El lunes de la semana siguiente llegó el coche para recogemos a mi equipaje y a mi. Deje algunas cosas en casa de Daisy y, cuando me presenté en el Schloss, y me llevaron al mismo cuartito en el que me habían entrevistado, estaba nerviosísima. Frau Strelitz no tardó mucho en aparecer.
—Fräulein Ayres —dijo—, la condesa está impaciente por conocerla. Sus habitaciones están en el tercer piso. Hay una sala de estudio, y usted también tendrá una habitación allí. La condesa tiene una institutriz. Trabajará usted con ella mientras duren los estudios, pero el gran duque ha insistido en que tiene que perfeccionar su inglés. En este momento, es la asignatura más importante. El barón, su futuro esposo, que será quien nos gobierne cuando muera el gran duque…, y quiera Dios que eso tarde todavía algún tiempo en producirse… como le decía, el barón habla muy bien el inglés, y ella tiene que hacer lo mismo. Cuando venga a visitada, esperará que haya hecho progresos.
—Puede tener la seguridad de que haré cuanto pueda para conseguido.
—Estoy segura de que lo hará. Es posible que tenga algunas dificultades con la condesa Freya. Es una niña muy decidida y, como es natural, el haberse dado cuenta de la posición que ocupa ha hecho que sea un poco… vamos, que quiera hacer siempre lo que se le antoja. Es una gran responsabilidad la que tiene usted, fräulein Ayres, y no me parece que sea usted mucho mayor que la condesa.
Me miraba con cierta desconfianza. Quizá mi peinado no era todo lo serio que debía ser. Tenía la impresión de que mi pelo empezaba a escaparse de los límites que le habían impuesto.
—He viajado, frau Strelitz, y estoy segura de que una mujer de mundo, como usted, podrá comprender que el adquirir conocimientos no depende necesariamente de la edad que se tenga.
—Tiene usted razón, fräulein. Le deseo mucha suerte. Y debo decirle que si la condesa no siente simpatía por usted, le será muy difícil continuar aquí.
—Supongo que esa situación se repite con todas las institutrices.
—Tampoco puede decirse que su vida vaya a depender de conservar este puesto.
—Eso hará que me lo tome con mucho más interés —dije—. Para mí será algo que se hace más por gusto que por necesidad.
Creo que esas palabras le impresionaron un poco, porque su actitud se hizo más afectuosa.
—Muy bien —dijo—. Si quiere seguirme, le enseñaré su habitación y le presentaré a su alumna.
El Grand Schloss merecía llevar ese nombre. Estaba construido sobre una colina que dominaba la ciudad, de la que se veía una gran parte desde todas sus ventanas. Me pareció que por todas partes había criados de librea, y pasé por una serie de galerías y salas, ante las que había soldados de guardia, antes de llegar a las habitaciones de la condesa.
—La condesa ha ocupado estas habitaciones desde que vino de Kollenitz. Por supuesto, eso fue después de la muerte del barón Rudolph, cuando se convirtió en la prometida del barón Sigmund.
Asentí con la cabeza.
—Fue entonces, naturalmente, cuando pasó a ser una persona tan importante —continuó frau Strelitz—, porque tanto el margrave de Kollenitz como el gran duque desean que el margraviato y el ducado queden unidos por este matrimonio.
Frau Strelitz hizo una pausa, y dio unos golpecitos en una puerta. Se oyó una voz que decía «entre», y entramos en la habitación. Una mujer de edad mediana se levantó para recibirnos.
—Fräulein Kratz —dijo frau Strelitz—, le presento a fräulein Ayres.
Fräulein Kratz tenía una cara pálida y delgada y un aspecto bastante desdichado. Sentí en seguida lástima de ella, y vi que le había sorprendido mi juventud.
Una chica joven se levantó de la mesa y vino hacia mí, con aire más bien arrogante.
—Alteza —dijo frau Strelitz—, ¿puedo presentarle a fräulein Ayres, su institutriz inglesa?
Hice un saludo y dije en inglés:
—Estoy encantada de conocerla, condesa. Ella contestó en alemán:
—Así es que ha venido para enseñarme a hablar el inglés como lo hablan los ingleses.
—Sí, que, por cierto, es la mejor manera de hacerla —contesté yo en inglés.
Era muy rubia, tan rubia, que apenas se le distinguían las cejas y las pestañas. Tenía los ojos de color azul claro, pero no lo bastante grandes para que se pudiera decir que eran bonitos, sobre todo por no tener unas pestañas más oscuras que los realzasen. Esas pestañas tan claras le daban una expresión que yo encontraba muy simpática, de estar siempre sorprendida. Tenía la nariz larga, más bien aquilina, y una boca voluntariosa. Iba peinada con trenzas, y parecía más bien una colegiala petulante. Yo me preguntaba qué efecto le habría hecho.
—Espero que será una buena alumna —dije.
Se echó a reír, porque entendía muy bien el inglés:
—Pues yo espero ser una mala alumna. Suelo serlo, ¿no es verdad, Kratzkin?
—La condesa es realmente una alumna muy brillante —dijo frau Kratz.
La condesa se echó a reír otra vez:
—Lo ha estropeado con eso de «realmente», ¿no le parece, fräulein Ayres? Es como si no hubiera dicho nada.
—Bueno, fräulein Ayres —intervino frau Strelitz—, usted y fräulein Kratz se pondrán de acuerdo sobre las clases. Ahora voy a llevarla a su habitación, y luego podrán hablar de sus cosas.
—Yo voy a llevar a fräulein Ayres a su habitación —anunció la condesa.
—Su Alteza…
—Mi alteza —replicó en tono de burla la condesa—, quiere hacerlo. Venga, fräulein, tendremos que conocemos primero, creo yo, si es que vamos a tener que conversar en su abominable idioma.
—Mi hermoso idioma es lo que ha querido usted decir, condesa.
Se rio:
—Voy a llevarla. La clase queda suprimida. Kratzkin y frau Strelitz, ya pueden dejamos.
Yo estaba más bien espantada ante el tono imperioso de mi alumna, pero notaba que iba animándome. Preveía que íbamos a tener unos encuentros muy interesantes.
—Que suban su equipaje ahora mismo —ordenó la condesa—. Quiero ver lo que ha traído. —Se rio—. Vengo de Kollenitz, y allí son más brutos y no se andan con tanta ceremonia. No estamos tan bien educados como los de Bruxenstein. ¿Se ha dado cuenta ya, fräulein Ayres?
—Estoy empezando a dármela.
Eso le hizo gracia.
—Venga —dijo—. Tengo que hablar con usted, ¿no?
—En inglés —dije yo—, y no veo motivo para que no empecemos a hacerlo desde este momento.
—Pues yo sí que lo veo. Usted no es más que una institutriz. Yo soy la condesa, la gran duquesa electa. Por eso, más le valdría tener cuidado.
—No, al contrario, es usted quien debe tener cuidado.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Soy una mujer que dispone de medios propios. No necesito estar aquí. Lo hago, porque es una idea que me gusta. No se trata de ganarme la vida. Creo que debo dejar eso bien claro desde el principio.
Se quedó mirándome, y luego empezó otra vez a reírse.
Las dos mujeres seguían todavía en la puerta, y gritó:
—Ya me han oído decir que se vayan. Márchense de una vez. Yo me ocuparé de la institutriz inglesa.
Sonreí a frau Strelitz como pidiendo disculpas:
—Conviene que podamos hablar —dije—. Pero me negaré a hablarle a la condesa, si no es en inglés, ya que he visto que esa norma es de la máxima importancia.
La niña se quedó demasiado sorprendida para discutir conmigo, y comprendí que había ganado el primer asalto. Me había ganado también la admiración de la desdichada Kratzkin y la aprobación de frau Strelitz. Pero con quien tenía que habérmelas era con la condesa.
—Ésta es su habitación —me dijo, abriendo de par en par la puerta—. Yo estoy al otro extremo del corredor. Mis habitaciones son mejores, naturalmente, pero ésta no está mal para una institutriz.
—Me atrevo a decir que voy a encontrarla bastante bien.
—Mucho mejor que la que está acostumbrada a tener, sin duda alguna —contestó.
—Pues la verdad es que no. Yo me he criado en una casa de campo muy grande, y que creo que, en conjunto, es tan lujosa como su Schloss.
—¿Y hace todo esto sólo por divertirse?
—Podría decirse que sí.
—No es usted muy vieja, ¿verdad?
—Tengo experiencia del mundo.
—¿Sí? A mí me gustaría tenerla. No tengo ni la mitad de la experiencia que me gustaría tener.
—Eso se adquiere con los años.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cumpliré dieciocho en abril.
—Yo tengo quince. No es mucha diferencia.
—Sí que lo es. Los próximos cuatro años van a ser de los más importantes de su vida.
—¿Por qué?
—Porque una deja de ser una niña y se convierte en una mujer.
—Yo me casaré el año que viene.
—Eso he creído entender.
—La gente habla mucho de nosotros, ¿no?
—Saben algunas cosas.
—Me gustaría que no siguiera hablando en inglés.
—Es que he venido aquí para eso.
—Pero limita la conversación. Yo quiero saber muchas cosas de usted, y no siempre puedo entenderla todo lo bien que quisiera si habla en inglés.
—Así tendrá un motivo más para dominar el idioma.
—Habla usted como una institutriz. He tenido ya muchas, pero nunca duran demasiado. Soy una persona difícil. No he tenido nunca otra como usted.
—Eso supondrá para usted un cambio.
—No creo que vaya a quedarse mucho tiempo.
—Sólo mientras me necesite, por supuesto.
—Pues yo me atrevería a decir que se va a ir antes. No es fácil tratar conmigo, ¿sabe?
—Ya me he dado cuenta.
—A la pobre Kratzkin la tengo aterrorizada. Y a frau Strelitz un poco, también.
—Creo que no debería estar tan orgullosa de eso.
—¿Por qué no?
—Porque el hecho de complicarles a ellas la vida no debía llenada de satisfacción. Es muy fácil, ¿no?, apuntarse tantos a costa de quien no puede replicar.
—¿Y entonces por qué no replican?
—Porque están empleadas aquí.
—¿Y con usted me voy a apuntar algún tanto?
—Desde luego, no.
—¿Por qué no?
—Porque yo no estoy obligada a complacerla. Si no le gusto, puede decirme que me vaya y, si usted no me gusta a mí, puedo irme también con la misma tranquilidad.
Me miró asombrada. Luego empezó a sonreír:
—¿Cómo se llama?
—Fräulein Ayres.
—Quiero decir de nombre.
—Anne.
—Le llamaré así.
—¿y cómo se llama usted?
—Ya lo sabe. Todo el mundo lo sabe. Soy la condesa Freya de Kollenitz.
—Freya es una diosa.
—La diosa de la belleza —dijo, satisfecha—. ¿Sabía usted que cuando Thor perdió el martillo, Thrym, el gigante, dijo que no se lo devolvería si Freya no iba al país de los gigantes y se casaba con él?
—Sí que lo sabía. Y Thor se disfrazó de Freya y fue a la tierra de los gigantes y recuperó su martillo. Mi institutriz me contaba a mí esas leyendas. Solía pasar las vacaciones en la Selva Negra. Su madre era alemana.
—Entonces, usted tenía también una institutriz. ¿Era buena? ¿La quería?
—Era muy buena y la quería mucho.
—Supongo que era una buena alumna.
—No siempre. Pero sí éramos siempre unas niñas bien educadas.
—¿Por qué dice éramos?
—Mi hermana y yo.
Me puse un poco colorada, y ella lo notó en seguida.
—¿Dónde está su hermana ahora?
—Murió.
—Eso le da pena, ¿verdad?
—Mucha pena.
—Hábleme de su institutriz.
Le conté todo lo que recordaba de la señorita Elton y de su familia. Escuchaba con interés, pero observé que se distraía en seguida, y cambiaba de tema. Vio mi equipaje y preguntó:
—¿Va a deshacer las maletas?
—Sí.
—Pues voy a ver cómo lo hace.
Se puso a mirar cómo sacaba los vestidos y los colgaba, y no paraba de hacer comentarios:
—Ése es feo. Ése otro está algo mejor.
—Ya veo lo que quiere decir al hablar de la educación de Kollenitz —comenté yo, y eso le hizo soltar una carcajada.
Había un libro encima de la maleta, y lo cogió. Empezó a leer, despacio, y con fuerte acento alemán:
—Los poemas de Robert Browning.
—Veo que vamos a tener que trabajar mucho para mejorar su acento —le dije.
El libro se abrió por una determinada página, y era natural que lo hiciera porque yo había leído ese poema muchas veces. Leyó, en voz alta, y despacio:
La Canción de Pippa.
Es primavera
un día por la mañana…
—Esto no puedo leerlo. La poesía es muy difícil —dijo. Cogí el libro y leí el poema. Me temblaba un poco la voz al llegar a las últimas líneas:
Dios está en el cielo
y en el mundo todo marcha bien.
Cerré el libro. Ella me miraba fijamente. Luego yo sonreí un poco, y me devolvió la sonrisa.
Pensé para mis adentros: «Las cosas van a marchar bien, me va a gustar mi condesita».
*****
Los días que siguieron estuvieron llenos de impresiones nuevas para mí. Con gran sorpresa por parte de los criados, la condesa y yo nos entendíamos muy bien. Quizá eso se debiera a que yo me mantenía siempre un poco aparte y conservaba mi independencia porque, en cualquier momento, podía marcharme si lo deseaba, y sin tener que pensar en cuestiones de dinero que influyeran en su actitud o en la mía. Yo sentía interés por ella, lo mismo que ella lo sentía por mí. Le gustaba estar conmigo, y quería descuidar los otros estudios, con la excusa, como ella decía, de «perfeccionar mi inglés». A mí no me resultaba difícil, porque no tenía que preparar las lecciones. Conocía bien las reglas del idioma, y era sólo conversación lo que necesitaba, así es que podíamos hablar de muchas cosas y, cuando hacía falta, la corregía.
—¿No tendría que estar ahora con fräulein Kratz? —le preguntaba yo a veces.
Se reía y contestaba:
—Quiero seguir con el inglés. Es lo más importante. Quién va a preocuparse de las matemáticas…, no son más que una tabarra. ¿Y a quién le importa la historia? Lo que hicieran los reyes y las reinas hace tantos años, da igual. Ya no voy a poder cambiarlo. De verdad que lo que yo creo que me hace falta es perfeccionar mi inglés.
—Se olvida de que yo tengo que tener algunos momentos libres. Los está invadiendo.
Creo que para ella era una cosa muy rara pensar en alguien, como no fuera en sí misma, pero se quedaba pensativa y volvía a clase, con cierto aire de resignación.
Yo me sentía muy halagada. Un día que fui a visitar a Daisy, me dijo que el administrador le había dicho a Hans que estaban asombrados del éxito que había tenido con la condesa. Me alegré mucho de oírlo.
Por eso, pasábamos mucho tiempo juntas, y creo que, hasta cierto punto, estábamos haciéndonos amigas. La vida en la residencia real no era exactamente lo que yo había imaginado. Estábamos muy apartadas de los demás y, aunque llevaba ya dos semanas allí, no había visto nunca al gran duque ni de lejos. La torre en la que se encontraban nuestras habitaciones estaba muy alejada de los apartamentos reales y, aunque hubiera muchas idas y venidas de emisarios y otras cosas por el estilo, no tenían nada que ver con nosotros. Era como vivir en el ala de una casa de campo, que forma parte de la residencia principal, pero está muy separada de ella.
Freya y yo paseábamos por los terrenos del Schloss; otras veces montábamos a caballo. Era buena amazona, pero yo no desmerecía al lado de ella.
Una vez dijo con admiración, pero también con resentimiento:
—Usted sabe hacerlo todo.
Se vestía siempre con sobriedad cuando salíamos a montar a caballo, y siempre teníamos que ir acompañadas de dos criados, cosa que le molestaba mucho. Yo comenté una vez que eran muy discretos y sabían mantenerse a distancia.
—Más les vale —contestó, echando chispas por los ojos. Cabalgábamos juntas por el bosque, y ella me contaba historias que se habían transmitido de generación en generación. Un día me enseñó un Schloss en ruinas, en el que se decía que una baronesa había emparedado a la amante de su marido:
—Dijo que quería que añadieran una habitación y, cuando los obreros estaban haciéndola, hizo traer a aquella joven tan guapa y les mandó que la emparedasen. Dicen que algunas noches todavía pueden oírse sus gritos.
Me enseñó la Roca de Klingen, y el despeñadero que se abría a su pie:
—Tenían costumbre de traer aquí a la gente, y luego les invitaban a tirarse abajo… para evitar otra cosa peor.
—Tienen unas costumbres muy simpáticas en Bruxenstein.
—Todo el mundo las tiene —contestó Freya—. Lo que pasa es que no lo dicen y, además, eso era hace mucho tiempo.
»Klingen Schloss perteneció en otro tiempo a un barón que era un salteador de caminos. Los capturaba, y luego pedía un rescate. Iba cortándoles los dedos uno por uno, y se los mandaba a sus parientes. A cada nuevo dedo que mandaba, aumentaba el rescate y, si no lo pagaban, los arrojaba desde la roca para deshacerse de ellos.
—¡Qué horror!
—Los dioses son más agradables —decía Freya, y le brillaban los ojos al hablar de Thor—. Era muy fuerte… el dios del trueno. —Era su dios favorito—. Tenía el pelo y la barba rojos. Era el más fuerte de todos ellos, y era bueno pero, cuando se enfadaba, le saltaban chispas de los ojos.
—Espero que no se enfadara muchas veces. Es una tontería enfadarse. No sirve para nada.
—¿Usted nunca se enfada, fräulein Anne?
—Sí, claro… de vez en cuando. Pero por suerte no soy Thor, y no necesita tener miedo de que suelte chispas.
Se echó a reír. Siempre estaba riéndose cuando iba conmigo. Yo notaba que los criados nos miraban cuando la oían, y no había duda de que estaba haciéndome famosa por lo bien que sabía manejar a la condesa.
Yo comprendía que había vivido en un ambiente enrarecido, y que su posición la había apartado de los demás; había conocido a muy pocos niños, y nunca había tenido una compañera de juegos. Todo lo que había tenido era su realeza, que se manifestaba en su poder sobre los demás. Y lo había ejercido, porque no tenía otra cosa.
Empezaba a sentir cierta pena de mi arrogante condesita.
La animaba a hablar. No era mucho lo que tenía que contar de su vida cotidiana; vivía en un mundo aparte, poblado de dioses y de héroes. Hablaba constantemente de Freya, cosa que no era de extrañar, ya que llevaba el mismo nombre de la diosa.
—Tenía el pelo rubio como el oro y los ojos azules —me dijo en una ocasión, mientras se contemplaba complacida en el espejo—, y era considerada como la personificación de la tierra por lo guapa que era. Se casó con Odur, que era el símbolo del sol de verano, y tuvo dos hijas, que eran tan guapas como ella… bueno, no tanto, pero casi igual. Las quería mucho, pero a su marido le quería todavía más. Pero él era un vagabundo, y no podía parar en casa. Yo no sé si Sigmund también lo será. Creo que sí que va a serio. Casi nunca está aquí. Ahora también está de viaje. A lo mejor no quiere estar donde estoy yo.
—No debe pensar que la vida va a ser para usted lo que era para esa diosa. Vivimos en una época moderna —dije yo.
Me miró fijamente, y dijo con repentina sabiduría:
—Pero la gente no cambia mucho… viva en la época en que viva y, más o menos, siempre hacen lo mismo. Se casan… son infieles, y se van por ahí.
—Le corresponde a usted tratar de que Sigmund no se vaya por ahí.
—Ahora empieza a hablar como Kratzkin. No la imite, por favor. Sea usted misma. No podría soportar que fuera como otra persona cualquiera.
—Espero ser siempre yo misma, y me parece que esa Freya, que era tan guapa, lo que tenía que haber hecho era dejar a su marido que se fuera y no preocuparse de él.
—Pero era muy desgraciada. Lloraba mucho y, cuando sus lágrimas caían en el mar, se convertían en ámbar.
—Me cuesta trabajo creer que ésa sea la explicación científica del origen de esa sustancia.
Empezó otra vez a reírse, y yo me alegré de verla contenta, porque comprendía que aquellas conversaciones ocultaban una preocupación por su próximo matrimonio con Sigmund, y que no estaba nada tranquila. Esperaba que más adelante se decidiera a hablarme de sus sentimientos.
—Marchó en su busca, y lloró tanto que, donde ella había llorado, encontraron oro más tarde.
—Pues debe haber mucha gente agradecida a tan lacrimosa señora —dije yo.
—Ahora todo eso es difícil de creer, pero me alegro de que me pusieran de nombre Freya. Aunque Freya no se casó con Sigmund. Se casó con Boghild, pero era tan malvado que la repudió. Y luego se casó con otra mujer. Con Hiordis. Así es que la segunda vez tampoco se casó con Freya.
—Ha vivido demasiado tiempo entre esas viejas leyendas —le dije—. Y no siempre están pensadas para que uno se las tome tan en serio. En cualquier caso, Sigmund era uno de los héroes, ¿no? Ya sé que usted se considera una diosa, pero no debe olvidar que Sigmund es un hombre. Y como usted es una mujer, si quiere que los dos puedan ser felices juntos, no puede olvidarse de eso.
—Tal como usted lo dice, todo parece muy fácil, fräulein Anne. ¿Siempre es así de fácil para usted?
—No —contesté yo—, no lo es.
—Quiero decirle una cosa.
—Dígamela.
—Me alegro de que haya venido.
Era un progreso muy apreciable, ¡y sólo en dos semanas! Me habló de su vida en Kollenitz:
—Era mucho menos formal que aquí. Claro que mi padre, el margrave, gobierna únicamente en un pequeño estado… pero es importante. Ésa es la cosa. Es por la situación que ocupa Kollenitz, no por el poder, la riqueza o lo que podamos tener. Bruxenstein necesita asegurarse la amistad de Kollenitz, para que Kollenitz pueda ser lo que ellos llaman un «estado tope». ¿Comprende?
—Sí.
—¿Y le gustaría a usted servir de tope?
Se quedó mirándome, en espera de una respuesta, y yo contesté sin pensarlo mucho:
—Creo que eso dependería de Sigmund.
La respuesta le hizo reír otra vez:
—Sigmund es alto y guapo. Yo creo que Sigmund, el héroe, debía de ser muy parecido a él. Aunque quizá se parezca todavía más a Sigard. Que en realidad es el que me ha gustado siempre. Es mi héroe favorito.
—Tiene que olvidarse de todos esos mitos. Hábleme de Kollenitz.
—Yo era hija única. Y para ellos es un gran disgusto no tener hijos varones. Parece que te echen la culpa a ti.
—Estoy segura de que no lo hacen.
—Pues yo estoy segura de que sí que lo hacen, y usted haga el favor de no hablar como Kratzkin.
—Muy bien. ¿Diremos entonces que hay un cierto resentimiento hacia la hija hembra?
—Sí, eso está mejor.
—Pero, como no era culpa suya, tampoco debía disgustarse demasiado.
—No, si no me importaba mucho. Pero yo creo que algo, sí. Y eso suponía una dificultad para ellas…, para las ayas y las institutrices…, yo quería que supieran que, aunque fuese una niña, era una persona importante…, la heredera. Y luego me convertí en la prometida de Sigmund, pero eso fue después de que asesinaran a Rudolph.
—¿Qué sabe usted de eso? —pregunté yo, impaciente por oírlo.
—¿De Rudolph? Que estaba con su amante en el refugio de caza, y que alguien entró allí y los mató con una de las escopetas de la armería. Yo no me enteré hasta más tarde pero, si no hubiera muerto, me habría casado con Rudolph.
—¿Se habría casado?
—Sí, porque Kollenitz es el estado que tiene que servir de tope. Quieren que Kollenitz sea aliado de Bruxenstein.
—¿Y qué pasó después?
—Fue hace mucho tiempo, y yo era muy pequeña entonces. Veía que hablaban en voz baja, pero se callaban siempre en cuanto llegaba yo. Luego me enteré de que iba a ser la prometida de Sigmund. Al principio no podía entenderlo, porque siempre me habían dicho que era Rudolph el que iba a casarse conmigo.
—¿Cuándo se enteró de que había muerto?
—Cuando me prometí a Sigmund. Entonces tuvieron que decirme por qué no iba a casarme con Rudolph. Con Rudolph no se había celebrado ninguna ceremonia. No había más que tratados pero, en la Schloss-Kirche de aquí sí que se celebró, y Sigmund y yo nos prometimos. No fue una boda, sólo un compromiso de matrimonio; pero eso significa que estamos prometidos. Ahora necesitaríamos una dispensa para casamos con otra persona, y nadie podría darla, porque mi padre y el gran duque no lo permitirían nunca.
—Ahora ya comprendo lo importante que es.
—Un tope —contestó ella.
Le puse las manos en los hombros:
—Condesa, veo que va a ser muy feliz.
—¿Dónde lo ve?
—En las estrellas.
—¿Qué puede decirme?
—Puedo decirle que va a ser así.
—Yo no sé por qué Sigmund está tanto tiempo fuera. ¿Cree que será porque no le gusto?
—Por supuesto que no. Es que anda estableciendo tratados y otras cosas así con las potencias extranjeras.
Se echó a reír; y luego se puso seria:
—A lo mejor es eso. Y ya ve usted, fue sólo al morir Rudolph cuando se convirtió en una persona importante. Antes de eso, no era más que el hijo del hermano menor del gran duque.
—Pues habrá supuesto una enorme diferencia en su vida.
—Claro. Será gran duque cuando este otro muera. ¡Ay!, espero que no ande siempre por ahí como el marido de Freya.
—No lo hará, y usted no tendrá que ir detrás de él, llorando, aunque las reservas mundiales de oro y de ámbar no puedan aumentar gracias a eso.
—Fräulein Anne, me gusta usted mucho. Yo creo que es porque me hace gracia. Voy a llamarle sólo Anne…, nada de fräulein ya, porque si no, parece que sea una de mis antiguas institutrices.
—Veo que estamos avanzando a pasos agigantados. Su educación va mejorando también lo mismo que su acento. Me pide permiso. Querida condesa, me gustaría que me llamara sólo Anne.
—¿Y va a llamarme a mí Freya?
—Cuando estemos solas —contesté—. Delante de los demás sería prudente tratarnos con cierta ceremonia.
Me dio un beso, y yo me sentí muy conmovida. Realmente, estábamos haciéndonos muy amigas.
*****
Llevaba ya casi un mes con Freya cuando dijo que quería ir al mausoleo porque era el aniversario de la muerte de su abuela y estaba enterrada allí. Yo le pregunté por qué era así, y me dijo que su abuela se había casado en segundas nupcias en Bruxenstein, y había pasado allí los últimos días de su vida, aunque los hijos del primer matrimonio se habían quedado en Kollenitz.
Yo estaba ansiosa por ver todo lo que se relacionaba con familia, y esperaba con gran ilusión la visita al mausoleo.
Tuve que ir a pedir la llave al administrador, y me recibió entre sonrisas. Sabía, como todos los demás, el éxito que esa teniendo con la condesa y pensaba que tan feliz resultado lo debían a él. Me dijo que el mismo gran duque le ha felicitado, porque frau Strelitz y los otros ya se lo habían dicho.
Yo le dije que estaba muy contenta con mi trabajo, y que la condesa había hecho muchos progresos.
—Dicen que está tan entusiasmada con el inglés, que descuida un poco los otros estudios —comentó, complacido. —Fräulein Kratz y yo tratamos de que las cosas no se desnivelen.
El administrador se sintió feliz, me dio la llave, y me dijo que se la devolviera cuando terminara la visita.
Prometí hacerla, y Freya y yo salimos a pie, porque la iglesia estaba al lado del Schloss. Estaba situada en alto, en un sitio muy bonito, y con una vista magnífica sobre la ciudad. Algunas de las tumbas eran muy recientes, y tenían todavía coronas y flores frescas.
El mausoleo era magnífico e impresionante. Freya me dijo que lo habían hecho hacía muchos años, y que era obra de uno de los más grandes arquitectos.
Abrió la puerta, y bajó unos cuantos escalones. El suelo era de mármol, lo mismo que la capilla, y había unas galerías laterales en las que estaban colocados los sarcófagos.
—¡Qué silencioso está! —dije yo.
—Tan silencioso como una tumba —contestó Freya—, Anne, ¿no siente un poquitín de miedo?
—¿De qué vaya sentir miedo aquí?
—De los espíritus.
—Los muertos no pueden hacer ningún daño a los vivos.
—Algunas personas dicen que sí. ¿Y si los han asesinado? Dicen que los que mueren violentamente no pueden tener reposo.
—¿Quién lo dice?
—Ellos.
—Yo nunca creo en ellos. Hablan siempre de una forma muy vaga y parece que les diera miedo decir su nombre.
—Éste es el ataúd de mi abuela. Siempre pienso en ella cuando vengo aquí. Vino de Kollenitz a Bruxenstein…, lo mismo que yo. Pero ella era mayor que yo y ya había estado casada… así es que sabría algo más de eso. Rezo una oración, y espero que esté feliz en el cielo. Una vez vi un retrato suyo. Dicen que se parecía a mí.
—Otra vez ellos. Parecen estar en todas partes.
Soltó una carcajada, y luego se tapó la boca con los dedos:
—A lo mejor no deberíamos reímos aquí.
—¿Por qué no?
—Puede que no les guste.
—Ya están otra vez aquí.
Se puso seria:
—Esta vez me refiero a los espíritus —dijo en voz baja.
—Bueno —dije yo en voz alta—, no tenemos nada que temer de ellos ni ellos de nosotros.
—Venga a ver esto —dijo, y me condujo hacia un ataúd que estaba colocado en uno de los estantes de piedra—. ¿Puede leer lo que pone?
Me acerqué y leí: «Rudolph Wilhelm Otto von Gruton Fuchs. Veintitrés años…».
Freya me interrumpió:
—Sí, es el que asesinaron. Me gustaría saber si descansa en paz.
Yo me quedé mirándolo en silencio, completamente aturdida, aunque debía haber supuesto que estaría enterrado allí. Mi mente había retrocedido varios años, al día en que por primera vez le vi llegar al Grange y llevarse a Francine.
Luego, de repente, me di cuenta de que estaba sola. Me volví en seguida, y oí el ruido de la llave en la cerradura. Primero me asusté; y luego me sentí muy molesta. Freya me había encerrado.
Miré a la puerta. Fui luego hasta ella, y dije enfadada:
—Abra inmediatamente.
No hubo respuesta. Golpeé la puerta con los puños, pero eso también causó poca impresión.
No sabía qué hacer. Aquello no era serio. No tardarían en echarme de menos y en saber dónde estaba, porque el administrador me había dado la llave y, en cuanto Freya volviera sin mí, vendrían inmediatamente a sacarme. Pero lo primero que sentí fue una desilusión al pensar que Freya había sido capaz de hacer eso. Sabía que estaba tratando de poner a prueba mi tranquilidad y de asustarme, para demostrar que tenía las mismas debilidades que ella; pero que le dejaran a una encerrada en un mausoleo, sin más compañía que la de los muertos, era una experiencia aterradora, y ella tenía que saberlo bien y, a pesar de nuestra amistad, me había sometido a ella.
Aquel sitio tenía realmente un aire de misterio. Yo miraba los sarcófagos que estaban en las galerías laterales, y pensaba en los muertos, Rudolph entre ellos. Si pudiera resucitar y contarme la verdad de lo que había sucedido, estaría dispuesta a enfrentarme a lo que fuera.
Me senté en las escaleras, con la vista fija en lo que tenía delante. «¡Ay, Rudolph, Rudolph! —Dije para mis adentros—, sal ahora, que no tendré miedo. Tengo tantas ganas de saber…».
Y luego, de repente, sentí la presencia de alguien junto a mí. Me pareció escuchar unas risas.
Me volví, y el silencio quedó roto por la alegría de Freya.
Había abierto la puerta con todo cuidado y estaba detrás de mí.
—¿Ha pasado miedo? —preguntó.
—Tengo que decir que me quedé muy sorprendida cuando hizo la tontería de encerrarme aquí.
—¿Por qué?
—Porque fuera capaz de hacer algo tan…
—¿Infantil?
—No. Eso todavía podría perdonarse.
—¿Entonces, está enfadada? ¿No va a querer perdonarme? ¿Se va a marchar?
La miré y le dije:
—Freya, hay personas a las que les habría aterrorizado verse encerradas en un sitio así.
—Pero a usted no.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque no tiene miedo a nada.
—¡Santo Dios! ¿Es ésa la impresión que le he dado?
Dijo que sí con la cabeza.
—Ha sido una crueldad. No debe hacerle nunca a nadie una cosa así.
—Ya lo sé. Me quedé aterrorizada en cuanto vi lo que había hecho. Pensé que se le iba a poner el pelo blanco de repente. A algunas personas les pasa eso cuando tienen mucho miedo. O que iba a morirse del susto. Pero luego pensé que se iba a quedar tan fresca. Y luego volví a tener miedo de que se enfadara tanto que quisiera marcharse. Por eso abrí la puerta… y me la encontré allí sentada, hablando sola.
—Deme la llave —dije—. ¿Me la sacó del bolsillo?
Dijo que sí.
—Ha sido una tontería —comenté.
—En cierto sentido, no —contestó ella—, porque he comprobado que es muy valiente y exactamente igual a como yo la imaginaba. No se puso a llorar o a dar gritos. Lo único que hizo fue sentarse y esperar, porque sabía que iba a arrepentirme en seguida.
La obligué a salir del mausoleo y cerré la puerta. Cuando íbamos camino del Schloss, me dijo:
—Sé que hay otra tumba. La acompañaré, si quiere.
—¿Qué tumba?
—Es una tumba bastante especial. Es un secreto. La llevaré mañana. Es verdad que me gusta, Anne. Y siento haber cogido la llave y haberla encerrado. Pero no ha pasado miedo, ¿eh? No creo que pueda pasarlo nunca. Yo creo que tiene unos poderes especiales.
—Haga el favor de no confundirme con sus dioses o sus héroes. No soy uno de ellos.
—¿Entonces, qué es, Anne?
—La sufrida institutriz inglesa.
*****
Un rasgo simpático del carácter de Freya era que estaba de verdad arrepentida de haberme encerrado en el mausoleo y hacía cuanto podía por borrar su mal comportamiento.
Yo traté de quitarle importancia, y dije que, como se había arrepentido en seguida, podíamos olvidamos de ello.
Pero estaba decidida a complacerme y, al día siguiente, propuso ir a dar un paseo a caballo por el bosque. Salimos escoltadas por los dos criados, que iban detrás de nosotras, a prudente distancia, y me sorprendió ver que nos encaminábamos hacia el pabellón de caza. Pasamos por delante de la casa de Gisela, pero no vi a ninguno de los niños.
—Tengo unos amigos en esa casa —dije.
—¿Los encargados del pabellón? —preguntó.
—Sí, los conocí una vez. Tienen unos niños muy simpáticos.
—Son los que cuidaban el pabellón de caza cuando pasó la tragedia.
—Sí.
Estuvimos un rato calladas, y luego dijo ella:
—Llegaremos allí en seguida.
Y en efecto, allí estaba, más impresionante que nunca.
Freya había detenido el caballo, y vi con asombro que se bajaba de él.
—¿Vamos a entrar? —pregunté, con la esperanza de que no se me notara en la voz la emoción que sentía.
—No hay nada ahí adentro —contestó—. Ahora ya no viene nadie. Pero ¿le gustaría entrar en un sitio donde se ha cometido un crimen?
Yo me estremecí.
—Ahora sí que se ha asustado de verdad, Anne. —No apartaba los ojos de mí—. Parece más aterrorizada que en el mausoleo. Bueno, yo creo que no es que esté asustada, pero está un poco rara.
—Le aseguro que no estoy asustada.
—Pues entonces, vamos.
—¿Adónde vamos?
—Ya se lo he dicho. Le prometí que iba a enseñarle una cosa.
Mi nerviosismo aumentaba por momentos. Veía que estaba a punto de hacer un descubrimiento, y me asombraba que fuera a hacerlo a través de la condesa.
Llamó a los criados que nos habían seguido a prudente distancia:
—Vamos a dar un paseo por detrás del pabellón. Quédense aquí con los caballos. —Luego se volvió hacia mí—: Venga conmigo por este camino.
La seguí, temiendo que Arnulf, los gemelos o cualquiera de los niños anduvieran por allí cerca. Pero no había señales de vida en ningún sitio.
Me llevó por detrás de la casa, sin pararse ni titubear hasta que llegamos a una entrada que conducía a una parte del bosque que estaba cercada con una valla verde. Había una puerta, hecha también de madera, y la condesa se acercó, ella:
—¿Adivina lo que hay aquí? —me preguntó.
—No.
—Es una tumba.
Abrió la puerta, y entramos. Había un montón de tierra en el centro, y alguien había plantado un rosal sobre él. La hierba que rodeaba el montón estaba segada.
Me arrodillé, y leí la inscripción de la lápida, que estaba casi tapada por el rosal. «Francine Ewell», decía, y estaba también la fecha de su muerte.
No podía contener la emoción. Eso era lo último que yo podía esperar. Sentía deseos de arrojarme sobre la tierra y ponerme a llorar por ella, por mi preciosa y adorada hermana. Ahora estaba allí, debajo de aquel montón de tierra. Pero, al menos, había encontrado su tumba.
Me di cuenta de que Freya estaba a mi lado.
—Es… la mujer —dijo en voz baja.
No contesté. No podía hablar en aquel momento.
—Debieron de tener que enterrarla aquí… cerca del pabellón donde murió.
Me levanté, y ella siguió hablando:
—Eso es lo que quería enseñarle. Pensé que le interesaría… porque a usted, ¿verdad que sí?, a usted le gusta oír hablar del crimen. —Me miraba con mucha atención—. ¿Se encuentra bien, Anne?
—Sí, gracias. Estoy perfectamente.
—Pues tiene un aspecto un poco raro.
—Es por la luz que hay aquí… con todos estos árboles. Usted también está pálida.
—Bueno, pues esto es lo que le quería enseñar. Es interesante, ¿verdad?
Dije que sí que lo era.
Intentaba tener un aspecto normal, pero no podía dejar de pensar en el cuerpo de Francine, sacado del refugio y enterrado allí cerca.
Fue mientras volvíamos a casa cuando se me ocurrió la idea: alguien cuidaba de su tumba. ¿Quién podría ser?
*****
Tenía un enorme deseo de volver allí… pero sola. Eso parecía imposible, porque sólo podía ausentarme por muy poco tiempo. Le dije entonces a frau Strelitz que me gustaría tener medio día libre, porque quería ir a ver a la señora Schmidt, con quien había estado viviendo antes de ir al Schloss.
—Naturalmente, fräulein —me dijo—. Nosotros no queremos que piense que está prisionera. Tiene que tener sus horas libres. La condesa y usted se han hecho tan amigas que no se nos ocurrió pensar que podría querer salir sola.
Con Freya la cosa no fue tan fácil. No acababa de comprender por qué no podía venir conmigo.
—Es que pondría a mis amigos en un compromiso. No están acostumbrados a recibir a grandes personajes en esa casita tan pequeña.
—Pero a mí no me importaría.
—Si es que no se trata de eso. Es a ellos a quienes les iba a importar.
—Es la mujer de herr Schmidt, ¿no? Él trabaja para el Graf Van Bindorf.
—Así que ya está enterada.
—Me gusta enterarme de todo lo que tiene que ver con usted, Anne. —Soltó una carcajada—. Parece que se ha asustado un poco. Creo que tiene algún secreto. ¿Lo tiene? ¿Lo tiene?
—Ya está empezando a pensar disparates.
Cambié de asunto lo mejor que pude, pero no estaba muy segura de poder engañarla. Era muy astuta.
A pesar de todo, conseguí mi tarde libre y fui a casa de Daisy, que me recibió encantada, y me dijo que Hans le había contado que estaba teniendo un gran éxito en mi trabajo y que la condesa estaba casi siempre conmigo.
—Si es natural —dijo—. Usted se ha criado en el Manor y yo estoy convencida de que una verdadera señorita inglesa vale tanto como cualquier condesa extranjera.
—Que no te oiga nadie decir eso. Estoy segura de que no iban a estar de acuerdo.
—Bueno, pues nos lo guardaremos para nosotras —dijo Daisy, haciéndome un guiño—. Y ahora, déjeme traer e un vaso de vino. Tengo también unas pastas. Las guardo para cuando vienen por aquí los amigos de Hans.
Me tomé el vino, y le dije que había visto la tumba de Francine.
Tuvo un sobresalto.
—Lo raro —dije yo—, es que hay alguien que la cuida.
—¿Quién podrá ser?
—Daisy, tiene que ser alguien que la conocía.
—A lo mejor, no. La gente suele cuidar las tumbas. Es por una especie de respeto hacia los muertos.
—Quiero ir otra vez a verla.
—¿Y por qué ahora?
—Es una oportunidad, y no son tan fáciles de encontrar.
—Me han dicho que la condesa le ha cogido mucho cariño. Pobrecilla. A casarte, quieras o no quieras. Primero, con Rudolph. Y ahora, como lo han matado, con Sigmund.
—Rudolph nunca habría podido casarse con ella —dije yo—, porque estaba casado con Francine.
Daisy no hizo ningún comentario. No quería contradecirme en un asunto que ya sabía que me importaba tanto.
—Te veré a la vuelta —dije.
Creo que le desilusionó algo que no me quedara con ella, pero comprendía los deseos que tenía de volver a ver la tumba.
Cabalgué lo más de prisa que pude, y no tardé en llegar a la casa de Gisela. Vi a los gemelos jugando en el jardín. Ellos me vieron también, y me llamaron. Les saludé con la mano, y continué mi camino.
Me bajé del caballo al llegar al pabellón de caza, lo até al poste, y me dirigí hacia la parte de atrás de la casa. Encontré la tumba, y pasé por la empalizada verde. Me arrodillé junto a ella, y pensé en Francine.
Me habría gustado llevar unas flores para ponerlas en la sepultura. ¿Sería una tontería hacerlo? ¿Se fijaría alguien en ellas? ¿Dirían que por qué iba allí aquella inglesa tan rara?
Quizá hubiese sido mejor no haber venido. Era posible que la emoción me hubiera puesto ya al descubierto ante Freya. ¿Qué iba a pasar si me encontraban allí?
Me levanté. Tenía la sensación de que me vigilaban, que había alguien escondido entre los árboles, atisbándome. Me pareció oír cuchicheos, pero era sólo el viento que soplaba entre los pinos.
No podía dejar que me encontraran allí. Los niños ya me habían descubierto en el pabellón de caza. ¿Qué iban a pensar si sabían que había vuelto? Seguro que empezarían a extrañarse de ese interés morboso que parecía tener por un crimen que había ocurrido hacía varios años.
Volví corriendo a buscar el caballo, y me marché. Al llegar a la casa de Gisela, vi que estaba en la puerta, con un niño pequeño en brazos. Comprendí que era Max.
Me saludó al verme:
—¿Cómo está usted? Frau Schmidt ya me ha hablado de su trabajo en el Grand Schloss.
—Sí, estoy muy contenta. La condesa es un encanto.
—¿Y es buena alumna?
—Muy buena… en inglés.
—¿Ha estado en el pabellón?
—He pasado por allí. —Dudé un poco, y luego solté la pregunta—: Por cierto, ¿qué es ese pequeño terreno vallado que hay detrás del pabellón de caza?
En el primer momento pareció desconcertarse, pero luego dijo:
—¡Ah, sí!… Creo que eso que usted dice es una tumba.
—Es un sitio muy raro para poner una tumba.
—Supongo que tendrían algún motivo.
—Parece como si la cuidara alguien… supongo que algún amigo de la persona que esté enterrada allí.
—¿Pero ha ido a verla?
—Me había bajado del caballo, y pasé por la puerta. Parece estar bien cuidada. Me gustaría saber quién la cuida.
—Yo la arreglo un poco de cuando en cuando. Como está tan cerca del pabellón y yo era la encargada de eso…
—¿Quién está enterrado allí? ¿Lo sabe?
Vaciló, y luego dijo:
—Es la joven que estaba allí cuando el asesinato.
—Qué raro que la enterraran allí. ¿Por qué no podían llevarla al cementerio?
—Yo he oído decir que la enterraron a toda prisa. No querían que hubiera ninguna ceremonia. Como por aquí viene tan poca gente… Pero no lo sé. Son cosas que yo me imagino.
—Claro —dije yo—, fue hace mucho tiempo.
—Sí, hace mucho tiempo.
Me despedí de ella, y volví entristecida a casa de Daisy. Me había llevado una desilusión. Esperaba haber encontrado a alguien que se ocupara con cariño de su tumba, alguien que la hubiera conocido en vida. De haber existido esa persona, ya fuera hombre o mujer, podría haberme contado muchas cosas.
Estuve un rato hablando con Daisy, sobre todo de mi vida en el Grand Schloss, que era una cosa que le interesaba mucho.
—¿No ha descubierto nada todavía? —me preguntó.
Moví la cabeza, y le conté que había estado con Gisela y me había dicho que arreglaba algunas veces la sepultura de mi hermana.
—Sí, Gisela seguro que lo hace. A ella le gustará limpiar la sepultura. Tiene esa manía de los alemanes de ponerlo todo en orden.
—Pero es que aquello parece estar algo más que arreglado. Da la impresión de que hay alguien que se ocupa de cuidarlo con todo esmero.
Me despedí de Daisy, y atravesé a caballo la ciudad, camino del Grand Schloss. Nada más acercarme a las puertas, comprendí que pasaba algo. Un jinete que salía, pasó junto a mí a todo galope como si llevara mucha prisa.
Los guardias estuvieron a punto de darme el alto pero, al reconocerme, me dejaron pasar.
En cuanto entré en el hall, uno de los criados vino hacia mí corriendo.
—Frau Strelitz quiere que vaya a verla lo antes posible. Fui a buscarla, un poco nerviosa, porque no sabía qué era lo que había ocurrido.
Estaba esperándome:
—¡Ay, fräulein Ayres!, me alegro de que haya vuelto. El gran duque ha tenido un ataque.
—Ha…
—No, no, pero está muy grave. Ya ha tenido otros ataques antes. Pero, si muriera, el barón Sigmund se convertiría inmediatamente en gran duque. Ya puede imaginarse que eso podría producir algún trastorno. Por culpa de esa desgraciada muerte de Rudolph, que era hijo legítimo del gran duque, y quien tenía que sucederle, las cosas ya no están tan claras ahora. Algunos opinan que hay otro que tiene más derecho. Le llaman Otto, el Bastardo, porque asegura ser hijo natural del gran duque. Nuestro deseo es que el gran duque siga viviendo…, pero lo que no podemos es dejar que se muera antes de que llegue Sigmund.
—¿Y dónde está el invisible Sigmund? Siempre estoy oyendo hablar de él.
—Está de viaje por el extranjero. Su deber es visitar a los jefes de estado de varios países. Se le han enviado enseguida correos. Ahora tendrá que volver. La cosa es que tiene que hacerlo porque, si muere el gran duque… Ya me comprende usted. No queremos vernos metidos en una guerra.
—Por eso hay ahora todo este jaleo. Me lo olí nada más cruzar la puerta.
—Es posible que tenga que llevarse a la condesa fuera del Grand Schloss por algún tiempo. Todavía no estamos completamente seguros de lo que pueda ocurrir. Pero quería que estuviera usted preparada. Tenemos que pedir a Dios por la recuperación del gran duque.
Fui a buscar a Freya. Estaba esperándome.
—Ya ve lo que pasa en cuanto se va usted. Ahora el gran duque se ha puesto enfermo.
—Eso no tiene nada que ver con que yo me vaya o no.
Entornó los ojos, y se quedó mirándome fijamente:
—Yo creo que a lo mejor sí que tiene que ver —dijo—. Fräulein Anne, usted no es lo que parece.
—¿Qué quiere decir? —pregunté yo, enfadada. Me señaló con el dedo:
—No es una bruja, ¿no es verdad? Es una de las diosas que ha vuelto a la Tierra. Y puede tomar la forma que se le antoje…
—Deje de decir tonterías. Ya sabe usted que esto es una cosa muy seria. El gran duque está muy enfermo.
—Ya lo sé. Se va a morir, y yo sólo puedo pensar en una cosa, Anne: Sigmund va a volver a casa.
*****
Frau Strelitz me mandó llamar al día siguiente.
Me dijo en seguida que el gran duque estaba un poco mejor. Los doctores estaban a su lado y habían dado un parte médico. Ya había sufrido antes otro ataque como ése y se había recuperado. Todas las esperanzas eran de que volvería a hacerlo. Me dijo también que los ministros habían estado toda la noche reunidos:
—Esperan con ansiedad la vuelta del heredero. Entretanto, consideran que la condesa Freya no debiera estar en el Grand Schloss… en caso de que se produjeran desórdenes. Por eso, hemos decidido que se vaya de aquí, con usted, fräulein Kratz, y algunos de sus criados.
—Ya comprendo. ¿Y cuándo nos vamos?
—Mañana. Los ministros del gran duque creen que cuanto antes, mejor… claro que sólo si se diera el caso… Tenemos muchas esperanzas de que el gran duque se recupere. Y se cree que la condesa no debe irse lejos. Alejarla de la capital, infundiría sospechas en el margraviato de Kollenitz, por lo que hemos decidido que vaya al Schloss que está al otro lado del río, del Gräfin Von Bindorf nos ha ofrecido su hospitalidad hasta que la situación esté completamente aclarada.
Tuve la sensación de que todo lo que me rodeaba empezaba a dar vueltas. Tenía que ir a casa del Graf y la Gräfin Von Bindorf. Algunas personas de su casa ya me habían visto antes, entre ellas la misma Gräfin y su hija Tatiana. ¿Me reconocerían? Y en caso de que lo hiciesen, ¿qué iba a pasar? Mi llegada allí con un nombre supuesto, y con la intención de desvelar un misterio relacionado con mi hermana, era seguro que no les iba a gustar nada.
*****
Estaba en el dormitorio, recogiendo mis cosas, cuando entró Freya y se sentó en la cama. Tenía en la mano las gafas que me había dado la señorita Elton, y estaba pensando si ponérmelas o no cuando fuera al Schloss Van Bindorf.
_¿Qué es lo que tiene ahí? —Preguntó Freya—. ¡Ah, sí son unas gafas! Pero no se las pone, ¿verdad?
—Algunas veces.
—Tiene la vista cansada. ¡Pobre Anne! Claro, con todo lo que tiene que leer. ¿Se le cansan los ojos? ¿Le duele la cabeza por eso?
—Supongo que debería ponérmelas más veces.
—Póngaselas, a ver cómo le sientan.
Me las puse, y se echó a reír:
—Parece otra persona.
Me alegré de oírlo.
—Parece mucho más seria. Tiene cara de institutriz. Da verdadero miedo.
—Pues entonces tendría que llevarlas más a menudo.
—Pero está más guapa sin ellas.
—Hay cosas más importantes que estar guapa.
—Creo que si se las pone es sólo por una razón.
Me asusté. A veces parecía adivinar mis pensamientos. Y ahora me miraba con picardía, como si le divirtiera hacerme rabiar.
—¿Por qué razón? —pregunté yo, escamada.
—¿Por qué razón iba a ser si no es para tratar de meterme miedo?
Me reí de buena gana. Pero había veces que sus comentarios me dejaban pasmada.
Mientras nos preparábamos para marchar al Schloss Van Bindorf, fui recordando algunos detalles de aquel otro encuentro de hacía tanto tiempo. ¿Podría acordarse todavía la Gräfin de mí? Yo entonces era una colegiala, indefinida, como tantas otras niñas de mi edad. Medía unos cuantos centímetros más, porque había crecido muy de repente, y había pasado de ser una niña pequeña a ser una chica joven bastante alta. Suponía que cualquiera que me hubiese visto podría reconocerme, pero la Gräfin sólo me había visto durante un rato y, además, era seguro que se había fijado mucho más en Francine.
Las gafas podrían serme útiles. Me las pondría cuando tuviera necesidad de hacerlo, y no creía que Freya sospechara nada realmente. Me preocupaba demasiado. No tenía nada que temer. Era poco probable que la Gräfin prestara demasiada atención a la institutriz de su ilustre invitada.
Al día siguiente, el coche nos condujo al Schloss. Había pequeños grupos de gente en las calles, y una multitud muy respetable delante del Grand Schloss. El administrador había colgado en la puerta un boletín de noticias sobre la enfermedad del gran duque, y había mucha gente leyéndolo. Observé sus caras al pasar entre ellos. Aclamaron discretamente a la condesa, que lo agradeció con la gracia y solemnidad que exigía la ocasión.
«Será una buena duquesa cuando le llegue la hora», pensé yo.
Mientras cruzábamos la ciudad, y el puente que conducía al otro Schloss, fräulein Kratz y yo permanecimos sentadas bien hacia atrás dentro del coche. Se me ocurrió pensar que estaría más cerca de Daisy y bajo el mismo techo que Hans. Era una idea muy reconfortante.
Pasamos por debajo de una especie de rastrillo y entramos en un patio, donde el Graf y la Gräfin estaban esperándonos para dar la bienvenida a la condesa. A ambos lados de ellos había un chico y una chica jóvenes. La chica me resultaba vagamente familiar, y en seguida pensé: «Claro, Tatiana». Y volví a sentir un escalofrío. Tenía que evitar ser reconocida, no sólo por la Gräfin, sino por su hija y, al acordarme del Grange, pensé que Tatiana bien podría haberse fijado en otra niña que era de su misma edad. Debía haberme puesto las gafas.
Uno de los lacayos ayudó a Freya a bajar del coche, y ella se acercó a donde estaban el Graf y la Gräfin, que se inclinaban, y luego le dieron un abrazo.
Fräulein Kratz bajó del coche, y se dirigió a uno de los lados. Yo la seguía, con la cabeza agachada. Se había colocado al extremo del grupo; yo me quedé a su lado, y me sentí aliviada al ver que todo el mundo estaba pendiente de Freya y nadie se ocupaba de mirarme a mí.
Vi que Tatiana saludaba a Freya, y que el joven daba un taconazo y hacía una inclinación. Freya sonrió con gracia, y la Gräfin la cogió de la mano y la condujo al interior del Schloss.
Yo me uní a un grupo de gente. Con los que son poco importantes, pensé. Y di gracias al cielo porque estuvieran.
*****
De repente, vi a Hans. Comprendí que estaba buscándome. Se acercó a mí, y me dijo:
—Voy a llevarla a las habitaciones que les han destinado a usted y a fräulein Kratz. Están al lado de las de la condesa.
Sonreí, en señal de agradecimiento y, en unión de fräulein Kratz, nos escabullimos del grupo de personas importantes. Nos condujeron por un pasadizo estrecho, y luego por una escalera de piedra, una de esas escaleras en espiral, en las que cada peldaño está empotrado en el muro por uno de sus extremos, y debido a eso es muy estrecho por un lado y mucho más ancho por el otro. Tenía un grueso pasamanos de cuerda.
—Se puede subir a sus habitaciones por la escalera principal —me dijo Hans—, pero en esta ocasión es mejor usar esta otra.
Se lo agradecí de veras. Debía de haber adivinado que tenía algo de miedo.
Nos enseñó nuestras habitaciones. La de fräulein Kratz y la mía estaban una al lado de otra, y había también una sala grande que podíamos usar para dar las clases. Al otro lado, estaban las habitaciones destinadas a la condesa.
Fräulein Kratz, muy nerviosa, dijo que esperaba que el gran duque se recuperara pronto.
—Dicen que es casi seguro que se recuperará —comentó Hans.
—Estoy completamente agotada.
—Descanse un poco —sugirió Hans.
—Tengo que acomodarme primero —contestó ella; se fue a su habitación, y me dejó a solas con Hans.
Yo le miré como si quisiera preguntarle algo.
—No podrán reconocerla —dijo—. Está muy cambiada. Yo no la reconocí cuando volví a verla después de tanto tiempo. Y además, casi nunca miran a la gente, como no sean grandes duques o condes. No pasará nada.
—Hans, si me descubren, espero que eso no suponga ninguna complicación para usted.
—Yo diré que no sabía nada. Y a Daisy ya se le ocurrirá alguna cosa. Puede confiar en Daisy.
Trató de darme ánimos, imitando uno de los guiños que solía hacer Daisy, pero en él resultaba tan grotesco que me dio risa.
—Yo creo que no estarán aquí mucho tiempo —dijo—. En cuanto mejore el gran duque, volverán allí. Y se recuperará. Ya lo ha hecho otras veces.
Estaba en mi habitación cuando oí que acompañaban a la condesa a las suyas. Hablaban mucho, y pude distinguir la voz chillona de Freya. Luego, oí que decía:
—Gräfin, quiero que conozca a una gran amiga mía, fräulein Ayres. Es una señorita inglesa, y está enseñándome el inglés… sólo por divertirse.
Sentí que me ponía mala del susto. Me puse las gafas, y traté de simular que estaba contemplando la vista, mientras se abría la puerta. Y Freya entraba con la Gräfin en la habitación. Yo estaba de espaldas a la luz.
Al darme la vuelta, vi que Tatiana y el chico venían también con ellas.
Hice una profunda reverencia.
Los ojos de la Gräfin se deslizaron sobre mí un momento, pero me pareció que no se detenían. En cuanto a Tatiana, daba la impresión de haberse convertido en una jovencita orgullosa que no se dignaba dedicar más que una ligera ojeada a una institutriz inglesa. Gunther fue ya otra cosa.
—Me alegro de que hayan venido —dijo—. Espero que lo pasen bien aquí.
—Sí que lo pasaremos bien —dijo Freya—. Fräulein Ayres y yo siempre estamos contentas. Nos gusta charlar en inglés, ¿no es verdad?
Hice lo que pude por tener aire de institutriz, y dije:
—La condesa está haciendo grandes progresos.
La Gräfin se dio la vuelta, como quien ha consentido ya el capricho de un niño. Puso su mano en el brazo de Freya, y dijo:
—Vamos, querida condesa, tenemos mucho de qué hablar.
Cuando salían, Tatiana me echó otra ojeada.
Yo había bajado los ojos y me había dado la vuelta.
Estaba segura de que no tenían ni idea de quién era.
*****
Durante aquellos primeros días vi menos a Freya. Ella lo lamentaba. Decía que no la dejaban en paz un momento. La Gräfin estaba empeñada en agasajarla:
—Está preparándose ya para cuando yo sea gran duquesa. No sé qué es lo que le pasa… pero parece que pone mala cara cuando cree que no me fijo en ella, y está adulándome continuamente. Aunque dice que me admira, yo creo que no le gusto ni pizca. Me gustaría estar ya de vuelta en el Grand Schloss. Gunther sí que es simpático. No es como los demás, me parece que es verdad que se alegra de que estemos aquí.
Los boletines sobre la salud del gran duque seguían siendo optimistas, y ahora sí que parecía que iba a recuperarse.
Mis temores se apaciguaron. Todo parecía indicar que iba ver muy poco a la Gräfin y a su hija y, si alguna vez requerían mi presencia, ya tendría buen cuidado de ponerme las gafas y de hacerme un peinado aún más severo que el que llevaba habitualmente.
Había pocos motivos para temer que fueran a llamarme, eso suponía un gran alivio. Nuestra estancia allí iba a ser corta, pues el gran duque mejoraba de día en día y, mientras pudiera permanecer en la sombra, nadie pensaría en relacionarme con Francine. Pensé una vez más lo bien que había hecho en cambiarme de nombre. El mío me habría delatado inmediatamente.
Fue tres días después de nuestra llegada, cuando Freya apareció de repente en mi cuarto.
—Hola, Anne. Nos vemos muy poco ahora, y eso no me gusta nada. Estoy deseando que nos vayamos. Pero eso ya lo sabe, ¿no? Y ahora vaya decirle una cosa que usted no sabe.
—¿Qué?
—Sigmund llega mañana.
—Ya es hora de que lo hiciera, creo yo.
—Es que primero tenían que decírselo, y luego tenía que hacer el viaje de vuelta. Cuando llegue, irá al Grand Schloss a ver al gran duque, y después vendrá aquí. Cuando venga será ya de noche, y a la Gräfin le gustaría celebrarlo por todo lo alto, pero no puede hacerlo como ella querría, por la enfermedad del gran duque.
—Supongo que será una cena íntima.
—Algo más que eso. El gran duque está mucho mejor. Ya puede sentarse en la cama para comer.
—Ésa es una buena noticia. Sigmund no necesitaba haberse molestado en interrumpir su viaje.
—Pero debía estar aquí. Razones de estado y todas esas cosas. Va a ser una especie de regente. Y además, tiene que cortejarme.
—¡Pobre hombre! ¡La que le espera!
—Anne, me gusta estar con usted. Los demás son todos tan serios. No se ríen nunca, y a mí lo que más me gusta es reírme.
—Eso indica un temperamento alegre —dije yo.
—Anne, escuche. Va a haber una especie de pequeño baile.
—¿Y qué diablos es eso?
—Pues un baile… pero no un gran baile, naturalmente.
Menos gente, menos jaleo, menos ceremonia… pero un baile, a pesar de todo.
—Y ya veo que se le alegran los ojos. ¿Es por el baile o por Sigmund, el rezagado?
—¿Por qué le llama rezagado?
—Porque se ha quedado por el camino. Es un hombre que se rezaga en el amor, aunque espero que no se acobarde en la guerra.
—¿Otra vez está recitando poesías?
—Confieso que sí.
—Le gusta mucho hacerlo, ¿verdad? Necesito un vestido nuevo para ese baile, y voy a ir a casa de madame Chabris, que se ha establecido aquí como modista de la corte. Viene de París, y ya sabe usted que todas las modas vienen también de allí.
—Eso he oído decir. ¿Y cuándo vamos a casa de madame Chabris?
—Ahora mismo.
—¿Y va a darle tiempo a hacer un vestido para mañana?
—Madame Chabris es una maravilla. Ya tiene mis medidas. Me ha hecho algunos vestidos otras veces. Sabía que iba a volver Sigmund, y que necesitaría un vestido especial. No me sorprendería nada que ya lo tuviera hecho.
—Parece que es una mujer muy lista.
—Pero la gran noticia es otra. Usted también asistirá, Anne.
—¿Yo?
—Yo me he empeñado en que fuera. No niego que ha sido difícil. La Gräfin dijo: «¡Una institutriz!». Yo le dije que era una institutriz muy especial. Que se ha educado igual que nosotras. Que si hacía esto era porque había emprendido un gran viaje para recorrer el mundo, y porque encontraba que era un poco aburrido viajar así, sin más ni más. Que podía marcharse en cualquier momento, y que si alguien le hacía sentirse como una criada, fuera por lo que fuera, yo no iba a perdonárselo nunca. A Tatiana tampoco le gustaba la idea, pero da lo mismo, porque a mí tampoco me gusta Tatiana. A Gunther le pareció muy bien. Dijo: «¿Y qué importa que vaya, mamá? Deja que venga la inglesa. Nadie la va a ver, porque se la tragarán los otros invitados». ¿Qué le parece la idea de que se la traguen?
—Espere un momento. ¿Piensa de verdad que voy a ir al baile?
—Sí, de Cenicienta. Yo soy su hada madrina. Y llevaré la varita mágica.
—Es imposible. No tengo vestido.
—¿No es eso precisamente lo que dijo la Cenicienta? Eso ya me encargaré yo de arreglarlo con madame Chabris.
—No hay tiempo.
—Hoy por la mañana vamos a ir a su casa, y apostaría…
—Por favor, no hable de hacer apuestas. Es una cosa que no está bien y, como la Gräfin ha dado a entender con toda claridad que no le gusta que vaya, yo, desde luego…
—Espere un momento. Usted va a venir, Anne Ayres. Va venir para complacerme a mí. Yo quiero que venga. Soy la condesa… y seré la gran duquesa… y, a menos que quiera que me enfade, cosa que no le conviene nada, vendrá.
—Olvida que no voy a ser uno de sus súbditos. Puede marcharme ahora mismo y volverme a casa en cuanto me apetezca.
—Anne, Anne, no querrá que me lleve una desilusión Me ha costado mucho convencerles, y el motivo es que estoy realmente aterrada. Tengo que encontrarme con Sigmund y necesito saber que está usted allí.
—Qué tontería —dije yo—. No es un extraño para usted.
—No. Pero la necesito. Tiene que venir. Prométamelo… prométame…
Vacilé. Notaba que estaba poniéndome nerviosísima Pero había hecho muy pocos progresos. ¿Quién sabía lo qué podría descubrir si me mezclaba con aquellas personas que era casi seguro que habían conocido a Rudolph?
—Coja su capa, y vámonos —dijo Freya—. Ya he pedido el coche. Nos vamos ahora mismo a casa de madame Chabris.
*****
Para mí fue una revelación verme vestida por madame Chabris. Su salón era muy bonito.
—Es casi tan grandioso como me imagino que tiene que serlo el salón de los espejos de Versalles —comenté.
—Es que ella también es francesa —contestó Freya.
Nos hicieron una calurosa acogida. Madame Chabris en persona, elegantísima, perfectamente peinada y calzada, y exquisitamente vestida, fue la que nos recibió.
Tenía justo el vestido que necesitaba Freya. Confesó que a veces diseñaba vestidos que pudieran sentar bien a las personas a quienes ella admiraba, por eso no era de extrañar que tuviera precisamente lo que pedía la condesa Freya. En cuanto a mí, su opinión fue que tenía buena figura y, naturalmente, ella tenía también el vestido que me convenía.
Freya se probó el suyo, hizo varias piruetas delante de los espejos, y se vio reflejada en todas las esquinas de la habitación.
—Es precioso —exclamó—. Madame Chabris, es usted una maravilla.
Escuchó el elogio con mucha tranquilidad, como si semejante hipérbole, aplicada a un genio como el suyo, fuera lo más natural.
Luego me tocó el turno a mí. El vestido era azul intenso, y llevaba entretejidos unos hilos de oro.
—Yo lo llamo mi lapislázuli —dijo madame Chabris—. Es muy bonito… un poquito caro, eso sí.
—Fräulein Ayres es una persona que puede vivir de sus propios medios —se apresuró a decir Freya—. Trabaja sólo porque le apetece hacerlo. Somos muy buenas amigas, por eso lo sé.
—Entonces, estoy segura de que no dará ninguna importancia al precio cuando vea cómo el lapis resalta la belleza de su piel.
Me lo probé. Tenía razón. Aquel vestido me favorecía muchísimo.
—Las correcciones que necesita son mínimas —dijo sin pensarlo demasiado—. Mis chicas las tendrán hechas en un par de horas. Es usted muy esbelta, fräulein. Tiene muy bonita figura pero, si me permite decirlo, creo que todavía no se ha dado cuenta. El lapis se lo demostrará. Haga el favor de pasar aquí, y voy a llamar a una modista.
Entré en un cuartito pequeño, y pronto apareció una mujer de edad mediana, con un montón de alfileres.
Tuve que admitir que la transformación era milagrosa.
Una vez puestos los alfileres, me sentaba estupendamente. Llevaba un cinturón dorado, a juego con los hilos de la tela, y el efecto era deslumbrante.
Freya se puso a aplaudir y a bailar de alegría al verme.
—El pelo de la señorita necesitará alguna atención —dijo madame Chabris a modo de advertencia.
—La recibirá —afirmó Freya.
Se había acordado de repente de que era la futura duquesa, y se sintió un poco mandona:
—Tendrá el vestido, fräulein. Madame Chabris, usted se encargará de hacer las correcciones y lo entregará a primera hora de la mañana. Así, fräulein Ayres tendrá tiempo de probárselo y ver si todo está bien.
—Se hará como usted dice, condesa.
Freya no paró de reír en todo el camino de vuelta a casa. Decía continuamente:
—¡Ay, fräulein Anne, cuánto me gusta estar con usted! Nos reímos mucho, ¿verdad que sí?
*****
Así es que iba a ir al baile. Estaba muy nerviosa, y el instinto me decía que iba a correr un peligro, pero no me importaba. Tenía que hacerlo, si es que quería averiguar algo.
El vestido llegó y me lo probé. Fräulein Kratz, que me vio con él, se quedó asombrada.
—La condesa se ha empeñado en que vaya —le dije.
—¿Y está de acuerdo la Gräfin?
Dije que sí.
—La condesa es muy caprichosa.
—Es un encanto. Tiene un carácter muy firme, y será una excelente gran duquesa.
—Desearía que fuera un poquito más… ortodoxa.
—¿Qué dice usted? Si es una individualista. Y eso es mucho más interesante que seguir al rebaño.
—Cuando se ocupa una posición como la suya, muchas veces es mejor seguir al rebaño —replicó fräulein Kratz—. Y en cuanto a usted, fräulein Ayres, ¿no está aterrada? Yo lo estaría.
—¿Aterrada? ¿Por qué había de estarlo? —pregunté yo de mal humor.
A veces me parecía que era mejor olvidarme de que tenía algo que ocultar.
—Pues yo lo estaría —repitió ella—. La última cosa que podría desear sería ir a uno de esos bailes.
—Pues a mí me hace mucha ilusión —contesté yo, mientras ella encogía los hombros y se marchaba.
El resto del día lo pasé como si estuviera en las nubes. No había ido nunca a un baile. El abuelo no organizaba nunca ese tipo de fiestas en Greystone Manor. Lo más que hacía era dar una cena. Claro que yo suponía que iba a ocupar un puesto muy de segunda fila.
Freya me dio algunas indicaciones sobre lo que creía iba a suceder. Sigmund llegaría y sería recibido por ella, el Graf, la Gräfin, Tatiana y Gunther. Pasarían al salón grande, donde estaría reunida la gente. Se colocarían todos en dos filas:
—Me temo, Anne, que usted estará más o menos en la punta.
—No lo dudo.
—Luego, Sigmund me cogerá de la mano y pasaremos entre las dos filas. Sigmund dirá alguna cosa a los más importantes. A usted, no, Anne.
—Estoy segura de que no.
—Tiene que hacer una reverencia cuando pasemos por delante.
—Creo que eso lo sé hacer bastante bien.
—Bueno, pues eso es todo. Luego bailaremos… más bien discretamente, y luego iremos a cenar y, por respeto al gran duque, a las doce todo habrá terminado.
Me puse el vestido más bonito y más favorecedor que había tenido en mi vida. Me quedé asombrada de la transformación. Y mientras estaba luchando con mi pelo, entró Freya acompañada de una mujer bajita y morena, con una serie de peines y horquillas en la cabeza.
—Es la doncella de la Gräfin —anunció—. Ya me ha peinado a mí. ¿Verdad que lo hace muy bien? Y ahora va a peinarla a usted.
—Pero…
—Tiene que hacerlo —me atajó Freya—. Y yo he dicho que lo iba a hacer.
—Es muy buena conmigo —contesté.
Freya hizo un gesto con los labios, y yo me sentí conmovida, como siempre que veía en ella esas muestras de falta de egoísmo. Era realmente una chica encantadora. Me peinaron, y fui al baile en un estado de nervios bastante acentuado. Me uní a algunos hombres y mujeres que se habían agrupado en un extremo del salón. Me pareció que me sonreían con cierto nerviosismo, y supuse que eran parientes pobres de alguna casa de la nobleza y se sentían algo intimidados en aquella compañía. Tuve la impresión de que mi puesto estaba junto a ellos. Y pensé que era entre esa gente donde podría quizá descubrir algo que me ayudase a desenredar la madeja del misterio.
Freya no estaba allí. Yo sabía que estaba con el Graf, la Gräfin, Tatiana y Gunther, y, a juzgar por los ruidos que se escuchaban, parecía que el gran Sigmund había llegado. Los invitados empezaron a colocarse en dos filas, mientras al sonido de las trompetas, un grupo de hombres con uniformes azules, plumas en el casco, y espada al cinto, entraba en el salón.
En medio de ellos había un hombre un poco más alto que los demás. No podía verle bien porque me lo tapaban los de la fila.
El grupo avanzaba ahora hacia nosotros. Observé que todo el mundo permanecía muy quieto y con los ojos bajos; en vista de eso, hice lo mismo.
Iban avanzando… el Graf a un lado, Freya al otro, y el ilustre personaje en el medio.
Empecé a sentir un mareo. Había algo que era completamente irreal en todo aquello.
Pensé: «Debo estar soñando. Es imposible que suceda una cosa así».
Porque le tenía delante de mí. Conrad… mi amor, Conrad a quien nunca había podido olvidar, por más que intentara engañarme y convencerme de que lo había hecho.
—Ésta es Fräulein Ayres, la que me enseña tan bien el inglés.
Freya estaba radiante, orgullosa de mí y de él, con la cara iluminada de alegría. Hice una reverencia, como había visto hacer a los otros.
—Fräulein Ayres —murmuró.
Y allí estaba todo, la voz, la mirada, todo lo que yo recordaba. Su desconcierto era tan grande como el mío, quizá todavía mayor.
—Es usted inglesa —dijo. Me había cogido la mano. La mía me temblaba. Estaba mirándome—. Tengo entendido que es muy buena profesora.
Luego siguió andando. Yo tenía la impresión de que me iba a desmayar. Necesitaba rehacerme. Oí que hablaba con otra persona de la fila.
Quería salir de allí. Quería escapar de aquel salón, y pensar con calma en lo que acababa de descubrir.
Al llegar al extremo de la fila, cogió a Freya de la mano, y los dos fueron hacia el centro del salón para iniciar el baile. La gente empezó a moverse también.
Alguien estaba a mi lado. Era Gunther.
—Conde Gunther —empecé a decir yo.
—La condesa Freya me pidió que no la perdiera de vista.
—Es una niña tan encantadora. Pero tal vez no debiera hablar así de la condesa.
—No, si es verdad —dijo él—. Ella también habla muy bien de usted, y está muy preocupada por lo que pueda pasarle. Me dijo que fue ella quien insistió en que viniera al baile. ¿Puedo tener el gusto de bailar con usted?
—Yo no conozco estos bailes suyos, pero se lo agradezco.
—Es muy fácil. Mire… no tiene más que dar unos pasos y luego girar.
—¿Le dijo la condesa que me sacara a bailar?
Confesó que lo había hecho.
—Pues entonces ya ha cumplido con su deber.
—No es un deber —dijo, con una encantadora sonrisa—, es un placer.
—Creo que debo retirarme después de este baile. Ha sido muy amable por parte de la condesa insistir en que viniera… pero, realmente, me parece que no debería estar aquí.
Me había llevado hacia el centro, y me encontré bailando con él con toda facilidad.
—Lo está haciendo muy bien —dijo—. Mire a la condesa Freya. Va a ser una preciosa gran duquesa, ¿no le parece?
—Creo que sí. ¿Cuándo se celebrará la ceremonia de la boda?
—No será antes de un año… ahora que parece que el duque se recupera. Así lo espero yo al menos.
Parecía un poco pensativo, y pensé si no estaría enamorado de mi condesita.
Me habría gustado saber si Conrad lo estaba también.
¿Por qué me había dado un nombre falso? Quizá no quería descubrir su verdadera identidad. ¿Y por qué había simulado ser el caballerizo del Graf? ¿Pero lo había hecho o era una suposición mía? No había dicho que no fuera verdad. Me sentía muy mal y espantosamente triste de repente.
Quería marcharme del baile. No podía soportar verle allí. La gente le rodeaba. Era natural que lo hiciesen. Era el heredero del ducado, el hombre más importante de los que allí estaban. Aquella fiesta era en su honor y, aunque sólo fuera con un pequeño baile por causa de la enfermedad del gran duque, la llegada del heredero tenía que celebrarse de alguna manera.
Claro que a mí iba a ignorarme. Esperaba que lo hiciera, ¿cómo iba a poder mirarle a la cara en aquel salón? Tenía que marcharme lo antes posible.
Aproveché la primera oportunidad. No fue difícil. Salí sin que lo notaran pero, en el momento en que lo hacía, observé que miraba hacia dónde estaba hablando y riéndose con otras personas, y continuó haciéndolo.
Me sentía triste. ¡Qué tonta había sido, enamorándome del primer hombre que había encontrado! Podía haber tenido un poco más de juicio. ¡Y con qué facilidad caí en la trampa que me había preparado! Conseguida a la primera, y muy poco estimada por eso, también.
Pero era un hombre estupendo. Era como un héroe de leyenda. La primera vez que le vi me hizo pensar en Sigurd. Un noruego. Un jefe vikingo. Entonces era eso lo que parecía. Ahora, de uniforme, era más que nunca un héroe de leyenda. Sobresalía entre todos los que estaban allí. Era todo lo que yo había intentado borrar de mi memoria.
No debía de haber ido al baile. Había sido una idiotez hacerlo. ¿Y ahora qué podía hacer? Tenía que marcharme, eso estaba claro. Tenía que olvidarme de por qué había ido allí. Tenía que volver a Inglaterra. Podía vivir con tía Grace. Llevar una vida tranquila y sin aventuras. Era la única forma de no sufrir más de lo que ya había sufrido.
Me senté junto a la ventana abierta. Veía las luces de la ciudad, el puente, y el río que se deslizaba por entre las casas como una serpiente negra. Había cogido cariño a aquel sitio; le había cogido cariño a Freya. No podría olvidarlo nunca, y sentiría siempre una gran pena cuando me acordara de ello.
¿Y a él? ¿Podría olvidarle a él? Me había dicho a mí misma que ya le había olvidado. No quería pensar en él; había intentado olvidarme de aquellos días, convencerme de que no habían existido nunca. Me negaba incluso a admitir que le tenía constantemente en la cabeza, que no podía impedir que mi memoria reviviera los momentos que habíamos pasado juntos. Conrad, el impostor, Sigmund, el heredero de un ducado turbulento, prometido a mi pequeña Freya.
Se casarían cuando llegara el momento. Eso no tenía remedio. Estaban unidos el uno al otro. Y eso era lo que había querido dar a entender cuando decía que no podía casarse conmigo.
Se oyeron pasos en el corredor. Había alguien en la puerta. El picaporte empezó a moverse.
Y allí estaba él, mirándome.
—¡Pippa! —dijo—. ¡Pippa!
Intenté no mirarle, y dije:
—Soy Anne Ayres.
—¿Qué es esto? ¿Qué es lo que significa?
—¿Qué estás haciendo en mi cuarto, señor…? ¿Cómo tengo que llamarte ahora, barón?
—Llámame Conrad.
—¿Y qué hay de Sigmund, el gran señor?
—Es mi nombre de ceremonia. Sigmund, Conrad, Wilhelm, Otto. Me pusieron una retahíla de nombres para que pudiera escoger. Pero los nombres no importan, Pippa. ¿Qué me dices de ti?
Había llegado hasta donde yo estaba y me había cogido las manos. Me hizo ponerme de pie, y me abrazó. Noté que mi resistencia se desmoronaba, y sólo pude decir:
—Vete. Haz el favor de irte. Éste no es lugar para ti.
Me había levantado la cara, cogiéndome la barbilla; y me miraba:
—Fui a buscarte. He estado en Inglaterra. Volví por ti. Iba a llevarte conmigo, a la fuerza, si era necesario. No te encontré. Y entonces, desesperado, volví aquí… y aquí estabas. Viniste a buscarme, ¿no es verdad? Mientras yo estaba buscándote a ti, tú estabas buscándome a mí.
—No, no. Yo no vine aquí a buscarte.
—Mientes, Pippa. Viniste a buscarme y, ahora que nos liemos encontrado, ya no volveremos a separarnos.
—No, te equivocas. No volveré a verte. Me iré a Inglaterra. Ahora ya sé quién eres, y sé que estás comprometido con la condesa Freya y que ese compromiso equivale a un matrimonio. No puedes evitarlo. Ya he aprendido algo de lo que pasa aquí. Que existe Kollenitz, el estado que sirve de tope. Necesitas su ayuda y tienes que casarte con Freya, porque no podrías nunca negarte a hacer ese matrimonio, y sabes todo eso, y sabes también que yo voy a marcharme a casa.
—Ésta será tu casa ahora. Escucha, Pippa, estás aquí. Nos hemos encontrado y no vamos a volver a separarnos. Estaremos juntos. Encontraré algún sitio del que podemos hacer nuestra casa.
—Ahí cerca, en el bosque, hay un pabellón que está vacío —dije yo, con cierta amargura.
No hables de eso. No va a ser así. Yo te quiero, Pippa. Eso nada puede hacerlo cambiar. En cuanto me fui, comprendí lo que te quería. No debía haberme marchado cuando vi que no llegabas a la estación. Debí volver a buscarte, y obligarte a venir conmigo. Es lo único que podemos hacer. Pero tú viniste aquí. Has sido muy lista al cambiarte de nombre. Es mucho mejor que no sepa nadie que eres la hermana de Francine. Pero has venido, Pippa. Mi querida Pippa, que es tan lista. Esto es una cosa completamente distinta de todo lo que haya podido pasarnos a cualquiera de los dos. Lo sabes tan bien como yo. Y ahora vamos a estar juntos… pase lo que pase.
—Me has cogido por sorpresa.
—Y tú a mí también, amor mío —contestó Conrad.
Me besaba como loco, y yo me sentí transportada a aquella habitación del Grange en la que había una chimenea encendida. Habría deseado estar allí en aquel momento. Habría querido poder olvidarme de Freya. Deseaba tanto estar con él.
—La sorpresa más maravillosa de mi vida —dijo—. Mi Pippa aquí… y para no volverse nunca.
Yo me daba cuenta de la fuerza de su pasión y de hasta qué punto estaba yo dispuesta a compartirla. ¡Recordaba tantas cosas de la otra vez! Comprendía, por instinto, que era un hombre que nunca había aprendido a negarse nada a sí mismo. Eran muchas las cosas que sabía de él. Y le quería. Era inútil intentar convencerme a mí misma de lo contrario ahora que estaba aquí… tan cerca de mí… estrechándome en sus brazos. No podría olvidarle nunca. Era una tonta, porque comprendía que aquello era imposible. Y estaba aterrada de que en cualquier momento mi resistencia se desvaneciera como se había desvanecido la otra vez. Tenía que tratar de pensar en Freya. Imaginarme que podía venir y encontrarle allí. Era posible que no notara mi ausencia, pero era seguro que notaría la de él. Todo el mundo lo notaría. ¿Qué iba a pasar si venía a buscarle? No se le ocurriría nunca ir a buscarle a mi habitación. ¿Pero qué pasaría si iba a buscarme a mí y me encontraba en los brazos de su futuro marido?
La situación era peligrosa e insostenible.
Me aparté de él, y dije con toda la frialdad de que era capaz:
—Van a echarte de menos en el salón de baile.
—No me importa lo más mínimo.
—¿No te importa? Si eres el heredero de todo esto. Claro que te importa. Debe importarte. Tienes que irte; no debemos volver a vernos.
—Me pides una cosa imposible.
—¿Y de qué nos va a servir?
—Tengo mis planes.
—Ya me imagino lo que serán eso planes.
—Pippa, si me voy, ¿vas a prometerme una cosa?
—¿Qué?
—Que nos veremos mañana. ¿En el bosque, por ejemplo?
—No conozco más que un sitio en el bosque.
—Pues nos encontraremos allí.
—En el pabellón de caza.
—Nos encontraremos allí, y hablaremos, y hablaremos.
—Ya no hay nada de qué hablar. Me equivoqué. Es posible que tuviera yo la culpa. No hice todas las preguntas que tenía que haber hecho. Te tomé por un caballerizo… por un sirviente del Graf, y tú no hiciste nada por aclararlo, a pesar de que debías de saber muy bien que no tenía ni idea de quién eras realmente.
—Me pareció que daba lo mismo.
Me reí con cierta amargura:
—Ya me imagino que daba lo mismo. Querías pasarlo bien durante tu breve estancia en Inglaterra. Eso lo entiendo perfectamente.
—No lo entiendes. No entiendes nada de nada.
Yo estaba pendiente de lo que pasaba, escuchando.
—Ha parado la música —dije—. Se habrán dado cuenta de que falta el invitado de honor. Haz el favor de irte ya. Me había cogido las manos y estaba besándomelas.
—Mañana, en el pabellón de caza. A las diez.
—No estoy segura de poder ir. No me es fácil marcharme. No olvides que estoy empleada aquí.
—La condesa me dijo que viniste casi por hacer un favor, y que tenía que mimarte para que no te marcharas.
—Exageró. No olvides que a lo mejor no puedo ir.
—Irás. Y yo estaré allí, esperándote.
Me separé de él, pero volvió a cogerme y a abrazarme. Me besó en la boca y en el cuello. Todo era tan parecido a la otra vez que tuve miedo de mí misma.
Después se fue.
Volví a la ventana, y me puse a mirar la ciudad.
Estuve ahí mucho tiempo, sin darme cuenta de que pasaba el tiempo. Me veía otra vez en el Grange, viviendo aquellas horas que había pasado con él, y sobre las que había querido engañarme y pensar que estaban ya borradas de mi recuerdo. Luego, de repente, oí que el reloj de la ciudad daba las doce. Eso significaba el fin de la fiesta, que tenía que terminar a esa hora por causa de la enfermedad del gran duque. Oía abajo los ruidos que indicaban que los invitados empezaban a marcharse. La ceremonia iba a acompañarle donde quiera que fuera, salvo cuando estuviese lejos de su país, viajando de incógnito.
Tenía que cambiar mis planes. Tenía que abandonar toda esperanza de quedarme allí y desvelar el misterio que rodeaba la muerte de mi hermana y, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar que en algún sitio —probablemente muy cerca— estaba su hijo. No podría estar tranquila hasta que supiera qué había sido del niño, pero tampoco podía quedarme allí. Mi situación al lado de Freya se había hecho insostenible.
Estaba todavía sentada, con mi vestido de lapislázuli, cuando oí llamar a la puerta, y vi que se abría de golpe, sin darme tiempo a decirle que pasara a la persona que estuviese allí.
Como podía esperarse, era Freya. Venía sofocada, con los ojos brillantes, y estaba muy guapa con su vestido de Chabris.
—Anne, se ha escapado. Fui a buscarla. Dije a Gunther que la buscara, y no hemos podido encontrarla en ningún sitio.
Me estremecí al pensar lo que podía haber pasado, si llega a encontrar a su prometido en mi habitación.
—No debía haber ido al baile —contesté con toda tranquilidad.
—¿Qué ha pasado?
—Nada… que me marché.
—Digo que ha pasado algo. Parece…
Me miraba con desconfianza, y yo pregunté en seguida, con excesiva precipitación:
—¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que parezco?
—No sé, está rara, excitada y, en cierto sentido, radiante. ¿Ha encontrado al príncipe encantador?
—Sí, le he encontrado —contesté, con bastante seriedad.
—Bueno, ya dijimos que era la Cenicienta. Ella también le encontró, y luego echó a correr y perdió la zapatilla.
Me miró a los pies y, a pesar de todo, no pude menos de sonreír ante su ingenuidad.
—Puedo asegurarle que conservo las dos zapatillas. Y que no he tenido que marcharme al dar las doce, y que no he encontrado al príncipe encantador. El príncipe… era para usted.
—¿Qué le ha parecido Sigmund? Habló con usted, ¿verdad que sí?
—Sí.
—Espero que le gustara. ¿Le gustó? ¿Le gustó? ¿Por qué no contesta?
—Me resulta difícil contestar a eso.
Echó la cabeza hacia atrás, y empezó a reírse:
—¡Ay, Anne, qué divertida es usted! Ahora va a decirme que no puede opinar sobre personas a las que apenas conoce. Yo no le pido que me dé un informe con las conclusiones a que ha llegado a propósito de su carácter.
—Hace muy bien en no pedírmelo, porque no se lo iba a dar.
—Lo único que pregunto es si le ha causado una impresión favorable.
—Sí, naturalmente.
—¿Y cree que será un buen marido?
—Eso es algo que tendrá usted que descubrir a su debido tiempo.
—¡Bah, siempre tan cautelosa! Es guapo, ¿verdad?
—Sí, creo que podría decirse que lo es.
—Y tiene unos aires… Es un hombre de mundo. Eso es lo que uno diría al verle, ¿no le parece?
—Ya le he dicho que yo…
—Ya sé que no ha hablado más que una vez con él cuando estaba en la fila. Gunther bailó con usted, ¿eh? Le vi. Yo le dije que bailara.
—Ya sé que se lo dijo. Fue muy amable por su parte, pero no necesitaba haberlo hecho. Yo no me lo esperaba. De todas maneras, cumplió con su deber.
—Gunther es bastante agradable… ¿no le parece?
—Sí, creo que sí.
—¡Ah!, de él puede hablar con más franqueza. Desde luego, no es tan fenomenalmente atractivo como Sigmund. Sigmund me da un poco de miedo. Parece, no sé… demasiado mundano. ¿Es ésa la palabra adecuada?
—Yo diría que es exactamente la que habría que emplear.
—Estoy segura de que ha tenido una legión de amantes. Es justo el tipo de hombre que las tiene. Todos lo hacen… pero sobre todo los Fuchs. Ellos son así, ¿comprende?, fuertes y mujeriegos.
—Freya —le pregunté yo, con toda seriedad—, ¿quiere casarse con ese hombre?
Se quedó un momento pensativa, y luego dijo:
—Quiero ser gran duquesa.
Yo le dije que ya era hora de que nos fuéramos a la cama, y que por lo menos yo estaba dispuesta a hacerlo.
—Buenas noches, Anne, mi querida Anne. No quiero que se vaya cuando me case. Puede quedarse conmigo, y consolarme cuando Sigmund me engañe con todas sus amigas.
—Si está tan segura de sus futuras infidelidades, no debería casarse con él.
Dio un salto, y se cuadró para saludar en plan de burla:
—Bruxenstein. ¡Por Kollenitz! Adiós, Anne. Por lo menos, todo ello es bastante emocionante, ¿no?
Tuve que admitir que, por lo menos, emocionante sí que lo era.
Al día siguiente me levanté temprano. Fui al cuarto Freya, que estaba dormida como un tronco. Me alegré. Me facilitaba las cosas. Tomé una taza de café, e hice lo que pude para comerme uno de esos bollitos con granos de alcaravea, que tomaban en Bruxenstein y que me gustaban. Ese día no pude saborearlo. Luego entré en las cuadra ensillé un caballo.
En menos de media hora estaba en el pabellón de caza. Conrad ya estaba allí, esperándome con impaciencia. Había atado al caballo junto al apoyo que se usaba para montar, y me ayudó a bajarme. Mientras lo hacía, extendió los brazos, y fui a parar a ellos. Me apretó contra él, y empezó a besarme.
—No sirve de nada —dije yo.
—Te equivocas. Ahora vamos a dar un paseo y hablaremos. Tengo un montón de cosas que decirte.
Me pasó el brazo por los hombros, y empezamos a alejarnos del pabellón y a meternos en el bosque.
—He pensando en nosotros toda la noche —dijo— me encuentro en esta situación… metido en ella por casualidad, a causa de mi nacimiento, pero no soy hombre aceptar un destino que se me viene encima, y abandonar a la mujer sin lo que no podría vivir. Tengo que pasar por ese matrimonio. Tengo que cumplir con mi deber hacia mi país y mi familia pero, al mismo tiempo, estoy decidido a vivir mi propia vida. No es una situación anormal. Ya nos ha pasado a muchos de nosotros. Y es la única manera de que hagamos lo que tenemos que hacer. Mi vida de familia, la vida que quiero y estoy decidido a tener… y la senda del deber. Puedo arreglármelas con las dos.
—¿Como hizo Rudolph?
—Él y tu hermana podían haber sido felices. Pero Rudolph era un insensato. Siempre lo fue. Y le mataron… que alguien que pertenecía a un partido estaba decidido a no gobernara. Fue un crimen puramente político. Tu hermana tuvo la mala suerte de estar con él.
—También podría ocurrirte a ti —dije yo, y pensé si notaría que me temblaba la voz.
—¿Y quién es el que sabe lo que va a ocurrirle de un momento a otro? La muerte puede cogerle de sorpresa hasta al campesino más humilde. Yo sé que Rudolph nunca habría sido un heredero popular. Era demasiado débil, demasiado aficionado a divertirse. Había varias facciones que trabajaban en contra de él.
—¿Y tú?
—Yo no tenía nada que ver. La última cosa que hubiera deseado era verme donde me veo ahora.
—Pero podrías negarte a aceptar esa situación, ¿no?
—No hay nadie que pueda ocupar mi puesto. Se produciría un caos en el país, intervendrían nuestros enemigos. Necesitan un gobernante. Mi tío ha sido un gobernante fuerte. Espero que Dios le permita seguir viviendo porque, mientras viva, estaremos seguros. Yo tengo que defender esa seguridad.
—¿Y puedes hacerlo?
—Sé que puedo hacerlo… Siempre que nos apoyen nuestros aliados.
—¿Kollenitz, por ejemplo?
Dijo que sí con la cabeza, y añadió:
—Me comprometí con la niña, con Freya, en cuanto murió Rudolph. Ese compromiso especial equivale en todo a un matrimonio, salvo en la consumación. Cuando cumpla diecisiete años, se celebrará la ceremonia oficial. Y luego tenemos que darles un heredero. En eso consiste mi deber, mi ineludible deber. Pero tengo que vivir mi propia vida. Ésa es mi vida pública; pero voy a tener también una vida privada.
—Que piensas compartir conmigo.
—Que voy a compartir contigo. No podría vivir sin ella. No puedes ser un pelele toda tu vida… y moverte sólo en la dirección que te digan. ¡No! Eso no voy a hacerlo. Me gustaría dejarlo todo y marcharme contigo… y vivir tranquilamente en algún sitio. ¿Pero qué ocurriría si lo hiciese? El caos. La guerra. No sé en qué podría acabar.
—Tienes que cumplir con tu deber.
—Y tú y yo…
—Yo me volveré a Inglaterra. Veo que es imposible llevar la vida que propones.
—¿Por qué?
—Porque no funcionaría. Yo siempre sería un estorbo.
—El estorbo más adorado que jamás ha habido.
—Pero un estorbo, a pesar de todo. A veces pienso que el amor de Rudolph por mi hermana puede haber sido la causa de su muerte. Yo podría ser causa de la tuya.
—Estoy preparado a correr ese riesgo.
—¿Y los niños, qué? —pregunté yo—. ¿Qué me dices de los hijos?
—Tendrían todo lo que un niño pueda desear.
—Mi hermana tenía un hijo. Me gustaría saber dónde está ahora. Imagínatelo. Un niño pequeño. Sé que era un niño porque me lo dijo ella. ¿Qué ha sido de él? ¿Adónde fue a parar cuando mataron a su padre y a su madre? Hablas de vivir juntos, y de tener hijos. En secreto, supongo. ¿Y Freya, qué papel va a hacer ella en todo esto?
—Freya lo entendería. Ya sabe que el matrimonio nuestro es un matrimonio de conveniencia. Yo se lo haría comprender.
—La conozco muy bien. Pongo en duda que lo entendiera… y que yo fuera la otra… eso sería ya algo insoportable Por eso veo que es imposible, y que tengo que marcharme seguida.
—No —gritó—. ¡No! Prométeme una cosa: no vas a escaparte y esconderte en ningún sitio. Antes de hacer nada, me lo dirás.
Se había parado, y me había puesto las manos en los hombros. Yo no quería que me mirase de aquella manera, porque me resultaba mucho más difícil cuando le tenía delante de mí, y notaba que todos mis propósitos se desvanecían.
—Desde luego, pienso avisarte cuando me vaya —dije. Sonrió, más tranquilo:
—Algún día haré que lo comprendas. Dime… ¿qué sentiste al verme?
—Creí que estaba soñando.
—Yo también. Lo había soñado muchas veces… que te veía delante de mí, que nos encontrábamos de repente. Siempre supe que te encontraría. Tenía intención de hacerlo, Y pensar que podía estar todavía en Inglaterra… buscándote.
—¿Qué hiciste? ¿A quién preguntaste?
—Fui allí taller del picapedrero. Sabía que era amigo tuyo. Pero ya no estaba allí. El vicario tampoco estaba. Había otro que se encargaba de los asuntos en su ausencia. Me dijo que tu tía y su marido se habían ido de allí, pero no sabía adónde. En Greystone Manor no había nadie más que los criados.
—Pero mi primo tenía que estar allí.
—Dijeron que estaba en viaje de luna de miel.
—¿Luna de miel? No. Eso es imposible.
—Eso fue lo que me dijeron. Parecía que hubiera una conspiración contra mí. Me enteré de la muerte de tu abuelo.
—¿Y qué oíste decir de eso?
—Que había muerto en un incendio.
—¿Oíste decir algo de esa muerte que… tuviera relación conmigo?
Frunció el entrecejo:
—Hubo ciertas insinuaciones. No sé lo que querían decir. Todo eran medias palabras. Yo estaba en la fonda. No parecían querer hablar mucho del tema.
—La noche en que murió mi abuelo, me había peleado con él. La gente que había en la casa se enteró, porque empezó a dar voces. Estaba empeñado en que me casara con mi primo Arthur, y me amenazó con echarme de casa si no lo hacía.
—¡Cuánto me habría gustado estar allí!
—Aquella misma noche murió. Su habitación y la que estaba al lado se incendiaron. El fuego no pasó de esas dos habitaciones. Mi abuelo estaba ya muerto cuando le sacaron… pero no por asfixia. Había recibido un golpe en la cabeza. Pensaron que podía haberse caído pero, por otro lado, podía no haber sido así.
—Quieres decir que pensaron que era un asunto feo.
—No estaban seguros. El veredicto fue «muerte accidental». Pero había varias personas que nos habían oído discutir.
—¡Santo Dios! Pobre Pippa. Si llego a estar yo allí…
—¡Ojalá hubieras estado! Tenía a tía Grace. Fue muy buena conmigo, y mi primo Arthur también estuvo muy amable… y como la abuela me había dejado dinero, pude marcharme… y venir aquí.
Me abrazó con fuerza contra su cuerpo:
—Pippa mía, de ahora en adelante yo me ocuparé de ti.
Estuve un momento abrazada a él, dejándole creer que era posible, y quizá engañándome a mí misma también.
—Ahora todo eso ya ha pasado. Tiene que haber sido una pesadilla. Yo debía haber estado allí. Pero me entraron dudas en aquella estación. Ya iba a ir a buscarte, y pensé: «¿qué voy a hacer si ella no quiere venir?».
—Sí que quería ir. Sí que quería.
—¡Ay, Pippa, si lo hubieras hecho!
—¿Y adónde iba a ir? ¿A ese escondrijo que me propones? Un refugio de caza en el bosque. Es como una copia que se repitiera. Francine y yo. Habíamos estado siempre tan unidas como si fuéramos una sola persona. A veces pienso que estoy reviviendo su vida. Habíamos estado siempre juntas hasta que se enamoró de una manera tan insensata… parece que ahora yo he hecho lo mismo.
Me miró, y dijo con toda seriedad:
—La cosa más sensata que vas a hacer en tu vida es quererme.
Yo moví la cabeza:
—Me gustaría que fueras una persona corriente, un caballerizo, como creí en un principio que eras…, aunque no sé qué es eso. Nunca me he sentido segura… pero querría que fueras cualquier cosa menos lo que eres… con todos esos compromisos… y sobre todo con Freya.
—Estaremos por encima de todo eso. Voy a enseñarte el sitio que encontraré para ti. Nuestra casa. Quiero darte todo lo que tengo.
—Si no puedes hacerlo. Nunca podrás darme tu nombre.
—Puedo darte mi amor… todo entero, Pippa.
—Tienes que pensar en tu matrimonio. Yo he cogido cariño a Freya. Es una niña, pero es un encanto. Sabrá hacerse querer de ti.
—Nadie va a saber apartarme de mi Pippa. Pippa, queridísima Pippa, escucha cómo cantan los pájaros. «La alondra ha alzado el vuelo… Y en el mundo todo marcha bien…». ¿Te acuerdas de eso? Es la canción de Pippa. Todo tiene que ir bien en el mundo mientras tú y yo estemos juntos.
—Tengo que volver. Van a echarme de menos. Y a ti también, supongo.
—Volveremos a vernos… mañana. Ya encontraré un sitio donde podamos estar juntos. Tiene que ser así. Es inútil luchar contra esto. Lo vi con toda claridad desde el primer momento en que nos conocimos. «Entre todas las que hay en el mundo es ésta, y ninguna otra más la que puede gustarme», me dije.
Moví la cabeza. Me sentía suspendida en el aire, oscilando entre la gloria y la desesperación. Sabía que iba a flaquear. Sabía que tenía que agarrarme a lo que pudiera.
Y él lo sabía también. Había permitido que mis sentimientos se traslucieran con demasiada facilidad.
—Mañana, Pippa. Mañana. Prométemelo. Aquí.
Se lo prometí, y volvimos a buscar los caballos. Después de ayudarme a montar, me cogió la mano, y me miró con una expresión tan suplicante que sentí que le quería más que nunca y comprendí que iba a hacer todo lo que me pidiera.
Retiré la mano, porque temía dejarme llevar de la emoción, y dije con tanta serenidad como me fue posible:
—No debemos volver juntos. Pueden vernos. Haz el favor de ir delante.
—Iremos juntos.
—No. Prefiero hacerlo así. Me sería muy difícil poder dar una excusa si nos vieran juntos.
Inclinó la cabeza, y comprendió que era más prudente ir por separado:
—Durante cierto tiempo, es posible que tengamos que tener cuidado —dijo. Me besó la mano, y se fue.
Yo me quedé allí un momento mirando el pabellón. No tenía ninguna gana de volver en seguida al Schloss. Estaba inventando excusas para justificar mi ausencia. Freya querría saber dónde había estado, y decidí decirle que, después de la noche anterior, necesitaba tomar el aire y hacer ejercicio, que por eso me había ido al bosque.
De repente, sentí deseos de bajarme del caballo e ir a ver la tumba de Francine. Me sentía más cerca de ella que nunca. Até el caballo, y fui a pie hacia la parte de atrás del pabellón.
Al acercarme a la sepultura, tuve la inquietante sensación de no estar sola. Al principio pensé que me seguía alguien que me había visto encontrarme con Conrad. Me quedé helada de miedo. ¿Qué será lo que le hace a uno notar la presencia de otra persona? ¿Sería porque había oído algún ruido por puro instinto?
Estaba ya delante de la valla. Vi un movimiento…, una ráfaga de color. Luego comprendí que había alguien junto a sepultura.
Me eché hacia atrás para que no me viesen, porque creía que tenía ser Gisela. Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración. Luego vi una figura que se levantaba. Tenía una paleta en la mano, y estaba plantando algo.
No era Gisela. Era una mujer joven, más alta y más rubia que Gisela. Se quedó quieta un momento, contemplando obra. Luego dijo en voz alta:
— ¡Rudi, ven aquí, Rudi!
Entonces vi al niño. Tendría unos cuatro o cinco años. Tenía el pelo rubio como el oro y rizado.
—Ven aquí, Rudi. Mira qué flores tan bonitas.
El niño acudió y se quedó a su lado.
—Tenemos que irnos —dijo la mujer—, pero primero…
Vi con asombro que los dos se arrodillaban. El niño, con los ojos cerrados y las manos juntas, estaba rezando. No pude oír lo que decían.
Se levantaron. La mujer llevaba una cesta en la mano, metió en ella la paleta y, con la otra mano, cogió la del niño.
Yo me escondí detrás de las matas de arbustos que crecían en aquel sitio, y vi cómo abrían la puerta y se adentraba en el bosque.
El corazón me latía a toda prisa, y no paraba de hacer conjeturas en mi cabeza.
¿Quién sería aquella mujer? ¿Quién era el niño? Y yo me había quedado allí atontada, mirándolos. Debía haber hablado con ella, preguntarle por qué se ocupaba de la sepultura de mi hermana.
Pero no la había perdido de vista. Podía seguirla y ver adónde iba.
No me era difícil seguir observándolos sin que me viesen, porque los árboles me servían de pantalla. Y, después de todo, si me veían, ¿por qué no podía ser yo simplemente una persona que había ido a dar un paseo por el bosque?
Llegaron a una casa, pequeña, pero graciosa. Ella soltó la mano del niño, que echó a correr por el camino que llevaba a la puerta. Luego se puso a saltar delante de la casa, esperando que llegara la mujer. Los dos entraron, mientras yo seguía allí, mirándolos.
Estaba asombrada de lo que había visto. ¿Por qué cuidaba la sepultura de Francine? ¿Quién era aquella mujer? Y lo que aún me intrigaba más, ¿quién era el niño?
No sabía qué hacer, si llamar a la puerta para preguntar el camino, y entrar así en conversación con ella.
Pero ya era tarde. Me iba a resultar difícil explicar mi ausencia. Pensé que era mejor dejarlo para otro día. Volver una vez más allí. Tendría tiempo de pensar cuál era la mejor forma de resolver esa papeleta.
Estaba desconcertada y nerviosa, dando vueltas en la cabeza a lo que había visto y a lo que había sido mi encuentro con Conrad, preguntándome qué iba a ocurrir ahora y diciéndome que, después de eso, ya podía ocurrir cualquier cosa.
Cuando llegué al Schloss, tuve que encontrarme con Freya que me había echado de menos.
—¿Dónde se ha metido? Nadie sabía qué había sido de usted.
—Sentí la necesidad de ir a tomar el aire.
—Podía haberlo tomado en el jardín.
—Quería dar un paseo a caballo.
—Ha estado en el bosque, ¿no es verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Tengo espías. —Entornó los ojos y, por un momento, creí que estaba enterada de mi encuentro con Conrad—. Aparte de eso —dijo—, hay una señal aquí. —Me quitó u aguja de pino que tenía en la chaqueta—. Está verdaderamente aterrada. Usted no es lo que dice ser. Está planeando algo. Por eso dispone de medios propios. ¿Quién ha oído nunca hablar de una institutriz que no tenga miedo de perder su puesto y encontrarse en la calle?
—Usted la ha visto —dije yo, ya más tranquila—. Y aquí la tiene.
—¿Por qué se marchó sin decírmelo?
—Vi que estaba dormida como un tronco, después haber sido la gran atracción del baile, y pensé que necesita descansar.
—Estaba preocupada. Creí que me había dejado.
—¡Qué niña tan tonta!
De repente, se abrazó a mí:
—No me deje, Anne. No puede hacerlo.
—¿De qué tiene miedo?
Me miró fijamente:
—De todo. Del matrimonio… del cambio… de hacerme mayor. No quiero hacerme mayor, Anne. Quiero quedarme como estoy ahora.
La besé con cariño, y le dije para tranquilizarla:
—Sabrá arreglárselas muy bien cuando llegue el momento.
—¿Cree que sabré? Soy muy rebelde, y no toleraría nunca amantes.
—A lo mejor no las hay.
—Así es como debía ser siempre.
—En inglés hay una frase que dice que uno no debe cruzar los puentes hasta el momento en que se encuentre con ellos.
—Pues me parece muy bien. Y eso es lo que voy a hacer. Pero los cruzaré a mi manera.
—Conociéndola, estoy segura de que va a luchar hasta el fin para conseguir lo que quiera.
—Lo malo es que Sigmund también parece el tipo persona que hace las cosas a su manera. ¿No le parece que así, Anne?
—Sí —contesté yo, con calma—. Sí que me lo parece.
—Entonces, va a ser cuestión de ver quién es el más fuerte.
—Puede que no haga falta un campeonato. Es posible que los dos quieran hacer las mismas cosas.
—Siempre tan lista, Anne. Se quedará conmigo. Insistiré en que lo haga. Voy a nombrarla mi gran visor.
—Eso es algo que ha inventado ahora. Supongo que quiere decir visir, y estoy segura de que sería la persona menos apropiada para el cargo.
—Bueno, ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él —repitió Freya, casi con aire de satisfacción.
Yo me eché a reír, pero estaba pensando: «¿Qué voy a hacer? Tengo que irme. Pero Conrad no lo permitirá. Me quedaré. Viviremos juntos… quizá en la sombra, pero juntos… como Rudolph y Francine. Y tengo que averiguar quién es la mujer que estaba plantando flores en la tumba de Francine. Y lo que todavía puede ser más importante, quién es el niño».