Desde aquel mismo momento, todo cambió. Francine ya no podía estar metida en el refugio de la habitación y tenía que bajar a comer. El abuelo la recibió con un mínimo de cariño en sus ojos. El primo Arthur, aunque comedido dio claras muestras de alegrarse de volver a verla. Tía Grace conservaba el mismo aire de aturdimiento que se había apoderado de ella desde que Charles Daventry apareció en la casa llevando en brazos a Francine, pero vi que se había puesto un cuello de encaje bastante bonito.
La tensión subía, y se hacía muy apreciable en nuestro abuelo, que se había vuelto casi amable. Con Francine, se mostraba tan afectuoso como le era posible. Una vez se acercó a nosotras en el jardín y dijo que quería dar un paseo con ella, y Francine me contó luego que había estado hablando todo el tiempo de la finca, de lo grande que era, del mucho dinero que daba, y de que todas aquellas tierras eran de los Ewell desde hacía varios siglos. Otro día, dijo que quería que fuera con él a visitar a algunos de los colonos, y salieron en su coche, acompañados por Arthur; estuvieron tomando vino en casa del encargado, el señor Anderson que, según Francine, mostró una inquietante deferencia hacia ella.
—La verdad es que la situación es cada vez más alarmante. No van a tardar en presentarme el edicto real. ¿Y qué puedo hacer yo, Pippa?
A mí no se me ocurrió nada, aunque habíamos discutido muchísimo el asunto. Francine estaba convencida de que no se podía hacer más que una cosa, que era escapar. Eso era fácil de decir, pero lo difícil era: ¿adónde?
La abuela parecía notar la tensión mucho mejor que los que disfrutaban de la vista:
—Algo va a ocurrir, hija mía —decía—. Sé fiel a ti misma.
Daisy entró un día corriendo en nuestro cuarto. Ya no se comportaba con nosotras como una criada. Vivíamos como conspiradores. Daisy sentía poco respeto por las personas; era impulsiva, cariñosa y de buen natural. Y era lista. Se pasaba la vida discutiendo con la señora Greaves, el ama de llaves, que la amenazaba con expulsarla, pero no podía con ella.
—Lo que tenga que ser, será —decía muy convencida, y añadía después como había hecho la abuela—: Y siempre habrá algo a qué agarrarse.
Empleaba muchos refranes, y todos eran optimistas:
—Espera, y ya veremos. Puede haber alguna sorpresa. El Señor se encargará de protegerte.
Yo le dije una vez que sólo se acordaba de Dios cuando creía que podía ocuparse de los pecadores descarriados.
—Eso a Él no le preocupa —contestó—. Dirá, ¡vaya, es esa Daisy!
Un día llegó muy excitada:
—Ha vuelto Hans.
—Hans, el de las manos que no paran quietas —dijo Francine.
—Si quieren que les diga la verdad, está peor que nunca. Pero se alegra de verme.
—A Tom no le gustará —comenté yo.
—Tom no tiene de qué quejarse, se lo aseguro.
—No nos lo asegures a nosotras, asegúraselo a él —dijo Francine en broma.
Las tres nos echamos a reír. Aunque sólo fuera temporalmente, nos gustaba olvidarnos de la amenaza que pendía sobre nosotras.
—Hans dice que va a haber un buen jaleo ahí. Viene el barón ese. Y es un hombre muy importante. Es de la rama de la familia de ellos. Y los otros, claro, están en contra.
—¿De qué estás hablando, Daisy? —preguntó Francine.
—Es que Hans habla mucho de todo eso, ¿saben?
—No te metas en líos de política germánica —dijo Francine, con fingida seriedad—. Me han dicho que ellos están muy metidos.
—Hans dice que nos va a enseñar toda la casa. Yo le dije que les gustaría verla. Pero tiene que ser antes de que lleguen. En seguida, porque van a llegar cualquier día.
—Da gusto poder enviar agentes propios —dijo Francine.
—Sabe arreglárselas sola —contesté yo.
Pocos días después nos dijo que podíamos ir aquella misma tarde, porque la familia iba a llegar al día siguiente. Pasamos la mañana excitadísimas. No comprendo cómo la señorita Elton no sospechó que teníamos algo entre manos cuando nos dio la clase. Necesitábamos salir sin que nos vieran y encontrarnos con Daisy, como habíamos convenido, en casa de su madre.
—Tendremos que dar la vuelta por los establos —dijo—. Hans dice que a esa hora casi todos los criados estarán echando la siesta. Y es verdad que lo hacen. —Daisy chascó la lengua—: ¡Extranjeros!
—Aquí también hay quien lo hace —dijo Francine, que no podía pasarse sin soltar una verdad.
—Bueno, pero ellos lo hacen siempre. Y Hans dice que no hay ningún peligro. Dice que aunque alguno de ellos anduviera por allí, tampoco importaría. Saben quiénes son ustedes y se alegran de verlas por allí. Hans dice que la señorita France es schon… o algo por el estilo. Cuando dije que quería ver la casa, se dio un beso en la mano, y luego lo lanzó al aire… como si se lo mandara a usted. Ése es una buena pieza. ¿Están preparadas?
A Daisy, lo mismo que a Francine, le gustaba dramatizar un poco las situaciones, y a mí me parecía que la actitud de Daisy ante la vida era precisamente lo que Francine necesitaba en aquel momento, y por eso le estaba agradecida.
Cuando llegamos a las cuadras de Granter’s Grange, Hans ya estaba esperándonos. Dio un taconazo, se inclinó luego para saludar y, por la forma de mirar a Francine, pude ver que la admiraba. Cuando ella le habló en alemán, quedó entusiasmado. Era muy rubio, tenía el pelo casi blanco, y una mirada como asustada, porque las cejas y las pestañas eran tan rubias, que apenas se le veían. Tenía una piel tersa, unos dientes bonitos, y una sonrisa muy alegre.
—Va a venir el barón —dijo—. Es una visita muy importante.
Daisy se empeñó en que le tradujeran esas palabras, y Francine preguntó cuánto tiempo iba a quedarse el barón.
Hans levantó los hombros:
—No se sabe —contestó—. Eso depende de muchas cosas… —dijo en inglés, y con un fuerte acento extranjero—. No estamos seguros. Ha habido…
—¿No habrá sido otro de esos golpes? —preguntó Daisy.
—Sí… sí, podría decirse que ha sido un golpe.
—Se pasan la vida con los golpes —dijo Daisy, que estaba disfrutando con su papel.
—Vengan por aquí —dijo Hans.
Le seguimos, y nos condujo hacia una puerta lateral. Entramos por un pasillo oscuro, y fuimos a parar a una cocina muy grande, con el suelo de baldosa, y arcadas en dos de sus lados, en las que había cestas de verduras y otros alimentos, todos extraños para nosotras. Un hombre gordo dormía profundamente en una silla.
Hans se puso un dedo en los labios, y todos atravesamos la cocina de puntillas.
Estábamos ahora en un hall de techos muy altos, y con las paredes recubiertas de paneles de madera. En uno de los extremos había una enorme chimenea, con asientos a ambos lados, y yo me fijé sobre todo en el precioso adorno que tenía alrededor. En el centro del hall había una pesada mesa de roble y encima de ella un candelabro. Junto a las paredes se veían varios asientos y, colgadas de ellas, unas armas que habían tenido que ser de nuestros antepasados, ya que era la mesa de la abuela y se la habían vendido amueblada a los extranjeros.
—El hall grande —anunció Hans.
—Es una casa antigua muy bonita —comentó Francine—. Muy distinta de Greystone Manor. ¿No te parece, Pippa? No tiene ese aire de tristeza.
—Es por los muebles oscuros que tenemos nosotros —dije yo.
—Es por el abuelo —añadió Francine.
—Ahí está la escalera —continuó Hans—. Baja también a la capilla. Pero no la usamos. Así es que subiremos arriba. Éste es el comedor.
Era una sala muy bonita, con tres grandes ventanales de cristales emplomados. Encima de la mesa había un candelabro igual que el del hall; las paredes estaban recubiertas de tapices, en tonos azul y crema, que hacían juego con la tapicería de las sillas.
—Es precioso —dijo Francine en voz baja
—Comprendo que el abuelo quisiera comprarla —murmuré yo.
—Pues me alegro de que no lo haya hecho —añadió enseguida Francine—. Lo habría convertido en un sitio tan tétrico como el Manor. Ahora es una casa maravillosa. Es algo que se siente, Pippa. ¿No notas algo en el aire?
Pobre Francine, estaba realmente muy preocupada. Buscaba un milagro a toda costa, y estaba tan deprimida, que quería encontrarlo en los lugares más inverosímiles.
Subimos unas cuantas escaleras.
—Aquí es donde vienen a beber vino.
—Aquí es donde vienen las señoras después de comer —dijo Francine—, cuando dejan a los hombres en la mesa, con su oporto.
Había un arco que conducía a otras escaleras por las que llegamos a un corredor. Fuimos por él, y pasamos varias puertas. Hans levantó un dedo para indicar silencio. Daisy empezó a reírse en voz baja, y yo tenía ganas de hacer lo mismo. El hecho de que nos hubiéramos metido allí sin permiso era un aliciente más. Yo estaba deseando contarle a la abuela que habíamos visto su antigua casa.
Continuamos subiendo escaleras hasta llegar a la galería, que era bastante parecida a la de Greystone. Tenía ventanas en los dos lados, y yo me la imaginé llena de hombres y mujeres vestidos con trajes preciosos, y hablando muy excitados de lo que pasaba en su país. La galería tenía un agujero en la pared, y estaba tan bien disimulado en la piedra que no lo habríamos visto de no ser porque Hans nos lo enseñó.
—Desde ahí se puede ver el hall —dijo—. Y en la parte de allá hay otro. Se puede ver la capilla. Es una buena idea. Siempre sabes quién entra…
— ¡Es emocionante! —exclamó Francine—. ¿Te acuerdas de que la abuela hablaba de las mirillas? Así es como los llamaba ella. Dijo que algunas veces no bajaban a la capilla, pero que veían el servicio religioso desde la galería.
De repente, Hans se puso en guardia. Se quedó quieto, inclinó la cabeza hacia un lado, y empezó a ponerse pálido.
—¿Qué pasa? —preguntó Daisy.
—Oigo las ruedas del carruaje. No…, no. Tiene que ser… Corrió hacia la ventana y se llevó las manos a la cabeza, como si quisiera tirarse de los pelos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? Han llegado. Si es muy pronto. Tenían que venir mañana. ¿Qué voy a hacer ahora con ustedes?
—No te preocupes por nosotros —dijo Daisy.
Hans estaba desesperado.
—Tengo que ir. Tengo que estar allí. Se están reuniendo nidos los criados. Yo no puedo faltar…
—¿Y qué hacemos nosotras? —preguntó Francine.
—Quédense aquí. Escóndanse… ¿Ven esas cortinas? Métanse detrás de ellas si viene alguien. Yo vendré a sacarlas en cuanto pueda. Las recogeré. Pero ahora… tengo que irme.
—Vete —dijo Daisy, con toda tranquilidad—. Ya nos arreglaremos. Eso, déjanoslo a nosotras.
Hans dijo que sí con la cabeza, y salió corriendo. Daisy estaba muerta de risa.
—¡Menudo lío hemos armado!
—¿Qué van a pensar de nosotras? —Dijo Francine—. No tenemos derecho a estar aquí. No debíamos de haber venido.
—No sirve de nada llorar cuando la leche ya está en el suelo, señorita France. Y no hace falta cerrar la puerta de la cuadra cuando te han robado el caballo. Hans nos sacará de ese lío. Es muy listo ese Hans, vaya si lo es.
La casa, que hasta entonces había estado silenciosa, estaba ahora llena de ruido con la llegada de tan importantes huéspedes. Daisy se acercó de puntillas al agujero de la pared y nos hizo tina seña.
El hall estaba lleno de gente. El cocinero gordo que habíamos visto durmiendo en la cocina, llevaba ahora un uniforme blanco, un gorro en la cabeza, y guantes. Era el primero de la fila, y enfrente de él había una mujer con un cierto aire de orgullo, que llevaba un chaleco reluciente bordado de abalorios.
Se abrió la puerta, y entró un hombre vestido de gala que dijo algo en voz alta. Luego llegaron los personajes. Eran un hombre y una mujer, y los criados, que se habían colocado en dos filas, se inclinaron tanto para saludar que creí que iban a dar con la cabeza en el suelo. Los destinatarios de todos esos homenajes iban vestidos con trajes de viaje; con ellos venía un chico joven, y con el pelo muy rubio. Fueron entrando otros, unos veinte en total, y entre ellos una niña y un niño.
Los sirvientes empezaron a marcharse, escapando en todas direcciones, mientras los recién llegados se dirigían a la escalera.
—Ahora sí que tenemos que tener cuidado —dijo Daisy—. Más vale que nos metamos detrás de las cortinas. Así Hans ya sabrá dónde tiene que buscarnos cuando vuelva.
—No vendrán aquí —dije yo—. Se irán a sus habitaciones para lavarse después del viaje.
—A lo mejor sí que vienen —dijo Francine—. Vamos a escondernos.
Se oyó ruido de pasos en las escaleras y un tumulto de voces. Y acabábamos de escondernos, cuando se abrió la puerta. Sólo de pensar lo que iba a pasar cuando nos descubrieran, el corazón me latía como si fuera a estallar. Ya me imaginaba que nos mandaban otra vez al Manor y presentaban quejas al abuelo. Estaba segura de que nos habíamos metido en un buen jaleo.
Entró una niña en el cuarto. Parecía tener mi edad. Miró un momento a su alrededor, mientras nosotras tres conteníamos la respiración y nos preguntábamos si estaríamos bien escondidas. Dio unos pasos, y se quedó quieta, como si estuviera escuchando. Luego dijo en alemán:
—¿Quién está ahí?
Yo sentí que me ponía mala de vergüenza y de miedo. La niña preguntó en inglés, y con un fuerte acento extranjero:
—¿Quién está escondido? Sé que estás ahí. Veo un pie que asoma por debajo de la cortina.
Era el pie de Francine, que salió del escondite. Sabía que de todas maneras nos iban a descubrir.
—¿Quién eres? —preguntó la niña.
—Soy Francine Ewell, de Greystone Manor.
—¿Has venido a visitarnos?
—Sí —contestó Francine.
—¿Y hay otras contigo?
Daisy y yo salimos también. Los ojos de la niña se fijaron en mí, supongo que porque las dos éramos de la misma edad.
—¿Tú también estás de visita? —me preguntó.
Me pareció que lo mejor era decir la verdad.
—Estaban enseñándonos la casa —dije—. Teníamos interés en verla porque ésta era antes la casa de mi abuela.
—Conocéis a mi padre… Y a mi madre…
—No —dije yo.
Francine intervino en ese momento:
—No me cabe duda de que los conoceremos si se quedan mucho tiempo en esta región. Nosotros somos de Greystone Manor. Creo que ahora tendríamos que irnos.
—Espera —dijo la niña. Fue corriendo hacia la puerta, y gritó—: ¡Mutte!
Entró una mujer en la habitación. Tenía un aire majestuoso, y nos contemplaba con cara de asombro. Nosotras comprendimos que ahora sí que nos habían cazado.
Francine se acercó a ella, y dijo en buen alemán, y con mucha dignidad:
—Tiene usted que perdonarnos. Hemos cometido una indiscreción. Teníamos muchas ganas de ver la casa, porque en otro tiempo ésta era la casa de nuestra abuela y habla muchas veces de ella. Creíamos que no iban a venir todavía, y nos pareció que era una buena oportunidad para visitarla…
Se cortó. Era una excusa bastante tonta, y la señora seguía mirándola con mucha curiosidad.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Francine Ewell. Vivo con mi abuelo, en Greystone Manor. Y éstas son mi hermana Philippa, y Daisy, la doncella.
La señora movió la cabeza, y luego sonrió un poco. No apartaba los ojos de Francine que, debo confesar, estaba más guapa que nunca, pues tenía la cara un poco colorada y los ojos brillantes.
La señora dijo:
—Acabamos de llegar. Habéis sido muy amables al venir a vernos. Tenéis que tomar una copa de vino conmigo.
Daisy se echó hacia atrás. Yo creo que estaba muda de admiración, al ver lo bien que Francine nos había sacado de una situación tan delicada.
—Venid conmigo —dijo la señora—. Y tú… ¿quién eres?
—Daisy —contestó Daisy, aterrada por primera vez en su vida.
—Mandaré…
En ese momento apareció Hans. Estaba nerviosísimo y, al ver quién era la que estaba allí, pareció dudar entre echar a correr o ponerse a dar explicaciones sin sentido.
—Tenemos visita, Hans —dijo la señora en alemán, lengua que tanto Francine como yo entendíamos perfectamente—. Lleva a Daisy a la cocina y dale un poco de vino. Y di que suban vino al Weinzimmer.
Hans estaba completamente asombrado. Daisy se acercó a él y, aunque no pude verlo, estoy segura de que le hizo uno de sus guiños. Se marchó con él, y Francine y yo bajamos la escalera con nuestra anfitriona, y entramos en la pequeña habitación donde habíamos estado hacía un momento.
—Haced el favor de sentaros —ordenó la dueña—. Y ahora, decidme. Sois de Greystone Manor. Ésa es la gran casa de aquí. Es todavía más grande que ésta. Nosotros no somos más que el Grange, ¿eh? Me ha gustado mucho vuestra visita.
Francine dijo que no se podía llamar visita. Era más bien una impertinencia.
—¿Impertinencia? —exclamó ella—. ¿Y qué clase de impertinencia es ésta? ¿Una costumbre inglesa?
Francine empezó a reírse, y no tardó en contagiarle la risa a nuestra anfitriona.
—Ya lo ve —comentó Francine—. Teníamos mucha curiosidad.
La señora escuchaba con mucha atención, mientras nos traían el vino, y con él llegaba la niña que nos había descubierto.
—¿Qué es lo que quieres, Tatiana? —preguntó la señora.
La niña contestó en alemán que lo que quería era ver a las visitas, y la señora, que imaginarnos que sería su madre, le dijo:
—Es de mala educación hablar en otra lengua cuando hay visitas. Das lecciones de inglés. Ven… tienes que hablar en su idioma.
—Sabemos un poco de alemán. Lo aprendimos cuando vivíamos con nuestros padres. Y ahora tenemos una institutriz que es medio alemana, y que habla en alemán con nosotras.
—¡Ah, eso está muy bien! La lengua puede ser un problema. Ahora me han dicho que a esta habitación le llamaban el Punch Room. Y yo pregunto, ¿y qué es eso de Punch?, y me dicen que es una bebida… cierta clase de vino. Así es que yo digo que esto tiene que ser el Weinzimmer… Y que aquí será donde tomemos una copa con nuestros invitados.
Tatiana se sentó, sin dejar de mirarnos. En la conversación, nuestra anfitriona nos dijo que su madre era rusa, y que por eso le habían puesto el nombre de Tatiana a su hija. Era la Gräfin (condesa) Von Bindorf, y ella y el Graf (conde) iban a pasar allí una temporada con su familia.
Fue una media hora extraordinaria. Estábamos allí sentadas, con la Gräfin de Bindorf, tomando la copa que nos habían traído, y tratadas como invitadas bien recibidas en lugar de invasoras. Nos hizo muchas preguntas, y le dijimos que habíamos ido a vivir con los abuelos en Greystone Manor al morir nuestro padre. Tatiana hizo también algunas preguntas, casi todas ellas dirigidas a mí y, como Francine estaba hablando con toda tranquilidad con la Gräfin, yo no vi motivo alguno para no hacer lo mismo con Tatiana.
Por fin, Francine dijo que teníamos que irnos, y la Gräfin nos invitó a visitarla otra vez. Yo veía que Francine quería invitarla a ella también a Greystone Manor, pero, por suerte, no llegó a hacer ese disparate.
Nos acompañaron hasta la puerta, donde nos reunimos con Daisy. Las tres estábamos muy excitadas y sin poder salir de nuestro asombro, y no paramos de decir tonterías hasta llegar a casa. Daisy dijo que Hans estaba asombrado de lo bien que se había solucionado el asunto, y muy agradecido de que no le hubiéramos comprometido a él.
A Francine le pareció que la Gräfin era encantadora. Estaba horrorizada ante la idea de que quisiera ir al Manor.
—Eso le hace a una comprender la estrechez de vida que llevamos allí. ¿Y va a ser siempre lo mismo?
Por la expresión de sus ojos, comprendí que estaba decidida a que no lo fuera.
*****
Aquella noche no podíamos dormirnos, y estuvimos mucho rato despiertas hablando de nuestra aventura. Francine llegó a la conclusión de que debíamos dejar pasar una semana antes de ir a visitarlos otra vez.
Daisy estaba excitadísima. Ella y Hans habían vuelto a hacerse muy amigos, y Tom, el de las cuadras, se ponía verde de envidia. Daisy estaba encantada de ser la causa de tan ardientes deseos.
Faltaban sólo dos semanas para el cumpleaños de Francine y, una noche, al día siguiente de nuestra aventura, el abuelo lo comentó en la mesa, y dijo que le parecía que había que celebrarlo. Tía Grace, muy nerviosa, empezó a tocarse el cuello con los dedos, y trató de simular un gran entusiasmo ante la idea. Sabía de sobra cuál iba a ser el motivo de la fiesta y, como ella era también una víctima del despotismo del abuelo, sentía miedo por Francine.
Mi hermana me dijo después:
—Ya sabes lo que va a hacer en la fiesta. Va a anunciar la boda.
Yo asentí con la cabeza, y esperé un momento de inspiración.
—Voy a ir a ver a la Gräfin. Iremos esta tarde.
—Será divertido —dije yo—. ¿Pero eso de qué va a servirnos?
—No lo sé —contestó ella, pero había algo en su mirada que parecía indicar que ya tenía algún plan.
Cruzamos las puertas con toda tranquilidad; tiramos de la campana, y la oímos resonar en la casa. Un criado con una librea de varios colores acudió a abrir la puerta, y entramos en el hall.
—Hemos venido a ver a la Gräfin porque nos había invitado —dijo Francine en alemán, y dándose importancia. El hombre contestó:
—La Gräfin no está en casa.
—¡Ah!
—¿Y la señorita Tatiana? —pregunté yo, con repentina inspiración. Parecía que le habíamos gustado, y a lo mejor quería recibirnos.
El criado movió la cabeza. Parecía que tampoco estaba en casa. No había nada que hacer más que volverse a casa con las orejas gachas. Se cerró la puerta delante de nosotras y, en el momento en que nos disponíamos a echar a andar, apareció un hombre a caballo. Se bajó y nos hizo un saludo. Llamó a un mozo que acudió corriendo a cogerle el caballo.
—Parece que se han perdido —dijo, sin apartar los ojos de Francine—. A lo mejor puedo ayudarlas.
Hablaba un inglés muy correcto, con un ligerísimo acento extranjero. Francine parecía mucho más animada. Era un hombre muy guapo, alto, rubio, de unos veinte años, con los ojos grises, y la cara sonriente.
—Habíamos venido a ver a la Gräfin —le explicó Francine—. Nos dijo que viniéramos a verla… pero resulta que no está en casa.
—Creo que vendrá a última hora. Y estoy pensando que a lo mejor yo podría ocupar su lugar. Vengan conmigo, y permítanme ofrecerles una taza de té… ¿Eso es lo que tomarían ustedes a esta hora, no?
Francine se había puesto un poco colorada, cosa que le sentaba muy bien, y tenía los ojos brillantes.
—Sería muy amable por su parte —dijo.
—Pues entonces, vengan. —Tiró de la campanilla y un criado vino a abrir la puerta—. Tenemos visita —añadió.
El criado no dio muestra alguna de sorpresa al vernos entrar de nuevo y el joven dijo en alemán que nos sirvieran el té. Luego nos hizo pasar a la habitación en la que habíamos estado la vez anterior, y nos rogó que nos sentáramos.
—Usted debe de ser pariente de la Gräfin —dijo Francine.
—No, no. No tenemos nada que ver. Pero háblenme de ustedes.
Francine le contó que vivíamos en Greystone Manor y que habíamos conocido a la Gräfin y una vez más insistió en que nos había invitado a ir a verla.
—Le haría mucha ilusión. Lo sentirá mucho cuando lo sepa. Ha sido mala suerte para ella… pero buena suerte para mí.
—Es usted muy galante —dijo Francine, con cierta coquetería.
—¿Quién podría no serlo delante de una belleza así?
Francine, como siempre, se ruborizó al sentirse admirada, aunque ésa fuera una sensación que ya había experimentado muchas veces, y empezó a contar cosas de nuestra vida en la isla y en Greystone Manor, que él escuchaba con mucha atención.
—Estoy encantado de haber llegado en este momento —dijo—. Ha sido un gran placer encontrarla a usted y a la silenciosa.
—Pippa no suele estar tan silenciosa. Por lo general, tiene muchas cosas que decir.
—Pues me gustaría mucho descubrir qué es lo que tiene que decir.
Habían traído el té, y con él unos pastelillos de lo más apetitoso que yo había visto. Estaban adornados con unos ricitos de crema de varios colores.
El joven seguía mirando a Francine.
—Tendría usted que hacer… ¿cómo dicen?… ¿los honores? Es lo que le corresponde a la señora, ¿no?
Francine se sintió encantada detrás de la tetera, con el pelo suelto cayéndole a los lados de la cara, y sin la cinta que debía sujetárselo atrás según los cánones del Manor. La verdad es que pocas veces la había visto tan guapa.
Nos enteramos de que el nombre del chico era Rudolph von Gruton Fuchs, y que su casa estaba en un lugar llamado Bruxenstein.
—Eso suena como un sitio muy importante y muy lejano —dijo Francine.
—Bueno… lejano, quizá sí. ¿Importante? Tal vez algún día pueda usted visitar mi país y comprobarlo por sí misma.
—Me gustaría muchísimo.
—Y yo tendría mucho gusto en recibirla. De momento… —Vaciló, y miró a Francine con cierta tristeza—. Hay algunos problemas ahora —dijo—. No es raro que los haya.
—Supongo que es una zona en la que hay muchos trastornos políticos —dijo Francine.
—Creo que podría decirse que lo es. Pero está muy lejos, ¿sabe?, y nosotros estamos ahora aquí, disfrutando de esta tarde tan deliciosa.
Volvió los ojos hacia mí, pero tuve la impresión de que le costaba bastante trabajo apartarlos de Francine.
—Habrá corrido usted muchas aventuras —dijo Francine.
—Ninguna tan agradable como ésta.
Francine no paraba de hablar. Aquella tarde tan deliciosa parecía haberla trastornado por completo. Estaba decidida a pasarlo lo mejor posible, porque temía lo que pudiera depararnos la fiesta de su cumpleaños. Aunque hubiera jurado que no se casaría nunca con el primo Arthur, era lo bastante práctica como para preguntarse qué podríamos hacer cuando el abuelo se pusiera furioso con su negativa… o lo que todavía era peor, se negara a aceptarla. Por eso estaba decidida a aprovechar aquel breve paréntesis. «Le gusta Rudolph —pensé yo—. Le gusta tanto como ella a él». Veía que trataba de prolongar la tarde lo más posible, pero llegó el momento en que tuvo que levantarse de mala gana y decir que nos teníamos que ir.
—¿Tan pronto? —preguntó el joven.
No era nada pronto. Llevábamos hora y media hablando.
—En nuestra casa hay unas reglas muy estrictas —dijo, y a mí me pareció que era una indiscreción hablar de nuestra casa en la forma en que lo hizo.
Él dijo que nos acompañaría a casa, pero esa idea produjo un pánico tan grande en mi hermana que el chico desistió. Lo que sí hizo fue acompañarnos hasta la puerta de entrada, y allí, después de hacer una reverencia, nos besó la mano. La de Francine la tuvo entre las suyas bastante más tiempo que la mía.
Nos separamos de él y echamos a correr por el campo hacia el Mano.
—¡Qué aventura! —Dijo Francine—. Yo creo que nunca había tenido una aventura como ésta.
*****
La invitación llegó a través de Hans, que se la dio a Daisy y ésta, a su vez, a Francine. Procedía de la Gräfin, que le pedía a Francine que fuera a verla aquel mismo día a las tres de la tarde porque tenía que pedirle una cosa. A mí no se me nombraba para nada, así es que Francine fue sola. Yo estaba impaciente por saber lo que había pasado, y fui a esperarla al campo, cerca de los cottages.
Cuando volvió, cerca de una hora más tarde, estaba sofocada y con una excitación como hacía tiempo no veía yo en ella.
—¿Le has visto? —pregunté—. ¿A ese… a Rudolph? Dijo que no con la cabeza. Parecía aturdida. ¿Habría encontrado otro admirador?
—Es maravilloso —dijo—. He visto a la Gräfin. ¿Y qué crees que me ha dicho? Me ha pedido que vaya al baile.
—¿A un baile? Pero ¿qué quieres decir?
—Que van a celebrar un baile y me han invitado. Ni más ni menos que eso.
—Pues a mí no me parece que eso sea tan sencillo. ¿Va a consentirlo el abuelo? Y necesitarás un traje de baile.
—Ya lo sé. Ya lo he pensado. Pero he dicho que iría.
—¿Con el vestido de lana azul o con el de los domingos?
—No seas derrotista. Ya veré lo que hago para tener un traje nuevo.
—Vaya si lo verás.
—Pero ¿qué es lo que te pasa, Pippa? ¿Estás celosa?
—¡No! —grité yo—. Quiero que vayas al baile con Rudolph, pero no veo cómo vas a poder arreglarlo, eso es lo que me pasa.
—Pippa —dijo, y nunca he visto una cara que reflejara mayor decisión que la de Francine en aquel momento—, voy a ir.
Durante todo el camino de vuelta, y buena parte de la noche, estuvimos hablando de eso. A Rudolph no le había visto. Había tomado el té con la Gräfin, que le había dicho que iba a celebrarse el baile y que le encantaría que asistiese Francine. Tenía muchas dudas sobre cómo enviar la invitación. Nosotras ya le habíamos dado a entender lo que era vivir en Greystone Mano, y sin duda comprendía que mandar una invitación a través del abuelo significaba obtener una negativa inmediata. Dijo que Francine tenía que ir. Si no iba, el baile ya no sería lo mismo.
Con un exceso de alegría, y segura como estaba de su poder para conseguir lo imposible, Francine había prometido ir, y se había olvidado de las dificultades materiales. Ya encontraría la forma de arreglarlo.
—¿Un hada madrina? —pregunté yo—. ¿Y quién va a hacer de hada? En Bruxenstein es posible que las tengan. Pero no puedo imaginarme a una en el Manor. ¿Encontraremos una calabaza para que te sirva de coche? Ratones me parece que hay bastantes, así es que no tendremos que preocuparnos de los caballos.
—Pippa, deja de hacer bromas sobre una cosa tan seria.
No me parecía que hubiera muchas esperanzas, pero me alegraba de que sirviera para hacerle olvidar la inminente fiesta de su cumpleaños.
Al día siguiente, cuando fuimos a visitar a la abuela, con aquella extraordinaria sensibilidad que tenía, comprendió en seguida que pasaba algo. Sabía que Francine estaba nerviosa porque temía que la obligaran a casarse con Arthur, y no tardó mucho tiempo en averiguar toda la historia. Nos escuchó entusiasmada:
—Así es que el Punch Room se ha convertido ahora en el Weinzimmer. Me gusta la Gräfin y ese Rudolph tan encantador.
La abuela era una mujer muy romántica, y para ella tenía que haber sido una verdadera tragedia casarse con un hombre como el abuelo. Pero por milagro, esa tragedia no la había amargado; la había hecho más amable y tolerante.
—Francine tiene que ir al baile —dijo.
Yo estaba asombrada. La abuela tenía respuesta para todo. ¿El vestido? Esperad un momento. Creía que tenía una tela en uno de sus cajones. Había soñado en otro tiempo que iba a celebrar el nacimiento de su segundo hijo. No, no era Grace…, era el que nació muerto. Había comprado entonces una seda azul muy bonita, con unas estrellas bordadas en hilo de plata.
—Era la tela más bonita que he visto en mi vida. Pero cuando perdí al niño, ya no podía ni verla. La envolví y la guardé. Si no se han apagado las estrellas de plata… Diremos a Agnes que la busque.
Agnes estaba feliz de ver a su señora tan contenta. Una vez me había dicho al oído que había cambiado desde que llegamos nosotras.
—Yo me imagino que de joven se parecía algo a su hermana… pero ahora hay más libertad.
«No mucha más», pensé yo. De todas maneras, era un consuelo tener a Agnes de aliada, porque nos hacían falta unos cuantos aliados.
Encontramos la tela. Francine empezó a dar gritos al verla. Las estrellas seguían tan brillantes como el día en que la abuela la compró.
—Llévatela —dijo, sonriendo como si pudiera verla, y yo estoy segura de que la veía en su imaginación—. Dásela a Jenny, y dile que se ponga a trabajar en seguida. Te lo hará bien. De cuando en cuando hace trajes de baile para las chicas jóvenes.
Fuimos a ver a Jenny. Daisy vino con nosotras porque se consideraba metida en la aventura, ya que gracias a ella habíamos llegado al Grange, y ese momento había traído todo lo demás. Ella misma no dejaba de tener un buen jaleo amoroso. Tom, el chico de las cuadras, había descubierto su amistad con Hans y, según ella decía, se estaba «volviendo loco» y amenazaba con tomar toda suerte de represalias. La vida tenía que ser una cosa emocionante para aquellas dos heroínas de novela, y yo estaba muy contenta de ser una espectadora.
Daisy supo por Hans que la Gräfin se había visto más o menos obligada a invitar a Francine por deseo del barón, que era un personaje muy importante. En realidad, era el más importante de todos sus fans. Sabía por qué, pero no se lo había dicho ni siquiera a Daisy.
—Ya me lo dirá… esperad un poco —decía Daisy, muy segura de sí misma.
Estaba feliz de verse metida en la intriga.
Jenny Brakes se quedó algo desconcertada al ver la tela y oír que tenía que transformarla en un traje de baile.
—¿Para su fiesta de cumpleaños, señorita Francine? —preguntó—. La señorita Grace ya me ha dicho que tenía que ir a la casa. Ha comprado un trozo de seda muy bonito y dice que es para hacerle a usted un vestido para la fiesta. Va a ser una ocasión muy especial.
—No —dijo Francine—. Esto es para un vestido muy especial.
—Hecho en secreto —intervino Daisy.
Jenny se asustó.
—¡Venga, mujer! —dijo Daisy—. ¿Quién va a enterarse?
—Realmente… no lo entiendo, señorita Francine.
Pues es muy sencillo. Quiero que me haga en seguida un traje de baile, y lo único que tiene usted que hacer es no decir a nadie que me lo está haciendo.
Pero si ya tiene la seda…
—Y esto también —dijo Francine.
¡Pobre Jenny Brakes! Yo comprendía lo que le pasaba. Tenía un miedo espantoso de ofender al abuelo. Vivía en una de sus casas y, si se enteraba de que estaba haciendo un vestido para su nieta, se pondría furioso; y cuando se ponía furioso, era un hombre que no tenía piedad. Fui yo quien encontró la solución. No hacía falta que Jenny supiera que lo hacía en secreto. Tenía que hacerle un vestido a Francine y, como tenía que hacerlo a toda prisa, a Jenny le resultaba más fácil hacerlo en su casa, como ya lo hacía algunas veces. Si nos descubrían, no habría forma de probar que Jenny no era inocente.
Por fin la convencimos, y en seguida diseñó un modelo. ¡Lo que nos divertirnos diciendo cómo tenía que ser! Tenía que ser atrevido; tenía que ser sencillo; tenía que dejar a la vista el cuello de cisne de Francine. Tenía que resaltar su cintura. Y tenía que tener una falda de mucho vuelo.
Nuestra excitación era tan grande, que yo creía que Francine iba a acabar por delatarse. Yo creo que tía Grace sabía que traíamos algo entre manos, pero en aquel momento estaba demasiado absorta en su propia vida, pues desde que Charles Daventry había llevado a Francine a casa, me parecía que se veían en secreto.
Preparamos un gran plan de acción. La noche del baile, Francine saldría de la casa sin que la vieran y se iría a la de los Emms. La madre de Daisy se prestaba de muy buena gana a hacer de conspirador, y así nadie podría echarle la culpa a Jenny. La señora Emms guardaría el vestido en su casa para que Francine fuera allí a cambiarse. Luego cruzaría el prado para llegar al Grange. A la señora Emms, lo mismo que a su hija, le gustaban las aventuras. En caso de que la descubrieran y despertara las iras de mi abuelo, cargaría con las consecuencias.
—A nosotros no nos va a echar. A los Emms no los echa. Llevamos demasiado tiempo en esta casa, y mi Jim es un hombre que sirve para todo.
Las cosas quedaron así arregladas.
Daisy nos dijo que iba a ser el baile más grandioso de todos los que se habían celebrado en el Grange. Se hacía en honor de un personaje muy importante, probablemente el admirador de Francine.
—Los preparativos que hay —decía Daisy—. La de comida, flores y cosas que tienen. Va a ser algo regio… eso es lo que va a ser. Estoy segura de que no lo harían mejor en Buckingham Palace o en ese Sandringham donde tanto se divierte el príncipe de Gales.
Llegó el gran día, y apenas podíamos contener nuestro entusiasmo. Las horas fueron pasando a pesar de todo. En la clase estuvimos muy distraídas, y la señorita Elton lo comentó. Yo creo que sabía que allí pasaba algo y, como toda la casa se había enterado de que Francine estaba condenada a casarse con Arthur, de haber sabido de qué se trataba, habría hecho todo lo posible por protegerla.
Fui con Francine a casa de los Emms, y allí Daisy y yo le ayudamos a vestirse. Varios Emms pequeños la contemplaban asombrados y, cuando estuvo vestida, parecía una princesa de cuento de hadas. La emoción resaltaba su belleza, y no podía haber un color que le sentase mejor que el de aquella seda azul salpicada de estrellas. Claro que necesitaba unos zapatos plateados y no tenía más que los suyos de satén negro, pero apenas se le veían. Yo le dije que estaba perfecta.
Habíamos convenido en que yo me quedaría de guardia en la ventana y, cuando la viera volver a casa, bajaría a abrir la puerta. Tenía que ir primero a casa de los Emms para ponerse sus ropas de diario, y dejar allí el traje de baile, que Daisy se encargaría de traer al día siguiente.
—Una operación así necesita estar muy bien planeada —dije yo—. No hay que olvidar ni un solo detalle.
—Philippa es nuestro general —gritó Francine, riéndose—. Tengo que ponerme a sus órdenes.
Como todo estaba tan bien preparado, a mí me parecía que sólo un caso de mala suerte podía trastornar nuestros planes. Después de ver —desde una prudente distancia— que Francine entraba en el Grange con los otros invitados, yo volví al Manor. Me senté en la ventana, y me puse a mirar los prados. Veía a lo lejos las torres del Grange y las luces; hasta podía oír la música en algunos momentos. Veía también la iglesia y las tumbas de piedra gris, y me acordé de la pobre tía Grace y de Charles Daventry, que no habían tenido el valor de hacer lo que querían. A Francine nunca le faltaría valor para hacerlo.
«Dios está en el cielo», pensé, al levantar la vista y ver un cielo como de terciopelo oscuro, las estrellas que brillaban en él, y la luna, que estaba casi llena. ¡Qué maravilloso espectáculo! Recé por la felicidad de Francine y porque ocurriera un milagro que la librara de Arthur. Me acordé de un viejo proverbio español que había oído una vez a mi padre. Era algo así como, «Haz lo que quieras —dijo Dios—. Hazlo, y carga con las consecuencias».
Toma y daca. Nunca hay que regatear el precio. Mi padre había escogido una forma de vida que le había hecho perder su patrimonio, una vieja casa llena de tradiciones familiares. Mi abuelo también había elegido su camino. Podía hacer danzar a los otros al son que él quisiera, pero estaba desprovisto de amor. Yo no habría querido ser mi abuelo ni por todo el oro del mundo.
Serían las once de la noche cuando oí el jaleo que había abajo. El corazón empezó a latirme con tanta violencia que me temblaba todo el cuerpo. No había visto señal alguna de Francine. Tenía que estar al pie de mi ventana, y yo debía estar allí de guardia, y allí estaba; pero no había rastro de Francine, y las once de la noche era demasiado pronto para marcharse de un baile.
Me acerqué a la puerta y escuché. Oía la voz de mi abuelo: «Desvergonzada… fornicadora… pecadora. Vete a tu cuarto. Te daré tu merecido. Te veré mañana por la mañana. Me das asco. No podía creer lo que veía. Bajo mi propio techo…, cogida en flagrante delito».
Alguien se acercaba a las escaleras. Cerré la puerta corriendo y me quedé apoyada contra ella, esperando. Creía que Francine iba a aparecer en cualquier momento.
No pasó nada. ¿Quién sería? Yo había oído decir, «vete a tu cuarto». Pero no venía, y no podía entender qué significaba.
Volví a la ventana. Abajo todo estaba tranquilo. Me acerqué a la puerta y escuché. Se oían pasos en las escaleras. Era el abuelo que subía a su habitación.
Yo estaba asombrada y muerta de miedo.
Fue una media hora más tarde cuando oí unos golpecitos en la puerta. Corrí a abrirla, y vi a Daisy, que casi se cayó al suelo al entrar. Tenía el pelo alborotado y los ojos muy abiertos.
—Ha sido ese Tom —dijo—. Es él el que lo ha hecho. Nos lo advirtió.
—¿Era a ti a quien estaba riñendo el abuelo?
Dijo que sí con la cabeza.
—¡Ay, Daisy! ¿Qué ha pasado?
—Que nos han pescado… a Hans y a mí… en el camposanto. A mí siempre me ha gustado ese sitio. La hierba allí es muy blanda, y también puede haber vida, a ver si no, vida entre los muertos.
—Estás loca. Creí que era Francine. Ven y siéntate junto a la ventana. Tengo que estar de guardia. Ella estará todavía en el baile.
—Y por mucho tiempo, digo yo.
—Cuéntame lo que te ha pasado.
—Hans dijo que se escaparía a las diez y media, y yo le dije que le esperaba al lado de Richard Jones. Tuvo tres mujeres, y las enterró a las tres allí con él. Es una tumba muy bonita que mandó hacer para él y sus tres mujeres. Puedes apoyarte en ella, y tienes encima un ángel de la guarda precioso. Así te sientes más segura y más a gusto. A Tom también le gustaba ir allí.
—¿Y qué estabais haciendo?
—Lo corriente. —Le entró la risa al recordarlo—. Es que ese Hans tiene algo, ¿sabe? Claro, Tom se estaba volviendo loco. Hans escribió un papel diciendo que me esperaba al lado de Richard Jones, y lo perdí. Tom tiene que haberle echado mano. Yo nunca hubiera creído que iba a contarlo, pero ya sabe usted lo que es estar celoso. Bueno, no debe de saberlo porque es demasiado joven. A veces me olvido de lo joven que es, señorita Pip. Claro que entre su hermana y yo… la estamos enseñando de prisa. Así es que allí estábamos. Su abuelo tuvo que ver que nos encontrábamos. Debía de estar escondido por allí. Y apostaría a que detrás de Thomas Ardley. Esa piedra no me ha gustado nunca. Siempre me ha puesto la carne de gallina. De repente sale, y nos pesca… justo en el momento… podría una decir. Nos da una voz, y allí me tienes a mí con el corpiño abierto y con la falda a medio quitar. Y Hans… bueno. Y su abuelo que no paraba de decir: «¡Y en un sitio como éste…!». Luego me agarró del brazo y me trajo a rastras a casa. Tenía que haberle oído en el hall. «¡Sube a tu cuarto! Ya me ocuparé de ti por la mañana». De ésta, me echan. ¿Y qué va a decir mi madre? Con la perra que tenía de que me colocara aquí y me convirtiera en una chica formal.
—Tú no vas a ser formal en tu vida, Daisy.
—Reconozco que tiene usted razón —admitió con tristeza—. Pero mañana me echan. Tendré que cargar con la caja de hojalata, y a casa. Y a ella le hará falta el dinero. Claro que a lo mejor puedo colocarme en el Grange. Podría recomendarme Hans.
Continuamos sentadas en la ventana. Dieron las doce en el reloj de la iglesia. Yo no tenía nada de sueño. Seguro que despedirían a Daisy. Traté de imaginarme lo que iba a ser estar sin ella, porque desempeñaba un papel muy importante en nuestra vida.
Eran casi las dos de la mañana cuando llegó Francine. Bajé corriendo y descorrí el enorme cerrojo. Ella estaba todavía en las nubes, perdida en un mundo de ensueño, cuando subimos de puntillas las escaleras. Daisy seguía allí, y las dos le contamos a Francine lo que había pasado.
—¡Eres una idiota, Daisy! —gritó Francine.
—Ya lo sé. Pero todo se arreglará. Iré a ver a Hans.
—¿Y cómo ha sido el baile? —pregunté yo.
Juntó las manos, y puso una cara tan extasiada que no hacía falta que dijera nada más. Había sido maravilloso. Había estado toda la noche bailando con el barón. Todos estaban entusiasmados con ella. Y todos eran extranjeros, naturalmente.
—Era como si el baile se celebrara en mi honor. Eso fue lo que me pareció. Y el barón Rudolph… No tengo palabras, es la perfección. Todo lo que yo podía soñar que tenía que ser un hombre.
—Todo lo que no es el primo Arthur —dije yo, y enseguida me arrepentí de haberlo nombrado, por miedo de que su nombre rompiera el encanto.
Pero no lo hizo. Francine apenas si se dio cuenta. Estaba atontada. Era inútil tratar de hablar con ella aquella noche.
Le dije a Daisy que se fuera a su cuarto y procurara dormir un poco. No podía olvidarse de la que le esperaba al día siguiente. Se marchó de mala gana, y Francine empezó a desnudarse.
—Ha sido algo que no podré olvidar nunca —dijo—. No…, suceda lo que suceda. Quería acompañarme a casa, así es que tuve que explicárselo, y me llevó a casa de los Emms y esperó fuera a que me cambiara y, cuando salí con el traje de lana, todavía estaba allí. Me acompañó hasta el borde mismo de la pradera. Se lo conté todo… lo del abuelo y lo de Arthur. Y estuvo muy comprensivo.
—Pero ahora ya ha terminado, Francine —dije yo—. No. No ha sido más que el principio.
*****
Al día siguiente por la mañana, nos reunimos todos en la capilla para el juicio solemne. Francine y yo estábamos sentadas en la primera fila con tía Grace. Mi hermana continuaba radiante. Se veía que en su imaginación todavía no había salido del baile. El abuelo entró con Arthur, y se le notaba que estaba bastante contento, como si todo aquello no le resultara nada agradable.
Subió al púlpito, después de que Arthur ocupara su asiento al lado de Francine. Ella se acercó un poco más a mí al llegar él, y pensé si lo habría notado.
El abuelo levantó la mano y dijo:
—Éste es un momento de gran pesadumbre para mí. Me encuentro ante una situación que me causa un gran disgusto y una profunda humillación. Uno de mis sirvientes, uno a quien yo había cobijado bajo mi techo, se ha comportado de tal manera, que ha traído la deshonra a esta casa. No soy capaz de expresar el horror que me produce mi descubrimiento.
«Pero lo estás disfrutando de veras, abuelo», pensé yo.
—Esta desvergonzada criatura se ha comportado de una forma que la decencia me impide describir. Ha sido sorprendida en pleno acto. Por considerarlo un deber, me impuse a mí mismo ser testigo de su depravación. Estaba bajo mi cargo, y no podía creer que una sirvienta mía pudiera ser culpable de un acto semejante. Tenía que verlo con mis propios ojos. Ahora estará ante todos nosotros, hundida en su culpa. A pesar de todo, voy a pedir a Dios que tenga misericordia de ella, que le dé la oportunidad de arrepentirse.
—¡Qué magnánimo! —susurró Francine.
—Traedla —dijo.
La señora Greaves entró con Daisy, que llevaba un abrigo encima de su vestido oscuro, y no el uniforme que les ponían a todos los criados de Greystone.
—Ven aquí, muchacha —dijo el abuelo—. Deja que todos te vean para que puedan aprender la lección de tu enorme desatino.
Daisy avanzó. Estaba pálida y menos segura de sí misma que otras veces en que yo la había visto, un poco desafiante, pero no la alegre Daisy que yo conocía.
—Esta criatura —continuó el abuelo— está de tal forma sumida en la depravación que, no sólo comete el pecado, sino que tiene que hacerlo en un lugar sagrado. No tendría nada de extraño que el asunto de la noche pasada trajera algunas consecuencias. El mal que hacemos llega hasta la tercera y la cuarta generación. Voy a pediros a todos que os pongáis de rodillas y roguéis por el alma de esta pecadora. Aún está a tiempo de arrepentirse de seguir esos malos caminos. Pido a Dios que así sea.
Al abuelo le brillaban los ojos mientras miraba a Daisy, y yo creo que se la estaba imaginando en la misma postura en que la había pescado la noche anterior y, de alguna extraña manera, disfrutando al revivir el recuerdo. Yo me preguntaba si no le gustaría que la gente cometiera pecados porque eso le hacía aparecer a él tanto más virtuoso. Pero éste era un pecado especial, y producía en él ese efecto. Otra cosa muy distinta era coger a alguien robando. A uno de los hombres le habían despedido por eso, pero no había habido ninguna ceremonia especial en la capilla. Aquello me recordaba lo que había leído de los puritanos. No estaba muy segura de que no quisiera ponerle a Daisy una letra escarlata cosida en el corpiño.
El primo Arthur hizo un pequeño sermón sobre los males que acarrea el pecado, y luego volvimos a rezar otra vez; y Daisy siguió todo el tiempo allí, de pie, con cierto aire de desconcierto. A mí me apetecía ir a abrazarla y decirle que todo lo que hubiera podido hacer en el cementerio no era ni la mitad de malo que lo que el abuelo estaba haciendo con ella.
La ceremonia, por fin, terminó. Entonces mi abuelo dijo:
—Muchacha, coge tu caja y vete. No vuelvas a aparecer nunca por aquí.
Francine y yo fuimos a la habitación donde dábamos las clases. La señorita Elton estaba allí, pálida y silenciosa. Mi hermana, de repente, empezó a gritar:
—¡Le odio! Es un viejo perverso. No quiero seguir aquí.
Estaba a punto de llorar, y las dos nos cogimos de las manos. Yo sabía que no iba a poder olvidar aquella espantosa escena de la capilla. La señorita Elton no nos dijo nada. Ella también estaba indignada por lo que había visto.
Ese mismo día, a última hora, Francine me dijo:
—Voy a ir a ver a Daisy. ¿Vienes conmigo?
—Naturalmente —dije yo, y nos fuimos hacia el cottage.
Encontramos como siempre a la señora Emms y a varios chiquillos que corrían por allí. Pero Daisy no estaba en casa.
—Está en el Grange —nos dijo su madre—, ha ido a ver al Hans ese. —Hizo un gesto de malhumor—. Así es que la han echado del Manor. Al principio creí que todo había sido por culpa suya y de ese traje de baile.
—El abuelo no sabe nada de eso.
—Pues nos iba a hacer falta a todos la ayuda de Dios el día que llegara a enterarse.
—De momento… no me importa nada lo que haga. Esta mañana le he cogido odio… Y a ese mosca muerta de Arthur. Detesto Greystone. Quiero marcharme de allí.
—Mi pobre Daisy. Y todo por divertirse un poco en el cementerio. Pues no es la primera que lo hace, de eso estoy bien segura.
—Estamos preocupadas por Daisy. ¿Qué va a hacer ahora?
—Ya encontrará algo. Nuestra Daisy sabe cuidarse bien.
—¿Cree usted que volverá pronto?
—¿Quién sabe? Ahora es dueña de hacer lo que quiera, vaya si lo es.
—¿Querrá usted decirle que hemos venido a verla? Dígale que lo hemos sentido tanto como ella. Dígale que nos ha parecido horrible.
—Ya se lo diré, señorita. Ella las quiere mucho a ustedes dos.
Cuando estábamos a punto de marcharnos, llegó Daisy. Tenía un aspecto muy distinto del de la desgraciada pecadora de la capilla. Nos abalanzamos sobre ella y la abrazamos. Se puso muy contenta, y la señora Emms dijo:
—¡Hay que ver!
—Daisy —exclamó Francine—, estábamos muy preocupadas por ti.
—Pues no se preocupen —exclamó Daisy, con aire de triunfo—. Ya tengo una colocación.
—¡No! —gritamos a coro.
—Sí, señorita. Bueno, ya casi la tenía. Hans va y me dice: «¿Por qué no te vienes al Grange? Yo te recomendaré». Y allí estoy. He visto al jefe de cocina. Todo un caballero…, con un bigote retorcido y una cara muy gorda. Me dio una palmadita y dijo: «Empieza mañana». Chica de la cocina. ¡Y menuda cocina!
—¡Es maravilloso! —dije yo.
La señora Emms se sentó, con las piernas abiertas, y las manos apoyadas en sus rollizas rodillas. Estaba moviendo la cabeza como persona experimentada:
—¿Y qué va a pasar cuando se vayan? Ahí no paran nunca más que unos meses.
—Hans dice que él cree que podría irme con ellos.
La alegría de los últimos momentos se había desvanecido.
*****
Los acontecimientos se precipitaron después de aquel día. Se anunció el día de la fiesta en nuestra casa. Se celebraría en la primera semana de septiembre. Los invitados llegarían el lunes; el cumpleaños de Francine era el martes; habría otro día de fiesta, y los invitados se marcharían el jueves.
Jenny Brakes vino a casa a hacer el vestido de seda de Francine. Era de color rojo oscuro; el mío iba a ser azul marino, un color muy bonito y muy práctico, según tía Grace. La pobre Jenny Brakes estaba bastante apurada; el pecado que acababa de cometer al hacer el traje de seda azul no se le quitaba de la cabeza y, después de lo que había pasado con Daisy Emms, estaba muy asustada. Hacer un vestido ilícitamente no podía ser un pecado tan grande como fornicar en un cementerio, pero al tirano de mi abuelo todos le tenían mucho miedo. Francine comentó que aunque Daisy no hubiera tenido a su familia cerca, habría sido lo mismo; la habría echado sin más contemplaciones.
—No tiene lástima de nadie —dijo—. Si eso es ser un hombre bueno, Dios me libre de ellos.
En aquellos días anteriores a su condenación, mi hermana estaba muy contenta, porque iba todos los días al Grange. A veces salía ella sola a caballo. Pero yo sabía que luego ya no estaba sola, porque se había citado en algún sitio con el romántico barón.
Se enviaron las invitaciones para la fiesta. Se hicieron grandes preparativos. La señora Greaves estaba encantada, y decía que así tenía que ser en una gran casa. Creía que en el futuro habría muchas más diversiones. Estarían los recién casados que iban a traer un nuevo espíritu a la casa, y luego tendrían que ir pensando en buscar un marido para la señorita Philippa.
Yo estaba muy nerviosa, porque Francine no parecía ni mucho menos tan preocupada como debiera y no sabía lo que podría significar eso.
Unas dos semanas antes de la fiesta, el abuelo llamó a Francine. Fue a la biblioteca, con la cabeza muy alta, y yo me quedé esperando en nuestro cuarto, aterrada ante lo que podía pasar, pues estaba bien claro que allí iba a pasar algo.
Al cabo de media hora volvió a la habitación; venía un poco colorada y con los ojos muy brillantes.
—Francine —dije yo—. ¿Qué ha pasado?
—Me dijo que iba a casarme con el primo Arthur, y que el santo de su sobrino le había pedido mi mano y él se la había concedido. No ponía en duda que, sabiendo que ése era su deseo, yo lo aceptaría encantada.
—¿Y qué le dijiste?
—He sido muy lista, Pippa. Le he hecho creer que me casaría.
—¿Quieres decir que has cambiado de idea?
Movió la cabeza:
—Por ahora no puedo decirte nada más. Voy a salir.
Era la primera vez que no me lo contaba todo, y me quedé preocupada. Me parecía que todo estaba cambiando. Daisy se había ido. ¿Y qué habría querido decir Francine? ¿Iba a hacer lo que quería el abuelo y casarse con Arthur? ¿Y si no, qué?
La señorita Elton me preguntó que dónde estaba y, cuando dije que no lo sabía, no habló más de ello. La señorita Elton siempre había parecido una persona muy sosa, pero yo creo que estaba más que enterada de todo lo que estaba pasando. No había nadie en la casa que no pudiera comprender que Francine y nuestro primo Arthur eran las dos personas más distintas que pudieran encontrarse.
Subí a ver a la abuela. Le habíamos contado lo del baile, y ella se había limitado a reírse y a cogernos las manos, como le gustaba hacerlo. Tenía miedo por Francine, y creía que si se casaba con Arthur su vida se haría insoportable.
—Me moriría feliz, si supiera que las dos estabais bien —dijo—. Y al decir estar bien quiero decir que lleváis una vida que vale la pena, que no siempre puede ser una bendición…, porque eso sería pedir demasiado, pero sí una vida que habéis escogido vosotras mismas. Vuestro abuelo hizo de la mía lo que ha sido…, una cosa vacía…, y que no era mía en absoluto. Y lo mismo ha hecho con Grace. Intentó hacerlo con vuestro padre. Tenéis que ser valientes y vivir vuestra propia vida. Hacedla… vividla… Y no lamentéis las consecuencias porque será la que vosotros hayáis elegido.
Yo sabía que tenía razón. Y le hablé de Daisy. Ella dijo:
—El dirá que es justo. Ha establecido un código moral que no siempre tiene mucho que ver con la moralidad. Daisy es una chica que siempre andará detrás de los hombres. Es posible que se meta en algún jaleo. Pero saldrá adelante. Y su dureza, su falta de bondad, y esa satisfacción que siente por lo que él llama justicia, y que trae la desgracia a los demás, es un pecado más grande que todo lo que Daisy pueda haber hecho en el cementerio. Hija mía, esto puede parecerte raro dicho por mí. En otros tiempos, no lo habría dicho… ni siquiera lo habría pensado. No fue hasta que me quedé ciega, y comprendí que la vida ya había terminado prácticamente para mí, cuando empecé a pasar revista a las cosas y lo vi todo mucho más claro que cuando podía hacerlo con mis propios ojos.
—¿Y qué crees que está ocurriendo en el Grange? —pregunté.
—Sólo podemos hacer conjeturas. Tal vez eso suponga un escape. No puede casarse, si no está enamorada. No puede ser víctima de tu abuelo.
Poco después de salir yo del cuarto de la abuela, llegó Francine. Nunca la había visto tan excitada.
—Me voy de Greystone —dijo, y las dos nos abrazamos.
—Que te marchas… Y vas a dejarme aquí…
—Mandaré a buscarte. Te lo prometo.
—Francine, ¿y cuándo te vas?
—Rudolph y yo vamos a casarnos. Nos vamos en seguida. Todo es muy complicado.
—¿Y te marchas de Inglaterra?
—Sí. Me voy a su país. Pippa, soy tan feliz… Es muy complicado. Ya me enteraré. Pippa, estoy tan contenta… lo único que siento es tener que dejarte.
Yo sabía que aquello era inevitable. No podía casarse con Arthur. Ésa era una forma de escapar, y además, estaba enamorada. Yo intentaba pensar en su felicidad, pero en lo único que podía pensar era en mí misma y en la espantosa soledad que iba a sentir al quedarme sin ella.
—Alégrate, Pippa —dijo ella—. No será por mucho tiempo. Rudolph dice que puedes venirte con nosotros…, pero todavía no. El tiene que marcharse en seguida. Él es un hombre muy importante en su país y allí hay toda suerte de intrigas… Y cosas de ésas. No podemos vivir el uno sin el otro… eso lo sabemos los dos. Por eso me voy con él. Nos vamos esta noche. Ayúdame a coger unas cuantas cosas. No muchas. Allí lo tendré todo nuevo. Me llevaré el traje de baile con las estrellas. Lo recogeré en casa de los Emms. Daisy me ayuda. Pippa, no tengas tanto miedo. No te quedes así, con ese aire de estar perdida. Mandaré a buscarte.
Le ayudé a recoger unas cuantas cosas. Estaba tan nerviosa, que casi no podía hablar. Yo le dije:
—Tienes que ir a ver a la abuela antes de marcharte. Tienes que decírselo.
—Lo comprenderá —contestó Francine.
Fue una noche muy extraña. Cenamos como siempre. El abuelo estaba de buen humor porque creía que todo iba a salir como él quería. El primo Arthur parecía estar satisfecho, por lo que supuse que había oído decir que Francine iba a aceptarle. Tía Grace habló tan poco como de costumbre, pero me pareció que estaba más bien triste. Quizá esperaba que Francine no se sometiera como ella había tenido que someterse. O a lo mejor pensaba rebelarse y quería tener el apoyo de otra rebelde.
Francine estaba mucho más radiante de lo normal, pero nadie parecía darse cuenta. El abuelo la miraba casi con cariño, o con algo tan parecido al cariño como él era capaz de sentir.
En cuanto terminamos de cenar, nos fuimos a nuestro cuarto. Mi hermana pensaba marcharse a las diez y, un cuarto de hora antes, la ayudé a salir de casa sin que la vieran. Por si acaso nos cogían, yo llevaba su abrigo, para que no pudieran decir que iba vestida para marcharse.
Estuvimos unos momentos mirándonos la una a la otra. La noche era muy tranquila, no había ni la más ligera brisa que moviera un poco las hojas. Francine se puso a reír. Luego me abrazó con fuerza.
—Pippa, pequeña, me gustaría que pudieras venir conmigo. Si pudiera llevarte, sería completamente feliz. Pero vendrás pronto… pronto. Te lo prometo.
—Adiós, Francine, escríbeme. Cuéntame todo lo que pasa.
—Te escribiré. Adiós.
Se había ido.
Me quedé allí unos minutos escuchando. Me la imaginé en casa de los Emms. Daisy estaría también allí.
Continué un rato allí…, escuchando. No se oía un solo ruido. Luego me marché y volví a entrar en la casa silenciosa, mientras se apoderaba de mí un sentimiento de desolación como no había sentido en toda mi vida.