Ya tenía yo diecisiete años cuando descubrí que mi hermana había sido asesinada. Hacía casi cinco años que no la veía, pero todos los días pensaba en ella, la echaba de menos, y lamentaba que hubiera desaparecido de mi vida.
Antes de que muriera, Francine y yo habíamos estado tan unidas como pueden estarlo dos personas. Como yo tenía cinco años menos, supongo que sería protección lo que buscaba en ella y, cuando nos fuimos a vivir a Greystone Manor, después de morir mis padres, la verdad es que yo necesitaba mucha protección.
Eso había ocurrido hacía seis años y, siempre que recordaba aquellos primeros tiempos, tenía la impresión de haber vivido en el paraíso. La distancia embellece las cosas, solía decir Francine para consolarme y, de paso, para dar a entender también que la isla de Calipso no había sido un sitio tan perfecto, y que a lo mejor Greystone Manor tampoco era tan tétrico como se nos antojaba a nosotras, recién llegadas allí.
Aunque parecía tan frágil como una porcelana de Dresde, no he conocido nunca a una persona que tuviera una idea más práctica de la vida que la que tenía ella. Era realista, ingeniosa, incorregible y con un eterno optimismo. Yo siempre había creído que todo lo que Francine se propusiera hacer, lo haría con éxito. Por eso me sentí tan destrozada, y por eso no podía creerlo cuando encontré en el desván de Greystone aquel periódico guardado en el baúl de mi tía Grace. Me quedé de rodillas, con el periódico en la mano, mientras las palabras bailaban delante de mis ojos.
«En la mañana del pasado miércoles, el barón Von Gruton Fuchs fue encontrado muerto en la cama, en el refugio de caza que tenía en la provincia de Gruton, en Bruxenstein. Con él estaba su amante, una joven inglesa cuya identidad se desconoce todavía, pero que se cree llevaba algún tiempo viviendo con él en el refugio antes de producirse la tragedia».
Junto a la noticia había otro recorte.
«Se ha descubierto la identidad de la mujer del crimen de Gruton Fuchs. Se trata de Francine Ewell, "amiga" del barón desde hace algún tiempo».
Y nada más. Era increíble. El barón era su marido. Yo me acordaba perfectamente que me había dicho que iba a casarse, y de lo que había luchado conmigo misma para apartar de mí la pena de perderla y tratar de compartir su felicidad.
Me quedé allí arrodillada hasta que me di cuenta que tenía los miembros agarrotados y me dolían las rodillas. Cogí los recortes de periódico, volví a mi habitación, y estuve allí sentada, aturdida, recordando todo lo que ella había sido para mí hasta el momento en que desapareció.
*****
Aquellos primeros años idílicos los habíamos pasado en la isla de Calipso con nuestros adorados, adorables y muy poco prácticos padres.
Ésos eran los años bonitos. Como terminaron cuando yo tenía once años y Francine dieciséis, me imagino que no podía entender gran cosa de lo que pasaba a mi alrededor. No me daba cuenta de las dificultades financieras ni de lo difícil que era seguir viviendo durante aquellos períodos en los que ningún visitante acudía al estudio de mi padre. Claro que esos temores no se notaban, porque allí estaba Francine para manejarnos a todos con tal habilidad y energía que nadie se atrevía a poner en duda.
Nuestro padre era un artista que trabajaba la piedra. Esculpía unas preciosas figuras de Cupido y Psique, Venus saliendo de las olas, pequeñas sirenas, muchachas bailando, urnas y cestas de flores; los visitantes venían y las compraban. Mi madre era su modelo favorita y, después de ella, Francine. Yo también posaba para él. Nunca hubieran podido pensar en dejarme de lado, aunque nunca había tenido tampoco aquel aire de sílfide que tenían Francine y mi madre y que tanto se prestaba a reproducirlo en piedra. Ellas eran las guapas. Yo me parecía a mi padre, tenía el pelo de un color indefinido, algo que podría calificarse de medio castaño, espeso, liso, siempre despeinado; tenía unos ojos verdosos que cambiaban de color, además de lo que Francine llamaba una nariz descarada, y una boca bastante grande. Francine decía, «generosa». Era única para consolarle a uno. Mi madre tenía una belleza de cuento de hadas que le había transmitido a Francine, el pelo rubio y rizado, los ojos azules con pestañas oscuras, y la nariz con ese punto de más que bastaba para hacerla bonita, acompañado todo ello de un labio superior un poco levantado, que dejaba ver unos dientes un poquitín salientes y muy blancos. Pero sobre todo tenían ese aire de feminidad indefensa que hacía que los hombres siempre estuvieran dispuestos a ir a buscar algo para traérselo a ellas y a protegerlas de las calamidades del mundo. Es posible que mi madre necesitara esa protección; a Francine no le hizo falta nunca.
Eran unos días largos y cálidos, en los que íbamos en la barca hasta la laguna azul, nos bañábamos y dábamos algunas lecciones con Antonio Farfalla, a quien se le pagaba con una escultura del estudio de mi padre. «Algún día valdrán una fortuna —le decía Francine. Lo único que tiene que hacer es esperar a que se reconozca el talento de mi padre». Francine era capaz de prestar gran autoridad a sus palabras a pesar de su aparente fragilidad, y Antonio la creía. Adoraba a Francine. Todo el mundo parecía adorar a Francine hasta que vinimos a Greystone. Ella extendía su protección incluso a Antonio y, aunque hacía muchas bromas a costa de su apellido, que en italiano significa mariposa, y era el hombre más pesado que habíamos visto en nuestra vida, siempre se mostraba simpática con él cuando le veía preocupado con su torpeza.
Pasó algún tiempo antes de que empezara a inquietarme por las constantes enfermedades de mi madre. Solía estar tumbada en la hamaca que habíamos colgado delante del estudio, y siempre había alguien allí hablando con ella. Mi padre me dijo que al principio no nos habían recibido en la isla con demasiado calor. Éramos extranjeros, y ellos eran un pueblo insular. Habían vivido allí durante cientos de años, cultivando las viñas y los gusanos de seda, y sacando de la cantera el alabastro y la serpentina con los que trabajaba mi padre. Pero cuando la gente de la isla comprendió que éramos exactamente igual que ellos, y que estábamos dispuestos a vivir como ellos vivían, terminaron por aceptarnos. «Fue tu madre quien se los ganó», solía decir mi padre, y a mí no me costaba ningún trabajo creérmelo. Era tan guapa y tan etérea, que parecía que se la iba a llevar el viento en cuanto soplara el mistral. «Empezaron poco a poco a venir por aquí —decía mi padre—. Dejaban pequeños regalos delante de la puerta y, cuando nació Francine, tuvimos un montón de gente para ayudarnos. Lo mismo ocurrió contigo, Pippa. Se te recibió tan bien como a tu hermana».
Siempre me lo recordaba. Y llegó el momento en que empecé a preguntarme por qué era necesario hacerlo. Francine descubrió todo lo que pudo sobre la historia de nuestra familia. Siempre estaba impaciente por enterarse de todo. No podía aguantar la ignorancia. Quería saber hasta el más mínimo detalle: por qué los gusanos habían dado más o menos seda; cuánto había costado la boda de Vittoria Guizza, y quién era el padre del niño de Elizabetta Caldori. Todo lo que ocurriera tenía el máximo interés para Francine. Necesitaba conocer la respuesta.
—Dicen —comentaba Antonio—, que los que quieren saberlo todo, algún día pueden encontrarse con algo que no les guste.
En Inglaterra dicen, «la curiosidad mató al gato» —le contestó Francine—. Bueno, pues yo no soy un gato pero pienso seguir siendo curiosa…, aunque me mate la curiosidad.
Entonces, todos nos echamos a reír, pero yo luego me he acordado de eso.
Días de ensueño pasados en la isla, con el calor del sol sobre mi piel, con el olor penetrante del frangipani y del hibisco; las olas suaves del Mediterráneo rompiendo en las playas de la isla; largos días de estar tumbadas en la barca después de bañarnos, sentadas alrededor de la hamaca en la que se balanceaba mi madre, o viendo a Francine entrar en el estudio cuando teníamos visitas. Venían de América y de Inglaterra, pero sobre todo de Francia y de Alemania y, con el tiempo, Francine y yo llegamos a entender bastante bien esos dos idiomas. Francine traía una bandeja con vasos de vino, en la que ponía unas flores de hibisco. A los visitantes eso les gustaba mucho, y pagaban unos precios muy altos por las obras de mi padre cuando Francine hablaba con ellos. Les decía que podía asegurarles que estaban haciendo una buena inversión, porque mi padre era un gran artista. Vivía allí, en la isla, a causa de la mala salud de 'su mujer. Debía haber hecho una exposición en París o en Londres. Pero no importaba, porque así toda aquella gente tenía la oportunidad de adquirir unas obras de arte a un precio increíble.
Ellos reconocían en las estatuas la belleza de Francine y las compraban, y estoy segura de que las conservaban, y que durante mucho tiempo recordaban con gusto aquellas tardes en que les había atendido una chica tan guapa que les servía vino en unos vasos adornados con flores.
Así vivíamos en aquellos días lejanos, sin pensar nunca más que en el momento presente, levantándonos por la mañana con la luz del sol, y acostándonos por la noche con un cansancio delicioso, después de haber hecho tantas cosas agradables. Y también nos divertía estar metidas en el estudio y escuchar el ruido de la lluvia. «Eso hará que salgan los caracoles», decía Francine. Y cuando dejaba de llover salíamos con nuestras cestas y los recogíamos. Francine era una experta en elegir los que podían venderse a madame Descartes, la francesa que tenía una fonda en la playa. Me decía que no cogiera los que tenían la concha blanda porque eran demasiado jóvenes. «Pobrecillos, no pueden morir tan pronto. Déjalos vivir un poco más». Eso sonaba muy bien, pero la realidad era que madame Descartes sólo quería los que se podían comer. Los llevábamos a la posada y nos daban un poco de dinero por ellos. Unas semanas más tarde, cuando ya habían sacado a los caracoles del cajón en que los guardaban, Francine y yo íbamos a la posada y madame Descartes nos los daba a probar. A Francine le parecía que estaban deliciosos, guisados con ajo y perejil. La verdad es que a mí nunca me gustaron demasiado. Pero el fin de la cosecha de los caracoles no dejaba de ser un rito, y yo iba a celebrarlo con mi hermana con toda solemnidad.
Luego venía la vendimia, y entonces nos poníamos unos zuecos de madera y ayudábamos a pisar la uva. Francine lo hacía con toda alegría, cantando y bailando como un derviche enajenado, con el pelo suelto, los ojos brillantes, de forma que todo el mundo sonreía al verla y mi padre comentaba: «Francine es nuestra embajadora».
Ésos fueron los días felices, y a mí nunca se me pasó por la cabeza que podían cambiar. Mi madre estaba cada vez más débil, pero de una manera o de otra se las arreglaba para ocultárnoslo. Es posible que también se lo ocultara a mi padre, pero no sé si podría hacerlo con Francine. Pero si mi hermana se daba cuenta, es seguro que rechazaba la idea, como hacía siempre con todo lo que no quería que ocurriese. Yo pensaba algunas veces que la vida le había concedido tantos dones a Francine, que ella creía que los dioses estaban también de su parte, y que sólo con decir «no quiero que eso suceda», ya no sucedía.
Me acuerdo muy bien de aquel día. Era el mes de septiembre, el tiempo de la vendimia, y había en el aire esa excitación especial que siempre la anunciaba. Francine y yo íbamos a ir con los jóvenes de la isla, y a empezar a pisar la uva al son de las óperas de Verdi que el viejo Umberto arañaba en su violín. Todos nos pondríamos a cantar, y los viejos se sentarían a mirarnos con las manos sarmentosas cruzadas sobre sus ropas negras y la luz del recuerdo en los ojos legañosos, mientras nosotros danzábamos hasta que nos dolían los pies y estábamos cada vez más roncos.
Pero había otra cosecha. Uno de los poemas que más me gustaba se llamaba El segador y las flores.
Hay un segador cuyo nombre es Muerte
y con su hoz afilada
siega en un suspiro los trigos granados
y las flores que crecen entre ellos.
Francine me explicó lo que quería decir; sabía explicar muy bien las cosas. «Significa que a veces la hoz encuentra en su camino a los jóvenes —dijo—, y entonces, también los corta». Ahora resulta significativo que ella fuera una de esas flores que crecen entre los trigos. Pero entonces la que murió fue nuestra madre y era como una flor. No tenía que morirse todavía; era demasiado joven.
Cuando la encontramos fue horrible. Francine había ido a llevarle el vaso de leche que tomaba todas las mañanas. Estaba tumbada, completamente quieta, y Francine nos dijo después que durante un buen rato le había estado hablando sin darse cuenta de que mi madre no la escuchaba. «Entonces me acerqué a la cama —dijo Francine—, no hice más que mirarla, y lo comprendí».
Así fue como ocurrió. Todo el poder mágico de Francine no pudo evitarlo. La muerte había venido con su guadaña y había cortado la hermosa flor que crecía entre los trigos.
Nuestro padre se puso como loco. Tenía un temperamento muy de artista, y cuando trabajaba en el estudio haciendo esas figuras de mujer tan bonitas que se parecían a mi madre y a mi hermana, siempre parecía estar en otro mundo. Nosotros nos reíamos de lo distraído que era. Francine andaba por el estudio y nos mantenía a todos en orden. Mi madre, desde hacía mucho tiempo, estaba ya demasiado enferma para poder hacer gran cosa; lo único que hacía era estar allí: una presencia benéfica y una inspiración para todos nosotros. Hablaba a los visitantes y les daba la bienvenida, y eso les gustaba mucho; y, mientras Francine estuviera allí, ya se sabía que todo marchaba.
Cuando mi madre murió, Francine se hizo cargo de todo. Hablaba con los visitantes y les hacía creer que estaban consiguiendo una ganga. Yo no sé cómo hubiéramos podido vivir aquel año sin ella. Cuando enterraron a mi madre en el pequeño cementerio que había junto al olivar, de no haber sido por Francine, nos habríamos convertido en una familia desolada. En cierto sentido pasó a ser el cabeza de familia, aunque no tenía más que quince años. Hacía la compra, guisaba y se encargaba de nosotros. Se negó a dar más clases con el Mariposa, como ella llamaba a Antonio, pero insistió en que yo siguiera dándolas. Mi padre continuó trabajando la piedra, pero sus figuras habían perdido algo del encanto que tenían antes. No quería que Francine posara para él. Eso le traía demasiados recuerdos.
Los meses tristes fueron pasando, y yo noté un cambio en mí. No tenía más que diez años entonces, pero dejé de ser una niña.
En aquella época mi padre hablaba mucho con nosotras. Era por la tarde, cuando nos sentábamos en lo alto de la loma verde que bajaba hasta el mar y, al hacerse de noche, veíamos la fosforescencia que formaban los bancos de peces, y que eran como jirones que brillaban sobre el agua…, extraños, pero al mismo tiempo consoladores.
Nos hablaba de su vida antes de venir a la isla. Francine hacía mucho tiempo que tenía curiosidad por saber algo de ella, y había ido sacándoles algunas cosas a mi padre y a mi madre en los momentos en que los cogía descuidados. Muchas veces nos preguntábamos por qué se resistían tanto a hablar del pasado. No íbamos a tardar en descubrirlo. Yo creo que todo el que haya vivido en Greystone Manor ha tenido que sentir ganas de escapar de allí y hasta de olvidarse de haber estado jamás en ese sitio. Porque era como una cárcel. Así era como lo describía mi padre; y yo más tarde lo comprendí.
—Es una casa antigua muy bonita —nos dijo un día mi padre—, una mansión, realmente. Los Ewell han vivido allí durante cuatrocientos años. El primer Ewell la construyó antes del reinado de Isabel. Imaginaos eso.
—Pues tiene que ser muy fuerte para haber aguantado tanto tiempo —empecé a decir yo.
Pero Francine me hizo callar con una mirada, y comprendí que lo que quería decir era que no había que recordar a mi padre que estaba pensando en voz alta.
—En aquellos tiempos sabían construir. Las casas podían ser incómodas, pero servían para resistir no sólo las inclemencias del tiempo sino a los asaltantes.
—Los asaltantes —dije yo entusiasmada, y sólo para que Francine me hiciera callar otra vez.
—Era como una cárcel. Para mí era una cárcel —confesó entonces mi padre.
Hubo un profundo silencio. Mi padre estaba recordando los tiempos en que todavía era un muchacho, antes de conocer a mi madre, antes de que naciera Francine. Resultaba difícil imaginarse un mundo sin Francine.
Nuestro padre estaba serio:
—Vosotras no tenéis ni idea, hijas. Vosotras siempre habéis estado rodeadas de amor. Hemos sido pobres, sí. No liemos tenido siempre una vida muy cómoda…, pero amor sí que lo ha habido en abundancia.
Yo me levanté corriendo y me abracé a él. Me apretó en sus brazos:
—Pippa, pequeña —dijo—, has sido feliz, ¿verdad? Tienes que acordarte siempre de la canción de Pippa. Por eso te pusimos ese nombre, Pippa.
Dios está en el cielo
y en el mundo todo marcha bien.
—Sí grité. Sí, sí.
—Siéntate, Pippa —dijo Francine—. Estás interrumpiendo a papá. Quiere contarnos una cosa.
Nuestro padre estuvo un rato callado y luego dijo:
—El abuelo es un hombre bueno. En eso no tenéis que engañaros. Pero a veces no es nada fácil vivir con los hombres buenos…, para los pecadores, quiero decir.
Nuevo silencio, roto esta vez por Francine que dijo casi en un suspiro:
—Háblanos del abuelo. Háblanos de Greystone Manor.
Siempre estuvo muy orgulloso de la familia. Habíamos servido bien a nuestro país. Habíamos sido soldados, políticos, terratenientes, pero nunca artistas. Bueno, hubo uno que lo fue…, pero hace mucho tiempo. Lo mataron en una taberna, cerca de Whitehall. Su nombre no se mencionaba nunca, a no ser de mala gana. «Escribir poesía no es vida para un hombre», decía el abuelo. Ya podéis imaginaros lo que dijo cuando supo que yo quería ser escultor.
—Cuéntanoslo dijo Francine en voz baja.
Mi padre movió la cabeza:
—Parecía sencillamente imposible. Mi futuro ya estaba planeado. Yo tenía que seguir sus pasos. No iba a ser soldado ni político. Era el único hijo del dueño, y tenía que seguir los pasos de mi padre. Tenía que aprender a llevar la hacienda y pasar el resto de mi vida tratando de ser exactamente igual que mi padre.
—Y tú eso no podías hacerlo —dijo Francine.
No…, lo detestaba. Detestaba todo lo que tuviera que ver con Greystone. Odiaba la casa y la forma de actuar de mi padre, su actitud hacia todos nosotros, hacia mi madre, mi hermana Grace y hacia mí mismo. Quería que se le obedeciera en todo. Era un tirano. Y… conocí a vuestra madre.
—Háblanos de eso —dijo Francine.
— Vino a casa para hacer unos vestidos a tu tía Grace. Era tan dulce, tan frágil, tan guapa. Al conocerla a ella fue cuando me decidí.
—Te escapaste de Greystone Manor —dijo Francine.
—Sí. Escapé de la cárcel. Huimos en busca de la libertad; vuestra madre de la esclavitud de la casa de confección donde trabajaba… Y yo de Greystone Manor. Ninguno de los dos lo hemos lamentado en ningún momento.
—¡Qué romántico…, qué bonito! —murmuró Francine.
—Al principio lo pasamos bastante mal. En Londres… Y en París…, tratando de ganarnos la vida. Luego encontramos a un hombre en un café. Tenía un estudio en esta isla y nos lo ofreció. Así es que nos vinimos. Francine nació aquí… Y tú también naciste aquí, Pippa.
—¿Y no volvió a reclamar el estudio? —preguntó Francine.
—Sí, sí que volvió. Estuvo viviendo con nosotros algún tiempo. Erais demasiado pequeñas para acordaros. Luego marchó a París y se hizo muy rico. Murió hace unos años y me dejó el estudio. Nos las hemos arreglado para vivir… pobremente, pero libres.
—Hemos sido muy felices, padre —dijo Francine—. No puede haber otras niñas que hayan sido más felices. Los tres nos abrazamos —éramos una familia muy efusiva— y luego, de repente, Francine se sintió práctica y dijo que ya era hora de que todo el mundo se fuera a la cama.
Pocas semanas después de esa conversación, nuestro padre se ahogó. Había ido a la laguna azul, como hacíamos tantas veces, y se levantó una tormenta repentina que volcó la barca. Yo me he preguntado después si habría hecho muchos esfuerzos por salvarse. Desde que murió nuestra madre había perdido el gusto por la vida. Tenía a sus dos hijas, pero yo creo que pensaba que Francine podía cuidarse a sí misma y cuidar de mí mejor que él. Aparte de eso, debía de haber adivinado lo que iba a ocurrir, y quizá pensara que era lo mejor para nosotras.
Yo me sentía fatalista, casi como si supiera lo que iba a pasar. Había llegado a la conclusión de que nada podría ser ya lo mismo después de la muerte de mi madre. Habíamos intentado recuperar nuestra antigua alegría y Francine se manejaba muy bien, pero ni siquiera ella era capaz de fingir.
Nos encontramos en el estudio el día que le enterraron junto a mi madre, cerca del olivar.
—Era donde quería estar desde que a ella la llevaron allí —dijo Francine.
—¿Y qué vamos a hacer nosotras? —pregunté yo. Me contestó casi con impertinencia:
—Nos tenemos la una a la otra. Somos dos.
—Tú siempre estarás bien y procurarás que yo lo esté —dije.
—Eso es.
Los amigos de la isla nos abrumaban con su amabilidad. Nos daban de comer, nos mimaban, y se esforzaban en demostrar que nos querían mucho.
—Para empezar está muy bien —comentó Francine pero no durará mucho tiempo. Tenemos que pensar algo. Yo tenía casi once años, Francine dieciséis.
—Claro que podría casarme con Antonio —dijo.
—No podrías. Y no te vas a casar.
—Me gusta el Mariposa, pero tienes razón. No podría y no voy a hacerlo.
La miré con curiosidad. Era raro que le faltaran ideas, pero en aquel momento le faltaban. En sus ojos se veía que estaba soñando.
—Podríamos marcharnos —dijo.
—¿Adónde?
—A cualquier sitio.
Luego me dijo que siempre había sabido que algún día se marcharía. No podía aguantar verse encerrada, y en la isla estábamos encerradas.
Cuando vivían nuestros padres era distinto. Entonces esto era nuestra casa. Pero ya no lo es, realmente. Además, ¿qué vamos a hacer aquí?
El problema se resolvió con una carta para Francine. «Señorita Ewell», ponía en el sobre.
—Ésa soy yo —dijo Francine—. Tú eres la señorita Philippa Ewell.
En cuanto la abrió, vi que estaba impresionada.
—Es de un abogado —dijo—. Actúa en nombre de sir Matthew Ewell. Ése es nuestro abuelo. En vista de las desgraciadas circunstancias, sir Matthew desea que volvamos inmediatamente a Inglaterra. Nuestro hogar es ahora Greystone Manor.
Yo la miré aterrada, pero ella parecía muy contenta.
—¡Huy, Pippa! Nos vamos a la cárcel.
*****
Los preparativos de la marcha produjeron una gran excitación, y fue una buena cosa porque, en cierta manera, hizo que dejáramos de pensar en lo que habíamos perdido, y ni siquiera habíamos empezado a darnos cuenta de lo grande que era la pérdida. Había que hacer las maletas, y disponer qué se hacía con todo lo que había en el estudio, tarea de la que, con tristeza, se ocupó Antonio.
—Pero es lo mejor para ustedes —dijo—. Vivirán como unas grandes señoras. Nosotros siempre hemos sabido que el señor Ewell era un gran caballero.
Uno de los empleados del despacho del abogado vino a buscarnos para llevarnos a nuestra nueva casa. Vestía una levita negra y un sombrero de copa brillante; resultaba muy desplazado en la isla, donde se le miraba con gran respeto. Al principio estaba un poco intimidado, pero Francine en seguida hizo que se sintiera a gusto con nosotras. Desde que murió mi padre había tomado un aire muy digno, muy señorita Ewell, que era de mucha más categoría que la señorita Philippa Ewell. El empleado se llamaba míster Counsell, y se veía bien claro que lo de llevar a dos niñas a Inglaterra le parecía una tarea muy rara para un hombre de su condición.
Nos despedimos con tristeza de nuestros amigos y prometimos volver. Yo estuve a punto de invitarles a todos a ir a Inglaterra, pero Francine me lanzó una de sus miradas de advertencia.
—Imagínatelos en la prisión —dijo.
—Si no van a ir nunca —contesté yo.
—A lo mejor sí.
Fue un viaje muy largo. Habíamos ido al continente varias veces, pero era la primera vez que yo iba en tren. Me encantó y me sentía un poco avergonzada de que me gustara tanto. Estaba segura que Francine también lo estaba pasando muy bien. La gente la miraba de la misma manera que yo comprendía iban a mirarla siempre. Incluso el señor Counsell estaba un poco fascinado por su encanto y, más que como a una niña, la trataba como a una mujer. Yo creo que no era ni una cosa ni otra. En ciertos aspectos, era una chica de dieciséis años muy inocente, pero por otro lado era una persona completamente madura. Había llevado la casa, había tratado con los clientes, y había hecho de protectora de todos nosotros. Por otra parte, la vida en la isla era muy sencilla, y yo creo que al principio Francine se sentía inclinada a juzgar a todo el mundo como si fueran las personas que había conocido hasta entonces.
Cruzamos el Canal de la Mancha y, con gran disgusto del señor Counsell, perdimos el tren que debía llevarnos a Preston Carstairs, la estación de Greystone Manor, y nos dijeron que teníamos que esperar varias horas hasta que llegara otro. Nos llevó a una fonda que había cerca del muelle, donde nos dieron carne y patatas asadas, una cosa que nos pareció exótica y deliciosa y, mientras estábamos comiendo, la dueña de la fonda vino a hablar con nosotros. Al saber que teníamos que esperar tanto tiempo, dijo:
—¿Por qué no salen a ver un poco el campo mientras esperan? Podrían ir a dar una vuelta en el tílburi. Nuestro hijo Jim no tiene nada que hacer ahora.
Al señor Counsell le pareció muy bien la idea, y así fue como vimos Birley Church. Francine gritó entusiasmada cuando pasamos junto a ella. Aquella iglesia tenía algo que la hacía muy interesante. Era una iglesia normanda de piedra gris, y Francine dijo que era emocionante pensar en la cantidad de años que llevaba allí. El señor Counsell dijo que no veía por qué no visitarla, y fuimos. Él era una autoridad en arquitectura, y se le notaba muy orgulloso al hablar sobre este tema. Mientras nos explicaba los detalles más interesantes, Francine y yo mirábamos asombradas. No nos importaba nada que las columnas y los arcos semicirculares sostuvieran los altos muros de la girola; lo que nos interesaba era aquel extraño olor a humedad y a cera y las vidrieras de colores de las ventanas que arrojaban por todas partes sombras azules y rojas. Nos leímos la lista de los hombres que habían ocupado el cargo de vicario desde el siglo XII.
—Cuando me case, me gustaría casarme en esta iglesia —dijo Francine.
Nos sentamos en los bancos. Nos arrodillamos en las esteras. Nos paramos impresionadas delante del altar.
—Es muy bonita —dijo Francine.
El señor Counsell nos recordó que se estaba haciendo tarde, y que teníamos que volver a la fonda para ir a la estación y coger el tren que nos llevaría a Preston Carstairs.
Cuando llegamos allí, había un coche esperándonos. Tenía pintado un escudo. Francine me hizo una seña:
—El escudo de los Ewell —dijo—. El nuestro.
El alivio que sentía ahora el señor Counsell se le veía en la cara. Había cumplido bien lo que le habían encomendado.
Francine parecía contenta, pero los nervios empezaban también a apoderarse de ella. Una cosa era reírse de la prisión cuando estaba a muchas leguas de distancia, y otra muy distinta sentir que no faltaba más que una hora para que te encarcelaran. Un cochero con cara de pocos amigos estaba esperándonos.
—Señor Counsell —dijo—, ¿son éstas las señoritas?
—Sí —contestó el señor Counsell.
—El coche está aquí, señor.
Estaba observándonos y, como era de esperar, sus ojos se pararon en Francine. Llevaba un simple abrigo gris que había sido de mi madre, y en la cabeza un sombrero de paja, atado con cintas debajo de la barbilla y con una margarita en el centro. Era un atavío muy sencillo, pero Francine estaba preciosa con todo lo que se pusiera. Me examinó a mí y luego volvió a mirar a Francine.
—Más vale que suban, señoritas —dijo.
Los cascos de los caballos resonaban en la carretera, mientras íbamos pasando entre setos verdes y caminos bordeados de árboles, hasta llegar por fin a una cerca de hierro. Un chico, que saludó llevándose la mano a la frente, abrió inmediatamente las puertas para que entrara el coche, y empezamos a deslizarnos por el camino de entrada a la casa. El coche se paró delante de una pradera y nos bajamos.
Mi hermana y yo estábamos las dos juntas, cogidas de la mano, y yo sabía que Francine estaba también aterrada. Allí la teníamos, la casa de la que nuestro padre había hablado con tanta vehemencia como de una cárcel. Era una casa muy grande, y estaba construida en piedra gris como indicaba su nombre, y tenía unas torres almenadas en cada uno de sus extremos. Yo me fijé en las almenas y en el gran arco de entrada a través del cual se veía un patio. Era muy grande, impresionaba, y a mí me dio mucho miedo.
Francine me apretaba la mano, sin soltarla en ningún momento, como si el contacto le diera valor, y juntas avanzamos por la hierba hacia una gran puerta que se abrió. Una mujer, con un gorro almidonado, nos esperaba allí. El coche había seguido adelante, para entrar en el patio por el arco, y la mujer estaba en el umbral de la puerta mirándonos.
—El señor está dispuesto a recibirlos en cuanto lleguen, señor Counsell —dijo.
—Vengan —dijo el señor Counsell, que sonreía para tranquilizarnos, y avanzamos hacia la puerta.
Nunca se me olvidará la entrada en aquella casa. Yo estaba temblando, sentía una excitación que era en realidad una mezcla de curiosidad y de miedo. «La casa de nuestros antepasados», pensé. Y luego: «La cárcel».
Aquellos gruesos muros de piedra, el frío que se notaba al entrar, la impresión que producía el gran hall abovedado, el suelo de piedra y las paredes en las que brillaban las armas, armas que habrían usado otros Ewell, muertos hacía mucho tiempo, todo ello me emocionaba enormemente y me daba miedo al mismo tiempo. Nuestros pasos resonaban mucho, y yo trataba de andar sin hacer ruido. Vi que Francine había levantado la cabeza, y estaba adoptando ese aire decidido que significaba que estaba algo más nerviosa de lo que le gustaría que los demás supiesen.
—El señor dijo que fueran directamente a verle —repitió la mujer.
Era más bien gorda, con el pelo canoso, peinado todo hacia atrás, y casi cubierto por el gorro. Tenía los ojos pequeños, y los labios apretados, como una trampa. Parecía muy a tono con la casa.
—Si hace el favor de seguir por aquí, señor —dijo al señor Counsell.
Se dio la vuelta, y fuimos con ella hacia la gran escalera que empezamos a subir. Francine continuaba sin soltar mi mano. Cruzarnos una galería y nos paramos delante de una puerta. La mujer llamó con los nudillos y se oyó una voz: «Entren».
Entrarnos. El cuadro se me quedó grabado en la mente para siempre. Tuve la vaga impresión de una habitación mal iluminada, con pesadas cortinas y muebles grandes y oscuros, pero era mi abuelo el que dominaba la escena. Estaba sentado en un sillón que era como un trono y él mismo parecía un profeta bíblico. Se veía en seguida que era un hombre muy alto; tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y lo que más me llamó la atención fue su barba larga y abundante, que le tapaba la parte baja de la cara y le caía sobre el pecho. Junto a él estaba sentada una mujer de mediana edad y muy insignificante. Adiviné que era nuestra tía Grace. Parecía pequeña, modesta y poca cosa, pero quizá diera esa impresión al comparársela con la imponente figura central.
—Así es que ha traído usted a mis nietas, señor Counsell —dijo el abuelo—. Venid.
Esas últimas palabras iban dirigidas a nosotras, y Francine se acercó, llevándome a mí con ella.
—¡Hum! —dijo el abuelo, examinándonos concienzudamente, y dándome la impresión de que quería descubrir algún defecto. Lo que más me asombró fue que no diera muestras de apreciar el encanto de Francine.
Yo creía que iba a darnos un beso o, por lo menos, a cogernos la mano. Pero lo único que hizo fue mirarnos, como si viera en nosotras algo desagradable.
—Soy vuestro abuelo —dijo—, y ésta es ahora vuestra casa. Espero que seáis dignas de ella. Ahora estáis en una comunidad civilizada. Os vendrá muy bien no olvidarlo.
—Siempre hemos estado en una comunidad civilizada —dijo Francine.
Hubo un silencio. Vi que la mujer que estaba sentada al lado del abuelo se encogía.
—No estoy de acuerdo con eso.
—Pues se equivoca —añadió Francine.
Yo veía que estaba muy nerviosa, pero había notado en sus palabras una alusión a nuestro padre y no estaba dispuesta a tolerarlo. Acababa de transgredir la primera de las reglas de la casa, que era que el abuelo no se equivocaba nunca, y él se quedó tan asombrado, que por un momento no supo qué decir. Luego añadió con frialdad:
Realmente tenéis mucho que aprender. Yo ya esperaba encontrarme con malos modales. Bueno, estamos preparados. Y ahora la primera cosa es dar gracias a nuestro Hacedor porque hayáis tenido un buen viaje y expresar la esperanza de que a quienes tenemos necesidad de humildad y gratitud se nos concedan esas virtudes, y sepamos seguir la senda del bien obrar, que es la única aceptable en esta casa.
Nos quedamos desconcertadas. A Francine todavía le duraba la indignación y yo estaba cada vez más deprimida y asustada.
Y allí estábamos, cansadas, hambrientas, asombradas y asustadísimas, de rodillas en el suelo frío de aquella habitación oscura, dando gracias a Dios por habernos traído a aquella prisión, y pidiendo que nos concediera la humildad y gratitud que nuestro abuelo esperaba debíamos sentir hacia él por habernos acogido en una casa tan triste.
Fue la tía Grace quien nos llevó a nuestro cuarto. ¡Pobre tía Grace! Siempre que hablábamos de ella era la pobre tía Grace. Parecía no tener vida; era sumamente delgada, y el color oscuro de su vestido de algodón acentuaba la palidez de su cara. El pelo, que podría haber sido bonito, lo llevaba peinado hacia atrás y recogido en una trenza que formaba un moño bastante feo sobre la nuca; sus ojos eran agradables; eso nadie podía quitárselo. Eran castaños, con unas pestañas tupidas y oscuras —bastante parecidos a los de Francine menos en el color— sólo que mientras los ojos de mi hermana echaban chispas, los suyos eran apagados y sin esperanza. ¡Sin esperanza! Ése era el término que se le ocurría a uno en cuanto veía a tía Grace.
La seguimos por otra escalera, y ella subía delante de nosotras, sin hablar. Francine me miró e hizo una mueca. Era una mueca más bien nerviosa. Yo comprendí que se daba cuenta de que no iba a serle fácil conquistar a semejante familia.
Tía Grace abrió una puerta, entró en una habitación, y se apartó para que pudiéramos entrar nosotras. Lo hicimos. Era un cuarto muy bonito, pero las cortinas oscuras, que casi tapaban las ventanas, le daban un aire triste.
Tenéis que estar juntas —dijo tía Grace—. El abuelo pensó que no valía la pena usar dos habitaciones.
Sentí de repente un estallido de alegría. No me hubiera gustado nada dormir sola en una casa tan misteriosa. Y me acordé de que Francine me había dicho una vez que nada es del todo malo ni del todo bueno, que para el caso es lo mismo; siempre tenía que haber algo de uno y de otro, por poco que fuera. En aquel momento, era una idea muy reconfortante.
Había dos camas en la habitación.
—Podéis disponer de ellas como más os guste —dijo tía Grace y, como luego comentó Francine, con aire de estar ofreciéndonos todos los reinos del mundo.
—Gracias, tía Grace.
—Ahora es posible que queráis lavaros y a lo mejor cambiaros de ropa después del viaje. Cenamos dentro de una hora. El abuelo no tolera la falta de puntualidad.
—Estoy segura de que no la toleraría —dijo Francine, y en la voz se le notaba que estaba muy nerviosa—. Esto está muy oscuro. No veo nada. —Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas—. ¡Vaya! Así está mejor. ¡Qué vista tan bonita!
Fui hacia la ventana, y tía Grace se acercó también y se quedó detrás de nosotras.
—Eso que se ve allí es Rantown Forest —dijo.
—Parece muy interesante. Los bosques siempre lo parecen. ¿Estamos muy lejos del mar, tía Grace?
—A unas diez millas.
Francine se volvió hacia ella:
—A mí me gusta mucho el mar. Vivíamos rodeados por él, ya sabes. Eso te hace quererlo.
—Sí, —dijo tía Grace—, supongo que tiene que ser así. Ahora voy a decir que os suban agua caliente.
—Tía Grace —continuó Francine—, tú eres hermana de nuestro padre, pero no nos has preguntado nada. ¿No quieres saber algo de tu hermano?
Le vi la cara perfectamente gracias a la luz que había dejado entrar Francine. La tenía contraída, como si fuera a echarse a llorar.
—Tu abuelo ha prohibido que se le nombre —dijo.
—A tu propio hermano…
—Se comportó de una forma… imperdonable. Vuestro abuelo…
—Es el que dicta la ley aquí, ya lo veo.
—No…, no te comprendo —tía Grace estaba haciendo esfuerzos por ponerse seria—. Eres muy joven, y tienes mucho que aprender, y voy a darte un pequeño consejo. No vuelvas a hablar nunca, nunca, a tu abuelo como lo has hecho hoy. No puedes decirle nunca que se equivoca. Él…
—Siempre tiene razón —concluyó Francine—. Claro, es omnipotente, omnisciente… como Dios.
Tía Grace puso la mano en el brazo de Francine:
—Tienes que tener cuidado —dijo casi suplicando.
—Tía Grace —dije yo entonces, porque creía haber visto algo que Francine en su indignación no había podido ver, y fue en ese momento cuando mi tía se convirtió para mí en la pobre tía Grace—, ¿te alegras de que hayamos venido?
Otra vez tenía la cara contraída y una mirada borrosa en los ojos. Movió la cabeza y dijo:
—Voy a pedir que traigan el agua.
Salió de la habitación. Francine y yo nos quedamos mirándonos la una a la otra.
—Le odio —dijo ella—. Y esta tía nuestra… ¿qué es? Una marioneta.
Aunque pareciera raro, yo era la única que podía consolar a Francine. Tal vez porque era mayor que yo, veía con más claridad lo que iba a ser nuestra vida allí. Tal vez yo quería agarrarme a cualquier cosa, aunque fuera por los pelos:
—Por lo menos estamos juntas —dije.
Movió la cabeza y echó una mirada al cuarto.
—Ahora que entra la luz está mejor —añadí yo.
—Vamos a hacer una promesa. Jamás volveremos a correr esas odiosas cortinas. Me imagino que ha dado orden de que las pusieran ahí para que no pudiera entrar el sol, ¿no te parece? Pero, Pippa, si es que aquí todos están muertos. La mujer que nos hizo entrar…, el cochero… Es como si estuviéramos muriéndonos. A lo mejor estamos muertas. A lo mejor tuvimos un accidente en el tren y esto es el Hades. Estamos esperando mientras se decide si vamos al cielo o al infierno.
Yo me eché a reír. Daba gusto reírse, y Francine empezó a reír también.
—Marionetas —dije—. Son como marionetas, pero a las marionetas puedes sacudirlas, ya sabes.
—Pero ¡fíjate quién es el amo de las marionetas!
—Nosotras no somos sus marionetas, Francine.
—¡No! —gritó—. ¡Jamás!
—Yo creo que tía Grace es más bien buena. ¡Pobre tía Grace!
—¡Tía Grace! Si ella no es nadie. «No vuelvas a hablar a tu abuelo como lo has hecho hoy» —dijo imitando su voz—. Pues pienso hacerlo si me apetece.
—Podría echarnos de casa. ¿Adónde vamos a ir si nos echa?
Era un asunto muy serio, y no supo qué contestar. Yo la cogí de la mano.
—Tenemos que esperar, Francine. Tenemos que esperar…, y hacer un plan.
*****
Estuvimos un buen rato en la cama sin hablar. Yo estaba reviviendo aquella extraña noche y sabía que Francine estaba haciendo lo mismo.
Después de lavarnos, nos habíamos puesto los vestidos de algodón de colores que siempre llevábamos en la isla. No se nos ocurrió que iban a resultar disonantes hasta que nos reunimos con el abuelo y la tía. La expresión de espanto de mi tía Grace fue mi primera advertencia. Vi los ojos del abuelo fijos en nosotras, y recé para que no provocara a Francine más de lo que pudiese aguantar. Tenía la idea de que iban a echarnos y, aunque no estaba enamorada ni mucho menos de Greystone ni de mis parientes, comprendía que podía haber cosas peores que las que nos esperaban allí.
Nos llevaron al comedor, que era grande y tenía que haber sido alegre y bonito. Pero no hacía falta más que la presencia de mi abuelo para que cualquier habitación se volviera lúgubre. Una sola vela alumbraba la mesa, que era muy larga y tenía una talla muy complicada, y yo me preguntaba qué pensaría mi padre cuando se sentaba allí. Debido a su tamaño, parecíamos estar muy lejos unos de otros. El abuelo estaba en una punta, tía Grace en la otra, y Francine y yo a cada uno de los lados.
Para empezar, metimos la pata al sentarnos, cuando la costumbre de Greystone Manor era quedarse de pie y dar las gracias.
—¿No estáis preparadas para dar gracias a vuestro Hacedor por los alimentos que recibís? —preguntó el abuelo con voy, de trueno.
Francine comentó que todavía no los habíamos recibido.
—Salvajes —murmuró el abuelo—. De pie ahora mismo.
Francine me miró, y yo creía que no iba a querer levantarse, pero lo hizo. La oración de gracias fue interminable. El abuelo pidió perdón a Dios por nuestra ingratitud y prometió que no volvería a ocurrir. Dio gracias en nombre nuestro, y su voz continuó resonando hasta que yo ya no podía más de hambre, porque hacía bastante tiempo que habíamos comido.
Por fin, terminó y nos sentamos. El abuelo estuvo todo el tiempo hablando de asuntos de la iglesia, de la gente que vivía en la finca, y de la diferencia que nuestra llegada supondría para la casa, con lo que tuvimos la impresión de que íbamos a ser un estorbo. Tía Grace decía sí o no en los momentos apropiados, y a lo largo de todo el monólogo mantuvo una expresión de arrobo.
—Cualquiera diría que no tenéis educación. Hay que encontrar una institutriz sin demora. Grace, eso será asunto tuyo.
—Sí, padre.
—No quiero que digan que mis nietas son ignorantes.
—Teníamos un profesor en la isla —dijo Francine—. Era muy bueno. Las dos hablamos muy bien el italiano. Sabemos algo de francés y bastante alemán…
—Aquí hablamos inglés —interrumpió mi abuelo—. Está bien claro que necesitáis lecciones de conducta y comportamiento en general.
—Nuestros padres nos educaron muy bien.
Tía Grace pareció tan aterrada que lancé a Francine una mirada suplicante, y ella lo comprendió y se contuvo.
—¡Grace! —Continuó el abuelo—, debes hacerte cargo de tus sobrinas hasta que llegue la institutriz. Hazles comprender que en una sociedad educada como la nuestra, los niños sólo hablan cuando se les pregunta. Se les ve, pero no se les escucha.
Hasta Francine pareció someterse, aunque después dijo que tenía tanta hambre, que no quería discutir con aquel hombre, y sólo podía pensar en la comida. Aparte de eso, temía que pudiera pensar que a los niños pequeños, si son desobedientes, se les manda a la cama sin cenar, así que andaba con mucho cuidado…, pero sólo al principio.
«Sólo al principio». Ésa fue nuestra consigna en aquellos primeros días. Teníamos que aguantarnos hasta que descubriéramos la forma de vernos libres. «Pero antes —decía Francine— tenemos que averiguar cómo está el campo».
Por eso, aquella primera noche estuvimos calladas durante un rato, y luego comentamos los acontecimientos de la jornada, recordando cada uno de los detalles de nuestro encuentro con el abuelo.
—Es el hombre más espantoso que he visto en mi vida —dijo Francine—. Le odié desde el primer momento. No me choca que papá dijera que esto era una prisión y que se escapara. Nosotras también nos escaparemos cuando llegue el momento, Pippa.
Luego habló de la casa:
—¡Vaya sitio para explorar! Piensa que nuestros antepasados han vivido aquí durante cientos de años. Eso es una cosa como para sentirnos orgullosas, Pippa. Tenemos que encontrar la forma de demostrarle al viejo que nosotras no creemos que él es Dios, aunque tenga que hacerme atea. No siente el menor interés por nosotras. Lo único que hace es cumplir con su deber. Y si hay algo que yo pueda odiar más que a ese viejo, es lo de ser un deber para alguien.
—Bueno —dije yo—, así tienes tus dos mayores odios bajo el mismo techo.
Eso nos hizo reír. Lo agradecida que le estaba yo entonces a Francine…, más que nunca. Me dormí pensando que, mientras estuviéramos las dos juntas, no todo podría ser tan malo.
Al día siguiente hicimos varios descubrimientos. Una doncella nos trajo el agua. Todavía estábamos dormidas cuando llegó, porque la noche anterior habíamos estado hablando hasta muy tarde.
Ésa fue la primera vez que vimos a Daisy.
Estaba de pie entre las dos camas, riéndose. Yo me incorporé, asustada, y Francine hizo lo mismo. De repente nos dimos cuenta de dónde estábamos, y lo primero que vimos fue que había alguien que reía de verdad.
—Son un par de cabezas dormidas —dijo Daisy.
—¿Quién es usted? —preguntó Francine.
—Soy Daisy. La segunda doncella. Me han mandado que les trajera agua para lavarse.
—Gracias —dijo Francine, y luego añadió con asombro—: Parece usted muy contenta.
—¡Santo Dios!, señorita, por qué no va una a estarlo…, aunque sea en esta casa donde una sonrisa ya parece que es un paso adelante en el camino del infierno.
—Daisy —dijo Francine, que se sentó en la cama y se apartó los rizos de los ojos—, ¿cuánto tiempo lleva usted aquí?
—Seis meses y ya me parecen veinte. Pero me marcharé en cuanto cambie mi suerte. ¡Vaya, es usted muy guapa!
—Gracias —dijo Francine.
—Eso no va a gustar…, en esta casa, no. Dicen que yo también soy un poco coqueta.
—¿Y lo es?
Daisy hizo un guiño tan significativo que nos echamos a reír.
—Voy a decirles una cosa: aquí hay una que se alegra de que hayan venido. A ver si animan un poco esto. Y voy a decirles otra cosa, puedes pasártelo mejor en el camposanto que aquí. —Empezó a reírse como si eso fuera algo muy divertido—. Sí, es verdad. En ese sitio que he dicho antes puedes pasártelo estupendamente…, si es que no vas allí a enterrar a alguien a quien quieras. Pero lo que digo yo siempre, ya están los vivos para pensar en ellos. Los muertos se han ido, y nadie va a pensar mal de ellos porque lo pasaran un poco bien cuando estaban en este mundo.
Era una conversación muy extraña, y la misma Daisy pareció darse cuenta porque la cortó de golpe, diciendo:
—Más vale que se arreglen. Al amo no le gustan los que llegan tarde, y el desayuno es a las ocho.
Salió de la habitación, pero se dio la vuelta en la puerta para obsequiarnos con otro asombroso guiño.
—Me gusta —dijo Francine—. ¡Daisy! Y tengo que decir que me sorprende encontrar en esta casa alguien que pueda gustarnos.
—Parece un buen augurio —dije yo.
Francine se echó a reír:
—Venga, vamos a vestirnos. Tenemos que llegar pronto el desayuno. No olvides que a nuestro bendito abuelo no le gusta que le hagan esperar. No sólo eso, no lo toleraría. Me gustaría saber qué nos reserva el día de hoy.
—Ya lo veremos.
—Una observación muy profunda, querida hermana, porque en primer lugar no podemos hacer absolutamente nada.
Francine volvía a ser la de siempre, y eso era ya un consuelo.
El desayuno fue como una repetición de la cena, sólo que distinta comida. Y comida había mucha, supongo que porque al abuelo, a pesar de toda su santidad, le gustaba comer. Cuando llegamos nos saludó con la cabeza y, como no hubo quejas, deduje que no nos habíamos retrasado ni una fracción de segundo. Se rezó la oración de gracias con bastante lentitud, y luego se nos permitió servirnos de lo que había en el aparador, después de que el abuelo y tía Grace se hubieron servido. Había bacon frito, riñones picantes y huevos. Qué distinto de la fruta y el bollo que tomábamos en la isla, levantándonos cuando nos apetecía, y comiendo lo primero que encontrábamos, unas veces solas, otras juntas, mientras nuestro padre había tenido que quedarse toda la noche trabajando en el estudio para terminar alguna obra maestra y tenía que dormir de día.
Aquello era muy distinto. Allí todo iba a toque de corneta.
Mientras despachaba el desayuno, con claras muestras de apreciarlo, el abuelo lanzaba órdenes. Tía Grace tenía que ponerse inmediatamente en contacto con Jenny Brakes. Debía acudir sin tardanza al Manor para hacer a las nietas unos vestidos apropiados. Estaba bien claro que en esa estrafalaria isla se habían descarriado igual que los nativos. Era casi imposible presentarlas a los vecinos mientras no estuvieran debidamente equipadas. Miré a Francine y estuve a punto de soltar la carcajada.
—Parecía que fuéramos soldados romanos que marchan a la guerra —dijo ella después.
Después de eso tía Grace tenía que encontrar la institutriz apropiada.
—Pregunta a tus amigos de la rectoría.
Me pareció que lo decía en tono de burla y, como tía Grace se sonrojó un poco, pensé que podía haber allí algún misterio, que pensaba comentar luego con Francine, si ella no se había dado cuenta.
Cuando el abuelo terminó de comer, se limpió las manos en la servilleta con bastante ceremonia, la tiró luego encima de la mesa, y se puso en pie con cierto trabajo. Ésa era la señal para que nos levantáramos todos. Nadie osaba quedarse sentado cuando él decidía que la comida había terminado.
—Como la reina Isabel —comentó Francine—. Menos mal que parece que es bastante comilón, y eso nos permite también a los demás engullir algo.
—Antes de nada —anunció al levantarse—, tienen que ir a ver a su abuela.
Nos quedamos asombradas. Se nos había olvidado que teníamos una abuela. Como nadie había hablado de ella, yo había supuesto que había muerto.
Tía Grace dijo:
—Venid conmigo.
La seguimos. Al salir, oímos que el abuelo decía al mayordomo:
—Hoy el bacon no estaba tan crujiente como debiera.
Siguiendo a tía Grace, pensé lo fácil que era perderse en Greystone Manor. Había escaleras en los sitios más inesperados, y largos corredores de los que salían otros más pequeños. Tía Grace andaba por ellos con la seguridad de quien conoce todos los recovecos de una casa, y por fin nos llevó hasta una puerta. Llamó, y una mujer, con un gorro blanco en la cabeza y un vestido de seda negra, abrió la puerta.
—Señora Warden, he traído a mis sobrinas para que vean a su abuela.
—Muy bien. Está esperándolas.
La mujer nos miró y saludó con la cabeza. Tenía una cara serena. Me fijé en ese detalle porque había observado la falta de esa cualidad en los demás habitantes de la casa.
Tía Grace nos hizo entrar, y allí, sentada en una silla junto a una cama con baldaquino, había una viejecita que llevaba un gorro de encaje y un vestido adornado con pasacintas. Daba impresión de fragilidad. Tía Grace se acercó a ella y la besó, y yo en seguida me di cuenta de que en aquella habitación había una atmósfera muy distinta de la del resto de la casa.
—¿Están aquí? —preguntó la señora.
—Sí, mamá. Francine es la mayor. Tiene dieciséis años, y Philippa tiene cinco años menos.
—Tráemelas.
Francine fue la primera a quien hicieron avanzar. La abuela levantó las manos y tocó la cara de mi hermana.
—Bendita seas —dijo—. Me alegro de que hayas venido. —Y ésta es Philippa— y entonces fui yo la que tuvo que acercarse, y sus dedos me acariciaron la cara.
Francine y yo estábamos calladas. Así es que era ciega.
—Acercaos, hijas mías, sentaos a mi lado. ¿Tiene unos taburetes para ellas, Agnes?
La señora Warden trajo dos taburetes y nos sentamos.
Los dedos de la abuela nos acariciaban el pelo. Sonreía.
—Así es que vosotras sois las niñas de Edward. Habladme de él. Fue un día muy triste el día en que nos dejó, pero lo comprendo. Espero que él supiera que lo comprendía.
Francine, que se había recobrado de la sorpresa, empezó a hablar de nuestro padre y de lo felices que habíamos sido en la isla. Yo decía también alguna cosa de vez en cuando. Esa hora que pasamos con la abuela supuso un gran cambio con respecto a todo lo que habíamos visto en aquella casa.
Tía Grace nos dejó solas para que hablásemos con ella. Dijo que tenía muchas cosas que hacer, como buscar a la modista y a la institutriz, por ejemplo. Su marcha nos hizo recordar el severo mundo que existía fuera de aquella habitación. Francine más tarde la describió como «un oasis en un desierto».
Se veía que la abuela estaba encantada de que estuviéramos con ella, y le dijéramos todo lo que nos preguntaba. De quien más cosas quería saber era de nuestro padre. El tiempo se nos pasó volando y, una vez recobradas de la impresión que nos había producido su ceguera, nos encontrábamos muy a gusto en aquella habitación.
—¿Podemos venir a verte con frecuencia? —pregunté yo.
—Todas las veces que podáis —contestó la abuela—. Y espero que queráis venir.
—Sí que vendremos —dijo Francine—. Eres la primera que nos ha hecho sentir que quiere que estemos aquí.
—Claro que os quieren aquí. Vuestro abuelo ni por un momento habría pensado en negaros un hogar.
—Habría pensado que era lo que debía hacer, y él siempre hace lo que debe —dijo Francine con un poquito de guasa—. Pero nosotras no queremos que nos traigan porque es un deber, sino porque quieren que estemos aquí y porque ésta es nuestra casa.
—Claro que os quieren, niña, y ésta es vuestra casa. Yo quiero teneros aquí y mi casa es la vuestra.
Francine le cogió la mano blanca y delgada y se la besó:
—Has hecho que todo cambiara completamente.
La señora Warden dijo que lady Ewell estaba un poco cansada.
—Se cansa en seguida —dijo en voz baja—, y esto ha sido una emoción para ella. Tienen que venir a verla otras veces.
—Vendremos, vendremos —gritó Francine.
La besamos en la mejilla, y Agnes nos acompañó hasta la puerta.
Estábamos en el pasillo sin saber hacia dónde ir, y Francine me miró sonriente:
—Ahora es el momento de explorar la casa. Hemos perdido el camino y tenemos que encontrarlo, ¿no?
Nos agarramos de la mano y echamos a correr por el pasillo.
—Estamos muy arriba —dijo Francine—, en lo más alto Je la casa.
Al final del pasillo había una ventana. Fuimos allí y nos asomamos.
—¡Qué bonito es! —Dijo Francine—. Muy distinto de la isla y del mar, pero también es bonito. Todos esos árboles y el bosque que hay allá lejos y lo verde que está todo. Si el abuelo se pareciera a la abuela, esto podría empezar a gustarme.
Yo estaba pegada a mi hermana, sintiendo el amparo de su presencia. Nada podría ser del todo malo mientras estuviéramos juntas.
—¡Mira! —Exclamó—, hay una casa allí, y parece muy interesante.
—Yo creo que es una casa antigua.
—A mí me parece que Tudor —dijo Francine que entendía de eso—… Con esos ladrillos rojos… Y parece que tiene las ventanas emplomadas. Me gusta.
—Tenemos que ir allí y echarle un vistazo.
—Me gustaría saber cómo va a ser esa institutriz.
—Primero tienen que encontrarla. Venga, vamos a explorar.
Bajamos por una pequeña escalera de caracol y nos encontramos en un rellano. Abrimos la puerta y entramos en una habitación grande en la que había una rueca.
—Éste es un viaje de exploración —dijo Francine—. Ahora es cuando vamos a descubrir todos los escondrijos y los tenebrosos secretos de nuestra casa ancestral.
—¿Y cómo sabes que hay tenebrosos secretos?
—Siempre los hay. Aquí, además, puedes palparlos. A esto yo creo que se le podría llamar el solarium, porque le da el sol casi todo el día…, por eso tiene ventanas en los dos lados. Es bonito. Aquí debía de haber fiestas y bailes y montones de gente. Si alguna vez lo heredo, lo dedicaré a eso.
—¿Cómo vas a poder heredarlo, Francine?
—Es seguro que estoy en la línea de sucesión. Papá era hijo único. Tía Grace no parece que vaya a dar fruto. A lo mejor ella es la princesa…, la supuesta heredera. Yo podría ser la presunta heredera. Depende de cómo resuelvan estas cosas.
Yo empecé a reírme a carcajadas y ella también. Francine era capaz de hacerle a uno reír en cualquier momento.
Cruzamos el solarium y luego otro corredor, subimos por una escalera igual a la que habíamos bajado antes, y encontramos un pasillo que estaba lleno de dormitorios, con las inevitables camas antiguas, los cortinajes y los muebles oscuros.
Volvimos a bajar y salimos a una galería.
—Retratos de familia —comentó Francine—; mira, estoy segura de que éste es un retrato de Carlos I. Carlos el Mártir; y mira también esos señores que casi todos se parecen a él. Apuesto lo que quieras a que fuimos leales a la monarquía. Me gustaría saber si está aquí nuestro padre. A lo mejor un día estaremos nosotras… tú y yo, Pippa.
Oímos unos pasos, y una tía Grace nerviosísima se lanzó sobre nosotras:
—¡Ay, estáis aquí! He ido al cuarto de la abuela para avisaros. Creí que no podría encontraros. Llegaréis tarde al servicio.
—¿El servicio? —preguntó Francine.
—Tenemos tres minutos para llegar allí. El abuelo se disgustará muchísimo.
Pobre Grace. Lo más probable era que la riñeran. Francine y yo echamos a correr con ella.
A la capilla se subía por unas escaleras que había en el hall principal. Era pequeña, para lo que suelen ser las capillas, hecha para que pudieran caber en ella la familia y los sirvientes, que ya estaban todos allí reunidos cuando entramos nosotras, sin aliento.
Vi que los criados nos miraban con curiosidad y me asombré de que fueran tantos. Sentada en el último banco estaba Daisy, la doncella que nos había llevado el agua caliente. Nos miramos, y nos hizo uno de sus guiños. Los demás estaban muy modositos, con lo ojos bajos, mientras nosotras nos abríamos paso hasta la primera fila.
El abuelo, que ya estaba sentado, no miró ni a derecha ni izquierda. Tía Grace se puso a su lado, luego Francine, y yo al lado de ella.
El servicio lo dirigía un hombre joven que no podía tener más de veinticinco años. Era alto y muy delgado, con unos ojos oscuros e inquietos, y un pelo que casi parecía negro junto a la palidez de su piel.
Cantamos himnos de alabanza y hubo una buena cantidad de rezos, y estuvimos de rodillas un tiempo que a mí me pareció interminable. Luego el joven hizo una plática, en la que recordó a todos lo bien que los cuidaba el Todopoderoso que los había llevado a Greystone Manor, donde habían encontrado comida y refugio y todo cuanto necesitaban, no solo para su cuerpo, sino también para su bienestar espiritual.
El abuelo escuchaba con los brazos cruzados, y movía de cuando en cuando la cabeza en señal de aprobación. Hubo luego otro cántico de alabanzas, nuevas oraciones, y el servicio terminó. No había durado más que media hora, pero se nos hizo eterno.
Los criados salieron todos en fila, y nos quedamos con el abuelo, tía Grace y el joven, que yo supuse era una especie de párroco.
El abuelo no es que sonriera, pero miraba al joven con cara de aprobación.
—Arthur —dijo—, deseo que conozcas a tus primas.
¡Primas! Noté la sorpresa de Francine. No podía ser mayor que la mía.
—El reverendo Arthur Ewell —dijo el abuelo—. Vuestro primo ha recibido las sagradas órdenes. Anoche no le visteis porque estaba administrando los auxilios espirituales a un vecino enfermo. Me alegro que pudieras llegar a tiempo para el servicio, Arthur.
El reverendo Arthur inclinó la cabeza con una especie de humildad satisfecha, y dijo que a la señora Glencorn parecían haberle aprovechado sus plegarias.
—Arthur, tu prima Francine.
Arthur se inclinó casi con excesiva cortesía.
—¿Cómo estás, primo Arthur? —dijo Francine.
—Y ésta es Philippa —añadió el abuelo—, la más joven de tus primas.
Me pareció que los ojos del primo Arthur me miraban con escasa atención, pero ya estaba acostumbrada a que la gente mostrara más interés por mi hermana.
—Vuestro bienestar espiritual estará en buenas manos —continuó el abuelo—. Y haced el favor de no olvidar que el servicio se celebra todos los días en la capilla a las once de la mañana. Todos los que viven en la casa asisten a él.
Francine no pudo reprimir un comentario:
—Ya veo que nuestro bienestar espiritual va a estar muy bien atendido.
—Tendremos buen cuidado de que así sea —dijo el abuelo—. Arthur, ¿te gustaría hablar un momento en privado con tus primas? Podrías ver qué clase de educación religiosa han recibido. Me temo que puedas quedar más bien sorprendido.
Arthur dijo que le parecía una idea excelente.
El abuelo y tía Grace salieron de la capilla, dejándonos a nosotras a merced del primo Arthur.
Nos invitó a sentarnos y empezó a hacernos preguntas. Se sorprendió al oír que no íbamos a la iglesia cuando vivíamos en la isla, pero dijo que quizá fuera mejor que no lo hiciéramos, ya que era muy probable que los nativos fueran católicos, porque los nativos solían serlo, y adoraban a los ídolos.
—Hay muchísima gente que adora a los ídolos —le recordó Francine—. No siempre son ídolos de piedra, pero sí una serie de reglas y formalismos que a veces dan como resultado la supresión de la bondad y el amor.
Arthur continuó mirándola y, aunque su cara expresara desaprobación, descubrí en sus ojos un brillo que ya había visto antes en otras personas cuando miraban a Francine.
Estuvimos hablando un rato con él… Bueno, fue Francine la que habló. A mí no tenía gran cosa que decirme. Pero yo comprendí que estaba muy impresionado con lo que le había dicho de nuestra educación, y que no iba a dejar de decirle al abuelo que necesitábamos una instrucción intensiva para ponernos en estado de gracia.
Cuando nos vimos libres de él era ya casi la hora de comer. Tía Grace dijo que a lo mejor nos apetecía hacer un poco de ejercicio y que podíamos dar un paseo por el jardín. No era prudente que saliéramos de él, y no debíamos olvidar tampoco que teníamos que estar de vuelta a las cuatro para tomar el té en el salón rojo que había junto al hall. Ella iba a ir a la vicaría. Necesitaba ver al vicario para un asunto importante. Nosotras podríamos salir cuando tuviéramos unos vestidos apropiados, y no tardaríamos en tenerlos, porque Jenny Brakes vendría al día siguiente con las telas y empezaría la confección.
—¡Libertad! —gritó Francine en cuanto nos quedamos solas. Y que no salgamos del jardín. ¡Ni hablar! Vamos a ir a dar una vuelta por ahí, y la primera misión va a ser echar una ojeada a esa casa antigua que vimos desde la ventana.
—Francine —dije yo, me parece que esto empieza a gustarte.
Y era verdad. Estaba entusiasmada con Greystone Manor, y cada hora que pasaba traía un nuevo descubrimiento. Presentía que se acercaba una batalla y eso era precisamente lo que necesitaba para recobrarse del disgusto producido por la muerte de nuestros padres. Yo lo sabía porque tenía la misma impresión que ella.
Por eso, aquella tarde salimos con espíritu de aventura. Disponíamos de unas dos horas. Francine dijo que teníamos que volver a tiempo, y que no debían descubrir que habíamos ido por nuestra cuenta.
—Tienen que creer que hemos estado dando vueltas por los paseos del jardín, admirando lo bien ordenado que está todo, porque estoy segura de que todo está ordenado, y haciendo exclamaciones de cuando en cuando ante las excelencias de nuestro abuelo, que es tan santo, que lo que me asombra es que no le consideren demasiado bueno para vivir en la Tierra.
Anduvimos con cuidado hasta llegar al camino de entrada y nos escabullimos por la puerta de la casa del guarda. Por suerte, los habitantes de la casa no aparecieron por ningún sitio. Es posible que la hora de la siesta del abuelo fuera el único rato de descanso de que disfrutaban.
Estábamos en un camino bordeado a ambos lados por un seto muy alto y, al llegar a una puerta, Francine propuso que la cruzáramos y saliéramos al campo, porque estaba segura de que era por allí por donde se iba a la casa.
Después de cruzar el campo, encontramos una hilera de cuatro cottages, y delante de uno de ellos había una mujer que tenía cierto aire de pan de pueblo, con unos pelos que se escapaban del moño y que el viento se encargaba de alborotar.
Levantó la cabeza al acercarnos nosotras. Yo supuse que no estaba acostumbrada a ver por allí a mucha gente, porque se le notaba que estaba sorprendida.
—Buenos días tengan ustedes —dijo y, al llegar junto a ella, vi una gran curiosidad en sus ojos oscuros y vivos, y una expresión de extremada alegría en su cara regordeta. Por poco tiempo que llevaras en Greystone Manor, esas cosas te chocaban mucho, dado el ambiente triste y solemne que reinaba allí.
—Buenos días —contestamos nosotras.
Había estado tendiendo ropa en una cuerda, atada por una punta a un poste y por la otra a uno de los lados del cottage.
Se sacó una pinza de la boca y dijo:
—Las señoritas nuevas que están en Greystone.
Era una afirmación más que una pregunta, y Francine dijo que sí que lo éramos pero que cómo lo sabía ella.
—¡Por amor de Dios!, poco será lo que yo no sepa de lo que pasa en Greystone. Mi hija también está allí. —Se le ensancharon los ojos al mirar a Francine—. Es usted guapa, hija. Aquello no es lo que ustedes esperaban, ¿eh?
—Nosotras no sabíamos qué era lo que teníamos que esperar —dijo Francine.
—Muy bien, nosotros conocíamos al señorito Edward. Era un hombre bueno, no era como… ¡No!, era muy distinto, él era… Y aquella chica tan mona con la que se escapó… Era como un cuadro, y usted, señorita, es el vivo retrato de ella. Estoy segura que la hubiese reconocido en cualquier sitio…, la habría sacado a la primera.
—Me gusta saber que conocía a nuestros padres —dijo Francine.
—Muertos… los dos. Bueno, así es la vida, ¿no es verdad? Muchas veces los mejores se van… Y los demás siguen aquí. —Movió la cabeza con un momentáneo pesar, pero volvió a sonreír en seguida—. Conocerán a nuestra Daise.
—Daise —dijimos las dos al tiempo—. Ah, sí, Daisy.
—Encontró trabajo allí. Segunda doncella. Pero no sé si va a durar mucho tiempo. Hay que tener un poquito de cuidado con nuestra Daise.
La mujer guiñó los ojos de una manera que me recordó a la propia Daisy. Luego comenté con Francine que debían de ser una familia muy aficionada a hacer guiños.
—Siempre ha sido un poco loquilla —continuó la mujer—. Yo ya no sabía qué hacer con ella. Le digo: «Mira bien lo que haces, Daise, algún día te vas a meter en un lío». Pero ella se ríe de eso. No sé. Siempre le han gustado los chicos, y ella también les gusta a ellos. Ha sido así desde que estaba en la cuna. Yo he tenido seis hijos. Y ella es la mayor. Le dije a Emms… Emms es su padre, ¿saben? Le dije: «Bueno, ya basta, Emms». Pero ¿pueden ustedes creerlo?, ya hay otro en camino. ¿Qué va a hacer una con un hombre como Emms? Pero metimos a Daise en la casa grande. Yo pensé, si con esto no se vuelve una chica formal, no se va a volver formal en su vida.
—Hemos visto a Daise —dijo Francine—. Pero sólo una vez. Fue a llevarnos el agua caliente. Y nos gustó.
—Es una buena chica… en el fondo. No es más que eso de los hombres. Parece que no pueda estar sin ellos. Yo también me parecía un poco a ella hace tiempo. Pero así es como marcha el mundo.
—¿Y esa casa Tudor tan grande que hay allí? —preguntó Francine.
—Eso es Granter’s Grange. —Se echó a reír—. ¡Menuda la que se armó con eso!
—Nos ha parecido una casa muy interesante y queríamos verla de cerca.
—La compraron unos extranjeros… hace uno o dos años. Sir Matthew la quería, pero no pudo conseguirla. Se puso hecho una fiera. Él cree que toda esta parte le pertenece y, hasta cierto punto, es verdad. Pero con Granter’s Grange… se le adelantaron los extranjeros.
—¿Quiénes son los extranjeros?
—¡Huy, qué cosas me preguntan! Gente extranjera muy principal… Grandes duques y cosas por el estilo…, pero son de un país de por ahí fuera. Aquí no pintan gran cosa.
—Grandes duques —repitió Francine.
Ahora no están ahí. No pasan mucho tiempo. Van y vienen. Cierran la casa, y se van, luego vienen los criados, hacen una buena limpieza, y entonces llegan los duques. Ahí todo es a lo grande…, a estilo casa real. A su abuelo no le gusta…, no le gusta pero que ni un pelo.
—¿Y eso tiene algo que ver con él?
La señora Emms soltó una carcajada, e hizo uno de sus guiños:
—A él le parece que sí. Es el amo de esta tierra. Emms dice que ni la misma reina podría tener más poder en toda Inglaterra que el que sir Matthew Ewell tiene aquí…, y ustedes perdonen, porque es su abuelo.
—No hace falta que pida perdón. Creo que pensamos lo mismo que usted, aunque todavía no hemos visto gran cosa. ¿Están ahora los grandes duques?
—¡Huy, no, hija mía, y no han estado aquí desde hace dos meses! Pero ya vendrán… sí, ya vendrán. Así tiene más emoción. Con ellos nunca se sabe. Cualquier día me asomo a las ventanas de atrás y los veo. Están justo detrás de mí, así que soy la que mejor los ve.
—Bueno, vamos a acercarnos hasta la mansión —dijo Francine—. No tenemos mucho tiempo. Tenemos que estar de vuelta a las cuatro. Dice que la casa está justo detrás de la suya…
—Eso es…, mire. Hay un atajo al otro lado de los cottages. No pueden perderse. No hay más que cruzar el seto y están allí.
—Muchas gracias, señora Emms. Esperamos volver a verla.
Saludó con la cabeza e hizo otro guiño. Francine dijo:
Vamos, Pippa.
Llegamos a la casa. Había un profundo silencio en todas partes, y un gran nerviosismo se apoderó de mí. Estoy segura pie a Francine le pasó lo mismo, y más tarde me preguntaría si no habría sido una premonición, ya que esa casa iba a representar algo tan importante en nuestra vida.
Había una gran puerta de entrada sostenida por columnas (le mármol y un arco en el que estaba grabada la fecha: 1525. Abrimos la puerta y entramos. Yo cogí la mano de Francine y ella también apretó la mía. Pasamos casi de puntillas por la pradera, que tenía la hierba muy crecida y estaba salpicada de margaritas. Llegamos a la casa, y yo extendí la mano para toar los ladrillos rojos. Estaban calientes del sol. Francine se puso a mirar por la ventana. Dio un pequeño grito y se quedó pálida.
—¿Qué pasa? —grité.
—Hay alguien ahí de pie…, un fantasma…, vestido de blanco.
Empecé a temblar, pero acerqué la cara al cristal de la ventana. Me eché a reír:
—Si es un mueble. Está tapado con una sábana. Parece una persona que estuviera de pie.
Mi hermana volvió a mirar, y las dos empezamos a reírnos, quizá con un exceso de alegría, porque estábamos bastante asustadas. La casa tenía algo que nos impresionaba.
Dimos la vuelta alrededor de ella; miramos por todas las ventanas de la planta baja. En todas partes los muebles estaban tapados con sábanas.
—Cuando vengan los duques, tiene que ser maravilloso.
Francine intentó abrir la puerta. Está cerrada, como es natural. Había una especie de aldaba con cara de gárgola que parecía estar burlándose de nosotras.
—Estoy segura que se ha movido —dijo Francine.
—En este sitio puedes imaginarte cualquier cosa —contesté yo.
Ella se mostró de acuerdo:
—Imagínate lo que sería venir aquí por la noche. Me gustaría hacerlo.
Yo empecé a temblar, por miedo de que se le antojara venir.
—Vamos a ver los jardines —dije.
Anduvimos por ellos. Los prados estaban mal cuidados. Había bosquecillos, estatuas, columnas y pequeños senderos rodeados de arbustos.
—Deberíamos volver —dije yo—. No sabemos muy bien el camino y, si llegamos tarde, descubrirán que no hemos estado paseando por el jardín.
—Pues vámonos. Vamos a volver por los cottages.
Volvimos de prisa porque eran ya las tres y media. La madre de Daisy no estaba allí, pero la colada tendida daba a entender que había terminado su trabajo.
Hicimos todo el camino corriendo, y llegamos a punto para el té y, mientras escuchábamos las habituales oraciones, las dos estábamos pensando en la aventura de la tarde.
*****
A Daisy la vimos al día siguiente, cuando vino a traernos el agua caliente. Le dijimos que habíamos conocido a su madre y se echó a reír de alegría.
—La buena de mi madre —dijo— se puso tan contenta de ver que su hija mayor se hacía una persona formal.
—Entonces, ¿eres una persona formal, Daisy? —preguntó Francine.
—Bueno…, todo lo formal que se puede ser. Hoy va a venir la modista. Es una lástima. Me gustan los vestidos que llevan. Son muy bonitos.
—Por el día no te vemos —dijo Francine.
—Estoy trabajando en las cocinas, eso es lo que hago.
—Nos gustó mucho ver a tu madre. Nos habló de Granter’s Grange.
—Ése sí que es un sitio en el que me gustaría estar.
—Allí no hay nadie.
—Pero les aseguro que cuando haya alguien merecerá la pena verlo. Bailes y fiestas. Se dan la gran vida. Viene mucha gente de fuera. Dicen que es de un rey o de alguien por el estilo.
—Un gran duque, dijo tu madre.
—Ella sabrá. Dice que habla con los criados de allí. Casi todos son extranjeros, pero se fían de mi madre.
Hizo un guiño y se marchó, y nosotras nos vestimos a toda prisa para llegar a tiempo al desayuno.
Fue muy parecido al día anterior. En realidad, yo ya empezaba a pensar que en cuanto estuviéramos metidas en la rutina todos los días iban a ser exactamente iguales. Volvimos a visitar a la abuela; tía Grace fue a recogernos para que llegáramos a tiempo al servicio de la capilla, y nos dijo que pasaría el resto de la mañana con Jenny Brakes, y que nos harían los vestidos adecuados; tendríamos una institutriz que se esperaba llegara dentro de una semana, y recibiríamos instrucción religiosa de nuestro primo Arthur. El abuelo había dicho que teníamos que aprender a montar a caballo, ya que eso formaba parte de la educación de una señorita distinguida. Según todas las trazas, íbamos a estar muy ocupadas.
Asistimos al servicio de la capilla, y Francine me confesó que no podía aguantar al primo Arthur, en gran parte por el aire virtuoso que tenía y por lo mucho que le estimaba el abuelo. La pobre Jenny Brakes estaba tan pálida y tenía tantas ganas de agradarnos, que me dio lástima y me estuve tan quieta como podía, mientras ella, de rodillas, y con la boca llena de alfileres, me probaba aquel horroroso vestido de lana azul marino.
A Francine tampoco le gustaba nada:
—Vamos a tener un aire tan triste como el de Greystone Manor —comentó.
Pero no fue así, porque no había nada que pudiera sentarle mal a ella, y lo mismo la lana azul marino de nuestros vestidos de diario que el color marrón de los otros mejores, de fiesta, destacaban su rubia belleza y, por contraste, su encanto. Yo no tuve tanta suerte. Odiaba aquellos colores que tan mal le iban a mi piel morena; pero me alegré de que nuestros vestidos nuevos no estropearan el aspecto de Francine.
Que nuestra llegada había supuesto un cierto cambio para la casa yo creo que era algo que estaba claro para todo el mundo a excepción tal vez de mi abuelo. Estaba tan absorbido por su piedad y su propia importancia que me imagino era muy raro que pensara que cualquier cosa o persona que no fuera él pudiera significar nunca algo. No sabía lo emocionada que se ponía la abuela al pensar en nuestras visitas de la mañana. Creo que él también hacía una visita diaria —como era su deber—, pero ya me imaginaba lo que serían esas visitas.
Nuestra institutriz llegó al cabo de una semana. La señorita Elton tenía unos treinta y cinco años, el pelo castaño, peinado con raya al medio, y recogido en la nuca en un pequeño moño; a diario llevaba unos austeros vestidos grises, y los domingos uno azul marino, que hacía honor al sábado luciendo un cuello de encaje. Nos hizo una prueba, y vio que padecíamos una ignorancia abismal, salvo en un aspecto: los idiomas. Ella hablaba un buen francés y un alemán excelente. Más tarde nos dijo que su madre era alemana y que le habían enseñado a hablar en esa lengua lo mismo que en inglés. Quedó encantada de nuestros conocimientos, y dijo que teníamos que perfeccionarlos. Estábamos seguras de que sería una de las asignaturas que estudiaríamos con más entusiasmo. Se mostraba obsequiosa con el abuelo, y amable y educada con tía Grace.
—Servil —comentó Francine con desprecio.
—¿Pero no lo comprendes? —le dije yo. Quiere conservar su puesto. Tiene miedo de perderlo. Sé amable con ella, y míralo desde su punto de vista.
Francine me miró pensativa:
—Hermana Philippa, ¿sabes que tienes una cierta sabiduría y que puedes ponerte en el lugar del prójimo mejor que casi todas las demás personas? Es un raro don.
—Gracias —contesté yo, satisfecha.
Me di cuenta de que estaba empezando a respetar cada vez más mis juicios. Era más tranquila que ella, y tal vez más observadora. Algunas veces pensaba que debía de ser porque yo estaba más al tanto de las cosas, era más un espectador que un actor de primera fila. Francine, con su personalidad y su belleza, tenía que estar siempre en el centro de los acontecimientos, y la gente que es así, a veces no puede ver las cosas con la misma claridad que los que están un poco apartados de la escena.
A pesar de todo, aceptó mi opinión sobre la institutriz y, en lugar de darle la lata como podía haber hecho, se convirtió en una alumna dócil y, pasados los primeros momentos de extrañeza llegamos a una cierta intimidad con la señorita Elton, y las clases funcionaron muy bien.
Estábamos aprendiendo a montar a caballo, y las dos nos divertíamos mucho. Las clases de equitación las dirigía el cochero que nos había recibido en la estación, y también solía asistir a ellas su hijo Tom, que trabajaba como mozo de cuadra y debía de tener unos dieciocho o diecinueve años. Era el que se encargaba de ensillar los caballos y llevárselos cuando había terminado la lección. Pasábamos horas enteras dando vueltas en el cercado, primero llevadas de las riendas, y luego sin ellas. Yo me sentí orgullosa cuando Tom me dijo:
—Señorita Philippa, usted ha nacido para montar. Va a ser un buen jinete.
—Y yo, ¿qué? —preguntó Francine.
—Usted creo que podrá pasar, señorita.
No pude menos de emocionarme. Era la primera vez que hacia algo mejor que Francine, pero en seguida me sentí avergonzada y con deseos de pedir disculpas. No había necesidad de hacerlo. Francine estaba encantada.
Un día se cayó del caballo cuando estábamos trotando por el cercado. Yo me llevé un susto espantoso y, cuando la vi en el suelo, comprendí lo mucho que significaba para mí. Salté del caballo y corrí hacia ella, pero Tom ya estaba allí.
Francine nos sonrió y se levantó con bastante agilidad. Se emocionó al ver el susto que me había llevado, y pretendió tomarlo a broma:
—Esto es lo que les sucede a los que no han nacido para ello.
—Francine, ¿estás segura de que no te has hecho nada?
—Yo creo que no.
—Ahora se encuentra bien, señorita, —dijo Tom—. Pero mañana lo notará. Va a necesitar ponerse un poco de linimento en las magulladuras. Le van a salir unos cuantos cardenales. Pero no se apure, porque le saldrán donde no se ven. Enviaré a Daisy con el linimento. Haga una sola aplicación. No más. Es una cosa fuerte y le levantaría la piel a la primera.
—¿Y no sería mejor que volviera a montar para demostrarle al caballo quién es el que manda aquí?
Tom hizo un gesto con la cara:
—Eso ya lo sabe, señorita, y todavía no es usted la que manda, pero lo será. Yo lo que haría sería irme a la cama. Es lo mejor. Ya montará mañana.
Sí —dije yo—. Subiré contigo al cuarto, y Daisy puede ir en seguida a buscar el linimento.
Acompañé a Francine a la habitación, todavía nerviosa por si se había hecho daño.
No te asustes tanto, Pippa. Hace falta algo más que ese miserable jamelgo para matarme a mí.
Llamé a Daisy y le dije que trajera el linimento:
—Tom te espera. Estará en el establo.
—Ya sé dónde encontrar a Tom —contestó ella. Y se marchó.
Volvió en seguida con el linimento, y se lo aplicamos en las magulladuras que ya empezaban a verse.
Insistí en que Francine se echara, aunque ella decía que se encontraba perfectamente. Daisy entró en la habitación y preguntó si podía llevarse el linimento, y yo dije que podía hacerlo en cuanto hubiésemos terminado.
Francine seguía acostada, y yo estaba en la ventana cuando vi a Daisy correr hacia el establo. Tom salió a recibirla. Estuvieron un momento pegados el uno al otro. Ella le dio el linimento, y él la cogió del brazo. Tiraba de ella hacia el establo y ella simulaba no querer entrar, pero yo veía que estaba riéndose. Me acordé de las palabras de su madre: «Anda loca con los chicos».
—¿Qué es lo que miras? —preguntó Francine.
—Daisy y Tom. No sé a qué están jugando.
Francine se echó a reír, y luego llegó tía Grace. Estaba muy preocupada. Dijo que siempre había que temer algún percance, pero que esperaba que no fuera nada.
Francine dijo con aire quejumbroso:
—Tía Grace, no me encuentro bien para bajar a cenar. ¿Pueden subirme alguna cosa?
—Naturalmente.
—Y Philippa, tía Grace, podría cenar también aquí conmigo. Si es que yo…
—Ya lo arreglaremos —dijo tía Grace—. Ahora, descansa. Y tú, Philippa, quédate con tu hermana.
—Sí, sí, tía Grace.
Cuando se marchó, Francine empezó a reírse:
—¡Imagínate! Vamos a librarnos de una de esas espantosas comidas. Las dos. No hay mal que por bien no venga.
Había pasado por lo menos una hora cuando vi a Daisy salir del establo. Yo estaba sentada en la ventana, hablando con Francine que seguía tumbada. Daisy tenía el pelo alborotado y estaba abrochándose la blusa. Echó a correr hacia la casa.
Francine se había dado un golpe algo más fuerte de lo que creíamos al principio, y al día siguiente estaba llena de cardenales. Daisy se puso a dar gritos al verlo, y dijo que iba a ir a buscar a Tom para ver si tenía alguna cosa.
Pero las magulladuras no tardaron en mejorar y a los pocos días estaba otra vez montando a caballo. El primo Arthur mostró cierta preocupación y le advirtió que debía rezar antes de empezar las clases. Dios podría así encargarse de tener cuidado de ella.
—¡Huy!, yo creo que Dios debe de estar demasiado ocupado para molestarse en hacer eso —contestó Francine con todo descaro—. ¡Imagínate tú! Cuando esté pensando en algún problema universal, llega un ángel corriendo, y le dice que es la hora de que Francine Ewell monte a caballo, y que el otro día dejó que se cayera. ¿Debemos mandar al ángel de la guarda? Ya ha rezado sus oraciones.
Disfrutaba escandalizando al primo Arthur. La verdad es que le gustaba tan poco como el abuelo, y existía una animosidad creciente entre Francine y el viejo. Creo que yo, al ser más callada y llamar menos la atención, parecía una niña más dócil. En Francine reconocía al rebelde…, como nuestro padre, y estaba pendiente de ella. Probablemente creía que yo me parecía más a tía Grace. Pero yo estaba decidida a no parecerme a ella.
Esperaba con ilusión las visitas a la abuela. Cuando entrábamos se le iluminaba la cara, nos cogía las manos y nos pasaba sus dedos por la nuestra. Agnes Warden andaba por allí, mientras la abuela nos contaba cosas del pasado, que nosotras teníamos muchas ganas de oír. Aunque era vieja —parte de un mundo distinto al nuestro— hablábamos con ella con toda libertad. Nos hacía continuas preguntas sobre la isla, y yo creo que al cabo de una semana ya tenía una idea muy clara de cómo era. Francine, que era muy franca y hablaba a veces sin medir demasiado sus palabras, le preguntó una vez cómo había podido casarse con el abuelo.
—Fue una cosa convenida. Ya sabéis que entre las personas como nosotros eso es lo que se hace siempre.
—Pero papá no hizo lo que su padre quería que hiciese —comentó Francine.
—Siempre ha habido rebeldes, hija mía, incluso en aquellos días. Vuestro padre era uno de ellos. Y lo curioso es que era un chico tranquilo. Tú me lo recuerdas mucho, Philippa. Era tenaz, como creo que podrías serlo tú… si llegara la ocasión. Pero yo era muy joven cuando me casé con vuestro abuelo. Tenía dieciséis años, la edad que tienes tú ahora. Pero parecía mucho más joven. No sabía nada de la vida.
En la cara de Francine se reflejó el horror que sentía. ¡Casada con mi abuelo cuando era como ella! Yo creo que a Francine le era difícil imaginarse una condenación peor que ésa. No había dicho ni una palabra, pero era asombrosa la sensibilidad de la abuela para adivinar un estado de ánimo. Dijo en seguida:
—Entonces era muy distinto. Ahora ya no se parece nada a cuando yo era joven.
—Pobre abuela —dijo Francine, besándole la mano.
—Claro que entonces ya llevaba la casa con mano de hierro…, desde el primer momento. Se alegró de hacer ese matrimonio porque se unían las tierras, y él siempre había sentido una verdadera pasión por las propiedades de la familia. Es comprensible. Esto ha pertenecido a los Ewell desde hace mucho tiempo. Nosotros, los Granger, comparados con él éramos casi unos advenedizos. Llevábamos sólo unos cien años en el Grange.
—Ésa es la casa Tudor.
—Sí, sí. Dio mucha guerra esa casa. Mi hermano se negó a vendérsela al abuelo. Y él quería tenerla a toda costa. No podía soportar la idea de que algo…, lo que fuera… de lo que había en estos contornos no le perteneciera. Y ya veis, tiene todas las tierras del Granger, menos el Grange. Gran parte de ellas las aporté yo como dote, pero una parte mucho más grande fue para mi hermano. Él no era tan buen negociante como el abuelo. Lo perdió casi todo. Dijo que el abuelo le había engañado. No era verdad, naturalmente, pero se enfadaron y, aunque el abuelo adquirió la mayor parte de las tierras, mi hermano estaba decidido a que no fuera nunca el dueño del Grange. Se lo vendió a un extranjero…, alguien que ocupaba un cargo en la embajada de no sé qué país. Creo que era Bruxenstein… o algo por el estilo.
—Esa casa me entusiasmó —dijo Francine.
—Pues eso significa algo para mí —contestó la abuela—. Era mi antiguo hogar.
Estuvo un rato callada, y yo sabía que Francine, lo mismo que yo, estaba acordándose de que habíamos estado mirando por las ventanas y habíamos creído ver un fantasma.
—No la habitan mucho —dijo mi abuela—. Agnes me dice que vienen de cuando en cuando y que luego se marchan y vuelve a quedar abandonada. Pero cuando vienen…, en un momento vuelve a estar llena de vida. Una forma bien rara de vivir. He oído decir que cuando la compraron, lo hicieron para que viviera en ella un noble exiliado y que, cuando llevaba ahí uno o dos meses, hubo en su país un golpe de Estado y volvió para allá.
—Podían haberle vendido entonces la casa al abuelo —dijo Francine.
—No. Querían conservarla. Quizá quisieran tenerla para el próximo exilio. Creo que en esos pequeños estados alemanes siempre hay jaleos. De cuando en cuando nos enterábamos de que habían cambiado de gobernantes. Grandes duques…, o margraves… como les llaman. De todas formas, se me hace raro pensar en una gente así, metida eh mi vieja casa.
—Romántico —dijo Francine, y la abuela le alborotó cariñosamente el pelo con la mano.
Francine sentía cada vez más interés por el Grange, ahora que sabía que había sido la casa de la abuela; dijo que se alegraba de que esos príncipes románticos, o lo que fueran, hubieran comprado la casa, y de que el abuelo, por una vez en su vida, hubiera salido perdiendo.
En otra ocasión, la abuela nos habló de nuestro padre y de tía Grace. Revivía cuando hablaba con nosotras, y nuestra compañía le gustaba tanto que parecía rejuvenecerla. Yo casi podía imaginármela como una chica joven, llegando a Greystone Manor recién casada, y sin saber nada de lo que era el matrimonio. Nosotras teníamos que estar agradecidas de no ser tan ignorantes en ese aspecto. Los habitantes de la isla eran una raza apasionada, y habíamos visto muchas veces a los enamorados tumbados en el suelo en la playa y abrazados; sabíamos que cuando alguna de las chicas quedaba embarazada era debido a esos abrazos, y yo estaba bien enterada de que se habían anticipado al matrimonio. También comprendía lo que había querido decir la señora Emms al comentar que a Daisy le gustaban mucho los chicos, y podía imaginarme lo que había ocurrido cuando se metió en el establo con Tom.
Pero la llegada al matrimonio de la abuela tenía que haber sido un susto espantoso, y no podía imaginarme al abuelo como un amante muy cariñoso.
—En aquellos tiempos era un hombre apasionado —dijo la abuela—. Estaba deseando tener hijos, y se alegró muchísimo cuando nació tu padre. Desde aquel mismo día empezó a hacer planes. Yo no tuve suerte después de eso, y Grace no nació hasta cinco años más tarde. El abuelo se llevó una desilusión porque era una niña. Nunca se preocupó tanto de ella como lo hizo de Edward. Estaba convencido de que Edward iba a ser parecido a él. Pero todos esos planes fallaron. Y luego apareció Charles Daventry.
— Háblanos de él —dijo en seguida Francine.
La abuela no necesitaba que se lo pidieran de nuevo:
—Edward fue a Oxford y desde ese momento todo empezó a ir mal. Hasta entonces le gustaba todo esto. El abuelo era severo y exigente como podéis figuraros, pero no habían tenido ningún roce serio hasta que fue a Oxford. Allí fue donde conoció a Charles. Charles era escultor, y los dos tenían mucho en común. Se hicieron íntimos amigos. Edward le trajo a casa durante las vacaciones, y el abuelo en seguida empezó a cogerle manía. No le gustaban los artistas fueran lo que fueran. Solía decir que eran unos soñadores y que nada bueno podía venir de ellos.
—Nuestro padre era un gran artista —dijo Francine con vehemencia—. Tenía que haberse hecho famoso. Y yo creo que lo será algún día…, con todas esas cosas tan bonitas que hacía… Están repartidas por el mundo entero. Algún día…
Parecía la Francine de los días del estudio que trataba de impresionar a los clientes.
La abuela le dio unos golpecitos en la mano:
—Le querías mucho. Se hacía querer. El abuelo dijo que no se podía sacar dinero desportillando piedras, pero estaba dispuesto a tolerarlo mientras se tratara de un entretenimiento. Estaba también Grace. Era tímida y retraída…, pero entonces era una chica muy mona. Era como un cervatillo, con los ojos castaños, el pelo castaño…, un pelo muy bonito. Recuerdo que solían ir al cementerio… los tres juntos. Les interesaban las estatuas de piedra de las tumbas. Charles Daventry era sobrino del actual vicario, y los dos se conocieron gracias a ese parentesco. Fue una casualidad que a los dos les gustara tanto la escultura, pero supongo que ése fue el motivo de que se hicieran tan amigos.
—Yo creo que en este mundo a la gente hay que dejarle que haga lo que quiera —dijo Francine.
—Sí, claro —afirmó la abuela—, y los que son cabezotas lo hacen. Tu padre acabó haciendo lo que quería. Nunca he visto al abuelo tan trastornado como cuando supo que Edward se había ido. No podía creérselo. Ya sabéis que vuestra madre vino aquí a coser.
—Sí, ya lo sabíamos —dijo Francine.
—Era extraordinariamente guapa, tan preciosa como un hada, y tu padre se enamoró de ella desde el primer momento.
—Y hasta el momento de morirse —añadí yo en voz baja.
Sentí los dedos de mi abuela que me acariciaban el pelo, y comprendí que se había dado cuenta de que estaba a punto de llorar.
—Se escaparon juntos. Tu padre no fue a ver al abuelo antes de marchar. Pero a mí sí me lo contó. Me dijo: «Madre, comprenderás que no puedo hablar con mi padre. Ésa es su tragedia. Nadie puede hablar con él. Si algunas veces quisiera escucharte… Yo creo que se ahorraría muchísimos disgustos». Sufrió mucho cuando se fue Edward… aunque no quisiera reconocerlo. Se puso furioso, dio voces y le borró del testamento, pero yo creo que tenía la esperanza de que Edward tuviera un hijo que volviera otra vez a nosotros.
—Y todo lo que tuvo fueron dos hijas —dijo Francine.
—Ahora que os conozco, me alegro que haya sido así. Después de marcharse vuestro padre, el abuelo se refugió en Grace. Pero se había enamorado de Charles Daventry y no se podía contar con él.
—¿Por qué? —preguntó Francine.
—Pues porque el abuelo dijo que no era un buen partido para ella. Vino a vivir aquí… yo creo que por estar cerca de Grace. Tiene un sitio pequeño al lado de la vicaría… una especie de patio más bien, y allí hace las estatuas. La gente se las compra para ponerlas en las tumbas y nuestro cementerio es famoso por algunas de las figuras que ha hecho. La gente dice que es muy listo, pero gana poco dinero. Por suerte para él, puede vivir con su tío en la vicaría. Hace también algunos trabajos para la parroquia. Es un hombre maravilloso…, un poco soñador. Y él y Grace… pues, la verdad, es que no tienen esperanza ninguna. No está en situación de casarse, y el abuelo no querría nunca ni oír hablar de ello.
—Pobre Grace —dije yo.
—Sí… pobre Grace —repitió la abuela—. Es muy buena. No se queja nunca, pero yo noto en ella una tristeza…
—¡Es monstruoso! —Exclamó Francine—. ¿Cómo se atreve la gente a meterse en las vidas de los demás?
—Hace falta una voluntad muy fuerte para oponerse a tu abuelo, y Grace nunca ha querido armar conflictos. Cuando era pequeña, se escondía hasta que todo hubiera pasado. El abuelo se desentendió de Grace. Luego empezó a mostrar interés por el hijo de su hermano, vuestro primo Arthur.
Francine hizo un gesto de disgusto.
—Ha sido tutor de Arthur desde que el chico tenía dieciséis años. Fue entonces cuando murió en África el padre de Arthur. Su madre no estaba bien desde hacía algunos años. El abuelo dijo que Arthur era lo bastante joven como para poder moldearle a su gusto. Su padre no le había dejado gran cosa, y el abuelo se ocupó de la educación del chico. Cuando dijo que quería seguir la carrera eclesiástica, no se opuso a que lo hiciera. Ya sabéis que el abuelo es un hombre muy religioso. No había razón para que Arthur no tomara órdenes sagradas, aunque se pensara que pudiera ser el heredero. Y tiene a su favor una cosa muy importante, su nombre. Es un Ewell, y a los ojos de tu abuelo tiene gran importancia que el apellido se conserve. Francine… ¿qué te parece a ti tu primo Arthur?
—¿Que qué me parece a mí? —Exclamó Francine—. No me gusta lo más mínimo. La respuesta es que no me gusta absolutamente nada.
La abuela guardó silencio.
—¿Por qué te preocupa tanto? —pregunté yo.
La abuela buscó la mano de Francine.
—He creído que debía avisarte —dijo—. El abuelo tiene sus planes. Es verdad que Arthur es primo segundo tuyo, pero los primos segundos pueden casarse.
—¡Casarse! —Exclamó Francine—. ¡Con el primo Arthur!
—Mira, hija, eso sería una solución definitiva, y a tu abuelo le gustan las soluciones definitivas. Tú eres nieta suya por línea directa. A él le gustaría que continuases esa línea directa y, si te casaras con Arthur, tus hijos serían Ewell por los dos lados y se conservaría el apellido. Yo creo que ha estado pensando en nombrarle su heredero…, a menos que tu padre tuviera un hijo varón. Me parece adivinar algo de eso. Creo que pasará un año más o menos antes de que se hable de ello, pero no querría que tuvieses un disgusto cuando llegue el momento.
Nos quedamos sin habla. Yo sabía que Francine quería salir de allí para discutir esa aterradora posibilidad.
*****
Habíamos hablado de ello muchas veces. Habíamos pensado lo que haríamos en caso de que lo propusieran. Francine dijo que teníamos que marcharnos. Pero ¿adónde? Hablábamos de ello cuando estábamos en la cama. A lo mejor podíamos volver a la isla. Pero ¿qué íbamos a hacer allí? ¿Cómo íbamos a vivir? Tendríamos que ponernos a trabajar en algún sitio. Francine no estaba muy segura de poder ser institutriz. ¿Y yo, qué? ¿Qué podía hacer yo?
—Tendrías que quedarte aquí hasta que tuvieras edad para marcharte.
Pero entonces tendríamos que separarnos, y eso sí que no podía ser.
Durante varios días esa amenaza pendió sobre nuestras cabezas, mientras aumentaba la aversión de Francine hacia Arthur. En las clases de religión estaba muy seca con él. A mí me sorprendía que él demostrara tanta paciencia. Luego se me ocurrió pensar que podía haberle pasado lo que les había pasado a otros muchos. Que a su manera, y sin perder la compostura, se sentía atraído por ella. Pero quizá fuera únicamente porque sabía que el abuelo pensaba en casarlos.
A Francine no le iba nada eso de estar deprimida mucho tiempo y, pasados los primeros días de tristeza, empezó a recobrar su buen humor. No iba a durarle mucho. No tenía más que dieciséis años. Era verdad que la abuela sólo tenía también dieciséis años cuando se casó, pero ya había tiempo de empezar a preocuparse, cuando se lo dijeran. De momento, daría a entender a Arthur que sus sentimientos hacia él eran de absoluta frialdad, y quizá su orgullo le impidiera seguir adelante con el asunto. Por otra parte, cuanto mayor fuera ella más fácil le sería encontrar una solución. Así es que el tema quedó archivado.
Después de enterarnos de los amores de tía Grace, la curiosidad nos empujó hacia el patio que estaba al lado de la vicaría, y allí conocimos a Charles Daventry. Nos gustó desde el primer momento, porque nos recordaba a nuestro padre y porque nos tenía simpatía por ser hijas suyas.
Hacía té en un infiernillo de alcohol antiguo, y nos sentábamos en unos taburetes para tomarlo, y le contábamos cosas de la isla y de lo que hacíamos allí. Nos enseñó algunas de las piezas que había hecho. A mí me parecía que casi todas las figuras de mujeres se parecían un poco a tía Grace.
A Francine le pareció que era un hombre triste y callado.
—Me pone nerviosa. Los hombres así merecen tener mala suerte, porque todo lo que hacen es dejar que la vida resbale sobre ellos… Y que los zarandee siempre que se le antoje. No hacen esfuerzo ninguno. Ésa no es manera de vivir. Nosotras nunca seremos así, Pippa. Papá no era así, ¿verdad? No vamos a permitir que ese patriarca viejo —así era como llamaba al abuelo— dirija nuestras vidas.
Había llegado el verano. El campo estaba muy bonito, pero con una belleza distinta de la que tenía en la isla. Yo me daba cuenta de que aquel mar azul estaba siempre igual, menos cuando llovía o cuando soplaba el mistral. Aquí todas las cosas parecían cambiar casi a diario, y era una maravilla ver cómo reverdecían los árboles…, cómo echaban los brotes, y florecían los frutales, y poder ver las rosas silvestres y las fresas que nacían a la orilla de los caminos, y los espinos blancos que se balanceaban junto a los estanques, y escuchar los gritos de los pájaros y tratar de saber cuáles eran, y mirar las campanillas que nacían debajo de los árboles, y luego las dedaleras, y la madreselva que llenaba el aire con su perfume, y el largo anochecer que le hacía a uno pensar que la luz no quería marcharse. Yo tenía la sensación de haber llegado a casa, y no dejaba de ser raro, ya que había nacido en la isla y había pasado allí la mayor parte de mi vida.
Me gustaba estar sola y tumbarme en la hierba y escuchar el ruido de los saltamontes y el zumbido de las abejas, que andaban buscando los capullos o las flores del espliego que olían tan bien. Yo pensaba entonces: esto es paz. Y quería que el tiempo se detuviera y poder seguir así. Eso era probablemente porque sentía una amenaza en el aire. Estábamos haciéndonos mayores. El abuelo no tardaría en comunicarle sus deseos a Francine, y ella no querría obedecer. Y entonces, ¿qué iba a pasar? ¿Nos echarían de allí?
Me acordaba de lo que me había dicho mi padre cuando nos sentábamos a la puerta del estudio y mirábamos el mar, y él hablaba con esa especie de nostalgia que todos los que están fuera de su tierra tienen que sentir alguna vez. Recitaba muchas veces lo que él llamaba mi canción. «La canción de Pippa —decía él— escrita por un gran poeta que sabía lo que es echar de menos su tierra».
Ha llegado la primavera,
el día está empezando;
son las siete de la mañana,
las laderas están cubiertas de rocío,
la alondra ha echado a volar,
el caracol está en el espino.
Dios está en el cielo,
y el mundo entero marcha bien.
Yo lo sentía cuando estaba allí tumbada en la hierba. «El mundo entero marcha bien». Y al menos en ese momento podía olvidarme de las nubes amenazadoras.
«Las nubes se van —solía decir mi padre—. Algunas veces quedas empapada. Pero el sol vuelve a brillar y todo marcha bien en el mundo».
Uno de esos días, Francine y yo salimos a dar un paseo, y fuimos hasta más allá de Granter’s Grange. Casi nunca pasábamos por delante de la casa sin asomarnos a las ventanas y mirar los muebles enfundados, y Francine tenía la costumbre de empezar a decir en tono lastimero: «Oh, gran duque, ¿cuándo vienes a animar un poco la escena?». Yo siempre decía que nos iba a dar igual que vinieran o no, pero ella me contestaba que siempre sería bonito poder echar una ojeada a sus grandezas.
Fuimos a ver a Charles Daventry. Nos gustaba verle trabajar. Él se alegraba de nuestras visitas, y le divertía contarnos historias sobre la vida que él y mi padre hacían en Oxford, y los grandes planes que tenían de poner un estudio en Londres o en París, y tener una especie de salón al que acudieran los artistas y los escritores.
—Ya veis qué jugarretas le hace a uno la vida —dijo Charles—. Vuestro padre ha ido a terminar en el estudio de una isla y yo aquí… convertido en una especie de picapedrero. ¿Qué más vamos a pedir?
—Eso depende de lo que tú quieras —dijo Francine—. Si haces lo que quieres, tienes que cargar con las consecuencias.
—¡Vaya! —dijo Charles—, tenemos aquí un filósofo.
—En mi opinión —continuó Francine— en la vida hay que ser decidido.
En el fondo, Charles seguía poniéndola nerviosa, porque vivía allí solo, mientras tía Grace estaba en Greystone Manor, y ninguno de los dos tenía el valor de desafiar al abuelo.
Se levantó de repente y dijo que teníamos que irnos y, al hacerlo, tropezó con un bloque de piedra. Se levantó ella sola y trató de ponerse de pie, pero vio que no podía hacerlo. Se habría caído de no haberla agarrado yo.
—No puedo apoyar el pie en el suelo —dijo.
—Será una torcedura —dijo Charles, que se arrodilló y le tocó el tobillo.
—Tengo que volver. ¿Y cómo voy a hacerlo?
—De la única manera que hay.
Charles la cogió en brazos y la llevó hasta casa. Nuestra llegada produjo una tremenda conmoción. Daisy salió corriendo, con la boca abierta de asombro al ver que traían a Francine, y la emoción aumentó todavía más al ver quién era el que la traía. Fue a buscar a tía Grace, que primero se puso colorada y luego se quedó blanca. Luego me enteré de que a Charles le habían prohibido entrar en la casa y a Grace comunicarse con él. Al abuelo le habría gustado desterrar a Charles de la vecindad, pero el vicario no estaba dispuesto a expulsar a su sobrino para complacerle, y andaban disgustados a causa de eso.
—¡Charles! —exclamó tía Grace.
—Tu sobrina ha tenido un accidente —contestó él.
Yo estaba segura de que Francine se estaba divirtiendo con el drama, aunque le doliera algo el tobillo. Charles dijo que la llevaría a su habitación e iría luego a buscar al médico.
Tía Grace, con la cara blanca, encantada y aterrorizada al mismo tiempo, balbuceó:
—Sí…, sí, Charles, haz el favor y… muchas gracias. Estoy segura de que Francine también te lo agradecerá.
Charles dejó a Francine en la cama, y tía Grace estaba casi con un ataque de nervios por verle salir de la casa, pero, al mismo tiempo, con muchas ganas de que se quedara.
Vino el médico. Dijo que era una torcedura bastante fuerte, y que tendría que guardar cama varios días…, probablemente una semana, y que se pusiera compresas calientes y frías. Yo quedé de enfermera de mi hermana, y tía Grace me mandó a Daisy para ayudarme.
El dolor empezó a bajar a las pocas horas y, como Francine sólo lo sentía cuando apoyaba el pie en el suelo y el médico había dicho que no lo hiciese, andaba a la pata coja de un lado para otro, ayudada por mí y por Daisy. No tardó en sentirse bien y en felicitarse de verse libre otra vez de las interminables comidas, los rezos y la presencia del odioso Arthur.
Fue la semana más agradable desde nuestra llegada a Greystone Manor. Estábamos en nuestro pequeño oasis, como lo llamaba Francine, y Daisy subía a vernos constantemente. Nos divertía con sus habladurías, y nos enseñó a ajustarnos los vestidos para que nuestro tipo saliera algo más favorecido.
—Usted todavía no tiene tipo, señorita Pip —decía. A mí me llamaba Pip, cosa que nos divertía mucho a Francine y a mí—. Pero ya lo tendrá. Y usted, señorita France… —tenía la manía de abreviar los nombres—, bueno, usted tiene una figura de las que no se encuentran una entre mil. Las curvas en su sitio, un cuerpo como un reloj de arena, y sin que le sobre carne por ningún lado. Es un crimen ponerle esa lana azul. Yo una vez vi a algunas de esas grandes señoras allí, en Granter’s. Todas llevaban unos vestidos preciosos. Era un baile o algo por el estilo, pero también había gente fuera. Se oía la música. Yo era muy amiga de uno de los criados de allí. Hans… o algo parecido. Da risa que un hombre se llame así, pero vaya si era Hans[1]. Las manos podía haberlas tenido un poco más quietas, digo yo, pero creo que no debía hablar así delante de la señorita Pip.
—Mi hermana sabe muy bien lo que quieres decir —dijo Francine; y las tres nos echamos a reír.
Bueno, pues ese Hans se hizo muy amigo mío. Me metía en la cocina y me enseñaba lo que había por allí. Solía darme cosas para que me las llevara a casa. Eso era antes de que me colocara en Greystone. Teníamos la esperanza de que me colocara en Granter’s, y lo habría hecho si se hubieran quedado allí. Déjeme que la peine, señorita France. Siempre he tenido ganas de tocar ese pelo con las manos. Eso sí que es un pelo bonito.
Francine lo tomó a broma, y dejó a Daisy que la peinara. Fue asombroso lo que hizo con su pelo.
—Sí tengo mucho arte. Cualquier día me convierto en doncella de una señora. A lo mejor, cuando usted se case, ¿eh, señorita France?
La alusión a la boda de Francine fue como una sombra que cayera sobre nosotras.
—Es ese señor Arthur, ¿no? —Dijo Daisy—. Tiene cara de pasmado, pero con los hombres nunca se sabe. Desde luego, no es el tipo que le va a usted… ni el que podría irme a mí tampoco. Y no es que piense que vaya a fijarse en mí…, quiero decir, para casarse. Menudas ideas tienen algunos…, a divertirse un poco un rato y nada más y, al día siguiente, si te he visto, no me acuerdo. Ya los conozco yo a esos tipos. Pero el señor Arthur no es de ésos.
Tía Grace vino a vernos. Estaba cambiada; la llegada a la casa de Charles Daventry había hecho su efecto. Tenía una mirada más despierta. ¿Sería una señal de esperanza?
Francine dijo que se sentía orgullosa de haber sido la causa de que los dos volvieran a encontrarse.
—Ahora, vamos a ver los resultados.
¡Lo que disfrutamos aquellos días de libertad! Era emocionante vivir en una casa tan antigua y descubrir su misterio y su encanto, reírse y olvidarse de las amenazas del futuro. ¡Qué felicidad! Y vivíamos en el presente —lo mismo Francine que yo—, y me imagino que Daisy no dejaba nunca de hacerlo.
Tía Grace fue la primera que rompió el encanto. Iba a visitarnos todas las tardes, siempre a la misma hora, y nos daba noticias del primo Arthur. Daisy decía que no debía de parecerle bien entrar en el dormitorio de una chica antes de casarse con ella. Eso nos tranquilizó un poco.
Tía Grace se había dulcificado. Yo me preguntaba si habría ido a ver a Charles Daventry, y llegué a la conclusión de que sí lo había hecho. Al entrar, miró a Francine con una expresión de cariño en sus ojos de gacela.
—El abuelo se alegra mucho de saber que estás mejor. Siempre pregunta cómo te encuentras.
—Se lo agradezco —dijo Francine con cierta ironía—. Es muy amable de su parte.
Tía Grace vaciló:
—Creo que tiene algo que decirte cuando bajes.
Miraba a Francine como si quisiera descubrir alguna cosa, y a mí se me encogió el corazón. Ya sabía lo que tenía que decirle el abuelo. Francine iba a cumplir pronto diecisiete años. Y diecisiete años parecían ya bastantes…, bastantes para casarse.
¿Qué podíamos hacer?
Todos los esfuerzos de tía Grace para que la noticia resultara agradable fallaron estrepitosamente. Sabía muy bien lo que era aguantar la manía del abuelo de dirigir la vida de los demás.
—No pienso hacerlo —dijo Francine cuando se fue tía Grace—. No lo haré por nada del mundo. Pero más valdría que empezáramos a pensar algo.
Estábamos muy preocupadas con ese asunto, cuando al día siguiente llegó Daisy. Venía entusiasmada:
Estaba en casa, apoyada en la tapia, hablando con Jenny Brakes y, de repente, los vi llegar…
Jenny Brakes vivía en el cottage de al lado de los Emms; los otros estaban ocupados por los jardineros que trabajaban en el Manor.
—Ya pueden imaginarse que me volví toda ojos y oídos. Vinieron de la estación…, lo mismo que la otra vez. Llamé a mi madre, y vino, y se puso también a mirar. Todos se metieron en Granter’s. También había algunos criados… Y luego vendrán más. Ya está todo preparado para que empiece el espectáculo. Nos divertiremos un poco. Ya hay diversión en el Grange.
Cuando bajamos, nos olvidamos de lo que el abuelo tenía que decirle a Francine. Nos pusimos a hablar con Daisy, muy excitadas, y ella nos contó lo que había ocurrido otras veces cuando los habitantes exóticos volvían a Granter’s Grange.