CAPÍTULO 02

La institutriz

No la habían traído a casa en una camilla, que fue lo que hicieron cuando el señor Carteret, de Letch Manor, se había roto una pierna en los terrenos de caza. La habían llevado al hospital, y eso resultaba significativo.

El doctor estuvo ausente durante mucho rato. La noticia corrió por toda la casa. La señora había sufrido un accidente cuando estaba de caza. Tenía que ser algo grave, porque no la habían traído a casa, sino que la habían llevado al hospital. Es muy natural que lo primero que piense la gente ante tales acontecimientos sea la forma en que estos la afectarán. ¿Iba a morir la señora? Para los criados, eso podía contener la amenaza de perder sus empleos. Todos sabían que el dinero era de ella. A nadie de la casa le gustaba aquella mujer, y la evitaban siempre que podían.

Sin embargo, no se hablaba de que fuese una «mujer terrible». De hecho, se estaba convirtiendo rápidamente en una santa, lo cual, según había advertido yo hacía mucho tiempo, era lo que la muerte hacía con las personas. Así que, por lo visto, todos estaban convencidos de que la señora Marline iba a morir.

Finalmente regresó el doctor. Después de hablar con los criados, pidió que nos llamaran a Estella, a Henry y a mí.

Cuando estuvimos reunidos, nos dijo:

—Tengo que deciros que vuestra madre está gravemente herida. Su caballo tropezó con la raíz de un árbol que sobresalía del suelo, justo en el momento en que se disponía a saltar por encima de una cerca. Como resultado de ello, el caballo quedó tan gravemente herido, que han tenido que sacrificarlo. Vuestra madre está en el hospital, y continuará allí durante algunos días. Se teme que no pueda volver a caminar. Tenemos que rezar para que pueda hacerse algo y le sea devuelta toda su salud. Entre tanto, lo único que podemos hacer es esperar… y desear lo mejor.

Todos estábamos muy serios y solemnes. Nanny estaba encerrada con la señora Barton, discutiendo el futuro. Estella y yo no sabíamos qué decir. Estábamos impresionadas y a la expectativa. En cuanto a mí en particular, aquella mujer no había jugado nunca un papel importante en mi vida, y su presencia o ausencia no me resultaban relevantes; pero yo sabía, ya desde aquel momento, que nada volvería a ser igual que antes.

¡Y cuánta razón tenía!

Al igual que había ocurrido hasta entonces, la casa continuó siendo dominada por la señora Marline. Se prepararon dos habitaciones para ella en la planta baja. Ambas tenían puertaventanas que daban al jardín, tanto la que se convirtió en su dormitorio como la que hacía las veces de sala de estar. Tenía una silla de ruedas con la que podía desplazarse de una a otra habitación, pero necesitaba ayuda para trasponer las puertaventanas y salir al jardín. Disponía de timbres mediante los cuales podía llamar a los criados, y cuyos impetuosos timbrazos se oían frecuentemente por toda la casa.

Cada mañana, Annie Logan se presentaba para ayudarla a lavarse y vestirse. Annie Logan era la enfermera local. Llegaba en su bicicleta a las nueve en punto de la mañana, y pasaba una hora más o menos con la señora Marline. Luego se iba a la cocina y tomaba una taza de té con Nanny Gilroy y la señora Barton. Charlaban durante un rato, y luego Annie se marchaba con su bicicleta para atender a la siguiente pobre criatura que necesitaba de sus cuidados.

Resultaba obvio que la señora Marline sufría dolores intermitentes. El doctor Everest, del pueblo más próximo, venía a visitarla. A mí me parecía extraño, dado que en la casa teníamos un médico, y así lo dije.

—¡Tonta! —me espetó Henry—. Un médico no puede atender a su propia esposa.

—¿Y por qué no? —pregunté yo.

—Porque piensan que él podría acabar con ella.

—¿Acabar con ella? ¿Qué quieres decir?

—¡Asesinarla, estúpida!

—¿¡Asesinarla!?

—Algunos hombres asesinan a sus esposas.

Entonces pensé que era un acuerdo razonable, porque el doctor Marline muy bien podría haber querido hacer una cosa así.

Ella vociferaba más que nunca. Se encolerizaba continuamente contra todo y todos. Nada estaba bien para ella. A menudo la oíamos gritarle al pobre doctor. Hasta nosotros llegaban su voz chillona y las humildes réplicas de él.

—Sí, mi amor. Por supuesto, mi amor.

La expresión «mi amor», sonaba incongruente. ¿Cómo podía la señora Marline ser el «amor» de nadie?

El pobre doctor estaba pálido y ojeroso. Entonces comprendí muy bien por qué era necesario que la cuidara el doctor Everest.

Aquélla era una casa muy desgraciada. Yo era una de las personas más afortunadas, porque podía mantenerme apartada de su vista.

Cuando llegó tío Toby, la vida se alegró. Incluso la señora Marline pareció un poco más feliz, porque estaba claramente contenta de verlo. Él se sentó a su lado, le habló y consiguió hacerla sonreír en algunos momentos.

Yo tuve una larga conversación con él, en el jardín.

—Es agradable salir de la casa —dijo él—. Pobre doctor. No tiene las cosas muy bien, y uno siente pena por Grace. Ella siempre ha querido hacer las cosas a su manera. Tendría que haberse casado con alguien como ella misma, alguien que hubiera podido refrenarla. El doctor es un hombre de vida tranquila. —Levantó los ojos al cielo—. ¡Y fue a casarse con Grace! Algunas personas tienen realmente mala suerte. Por culpa de ellas mismas, supongo. «No está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos», y todo eso. ¿Y tú qué tal, pequeña Carmel? ¿Cómo te afecta a ti todo esto?

—Ella no me hace mucho caso… nunca me lo ha hecho… así que tengo suerte.

—Ah, hay algo bueno en todas las cosas, ¿eh? Estás creciendo mucho. ¿Cuántos años tienes ya? ¿Ocho?

—Tendré ocho en marzo —le respondí yo.

Él me acarició una mano.

—No es muy divertido todo esto, ¿verdad? Desearía que pudiera ser mejor.

—Es muy bonito cuando vienes tú.

Él me pasó un brazo por los hombros y me estrechó con fuerza.

—Algún día —me dijo—, quizá te lleve al mar conmigo. Daremos la vuelta al mundo. ¿Te gustaría eso?

Yo di palmas de júbilo. No había necesidad de pronunciar palabra alguna.

—Por la noche, nos sentaremos en la cubierta y miraremos la Cruz del Sur.

—¿Qué es eso? —pregunté yo.

—Son las estrellas que se ven en el otro lado del mundo. En los días cálidos buscaremos las ballenas para mirarlas y veremos a los delfines saltando fuera del agua. Miraremos a los peces voladores, que planean por el aire a ras de la superficie…

—¿Y veremos sirenas? —pregunté yo—. ¿Quién sabe? Puede que incluso consigamos una para ti.

—Ellas cantan canciones y atraen a los marineros hacia la destrucción.

—Nosotros no seremos atraídos por ellas. Nosotros continuaremos navegando.

—¿Cuándo? —pregunté yo.

—Algún día… quizá.

—Rezaré cada noche.

—Hazlo. Yo creo que los de arriba, ocasionalmente, responden a las plegarias.

Pensé en aquellas palabras durante mucho tiempo después, y soñaba con el día en que tío Toby cumpliera su promesa y me llevara con él a navegar.

Tío Toby se marchó poco después, y el desasosiego se apoderó de la casa. El doctor Marline parecía perdido y agotado. Nanny Gilroy y la señora Barton mantenían largas conversaciones con la enfermera local en la cocina.

Yo escuché algunas de ellas.

—No hay nada que le guste a la señora —se quejó Nanny Gilroy.

—Sufre dolores —explicó Annie Logan—. No constantemente… pero es algo que está allí, amenazante. Es por eso por lo que tiene esas píldoras tan fuertes, para los casos en los que el dolor es demasiado insoportable. Contienen morfina. Eso la ayuda. Si no las tuviera, estaría mucho peor.

—Antes ya era bastante difícil —dijo la señora Barton—. Nada la contentaba, pero ahora es diez veces peor. No hay forma de que algo le guste.

Las semanas iban pasando. Llegó mi octavo cumpleaños. Lo habían fijado en el primero de marzo, aunque nadie sabía la fecha exacta. Tom Yardley me había encontrado el día dieciséis, y calcularon que entonces tenía unas pocas semanas de edad, así que el primero del mes parecía una fecha adecuada. Todos los demás tenían un cumpleaños, así que el mío fue fijado en esa fecha. Tío Toby había dado orden de que ese día me pusieran un vestido muy bonito. Sally había comprado la tela y se la había dado a la señora Grey, la costurera local, junto con uno de mis otros vestidos para que sacara las medidas. Era el vestido más bonito que la señora Grey había hecho jamás, y yo no debía verlo hasta la mañana del primero de marzo. Sally me había regalado un libro de canciones infantiles que yo había visto en la librería y deseaba tener; el regalo de Estella era un fajín azul que ya no le gustaba, y el de Adeline fue una tableta de chocolate. Nadie más se acordó de aquella fecha, pero a mí no me importaba porque tenía mi maravilloso vestido.

Luego ocurrió el acontecimiento que marcaría la vida de todos los habitantes de Commonwood House. La señora Harley, la esposa del vicario, sufrió un ligero ataque y la señorita Harley no pudo continuar dándonos clase porque tenía que cuidar de su madre. Estella tenía entonces diez años, y hubo que contratar a una nueva institutriz.

A menudo me pregunto qué habría sido de mí sin el tío Toby. Yo sabía que era gracias a que él era mi campeón, que se me permitía recoger las migajas que caían de la mesa de los ricos.

En fin, el caso es que se contrató a una institutriz para que nos diera clases, y así fue como la señorita Kitty Carson llegó a Commonwood House.

*****

Cuando nos enteramos de que íbamos a tener una institutriz, Estella y yo compartimos sentimientos mixtos. Sentíamos entusiasmo y aprensión a la vez. Hablábamos constantemente de ella entre la fecha de su contrato y su llegada a Commonwood House.

¿Cómo sería? Estela declaró que sería vieja y fea. Tendría pelos en la barbilla, igual que la señora Cram, una mujer del pueblo de la que algunos decían que era bruja.

No puede ser muy vieja —la contradije yo—. Si lo fuera, sería demasiado vieja para dar clases.

—Nos pondrá sumas difíciles y no nos dejará levantar de la mesa hasta que las acabemos.

—Puede que no sea tan mala.

—Las institutrices siempre lo son. Nanny dice que no son ni chicha ni limonada. Que no pertenecen a ninguna parte. Creen que están por encima de los criados, y no son lo suficientemente buenas para los amos de la casa. Se dan aires con los de abajo, y se arrastran ante la familia. De todas formas, yo voy a odiarla. Seré tan antipática con ella, que acabará marchándose.

—Podrías esperar a ver cómo es, primero.

—Ya sé cómo es —respondió Estella. Ella ya había tomado una decisión.

Era alta y delgada. Advertí con alivio que no se parecía en nada a la señora Cram. En realidad, parecía muy agradable; no era exactamente hermosa, pero tenía una expresión tan dulce y atractiva, que pensé que sería fácil llevarse bien con ella. Podía tener entonces poco menos de treinta años; de hecho, era exactamente como yo pensaba que tenía que ser una institutriz.

En cuanto entró en la casa, Estella y yo nos apartamos de la ventana y nos escabullimos hasta la parte alta de la escalera, desde donde vimos que la habían hecho entrar en las habitaciones de la señora Marline. La puerta estaba cerrada, así que no pudimos oír de qué hablaban. Luego la campanilla de la señora Marline repicó, y Nanny, que estaba merodeando fuera, entró en la habitación.

Cuando salió de allí con la institutriz, Nanny tenía los labios apretados. No le gustaba la idea de que hubiera una institutriz en la casa. Puede que sintiera que amenazaba de alguna manera la autoridad que ella poseía, y yo sabía que estaba preparándose para encontrar defectos en la señorita Kitty Carson.

Cuando comenzaron a subir la escalera, nos apartamos y escondimos en una habitación cuya puerta dejamos ligeramente abierta para oír lo que decían.

—Es por aquí —dijo Nanny con un tono bastante frío; luego el doctor Marline apareció de pronto.

Yo espié por la abertura de la puerta, y los vi justo cuando pasaban.

El doctor sonrió muy amablemente.

—Usted debe de ser la señorita Carson —le dijo.

—Sí —respondió la institutriz.

—Bienvenida a Commonwood House.

—Gracias.

—Espero que se sienta cómoda entre nosotros. Supongo que aún no ha conocido a las niñas.

—No —replicó ella.

—Nanny las hará llamar —le aseguró el doctor.

Reprimiendo la risa, Estella y yo permanecimos muy calladas hasta que pasaron de largo hasta la habitación que habían preparado para la señorita Carson, en el segundo piso. Luego salimos al corredor, y subimos tranquilamente las escaleras.

—Oh, aquí estás —dijo Nanny Gilroy.

—¿Y Adeline? —preguntó el doctor.

—Estará en su habitación —respondió Nanny—. Carmel, corra arriba y tráigala.

—Pero antes, señorita Carson —intervino el doctor—, aquí tiene usted a dos de sus alumnas, Estella y Carmel.

La institutriz tenía una sonrisa adorable que le iluminaba la cara con algo parecido a la belleza.

—Hola —nos dijo con naturalidad—. Tengo la esperanza de que nos llevaremos bien. Estoy segura de que así será. —Sus ojos se fijaron en mí.

Puede que Estella estuviera frunciendo ligeramente el entrecejo, pero a mí me gustó de inmediato la señorita Carson, y tuve la seguridad de que yo le gustaba a ella.

Me marché a buscar a Adeline. Estaba en su dormitorio, y parecía bastante aturdida y asustada. Supongo que había escuchado la versión de Estella acerca de cómo sería la nueva institutriz.

—Debes venir a conocer a la señorita Carson, Adeline —le dije yo—. Yo creo que es muy agradable. No tiene nada de atemorizador. Estoy segura de que va a gustarte.

Adeline era fácilmente influenciable, así que se alegró y pareció aliviada.

Yo me sentí muy complacida por la forma en que la señorita Carson saludó a Adeline. Obviamente había oído hablar de las discapacidades de la niña. La cogió por ambas manos y le sonrió con calidez.

—Estoy segura de que tú y yo vamos a llevarnos muy bien, Adeline —le dijo.

Adeline asintió alegremente, y yo advertí cuan complacido parecía el doctor.

—Bueno, la dejaremos para que deshaga las maletas, señorita Carson —intervino Nanny con acritud—. Luego, como ha dicho el doctor, las niñas podrán enseñarle la sala de clase.

—¿Digamos dentro de media hora? —propuso la señorita Carson.

—Sí; vendrán a buscarla para entonces. ¿Quiere una taza de té? Le diré a la señora Barton que se la envíe aquí.

—Se lo agradecería muchísimo, gracias —respondió la señorita Carson, y luego la dejamos a solas.

—Yo creo que no está mal —comenté yo.

Los ojos de Estella se entrecerraron.

—En el mundo hay cosas como lobos disfrazados de cordero —me espetó.

—Ella no es un lobo —exclamó con enfado Adeline—. A mí me gusta.

Estella adoptó una expresión de impaciencia mundana.

—Lo que quiero decir es que podría no ser lo que aparenta —aclaró con tono sombrío.

*****

Estella estaba decidida a rechazarla. No era una institutriz lo que ella quería. Lo que le hubiera gustado hubiera sido marcharse a una escuela, donde las niñas podían divertirse mucho. Dormían en habitaciones colectivas y organizaban jolgorios nocturnos, mientras que allí estábamos con una vieja institutriz tonta.

Adeline y yo pensábamos de diferente forma. La señorita Carson sabía exactamente cómo debía tratar a Adeline; era muy paciente con ella y la niña, en lugar de temer las lecciones, deseaba que llegara el momento de recibirlas. Comenzaba a desarrollar una devoción servil hacia la institutriz, y cuando salíamos a pasear insistía en darle la mano a la señorita Carson; se sentía más feliz cuando la tenía cerca.

Además, la señorita Carson estaba entre las primeras de mis personas preferidas. Era afectuosa, y demostraba una dulzura especial con aquellos que más la necesitaban. Adeline estaba muy cambiada desde que había llegado aquella mujer.

Yo sabía que el doctor se daba cuenta del cambio y éste lo hacía muy feliz. Se habituó a entrar en la sala de clase para escuchar las lecciones, y se interesaba mucho más en ellas de lo que lo había hecho cuando la señora Marline tenía el control de toda la casa.

Recuerdo una ocasión en la que yo estaba en el jardín, y la señorita Carson también apareció por allí; se sentó conmigo y nos pusimos a charlar. La señorita Carson parecía siempre tan interesada en los demás, que resultaba fácil hablar con ella. Yo me animé a explicarle por qué nunca me había sentido como un miembro de la familia —excepto cuando tío Toby estaba presente—, y la razón por la que aquél no era realmente mi lugar. Le conté cómo Tom Yardley me había encontrado debajo del arbusto de azalea.

—Verá —le dije—; mi madre no me quería, así que me abandonó allí. La mayoría de las madres quieren a sus bebés.

—Estoy segura de que tu madre te quería —me aseguró ella—. Yo creo que probablemente te dejó allí porque te quería muchísimo y deseaba que tuvieras una vida mejor que la que ella hubiera podido darte. En Commonwood House había gente que podría cuidarte, alimentarte bien y preocuparse por ti; y además, en la casa había un médico.

Me sorprendió la posibilidad de que mi madre me hubiese abandonado precisamente porque me quería. Era una idea que no se me había ocurrido antes.

—Pero yo siempre he sentido que ellos no querían realmente que yo estuviese allí —le expliqué—. Nanny pensaba que deberían haberme enviado a un orfanato o un asilo de pobres. Puede que me hubieran llevado a un lugar así, de no haber sido por el doctor.

—El doctor es un hombre muy bueno y comprensivo.

—Nanny pensaba que deberían haberme llevado.

—Pero el doctor hizo que te quedaras en la casa, y lo que piense Nanny carece de importancia. Lo importante es que él quiso que te quedaras.

—Sally me lo contó todo al respecto. Ella lo recuerda muy bien; acababa de entrar al servicio de la casa en aquella época. Me dijo que tenía mucho miedo de que me enviaran a una institución de ésas, porque el doctor no tenía mucho poder de decisión en la casa. La señora Marline tampoco me quería, y ella es quien cuenta.

—Bueno, el doctor se salió con la suya. Él te quería y eso fue lo que más pesó. Tu madre hizo un gran sacrificio porque quería lo mejor para ti, y tú no debes sentirte inferior por ningún motivo. Tú vas a demostrarles a todos que puede que te hayan encontrado debajo de un arbusto de azalea, pero que eres capaz de hacer las cosas tan bien como cualquiera de ellos.

—Lo haré, lo haré —dije yo, y me sentí igual que cuando tío Toby estaba de visita.

Y yo, al igual que Adeline, la adoré.

A Nanny, por supuesto, no le gustaba la institutriz. Tenía prejuicios contra ella desde el principio. No le gustaba que en la casa hubiera institutrices que interfirieran en sus relaciones con los niños, y no pensaba cambiar de parecer. Aquellas mujeres se daban aires; tenían una opinión muy alta de sí mismas; se creían «superiores» a los criados. Así pues, ni siquiera la dulce señorita Carson podía hacer algo que a ella le pareciese bien.

Y la señora Barton era, claro está, su leal aliada en ese asunto. Las institutrices eran un fastidio. Había que enviarles las comidas a sus habitaciones. No podían comer con los criados y, por supuesto, no se las aceptaba en la mesa de la familia. De todas formas, ¿qué era ahora la familia, con Ella en sus habitaciones exigiendo esto y aquello, y él sentado allí, solo…?, y que en todo caso no era un hombre que hiciera demasiado caso de la comida que se le ponía delante. Si uno le pedía su opinión a la señora Barton, ella decía que aquélla era una situación difícil, y que la presencia de una institutriz no ayudaba en absoluto.

Además, siempre estaba allí la dominadora presencia de la señora Marline. El constante tintineo de las campanillas y las camareras corriendo como locas.

—Quejas, quejas y quejas —decía la señora Barton—. Mañana, mediodía y noche.

—Ella le encontraría defectos al mismísimo arcángel Gabriel —declaraba Nanny.

Nosotros solíamos oír el tronar de la voz de aquella mujer tras la puerta cerrada, cuando el doctor estaba con ella. Ella estaba, por supuesto, quejándose. Continuaba y continuaba, y luego se hacía una breve pausa. Sabíamos que el doctor estaba intentando aplacarla, hablándole con voz suave y dulce.

—Pobre hombre —decía Sally—. Está agotado, eso es lo que está. Lo hostiga, lo hostiga y lo hostiga; y entre tú, yo y esta columna, te diré que él estaría mejor sin ella. Ella será una inválida durante el resto de su vida… y si continúa de esa manera, bueno, será él el primero que acabará en la tumba, si quieres mi opinión; y no te atrevas a mencionar esto que acabo de decirte.

Yo sentía pena por el doctor. Era un hombre muy dulce, y parecía tremendamente agotado cuando salía de aquella habitación. Permanecía a solas tanto como le era posible, de eso estaba segura; siempre parecía ansioso de marcharse a su consultorio, y se quedaba allí durante más tiempo que antes, lo que yo suponía que era debido a que odiaba regresar a la casa en la que vivía la señora Marline. En cuanto él entraba, ella lo hacía llamar, y entonces comenzaba el tronar de voces.

Annie Logan continuaba viniendo por las mañanas y las noches, y siempre se quedaba a charlar y tomar el té; entonces se oían muchos susurros en la cocina, entre ella, Nanny y la señora Barton. Yo intentaba escucharlos siempre que podía, y siempre parecían hablar de ella y él.

Yo sentía —o quizá después imaginé haberla sentido— una tensión muy poderosa en la casa. Algunas veces, cuando la señora Marline había tomado la píldora porque el dolor era peor de lo habitual, descendía sobre la casa una quietud absoluta, como si la casa misma estuviera esperando que sucediera algo.

Luego cambiaba nuevamente, y oíamos la silla de ruedas que se desplazaba de una habitación a otra, o a Tom Yardley o el doctor que la empujaban hasta el jardín. Todos nosotros evitábamos salir cuando la silla de ruedas se hallaba allí.

A mí me resultaba fácil, porque ella siempre me había pasado por alto, aunque no así para Estella, Henry y Adeline. Continuamente encontraba faltas en ellos, y particularmente en Adeline. No podía ocultar el desprecio que sentía por la pobre niña. No podía olvidar que había concebido un hijo que no era normal y me imagino que siempre se veía a sí misma como a una mujer que había alcanzado la perfección en todo lo que hacía.

La pobre Adeline se convertía invariablemente en una fuente de lágrimas en cuanto escapaba de una sesión con su madre, pues no se atrevía a dejar que su madre la viese llorar. Resultaba patético advertir cuan capaz era de ocultar su desdicha. La señorita Carson siempre estaba a mano cuando ella salía de aquella temida habitación, y sabía exactamente cómo consolar a la niña. Muy pronto, Adeline conseguía olvidarse de su madre y aceptar las afirmaciones de la señorita Carson referentes a que todo estaba bien porque ella tenía a su querida institutriz que le decía que era bastante inteligente, a pesar de lo que creyeran los demás.

*****

Aquel verano, los gitanos volvieron al bosque.

Una mañana me desperté, y me los encontré allí. Solían venir a altas horas de la noche, e instalarse entre los árboles.

Su presencia era siempre una fuente de emoción para mí. Supongo que se debía a la conexión que tenían con mi aparición, y porque jamás olvidaría mi encuentro con Rosie Perrin y Jake.

Muy pronto comenzamos a verlos por los alrededores, con sus cestas de pinzas para la ropa, sus ramitas de brezo seco y de espliego.

—Cómpreme un ramillete para la suerte —decían.

Llamaban a las casas de la vecindad, y algunas chicas acudían a ver a Rosie Perrin para que les leyera la buenaventura.

Ella les miraba las manos y les decía lo que la fortuna les deparaba. No costaba mucho dinero y Sally me contó que, si uno quería echarle una buena mirada a su futuro, podía pagar más y entrar en el carromato de Rosie, donde ella tenía la bola de cristal. Eso, explicó Sally, era lo que valía la pena.

Yo no podía resistirme a observarlos escondida entre los árboles, de la misma forma que lo estaba haciendo el día en que me lastimé el tobillo; y un día, cuando estaba acuclillada allí, mirando a los niños de pies descalzos y a Rosie Perrin sentada en los escalones de su carromato, oí pasos detrás de mí y al volverme vi a Jake que me sonreía.

—Hola, pequeña —me saludó—. ¿Estás echándole una mirada a los gitanos?

Yo no supe qué responderle.

—Bueno… eeeh… sí —repliqué.

—Yo diría que sientes curiosidad por nosotros. No somos como la gente a la que estás acostumbrada, ¿verdad?

—No —respondí yo con franqueza.

—Bueno, los cambios son una buena cosa. ¿No estás de acuerdo conmigo?

—Oh, sí.

—Te acuerdas de mí, ¿verdad?

—Claro. Usted me llevó a casa en brazos.

—¿Está bien tu tobillo?

—Sí, gracias.

—Rosie te cogió bastante simpatía.

Aquello me gustó.

—Fue muy buena conmigo —le dije.

—Así que ella te gusta, ¿no es así? ¿No te pusiste en contra de ella porque era gitana y todo eso?

—Rosie me gusta mucho.

—Te diré una cosa. Le gustaría mucho que fueras a verla.

—¿De verdad?

—Puedes apostar a que sí.

—Puede que ya no se acuerde de mí. Aquello ocurrió hace mucho tiempo.

—Rosie lo recuerda todo, así que se acordará de ti perfectamente. Ven conmigo y salúdala.

Él se encaminó hacia el campamento y yo lo seguí. Los niños dejaron de jugar para mirarme, y Rosie Perrin dio un grito de alegría al verme.

—¡Vaya! ¡Pero si es la señorita Carmel! Ven aquí, cariño. ¡Vaya, quién iba a decirlo!

Yo subí los escalones del carromato detrás de Jake, y entré.

—Siéntate, cariño —me indicó Rosie—. Bueno, bueno, ha pasado bastante tiempo desde que estuviste aquí por primera vez. ¿Cómo van ese tobillo y esa pierna? ¿Están ya sanos y bien? Ya sabía yo que así sería. Cuéntamelo todo. ¿Cómo va todo por la casa, ahora? Todavía te tratan bien, ¿verdad?

—Oh, sí. Ahora tenemos una institutriz.

—Eso es espléndido, ya lo creo. ¿Y la institutriz es buena contigo?

—Es muy buena y a mí me gusta mucho.

Ella asintió.

—¿Y qué tal la dama y el caballero… el doctor… el doctor… ? lo siento por él, pero no recuerdo su nombre.

—Ella tuvo un accidente con el caballo. No puede caminar. Va en silla de ruedas y sufre dolores muy a menudo.

—Pobre alma. Esa enfermera va a verla, ¿verdad?… por la mañana y por la noche. Una de nuestras pequeñas se cayó en la carretera. Ella pasó con la bicicleta y la curó. Hizo un buen trabajo, y la trajo de vuelta a casa. Charló un poco conmigo.

—Ésa es Annie Logan. Pues sí, viene a ayudar a la señora Marline.

—Es un poco arpía esa señora, ¿eh?

—Sí… Supongo que sí.

—¿Se porta bien contigo?

—No me hace mucho caso. Nunca me lo ha hecho. Creo que no le gusta que le recuerden que yo estoy allí.

—Bueno, eso no es una cosa muy mala, ¿eh? —Me tocó con el codo y se echó a reír. Yo reí con ella.

—Siempre que te traten bien, todo está bien.

Jake se escabulló fuera y nos dejó solas; ella continuó haciéndome preguntas acerca de la casa y sus habitantes. Acabé hablándole de las habitaciones de la planta baja en las que estaba la señora Marline, de la silla de ruedas, de los timbres que sonaban durante todo el día y de cómo refunfuñaban los criados y decían que no había forma alguna de complacerla.

Luego oí a alguien que cantaba. Era una voz clara y hermosa que entonaba una canción alegre, con un ritmo muy marcado.

Tres gitanos había, del castillo en la entrada,

Que tan alto cantaban, que tan dulce entonaban,

Que en la alcoba a la dama el corazón deshelaba,

En la noche avanzada, como nieve temprana.

Yo había dejado de hablar para escucharla.

—Ésa es Zíngara —explicó Rosie.

En aquel mismo momento se abrió la puerta del carromato y por ella entró la mujer más hermosa que yo hubiera visto jamás. Llevaba unos grandes aros en las orejas, y sus espesos cabellos negros y brillantes estaban recogidos en lo alto de su cabeza; sus ojos oscuros chispeaban, y Rosie la miró con enorme orgullo.

—¡Zíngara! —exclamó.

—¡Quién, si no! —respondió la mujer. Luego me sonrió a mí—. ¿Ésta es…? —comenzó a decir.

—La pequeña Carmel March, de Commonwood House.

—He oído hablar de ti —me dijo la mujer, que me miraba como si estuviera muy contenta de verme—. ¿Y cómo es que has venido a visitar a los pintorescos gitanos?

Yo no supe qué responder, así que solté una risita. Ella se me acercó y me apoyó las manos sobre los hombros, tras lo cual me estudió atentamente y yo tuve la impresión de que le gustaba mucho. Luego me puso una mano debajo de la barbilla, y me levantó el rostro hacia el suyo.

—Pequeña Carmel March —me dijo lentamente—, me gustaría hablar contigo.

—En ese caso, siéntate junto a ella —le dijo Rosie—. Os diré lo que haremos. Os prepararé un poco de té de hierbas, y luego vosotras dos podréis charlar durante un rato.

Se puso de pie y se encaminó a la parte trasera del carromato, donde había un pequeño receptáculo. Yo estaba más o menos a solas con Zíngara. Ella no dejaba de mirarme, y me acarició una mejilla con los dedos.

—Dime, ¿son buenos contigo en la casa? —me preguntó con toda seriedad.

—Bueno, sí… Creo que sí. El doctor siempre me sonríe, y la señora Marline no me hace caso ninguno; y la señorita Carson es muy buena.

Ella quiso saber más acerca de la señorita Carson, y escuchó atentamente mientras yo hablaba. Yo pensé que era muy amable por su parte el que pareciera interesarle tanto como evidenciaba su actitud. Repetí lo que le había contado a Rosie poco antes.

—Te están dando una educación, y es muy bueno tenerla —me aseguró Zíngara—. A mí no me hubiera importado tener un poco más de educación yo misma. Sin embargo, me las arreglo.

—¿Tú vives aquí con los gitanos? —pregunté yo. Ella negó con la cabeza.

—No, sólo estoy de visita. Yo me crié con ellos. Solía correr por ahí como esos niños y niñas que has visto ahí fuera. Cantaba y bailaba mucho. No podía evitarlo, y un día, uno de esos señores que escriben libros iba a escribir uno acerca de los gitanos y vino a vivir con nosotros en el campamento. Me oyó cantar y me vio bailar, y dijo que tenía que hacer algo de provecho con esos talentos. Él fue quien lo hizo. Me envió a una escuela en la que enseñan a la gente para actuar en los escenarios, y eso fue lo que yo hice, aprender lo que me enseñaron. Ahora me dedico a cantar y bailar, y viajo por todo el país. Zíngara, la cantante y bailarina gitana.

—Pero has vuelto.

—De vez en cuando lo hago. No puedo desprenderme del todo, ¿sabes? En las canciones se habla constantemente de los pintorescos gitanos, y uno no puede nunca olvidar sus orígenes.

—Pero te gusta ser Zíngara, la cantante y bailarina gitana.

—Sí, me gusta. Pero de vez en cuando me siento arrastrada hasta aquí.

Rosie regresó con tres jarras de té.

—Esto te gustará —me aseguró—. Es mi mezcla especial. ¿Y qué; os estáis entendiendo, vosotras dos? A las mil maravillas, por lo que veo.

—Exactamente —respondió Zíngara.

—Es una suerte que estuvieras aquí cuando la señorita Carmel llegó de visita —declaró Rosie, haciendo un pronunciado guiño.

—Ha sido la cosa más afortunada que podía ocurrir —asintió Zíngara.

—Bueno, ¿qué te parece mi té? —preguntó Rosie—. ¿Es al menos tan bueno como el que sirven los criados del doctor?

—Es diferente —respondí yo.

—Bueno, y nosotros somos diferentes, ¿no te parece? —preguntó Rosie—. En fin, no podemos ser todos iguales. ¿Te ha hablado Carmel de la institutriz?

—Sí —replicó Zíngara—. Parece que es una institutriz muy buena.

Yo asentí vigorosamente.

—Calculo —dijo Zíngara— que algún día te enviarán al colegio.

—Henry va a ir con Lucian Crompton —les expliqué yo.

—Bueno —comentó Rosie—, eso está bien. Tú seguramente irás con la hermana de ese jovencito. Eso te convertirá en una auténtica dama.

¡Cómo me gustaba estar sentada en aquel carromato, hablando con ellas dos! Zíngara me fascinaba. Ella había sido una niña gitana que corría por el campamento, y se la había llevado un hombre a quien le gustaba su forma de cantar y bailar. Hablamos y hablamos, y de pronto me di cuenta de cuánto tiempo hacía que estaba allí, y pensé que Estella y la señorita Carson debían de estar preguntándose qué me había ocurrido.

—Tengo que irme —les dije—. Ya debería haber regresado.

—Te echarán en falta, ¿verdad? —preguntó Zíngara.

—Comenzarán a hacerlo —respondí yo—. Pensarán que te han robado los gitanos —comentó Rosie con una carcajada.

—No pensarán eso —protesté yo.

—Volveremos a vernos —me aseguró Zíngara.

—Oh, así lo espero —dije yo.

Ella me cogió de las manos y las estrechó con firmeza.

—Ha sido encantador pasar este rato contigo.

Zíngara me dedicó una sonrisa deslumbrante, y Rosie nos miraba con expresión de ternura y cariño. Me sentí llena de felicidad y deseé no tener que dejarlas.

Entonces le di las gracias a Rosie por el té, y les dije a ambas cuánto me gustaba estar con ellas.

Zíngara me rodeó de pronto con los brazos, me estrechó con fuerza y me dio un beso, mientras Rosie permanecía sentada, muy quieta y sonriente.

—Tiene que marcharse —dijo, al fin, Rosie—. La deben de estar esperando.

—Sí —le replicó Zíngara, y me acompañó hasta la puerta del carromato.

—Es mejor que no vayas con ella —le advirtió Rosie—. Lo mejor será que la dejes marchar sola.

Zíngara asintió con la cabeza.

Yo descendí los escalones y me volví a mirar hacia la puerta. Ambas estaban allí, observándome.

Las saludé con la mano y luego eché a correr por el claro y me interné entre los árboles.

No había llegado muy lejos cuando oí el sonido de unas voces. Me detuve bruscamente y escuché. Una parecía ser la del doctor. No podía ser. ¿Qué iba a estar haciendo él en el bosque a esas horas?

Avancé silenciosamente. No quería que nadie me viese, porque no quería hablar de la visita que había hecho al campamento gitano. No estaba muy segura del porqué, pero pensaba que podían poner objeciones a una cosa así, y no quería que me dijeran que no debía acercarme a aquel lugar. Yo quería pensar en todo aquello. Al igual que Rosie Perrin lo había hecho algunos años antes, Zíngara me había dejado una impresión profunda. Sin embargo, en el último caso era diferente. Yo quería reflexionar acerca de nuestro encuentro, en solitario. No quería oír los desdeñosos comentarios de Estella, que diría que me habían halagado porque lo que querían era leerme la buenaventura, o algo por el estilo.

Quería recordar cada detalle de mi visita con toda claridad, desde el instante en el que Jake se había acercado a mí y me había dicho que a Rosie Perrin le gustaría mucho verme, hasta el momento en el que había tenido que marcharme.

Así pues, no debía permitir que me viesen.

Pero, sí… ésa era la voz del doctor, y luego… la de la señorita Carson.

Entonces los vi. Estaban sentados juntos sobre el tronco de un árbol caído. Conocía muy bien el lugar, porque a menudo yo misma me había sentado en ese tronco.

Yo me había acercado a ellos por detrás, ya que de otra forma podrían haberme visto. Estaban muy concentrados en la conversación. No podía oír qué decían, pero de vez en cuando uno de los dos se echaba a reír, así que el tema tenía que ser divertido. Los modales del doctor eran muy diferentes de lo habitual. Yo nunca lo había visto así, antes. Por lo que se refiere a la señorita Carson, parecía muy alegre. Me impresionó lo feliz que parecía.

Todo aquello resultaba muy extraño, porque ambos eran aparentemente dos personas muy distintas de las que yo conocía.

Yo me felicité por haberlos oído antes de que ellos pudieran llegar a verme. Hubiera tenido que dar explicaciones, y eso era algo que no deseaba hacer; no quería decir, ni siquiera a la señorita Carson, que había ido a visitar a los gitanos.

Me alejé de ellos y me encaminé silenciosamente a la casa, a través de los árboles.

*****

Después de ese día, volví a visitar a los gitanos. Rosie Perrin estaba sentada en los escalones del carromato, tejiendo una cesta, exactamente igual que el día en que la conocí.

Me dijo que Zíngara se había marchado, porque tenía que cumplir con un contrato. La gente de los teatros la tenía en un muy alto concepto, me explicó, y ella cantaba y bailaba mucho en las grandes ciudades, incluida Londres.

Hablamos durante un rato, y ella me preguntó si me había gustado Zíngara.

—Muchísimo —le respondí yo.

Rosie me estrechó una mano, afectuosamente.

—A ella también le gustas —me dijo.

Se produjo un cambio sutil en Commonwood House, aunque la señora Marline no cambió demasiado. Estaba tan exigente como siempre, aunque la señora Barton decía que cada día se ponía peor. Ni siquiera se molestaba en esperar a que la puerta estuviese cerrada antes de comenzar a criticar al doctor Marline una y otra vez, y nosotros oíamos cómo le recordaba que había sido el dinero de ella el que había levantado la casa, y que él se lo debía absolutamente todo. Aquella mujer parecía querer herir a todo el mundo y, quizá porque a Adeline se la hería con mayor facilidad que a los otros, ella parecía reservarle un tratamiento especialmente cruel.

La mandaba llamar y la acosaba con preguntas para comprobar los progresos que hacía con la nueva institutriz y, dado que Adeline quedaba reducida a un estado de terror, parecía perder los conocimientos adquiridos. La señora Marline se lamentaba del hecho de que ella hubiera concebido aquella pobre criatura, e insinuaba que era debido a alguna insuficiencia por parte del doctor y que no se la podía culpar a ella.

La señorita Carson esperaba a que Adeline saliera por la puerta, temblorosa y desmoralizada. Se la llevaba arriba, a la sala de clases, donde la rodeaba con los brazos, la abrazaba estrechamente, le secaba las lágrimas y le murmuraba palabras de consuelo. Le aseguraba a Adeline que no era de ninguna manera una pobre criatura, que estaba obteniendo muy buenos resultados de sus lecciones, y que no debía hacer ningún caso de lo que nadie dijera en sentido contrario. Nadie iba a hacerle daño alguno mientras la señorita Carson estuviese allí. Antes, tendrían que enfrentarse con la señorita Carson.

Yo las seguía hasta la sala de clases y me unía a los consuelos. Adeline sonreía y escuchaba. Rodeaba a la señorita Carson por el cuello y se abrazaba a ella.

Afortunadamente, los estados de ánimo de Adeline eran muy pasajeros, y la señorita Carson la convencía pronto de que todo iba bien… hasta que llegaba la siguiente temida llamada.

Un día, cuando llegó la convocatoria, fue la señorita Carson quien se encaminó a encararse con la señora Marline. Estella, Adeline y yo sabíamos que había ido a ver a la señora Marline, y las tres merodeábamos por los alrededores de la puerta para enterarnos de lo que ocurriría.

Oímos la voz chillona de la señora Marline, y luego el suave murmullo que pertenecía a la señorita Carson; y pasado un rato, la señorita Carson salió con el rostro rojo y los ojos encendidos. Parecía frustrada y furiosa. En aquel momento tuve miedo de que hubiera presentado su renuncia, y la sola idea de que se fuera me conturbó profundamente. Adeline y yo la queríamos, e incluso Estella admitía que «no estaba mal».

La señorita Carson se fue a su habitación y se encerró en ella. Yo, sobrecogida por aquel suspenso aterrador, no pude evitar ir a verla.

Estaba sentada en su cama y miraba delante de sí. Yo me arrojé a sus brazos y ella me estrechó con fuerza.

—No vas a dejarnos, ¿verdad que no? —exclamé yo, llena de miedo.

Ella no respondió. Tenía aspecto acongojado, y yo temí que la hubiesen despedido.

Luego, habló con una voz muy triste.

—Yo podría ser feliz aquí… muy feliz —dijo, como si estuviera hablando consigo misma.

—No te marches —le pedí—. No nos dejes. Adeline no podría soportarlo… y yo tampoco. Nosotras te queremos.

—Mi querida niña —dijo ella—. Yo también os quiero. Quiero a esta casa. Quiero…

Le temblaban los labios, pero continuó.

—Ella dice que debo marcharme. Es una mujer malvada. No le importa nadie más que su propia persona. El pobre doctor… ¿Qué, qué estoy diciendo? Ya no podemos hacer nada… nada… excepto aceptar lo que…

Yo pensé: «Si la señora Marline le ha dicho que debe marcharse, no hay nada que hacer. La señora Marline siempre consigue todo lo que quiere».

Y pensé en lo triste que sería aquel lugar sin la señorita Carson. No habría nada que desear excepto las visitas de tío Toby, y ésas eran demasiado poco frecuentes. Quizá estarían también Zíngara y los gitanos, pero ella tenía contratos que cumplir. Vendría por allí muy de vez en cuando.

Cuando el doctor llegó a casa, estábamos todos a la expectativa de lo que ocurriría cuando fuera a las habitaciones de su esposa, como hacía cada día, al regresar.

Hubo muchos gritos por parte de la señora Marline. No cabía duda de que estaba completamente furiosa. Cuando el doctor salió de la habitación, estaba muy pálido. Se encaminó inmediatamente al dormitorio de la señorita Carson y permaneció allí largo rato.

Nunca supe qué había ocurrido exactamente, pero la señorita Carson no se marchó de allí. El doctor consiguió salirse con la suya, de alguna manera, como lo había hecho una vez antes, cuando la señora Marline quería enviarme a un orfanato pero él quería que yo me quedase en la casa.

En la casa reinaba un ambiente de incertidumbre. Nadie estaba seguro de lo que ocurriría a continuación, y hubo muchas conversaciones detrás de puertas cerradas. Aparentemente, hubo un indulto para la señorita Carson. De cualquier forma, no se marchó.

Después de aquel incidente, no volvió a entrar en la habitación de la señora Marline. Tampoco volvió a hacerlo Adeline. La pobre niña estaba a salvo de aquellos aterrorizadores interludios, y sabía que la señorita Carson la había librado de ellos.

Adeline era de naturaleza afectuosa y adoraba a la señorita Carson más que a nadie a quien jamás hubiese conocido. Se le iluminaba el rostro de alegría cuando le ponía los ojos encima; y observaba constantemente a aquella mujer, mientras sonreía para sí. Yo tenía la sensación de que Adeline sólo se sentía feliz y a salvo cuando la señorita Carson estaba con ella.

*****

Yo comenzaba a tener mayor conciencia de la presencia del doctor. Lo veía con mayor frecuencia, y noté había cambiado muchísimo; cada vez manifestaba mayor interés por los trabajos que hacíamos, cosa que nunca había parecido interesarle hasta la llegada de la señorita Carson. Con frecuencia venía a la sala de clase para preguntar qué tal nos iban los estudios.

Sus visitas no resultaban nada alarmantes; él siempre sonreía. La señorita Carson estaba orgullosa de los progresos de Adeline, que ya leía un poco, cosa que no había sido capaz de hacer antes de la llegada de la institutriz.

Adeline se sonrojó de alegría cuando la señorita Carson dijo que tenía que leer para su papá, para que él viera lo lista que se estaba haciendo. Adeline, con el entrecejo fruncido por la concentración, abrió el libro y recorrió las líneas con un dedo mientras leía:

Tres patitos haraganes

Jugaban junto al lago.

A los pequeños desobedientes

A la escuela los habían mandado.

La señorita Carson aplaudió, y Adeline levantó los ojos llenos de orgullo por sus logros; luego esperó para ver el asombro en los rostros de los observadores. El doctor se unió al aplauso, y Adeline quedó muy satisfecha de sí misma; se sentía enormemente feliz.

Yo me preguntaba si el doctor estaba pensando lo mismo que yo, es decir, cuan diferente era la señorita Carson de la señora Marline.

Luego el doctor preguntó qué tal nos iba a Estella y a mí, y la institutriz le enseñó nuestros trabajos.

—Bien. Bien. Esto es excelente —dijo él, mirando a la señorita Carson.

—He pensado en comenzar a enseñarles francés —dijo ella, en otra ocasión.

—¡Qué idea tan maravillosa!

—Me gustaría hacer todo lo que pudiera…

—Y yo estoy seguro de que eso significa algo realmente bueno —respondió el doctor, y nos sonrió con bondad a todas, incluida la señorita Carson.

No había duda de que él, por lo menos, aprobaba lo que ella hacía, y a menudo yo pensaba en qué casa tan feliz sería aquélla si la señora Marline no existiera.

Henry regresó del colegio. Se había hecho muy amigo de Lucian Crompton e iba a The Grange con bastante frecuencia. Camilla también estaba en el colegio, y cuando ella regresó nos invitaron a todos a tomar el té. Nos contó historias horripilantes de la escuela, cosa que hizo que Estella sintiera envidia; pero yo no hubiera cambiado a la señorita Carson por ninguna aventura emocionante y temeraria.

Había llegado un nuevo año, y la atmósfera de Commonwood House parecía estar cambiando más aún. Yo no sabía de qué se trataba exactamente, pero el doctor era otro hombre. Lo oía reír a menudo; incluso cuando salía de la habitación de la señora Marline y ella había estado haciéndole feroces reproches, él ya no tenía aquella apariencia frustrada y deprimida que yo recordaba de los tiempos pasados. Con frecuencia lo oía tararear la melodía de una de las óperas de Gilbert y Sullivan que mucha gente cantaba por aquella época. Eso era algo que jamás hubiese hecho en el pasado.

Después, la señora Marline comenzó a tener mayor cantidad de días malos. No pudimos evitar agradecer aquello, porque el doctor Everest vino a verla y le dio un sedante que le provocaba somnolencia, cosa que hizo que reinara el silencio en la planta baja y los criados no tuvieran que escuchar aquellos petulantes toques de campana constantes.

La señorita Carson parecía feliz. Su agradable rostro estaba radiante, y eso le confería cierta belleza, que, aunque no se parecía a la de Zíngara, era lo que podría llamarse una luz interior.

Adeline también estaba feliz. Andaba por la casa, cantando para sí:

Brilla, brilla, pequeña estrella.

Yo me pregunto: ¿qué será ella?

Siempre que oigo esa canción, me veo transportada a aquellos días y entonces me doy cuenta, claro está, que eran el preludio de la tormenta que estaba a punto de estallar y sumergirnos a todos nosotros.

Pero durante esa época fuimos todos muy felices. Incluso Estella, que había dejado de suspirar por el colegio.

Yo advertí que los criados estaban siempre murmurando entre sí, y esos susurros se interrumpían abruptamente cuando aparecía uno de los niños.

Sabía que estaba ocurriendo algo, y me preguntaba vagamente qué sería.

El piso superior de Commonwood House estaba compuesto de buhardillas, habitaciones de forma extraña con techo en declive. Allí era donde dormían los criados. Las dependencias de los niños estaban justo debajo, en el tercer piso. Allí se hallaban nuestros dormitorios —el de Adeline, el de Estella, el de Henry, el mío, y los de Nanny y Sally, claro está—, y la sala de clase. La habitación de la señorita Carson estaba en la segunda planta, y en el primero estaba el dormitorio de los dueños de casa que en otra época habían ocupado el doctor y la señora Marline, y en el que ahora dormía el doctor solo.

Yo no sé por qué me desperté aquella noche, pero así fue. Quizá se debió a la luna casi llena que penetraba por la ventana e iluminaba mi cama. Abrí los ojos y la miré. Parecía estar muy cerca.

Entonces, de pronto, oí algo. Era como si hubieran cerrado una puerta. Pensé inmediatamente en Adeline, ya que su dormitorio estaba cerca del mío. La señorita Carson nos había dicho que debíamos tener cuidado con Adeline y hacerle sentir siempre que era exactamente igual que nosotros… no darle a entender nunca que era diferente en ningún sentido.

Me levanté de la cama y abrí silenciosamente la puerta. Todo estaba en silencio y no se veía rastro de Adeline. Vi que su puerta estaba cerrada, y entonces me dije que había imaginado oír algo. Quizá estaba soñando. Entonces oí un ruido que procedía de abajo. Miré por encima de la barandilla y vi a la señorita Carson. Caminaba con sigilo hacia las escaleras, como si deseara hacer la menor cantidad posible de ruido. Bajó hasta el piso siguiente y anduvo por el corredor hasta llegar a la habitación grande.

Luego, silenciosamente, hizo girar el pomo y entró.

Yo estaba asombrada. ¿Por qué querría ver al doctor a aquellas horas? ¿Podía ocurrirle algo malo a Adeline? Pero ella tenía que haber salido de su habitación e ido directamente a la de él. Yo no creía que hubiese estado en el dormitorio de Adeline.

Esperé durante un rato, pero nada ocurrió. Los minutos pasaban y la puerta del dormitorio principal permanecía cerrada.

Yo era muy pequeña y no comprendí plenamente el significado de todo aquello. Por supuesto, más tarde se me aclararon muchas cosas.

*****

Se apreciaba algo diferente en la señorita Carson. A veces se quedaba sentada, mirando al vacío como si pudiera ver cosas que permanecían invisibles para el resto de nosotros. Tenía una expresión dulce y hermosa en el rostro, que ahora parecía tocado por una vara mágica. Entonces, uno de nosotros decía algo que la sacaba de sus ensueños. Con nosotros era tan amable como siempre.

Por otra parte, en la casa estaba ocurriendo algo secreto. Parecía agradar y divertir a Nanny Gilroy, aunque era algo que desaprobaba. Pero yo había descubierto que a menudo le gustaban ciertas cosas, particularmente si eran de las que ella llamaba «chocantes», como cuando la esposa del panadero se escapó con un viajante de comercio, cosa que ella tachaba de categóricamente malvada, mientras sonreía satisfecha sentada en una silla y decía que la esposa del panadero acabaría mal, que no era ni más ni menos que lo que se merecía. Parecía sentirse muy complacida por aquello. Yo nunca le había tenido ni la menor simpatía, pero entonces me gustó aún menos.

Un día, la señorita Carson nos dijo que tendría que ausentarse para ver a alguien, y que regresaría al cabo de unos días. Cuando se marchó, Adeline fue presa del pánico. Tenía un miedo terrible de que su madre la hiciera llamar, y, siempre que estábamos en la planta baja, ella permanecía a mi lado y me cogía de la mano.

Cuando la señorita Carson regresó al cabo de una semana, Adeline se pegó a ella más que nunca.

—No te marches —le repitió una y otra vez.

La señorita Carson pareció a punto de ponerse a llorar, y abrazó a Adeline con fuerza.

—No quiero marcharme nunca, mi tesoro —le dijo—. Quiero quedarme aquí contigo, con Carmel, con Estella y… Sí, quiero quedarme para siempre.

Era el mes de septiembre. Lucian y Camilla, que habían estado en casa durante las vacaciones, regresarían muy pronto a la escuela. Lucian continuaba siendo amable conmigo, a pesar de que era mucho mayor. Siempre se fijaba en mí y charlaba conmigo. Eso a Estella no le gustaba mucho, lo cual hacía que aquellas atenciones fuesen doblemente apreciadas por mí. A ella le gustaba Lucian, y siempre estaba intentando conseguir que hablara con ella.

El clima se había hecho muy cálido y bochornoso. Tom Yardley decía que la lluvia estaba en el aire. De hecho, oíamos de vez en cuando un retumbar ocasional de los truenos que la anunciaban. Al mirar hacia atrás, pienso en eso como en un símbolo de lo que estaba a punto de ocurrir en Commonwood House.

La señora Marline había estado sintiéndose un poco mejor, y durante los últimos días Tom Yardley la sacaba en la silla de ruedas, a través de las puertaventanas, hasta un rincón sombreado del jardín donde ella leía o dormitaba.

Aquel día en particular, Lucian y Camilla vinieron de visita a Commonwood House, y tomamos el té en el salón de la planta baja. Puesto que la señora Marline estaba en el jardín, no teníamos que preocuparnos por no hacer demasiado ruido.

Lucian siempre llevaba la voz cantante en la conversación; era mayor que Henry y parecía más maduro que todos nosotros; lo respetábamos, y cuando hablaba, los demás lo escuchábamos sin interrumpirlo.

Había estado leyendo un libro sobre la minería de ópalos de Australia, y resultaba evidente que lo había fascinado; se puso a hablarnos de la piedra. Adeline estaba con nosotros, porque ella siempre quería tomar parte en las cosas que ocurrían, y Lucian siempre la incluía en el grupo.

—Son unas piedras fantásticas —nos decía, con aquel entusiasmo que manifestaba siempre por las cosas que le interesaban y que hacía que uno compartiera su deleite.

»Imaginaos que las estáis buscando y de pronto os encontráis con un ejemplar maravilloso. Tienen unos colores magníficos. Brillan con rojos, azules y verdes. Ésos son los que llaman ópalos negros. También los hay lechosos. Ésos se encuentran en otras zonas. Mi madre tiene un ópalo negro, pero no se lo pone con mucha frecuencia. Lo guarda en el banco, con otras joyas.

—La gente dice que traen mala suerte —intervino Camilla—. Por eso nuestra madre tiene el suyo guardado en el banco. Cree que la mala suerte se la atraerá al banco en lugar de a ella.

—¡Eso no es cierto! —dijo Lucian, echándose a reír—. Lo guarda en el banco por seguridad. Es muy valioso.

—Mi madre tiene un ópalo —declaró Henry—. Está en un anillo, y a veces lo lleva puesto.

—Pues quizá sea por eso por lo que tuvo el accidente —apuntó Camilla, decidida a insistir sobre su teoría de la mala suerte.

—Tonterías —contradijo Lucian con ligereza—. ¿Cómo puede traer mala suerte una piedra? La gente dice que traen mala suerte sólo porque se astillan con facilidad. Ya sabéis cómo comienzan estas historias. La gente comienza a exagerar y uno acaba obteniendo una superstición. Me gustaría ver el ópalo de tu madre.

—Ha estado en la familia desde hace mucho tiempo —explicó Henry—. Lo tiene en el joyero.

—No se lo pone con demasiada frecuencia —intervino Estella—. Por supuesto, algún día será mío. El ópalo tiene pequeños diamantes alrededor.

Lucian continuó, explicándonos cómo extraían los ópalos de las minas, cómo los separaban de la mena y los cortaban de acuerdo con la forma deseada. Habló de lo extraño que resultaba que sólo se los pudiera encontrar en determinadas zonas.

Cuando acabamos de tomar el té, Henry dijo que quería ir al pueblo a buscar algo para su bicicleta, y que Lucian iría con él.

—¿Regresarás aquí? —preguntó Adeline.

—Así lo espero —respondió Lucian.

Nosotras llevamos a Camilla a la sala de clase, y jugamos a los juegos de adivinanza que ella dijo que las chicas jugaban en el colegio después de apagarse las luces.

Justo antes de que los chicos se marcharan, la señora Marline había pedido que la sacaran del jardín y la llevaran a sus habitaciones; pero, después de un rato, aparentemente había decidido que, ya que hacía un día tan bonito y ella se encontraba mejor, prefería volver a salir; Tom Yardley la sacó al exterior y en la casa volvió a reinar la paz.

Lucian y Henry no regresaban. Yo supuse que se habían marchado a otro sitio, y nosotras fuimos caminando a The Grange con Camilla.

Al regreso la señora Marline continuaba en el jardín.

De inmediato subí a mi habitación, y poco después comenzaron los problemas.

El escándalo se produjo en la planta baja, y descendí la escalera para averiguar de qué se trataba.

Adeline estaba tremendamente acongojada. Se hallaba sentada en el piso de la habitación del dormitorio de su madre, con un cajón del escritorio boca abajo, a su lado, y el contenido desparramado en torno a ella. Aparentemente lo había abierto, y el cajón se había salido del carril. Ella lo había dejado caer y ahora yacía boca abajo sobre la alfombra. Al hallarse en semejante apuro, Adeline no pensó en nada más que en gritar para pedir ayuda con la esperanza de que una de nosotras, preferentemente la señorita Carson, viniera a ayudarla a salir de aquella situación antes de que su madre descubriera que había estado en su habitación, revolviéndole el escritorio.

Desgraciadamente, sus gritos fueron oídos por la señora Marline. Casualmente, Tom Yardley estaba cerca, y ella le ordenó que empujara la silla de ruedas; en la habitación se encontró con Adeline sentada en el piso y rodeada por el contenido de aquel cajón. Para entonces, había llegado Nanny Gilroy. Siguió una escena desgarradora que yo, dado que estaba en el vestíbulo, pude observar a través de la puerta abierta. La señora Marline estaba mirando con asco a la sollozante Adeline.

—Yo sólo quería enseñárselo a Lucian —gritaba Adeline entre sollozos—. Sólo mirarlo. Yo no quería que… se salió cuando tiré de él…

—Deja de lloriquear, niña —le ordenó la señora Marline—. Tienes un aspecto ridículo. Yardley, recoja esas cosas y vuelva a ponerlas en su sitio.

Tom Yardley hizo lo que se le ordenaba.

—Ven aquí —espetó la señora Marline a la acobardada Adeline—. Niña estúpida, ¿cuándo vas a aprender un poco de sensatez?

—Yo sólo quería que Lucian viera el anillo de ópalo. Yo sólo quería…

—¡Silencio! ¿Cómo te atreves a entrar en mi dormitorio y abrir mis cajones?

—Yo sólo quería…

La señorita Carson había bajado.

—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó.

—Creo que Adeline entró ahí y abrió un cajón que se salió del carril —le respondí—. Lucian estuvo hablando de los ópalos, y Adeline quería enseñarle el anillo de su madre.

—Pobre criatura. Ésa no es forma de tratarla. No la ayudará en absoluto.

—Serás castigada —le dijo la señora Marline—. Te irás a tu habitación y te quedarás allí sin luz cuando oscurezca.

Adeline profirió un aullido de terror. Entonces la señorita Carson entró en la habitación. Adeline dejó escapar un alarido de júbilo, corrió hacia ella y la abrazó.

—No te preocupes —le dijo la señorita Carson a Adeline—. Nadie va a hacerte daño.

Adeline continuó sollozando, aferrada a la señorita Carson.

—¿Cómo se atreve a interferir? —gritó la señora Marline—. ¡Qué impertinencia! Esto es realmente demasiado. Debe marcharse inmediatamente de esta casa.

—No, no, no —chilló Adeline.

—No puedo creer lo que oigo —dijo la señora Marline—. ¿Es que habéis perdido todos la razón? ¡Señorita Carson, cómo se atreve a entrar aquí!

—Adeline no pretendía hacer ningún daño, y no lo ha hecho —respondió la señorita Carson con firmeza—. Vámonos, Adeline.

Adeline se aferró a la mano de la institutriz, mientras la señora Marline las miraba con asombro. La señorita Carson salió por la puerta con Adeline, y dio unos pasos por el vestíbulo. Luego, repentinamente, soltó un grito suave, se tambaleó y hubiera caído al suelo si Nanny Gilroy no se hubiera adelantado para cogerla. En cambio, se deslizó hasta el suelo y quedó tendida sobre la alfombra. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.

—Se ha desmayado —dijo Nanny, con una expresión de satisfacción feroz en el rostro—. Se ha desmayado bien desmayada.

—¿Puede saberse qué está ocurriendo? —preguntó la señora Marline desde la habitación.

—La institutriz se ha desmayado, señora —respondió Nanny—. Yo cuidaré de ella.

Adeline miraba a la señorita Carson con desesperación. Yo estaba horrorizada. Aquello parecía demasiado irreal.

La señora Barton apareció, corriendo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—La institutriz se ha desmayado bien desmayada —dijo Nanny, y en su tono había algo significativo que yo capté muy ligeramente. Era casi como si le estuviera diciendo a la señora Barton: «Ya se lo advertí yo».

Los minutos siguientes fueron algo parecido a las pesadillas, con un toque de irrealidad. Yo oía que Adeline sollozaba y gritaba.

—¡Despiértate! ¡Despiértate, y no dejes que ella me haga daño! —le pedía.

Nanny le susurraba a la señora Barton:

—Pronto llegará Annie. Sería una buena idea que le echara un vistazo a la institutriz —decía.

Le dio un codazo a la señora Barton, que sonrió satisfecha. Era como si compartieran alguna broma secreta.

Entonces, para mi alivio y el de Adeline, la señorita Carson abrió los ojos.

—¿Qué… qué…? —comenzó a decir.

—Se ha desmayado, querida —le explicó solícita la señora Barton.

La señorita Carson miró en torno de sí con expresión de pasmo y miedo. Adeline estaba arrodillada junto a ella, aferrada a su mano.

—No te desmayes —le imploró—. Quédate aquí… conmigo.

—La ayudaré a levantarse, querida —ofreció la señora Barton—. Será mejor que vaya a su habitación y se eche.

—Eso es —dijo Nanny—. Vaya a echarse. Ha tenido un feo desvanecimiento.

La señorita Carson se marchó a su habitación. Nanny y la señora Barton la acompañaron, y nosotras las seguimos pegadas a sus talones.

Yo estaba tan perturbada por la escena que acababa de presenciar, que incluso llegué a entrar en el dormitorio de la señorita Carson. Se tendió sobre la cama y se quedó mirando al techo con unos ojos en los que había miedo.

—Eso es, quédese echada durante un rato —le dijo la señora Barton—. No debe disgustarse, ya sabe.

Vi que las comisuras de los labios de Nanny se levantaban para dibujar aquella familiar sonrisa satisfecha. Luego sus ojos se posaron sobre mí y Adeline.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó—. Marchaos y dejadnos tranquilas.

Yo cogí a Adeline de la mano y salí.

—La señorita Carson no está enferma, ¿verdad? —preguntó ansiosamente Adeline.

—Se pondrá bien —le dije.

—No van a despedirla, ¿verdad?

Yo le apreté la mano.

—Oh, no, no —le respondí, sin convicción alguna.

Tenía que tranquilizar a Adeline. No podía soportar ver su rostro tan contorsionado por el miedo.

Nanny Gilroy salió detrás de nosotras, cogió a Adeline por la mano y la alejó de mí.

Me marché a mi dormitorio. Sabía que estaba a punto de ocurrir algo dramático. Creía que a la señorita Carson le ordenarían hacer sus maletas y marcharse. La señora Marline no permitiría nunca que alguien a quien ella empleaba le hablase como lo había hecho la señorita Carson. Ya había estado a punto de que la despidiera en una ocasión anterior. Esta vez no podría volver a salvarse. Al igual que Adeline, yo me sentía desgraciada al imaginar cómo sería la casa sin nuestra institutriz.

Cuando Annie Logan vino a las seis y media para atender a la señora Marline, Nanny Gilroy la llevó a la habitación de la señorita Carson. Yo abrí la puerta de mi habitación para espiar por encima del balaustre, y las vi en el corredor.

—Sería mejor que le echaras una mirada, Annie. Se desmayó de repente. Quiero decir que no es normal que una mujer joven se desmaye de esa manera. Podría tener algo malo.

Entraron, y la puerta se cerró.

Yo me quedé por las inmediaciones, esperando, y pasado un rato salieron y se marcharon a la cocina a tomar la taza de té de costumbre. Yo observaba y esperaba. Permanecieron allí durante un buen rato con la señora Barton, y a mí me hubiera gustado oír lo que estaban diciendo.

Luego se abrió la puerta y oí la voz de Nanny.

—No es más que lo correcto y apropiado. La señora debe saberlo. ¡Imagínese! ¡Piense en ello! Le advierto que yo lo sospechaba desde el principio, y sé que usted también.

Annie Logan, escoltada por Nanny y la señora Barton, entró en la habitación de la señora Marline. No pude oír lo que allí se decía; por primera vez, la señora Marline no se puso a gritar. Luego salieron, y Annie Logan se marchó en su bicicleta mientras que Nanny y la señora Barton regresaron a la cocina para continuar su conversación.

Cuando el doctor regresó a casa, la señora Barton le dijo que la señora quería verlo sin demora. Yo sabía que entonces iba a discutirse el futuro de la señorita Carson y, como me había convertido en una fisgona muy diestra, me las arreglé para oír parte de la discusión.

A causa de que el día era caluroso, las puertaventanas que comunicaban la habitación de la señora Marline con el jardín estaban abiertas. Me acerqué tanto como me permitió el valor, y conseguí esconderme de alguna manera detrás de un arbusto; a pesar de que no pude oírlo todo, escuché algunos fragmentos, especialmente cuando la señora Marline levantó la voz como lo hacía al encolerizarse; en aquel momento estaba realmente furiosa.

—¡Vaya una insolencia la de esa mujer! ¡Atreverse a decirme cómo debo tratar a mi propia hija!

Luego oí el sordo retumbar de la voz del doctor, pero me resultó indescifrable.

—¿Tú vas a defender a esa marrana? Esto es el colmo. Va a marcharse ahora mismo. Sería escandaloso que se quedara en la casa. ¿Vas a despedirla tú… o… me lo dejarás a mí? Quiero que se marche de esta casa. Deja que se quede por esta noche, y luego… que se vaya.

El doctor debió de marcharse después de eso, porque todo quedó en silencio.

Yo me escabullí al interior de la casa y, obedeciendo a un impulso, me encaminé hacia la habitación de la señorita Carson. Llamé a la puerta con los nudillos.

—Pasa —me dijo ella cuando oyó mi voz.

Entré. Adeline estaba echada en la cama con ella, y la rodeaba con los brazos. Estaba llorando y la señorita Carson la consolaba.

Yo me sentí embargada por la emoción y me acerqué a la señorita Carson; las tres estábamos tendidas en la cama, abrazadas las unas a las otras, cuando llegó el doctor.

Estaba pálido y tenía aspecto de desdicha.

—Oh, papá —sollozó Adeline—. No permitas que se marche la señorita Carson.

—Debemos hacer todo lo posible para conseguir que se quede —respondió él.

—Sí, sí, sí —exclamó Adeline.

—Y ahora, niñas, tengo algo importante que decide a la señorita Carson. Carmel, ¿quieres llevarte a Adeline fuera?

Nos levantamos de la cama y Adeline corrió hacia su padre y le cogió una mano.

—Por favor… por favor… haz que se quede.

—Mi querida niña —comenzó él, y se interrumpió para besarla. Era algo que no le había visto hacer nunca—. Haré todo lo que esté de mi mano —le aseguró.

Luego él me sonrió con dulzura y, tras coger a Adeline de la mano, me la llevé de allí.

*****

Aquélla fue una noche extraña. Dormí poco, y cuando me desperté con las primeras luces del día, tenía una profunda sensación de presagio. Sabía que aquél sería un día importante.

Por supuesto, era el día en que Henry se iría de vuelta al colegio. Saldría de casa a las diez de la mañana, al igual que la primera vez. En aquella ocasión se había olvidado todo ante la partida de Henry, y éste parecía un día muy similar.

Henry había pasado la velada con Lucian, en The Grange, y no parecía saber nada de los acontecimientos de la noche anterior; pero, al mismo tiempo, Henry raramente se interesaba por nada que no fuese su propio interés inmediato y, dado que la señorita Carson había jugado un papel muy insignificante en su existencia, no se daba cuenta —o no le importaba— de la tragedia que su marcha representaría.

El doctor lo llevó hasta la estación, como había hecho siempre, y allí se encontró con Lucian, con quien realizaría el resto del viaje. Tras despedirse de ambos muchachos, el doctor se encaminó hacia su consultorio, del que no regresaría hasta la tarde. Resultaba extraño que, después del drama de la noche anterior, todo hubiera parecido retornar a la normalidad; sin embargo, claro está, la situación estaba muy lejos de ser normal, y aquella tranquilidad era lo que la gente llama la calma que precede a la tormenta. La señora Marline insistiría en que la señorita Carson se marchara y… ¿podría el doctor evitar su despido?

La señorita Carson no se sentía lo suficientemente bien como para darnos clase. Estella se alegró de ello. Ella sabía que había habido problemas entre la señorita Carson y su madre, y me dio la impresión de que sabía algo que entonces se negó a revelarme. Se marchó a ver a Camilla, que no regresaría al colegio hasta al cabo de algunos días.

Yo no la acompañé. No quería salir de la casa porque no sabía cuándo podía tener lugar el siguiente acontecimiento trascendental.

La señora Marline permaneció en su habitación, en silencio.

Yo oí que Nanny le decía a la señora Barton:

—La señora está disgustada. ¿Quién no lo estaría? Espere hasta que regrese el doctor, y entonces comenzarán los fuegos artificiales.

En el silencio de aquella tarde había algo ominoso que impregnaba toda la casa. Se rompería cuando regresara el doctor, y ése sería el momento de los «fuegos artificiales».

Sin embargo, se produjo antes de su llegada. Comenzó cuando Tom Yardley entró en la habitación de la señora Marline para ver si quería que la sacara al jardín. Tom Yardley parecía predestinado a hacer descubrimientos trascendentales.

Las puertaventanas estaban abiertas, así que llamó con los nudillos y pronunció el nombre de la señora. No obtuvo respuesta alguna, y entonces miró al interior del dormitorio. La señora Marline se hallaba en la cama, y él pensó que estaba profundamente dormida, así que decidió dejarla tranquila; pero, ya a punto de marcharse, oyó un extraño sonido gorgoteante que no le pareció del todo normal. Tom Yardley pensó que sería mejor dar cuenta de aquello, y se encaminó hacia la cocina. La señora Barton estaba allí, y él le notificó su descubrimiento.

Ambos regresaron a la habitación de la señora Marline, la cual estaba en silencio y ya no profería sonido gorgoteante alguno; sin embargo, los dos creyeron que tenía un aspecto diferente, y la señora Barton dijo que no harían daño alguno si mandaban llamar al doctor Everest.

Tom se marchó a buscarlo, pero el doctor Everest estaba con un paciente, y pasó más de una hora antes de que llegara a Commonwood House, y al entrar en la habitación se encontró con que la señora Marline estaba muerta.