujer. Parecían personas agradables y nos sonrieron. Yo les dije que éramos inglesas, y ellos se pusieron entonces a hablar en nuestra lengua, aunque no la dominaban demasiado bien, y mi alemán, gracias a la señorita Elton y a lo que había aprendido antes, era bastante mejor que su inglés.
Preguntaron si íbamos más allá de Utrecht, y yo les dije que íbamos a Bruxenstein.
—¿Ah, sí? —Dijo el hombre—. Un sitio muy interesante Bruxenstein… en este momento.
—¿Por qué dice usted que en este momento? —Pregunté yo—. ¿Hay algún motivo especial para que sea así?
—Es que desde la muerte del barón Rudolph la cosa se ha puesto bastante… ¿cómo dicen ustedes? Explosiva.
Mi corazón empezó a latir más de prisa. Daisy iba sentada a mi lado, muy modosita, como la joven doncella que según ella todo el mundo iba a pensar que era, porque parecía la acompañante y yo parecía la señora.
—¿No hubo cierto escándalo…? —empecé a decir yo.
—Un buen escándalo. Le mataron a tiros en el pabellón de caza. Y mataron también a la mujer que estaba con él.
—Sí, he oído hablar de eso.
—Así es que la noticia llegó a Inglaterra.
—Probablemente sería porque la mujer era inglesa —comentó la señora.
—Es posible —dijo el hombre—, pero, en cualquier caso, el país ha estado bastante intranquilo desde entonces.
—Naturalmente —dijo el otro hombre— en esos pequeños estados siempre hay algún jaleo. Ya es hora de que todos ellos se unan y pasen a formar parte del imperio germánico.
—Siendo prusiano, no me extraña que pienses así —dijo el otro, con una sonrisa.
—¿Saben ustedes qué fue lo que pasó realmente en ese asunto del tiroteo?
—Nadie lo sabe seguro, pero cualquiera se lo puede imaginar. Hay varias versiones…, muchas. Unos dicen que la señora tenía otro amante y que estaba celoso. Ésa es una de ellas. Pero yo no creo que sea verdad. No. Creo que había alguien que no quería que Rudolph gobernara la provincia, y esa persona, o personas, le metió un balazo. Probablemente, alguien del otro bando.
—¿Un rival quiere usted decir?
—Siempre hay alguien que es el segundo en la línea de sucesión. Y ahí está el sobrino del duque reinante. ¿Cómo se llama, Otto?
—El barón Sigmund.
—Sí, que es hijo de un hermano más pequeño del gran duque. ¿No es eso?
—Exactamente. Parece que algunos piensan que podría hacerlo mejor, y que no ha sido ninguna desgracia que quitaran a Rudolph de en medio.
—Parece un sistema un poco drástico de arreglar las cosas —dije yo.
—Sí —continuó Otto—, pero vale más que mueran una o dos personas, que no que miles de ellas se vean sometidas a la tiranía.
—¿Era un tirano ese Rudolph?
—Todo lo contrario. Yo he oído decir que era un sibarita, un hombre joven con demasiadas ganas de divertirse para ser un buen gobernante. Y ésos así se rodean siempre de otros que son los peores y que gobiernan por ellos. El gran duque actual ha sido un buen gobernante. Es una lástima que sea tan viejo. Se casó dos veces, pero no tuvo hijos de su primer matrimonio. Yo creo que ya era viejo cuando nació Rudolph. A su hermano le mataron en una de las rebeliones o guerras, y eso hizo que Sigmund se convirtiera en el heredero más próximo, después de Rudolph.
—Sabe usted muchas cosas de la familia.
—Todo el mundo las sabe. Es un principado pequeño…, un ducado más bien, y la familia real está muy cerca del pueblo. Algo muy distinto de lo que pasa en su país, señorita…
Vacilé, pero dije en seguida:
—Ayres, Anne Ayres.
—Algo muy distinto, señorita Ayres, aunque supongo que la vida privada de su reina tampoco es un libro cerrado para su pueblo.
—Es una vida tan ejemplar —contesté yo—, que no necesita serlo. Y si es que hay diferencias o fricciones familiares, supongo que tratarían de mantenerlas en secreto.
—¡Qué acertados están! Y yo me atrevería a decir que todavía hay muchas cosas de la familia real que el pueblo de Bruxenstein no conoce. ¿Piensa quedarse algún tiempo en Utrecht?
—Poco más de una hora…, es posible que una mañana, porque tenemos que esperar el otro tren.
—Le gustará. Siempre he pensado que es una de las ciudades más interesantes de Holanda. Cargada de historia. Los romanos construyeron allí una fortaleza para defender el río…, uno de los brazos del Rin, al que se une allí el Vecht. No deje de ver los restos de la gran catedral…
Yo casi no le escuchaba. Mis pensamientos estaban con Francine, muerta en aquella cama del pabellón de caza.
*****
En Utrecht nos despedimos de nuestros compañeros de tren, y continuamos el viaje y, al pasar la frontera de Alemania, mi entusiasmo aumentó todavía más. Aquellas montañas cubiertas de abetos, aquellos riachuelos pequeños, y el gran río, con castillos en lo alto, mirando casi con desprecio lo que tenían a sus pies; los pueblecitos, que parecían sacados de los cuentos de los hermanos Grimm, y que la señorita Elton nos leía a nosotras en alemán… todo aquello me parecía cosa de leyenda. Era la tierra de los duendecillos y de las hadas, de los gigantes y los enanitos, de los reyes de las montañas y las reinas de la nieve, y de los niños que se perdían en los bosques encantados por los que merodeaban los lobos, y en los que había casas que estaban hechas de dulce. Era la tierra de los dioses noruegos, de Odin, Thor y Baldur, y del hermoso y malvado Loki. Era algo que estaba en el aire. Lo respiraba… en la garganta de Hollenthal, llamada el Valle del Infierno, en los grandes bosques de la Selva Negra, en el bosque de Turingia, en el Odenwald, en las laderas de las colinas cubiertas de viñas. Había millas y millas de bosques, de robles, hayas y, sobre todo, abetos y pinos. Era la tierra romántica. La tierra de Conrad y, cuanto más me adentraba en ella, más me acordaba de él.
El viaje nos llevó varios días, porque los que lo habían planeado nos aconsejaron que lo hiciéramos con comodidad. Yo comprendía que habían tenido razón y, aunque deseaba mucho verme en Bruxenstein, donde estaba empezando a creer iba a encontrar la respuesta al misterio, tenía la sensación de ir entendiendo un poco al país, y también a su gente, gracias a las personas que habíamos encontrado en el viaje.
A su debido tiempo, llegamos a la ciudad de Bruxburg, que era la capital de Bruxenstein, y allí pudimos coger un coche de caballos que nos llevara a casa de Daisy y de Hans, y en el coche atravesamos la ciudad. Era una ciudad grande, pero apenas pude ver nada de ella, fuera de la plaza, en la que estaba el Ayuntamiento, y de algunos buenos edificios. En lo que sí me fijé en seguida fue en el castillo, que dominaba la ciudad desde una ladera, y era muy parecido a los otros que había visto al atravesar el país. A mí me pareció un castillo impresionante y muy bonito, con sus torres, y sus muros de piedra gris.
—Estamos justo debajo de él —dijo Daisy—. Es muy fácil subir al slosh. Hay un camino que sale de nuestra casa y lleva directamente allí.
—Daisy, ¿qué vas a decirle a Hans de mí?
—¿Que qué voy a decirle de usted? ¿En qué está pensando?
—Me reconocerá.
—No lo creo.
—Pero no te parece que alguno de los criados… cuando vuelvan del Grange…
—Ya no podrán reconocerla. Ha cambiado mucho desde que tenía doce años. Se lo contaré todo a Hans, y le explicaremos que como se llama Ewell, y hubo tanto escándalo con su hermana, ha decidido llamarse Anne Ayres. Hans lo entenderá. Diremos que ha venido usted conmigo. La señorita Ayres es una persona a la que conocí en Inglaterra y, como iba a venir aquí, le dije que por qué no se quedaba en mi casa. Será una especie de invitada de pago.
Con esas palabras acalló mis temores.
El coche nos dejó a nosotras y nuestro equipaje —que era casi todo mío— en la puerta de la casa, y Hans salió a recibirnos. Él y Daisy se dieron un gran abrazo, y Hans vino luego a saludarme. Le recordaba muy bien. Dio un taconazo y se inclinó profundamente mientras Daisy empezaba a explicarle la situación de una forma bastante embrollada. Le dijo que iba a estar allí como invitada de pago hasta que decidiera lo que pensaba hacer. Quería visitar el país. Y a ella le parecía muy bien. Luego preguntó qué tal estaba el Hans pequeño.
Hansie estaba muy bien. Frau Wurtzer se había encargado de él, y Hans había ido a verle casi todos los días mientras su madre estaba fuera.
—Lo primero que voy a hacer por la mañana es irme a buscar a ese jovencito —dijo Daisy.
Entré en la casa, que estaba impecable de limpia. Luego vi que arriba había dos dormitorios y una especie de ropero, y abajo otros dos, y una cocina. Era una casa encantadora, y llegaba hasta ella el olor de los pinos.
Hans me recibió muy bien, pero yo me preguntaba si lo haría sólo por educación, y si no le molestaría mi presencia en una casa tan pequeña.
En el momento en que entrábamos, salió de la cocina una mujer de cara redonda. Llevaba un delantal de colores muy limpio, y las mangas arremangadas, y tenía un cucharón en la mano.
Daisy se abrazó a ella:
—¡Gisela!
—¡Daisy!
Luego se dirigió a mí:
—Ésta es mi buena amiga Gisela Wurtzer que se ha ocupado de Hansie mientras yo estaba fuera.
La mujer sonrió, y miró a Hans, como si los dos conocieran algún secreto.
—¡Está aquí! —Gritó Daisy—. Mi Hansie está aquí.
Subió corriendo las escaleras, y Hans sonrió y me dijo:
—Echaba de menos al niño, pero me pareció que debía aprovechar la oportunidad de ver a su madre y a su padre. Tenemos un deber para con los padres cuando se van haciendo viejos, ¿no le parece?
Yo dije que sí, y Gisela movió la cabeza para dar a entender que era de la misma opinión. Daisy bajó con un robusto niño en los brazos, que se frotaba los ojos y daba muestras de malhumor porque le habían despertado.
—Mírele, señorita… —Iba a decir Pip, pero se contuvo a tiempo—. Y ahora, dígame, ¿ha visto usted un niño tan guapo como éste?
—No, nunca he visto otro tan guapo.
Le besó repetidas veces y el niño, ya completamente despierto, me miró con sus ojos azules. Yo cogí su manita regordeta y se la besé.
—Le gusta usted —dijo Gisela.
—Es verdad. Es un chico muy listo. ¿Qué tal se ha portado, Gisela? ¿Ha echado de menos a su mamá?
Hans tenía que traducir casi todo lo que decía Daisy, porque hablaba en inglés y Gisela no lo entendía, así es que la conversación resultaba más bien difícil, pero se notaba que a pesar de eso las dos mujeres se llevaban muy bien.
—Dile que me alegro mucho de que me trajera al niño para que no tuviera que esperar —ordenó Daisy.
Gisela sonrió al oírlo:
—Pues claro que te lo traje —dijo.
Tuve luego que oír el elogio de todas las maravillosas cualidades del niño, que Daisy me hizo en inglés, y Gisela y Hans en alemán.
—Gisela lo sabe bien —dijo Hans—, porque ella entiende mucho de niños.
—¿Cómo no voy a entender? —contestó Gisela—. Tengo seis. Pero cuando hay muchos, ayudan. Los mayores se ocupan de los pequeños.
El pequeño Hans daba señales de querer volver a la cama; Daisy le subió a su cuarto, y Gisela, que había puesto la mesa, dijo que la comida ya estaba preparada. Tomamos una sopa de pan de centeno, bastante extraña, pero de un sabor delicioso, luego carne de cerdo fría con verduras y, por último, pastel de manzana. Fue una comida muy buena, y Gisela estaba claramente orgullosa de ella. La sirvió, y comió con nosotros; hablamos del viaje, y luego dijo que tenía que volver a casa porque a Arnulf no le gustaba que le dejaran mucho tiempo solo con los niños.
Hans la acompañó a su casa y, al quedamos solas, Daisy me dijo:
—Ya ve usted, señorita Pip, lo bien que estoy yo aquí.
—Sí que lo veo, Daisy, ¿pero cuándo vas a dejar de llamarme señorita Pip?
—Tendría que hacerlo, pero es que eso de señorita Ayres me da risa. No tiene nada que ver con usted. Señorita Pip sí que está bien. Pero tampoco importa mucho que meta alguna vez la pata. Eso es lo que tiene esto de bueno. Si dices algo que no debías haber dicho, no tienes más que echarle la culpa a la lengua. Las cosas así marchan mucho mejor.
—¡Qué feliz debes de ser, Daisy! Hans es un hombre muy bueno y el niño es un encanto.
—Sí, como digo yo, señorita P… quiero decir Ayres, comprendo que me ha ido muy bien.
—Mereces tener toda la buena suerte que pueda haber en el mundo.
—Sí, pero si nos ponemos a pensarlo, también podría tocarle a usted un poco, y tendría derecho a que le tocara.
Me acompañó a mi cuarto. Era muy pequeño, con más cortinas de cretona, una silla, una cama, un armario… Y poca cosa más, pero se lo agradecí lo mismo.
—Casi nunca lo usamos —dijo Daisy para disculparse—. Será para el niño cuando sea un poco mayor. Ahora tiene la cuna en un cuarto muy pequeño que hay al lado del nuestro y donde todavía estará muy bien unos cuantos meses.
—Ya me habré marchado yo entonces.
—No hable de marcharse. Si acaba de llegar. Y es emocionante que haya venido así. Veo que usted y yo vamos a ser un buen par de detectives.
Volvió Hans, y Daisy vio entonces que era hora de que nos fuéramos a la cama.
—Ya hablaremos por la mañana —dijo.
Y todos nos mostramos de acuerdo con ella.
*****
Al día siguiente, decidí ir a explorar la ciudad. Daisy no podía acompañarme porque tenía que ocuparse del niño. Cuando tenía que ir a la ciudad, uno de los criados del castillo traía un cochecillo de caballos, que era el que usaban para pequeños traslados, y la llevaba en él. Lo hacía dos veces a la semana para que pudiera hacer la compra. Hans ocupaba ahora un puesto muy importante en la servidumbre del Graf, y eso le permitía disfrutar de ciertos privilegios.
Era una hermosa mañana. Lucía el sol sobre los tejados verdes y rojos de las casas, y sobre las murallas grises del castillo.
En algunos sitios, las aristas de la piedra brillaban como diamantes cuando les daba el sol.
Yo iba loca de alegría. Ya había conseguido mucho, y estaba segura de que no iba a pasar demasiado tiempo sin que ocurriera algo sensacional. Me preguntaba qué podría hacer si me encontraba a Conrad paseando por la calle. Sabía muy poco de él. Ni siquiera conocía su apellido. Para mí no era más que Conrad. Tenía que haber estado muy atontada para no haber hecho más preguntas, y dejarme engañar con tanta facilidad. ¡Caballerizo de un noble! Me habría gustado saber si era el Graf, ya que había estado en el Grange, aunque creía que a aquella casa acudían varias familias. Pero si el Graf era su señor, podría estar en aquel mismo momento detrás de los muros del castillo.
Sería maravilloso volver a verle. Trataba de imaginarme nuestro encuentro. ¿Se quedaría sorprendido? ¿Se alegraría? A lo mejor ya me había borrado de su recuerdo, como una mujer a la que te encuentras, haces el amor con ella, te vas y la olvidas en pocos meses, o incluso en unas semanas, una mujer que sólo sirve para divertirse un rato.
Veía la corriente gris azulada del río, que iba abriéndose paso a través de la ciudad hacia las laderas cubiertas de pinos y abetos y, a lo lejos, las viñas que crecían en abundancia. Me sentí una vez más transportada a los días en que la señorita Elton nos leía libros en el Manor. Sabía que en aquellos bosques podía oír los cencerros de las vacas que resonaban entre la niebla. La señorita Elton nos había hablado de sus visitas a aquel país, cuando la llevaban a ver a la familia de su madre. Por allí andaban los dioses y pasaba corriendo la walkiria. Me parecía respirarlo en el aire. Podía imaginarme al alcalde y a toda su corporación, reunidos en la plaza; y ver al flautista, tocando su flauta mágica; y llevándose primero a las ratas al río, y luego a los niños a la ladera de la montaña. Me emocionaba profundamente. Y me hacía pensar en el pasado. Me imaginaba a Francine llegando allí con Rudolph. Me habría gustado saber lo que le había parecido, y si se había dado cuenta desde el principio de que su amor —ya había dejado de llamarle matrimonio— tenía que mantenerse en secreto.
Había algunas casas grandes, con miradores de madera tallada que sobresalían de las fachadas. Parecía una ciudad próspera. Había una catedral con un campanario rematado en punta, de estilo normando. Vi también calles de casas pequeñas, y me imaginé que muchas de las personas que no estaban empleadas en las grandes casas trabajaban en las viñas. Pasé por delante de una herrería y un molino… Y me encontré luego en el centro de la ciudad.
Anduve por el mercado, en donde se vendían verduras y productos lácteos. Algunos me miraban con curiosidad. Debían de notar en seguida que era extranjera, y supuse que no debían de ver por allí muchos turistas.
Por fin, llegué a una fonda, sobre la que colgaba un cartel que se balanceaba con el viento. Se llamaba la Taberna del Gran Duque. Vi unos establos con varios caballos y, en la parte de atrás de la fonda, un jardín con mesas y sillas. Me senté en una de ellas, y una mujer regordeta vino a preguntarme qué deseaba tomar.
Supuse que era uno de los Biergarten de que había oído hablar, y pedí un tanque de cerveza, aunque no estaba muy segura de que acostumbraran a pedirlo las mujeres, y temía estar haciendo cosas raras.
Me trajo un vaso grande de cerveza, y dio muestras de tener ganas de hablar.
—¿Está de viaje en nuestra ciudad, fräulein?
—He venido de visita.
—Eso está muy bien. Es una ciudad muy bonita, ¿no le parece?
Dije que sí que lo era, pero se me había ocurrido una idea:
—He visto que aquí tienen ustedes caballos y no es fácil ir a pie a algunos sitios. ¿Alquilan esos caballos?
—Nos los piden pocas veces. Pero creo que mi marido podría alquilarlos…
—Es que quiero visitar un poco el país. Monto mucho a caballo en Inglaterra. Si pudiera alquilar uno…
—¿Puedo preguntarle dónde se aloja, fräulein?
—Estoy en una casa de campo. Pertenece al señor Schmidt. Soy amiga de su mujer.
—¡Ah! —Se le iluminó la cara con una sonrisa—. Se refiere usted al bueno de Hans. Es un hombre muy orgulloso. Tiene una mujer inglesa y un niño muy guapo.
—Sí, el pequeño Hans.
—Su mujer también es muy mona.
—Muy mona.
—Así es que son ustedes del mismo país… Y ha venido a ver a su amiga.
—A verla a ella y al niño, y a ver su bonito país.
—Sí, es muy bonito. Y si va a caballo, puede ver muchas cosas. ¿Es buena amazona?
—Sí, sí que lo soy. Monto mucho en casa.
—Pues lo arreglaremos. Pero tendremos que cobrarle algo.
—Naturalmente.
—Cuando se tome la cerveza, puede ir a hablar con mi marido.
—Lo haré.
—Estará en la fonda.
Parecía resistirse a dejarme sola, y es posible que se sintiera un poco fascinada por mi aspecto de extranjera, y quizá también por mi forma de hablar, pues, aunque lo hacía bastante bien, comprendía que mi acento podía delatar mi país de origen.
—Hay unos sitios muy bonitos —continuó—. Puede ir a las ruinas del castillo antiguo, donde vivían los grandes duques hace muchos años… Puede ir al pabellón de caza…, aunque a lo mejor más valdría que no fuera.
—¿El pabellón de caza?
—Sí, es el pabellón de caza del gran duque. El castillo no puede verlo. No, no es ese que se ve en lo alto de la colina. Ése es el castillo del Graf Von Bindorf. El del gran duque sólo se ve desde el otro lado de la ciudad. Claro que no puede entrar, pero es muy bonito y vale la pena verlo.
—¿Y el pabellón de caza? —pregunté yo. Encogió los hombros:
—Allí hubo una tragedia.
—¿Se refiere usted al asesinato del barón?
—Sí, fue hace pocos años.
—¿Está cerca de aquí? —pregunté yo en seguida.
—Como a milla y media de la casa de herr Schmidt. Pero no le va a gustar verlo. Ahora está abandonado. En otros tiempos…, pero ahora. No, ahora no le gustará verlo.
No contesté. Estaba dispuesta a conseguir el caballo y a ver el pabellón de caza tan pronto como me fuera posible.
Antes de marchar, fui a ver al dueño de la fonda. Alquilé un caballo para el día siguiente, y volví a casa de Daisy. Iba haciendo progresos. Estaba a punto de ir a ver el escenario del crimen.
*****
No dije a nadie, ni siquiera a Daisy, que pensaba ir al pabellón de caza. Sólo le conté que había estado en la Taberna del Gran Duque, que había visto allí unos caballos, y que había decidido alquilar uno para dar una vuelta por los contornos. Ella se alegró, porque no tenía tiempo más que para ocuparse de la casa y del niño.
Al día siguiente fui a la ciudad, y no tardé en volver a caballo por el mismo camino, pues la mujer de la fonda me había dicho que el pabellón estaba a milla y media de la casa de Daisy.
Ya sabía que la casa estaba al borde del bosque, y no me sorprendió que a poco de dejarla atrás, el bosque fuera cada vez más espeso. No había más que un sendero, y ése fue el que seguí.
Era una mañana muy hermosa, y fui cabalgando entre los árboles. Había algunos robles y abedules, pero casi todo eran abetos y pinos, y el aire olía a resina. No podía apartar de mí la sensación de haber entrado en el bosque de uno de los cuentos de hadas de la señorita Elton.
Después de recorrer un buen trecho, llegué a una casa, y pensé si pararme o no para preguntar el camino. No me decidí a hacerlo. Tenía que andar con mucho cuidado, pues no quería que se supiera que yo era pariente de Francine. Lo mejor era no demostrar demasiado interés y, a ser posible, encontrar el refugio sin preguntar a nadie.
La puerta de la casa estaba cerrada, pero había delante un pequeño jardín, y en él un carretón de juguete. Pasé de largo y continué por el sendero. Debía de haber recorrido media milla cuando apareció el refugio. Era más grande de lo que yo esperaba. Un pabellón de caza te hace pensar en algo más bien pequeño, un sitio donde la gente pasa una o dos noches cuando va a cazar al bosque. Claro que aquél era un refugio de caza real y, por tanto, tenía que ser magnífico.
El corazón me latía a toda prisa. Me imaginaba a Francine llegando allí con su amante por el bosque. ¿Qué tal les habría ido? Aquélla debía de haber sido su casa. Tenían que estar allí porque su amante era un hombre tan importante que no podía casarse con alguien que no le igualara. La idea de que Francine pudiera ser considerada como quien no mereciera casarse con él me ponía furiosa. Tuve que contenerme. Si empezaba a hacer el tonto, no tardaría en delatarme.
El pabellón de caza era de piedra gris, y parecía un castillo en miniatura. Tenía dos torres, una a cada lado, y un pórtico de entrada. Había varias ventanas en la parte de delante. No cabía duda de que tenía que ser aquel sitio. Me bajé del caballo, y lo até a un poste que vi, y que parecía estar allí para eso. Todo ello tenía cierto aire de misterio. ¿Sería porque sabía que se había cometido allí un crimen, o porque los árboles estaban tan juntos que hacían que fuera un sitio muy sombrío y porque la brisa que movía las hojas sonaba como un susurro?
El corazón me latía como loco, mientras avanzaba indecisa, abriéndome camino entre las altas hierbas sembradas de pinos.
Me acerqué temblando al pórtico. Me quedé allí de pie, escuchando. En uno de los lados había una campana, con una cadena larga. Tiré de ella, y se oyó un ruido ensordecedor en el silencio del bosque.
Contuve el aliento para escuchar. Vi que en la puerta había una mirilla que podía abrirse desde dentro para ver quién era el que llegaba. Me quedé mirándola. Pero no pasó nada. Y luego se escuchó un ruido casi imperceptible que salía de dentro de la casa. Era como si alguien se acercara a gatas hacia la puerta.
Estaba completamente inmóvil, y el corazón parecía que iba a saltárseme del pecho. Ya estaba pensando en lo que iba a decir, si me encontraba con alguien que me preguntara qué pintaba yo allí. Diría que era extranjera. Que me había extraviado en el bosque. Que quería que me enseñasen el camino para ir a casa de los Schmidt, que era donde me alojaba por unos días.
Seguí allí, esperando, y luego empecé a pensar si los ruidos que oía no serían los de mi propio corazón que latía como loco. Pero no, no podía ser eso. Se oía un ruido como de algo que arrastraran por el suelo. Esperé temblando, pero no pasó nada. Sin embargo, de una cosa estaba segura. Había alguien dentro del refugio de caza.
Continué allí unos minutos. El silencio era absoluto, pero estaba segura de que había alguien al otro lado de la puerta.
Volví a tirar de la campana, que resonó por todas partes.
Escuché sin quitar los ojos de la mirilla. Pero no pasó nada.
Me di la vuelta y, al hacerla, oí detrás de mí un pequeño ruido. La mirilla se había movido. No me había equivocado. Había alguien en la casa, alguien que no quería contestar a mis llamadas. ¿Por qué no querría hacerla?
Todo ello era bastante misterioso.
Me acerqué a una de las ventanas, y miré. Los muebles estaban cubiertos con fundas. Di la vuelta a la casa.
—¡Ay, Francine! —Murmuré—, ¿qué fue lo que pasó?
Hay alguien dentro. ¿Pero es un ser humano o un fantasma?
Había llegado a la parte de atrás del refugio. Se oía cantar a un pájaro entre los árboles. La brisa movía los pinos, y el olor parecía más fuerte que nunca. Había una puerta en la parte de atrás, me acerqué a ella y di unos golpes, y, mientras estaba allí, oí un ruido detrás de mí. Me volví en seguida, y mis ojos se fijaron en unos arbustos, porque creía que el ruido había venido de allí.
—¿Quién está ahí? —Pregunté—. Salga, y enséñeme el camino. Me he perdido.
Oí que se reían en voz baja. Me acerqué a los arbustos.
Allí estaban, con unos ojos azules muy abiertos, y el pelo alborotado. Los dos vestidos con chalecos y faldas azul oscuro. Uno de ellos era un poco más alto que el otro, pero comprendí que debían ser de la misma edad, y que no podían tener más de cuatro o cinco años.
—¿Quiénes sois? —pregunté en alemán.
—Los gemelos —contestaron los dos al tiempo.
—¿Y qué hacéis aquí?
—Estamos jugando.
—¿Habéis estado mirándome?
Empezaron a reírse y dijeron que sí con la cabeza.
—¿De dónde habéis venido?
Uno de ellos señaló hacia una dirección determinada.
—¿Estáis muy lejos de casa?
—Sí.
—¿Cómo os llamáis?
Uno de ellos señaló el chaleco azul y dijo, Carl. El otro hizo lo mismo y dijo, Gretchen.
—Así es que sois un niño y una niña.
No contestaron.
—¿Hay alguien ahí dentro? —pregunté, señalando el refugio.
Volvieron a reírse y a decir que sí con la cabeza.
—¿Quién?
Se encogieron de hombros y se miraron el uno al otro.
—¿No queréis decírmelo?
—No —contestó el que se llamaba Carl—. Tiene un caballo.
—Sí. ¿Queréis venir a verlo?
Dijeron que sí, entusiasmados. Cuando estábamos dando la vuelta a la casa miré hacia el pórtico, y ellos hicieron lo mismo. Comprendí que sabían quién era el que estaba dentro, y me prometí a mí misma hacérselo decir.
A los niños les encantó el caballo.
—No os acerquéis demasiado —les dije, y me obedecieron en seguida.
—¿Podéis entrar conmigo en el refugio?
Se miraron el uno al otro y no contestaron.
—Venga —dije—, vamos a entrar a verlo. ¿Por dónde entráis?
No contestaron y, mientras estábamos allí, apareció un chico.
Debía de haber venido por la parte de atrás del refugio.
—¡Carl Gretchen! —gritó—. ¿Qué estáis haciendo? —Parecía enfadado, y tenía un aire desafiante.
—Hola —dije—. ¿De dónde has venido?
No contestó, y yo continué:
—Me he extraviado en el bosque. Vi este sitio, y pensé que podrían indicarme el camino.
Me pareció que se sentía aliviado.
—¿Eras tú el que estaba dentro de la casa? ¿Has estado espiándome por la mirilla?
En lugar de contestarme, preguntó:
—¿Adónde quiere ir? La ciudad está en esa dirección. Señalaba el camino por donde había venido.
—Gracias —dije—. Qué sitio tan interesante es éste.
—Hubo un crimen una vez —me dijo.
—¿Sí?
—Sí, Y era el heredero del trono.
—¿Y cómo has entrado?
—Tengo la llave —contestó, dándose importancia, y los dos gemelos le contemplaron con evidente admiración.
—¿Cómo has conseguido la llave?
No contestó tampoco, y apretó los labios.
—Yo no voy a ir con cuentos —le dije—. No soy más que una extranjera…, una persona que se ha extraviado en el bosque. Pero me gustaría verlo por dentro. No he visto nunca un sitio en el que se ha cometido un crimen.
Me miró con verdadera lástima. Supuse que debía de tener unos once años. Le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—¿Cómo se llama usted?
—Anne Ayres.
—Es extranjera.
—Sí que lo soy. Y he venido a ver el país. Es muy bonito, pero lo que más me gustaría sería ver un sitio donde se ha cometido un crimen.
—Fue en el dormitorio grande —dijo el muchacho—. Ahora todo está cerrado. Ya no viene nadie. A la gente no le gustaría dormir en un sitio donde se ha cometido un crimen, ¿no le parece?
—No, no creo que les gustara. ¿Hay fantasmas aquí?
—No lo sé.
—¿Venís muchas veces?
—Tenemos la llave —contestó, con la misma satisfacción de antes.
—¿y para qué tenéis la llave?
—Para que mi madre pueda entrar y limpiado.
—Ya comprendo. ¿Vas a dejarme entrar? —Vi que dudaba, y le dije—: Si me dejas entrar, te daré un paseo a caballo.
Se le iluminaron los ojos, y entonces fue a mí a quien contemplaron con admiración los gemelos.
—Bueno —dijo.
—Pues vamos.
Dimos la vuelta al pórtico, y le pregunté:
—Me oíste llamar, ¿verdad?
Dijo que sí con la cabeza.
—Y abriste la mirilla para verme. Y has tenido que arrastrar una cosa para subirte en ella, porque no alcanzabas.
—Al año que viene ya alcanzaré.
—Estoy segura de que habrás crecido.
Abrió muy ufano la puerta, que rechinó al hacerlo. Estábamos en un recibidor con suelo de madera y paredes de roble. Había una mesa grande en el centro, y varias lanzas colgadas de las paredes. Todo estaba tapado para resguardarlo del polvo. La puerta se cerró y los gemelos, agarrados de la mano, nos siguieron.
—Oye, ¿y cómo te llamas? Los gemelos ya sé que son Carl y Gretchen.
—Arnulf —dijo.
—Muy bien, Arnulf, eres muy amable al querer enseñármelo.
De repente, pareció perder su desconfianza hacia mí, y dijo:
—No saben que he venido.
—Ya comprendo. Por esta razón no querías abrirme la puerta.
Asintió con la cabeza.
—Gisela iba a venir conmigo.
—¿Quién es Gisela?
—Mi hermana. No ha querido venir. Tiene miedo de los fantasmas. Y dijo que yo no me atrevía a venir solo.
—Y tú has querido demostrarle que sí te atrevías.
Miró con desprecio a los gemelos:
—Van detrás de mí a todas partes.
Los gemelos se miraron y sonrieron, como si pensaran que habían sido muy listos.
—Pero yo no quería dejarles entrar. Quería que me esperaran fuera. Pensaba que si había fantasmas, a lo mejor no les gustaba que estuvieran aquí los gemelos, riéndose. Siempre están riéndose.
—¿Y creías que a los fantasmas no les importaría que entraras tú?
—Si es que son muy pequeños. Y no saben ir a ningún sitio el uno sin el otro.
—A los gemelos suele pasarles eso —dije yo, queriendo arreglar las cosas.
Empezó a subir las escaleras:
—Vaya enseñarle el dormitorio. Allí es donde ocurrió.
—El crimen —dije yo en voz baja.
Abrió la puerta de golpe, como si fuera un empresario que está a punto de presentar su obra maestra.
Ya estaba de verdad allí…, en el sitio en el que habían matado a Francine.
La cama estaba tapada en parte, pero se veían las cabeceras y el dosel rojo. Me sentí vencida por la emoción. Cara a cara con el escenario del crimen, podía imaginármelo con toda claridad. Mi preciosa hermana tendida en aquella cama, con ese amante tan guapo, tan romántico y tan peligroso. Hubiera querido echarme encima de aquellas sábanas que la cubrían, tocar los cortinajes de terciopelo, y dejar salir las lágrimas que tanto había luchado por contener…, llorar amargamente por lo triste que era todo ello.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Arnulf.
—Sí, sí. Es una cama muy grande.
—Tenía que serlo. Eran dos los que estaban en ella.
La voz me tembló un poco al preguntar:
—¿Qué sabes de ellos? ¿Por qué los mataron?
—Porque no querían que él fuera el gran duque, y porque ella estaba allí y lo había visto. —Después de decir eso, se olvidó de los motivos, como si fueran de poca importancia, y añadió con orgullo—: Mi padre es el encargado. Y mi madre viene a limpiar.
—Ya comprendo. Eso lo explica todo. ¿Vienes muchas veces aquí?
Se encogió de hombros, y no contestó. Luego, dijo:
—Tenemos que marcharnos ya.
Yo luchaba entre el deseo de quedarme en aquella habitación y la necesidad imperiosa de salir de ella, si quería dominar mis sentimientos. Le pregunté:
—¿Puedo echar un vistazo al resto de la casa?
—Sí, pero de prisa —dijo.
—Pues enséñamela.
Se veía que disfrutaba enseñándola. Pero lo que más le gustaba eran las cocinas, donde me dijo que acostumbraban a asar venados en los grandes calderos y espetones, reliquias de otras épocas, pero que todavía se usaban no hacía mucho tiempo. Había varios dormitorios, que supuse serían para los criados y cazadores, y un cuarto que estaba lleno de escopetas.
Me asomé a una de las ventanas de atrás, y vi los establos, ahora vacíos.
—Vamos —dijo Arnulf—. Se está haciendo tarde.
—A lo mejor otra vez puedes enseñarme más cosas.
—Ahora quiero darte esto —le di una moneda, y se quedó mirándola con asombro—. A los guías siempre se les paga —le dije.
—¿Entonces yo soy un guía?
—Esta mañana lo has sido.
Volvió a contemplar la moneda sin acabar de creérselo, y los gemelos se acercaron también a examinada. Se notaba que tenían una gran opinión de su hermano.
—Arnulf es un guía —le dijo Carl a Gretchen.
La niña dijo que sí, y los dos empezaron a repetir la palabra: guía, guía.
—Entonces, si quiero verlo otra vez… —Arnulf sonrió—. Dime dónde vives. ¿Está lejos de aquí?
Dijo que no con la cabeza.
—Pues os llevaré a casa. Mirad, podéis ir los tres en el caballo, y yo iré andando. ¿Qué os parece?
Los tres se pusieron muy contentos. Arnulf retiró el banquillo que había llevado hasta la puerta para poder asomarse a la mirilla, salimos todos, y cerró la puerta.
Los tres niños montaron en el caballo, y echamos a andar. No me sorprendió que se pararan en la casa que había visto, pues ya suponía que debían de vivir allí. Lo que sí me sorprendió fue que, al bajarse los niños del caballo, Gisela Wurtzer saliera de la casa. Así es que la madre de los niños era la vecina que se había encargado de Hans al marcharse Daisy.
Se quedó tan asombrada de verme allí como yo de verla a ella.
—¡Anda, si es fräulein Ayres!
Arnulf se asustó un poco al ver que conocía a su madre.
Me apresuré a decir:
—¿Quién iba a imaginarse que era usted la madre de los niños? Nos encontramos en el bosque, y yo les dije que si querían, les dejaba montar en el caballo.
Su cara regordeta era una pura sonrisa:
—Pues ha tenido usted un buen día. Y los gemelos, también.
Les ayudé a bajar del caballo. Arnulf, para demostrar su superioridad, no quiso que le ayudara.
—Yo creo que podríamos decirle a fräulein Ayres que pase a tomar algo.
—Sí, sí, mutte —dijo Arnulf, y los gemelos mostraron el mismo entusiasmo.
Me gustaba ver que les caía simpática, lo mismo que ellos a mí.
Até el caballo, y entramos en la casa, que era pequeña, pero estaba limpísima. Nos sentamos a la mesa, y Gisela sirvió un poco de sopa en unos platos de madera. Era muy parecida a la que ya había probado al llegar a casa de Daisy, y también la tomamos con pan de centeno.
—Es usted muy amable —dije yo—. Estaba pensando en volver a la ciudad e ir a la fonda para que me dieran algo de comer.
—¿Ha visto el pabellón de caza? —Preguntó Gisela—. Se va por aquí.
Hubo en la mesa un momento de silencio, mientras tres pares de ojos no se apartaban de mí por miedo de que descubriera a sus dueños.
—¿Es una casa que parece un palacio y que está como a media milla de aquí?
—Sí, ésa es. Y esto tendría que ser la casa del pabellón. Parte del patrimonio real. Arnulf y yo estábamos encargados de cuidarlo. El que viva en esta casa tiene que encargarse de hacerlo.
—Arnulf es mi padre, no soy yo —dijo el Arnulf joven—. Me llamo lo mismo que él.
—Ya comprendo —dije.
Gisela nos sonrió a Arnulf y a mí. Era una mujer muy maternal, y en aquellos momentos me resultaba más simpática que nunca.
—Te has llevado a los gemelos —le dijo a Arnulf. ¿Dónde están los otros?
—Gisela no quiso venir con nosotros.
—Y supongo que los otros estarán con ella. —La madre me sonrió—: Les gusta jugar en el bosque, pero Gisela no les deja que se vayan muy lejos. Arnulf, vete a llamarlos.
Arnulf salió, y los gemelos le siguieron, yo creo que con cierta pena. Dudaban entre seguir como siempre a su hermano o quedarse a contemplar a la extranjera.
—Me dan mucho que hacer —dijo Gisela—, pero si los mayores se ocupan de los pequeños, las cosas resultan más fáciles.
—Tiene que tener mucho trabajo… la casa, los niños… Y el pabellón de caza.
—Ahora no voy allí más que dos o tres veces por semana. Antes era otra cosa. Siempre había gente allí. Y daban fiestas. Era uno de los sitios favoritos del barón.
—¿El que mataron?
—Sí, ese mismo.
—Estaba con…
—Sí, con su amiga. Era una chica joven y muy guapa.
—¿La conocía?
—Bueno, como tenía que ir… a ocuparme de la casa, y ella estuvo viviendo allí cuando todos esos jaleos… Él iba cuando podía. Estaban muy enamorados. Fue una vergüenza.
—¿Estuvo allí mucho tiempo?
—Sí, bastante tiempo. Es que él no podía tenerla en la ciudad, ¿comprende? Eso, el gran duque no lo hubiera consentido.
—Pero, si estaban casados…
—No, si no lo estaban. Rudolph ya había tenido antes otras señoras, pero ésta parecía…
—¿Qué es lo que parecía?
—Pues, muy distinta de las otras. Era una señora encantadora… buena con los criados, y que siempre se estaba riendo. Todos la queríamos, y tuvimos un gran disgusto cuando ocurrió. Es que hay mucha rivalidad entre las distintas casas nobles.
Yo estaba poniéndome nerviosísima. Había sido una mañana fructífera. No sólo había visto el escenario del crimen sino que estaba hablando con una persona que conoció a Francine. Me aventuré a decir:
—Yo he oído hablar de que tenían un niño.
Me miró con verdadero terror:
—¿Dónde ha podido oír semejante cuento?
—Pues, sí… he oído decirlo —contesté yo, sin precisar más.
—¿Pero después de haber llegado aquí?
—No, no. Es que se habló del crimen en los periódicos ingleses.
—¿Y dijeron algo de un niño?
—Bueno, fue hace ya algún tiempo…
—Sí, varios años. ¡Pero, un niño! Eso sí que me extraña.
—Usted, viviendo aquí…, lo sabría.
—Sí, claro que me habría enterado. Tengo que decirle que ahora preferiríamos no tener que ocupamos de la casa. Parece que da un poco de miedo. Siempre había sido un sitio oscuro y bastante húmedo porque está muy metido en el bosque, y ahora que está cerrado, imagínese.
—¿Cree que algún día volverán a usarlo?
—Más adelante, yo creo que sí. Todo esto no tardará en olvidarse. Y creo que cuando muera el gran duque, y Sigmund ocupe su puesto, habrá algunos cambios.
—¿Y le parece bien eso?
—A todos nos dará pena ver que desaparece el gran duque. Ha sido muy bueno para el país. ¿Y Sigmund…? De momento, todavía no sabemos lo que es. Tiene cierto atractivo, claro que Rudolph también lo tenía. En esa familia, todos son guapos y tienen encanto. De eso no hay duda ninguna. Yo creo que cuando Sigmund se case con la condesa, sentará la cabeza.
El futuro no me interesaba. Era el pasado lo que me tenía obsesionada. Me despedí, después de dar las gracias, y Gisela me rogó que volviera a visitarlos para que pudiera conocer al resto de la familia.
Dije que lo haría.
Llevé el caballo a la fonda, y prometí que volvería a alquilarlo.
Estaba contentísima. Había sido un día muy bien aprovechado.
*****
Después de haber tenido un comienzo tan bueno, y de haber adelantado tanto, según creía, a los pocos días de llegar, me esperaba una desilusión.
Le conté a Daisy el encuentro que había tenido en el bosque. Dijo que sí, que Gisela vivía en lo que llamaban la casa del refugio, y tenía que ocuparse del pabellón de caza. Era una mujer que estaba muy ocupada, y las dos tenían poco tiempo para verse, pero lo hacían siempre que les era posible.
—Pues tendrías que haber visto a mi hermana cuando ibas a visitarla —dije yo.
—No, es que yo no iba a verla cuando su hermana estaba allí. Fue después de nacer Hansie cuando nos dieron la casa y nos convertimos en vecinas. Antes yo vivía en el slosh, y eso está bastante lejos del bosque.
—Supongo que a dos o tres millas.
—Sí, más o menos eso, y a mí no me apetecía demasiado ir hasta su casa ni a ella venir a la mía. Fue después, desde que vinimos a vivir aquí.
—Me ha extrañado encontrarme así con los niños.
—Suerte que ha tenido. Aunque yo creo que Gisela también se lo habría enseñado, si hubiese estado allí. Ya veo que la ha emocionado mucho ver todo eso. ¿Y qué saca con ello? Si te paras a pensarlo, ¿de qué le va a servir a usted descubrir quién fue el que la mató?
—Son dos cosas las que quiero descubrir, Daisy: si es verdad que estaba casada y qué ha sido de su hijo.
Daisy movió la cabeza:
—Estos barones no se casan de esa manera. Es una cosa que ya está preparada, y nadie ha hablado nunca de un niño.
—Pero Daisy, Francine me habló de eso en sus cartas. Me dijo que se había casado, y dónde se había celebrado la boda. Fui a la iglesia, y vi la partida en el registro… Y luego volví otra vez, y ya no estaba allí. Me dijo que tenía un niño, Rudolph. No iba a inventarlo.
Daisy se quedó pensativa:
—Podía haberlo hecho —dijo—. Imagínese el disgusto que tendría, porque yo estoy convencida de que creía que iba a casarse con ella y, al ver que no podía hacerlo, se puso a soñar lo que podría haber sido. Ya conocía usted a la señorita Francine. Siempre veía el lado bueno de las cosas y, si no salían como ella quería, se consolaba pensando que sí lo habían hecho.
—Pero te digo que vi la partida de matrimonio.
—Pero cuando volvió ya no pudo verla.
Comprendí que creía que yo también era un poco como Francine. Si las cosas no eran como yo quería, me las imaginaba con tanta ilusión que llegaba a creerme que eran como a mí me apetecía que fuesen.
Pasó una semana, y no había adelantado nada. Alquilé varias veces el caballo, y fui a cabalgar por el bosque. No me servía de nada limitarme a contemplar el pabellón de caza. Eso no iba a llevarme muy lejos. Me dediqué a explorar la ciudad; a sentarme en el Biergarten. La gente a veces se ponía a hablar conmigo, supongo que porque era extranjera. Me indicaban cuál era la mejor forma de ver el país. Había un asunto del que yo quería hablar, pero no me atrevía a hacerlo con excesiva frecuencia. La información que sacaba era siempre la misma. A Rudolph le había matado algún enemigo político, y su amante habían tenido que matarla por haber tenido la mala suerte de estar allí. Nadie hablaba para nada de un niño.
Fui varias veces a visitar la casa del refugio y paseé a los niños a caballo. Hablé con Gisela, mientras tomábamos sopa caliente y pan de centeno, porque en aquella casa parecía que siempre hubiera un caldero de sopa puesto a la lumbre en el cuarto de estar. Conocí a los otros niños: Gisela, Jacob y Max. Max era el más pequeño, y tenía unos dos años. Jacob era mayor que los gemelos, y debía de estar entre Arnulf y Gisela. Todo eso era interesante y me gustaba pero, como lo único que me importaba era otra cosa, empezaba a cansarme.
Daisy lo comprendió:
—Yo no sé qué es lo que cree que va a descubrir —me dijo—. A mí me parece que el secreto está en otras esferas más altas que las que va a encontrar aquí. Y desde luego, no está en el bosque, eso puede darlo por sentado. Yo creo que está por allá arriba. Los que tienen la respuesta son los que están allí, en el slosh.
—Me gustaría saber qué es lo que puedo hacer.
—Pues no va a recibir una invitación para ir al castillo diciéndoles que es usted la señorita Philippa Ewell, hermana de la difunta, que ha venido aquí para aclarar el misterio. Eso puede darlo por seguro.
Tenía razón, y me sentía deprimida al pensarlo.
Y un día, cuando ya empezaba a perder la esperanza, y a pensar que había sido tonta al hacerme tantas ilusiones por mi éxito inicial, la suerte me ofreció una oportunidad extraordinaria.
Fue Hans quien me la proporcionó.
Estaba sentada en el jardín con Daisy, y el niño corría de lado a otro por la hierba, llevando agua en un cubo, y tratando de regar las flores que crecían alrededor del pequeño macizo. Daisy y yo nos reíamos al verle, porque se estaba regando él mucho más que las flores, pero se le veía tan contento con su trabajo que no podíamos menos de divertimos también con él. De repente, vimos que venía Hans, padre.
—Pensé que debía venir a casa a decírselo. —Me miraba directamente a mí—. Se trata de esto —continuó—. Es que la condesa Freya…
—¿Quién es? —pregunté yo.
—Es la prometida de Sigmund, el heredero, y está en el Grand Schloss, para educarse en casa del gran duque. Ha estado viviendo allí desde que se prometió. Es costumbre que esas novias se eduquen con la familia de su futuro marido. Se supone que así pueden aprender mejor cómo van a tener que vivir en la que será su casa.
—Sí, Hans, ya sabemos que está allí —le interrumpió Daisy, impaciente.
—Pero la señorita Philippa no lo sabía.
—Sí, eso es verdad, pero recuerda que mientras esté aquí es la señorita Ayres.
—Perdona —dijo Hans—. Bueno, lo que he oído decir es que la condesa Freya tiene que dar clases de inglés. La institutriz que tiene ahora ya le ha enseñado algo, pero les parece que no tiene buen acento, y quieren a una inglesa para que se lo mejore.
Yo no dejaba de mirar a Hans, mientras en mi cabeza veía abrirse un sinfín de posibilidades.
—Eso es lo que yo pienso —dijo Hans, sonriente—. Que si consigue entrar en el Schloss, tendrá ocasión de ver qué hay de verdad en todo lo que se dice…
—Enseñándole inglés a la condesa.
—¿Pero de qué están hablando? —exclamó Daisy y, cuando se lo tradujeron, se puso tan contenta como yo. Eso es lo que nos hacía falta. Ya se ha cansado de estar aquí sin que pase nada y, como no pase algo en seguida, cualquier día se va. Pero ir allí… al slosh, ¡eso sí que va a ser divertido!
—¡Ay, Daisy!, eso sería emocionante.
—Escuche —dijo Hans—, si le parece que le va a gustar hacerlo, yo iré a ver al administrador del gran duque. Es amigo mío y, si yo le recomiendo a alguien, lo tendrá muy en cuenta. Pero eso sí, si se enteran de que es hermana de la señorita Francine…
—¿Y por qué iban a enterarse? —Preguntó Daisy—. Ha estado usted muy acertada al decir que era la señorita Ayres.
—Si la descubrieran —dijo en seguida Hans—, yo diré que no sabía nada de eso. Diré que mi mujer la conocía y que como había oído que quería pasar aquí una temporada, y no nos venía mal tener una ayuda, le dijimos que se quedara con nosotros como invitada de pago.
—Sí, eso es —dijo Daisy—. Ésa es la mejor solución.
—Pero Daisy, yo no veo cómo vas a poder decir que no sabías quién era.
—Eso ya veremos cómo lo arreglamos, si llega la ocasión cuando me preguntan algo y no quiero contestar, siempre, digo que no entiendo el idioma.
—Es la gran oportunidad —exclamé—. Es como un maná caído del cielo. Empezaba ya a perder la esperanza, y pensar que no iba a conseguir nada… Y ahora esto.
—Entonces, ¿va usted a hacerlo? —preguntó Daisy.
—Sí. Hans, ¿querrá hacerme el favor de hablarles?
Hans era un hombre cauteloso, y yo veía que no tenía ninguna gana de verse mezclado en algo que pudiera causarle trastorno.
—¿Por qué iban a tener que saber quién soy? —Insistí—. En Inglaterra, casi no me habían visto. Y aquí soy Anne Ayres. Daisy tampoco me había vuelto a ver desde hace cinco años. Si me descubren, diré que sabía que Daisy estaba aquí, que me presenté como Anne Ayres. Pero, realmente, no veo por qué va a descubrirse mi verdadera identidad.
—Claro que no lo descubrirán —dijo Daisy, para apoyarme.
Estaba tan excitada como yo.
Por fin, acordamos que intentaría que me dieran el puesto. Hans fue a hablar con el administrador del gran duque y, a los pocos días, me ponía en camino de lo que se conocía como Grand Schloss, para ser entrevistada por el administrador y por el ama de llaves, antes de ocuparme de la importante tarea de dar clase de inglés a la augusta señora.
Enviaron un carruaje para conducirme al Schloss y, cuando se paró delante de la casa, Daisy y yo nos quedamos mirándolo casi con terror. En uno de los lados, tenía grabadas las armas de Bruxenstein, dos espadas cruzadas, rematadas por una corona, y una divisa que significaba «Avanza hacia la Victoria».
Había discutido mucho con Daisy cómo debía vestirme para la ocasión, y decidimos por fin que lo mejor era ponerme un traje muy sencillo, y que el pelo, bastante rebelde, pero al mismo tiempo lo único de que podía presumir, porque lo tenía bonito y muy abundante, me lo peinara hacia atrás, y me hiciera con él un moño en la nuca, lo que me permitía llevar en la cabeza el sombrero de paja azul oscuro, que me daba un aire muy formal.
Me puse una falda y chaqueta azul oscuro, y una blusa blanca, y me pareció que tenía pinta de no haber oído siquiera que existía en el mundo algo parecido a la frivolidad.
Daisy me aplaudió al verme, y comprendí que había dejado atrás a Philippa Ewell, y la había cambiado por una nueva personalidad: la señorita Anne Ayres.
Un criado de librea me ayudó a subir al coche, y luego se encaramó detrás, mientras el cochero arreaba a los dos caballos alazanes, y nos poníamos en marcha. A pesar de lo nerviosa que estaba, sabía que Daisy estaría mirándonos desde la ventana más alta de la casa, porque me había dicho varias veces: «No puedo soportar que no pase nada. Casi prefiero que pase algo, con tal de no tener que ver que no pasa nada».
Mientras cruzábamos las calles de la ciudad dando brincos, algunas personas se paraban a mirar el coche real, que reconocían inmediatamente, y me pareció que los que eran capaces de echar un vistazo a su ocupante. Se preguntaban quién sería aquella chica más bien delgada y vestida con tanta sencillez.
Pasamos ante los guardias que estaban a la puerta del Schloss, y que ofrecían un aspecto magnífico, con sus uniformes azul claro, y las plumas rojo pálido del casco, y oí el ruido que hacían sus espadas al saludar al coche real.
Entramos en un patio en el que nos apeamos, y fui luego conducida a un recibidor, mucho más grande que el que había en el pabellón de caza, pero muy parecido a él, con el techo abovedado, y unos gruesos muros de piedra, en los que había excavados unos bancos.
Apareció un criado de librea y me dijo que le siguiera. Lo hice, y entré en una habitación pequeña, que daba al recibidor.
—Haga el favor de esperar un momento. Dije que sí con la cabeza, y me senté.
Pasaron unos cinco minutos antes de que se oyeran pasos el recibidor y se abriera la puerta. Un hombre y una mujer entraron en la habitación.
Me levanté e incliné la cabeza. Ellos inclinaron la suya.
—¿Es usted fräulein Ayres? —Preguntó el hombre—. Soy herr Frutschen, y ésta es frau Strelitz.
Les deseé los buenos días, y ellos me devolvieron el saludo con mucha cortesía.
Yo sabía que herr Frutschen era el administrador de la casa y el amigo de Hans, y comprendí que frau Strelitz era el ama de llaves, y que era a ella a quien tenía que hacer buen efecto si quería conseguir el puesto.
—¿Es usted inglesa? —preguntó.
Dije que sí.
—¿Y está buscando trabajo aquí?
—No estaba buscando trabajo, pero me enteré de esto por mediación del señor Schmidt, y pensé que me gustaría hacerlo.
—No es usted una institutriz.
—No, nunca he trabajado como institutriz.
—Es usted muy joven.
Se me encogió el corazón. ¿Era posible que después de haberme peinado de aquella manera no tuviera el aspecto que había esperado tener?
—Tengo casi dieciocho años.
—¿Y ha venido a visitar el país?
—Mi abuela me dejó algo de dinero, y pensé que sería una buena idea satisfacer el deseo que siempre había tenido de recorrer el mundo.
—¿Entonces pensaba usted continuar y su estancia aquí era sólo temporal?
—No tenía un plan definitivo. Y me pareció que esto podía ser interesante.
El administrador miró a frau Strelitz. Ella hizo un pequeño gesto con la cabeza.
—Su trabajo consistirá en enseñar a la condesa a hablar bien el inglés. Ha aprendido el idioma, pero no sabe pronunciado bien.
—Lo comprendo perfectamente.
La mujer dudó un poco:
—Sería sólo por un año…, no más. Hasta que se case la condesa.
—Ya lo comprendo.
—Eso será aproximadamente dentro de un año. Ahora tiene quince años. Es probable que la boda se celebre cuando cumpla dieciséis.
Mostré mi aprobación con la cabeza.
—Creo que es usted una persona bien educada.
—Me eduqué con una institutriz que era medio alemana, y creo que a eso se debe mi dominio del idioma.
—Está muy bien, está muy bien —dijo el administrador que, por su amistad con Hans, deseaba que me dieran el puesto.
—Sí —dijo frau Strelitz—. Muy bien.
—Fräulein Ayres es una señorita muy bien educada —comentó el administrador—. Y eso es muy importante para tener un buen acento.
—Éste es un puesto muy importante —continuó la mujer—. Debe usted comprender, fräulein Ayres, que su alumna será un día la primera dama del país. Va a casarse con el heredero del gran duque. Por ese motivo hemos de tener tanto cuidado.
—Es muy natural —dije—. Lo comprendo perfectamente.
—Tiene usted referencias de otro sitio en el que haya trabajado…
—No he trabajado en ningún otro sitio.
—¿Y hay alguna persona que pueda responder por usted?
Dudé un momento. Me acordé de Charles Daventry y del vicario. Pero ellos no sabían quién era Anne Ayres. Estaba también mi primo Arthur. Pero no sabía si podría explicárselo.
—En mi país, sí. Allí tengo amigos… Y el vicario… si quieren ustedes.
—Vamos a dejarla sola un momento —dijo frau Strelitz—. Haga el favor de perdonamos.
—No faltaba más.
Salieron, y cerraron la puerta tras ellos. Yo estaba tan impaciente que no podía parar. Algo me decía que tenía que conseguir aquel puesto y que, si no lo conseguía, ya no tendría nada que hacer, como no fuera admitir la derrota y volverme a casa.
Pero estaba de suerte. A los diez minutos, volvieron. El administrador estaba radiante.
—Hemos decidido darle a usted unos días de prueba, fräulein Ayres —dijo la mujer—. Espero que no le parezca mal. Es un puesto muy importante por tratarse de la persona de quien se trata. Ella también debe estar contenta con nuestra elección. Le daremos una semana de prueba, y luego, otras tres semanas más. Si pasado ese tiempo pensamos que es usted la persona indicada…, entonces…
—Sí, sí, lo comprendo —me apresuré a decir.
—Hemos decidido no escribir a Inglaterra pidiendo referencias —dijo el administrador—. Mi amigo, herr Schmidt, nos ha dicho que es usted una señorita de muy buena familia. Eso es lo que nosotros queremos… dado el rango de nuestra señora. Y no queremos tampoco una persona que busque un trabajo más duradero. Si no tiene inconveniente, convendría que empezara la próxima semana. Y ahora, ¿le parece que hablemos de su remuneración?
Yo sabía que sobre ese punto no iba a haber ninguna dificultad. Lo único que quería era entrar en el Schloss real.
Volvieron a llevarme a casa en el coche. Entré corriendo a la cocina, donde estaba Daisy cerca del fuego.
—¡Me lo han dado! —grité—. ¡Tienes ante tus ojos la institutriz inglesa de la dama más importante del país!
Nos pusimos a bailar en la cocina, y el Hans pequeño, al ver nuestra alegría, empezó a bailar también. No podíamos parar de reír.
—Esto es el principio —dije yo.