El descubrimiento

Iba a celebrarse en la catedral un servicio religioso de acción de gracias por el restablecimiento del gran duque. Conrad, como es natural, estaba muy ocupado, y el Graf, la Gräfin, Gunther y Tatiana pasaron dos días en el Grand Schloss para ayudarle.

Freya y yo pudimos vernos más de lo que nos habíamos visto últimamente, y yo estaba bastante nerviosa, pensando continuamente si habría visto o no los documentos del cajón. No daba señal alguna de haberlo hecho, cosa que me extrañaba mucho en ella. Lo normal era que se hubiese apresurado a comunicarme su descubrimiento.

Es verdad que estaba más bien callada, pero yo pensaba que sería porque veía acercarse la fecha de su matrimonio. Fuimos juntas a dar un paseo a caballo por el bosque. Yo no quería pasar por el pabellón de caza ni por el Marmorsaal, y ella estaba tan pensativa que me dejó escoger el camino. Después de haber cabalgado durante un rato, atamos los caballos y nos tumbamos en la hierba.

—El bosque es muy bonito —dije yo—. Escuche. ¿No oye a lo lejos los cencerros de las vacas?

—No —contestó Freya—. Me alegro mucho de que el gran duque esté mejor.

—Todo el mundo se alegra. Realmente, su recuperación va a ser motivo de una fiesta nacional.

—Si se hubiera muerto, yo ya estaría casada a estas horas.

—¿Le asusta la idea? —pregunté, con cierto miedo.

—Preferiría esperar.

—Claro.

—¿Y usted por qué no se ha casado?

—Por una razón muy sencilla, porque nadie me lo ha pedido.

—Pues me extraña. Es muy atractiva.

—Gracias.

—Y no es demasiado vieja… todavía.

—Cada día que pasa estoy un poco más cerca de la senilidad.

—Y yo también. Eso le pasa a todo el mundo. Incluso a Tatiana…

—¿Por qué ha elegido precisamente a Tatiana?

—Porque ella se cree distinta de todos los demás, como si fuera una de las diosas.

—Conozco a una que tenía las mismas ideas sobre su persona.

—Pero yo era sólo por el nombre. ¿Y qué tiene que ver un nombre?

—«Lo que llamamos rosa olería igual de bien si tuviera otro nombre».

—¡Ya está otra vez con la poesía! La verdad es que es usted una persona inaguantable, Anne. Ponerse a hablar de poesía cuando yo quiero hablar de matrimonio.

Cogí una brizna de hierba, y me quedé mirándola. Tenía miedo de que se diera cuenta de que me estaba poniendo colorada. Luego, me decidí a preguntar:

—¿Está enamorada de… Sigmund?

De momento, no contestó. Luego, dijo:

—Creo que estoy enamorada.

—Entonces, tiene que estar muy contenta.

—Sí. Sí que lo estoy. ¿Le parece que soy demasiado joven para casarme?

—Pero todavía tiene que pasar algún tiempo, ¿no? Dentro de un año ya tendrá edad de casarse.

—Estaba pensando en ahora. ¿Cómo sabes que estás enamorada? ¡Ay!, se me olvidaba que usted no puede saberlo. No ha estado nunca enamorada y nadie ha estado nunca enamorado de usted.

Guardé silencio. Luego, dije:

—Yo creo que uno tendría que saberlo.

—Sí, eso me parece a mí también.

—¿Entonces… lo está? —pregunté yo, y tuve la impresión de que el bosque entero esperaba como yo la respuesta.

—Sí —dijo—. Sé que lo estoy.

Luego, me abrazó y me dio un beso. Yo la besé también en la frente y, mientras lo hacía, volví a pensar: el beso de Judas.

Y sentí una inmensa tristeza.

*****

La misa de acción de gracias iba a celebrarse el sábado siguiente. Estaban adornando las calles de la ciudad, y preparaban desfiles para solemnizar el paso del gran duque y demostrarle su lealtad. No había duda de que el pueblo apreciaba mucho al gran duque.

Conrad, en su calidad de heredero, iría con él en la carroza grande, y les seguirían, en otros carruajes, los miembros de la casa real y de la nobleza. El ejército cubriría la carrera, y todo iba a ser muy solemne.

—Yo voy a ir con el Graf y la Gräfin —me dijo Freya—: Tatiana está furiosa porque ella irá bastante más atrás. A Gunther no le importa. No se preocupa mucho de esas cosas. Yo creo que Tatiana me tiene manía.

—¿Por qué iba a tenérsela?

—¡Huy!, tiene varios motivos.

—¿Y sabe cuáles son?

—El primero, que le gustaría ser yo: querría casarse con Sigmund y ser ella la gran duquesa.

—¿Qué le hace pensarlo?

—Nada, lo sé. Es que yo tengo los ojos abiertos, querida Anne.

Me miró con tal cara de guasa que, por un momento, tuve la seguridad de que había visto los documentos.

—Tatiana es ambiciosa —continuó Freya—. No puede ver ser únicamente la hija del Graf. Hará un matrimonio estupendo, por supuesto. Pero Tatiana quiere que sea el mejor. Y claro, el mejor es Sigmund… porque no se va a casar con el gran duque, creo yo.

—Sería bastante difícil.

—Por eso quiere casarse con Sigmund, pero como ya está comprometido conmigo, no puede hacerlo. ¡Pobre Tatiana!

—¿Cree que está enamorada de… Sigmund?

Me habría gustado no tener que pararme siempre antes de decir su nombre.

—Tatiana está enamorada de una sola persona que es… ella misma. No está nada mal eso de enamorarse de uno mismo. Así nunca te llevas una desilusión. Y siempre puedes encontrar excusas para el amado. Es la forma de conseguir tener un amor perfecto.

—Freya, está diciendo unas cosas completamente absurdas.

—Ya lo sé. Pero a usted le gusta que lo haga, ¿no? ¿Cree que le gustará a mi marido?

—Espero que así sea.

—Anne… ¿le ha pasado algo?

—¿Qué quiere decir? —pregunté alarmada.

—La encuentro distinta.

—¿Distinta en qué sentido?

—Por un lado, parece que está con la mosca en la oreja, como si temiera que fuera a ocurrirle algo espantoso… y por otro lado, da la impresión de que le ha ocurrido algo estupendo. Es muy desconcertante, ¿sabe? Tendría que ser una cosa o la otra. A ver si se decide de una vez.

—Es que se lo imagina.

—¿Sí, Anne? ¿Me lo imagino?

—Naturalmente —contesté yo de mal humor.

—Es posible que tenga mucha imaginación. Yo también debo de estar enamorada. Eso hace que la gente se ponga un poco rara, creo yo.

—Yo diría que sí.

Y una vez más me quedé sin saber si había visto o no mis papeles.

Recibí otra carta de Conrad.

Cuando haya terminado todo este asunto de la acción de gracias, quiero que te vayas del Schloss y vengas a nuestra casa. Inventa alguna excusa para Freya, pero ven. Cuando estemos allí, haremos toda clase de planes. Deseo con toda mi alma estar contigo. Con todo cariño,

C.

Como todas sus cartas, me produjo una mezcla de alegría y miedo pero, al mirar el sello que traía ésta, se me antojó que lo habían roto, y habían vuelto a sellarla antes de que llegara a mis manos.

No sabía si era posible que lo hubieran hecho. Pero lo que sí sabía era que Conrad no tenía ningún cuidado. Estaba tan acostumbrado a hacer lo que quería y a que todos le obedecieran sin rechistar, que no se le pasaba por la cabeza que pudiera haber un servidor desleal.

Si alguien había leído esa carta antes de que la recibiera yo, comprendería a la primera la relación que existía entre los dos. ¿Podría haber sido Freya?

No. Nunca habría podido callarse una cosa así. Pero sus últimas conversaciones conmigo me habían inquietado. ¿Por qué había hablado así del amor y del matrimonio? Parecía que todos sus comentarios estuvieran llenos de indirectas, que sus palabras llevaran algún sentido oculto. Pero su cariño hacia mí no parecía haber disminuido. Había dicho que estaba enamorada. Entonces, si había leído la carta, tenía que estar celosa de mí. Pero no daba muestras de estarlo.

Era muy inquietante pensar que podían haber interceptado la carta. Traté de convencerme de que me lo había imaginado porque no tenía la conciencia tranquila; pero también estaba casi segura de que habían registrado mi cuarto.

Una de las criadas llamó a la puerta y, después de decirle que entrara, sacó una carta del bolsillo.

—Me la dieron para que se la entregara en propia mano, y me dijeron que no se la diera a nadie más que a usted.

En seguida pensé en Conrad, pero era imposible que hubiera dado la carta a una criada. Al mirar la dirección del sobre, no reconocí la letra.

—Me la dio una mujer joven. Dijo que usted ya lo entendería.

—Muchas gracias.

Casi no pude esperar a que saliera la muchacha para abrir el sobre.

Si quiere venir a la casa —decía—, le enseñaré una cosa que creo le gustará ver.

KATIA SCHWARTZ

Esas palabras me produjeron una excitación tremenda, y decidí ir a la casa del bosque lo antes posible.

Pero no era fácil ir. Freya me preguntaría adónde iba y querría venir conmigo. No tenía más remedio que esperar al día de acción de gracias. Claro que se suponía que yo iba a asistir también, pero podía poner alguna excusa y marcharme.

Freya me dijo que tenía que ir en el coche con fräulein Kratz, y quizá con otras dos personas:

—Anne, lo siento, pero tiene que ir con la institutriz.

—¿Y por qué lo siente? Es el sitio que me corresponde.

—Pero ya sabe que usted es… otra cosa.

—Nada de eso, yo estoy aquí como institutriz inglesa, y es natural que se me trate como a una institutriz.

—Ya he hablado de eso con la Gräfin.

—No debía haberlo hecho.

—Pienso hablar siempre que me apetezca.

—Ya lo sé, pero no está bien que lo haga.

—Tatiana se puso furiosa. Dijo que era una institutriz y que su sitio estaba en ese coche, al lado de fräulein Kratz.

—Y tenía toda la razón.

—No la tenía. Usted es mi amiga. Siempre se lo estoy diciendo.

—Freya, tiene que acordarse de la posición que ocupa.

—Ya lo hago. Por eso les digo lo que pienso cuando no estoy de acuerdo con algo.

—Estaré perfectamente en el coche de la institutriz. De todas maneras, han sido muy amables al permitir que nos den un coche.

—Ahora se siente humilde. Y yo siempre sospecho de usted cuando le da por ponerse así.

—¿Qué es lo que sospecha?

Entornó los ojos para mirarme:

—Toda suerte de cosas.

—¿Qué se va a poner para la ceremonia? —pregunté.

—Algo alegre y bonito. Después de todo, es una ocasión de regocijo, ¿no?

—Claro que lo es.

Llegó el día de la fiesta. Hacía calor, y se respiraba en el aire el olor de los pinos. Era una cosa que ocurría siempre cuando el viento soplaba en determinada dirección. Y a mí me gustaba mucho.

Fue un gran día, y una de las ocasiones en que con mayor tristeza que nunca comprendí que era un abismo lo que nos separaba a Conrad y a mí. ¿Qué iba a ser de mí si accedía a sus deseos? Habría muchas ocasiones en que él tendría que asistir a alguna ceremonia. ¿Y yo? ¿Qué papel iba a hacer yo? Sería una más entre la multitud, o tal vez ni siquiera estaría presente. Eso no me importaba demasiado. Le quería lo bastante como para desear que su vida fuera lo más agradable posible, y si eso significaba que tenía que hacer un papel secundario, me daba igual. Y sin embargo, me parecía que hasta cierto punto era una cosa sórdida, inaceptable… Seguía dudando entre la necesidad que tenía de él y algo que dentro de mí me decía que me fuese cuando todavía estaba a tiempo de hacerlo, antes de verme prendida sin remedio.

El gran duque ofrecía muy buen aspecto, teniendo en cuenta el grave peligro por el que había pasado. Respondía a las aclamaciones de la multitud con una especie de benigna tolerancia. Conrad iba sentado a su lado en la carroza, y estaba soberbio con uniforme de general del ejército: dos tonos de azul, con algunos toques plateados, y un casco de plata adornado con un penacho de plumas azules.

Freya iba en la carroza siguiente, con el Graf, la Gräfin, y los embajadores de Kollenitz. La encontré muy joven y atractiva. La gente la aclamaba, y me conmovió verla alegrarse tanto con esas muestras de cariño.

Los niños, vestidos con trajes regionales, le ofrecían flores, y cantaban himnos patrióticos, mientras las banderas ondeaban en las calles, atestadas de gente.

Luego entramos en la catedral y empezó la misa de acción de gracias.

Yo estaba sentada al fondo, con Fräulein Kratz y, mientras escuchaba los cánticos y las oraciones, y el sermón de acción de gracias, pronunciado por una de las más altas dignidades de la Iglesia, recordé una vez más la incongruencia de mi situación. Lo mismo debía haberle pasado a Francine. ¿Cuándo se habría dado ella cuenta de que no le iba a ser posible llevar una vida normal con Rudolph? ¿Habría asistido a alguna de esas ceremonias?

Fräulein Kratz cantaba a mi lado con fervor, Ein feste Burg ist unser Gott. Vi que tenía lágrimas en los ojos.

Yo, por mi parte, sentía un gran deseo de marcharme. Allí creía poder ver el futuro con toda claridad, y me parecía que no iba a ser más que un estorbo para Conrad. Nuestros encuentros serían siempre subrepticios, «bajo cuerda», como diría Daisy. Tenía que volver a Inglaterra. Salir de allí y esconderme en algún sitio. Podía ir a casa de tía Grace, y estar con ella una temporada. Y una vez allí, podría hacer planes, empezar una nueva vida.

Necesitaba marcharme, estar sola, para tener el valor de tomar una resolución. Si estaba dispuesta a hacer lo que ahora veía era mi auténtico deber, no podía volver a ver a Conrad, porque él me desarmaba, anulaba mi voluntad. No quería reconocer la verdad, y trataba de que fuera la vida la que se amoldara a sus deseos.

La ceremonia había terminado. Freya y los personajes reales volverían al Grand Schloss, donde continuarían las celebraciones. Fräulein Kratz y yo podíamos irnos ya al Schloss del Graf.

En aquel momento, se me ocurrió pensar que ahora que el gran duque estaba ya bien, Freya no seguiría mucho tiempo viviendo como huésped del Graf. Volvería al Grand Schloss a esperar a que se celebrara su boda, y yo tendría que irme con ella. Traté de imaginarme lo que iba a ser vivir bajo el mismo techo que Conrad, y comprendí que cada día que pasase nos acercaríamos más a la catástrofe.

Eran las cuatro de la tarde cuando llegamos al Schloss. Me cambié de ropa, y salí inmediatamente para el bosque.

*****

Katia estaba esperándome, y me dijo:

—Mi hermano está ahora en la fiesta. Ocupa un cargo muy importante en el servicio del Graf. Pensé que debía usted venir tan pronto como le fuera posible.

—Muchas gracias. He estado muy impaciente desde que recibí su nota.

—Pase. No quiero tenerla más tiempo con esa incertidumbre.

Me hizo pasar a la misma habitación en la que había estado la vez anterior. Me dejó sola un momento, y volvió con lo que parecía una hoja de papel en las manos.

Se quedó mirándome con una extraña expresión en la cara, como si no se decidiera a dármela, aunque yo sabía que era eso lo que tenía que enseñarme. Por fin, dijo, con cierta vacilación:

—Es usted su hermana. Y fue franca conmigo. Podía ponerse en una situación muy peligrosa pero… a pesar de eso, me dijo la verdad. Yo he creído que no podía ocultárselo.

—¿Qué es? —pregunté, y ella entonces se decidió a entregármelo.

Al verlo, sentí que la sangre se me subía a la cara. Me temblaban las manos. Allí estaba… tan clara como la había visto la otra vez… la firma, la prueba del matrimonio.

—Pero… —empecé a decir.

—Han arrancado la hoja con mucho cuidado. Mi hermano se encargó de hacerlo y la trajo aquí.

—Si yo sabía que la había visto. Casi no sé lo que digo en este momento. Pero esto supone una gran diferencia. Esto demuestra…

—Demuestra que sí hubo matrimonio. Yo no creía que lo hubiera habido hasta que lo he visto. Ella siempre decía que era su marido… pero yo creía que lo hacía únicamente porque consideraba que lo era. Y ahora resulta que lo era de verdad… ya ve usted. Y me pareció que yo esto se lo debía a ella. Por eso se lo he enseñado a usted.

—Esto explica tantas cosas —dije yo despacio—. Lo había visto… y luego desapareció. Algunas veces, llegué a pensar que no estaba en mi juicio. ¿Qué sabe usted?

—Sé que mi hermano lo trajo de Inglaterra.

—Su hermano… ¡claro! Era el hombre a quien vi yo. Había estado siguiéndome… y después de que yo viera la partida, la arrancó. No sé cómo darle las gracias. No puede usted comprender lo que ha hecho por mí. Durante mucho tiempo he llegado a dudar hasta de mí misma. ¿Pero… por qué ha arrancado esta hoja?

—Porque había alguien interesado en negar que se hubiera celebrado un matrimonio.

—¿El Graf… cree usted?

—No, no es seguro que fuera él. Mi hermano es un espía. Es posible que trabaje para varias personas.

Me quedé callada. Alguien que tenía interés en negar el matrimonio. ¿Quién? Si habían muerto, ¿qué podía importar ya? No había más que una razón para que pudiera tener importancia. Y era que tenía que haber un niño.

—Hay un niño en alguna parte —dije, con toda seguridad—. Y es el heredero del ducado, porque esto demuestra, sin lugar a dudas, que Rudolph y mi hermana estaban casados.

Las posibilidades más deslumbrantes acudieron a mi mente. Encontraría a ese niño…, le querría como Francine habría deseado que le quisiera. Podía ir a buscar a Conrad y decirle: «Lo que tanto hemos deseado acaba de ocurrir. Ya eres libre. Si podemos encontrar a ese niño… si vive todavía, ya no eres el heredero. Puedes deshacer tu compromiso con Freya».

Aquello era un sueño hecho realidad.

No podía dejar de mirar el papel que tenía en las manos. Era como un talismán, la llave que abría mi futuro.

Pero faltaba lo principal. Tenía que encontrar al niño. Katia no dejaba de mirarme. Luego, movió la cabeza:

—Yo lo único que pensé era que debía saber que era verdad que estaba casada. No podemos hacer nada más.

Vi en sus ojos una mirada más bien fanática, y tuve la impresión de que no quería que buscase al niño.

—He corrido un riesgo muy grande al darle ese papel —dijo—. Mi hermano… y otros también… me matarían si lo supieran.

—El verá que ha desaparecido.

—No. Él cree que se lo robaron cuando lo trajo aquí.

—¿Y cómo fue eso?

—Él vino a esta casa cuando volvió de Inglaterra. Lo tenía en una cartera suya… una cartera de cuero, plana, que llevaba siempre cuando iba al extranjero. Llegó a casa, agotado, después de un viaje muy malo. Reconozco que me metí donde no me llamaban. Quería saber qué clase de trabajo era el que hacía, porque comprendía que no se trataba de simples encargos del Graf, que le mandaba cada dos por tres a recorrer medio mundo. Registré la cartera y encontré el papel. Comprendí lo que era y que tenía que ver con la amiga que había sido tan buena conmigo.

—¿Y lo cogió?

—No, no… entonces, no. Al día siguiente, él tenía que ir al Schloss, pero primero necesitaba llevar el caballo a que se lo herrasen. Mientras estaba fuera, simulé un robo. Cogí el papel, y otras cuantas cosas más, para que no pensara que habían entrado sólo para llevarse eso. Forcé la cerradura de la puerta, y desordené la casa. Luego, enterré la cartera de cuero debajo de la inscripción de la sepultura de su hermana. Le di tiempo para que pudiera llegar a casa antes que yo, y fuera él el primero que viera lo que había pasado. Estuvo a punto de volverse loco. Dijo que iba a ser su ruina. Se puso furioso conmigo, y dijo que no tenía que haber dejado la casa sola, pero yo le contesté que cómo iba a saber que esos documentos eran tan importantes. Nunca me decía nada. Estuvo muchos días sin hablarme… pero se le pasó, y sigo viviendo con él. Algunas de las cosas que cogí todavía están enterradas cerca de la tumba de su hermana. El papel lo saqué, pero después de conocerla a usted y de haberme dicho quién era. Pensé que debía dárselo.

—Ha sido usted muy lista. Es una de las dos cosas que había venido a comprobar.

—No hay ningún niño —dijo Katia—. Pero lo que sí hay es la prueba de que estaban casados.

—Mis pesquisas me han llevado muy lejos. Seguirán adelante.

—Bueno, ahora ya lo sabe. Siento un gran alivio. Era algo que le debía a ella. Así es como lo veía yo. Fue tan buena conmigo. Nadie fue nunca tan buena… y cuando más lo necesitaba. Tenía que hacerlo por ella.

—Le estoy muy agradecida. ¡Escuche! ¿No está llamando el niño?

Movió la cabeza y sonrió:

—Sí. Se ha despertado.

—Vaya a buscarle —dije—. Me gustan mucho los niños, y el suyo es un chiquillo precioso.

Pareció alegrarse de oír mis palabras, y salió. Al poco tiempo volvió con el niño. Estaba medio dormido, se frotaba los ojos, y llevaba en la mano un muñeco.

—Hola, Rudi —le dije.

—Hola —contestó.

—He venido a ver a tu madre, y a ti también. ¿Qué es eso que llevas? —pregunté, tocando el muñeco que tenía en la mano.

—Es mi troll —contestó.

—¡Ah!, ¿es eso?

Me fijé en que una de las orejas del muñeco estaba desgastada. Se la acaricié, y Katia se rio.

—A veces parece un niño chiquitín, ¿no es verdad, Rudi? Tiene ese troll desde que era muy pequeño. Y no quiere irse a la cama sin él.

—Mi troll —dijo Rudi, con una especie de cariño despectivo.

—Le gusta chuparle la oreja derecha. Cuando era pequeño le servía de chupete, y creo que todavía lo hace.

Tuve la impresión de que el cuarto empezaba a dar vueltas. Aquellas palabras bailaban ante mis ojos. ¿Qué era lo que había dicho Francine? «Tiene un troll, y se lo lleva con él a la cama». ¿Y no decía también que le gustaba mucho chuparle la oreja?

Acaricié al niño, y dije:

—El niño de mi hermana se llamaba Rudolph… como este pequeño. Me escribía, y me hablaba con mucho cariño de él. El también tenía un troll que se llevaba a la cama, y le gustaba mucho chuparle la oreja.

Katia se apartó un poco de mí:

—Casi todos los niños los tienen —dijo—. Siempre tienen algo que les gusta chupar… un muñeco… o un trozo de manta. Es natural. Todos lo hacen.

Tenía al niño bien agarrado en los brazos, y me miraba con cierta desconfianza. Yo pensé: «Creo que éste es el niño. Tiene poco más o menos la misma edad. Se llama igual que el otro, y tiene un muñeco».

De momento no podía hacer nada. Dije que tenía que marcharme, y la tensión se aflojó inmediatamente.

«Tengo que averiguarlo —pensaba yo—. Tengo que preguntar a Conrad qué podemos hacer. Nos pondremos de acuerdo para hacerlo y, si es verdad… ¿podrían arreglársenos las cosas?».

Le puse la mano en el brazo a Katia, y sonreí agradecida:

—No puede imaginarse lo que ha hecho por mí.

Doblé el papel, y me lo metí por debajo del cuello del vestido. No pensaba sacarlo de allí hasta que se lo enseñara a Conrad.

Luego me despedí, volví a dar las gracias y marché con el caballo hacia el bosque. Katia se quedó en la puerta hasta que me perdió de vista, con el niño bien sujeto en sus brazos.

*****

Pasé el resto de la noche en medio de una terrible impaciencia. Miré y remiré la hoja del registro. Recordé la primera vez que la había visto, cuando la señorita Elton y yo entramos en la sacristía.

Traté de reunir todos los datos y empecé a ver las cosas más claras. El hombre que me había seguido y había estado vigilándome desde el cementerio era el hermano de Katia, y estaba allí para destruir la prueba de qué sí se había celebrado el matrimonio. Pensé también mucho en el encargado de la iglesia que negó haberme visto nunca. Claro que le habían sobornado. El hermano de Katia le habría ofrecido una cantidad de dinero, que a él le parecería una suma enorme, sólo por negar que me había enseñado el registro. Podía imaginarme la tentación que habría sido para él y, al recordarlo, me parecía que había estado demasiado hablador, demasiado seguro. Yo no tenía que haberme dado por vencida, sino intentar cazarle, pero estaba tan desconcertada que no le había sido difícil deshacerse de mí.

Y ahora tenía la evidencia en mis manos.

No sabía cómo arreglármelas para ver en seguida a Conrad. Pensé incluso en coger el caballo e irme al Grand Schloss, pero deseché inmediatamente la idea porque veía que era imposible hacerlo sin despertar la curiosidad de todos. No, tenía que tener paciencia y esperar otra oportunidad mejor.

Pasó un día más. Yo suponía que estaría ocupado con los visitantes extranjeros que habían venido para asistir a la ceremonia, pero por la tarde recibí una nota. Quería que fuera a encontrarme con él en la fonda.

Salí sin importarme demasiado que me echaran de menos. Aquel día apenas había visto a Freya. Creía que había estado con Tatiana y con Gunther pero, cuando salía hacia la posada, vi a Tatiana cerca de las cuadras, y supuse que habían vuelto.

Conrad me esperaba vestido con el traje oscuro que se ponía para esas citas clandestinas. Me cogió y me dio un abrazo aún más apasionado que de costumbre.

—Tenía que verte —dijo—. Vamos a ir a la habitación.

—Tengo que enseñarte una cosa —le dije.

Subimos por la escalera de atrás y, en cuanto estuvimos solos, empezó a besarme con la misma ansiedad con que lo hacía siempre.

—He hecho un gran descubrimiento —le dije—. Eso puede cambiarlo todo.

Saqué el papel de debajo de la blusa. Se quedó mirándolo, y luego mirándome a mí.

—Esto es lo que necesitábamos —grité entusiasmada—. La hoja que faltaba en el registro. Era verdad que la había visto. Luego, antes de que pudiera enseñártela, la arrancaron.

Estaba asombrado.

—Pero el encargado de la iglesia…

—Mintió. Estoy segura de que le habían sobornado…, el hombre que la arrancó. Ahora lo comprendo todo perfectamente.

—¿Quién lo hizo?

—También puedo decírtelo. Fue el hermano de Katia.

—¿Katia…?

—Katia Schwartz. Vive en el bosque, cerca del pabellón de caza. Conocía a mi hermana. Lo descubrí cuando vi que había alguien que cuidaba la sepultura de mi hermana. Me inspiró confianza y le dije quién era, y ella me entregó esto.

—Es increíble.

—No, yo lo comprendo perfectamente. Herzog Schwartz trabajaba para alguien que tenía interés en que desapareciera esa hoja.

Empezó a mirarme de un modo muy extraño:

—¿Quién?

—No lo sé.

—Pippa, no irás a creer que fui yo quien mandó que lo hicieran.

—¡Tú!

—¡Hombre!, si lo que estás buscando es un motivo, ¿quién iba a tener mejor motivo que yo?

—Conrad… tú no lo hiciste…

—Claro que no.

—¿Y entonces quién pudo hacerlo?

—Eso es lo que tenemos que averiguar.

—Sólo hay una razón para que fuera necesario hacerlo.

Conrad movió la cabeza:

—Que haya un niño…

—Sí, es que tiene que haberlo —grité—. ¿Por qué iba a decirme Francine que tenía un hijo? ¿Por qué iba a hacer falta, si no, arrancar la hoja del registro?

No dijo nada. Veía que estaba asombrado. Yo seguí hablando:

—Si pudiéramos encontrar al niño…

—Sería el heredero del ducado —dijo con toda tranquilidad.

—Y tú quedarías libre, Conrad. Podrías hacer lo que quisieras.

—Si existe ese niño…

—Sí que existe. Tiene que existir. Hay alguien que no quiere que se sepa que hubo un matrimonio. Y tiene que estar aquí… a lo mejor muy cerca. Estoy segura de que es hijo de Francine y el verdadero heredero del ducado

—Le encontraremos.

—Y luego, ¿qué?

Me cogió la cara entre las manos y me besó:

—Pues que tú y yo tendremos ya la libertad que necesitamos.

—¿Y Freya?

—Lo más probable es que tenga que esperar a que crezca el niño. ¿Qué edad tendrá ahora?

—Unos cuatro años.

—Pues va a tener que esperar mucho.

—Y tú quedarás libre, Conrad. Pero Freya se sentirá humillada.

—Eso no será un desaire para ella. Todo lo que va a pasar es que el poder cambiará de manos. Si podemos encontrar a ese niño, yo tendré libertad para hacer lo que quiera.

—Yo creo que ya hemos encontrado al niño.

—¿Qué dices?

—Su madre adoptiva no va a querer entregarle, y estoy segura de que mentirá y dirá que es suyo. Pero yo tengo la certeza de que no es así.

—¿Qué es lo que has descubierto?

—Es Katia Schwartz. Pobre mujer. Me entregó el papel en agradecimiento a Francine. Sería muy duro que tuviera que perder al niño por haberlo hecho.

—¿Has visto al niño?

—Sí. Tiene la misma edad, el pelo rubio, los ojos azules, y se llama Rudolph, que es como se llamaba el niño de mi hermana. Me escribía y me hablaba de él, y creo que eso es muy importante. Me decía en su carta que el niño tenía un muñeco, un troll, y que le gustaba chuparle la oreja. Cuando estaba en casa de los Schwartz, vi al niño; tenía un muñeco, y resultó que también le gustaba chuparle la oreja, y que lo hacía desde que tenía un año.

—Haré que comprueben todo lo referente a esa mujer. Y averiguaré todo lo que tenga que ver con el niño.

—Si pudiera demostrarse que es verdad… —dije yo. Conrad se echó a reír, y dijo:

—Yo creo que tú eres una bruja. Vienes aquí disfrazada…, descubres secretos que nadie ha podido descubrir. Y ahora me hechizas. ¿Qué eres, Pippa?

—Espero ser la mujer a quien quieres tú. Eso es todo lo que deseo ser.

Luego nos pusimos a hablar de lo que convendría hacer y de lo que haríamos si podía demostrarse que el niño que vivía en el bosque era el heredero del ducado.

—Yo tendría que quedarme aquí hasta que fuera mayor de edad —dijo Conrad—. Mi deber sería conservar el ducado para él, y enseñarle además a gobernarlo. Tendríamos que pasar bastante tiempo en el Grand Schloss, pero nuestra casa podría ser Marmorsaal. ¡Ay, Pippa, Pippa!, ¿puedes imaginarte lo que sería eso?

Podía imaginármelo y me lo imaginaba.

—Mañana mismo empezaré a ocuparme de todo. No llevará mucho tiempo. Katia Schwartz tendrá que probar que el niño que vive con ella es hijo suyo. Si obtenemos la respuesta que esperamos, haremos saber que Rudolph estaba legalmente casado y que tenía un hijo. Será la mejor noticia que pueda imaginarse.

Unas dos horas más tarde salí de la fonda. Cuando estábamos ya a punto de irnos, Conrad me dijo:

—No he querido decírtelo antes. Pensé que iba a amargarnos el tiempo que estuviéramos juntos pero, dentro de dos o tres días, tengo que marcharme. Será sólo por una semana, poco más o menos. Tengo que irme con nuestros invitados de Sholstein. Hay algunos tratados que necesito discutir con ellos. Cuando vuelva, pase lo que pase, quiero que vayas a Marmorsaal. No quiero más tonterías. A menos que encontremos a nuestro heredero, claro, entonces tendremos boda. En lugar de vivir juntos, en respetable pecado, viviremos juntos de acuerdo con claras y virtuosas convenciones…, todo lo que un vasallo de este ducado podría desear.

Vi que tornaba el asunto bastante más a la ligera de lo que lo hacía yo, y me disgusté un poco. ¿Sería que sentía un poco tener que dejar el poder? ¿Significaría para él más que una unión legal conmigo?

Creo que era el tipo de hombre que podía ser completamente feliz mientras yo estuviera con él. Mi inquietud aumentó. Si una persona ajena hubiera entrado allí y le preguntaran a quién podía convenirle más que no se supiera el matrimonio de Rudolph y Francine ni la existencia de su hijo, era seguro que habría dicho que a Conrad.

Hice lo que pude por apartar de mí esas ideas, y me dije que había puesto tanto interés como yo en encontrar al niño. Se quedó con la hoja del registro, y dijo que la guardaría con siete llaves, porque era muy expuesto que yo anduviera con ella de un lado para otro.

Cuando lo dijo, me pareció que era lo más acertado. Pero me habría gustado mucho poder disipar mis dudas.

*****

Pasaron dos días antes de que volviera a verle, e iba a marcharse al día siguiente. Se presentó, sin avisar, en el Schloss del Graf, cuando ni el Graf ni la Gräfin estaban en casa. Freya había salido a dar un paseo a caballo con Gunther y varias personas más. Y creo que Tatiana había ido con ellos.

Cuando vi llegar a Conrad, el corazón me dio un brinco. Se armó un gran revuelo abajo porque no había nadie para recibirle. Le oí hablar en el hall, diciendo a todos que no se preocuparan, con esa naturalidad que le hacía tan popular entre la gente.

—Déjenme —oí que decía—. Me divertiré yo solo hasta que llegue el Graf.

Yo había empezado ya a bajar las escaleras, y me vio:

—¡Ah!, aquí está la institutriz inglesa. A lo mejor quiere pasar media hora conmigo. Me vendrá muy bien para practicar el inglés.

Me acerqué a saludarle e hice una reverencia. Él me besó la mano, como era costumbre hacerlo.

—Vamos a algún sitio donde podamos charlar, fräulein

—Ayres, señor barón.

—¡Ah, sí!, fräulein Ayres.

Le conduje a la habitación pequeña que daba al hall. Cerró la puerta, y se echó a reír.

—Por nada del mundo podía recordar tu nuevo nombre. A Pippa la conozco bien, pero fräulein Ayres es para mí una desconocida.

Luego, estaba ya en sus brazos.

—Es una imprudencia hacer esto aquí… —dije.

—Pronto no tendremos que preocuparnos de tantas restricciones.

—¿Has sabido algo del niño?

Movió la cabeza:

—No hay duda de que el niño a quien viste es hijo de Katia Schwartz. La violaron en el bosque, y por eso no sabemos el nombre del padre. Han interrogado a la comadrona que la atendió. Asistió al nacimiento del niño, y cuidó después a Katia. Dijo que era un niño sano, y que se llamaba Rudolph, y hay varias personas dispuestas a declarar que ha vivido siempre con su madre.

—Pero eso de que conociera a mi hermana… y el muñeco que encontré…

—Sí, conocía a tu hermana. Eso no lo ha negado en ningún momento. Y el troll es un juguete muy corriente. Casi todos los niños del país tienen uno, y me han dicho que no es nada raro que les guste chuparle las orejas o los dedos de los pies. No, está bien claro que el niño de Katia Schwartz es hijo suyo.

—Entonces tiene que estar en algún otro sitio.

—Si es que existe, lo encontraremos.

—¿Cómo?

—Puedo mandar que se haga una discreta investigación. Todo depende de eso, si el niño existe, tenemos que encontrarle porque, si no hay niño, la hoja del registro no sirve para nada.

—A mí sí que me sirve… aunque no podamos encontrar al niño, demuestra que mi hermana decía la verdad. Demuestra que no era la amante de Rudolph, sino su mujer. Y, si al hablar de la boda dijo la verdad, también la diría al hablar del niño.

—Le encontraremos.

Tuvimos que separarnos rápidamente porque se había abierto la puerta. Tatiana estaba ante nosotros.

—He oído decir que estaba usted aquí, barón —dijo.

Llevaba todavía el traje de montar a caballo y se veía que acababa de llegar.

—Tiene que perdonarnos. Ha sido una gran falta de atención no estar aquí cuando llegó. ¿Qué va a pensar de nosotros?

Conrad había ido hacia ella, y le había besado la mano, lo mismo que había besado la mía un momento antes.

—Querida condesa, le ruego que no me pida perdón. Soy yo quien tendría que hacerlo por venir en un momento tan inoportuno.

—El Schloss está siempre a su disposición —contestó ella. Estaba sofocada y bastante guapa—. Es imperdonable que no hubiera nadie para recibirle.

Fräulein Ayres ha hecho los honores de la casa. —Se volvió para sonreírme, y no sé si Tatiana se daría cuenta de la expresión más bien burlona de sus ojos.

—Ha sido muy amable, fräulein. Pero me imagino que tendrá mucho que hacer.

Sabía lo que había querido decir. Que me marchara. Hice una inclinación, y fui hacia la puerta.

—Aproveché la oportunidad para practicar el inglés —dijo Conrad.

—Siempre conviene hacerlo.

Al salir, vi que Conrad le sonreía a Tatiana.

Me puse furiosa… hasta un extremo ridículo. Parecía olvidarme de que, después de todo, yo allí no era más que la institutriz inglesa.

Subí a mi habitación. Toda la euforia de los últimos días se había evaporado. Las averiguaciones habían quedado en nada, y Tatiana me había hecho comprender lo molesta que era mi situación allí.

Debió de ser una hora más tarde cuando le vi marcharse. Tatiana estaba con él. Fueron juntos hacia los establos, y los dos parecían estar divirtiéndose mucho.

*****

No tuve oportunidad de volver a verle antes de que saliera de viaje. No debía de haber noticias, porque si no ya habría encontrado la forma de comunicármelas. Lo que sí recibí fue la carta cariñosa de siempre, diciéndome las ganas que tenía de volver para estar conmigo, y que cuando lo hiciese tenía que irme con él. El Marmorsaal estaba esperándome, y ya no podía haber más retrasos. Seguía haciendo averiguaciones sobre lo que él llamaba «nuestro pequeño asunto» y, si se descubría algo, me lo haría saber en seguida.

Pasó un día y luego otro. Freya parecía estar en las nubes. La veía en un momento animadísima, y de repente quedaba sumida en sus divagaciones. Yo no sabía cómo iba a poder decirle lo que había entre yo y Conrad. Cuanto más lo pensaba, más desagradable me parecía mi situación. Cómo iba a poder decirle: «Estoy enamorada de tu futuro marido. Somos ya amantes, y pensamos continuar lo mismo después de tu matrimonio».

Nunca se me hubiera ocurrido pensar que iba a llegar a una situación así. Me habría gustado tener alguien en quien poder confiar. Había ido varias veces a ver a Daisy, y siempre era bien recibida y me divertía jugando con el pequeño Hans. Al día siguiente de marchar Conrad, hablé con ella bastante, porque me parecía que Daisy tenía un don natural para enterarse de las cosas, y sabía ir atando cabos hasta dejar el cuadro completo. Le gustaba escuchar los chismes que corrían sobre la familia real y, aunque no viviera en la ciudad se enteraba de todo lo que decía la gente en las calles, y uno tenía la impresión de que las noticias se filtraban hasta ellos, y que sabían mucho mejor lo que estaba pasando que los que vivían de cerca los acontecimientos.

Por eso me gustaba hablar con Daisy. No le había contado lo de la hoja del registro. Me parecía que era más seguro no decírselo ni siquiera a ella, pero sí le dije que había visto a Katia, que cuidaba la tumba de Francine.

—Ésa fue una tragedia que luego acabó por tener un final feliz —comentó Daisy—. Pobre chica…, violarla en el bosque… y encima su padre echándole la culpa. La verdad es que algunos de esos hombres necesitarían recibir una o dos lecciones.

—¿Tú la conocías, Daisy?

—La vi una o dos veces en casa de Gisela. Pero la gente hablaba mucho de ella.

—Cualquiera habría pensado que iba a perder el niño después de una experiencia tan horrible.

—Pues, según dicen, fue el niño lo que la salvó de volverse loca. En cuanto lo tuvo, cambió. Parecía que ya no le importase nada con tal de tenerlo. Y ha sido siempre muy buena madre.

Hans me enseñó sus juguetes, y entre ellos había un troll igual que el que tenía Rudi.

Le pregunté por él.

—Es mi troll —dijo.

—¿Y te lo llevas contigo a la cama todas las noches?

Dijo que no, que era un troll malo. Que tenía que dormir solo en un armario oscuro. Que al que se llevaba a la cama era al perro… cuando era bueno.

Daisy le contemplaba entusiasmada. ¡Su pequeño Hansie! Comprendía lo que tenía que sentir Katia por Rudi.

—Los niños —dijo—, no sé. Te dan bastante la lata, eso ya se sabe. Este Hansie nuestro tiene que meterse en todo. Pero no podríamos estar sin él por nada del mundo. Hans también lo dice. Y, después de todo, Hansie fue el motivo de que me convirtiera en una mujer honrada. Y hablando de matrimonios, creo que vamos a tener la boda del año antes de que termine éste. Las cosas van a cambiar para usted entonces, señorita Pip.

—Sí, claro que cambiarán. Tendré que tomar una decisión cuando llegue ese momento.

—Vaya si tendrá que hacerlo. Pero espero que no nos deje. Ya nos hemos acostumbrado a verla por aquí. Me gusta pensar que está usted allá arriba, en el schloss. Hans dice que allí la estiman a usted mucho. Bueno, la señorita Freya lo hace. Yo creo que se quedará con el Graf y la Gräfin hasta el día de la boda. Parece que no estaría bien que viviera bajo el mismo techo que el que va a ser su marido…, aunque sea un techo como éste. ¡Y vaya si tienen techo de sobra! Yo no sé cuándo se va a celebrar esa boda. Se habla mucho, ya sabe usted. Dicen que Sigmund ha puesto los ojos en otra.

Noté que me ponía colorada, bajé la cabeza, y cogí uno de los juguetes de Hansie.

—¿Ah, sí? —dije.

—Bueno, es que Freya no es más que una niña, ¿no es verdad? ¿Qué iba uno a esperar?

—¿Y dices… que se habla mucho en la ciudad?

—Sí. Se habla, y no poco. Él pasa mucho tiempo con ella y, como la naturaleza humana es lo que es…

—Cuéntame lo que dicen, Daisy.

—Es la condesa Tatiana. Parece que él anda mucho con ella. Los han visto juntos. Y muy entusiasmados. Si no fuera por el compromiso ese que tiene con la condesa Freya… Ya entiende usted lo que quiero decir.

—Sí —contesté yo—, ya lo entiendo.

—Si hay algo de verdad o no, esto ya es otro asunto. A mí me parece que la boda se celebrará de todas formas. Tiene que celebrarse. Por la política y todas esas cosas. No queremos que nos metan en un lío por una cosa como ésa. Sigmund será el primero en comprenderlo. Y yo creo que, sea lo que sea lo que sienta por Tatiana, se casará con Freya. Parece que está usted encantada con ese conejo de Hansie.

—Es muy bonito —dije.

—Yo creo que es un bicho muy feo. Pero ya dicen que sobre gustos no hay nada escrito. A Hansie también le gusta.

Poco después, me despedí de ella. Estaba desconcertada y preocupadísima.

Cuando volví al Schloss, Freya no estaba allí. Pensé que durante los últimos días había estado tan absorbida por mis propios asuntos que no había tenido tiempo de ocuparme mucho de ella. Pero a fräulein Kratz le pasaba lo mismo. Yo le dije que no podíamos olvidar que Freya ya no estaba en edad de ir al colegio, y que era natural que se fumara la clase de cuando en cuando.

—Ha sido desde que volvió el barón y nos vinimos a vivir a este Schloss, cuando ha cambiado.

—Pero si es la cosa más natural del mundo —insistí yo.

Mi conciencia no me dejaba descansar. Quizá debía intentar hablar con Freya. A veces me preguntaba qué sería lo que ella sabía de lo que se decía de Tatiana.

La vi a primera hora de la mañana, cuando vino a saludarme con un aire bastante distraído.

—Freya, ¿le pasa algo?

—¿Que si me pasa algo? —Preguntó de mal humor—. ¿Qué quiere usted que me pase?

—No, nada. Es que me parece un poco…

—¿Un poco, qué?

—Preocupada —dije.

—Tengo muchas cosas de qué preocuparme.

—Últimamente hemos hablado muy poco en inglés.

—Yo creo que ya sé muy bien el inglés.

—Desde luego mucho mejor que cuando yo vine aquí.

—Que fue precisamente para lo que la trajeron —contestó con todo descaro. Pero luego me abrazó, y dijo—: Querida Anne, no se preocupe por mí. Estoy perfectamente. ¿Qué piensa usted de Tatiana?

La pregunta me cogió tan de sorpresa, a pesar de que ese nombre lo tenía todo el día en la cabeza, que me sobresalté y se me notó.

Freya se rio de mí:

—Ya sé lo que me va a decir. Que lo que usted piense de Tatiana no tiene ninguna importancia. Que no es su obligación… ni su deber… tener ninguna opinión sobre Tatiana. Pero eso no impide que tenga una opinión… y juraría que la tiene.

—Sé muy poco de esa señora.

—La ha visto. Y ha sacado sus conclusiones. Yo creo que a Sigmund le gusta. La verdad es que me parece que le gusta mucho.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, y tenía la esperanza de que no se notara que me temblaba la voz.

—Exactamente lo que digo. Y voy a decirle otra cosa. Estoy segura que le gustaría mucho más casarse con Tatiana que casarse conmigo.

—¡Qué tontería!

—No es ninguna tontería. Es una persona madura… núbil… ¿no es así como se dice? Guapa…, supongo que es guapa. ¿Cree usted que es guapa?

—Supongo que podría decirse que lo es.

—Pues entonces, ¿no es lo más natural que la prefiera a ella?

—Estaría muy mal si lo hiciera —dije yo, con un aire de dignidad ofendida, que me hizo avergonzarme y pensar que era una hipócrita repugnante. Y añadí, ya en tono más débil—: estoy segura de que él es demasiado… demasiado…

—¿Demasiado, qué?

—Demasiado… caballeroso para pensar en una cosa así.

—Anne Ayres, hay momentos en que pienso que es una niña que todavía no ha aprendido a andar. ¿Qué sabe usted de los hombres?

—Es posible que sepa muy poco.

—Nada. Absolutamente nada. Sigmund es un hombre…, y los hombres son así… todos ellos, menos los curas y los que están ya tan viejos que no pueden dar guerra.

—Freya, yo creo que está dejando volar la imaginación mucho más de lo debido.

—Lo que hago es observar. Y estoy segura de que no es precisamente conmigo con quien quiere casarse.

—Y por eso se le ha metido en la cabeza que es con Tatiana.

—Tengo motivos para pensarlo —dijo con cierto misterio.

Me di cuenta de que esa posibilidad no parecía acongojarla demasiado pero, al mismo tiempo, había algo extraño en ella.