«Dios está en el cielo»

Fue dos meses más tarde cuando se celebró la ceremonia de nuestra boda; por entonces yo estaba casi segura de que iba a tener un hijo. Pensarlo me daba mayor confianza. Mi vida estaba allí, y el niño iba a ser el heredero del ducado.

Conrad tenía un aspecto espléndido. Yo llevaba un traje blanco, bordado de perlas. Nunca había llevado un vestido tan magnífico. Freya me dijo que estaba soberbia, y me parecía una auténtica gran duquesa. La presencia del gran duque sirvió para dar carácter oficial a la ceremonia y, con gran asombro por mi parte, pasé la prueba bastante bien.

Crucé luego las calles en la carroza que tenía grabado el escudo del ducado. Me asomé al balcón del Schloss, con Conrad a un lado y el gran duque al otro, para saludar a la gente que nos aclamaba desde abajo.

Conrad se sentía feliz. No podía haberlo hecho mejor, y aquella noche le dije lo del niño.

*****

Faltaban seis meses para que naciera mi hijo, y yo llevaba una vida, como decían ellos, muy tranquila, en el Marmorsaal del bosque. Daba algunos paseos en un cochecito que me habían destinado para mí y, gracias a ser un coche tan insignificante, podía salir sin ninguna ceremonia.

Me había llevado a casa a Zig, el chico gitano. No podía olvidar lo bueno que había sido conmigo en los momentos en que más falta me hacía. Su gratitud era conmovedora, y yo sabía que tenía en el chico un fiel servidor para toda la vida.

Iba con frecuencia a visitar a Daisy, que estaba encantada del giro que habían tomado las cosas pero, cada vez que iba a verla, quedaba sobrecogida de terror, al menos durante cinco minutos, hasta que se olvidaba de quién era yo ahora, y volvía a llamarme señorita Pip.

Un día, cuando yo ya había perdido toda esperanza de que pudiera suceder, de repente ocurrió.

Gisela había ido a ver a Daisy, y yo me presenté allí, sin avisar. Daisy, al verme, sufrió el respetuoso y pasajero atolondramiento habitual, y me hizo pasar a la habitación pequeña, en la que los gemelos de Gisela, Carl y Gretchen, estaban jugando con Hansie.

—A ver dónde puede usted sentarse… —empezó a decir Daisy, toda sofocada, yendo de un lado para otro; Gisela estaba casi tan apurada como ella.

—Por amor de Dios, Daisy, no empieces otra vez —dije yo—. Soy la misma de siempre.

—Escucha, escucha lo que dice la futura gran duquesa —dijo Daisy, mirando a Gisela—. ¿Y cómo se encuentra usted hoy, señora? ¿Qué tal va el pequeño?

—Extraordinariamente animado, Daisy.

—Eso es buena señal.

—Buena, pero muy incómoda. ¿Y cómo está Hansie?

—Hansie es un buen chico… algunas veces.

—¿Y los gemelos?

Los gemelos se levantaron, y me miraron muy serios, no sin cierta desconfianza porque, como niños, ya habían notado la impresión que mi presencia producía en las personas mayores.

—Ya me conocéis —le dije a Carl. El niño movió la cabeza—. Enseñadme los juguetes nuevos.

Gretchen cogió del suelo un cordero de felpa y me lo dio.

—Es muy bonito —dije—. ¿Cómo se llama?

—Franz —contestó Gretchen.

—Es un corderito monísimo.

Los tres asintieron.

—Los gemelos y Hansie lo pasan muy bien jugando juntos —dijo Daisy—. A Gisela le gusta venir a verme y a mí también me gusta ir a visitarla a ella. Nos hacemos compañía.

Yo dije que me parecía muy bien, y era verdad.

—Espere a que llegue el suyo —añadió Daisy.

—Entonces sí que van a repicar las campanas —contestó Gisela.

—Yo tengo una campana —dijo Gretchen.

—Y yo tengo un zorro…, un zorro pequeño —añadió Carl.

—¿Y cómo se llama?

—Fuchs —dijo Gretchen.

Carl se acercó a mí.

—Yo le llamo Cubby —me dijo al oído.

Tuve la impresión de que todo se paralizaba de repente.

Había pronunciado la palabra con un acento inglés perfecto. Me vi transportada al pasado, leyendo la carta de Francine, que recordaba palabra por palabra, por haberla leído tantas veces.

—¿Cómo dices que se llama? —pregunté, y mi voz parecía casi un grito por lo nerviosa que me había puesto.

—Cubby —repitió—. Cubby, Cubby.

—¿Por qué se llama así?

—Así es como solía llamarme mi madre —dijo el niño—. Hace ya mucho tiempo… cuando yo tenía otra mamá.

Se produjo un silencio en la habitación. Gisela se había quedado pálida, y Carl, que había cogido el zorro, seguía diciendo:

—Cubby… es un buen Cubby.

—Entonces, éste es el niño —me oí decir—. Carl es el niño.

Gisela no lo negó. Se quedó mirándome, con los ojos muy abiertos, y la cara pálida y asustada.

*****

Gisela comprendió que lo único que podía hacer ya era contarme toda la historia. Me aseguró que no se lo había contado nunca a nadie, porque Francine le había hecho jurar que no lo diría hasta que ya no hubiera peligro.

Francine había llevado una vida bastante solitaria, esperando las visitas de Rudolph, en el refugio de caza. Se había hecho muy amiga de Gisela y de Katia y, a través de Katia, podía tener alguna idea de las intrigas que se estaban formando. Tenía que saber que la vida de Rudolph estaba en peligro y, al darse cuenta de que iba a tener un hijo, sus temores se redoblaron. Gracias a llevar una vida apartada, como la que se veía obligada a llevar, no le era imposible mantener su estado en secreto, y contaba con unos fieles amigos en las dos mujeres, un sacerdote y una comadrona, que vivían cerca del refugio de caza. Ella y Rudolph decidieron ocultar que fuese a dar a luz al heredero del ducado hasta el momento en que no hubiera peligro en revelarlo y, gracias a la ayuda de aquellos amigos, consiguieron mantenerlo en secreto.

El gran duque ignoraba el matrimonio de Rudolph, que no se había atrevido a confesárselo a su padre en vista de la situación política, y la necesidad que tenían de contar con la ayuda de Kollenitz. La noticia de que Rudolph había despreciado su unión con Freya podría haber provocado más de un conflicto en varios frentes.

De esa forma, se había levantado un muro de silencio. Rudolph, por lo que yo podía comprender, era un hombre bueno, pero débil y, en cualquier situación, prefería seguir siempre la línea de menor resistencia. Por eso había mantenido su matrimonio y el nacimiento de su hijo en secreto.

Una vez nacido el niño, y después de haberle bautizado con el nombre de Rudolph, la cosa fue ya más fácil. En aquellos días, Gisela iba a dar a luz a Gretchen, y les pareció una gran idea adjudicarle unos gemelos.

Francine podía tener a su hijo cerca de ella. Iba a verle todos los días; y los dos niños, Gretchen y el suyo propio, a quien llamaban Carl para más seguridad, estaban constantemente con ella.

Francine tenía la esperanza de que Rudolph se decidiera a confesárselo a su padre, pero fue retrasándolo hasta que, por fin, cuando el niño tenía ya cerca de un año, llegó aquella noche en la que los dos fueron asesinados en la cama.

Gisela, entonces, se aterró. Quería a su hijo adoptivo, y sabía que si se descubría quién era, su vida iba a correr un gran peligro. Además, había jurado a Francine no revelar su identidad hasta estar segura de que el niño iba a ser reconocido por quien realmente era.

Lo raro era que hubiese sido el mismo niño quien lo hubiese revelado.

*****

El duque escuchó la historia con mucha seriedad. Luego, se la contó en secreto a sus ministros.

La decisión fue unánime. Había que respetar las leyes hereditarias. El niño que vivía en la casa del pabellón de caza era el heredero del ducado, y tenía que educarse y estar preparado para cumplir con los deberes que algún día le corresponderían.

Se decidió no encubrir nada. La historia entera debía darse a conocer. El matrimonio de Rudolph y Francine podía probarse. Se contaba con el registro de la iglesia, y era posible encontrar al sacerdote que los había casado.

Había que buscar a la comadrona y a todos los que hubieran tomado la más mínima parte en la conspiración del silencio, y había que publicar la verdad.

Era una historia romántica, violenta e increíble, pero historias como ésa ya se habían visto. La verdad estaba clara, y el pueblo debía conocerla.

Aquellos días permanecen en mi memoria como algunos de los más extraños de mi vida. Me veo paseando por las calles, en la carroza ducal, con Conrad, el gran duque y el pequeño Carl, ahora Rudolph.

El niño lo tomaba todo con la mayor naturalidad, como si la cosa más corriente del mundo fuera que los niños que han vivido en una casita en el bosque se pasearan en carroza, entre las aclamaciones de la gente.

A lo único que no podía acostumbrarse era a estar separado de Gretchen; por eso se decidió que la niña fuera a vivir al Schloss, y los dos siguieran juntos.

Gisela no cabía en sí de orgullo. Se sentía además muy aliviada, y decía que era como si le hubiesen quitado un peso de encima. Siempre había tenido miedo por Carl, y pensar que su pequeña Gretchen vivía en un Schloss, se iba a convertir en una especie de niña sabía, e iba a seguir viviendo con Carl, porque ella no podría nunca llamarle de otro modo, era algo que no habría podido ni soñar.

Para ella, el día en que Francine, aquella señora inglesa tan guapa, se había hecho amiga suya, había sido un gran día.

*****

Asombra ver lo de prisa que se olvidan los sucesos más extraordinarios. Pasados seis meses, todo ese asunto parecía haberse convertido ya en una historia remota. Un año después, al morir el gran duque, Bruxenstein tenía un regente —Conrad— y una mujer, que aunque era inglesa, y había sido institutriz de la condesa Freya, era admitida como la baronesa, la esposa del regente. Por entonces yo ya tenía un hijo, al que llamaba Conrad, como su padre, y Freya, que no tardaría en ser madre, había sido uno de sus padrinos en el solemne bautizo.

Me había acostumbrado a llevar una vida de ceremonia y, mientras pudiera estar con mi familia, me sentía feliz. Me alegraba mucho que me hubieran aceptado, pues no era sólo esposa del regente, sino tía del heredero del ducado. En los últimos meses de su vida, y con no pequeña sorpresa mía, me había hecho muy amiga del gran duque que, olvidados los primeros sustos, no estaba nada descontento del rumbo que habían tomado las cosas, ya que el país prosperaba y se mantenía en paz.

Freya era feliz; Gunther era feliz; el Graf y la Gräfin, a los que nunca había llegado a conocer ni entender demasiado bien, se habían retirado discretamente, y aceptaban con tranquilidad la situación. Parecía muy probable que hubieran formado parte del grupo responsable del asesinato de Rudolph. No sabía si habían llegado a hacer planes para casar a Sigmund con Tatiana, o si creían, como muchas otras personas, que el gobierno de Rudolph iba a ser desastroso para Bruxenstein. Había descubierto la existencia de muchos rígidos patriotas que creían que la muerte de Rudolph era preferible a la guerra, en la que un gobierno débil podía haber precipitado al país. Era muy posible que el Graf y la Gräfin se encontraran entre ellos. Yo sabía que Sigmund no había tenido parte alguna en la muerte de Rudolph; en realidad, prefería la libertad de que disfrutaba antes a las responsabilidades que habían caído sobre él.

—Es una cosa ya pasada —solía decir—, y no se gana nada tratando de desenredar el misterio… aun suponiendo que pudiéramos llegar a saber toda la verdad.

Y tenía razón, naturalmente.

Tatiana seguía en su convento. Si estaba realmente loca, o si le parecía más cómodo hacer creer que lo estaba, era otra de las cosas que nunca pude aclarar. Había intentado matarnos a Freya y a mí pero, mientras estuviera allí encerrada, las dos estábamos dispuestas a olvidamos de lo que había querido hacer.

Así iban pasando los meses.

*****

Cuando mi hijo contaba dos años, Conrad y yo hicimos un viaje a Inglaterra. El Grange se preparó para recibimos, y fue para mí una sensación muy rara volver allí, y ver la hilera de cottages, donde la madre de Daisy seguía sentándose en las tardes de verano, y verla otra vez tender la ropa en el tendedero.

Daisy vino con nosotros, cosa que me alegró muchísimo, pero pensábamos estar poco tiempo, porque no nos gustaba nada dejar solos a los niños.

Me quedé mirando los muros grises del Manor. Ahora tenía un aspecto distinto, porque había varios niños jugando en el prado. Eran cuatro, dos niñas y dos niños.

Tenían que ser los hijos de mi primo Arthur.

Sophia me recibió muy bien, e hizo que me encontrara a gusto. Se veía que era muy feliz, y yo no podía menos de asombrarme de que el primo Arthur, que nos parecía tan odioso a Francine y a mí, hubiera resultado un marido tan bueno para Sophia.

Pero me asombré todavía más al ver a Arthur. Estaba más gordo, y parecía contentísimo. Se notaba que le gustaba mucho la vida de familia, y me sorprendió ver que sus hijos no le tenían el más mínimo miedo. Me habría gustado también ver qué aspecto tenía cuando les daba clase de religión.

Un momento en que me quedé sola con él, noté que estaba un poco azorado, como si estuviera tratando de decirme algo y no supiera cómo empezar.

—Arthur, el matrimonio te ha cambiado —le dije.

Admitió que sí lo había hecho, y luego añadió en voz baja:

—A Francine y a ti tenía que pareceros inaguantable.

—Sí que nos lo parecías, pero ahora eres una persona distinta.

—Era un hipócrita, Philippa —confesó—. Cuando lo recuerdo, no puedo menos de despreciarme. Y no es eso todo. He sido realmente un criminal.

Me eché a reír.

—Seguro que no. ¿A qué llamas tú ser un criminal? ¿A olvidarte una noche de rezar tus oraciones?

Se inclinó hacia mí, y me cogió la mano:

—Tenía miedo a la pobreza —dijo—. No quería tener que ganarme la vida como un pobre cura… y eso es lo que habría tenido que hacer de no ser por tu abuelo. Yo quería Greystone Manor…, lo quería a toda costa. Y vino a parar a mí, pero no me lo merecía.

—¡Qué bobada! Lo has convertido en un lugar feliz. Los niños son adorables.

—Eso es verdad, pero no me merezco la suerte que he tenido. Me alegro de tener la oportunidad de hablar contigo. Fui injusto contigo, Philippa. Estaba dispuesto… Pero, déjame que te lo explique. Yo deseaba con toda mi alma quedarme con Greystone Manor, y por eso me convertí en lo que tu abuelo quería que fuese, para que él decidiera que tenía que casarme contigo o con Francine. Ya sabemos lo que ocurrió. Pero la verdad es que no quería casarme con ninguna de las dos. Siempre he querido a Sophia.

—¡Ay, Arthur, si lo hubiéramos sabido!

—No me atreví a decirlo. Hacía ya algún tiempo que Sophia y yo estábamos enamorados. Luego, ella quedó embarazada. Tenía que hacer algo. Y entonces vino aquella noche en la que murió tu abuelo. Te habías peleado con él y todo el mundo lo sabía. Él estaba furioso. Yo pensé que, una vez que había perdido toda esperanza de conseguir que te plegaras a sus deseos, no querría perdernos a todos nosotros, y que aquél era el mejor momento de decirle lo que había hecho.

Por eso, fui a su dormitorio. Le dije que Sophia y yo teníamos que casarnos. No olvidaré nunca la cara que puso. Tenía el gorro de dormir en la cabeza, y le temblaban los dedos mientras agarraba las sábanas. Primero se quedó mirándome, sin acabar de creerlo, y luego saltó de la cama. Yo creo que iba a pegarme. Avanzó hacia mí, y yo extendí las manos para esquivar el golpe. No estoy seguro de si le empujé o no. Todo ocurrió en un segundo. Cayó hacia atrás y se dio un golpe en la cabeza. Me entró un pánico espantoso, porque comprendí que estaba muerto. Yo no le maté. Se cayó. Vi todo el jaleo que se iba a armar. Se descubriría todo… y tenía que pensar en Sophia. Tenía que actuar rápidamente.

—Y, entonces, prendiste fuego a la habitación. Dijo que sí con la cabeza:

—Nunca hubiera permitido que pagaras tú por ello, Philippa. Si la cosa hubiera seguido adelante… habría tenido que confesar la verdad. Pero estaba Sophia, y el niño que iba a tener. Ya me comprendes. Si podíamos mantenerlo en silencio, hacer que se olvidara todo…

—Aunque las sospechas recayeran sobre mí.

—No llegaron a acusarte en ningún momento. Dijeron que había sido una muerte accidental. Fue una muerte accidental, y tú eras joven, Philippa… y te marchaste. Yo no me sentía culpable… salvo en lo referente a ti.

Mi memoria volvió a aquellos extraños días. Recordaba lo amable, lo sorprendentemente cariñoso que había estado conmigo. Oía las voces de los niños en el prado, y le cogí la mano.

De repente, me sentía muy feliz. Levanté la cabeza, y vi un mirlo que pasaba volando.

La alondra ha echado a volar,

Dios está en el cielo

y en el mundo todo marcha bien.

FIN