Capítulo 9

Pocos días después, Philippe y Claude volvieron de París, y la efímera intimidad surgida entre el conde y yo desapareció como por ensalmo.

Claude y el conde salían con frecuencia a dar paseos a caballo. A Philippe no le gustaba demasiado cabalgar. A veces, los veía desde la ventana de mi cuarto riendo y charlando y recordaba la conversación que escuché la noche del baile.

Ahora Claude estaba casada con Philippe y su hogar era el castillo. Actuaba como dueña del mismo aunque no fuese la mujer del conde. Pronto me di cuenta del papel verdadero que desempeñaba. Ocurrió al día siguiente de su regreso. Unos quince minutos antes de la cena oí unos golpecitos en la puerta de mi cuarto y me sorprendió ver a la sirvienta trayendo la bandeja porque durante la ausencia de Philippe y Claude había cenado en el comedor, y estaba ya dispuesta para bajar, luego de haberme puesto mi vestido de seda marrón.

Cuando la sirvienta hubo dejado la bandeja sobre la mesita, le pregunté quién le había ordenado traerla.

—La señora —respondió—. Boulanger ordenó a Jeanne retirar el cubierto que había puesto para usted. Y madame indicó que la cena debía servírsele aquí. Boulanger respondió que cómo podía saberlo estando en la cocina, y añadió que usted había cenado estos días con el conde y mademoiselle Geneviève. Bueno, ésta ha sido la orden de madame.

Mi mirada resplandeció de cólera, aunque me las compuse para ocultarla a la sirvienta.

Imaginé la consternación del conde al no verme allí.

«¿Dónde está mademoiselle Lawson?», preguntaría.

«He dicho a los sirvientes que le lleven la cena a su cuarto». Respondería Claude. «No es posible invitarla. Ten en cuenta que es sólo una empleada».

Imaginé el rostro del conde oscureciéndose de desprecio hacia aquella mujer y de anhelo por mí.

«¡Qué tontería! Boulanger, ponga un cubierto, por favor. Y vaya en seguida avisar a mademoiselle Lawson y decirle que esperamos nos honre con su presencia».

Pero la comida se iba enfriando en la bandeja y nada sucedía como yo imaginaba. No llegó recado alguno. Lamenté mi estupidez. Aquella mujer era su amante; la había casado con Philippe para tenerla en el castillo sin provocar escándalos, porque era tan prudente como para comprender que no podía permitírselos. Incluso los reyes, en sus castillos, se habían mostrado siempre circunspectos.

En cuanto a mí, no era más que una forastera embebida en su trabajo y con la que resultaba divertido conversar durante un rato cuando uno estaba confinado en el castillo.

Naturalmente, la presencia de tal persona no era necesaria, una vez que Claude, la dueña de la mansión, estaba ya de regreso.

*****

Me desperté sobresaltada al darme cuenta de que alguien había entrado en mi cuarto, y me miraba desde los pies de mi cama.

—Señorita —dijo Geneviève acercándose a mí, con una vela en la mano—. He oído cómo llamaban hace sólo unos minutos. Y usted me dijo que si ocurría viniera a avisarla.

—Geneviève… —balbucí, sentándome en la cama. Los dientes me castañeteaban. Debí haber sufrido una pesadilla segundos antes de aquel brusco despertar.

—¿Qué hora es?

—La una. Lo he oído. Tap… tap… Y tengo mucho miedo. Usted me dijo que iríamos a investigar… las dos juntas.

Me puse las zapatillas y la bata.

—Deben ser imaginaciones tuyas, Geneviève.

—Igual que las otras veces, tap, tap, como si alguien intentara avisarme de algo.

—¿Dónde?

—Venga a mí cuarto. Se oye perfectamente.

La seguí hasta la sala de estudios, que se encontraba en la parte más antigua del castillo.

—¿Has despertado a Nounou? —pregunté.

Movió la cabeza negativamente.

—Nounou nunca se despierta. Dice que en cuanto cae dormida es como si estuviera muerta.

Fuimos al cuarto de Geneviève y escuchamos. Reinaba un profundo silencio.

—Espere un poco, señorita —rogó—. A veces se para, pero después continúa.

—¿De qué dirección viene?

—No lo sé. Me parece que de abajo.

Las mazmorras se encontraban en aquella parte del edificio. Geneviève debía saberlo, y teniendo en cuenta su imaginación, no era extraño que sufriera tales alucinaciones.

—Volverá a oírse en seguida. Estoy segura —me dijo—. Oiga, parece que…

Permanecíamos sentadas en medio de una gran tensión. Un pájaro cantó en los limoneros.

—Es una lechuza —dije.

—Desde luego. ¿Cree que no lo sé? Oiga, oiga.

Y entonces yo también oí unos golpecitos, al principio suaves y luego más fuertes.

—Es abajo —dije.

—Señorita… usted me aseguró que no tendría miedo.

—Iremos a comprobar lo que sucede.

Tomé la vela y la precedí por la escalera que conducía hacia los pisos inferiores.

La confianza de Geneviève en mi valor personal me confería nuevos ánimos. Me hubiera sentido muy temerosa caminando por el castillo a solas en plena noche.

Habíamos llegado a la puerta de la galería de armas, y nos detuvimos para escuchar. Pudimos oír el ruido con toda claridad. No estaba segura de lo que era, pero noté cómo se me ponía la carne de gallina. Geneviève me apretó el brazo y a la luz de la vela pude ver la expresión horrorizada de sus ojos. Iba a decir algo, pero la disuadí con un movimiento de cabeza.

El sonido se oyó otra vez. Sentí el deseo incontrolable de dar media vuelta y echar a correr hacia mi cuarto.

Y estaba segura de que Geneviève pensaba igual. Pero como ella no esperaba semejante comportamiento de mí, no era posible decirle que yo también sentía temor, que estaba bien ser atrevido a plena luz, y una cosa muy distinta penetrar en las mazmorras de un viejo castillo a medianoche.

Señaló la escalera de caracol y yo me recogí las faldas sosteniéndolas con la misma mano con la que llevaba la vela, porque la otra la necesitaba para aferrarme a la barandilla. Y de este modo empezamos a bajar.

Geneviève iba tras de mí. De pronto tropezó y de no ser porque le serví de sostén, hubiera rodado por las escaleras. Dejó escapar un leve grito, pero en seguida se llevó las manos a la boca para sofocarlo.

—No me pasa nada —murmuró—. Me he pisado la bata.

—Por lo que más quieras, procura no caerte.

Hizo una señal de asentimiento, y por unos segundos permanecimos en la escalera de caracol intentando calmarnos; pero el corazón me latía fuertemente y sabía que a Geneviève le pasaba lo mismo. En cualquier momento podía indicarme: «Volvamos; no hay nada». Y a mí me alegraría mucho obedecerla.

Pero su persistente fe en mi entereza la impidió pronunciar tales palabras.

Reinaba un completo silencio. Me recliné contra el muro sintiendo la frialdad que penetraba por mis ropas, contrastando con la mano caliente de Geneviève aferrada a mi brazo. La jovencita no me miraba.

Me dije que todo aquello era absurdo. ¿Qué hacíamos vagando por el castillo en plena noche? ¿Y si nos descubriera el conde? ¡Vaya papel que representaríamos! Lo más prudente era volver en seguida a nuestras habitaciones, y a la mañana siguiente dar cuenta de lo que habíamos oído. Pero si obraba así, Geneviève creería que tenía miedo, en lo cual desde luego no se hubiera equivocado. Si no continuaba, me perdería aquel respeto que a mi modo de ver era origen de mi relativa autoridad sobre ella y que era preciso conservar a toda costa si quería verla abandonar las obsesiones que la obligaban a actuar de manera tan extraña.

Me levanté un poco más las faldas para bajar mejor la escalera, y cuando llegamos al fondo empujé la puerta claveteada de hierro que conducía a las mazmorras. La oscura caverna se abrió ante nosotros y su visión me hizo sentir renovados deseos de no pasar más adelante.

—El ruido viene de ahí —susurré.

—Oh, señorita… no puedo seguir.

—No tengas miedo. No hay más que las viejas jaulas.

Geneviève me tiraba del brazo.

—Volvámonos, miss.

Desde luego parecía estúpido seguir avanzando con sólo la luz de la vela. El suelo era desigual y el tropezón de Geneviève en la escalera hubiese debido servirnos de advertencia. Allá abajo todo era aún más peligroso. Aquella atmósfera irreal y helada resultaba tan repelente que mi instinto me inducía a volverme.

Levanté un poco la vela y pude ver las paredes húmedas cubiertas de musgo y la profunda oscuridad extendiéndose ante nosotros. Vi dos o tres jaulas con sus gruesas cadenas en las que hombres y mujeres estuvieron prisioneros de los de la Talle.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté.

Mi voz despertó ecos fantasmales. Geneviève se apretó junto a mí y pude notar que temblaba.

—Aquí no hay nadie, Geneviève.

—Volvámonos, señorita —propuso con presteza.

—Volveremos cuando sea de día —indiqué.

—Sí… sí…

Me había cogido de la mano y tiraba de mí. En aquellos breves segundos me pareció entrever una imagen terrible, como si una sombra me mirase en la oscuridad impulsándome a avanzar… a penetrar en aquella oscuridad hasta llegar a un extraño destino.

—Señorita… vámonos.

Pero la impresión se disipó en seguida. Cuando Geneviève subía la escalera ante mí, me pareció tener los pies de plomo y no poder levantarlos. Casi creí oír rumor de pasos a mi espalda, y sentir cómo una mano helada se posaba sobre mí para atraerme de nuevo hacia las tinieblas. Tenía la garganta apretada y casi no podía respirar. Él corazón me latía fuertemente. La luz de la vela osciló de acá para allá y durante unos segundos pensé, horrorizada, que se iba a extinguir. Parecía como si nunca pudiésemos llegar a la parte superior de la escalera. Sin embargo, sólo estuvimos un minuto en ella. Al llegar arriba me detuve unos instantes, jadeando. Nos encontrábamos ante la puerta donde estaba la trampa de la oubliette.

—Vamos, señorita —dijo Geneviève castañeteándole los dientes—. Tengo frío.

Ascendimos los pocos escalones que quedaban.

—Señorita —dijo Geneviève—, ¿me deja quedarme en su cuarto esta noche?

—Desde luego.

—Si regreso al mío… quizá moleste a Nounou.

No le respondí que a Nounou no se la molestaba nunca. La joven había compartido mi miedo y era natural que no quisiera dormir sola.

Permanecí despierta largo rato, repasando en la memoria cada minuto de aquella aventura nocturna.

Me dije que el temor a lo desconocido es herencia de nuestros antepasados salvajes. ¿Qué me asustó cuando estábamos en los calabozos? ¿Los fantasmas del pasado? ¿Algo que sólo existía en una mente infantil?

Sin embargo, al dormirme, mis sueños estuvieron poblados de rumores, y en ellos apareció una joven que no podía lograr su descanso eterno porque murió violentamente y ahora deseaba volver al castillo para explicarme lo sucedido.

Tap. Tap.

Me senté, sobresaltada, en la cama. Era la sirvienta con el desayuno.

Geneviève debió haberse despertado más temprano porque no estaba en mi habitación.

*****

A la tarde siguiente volví a bajar a las mazmorras. Había intentado que Geneviève me acompañara, pero no la pude encontrar. Por otra parte sentía un poco de vergüenza por mis terrores de la noche anterior, y deseaba demostrarme que no había nada que temer.

Sin embargo, había oído el ruido de los golpes, igual que Geneviève, y tenía interés en descubrir de qué podía tratarse.

Era un día soleado y bajo aquella fuerte claridad todo tenía un aspecto distinto. Incluso la vieja escalera no estaba completamente a oscuras porque los rayos de luz penetraban por las angostas troneras. No obstante, el lugar era tenebroso, aunque muy diferente de cuando lo vi a la luz de una vela.

Llegué a la entrada de las mazmorras y me quedé mirando la oscuridad. Incluso en aquel día deslumbrador no era fácil distinguir los contornos. Pero después de que mis ojos se acostumbraron, pude ir distinguiendo los horribles agujeros que ellos llamaban jaulas.

Apenas había entrado en el calabozo cuando la pesada puerta se cerró de improviso tras de mí. No pude reprimir un grito. Una sombra oscura se acercó por detrás y una mano agarró mi brazo.

—¡Mademoiselle Lawson!

Me quedé helada.

El conde estaba junto a mí.

—Yo… yo… Me ha asustado usted.

—Ha cometido una tontería. ¡Qué oscuro está todo con la puerta cerrada! —exclamó.

Lo sentía muy cerca de mí.

—Quise saber quién había aquí —continuó—. Pero debí comprender que era usted. ¡Siempre tan interesada en las cosas del castillo! Y le gusta explorar lugares tan tétricos como éste. Debe resultarle en extremo atractivo.

Me puso una mano sobre el hombro. Si hubiera querido protestar no hubiera podido, porque me sentía dominada por un miedo atroz, incrementado por la ignorancia de su motivo.

Su voz sonó más próxima a mi oído.

—¿Qué quería usted descubrir, mademoiselle Lawson?

—No lo sé. Geneviève oyó ruidos. Anoche bajamos a investigar, y yo le prometí volver aquí de día.

—¿También ella vendrá?

—Quizá.

Se echó a reír.

—¿Ruidos? —preguntó—. ¿Qué ruidos?

—Como si alguien llamara. Geneviève me lo había mencionado. Vino a mi habitación y acordamos que si los oía otra vez bajaríamos a investigar.

—Es fácil descubrir la causa —respondió—. A ciertos insectos les gusta alimentarse del maderamen de este viejo castillo. Siempre los hubo.

—¡Oh…! Comprendo.

—Debió habérsele ocurrido. Seguramente también los hay en sus viejas casas inglesas.

—Sí, sí, claro; pero estos muros de piedra…

—Aquí hay mucha madera —respondió, apartándose de mí y dirigiéndose a la puerta para abrirla. Ahora me era posible ver con mayor claridad los terribles agujeros y cadenas. El conde estaba pálido y su expresión me pareció más velada que de costumbre—. Si hubiera demasiados insectos nos causarían grandes problemas —dijo, haciendo una mueca y encogiéndose de hombros.

—¿Tendrán que investigarlo?

—Sí; con el tiempo —respondió—. Después de terminada la vendimia. De todos modos, tardarán mucho en hacer daño. Hace sólo un decenio que se llevó a cabo una revisión general. No creo que debamos preocuparnos mucho.

—¿Pensó que valía la pena echar una ojeada? —pregunté.

—No —respondió—. La vi bajar la escalera y la he seguido. Me dije que quizá hubiese realizado algún descubrimiento.

—¿De qué clase?

—Tal vez alguna obra de arte escondida. ¿Recuerda lo que me dijo?

—Sí, pero ¿aquí, en este lugar?

—Nunca se sabe dónde estará un tesoro.

—Desde luego.

—Por el momento no diremos a nadie lo de esos ruiditos —me indicó—. No quiero que se entere Gautier. Haría venir a los expertos en seguida y más vale esperar hasta después de la vendimia. No puede imaginar, mademoiselle Lawson, la febril actividad que se apodera de todos en esa época, aunque ya tendrá ocasión de verlo. Y en tales días es mejor dejar en paz al castillo.

—¿Puedo contar a Geneviève lo que opina usted de esos golpes?

—Sí, dígaselo. Y aconséjela que duerma y que no se preocupe.

—Así lo haré —prometí.

Subimos juntos la escalera y como siempre que iba en su compañía mis sentimientos adoptaron formas muy diversas. Había sido atrapada espiando, pero por otra parte me sentía contentísima por haber podido hablar de nuevo con el conde.

*****

Cuando, al día siguiente, salimos a caballo Geneviève y yo, expliqué a la joven lo que había sucedido.

—¡Insectos! —exclamó—. Son casi tan malos como los fantasmas.

—¡Qué tontería! —respondí riendo—. Se trata de seres tangibles que pueden ser destruidos.

—¡Si no son ellos los que destruyen las casas! ¡Uf! No me gusta la idea de sufrir a esos bichos. Pero ¿por qué hacen tanto ruido?

—Golpean la madera para atraer a sus parejas.

Aquello hizo reír a Geneviève, y nos pusimos muy alegres. Noté que se sentía aliviada.

Era un día muy hermoso. Habían estado cayendo chubascos intermitentes durante toda la mañana, y la hierba y los árboles despedían un intenso y fresco aroma.

Las vides, que habían sido enérgicamente podadas, despojándolas de casi un noventa por ciento de su follaje, tenían un aspecto muy bonito y saludable. Sólo las más robustas sobrevivían, dentro de un espacio suficiente para absorber la claridad solar y dar unos racimos dulces que produjeran el auténtico vino del castillo.

De pronto, Geneviève dijo:

—Me gustaría que cenara con nosotros, señorita.

—Gracias, Geneviève —le respondí—, pero no puedo acudir si no me invitan, y de todos modos estoy perfectamente cenando en mi habitación, sola.

—Papá y usted solían charlar con frecuencia.

—Sí.

Se echó a reír.

—Preferiría que ella nunca hubiera llegado al castillo. No me gusta. Y creo que tampoco yo le gusto a ella.

—¿Te referías a tu tía Claude?

—Sabe usted muy bien a quién me refiero. Por otra parte, no es mi tía.

—Te será más fácil llamarla así.

—¿Por qué? No es mucho mayor que yo. Todos parecen olvidarse de que he crecido. Vayamos a Maison Bastide y veamos qué hacen por allí.

Su cara, que acusaba profundo disgusto al hablar de Claude, cambió ante la perspectiva de ir a casa de los Bastide, y como yo temía sus repentinos cambios de humor, me sentí aliviada al dirigir a Bonhomme hacia la casa.

Encontramos a Yves y a Margot en el jardín. Llevaban cestos y se agachaban examinando el sendero mientras cantaban con sus voces infantiles o se gritaban el uno al otro.

Atamos los caballos al poste y Geneviève corrió hacia los niños, preguntándoles qué hacían.

—¿No lo adivinas? —inquirió Margot, que se encontraba en ese punto de la vida en que uno se inclina a considerar muy ignorantes a todos cuantos no saben determinada cosa.

—¡Caracoles! —exclamó Geneviève.

Yves la miró sonriendo y le mostró el cesto en el que había muchos de ellos.

—Vamos a comérnoslos —explicó.

Incorporándose empezó a bailar y a cantar:

C’était un petít bonhomme luron

C’était un petít bonhomme

Qui allait a Montbron…

—¡Mira éste! —gritó—. Jamás irá a Montbron. Ven, mon petit bonhomme. —Sonrió a Geneviève—. Vamos a comernos estos caracoles. La lluvia los ha hecho salir. Toma un cesto y ayúdanos.

—¿Qué cesto? —preguntó Geneviève.

—Jeanne te dará uno.

Geneviève corrió hacia la parte posterior de la casa y rodeándola entró en la cocina, donde Jeanne estaba ocupada preparando un pot-au-feu. Apenas llegar allí, la joven experimentaba un cambio radical.

Yves balanceó el cuerpo.

—Tiene usted que venir a la comida, miss Dallas —dijo.

—¡Pero si aún faltan dos semanas! —exclamó Margot.

—Los guardamos dos semanas y luego se los prepara con ajo y perejil. —Yves se pasó las manos por el estómago, como si disfrutara de antemano—. ¡Son deliciosos!

Empezó a entonar de nuevo su canción de los escargots mientras Geneviève volvía con el cesto y yo entraba en la casa para hablar con madame Bastide.

*****

Dos semanas más tarde, cuando los caracoles estuvieron en las condiciones adecuadas, Geneviève y yo fuimos invitadas a Maison Bastide. Su costumbre de convertir en fiesta cualquier pequeño episodio era encantadora, y resultaba muy agradable para los niños. Pensé que la idea era excelente porque Geneviève disfrutaba mucho, y cuando se sentía feliz su conducta mejoraba a ojos vistas, como si realmente le interesara complacer a los demás. Pero cuando emprendíamos el camino nos cruzamos con Claude, quien al parecer venía de las viñas. Yo la vi antes que ella a nosotras. Tenía el rostro sonrojado y parecía meditabunda. Su belleza me sorprendió. Al vernos cambió en seguida de expresión.

Nos preguntó dónde íbamos y le dije que estábamos invitadas en casa de los Bastide.

Cuando Claude continuó su paseo, Geneviève dijo:

—Le hubiera encantado prohibírnoslo. Se cree el ama del castillo, pero no es más que la esposa de Philippe. Se porta como…

Entorné los ojos y me dije: «Esta joven es mucho menos inocente de lo que parece. Sabe perfectamente cuáles son las relaciones que existen entre esa mujer y su padre». Pero no dije nada, y continuamos hasta Maison Bastide.

Yves y Margot, que ya nos esperaban, nos hicieron objeto de una acogida estruendosa.

Era la primera vez que yo comía caracoles y todos se rieron de mis ascos. Estoy convencida de que eran deliciosos, pero no pude tragarlos con el mismo entusiasmo que el resto de los reunidos.

Los niños hablaron de los caracoles y de cómo rezaban a los santos para que mandasen lluvia y los hiciesen salir. Geneviève escuchaba con gran interés, gritando tanto como los demás y cantando con ellos la canción del escargot.

Cuando estábamos a mitad de la comida apareció Jean-Pierre. En aquellos últimos tiempos lo había visto muy poco, por estar sumamente ocupado en los viñedos. Me saludó con su galantería acostumbrada y no pude menos de notar, no sin alarma, el cambio que su presencia provocó en Geneviève: la cual pareció perder de improviso su aire infantil, mientras escuchaba con gran interés todo cuanto él decía.

—Ven a sentarte a mi lado, Jean-Pierre —le invitó. Y sin vacilar acercó una silla a la mesa, introduciéndola entre la suya y la de Margot.

Siguieron hablando de los caracoles, y Jean-Pierre cantó con su hermosa voz de tenor, mientras Geneviève lo miraba con expresión soñadora.

Jean-Pierre notó mi interés e inmediatamente se volvió hacia mí. Geneviève dijo:

—Tenemos insectos en el castillo. Preferiría que fuesen caracoles. ¿Entran en las casas? ¿Hacen ruido con sus conchas?

Trataba desesperadamente de atraer su atención, y lo consiguió.

—¿Insectos en el castillo? —preguntó el joven.

—Sí. Y hacen ruido. La señorita y yo bajamos en plena noche, ¿se acuerda? Llegamos hasta los calabozos. Yo tenía mucho miedo. Ella, no. Nada le da miedo, ¿verdad, señorita?

—Desde luego… si se trata de insectos —respondí.

—Pero no sabíamos que lo eran hasta que papá se lo ha dicho —dijo Geneviève.

—¿Insectos en el castillo? —repitió Jean-Pierre—. ¡Monsieur le Comte estará asustado!

—Jamás lo he visto asustado y menos por una cosa así.

—¡Oh, señorita! —Exclamó Geneviève—. ¿Verdad que era horrible… estar en los calabozos llevando sólo una vela? Tengo la seguridad de que alguien nos miraba. Lo noté claramente. De veras. —Los niños nos escuchaban con los ojos abiertos de par en par, y Geneviève no pudo resistir la tentación de constituirse en punto central del interés de los demás—. Escuché un ruido —continuó—. Estaba segura de que era el fantasma de algún preso que murió allí, y su alma incapaz de encontrar el descanso…

Observé que se estaba poniendo muy excitada. Una especie de histeria la sobrecogía. Miré a Jean-Pierre y éste hizo una señal de asentimiento.

—¡Vamos! —exclamó—. ¿Quién quiere bailar la marcha de los caracoles? Ya que los hemos comido, tenemos que bailar en su honor. Mademoiselle Geneviève, usted y yo abriremos el baile.

Geneviève se levantó de un salto, con el rostro radiante, y, poniendo su mano sobre la de Jean-Pierre, los dos empezaron a bailar.

Nos marchamos de la Maison Bastide sobre las cuatro de la tarde. Cuando entrábamos en el castillo, una de las criadas se me acercó y me dijo que madame de la Talle quería verme en su boudoir lo antes posible.

Sin esperar a cambiarme me dirigí hacia allá en seguida.

Llamé a la puerta del dormitorio y oí su voz algo apagada rogándome que entrase. Así lo hice; pero ella no estaba en aquel dormitorio, complicadamente amueblado con su cama con dosel y sus cortinajes azules, sino en una estancia contigua.

Vi una puerta abierta y a través de la misma salió su voz, diciéndome:

—Pase, pase, mademoiselle Lawson.

El boudoir era un cuartito de la mitad del tamaño del dormitorio, adornado con un gran espejo, una bañera, tocador, sillas y un sofá. El ambiente estaba impregnado de fuerte olor a esencia. Madame de la Talle yacía reclinada sobre el sofá envuelta en una bata azul celeste y con el pelo rubio cayéndole sobre los ojos.

Aunque a regañadientes, hube de admitir que tenía un aspecto muy bello y seductor.

Se contempló un pie desnudo que surgía por debajo de la bata.

—¡Oh!, mademoiselle Lawson. Acaba usted de llegar, ¿verdad? ¿Estuvieron con los Bastide?

—Sí —repuse.

—Desde luego, no tengo inconveniente en que sea usted amiga de los Bastide.

Puse cara de asombro y ella añadió con una sonrisa:

—No, desde luego. Ellos fabrican nuestro vino y usted limpia nuestras pinturas.

—No veo ninguna relación.

—Pues yo creo lo contrario, mademoiselle Lawson. Piense un poco en ello. Pero, en cuanto a Geneviève, estoy segura de que monsieur le Comte no desea verla tan íntimamente relacionada con… sus sirvientes.

Estaba a punto de protestar, pero continuó rápidamente con una nota casi afable en su voz, como si pretendiera que todo aquello resultase lo más fácil posible para mí.

—Aquí protegemos a nuestras jóvenes mucho más que en Inglaterra. Y no nos parece adecuado que se mezclen demasiado libremente con quienes no pertenecen a su misma clase. En ciertas circunstancias, puede provocar… complicaciones. Estoy segura de que me entiende.

—¿Sugiere usted que debo impedir toda visita de Geneviève a los Bastide?

—¿No está de acuerdo en que es poco correcto?

—Sin duda, quiere cargarme con un peso superior a mis fuerzas. No puedo oponerme. Pero será mejor decir a Geneviève que venga a hablar con usted para que la ponga al corriente de sus deseos.

—Usted la ha acompañado a casa de esa gente. Debido a su influencia…

—Yo no puedo contrariarla. Le diré que desea hablar con ella —repetí. Y sin añadir nada más, me marché.

*****

Me había retirado a mi habitación y estaba acostada, cuando empezó el alboroto.

Sonaban gritos penetrantes de temor y de cólera. Poniéndome la bata, salí al corredor. Alguien protestaba ruidosamente, y en seguida escuché la voz de Philippe.

Mientras estaba a la puerta de mi cuarto, vacilante y sin saber qué hacer, una de las criadas llegó corriendo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—¡Que hay caracoles en la cama de madame!

Volví a mi habitación y me quedé pensativa. ¿De modo que aquélla era la venganza de Geneviève? Sin duda se había tomado la reprimenda con cierta displicencia, mientras planeaba la travesura. Aquello traería complicaciones.

Me acerqué a su habitación y llamé suavemente a la puerta. No oyendo respuesta, entré y la encontré tendida, fingiendo dormir.

—No disimules —le dije.

Abrió un ojo y se puso a reír.

—¿Ha oído los gritos, señorita?

—Yo creo que los ha oído todo el mundo.

—¡Imagine la cara que habrá puesto al verlos!

—No le habrá parecido muy divertido, Geneviève.

—¡Pobrecilla! Siempre me ha dado pena la gente sin sentido del humor.

—Pues yo lo siento por quienes gastan bromas pesadas de las que luego sufrirán las consecuencias. ¿Cuál crees que será el resultado de todo esto?

—Aprenderá a ocuparse de sus cosas, y a no meterse en las mías.

—A lo mejor no sucede como tú te imaginas.

—¡Oh, basta! Es usted tan mala como ella. Claude también intenta impedir que vea a Jean-Pierre y a la familia Bastide, pero no lo conseguirá, se lo aseguro.

—Si tu padre te lo prohíbe…

Alargó el labio inferior.

—Nadie impedirá que vea a Jean-Pierre ni a los demás.

—Esta jugarreta de los caracoles no va a ayudarte mucho.

—¡Oh! ¿De veras?

—Sí.

—¿Ha oído cómo gritaba? Seguro que tuvo un miedo espantoso. Le ha estado bien empleado.

—¿Crees que lo dejará pasar sin más ni más?

—¡Que haga lo que quiera! Yo haré lo que me parezca.

Comprendí que de nada iba a servir continuar la conversación, así es que me marché. Pero empezaba a alarmarme, no sólo por su conducta imprudente, que estaba segura le iba a dar más de un disgusto, sino por su creciente obsesión con Jean-Pierre.

*****

A la mañana siguiente estaba en la galería cuando entró Claude. Llevaba un vestido de montar azul oscuro y un sombrero del mismo color, bajo el cual sus ojos resplandecían profundamente. Comprendí que estaba muy enfadada, pero que trataba de disimularlo.

—Anoche sucedió una cosa muy desagradable —dijo—. Quizá esté usted enterada de ello.

—Sí, he oído algo.

—Los modales de Geneviève son deplorables. Aunque no me extraña, considerando las compañías que frecuenta.

Enarqué las cejas.

—Y también creo, señorita Lawson, que hasta cierto punto tiene usted la culpa. Estará de acuerdo conmigo en que desde que vive en esta casa, Geneviève se ha hecho amiga de los campesinos.

—Dicha amistad nada tiene que ver con sus malos modales. Éstos ya eran deplorables cuando llegué.

—Estoy convencida de que no ejerce usted una influencia sana sobre ella. Por esta razón le ruego que nos deje.

—¿Que me despide usted?

—Sí; será lo mejor. Diré que le paguen lo que se le debe, y quizá mi marido la ayude a encontrar otro trabajo. Pero no quiero discusiones. Salga del castillo en un plazo de dos horas.

—¡Pero esto es absurdo! No he terminado mi trabajo.

—Ya encontraremos quien lo termine.

—No es posible. Yo utilizo métodos propios. No puedo dejar esta tarea sin acabar.

—Soy la dueña aquí, mademoiselle Lawson, y le digo que se vaya.

¡Qué segura estaba de sí misma! Pero ¿tenía motivos para ello? ¿Habría influido en el conde hasta tal punto? ¿Sólo le era preciso pedir un favor para que se lo concedieran? Resultaba bien claro que era así, y que tenía la completa confianza en que el conde no le iba a negar nada.

—Fue el conde quien me empleó —le recordé.

Frunció los labios y dijo:

—Muy bien. Y él será quien le dé la orden de irse.

Noté cómo un temor frío se apoderaba de mí. Aquella mujer debía tener razones muy poderosas para obrar con semejante aplomo. Quizá había ya discutido el asunto con el conde. Tal vez le pidió que me despidiera, y deseoso de complacerle le garantizó el deseo. Intenté ocultar mis temores mientras la seguía hasta la biblioteca.

Abrió la puerta bruscamente y llamó:

—¡Lothair!

—¿Qué quieres, Claude querida? —preguntó él.

Se había levantado de la silla y avanzaba hacia nosotras. De pronto me vio, y durante medio segundo permaneció indeciso. Luego me saludó con un leve movimiento de cabeza.

—Lothair —dijo Claude—. Acabo de comunicar a mademoiselle Lawson que no puede continuar en esta casa. Rehúsa aceptar el despido de mí, y la traigo para que tú se lo digas.

—¿Qué he de decirle? —preguntó el conde, mirando el rostro colérico de Claude y notando luego mi expresión desdeñosa. Me di cuenta de lo bella que estaba la joven en aquellos momentos. La cólera sonrojaba sus mejillas, poniendo aún más de relieve el azul de sus pupilas y la blancura de sus dientes perfectos.

—Geneviève ha puesto caracoles en mi cama. ¡Es horrible!

—¡Cielos! —Exclamó él, conteniendo la respiración—. ¿Qué sacará con hacer esas bromas estúpidas?

—A ella le parecen divertidas. Tiene unos modales detestables. Pero ¿qué puede esperarse…? ¿Sabes que sus mejores amigos son los Bastide?

—No lo sabía —respondió el conde.

—Pues así es. Siempre está en su casa. Me ha dicho que los demás no le importamos. Que no somos agradables, ni divertidos, ni listos como su buen amigo Jean-Pierre. Sí; es su mejor amigo, aunque adora a la familia entera. ¡Los Bastide! Ya sabes a quién me refiero.

—Sí; a los mejores vinicultores del distrito —dijo el conde.

—La hija tuvo que casarse a toda prisa, hace algún tiempo.

—No es cosa rara en esta comarca, Claude, te lo aseguro. Y el estupendo Jean-Pierre es un sujeto muy alegre.

—¿Permites que tu hija se comporte como una villana… y que quizá dentro de poco tenga que… salir como pueda de alguna situación… difícil?

—Te excitas demasiado, Claude. Geneviève no hará nada que no deba. Pero ¿qué tiene esto que ver con mademoiselle Lawson?

—Fue ella quien fomentó dicha amistad. Quien acompaña a Geneviève a casa de los Bastide. Es amiga de la familia, lo cual nada me importa; pero ha introducido a Geneviève en ese círculo, y por eso debe marcharse.

—¿Marcharse? —Preguntó el conde—. ¡Pero si aún no ha terminado las pinturas! Además, estuvimos hablando de unos paneles…

Claude se acercó a él, aproximando a su cara aquellos maravillosos ojos azules.

—Lothair —dijo—, te ruego que me escuches. Piensa en Geneviève.

Él me miró por encima del hombro de Claude.

—¿No dice usted nada, mademoiselle Lawson?

—Lamentaría dejar esas pinturas sin terminar.

—Sí, sería inconcebible.

—¿Significa esto… que te pones de su lado? —preguntó Claude.

—No veo qué beneficio puede ocasionar la partida de mademoiselle Lawson, lo que por otra parte perjudicará en extremo mis pinturas.

Claude retrocedió, y por un momento pensé que le iba a pegar; pero en vez de ello pareció reprimir las lágrimas y, dando media vuelta, salió de la habitación.

—Está muy enfadada con usted —le dije.

—¿Conmigo? Creí que era con usted.

—Bueno, con los dos.

—Geneviève ha vuelto a portarse mal.

—Fue porque le prohibieron ir a casa de los Bastide.

—¿Y usted la llevó?

—Sí.

—¿Le parece prudente?

—Sí. Necesita codearse con gente joven. Una niña de su edad ha de tener amigos. El carecer de ellos le ocasiona cambios de carácter… la incita a cóleras, a rabietas y a gastar bromas pesadas.

—Comprendo. ¿Fue idea suya el proporcionarle dicha compañía?

—Sí. ¡La he visto tan feliz en casa de los Bastide!

—¿También usted lo es?

—Sí. Me gusta mucho su compañía.

—Jean-Pierre tiene reputación de… muchacho galante.

—¿Y quién no la tiene? La galantería forma parte de este país… igual que las vides.

La compañía del conde me intranquilizaba. Comprendí que era preciso descubrir sus verdaderos sentimientos hacia mí y compararlos con los que sentía hacia Claude.

—He estado pensando —dije— que sería mejor que me marchase. Podría irme dentro de… dos semanas. Por entonces estarán terminadas las pinturas, y esto satisfará a madame de la Talle. En cuanto a Geneviève, como no podrá ir sola a casa de los Bastide, el asunto quedará solucionado satisfactoriamente.

—No puede arruinarse la propia vida por culpa de otros, mademoiselle Lawson.

Me eché a reír y él también.

—Por favor —dijo—, no vuelva a hablar de abandonarnos.

—Pero madame de la Talle… —empecé.

—Tengo que hablar con ella.

Me miró y por un maravilloso instante pareció como si una máscara le cayera del rostro. Vino a ser cual si me dijese que no podía prescindir de mí, del mismo modo que yo no podía soportar la idea de marcharme.

*****

Cuando volví a ver a Geneviève observé que fruncía los labios con irritación. Me dijo que odiaba a todo el mundo, pero muy particularmente a la mujer que se había convertido en su tía Claude.

—Ha vuelto a prohibirme que vaya a Maison Bastide, señorita. Y esta vez papá la apoyó. Me dijo que no lo hiciera sin su permiso, y esto significa no volver más por allí, porque nunca me lo dará.

—Quizá te lo conceda, si…

—No; Claude le ha dicho que no, y él siempre hace lo que ella quiere. Es extraño que pueda dejarse influir por otra persona, pero por lo visto ocurre así.

—No creo que esta situación dure demasiado.

—Usted no sabe nada, señorita. A veces creo que sabe muy pocas cosas, aparte de hablar inglés y de ser institutriz.

—Pues las institutrices han de saber mucho si quieren desempeñar bien su tarea.

—No cambie de tema, señorita. Aborrezco a todos cuantos viven en esta casa. Un día me fugaré.

*****

Algún tiempo después me encontré con Jean-Pierre. Cabalgaba sola, porque Geneviève parecía evitar mi presencia. El joven se acercó, con expresión de extremo placer, como siempre que se encontraba conmigo.

—¡Contemple las vides! —exclamó—. ¿Ha visto cosa igual? Si no surge un contratiempo, este año tendremos un vino digno de ser embotellado con la etiqueta del castillo —añadió rápidamente, cual si quisiera aplacar a alguna divinidad que luego de escucharle desencadenara sus iras contra él.

De pronto, la expresión de su rostro cambió.

—Sólo recuerdo otra ocasión en que pasó una cosa igual —dijo—. Pero quizá este año no esté aquí para ver la vendimia —añadió con expresión de tristeza.

—¿Por qué?

—Hasta ahora son sólo comentarios, pero parece que monsieur le Comte busca a alguien para enviarlo al viñedo de Mermoz, y según se dice yo soy el más indicado.

—¡Partir de Gaillard! Pero ¿cómo es posible?

—Muy sencillo. Trasladándome a Mermoz.

—No lo creo.

—Para Dios y para el conde no hay nada imposible —respondió con expresión colérica—. ¿No se da cuenta, Dallas? Carecemos de importancia para él. Sólo somos peones a los que mover de acá para allá con el único fin de vencer en el juego. No me quiere ver aquí y me enviará a otro lugar del tablero. Resulto peligroso… para monsieur le Comte…

—¿Peligroso? ¿Por qué?

—¿Cómo un pobre peón puede amenazar al rey? Son cosas del juego. No comprendemos hasta qué punto perturbamos o amenazamos la paz de los grandes. Pero cuando les parece, nos eliminan. ¿Comprende?

—Ha sido muy amable con Gabrielle. La ha instalado en Saint-Vallient junto con Jacques.

—Oh, sí, muy amable… —murmuró Jean-Pierre.

—¿Y por qué ha de quererle quitar de en medio?

—Existen varias razones. Quizá porque usted y Geneviève nos visitan.

—Madame de la Talle ha intentado despedirme por el mismo motivo. Llegó incluso a pedírselo al conde.

—¿Y él no lo ha aceptado?

—Desea que acabe mi trabajo de restauración.

—Eso es lo que usted cree, Dallas. Tenga cuidado. Es hombre peligroso.

—¿A qué se refiere?

—Me han dicho que a las mujeres las fascina el peligro. Su esposa, la pobre, fue muy desgraciada. Nadie la quería y desapareció.

—¿Qué intenta insinuar, Jean-Pierre?

—Tenga usted cuidado —respondió—. Mucho cuidado. —Se inclinó y tomándome la mano la besó al tiempo que decía—: Es muy importante para mí.