Capítulo 8

El conde sólo sufría una conmoción y algunos rasguños. Era el caballo el que estaba herido. El accidente se discutió durante muchos días en el castillo, en los viñedos y en la ciudad. Se realizó una encuesta, pero no fue posible descubrir la identidad del autor del disparo, porque la bala podía proceder de una cualquiera de las muchas escopetas existentes en la comarca. El conde no recordaba apenas nada. Sólo podía decir que iba a caballo por el bosquecillo cuando, al agacharse para pasar bajo un árbol, perdió el conocimiento y, al recobrarlo, se encontró en unas angarillas. Todo el mundo creía que el gesto de agacharse le había salvado la vida, porque la bala, luego de rebotar en la rama de un árbol, había ido a incrustarse en la cabeza del caballo. Todo ocurrió en menos de un segundo. El animal había caído y el conde quedó inconsciente sobre el suelo.

Durante los días que siguieron me sentí muy feliz. Sabía que la situación era delicada, pero sólo me importaba una cosa: que el conde estuviera vivo.

Siempre tuve un carácter muy sensible, y durante aquellos días de alivio no pude menos de preguntarme qué me reservaría el futuro. ¿Por qué motivo aquel hombre era tan importante para mí? Resultaba improbable que él sintiera el mismo interés que yo. Pero aunque me engañase era tal su reputación, que cualquier mujer prudente hubiera hecho lo posible por alejarse de él. ¡Y yo que me había tenido siempre por prudente!

En aquellos días mi vida sólo experimentaba una sensación de profunda dicha.

*****

Fui a pie a la pastelería situada en la plaza del mercado. Con frecuencia la visitaba durante mis paseos de la tarde para tomarme una taza de café.

La propietaria, madame Latière, me saludó. Le gustaba mucho hablar con alguien del castillo, y cuando me servía el café aprovechó una excusa para quedarse junto a mi mesa. En aquella ocasión no perdió el tiempo, sino que abordó en seguida el comentario del día.

—Ha sido una gran suerte —manifestó—. A monsieur le Comte no le ha pasado nada, porque su santo patrón le ha protegido.

—Sí; ha sido una gran suerte.

—Es terrible que nuestros bosques no sean seguros. ¿Y no han podido descubrir quién disparó?

Moví la cabeza.

—He dicho a mi marido que no vaya a caballo por esos lugares. No me gustaría verlo tendido en una camilla. Aunque es muy bueno y no hay nadie que le quiera mal.

Removí el café nerviosamente, mientras ella ponía una servilleta sobre la mesa con expresión abstraída.

—¡Ah! Monsieur le Comte… est galant… vert galant. Mi abuelo solía hablar del antiguo conde. No había muchacha segura por estos alrededores, pero siempre les encontraba marido, y la cosa acababa bien. Por aquí suele comentarse que en Gaillard se ven muchos rostros de facciones parecidas. Éstas se han ido transmitiendo de generación en generación. ¡Pero así es la naturaleza humana!

—¡Qué cambio en los viñedos durante estas últimas semanas! —comenté—. Me han dicho que si el tiempo sigue cálido y soleado, será un año excelente.

—Sí; muy buena cosecha. Esto compensará a monsieur le Comte por lo sucedido en el bosque.

—Así lo espero.

—Yo creo que ha sido una advertencia, ¿no le parece, mademoiselle? Seguro que no vuelve a pasar por esos bosques en mucho tiempo.

—Quizá no —respondí intranquila, y terminando de tomar mi café, me dispuse a partir.

Au revoir, mademoiselle —dijo madame Latière un poco contrariada, porque hubiera querido chismorrear un poco más.

*****

Al día siguiente no pude resistir la tentación de ver a Gabrielle. Había cambiado mucho desde nuestro último encuentro. Estaba nerviosa; pero cuando la felicité por su nuevo hogar, adoptó un aire sumamente atractivo y pareció complacida.

—Es mucho más de lo que esperaba.

—¿No te sientes bien?

—Sí, he visto a mademoiselle Carré, la comadrona, ¿sabe usted? Parece satisfecha. Sólo es cuestión de esperar. Maman, la madre de Jacques, está siempre dispuesta a ayudarme.

—¿Qué te gustaría más, un niño o una niña?

—Creo que un niño. A todo el mundo le gusta que el primero sea un niño.

Me imaginé a la criatura jugando en el jardín. Sería un pequeñuelo robusto y activo. Pero ¿tendría la misma cara que los habitantes del castillo?

—¿Y Jacques?

Se sonrojó.

—¡Oh! Es muy feliz. Muy feliz. Ha sido una suerte… que todo saliera tan bien.

—El señor conde es muy amable.

—No todo el mundo piensa igual… como, por ejemplo, ese desconocido que le ha disparado.

Cruzó fuertemente las manos.

—¿Cree usted que fue deliberado…? ¿Le parece que…?

—¡De buena se ha salvado! Debiste sentir una gran emoción… estando aquí tan cerca.

Me avergoncé en seguida de haber pronunciado semejantes palabras, porque comprendí que de existir alguna causa para mis sospechas sobre el conde y Gabrielle, ésta debió acusarlas dolorosamente. No sentía deseo de averiguar los motivos ajenos, sino tan sólo necesidad de sentirme segura. ¿Había insinuado madame Latière que el conde tenía algún motivo para facilitar el matrimonio de Gabrielle? ¿Pensarían igual otras personas? Tenía que averiguar a ciencia cierta si el conde era el padre de aquella criatura. Pero Gabrielle no pareció haberse dado cuenta de nada, y aquello me hizo muy feliz, porque de haber ocurrido lo que yo imaginaba, su reacción hubiera sido muy distinta.

—Sí; fue una gran sorpresa —comentó—. Por fortuna, Jacques no estaba muy lejos, y pudo encontrar una camilla en seguida.

Sentía necesidad de continuar mis investigaciones.

—¿Crees que el conde tiene enemigos por aquí?

—Fue un accidente —respondió ella en seguida.

—Menos mal —añadí— que no le hicieron daño alguno.

—Sí. Ha sido una gran suerte —dijo con lágrimas en los ojos.

Me pregunté si aquellas lágrimas serían de gratitud o estarían motivadas por algún sentimiento más profundo.

*****

Días después, paseaba por los jardines cuando me encontré con el conde. Nos hallábamos en la terraza intermedia, cuyos parterres estaban separados entre sí por setos. Al atravesar uno de ellos, lo vi sentado en un banco de piedra que daba a un pequeño estanque cubierto de plantas acuáticas, en el que nadaban algunos peces.

El sol era muy fuerte, y al principio creí dormido al conde. Permanecí mirándolo unos segundos, y estaba a punto de retirarme cuando me llamó.

—¡Mademoiselle Lawson!

—Espero no haberle molestado.

—Es una de las molestias más agradables que hubiera podido esperar. Siéntese un rato aquí conmigo.

Así lo hice, poniéndome a su lado.

—Todavía no le he dado las gracias por su ayuda en el bosque.

—No creo haber hecho nada de particular.

—Sí; obró usted con una serenidad admirable.

—Hice lo que hubiera hecho cualquier otra persona en circunstancias parecidas. ¿Se siente bien del todo?

—Sí; por completo, aparte de algún tirón en los músculos; pero me han dicho que dentro de una semana habrá pasado. Entretanto, voy de acá para allá, ayudándome con el bastón.

Miré su mano adornada con el anillo de jade en el meñique, curvado ahora sobre el puño de marfil. No llevaba anillo de boda, como es costumbre entre los franceses. Me pregunté si es que no aceptaba convencionalismos, o si aquella omisión tendría algún significado especial.

Me miró y dijo:

—Parece usted muy contenta, mademoiselle Lawson.

Aquellas palabras me sorprendieron. ¿Hasta qué punto habría descubierto mis sentimientos? Era importante no traicionarme, ahora que precisamente tenía tanto que ocultar.

—Este lugar —respondí rápidamente—, el sol… las flores… la fuente… todo tan bello. ¿Quién no estaría contento aquí? ¿Qué representa esa estatua en el estanque?

—Es Perseo rescatando a Andrómeda, una obra de arte muy bonita; debe usted contemplarla con más atención. Fue ejecutada hace ya más de doscientos años por un escultor a quien un antepasado mío trajo al castillo. Creo que puede serle de interés.

—¿Por qué motivo?

—Porque es usted una especie de Perseo femenina que rescata obras de arte del dragón, del abandono, del tiempo, del vandalismo, etcétera.

—¡Qué fantasía tan poética! Me sorprende usted.

—No soy tan inculto como supone. Cuando me haya dado unas cuantas lecciones más, estaré perfectamente enterado de todo lo relativo al arte. Ya lo verá.

—Estoy convencida de que no siente deseo de adquirir conocimientos que luego no hayan de serle útiles.

—Yo siempre creí que el saber no ocupa lugar.

—Sí. Pero unas cosas son más útiles que otras. Y como no es posible saberlas todas, atosigar la mente con lo que no puede usarse es perder el tiempo.

Al oír esto se encogió de hombros y sonrió. Yo continué:

—Por ejemplo, sería interesante saber quién atentó contra usted en el bosque.

—¿Lo cree interesante?

—Desde luego. ¿Y si algún día se repitiera?

—Quizá el resultado fuera menos satisfactorio… O más. Todo depende de cómo se mire la cuestión.

—Su actitud es extraordinaria. ¿No le preocupa saber quién intentó matarlo?

—¿Para qué? Querida mademoiselle Lawson. Se han practicado ya las indagaciones pertinentes. No es tan fácil como usted imagina identificar una simple bala. En casi todas las casas hay armas. Por aquí abunda mucho la caza y las liebres suelen ocasionar bastantes daños. Además, cocidas están muy buenas y nunca hemos limitado su persecución.

—Entonces, si alguien cazaba liebres, ¿por qué no lo confiesa?

—¡Pero si me mataron el caballo!

—Quizá la bala, luego de rebotar en un árbol, mató accidentalmente al caballo. ¿No podía suceder que la persona en cuestión no se diera cuenta de que usted pasaba por allí?

—Veamos…, es posible que tal persona no me viera, en efecto.

—¿Acepta la teoría de un accidente?

—¿Por qué no, puesto que se trata de una suposición razonable?

—Y cómoda. Pero nunca creí que fuera usted hombre capaz de aceptar teorías sólo por la comodidad que representan.

—Tal vez cuando me conozca mejor cambie de idea —dijo sonriente. Y añadió—: ¡Qué bien se está aquí! ¿Verdad? ¿Quiere quedarse un rato? Luego nos acercaremos al estanque y podrá usted contemplar a Perseo más de cerca. Es una obra maestra, se lo aseguro. Su rostro tiene una expresión extraordinaria. Se le nota que está decidido a matar al monstruo. Hábleme de esas pinturas. ¿Cómo va su trabajo? ¡Es usted tan laboriosa! Dentro de poco habrá terminado, y los cuadros parecerán nuevos. ¡Es fascinador, mademoiselle Lawson!

Hablamos de pintura, y al cabo de un rato contemplamos la estatua. Luego volvimos juntos al castillo.

Nuestro caminar por las terrazas era necesariamente lento, y cuando entrábamos en la mansión me pareció ver movimiento en la ventana del cuarto de estudios. ¿Quién nos vigilaba, Nounou o Geneviève?

*****

El interés despertado por el accidente del conde fue decreciendo conforme se difundía la noticia de que los viñedos estaban en peligro. Se habían desarrollado normalmente hasta alcanzar su punto culminante a principios de verano, cuando de improviso se temió una plaga que podía acabar con la cosecha.

La alarma se extendió rápidamente por la ciudad y el castillo.

Fui a ver a madame Bastide para que me enterase de algo. Estaba tan preocupada como cuando el problema de Gabrielle.

Mientras tomábamos una taza de café me contó lo que significaba aquel peligro. Si no se adoptaban pronto las debidas precauciones, toda la cosecha quedaría contaminada, y no sólo aquel año, sino muchos más.

Jean-Pierre y su padre estuvieron trabajando hasta medianoche. Había que pulverizar las viñas con un producto especial, dosificado de manera precisa, ya que un exceso del mismo podría perjudicar, y en cambio no produciría los efectos requeridos.

—Así es la vida —dijo madame Bastide encogiéndose de hombros filosóficamente. Luego me contó la gran calamidad sufrida cuando un parásito destruyó los viñedos en todo el país—. Tardamos muchos años en volver a la prosperidad anterior —declaró—. Cada vez tenemos los mismos problemas. Si no es una cosa, es otra: la langosta o el gorgojo. ¡Ah, Dallas! ¿A qué conduce, para qué sirve cultivar viñas?

—Sin embargo, cuando la cosecha es buena me figuro que reinará gran alegría.

—En efecto —sus ojos resplandecieron—. Tendría que vernos entonces. Nos volvemos locos.

—Si no existieran esos peligros, la satisfacción no sería tan intensa.

—Desde luego. No hay época como la de la vendimia en Gaillard. Para gozar hay que sufrir también.

Pregunté por Gabrielle.

—Es muy feliz. ¡Y pensar que Jacques…!

—¿La cogió a usted de sorpresa?

—Se criaron juntos y siempre fueron buenos amigos. Pero una no se da cuenta de los cambios. De improviso, una chica se hace mujer y un muchacho se hace hombre, y la naturaleza obra sus efectos. Sin embargo, me sorprendió que fuera Jacques, aunque debí comprender que, si ella estaba enamorada, la cosa era fácil. Últimamente no me ha dado muchas explicaciones, pero ahora todos somos felices. Jacques prosperará en Saint-Vallient, donde sin duda está combatiendo la plaga igual que nosotros aquí. Sería muy mala suerte que sufriera un contratiempo al hacerse cargo de Saint-Vallient.

—El conde ha sido muy bueno al ofrecer Saint-Vallient a Jacques —comenté—. Y, además, lo hizo en el momento más adecuado.

—De vez en cuando el buen Dios nos demuestra su amor.

Volví al castillo, pensativa. Quise convencerme de que Gabrielle había hablado al conde de su estado, y que considerando que Jacques no podría mantener a su mujer y a su madre, aquél le había ofrecido Saint-Vallient porque los Durand eran ya muy viejos para seguir trabajando allí. Sí. Esto era lo que había sucedido, y no otra cosa.

Se estaba efectuando cierto cambio en mí. Empezaba a creer aquellas cosas que convenían más a mis deseos.

*****

Bajo su aspecto sencillo, Nounou era una mujer astuta creo que se daba cuenta de mis sentimientos hacia el conde. Me profesaba cierto afecto porque, a su modo de ver, ejercía una favorable influencia sobre Geneviève, en mi papel de institutriz abnegada e interesada por los problemas de mi pupila. Lo mismo debió suceder cuando Françoise vivía. Le agradaba mucho que yo la visitara en su habitación, y así lo hacía frecuentemente; me obsequiaba con café y permanecíamos sentadas charlando casi siempre de Geneviève y de Françoise.

Mientras la comarca entera se preocupaba por la epidemia en los viñedos, la única obsesión de Nounou era la actitud malhumorada de Geneviève, cuya habitación era el único lugar donde no se hablaba de las viñas.

—Me parece que no simpatiza con la esposa de monsieur Philippe —dijo Nounou mirándome atentamente bajo sus gruesas cejas—. No le gusta ver mujeres en la casa, desde que…

No quise mirarla a la cara, porque no deseaba que Nounou me contara lo que ya sabía sobre el conde y Claude.

Animadamente respondí:

—Hace ya mucho tiempo que su madre murió. Debería olvidarse de ella.

—Si tuviera algún hermano la cosa sería distinta. Además, el conde ha traído aquí a monsieur Philippe casándolo con esa mujer…

Sabía que me había visto hablar con el conde en los jardines y que aquello era una advertencia.

—A mi modo de ver, Philippe sentía impaciencia por casarse —respondí—. De no ser así, ¿por qué lo ha hecho? Dice usted unas cosas…

—Hablo de lo que sé. El conde no se casará jamás. Le desagradan las mujeres.

—Pues yo he oído decir que le gustan mucho.

—¡Gustarle! ¡Oh, no, señorita! —respondió amargamente—. No ha sentido nunca afecto hacia nadie. Un hombre puede divertirse con cosas que desprecia, y cuanto mayor sea su desdén, mayor será también su goce; pero eso es cosa que no nos concierne. Una se limita a pensar lo que cree más adecuado. Además, usted se marchará pronto de aquí y se olvidará de todos nosotros —añadió.

—No había pensado en ello.

—Me lo suponía —respondió sonriendo abstraída—. El castillo es un pequeño mundo en sí mismo. Yo no podría imaginarme viviendo en otro lugar. Sin embargo, sólo estoy aquí desde que murió Françoise.

—Al principio esto debió parecerle muy diferente a Carrefour.

—Sí; aquí todo es distinto.

Recordando la triste mansión que había sido el hogar de Françoise dije:

—También Françoise debió ser feliz aquí.

—Françoise nunca fue feliz en este lugar. Él no le hacía caso, ¿comprende? —Me miró algo excitada—. No es hombre que haga caso de nadie… tan sólo le preocupa usar a los demás; a los obreros que producen el vino, a todos nosotros, en fin.

—¿No querrá usted que él mismo trabaje las viñas…? —respondí acalorada—. Todo el mundo tiene servidores…

—Usted no me comprende, señorita, aunque, ¿por qué ha de comprenderme? Me refiero a que no quería a mi Françoise. Fue un matrimonio de conveniencia, igual que otros muchos. Con el tiempo, algunas parejas llegan a quererse y dichos matrimonios pueden ser felices. Pero nuestro caso fue distinto. Françoise estaba aquí porque la familia del conde la consideraba esposa adecuada, cuyo deber era formar una familia. Mientras hiciera lo que a él le convenía, no le importaba. Pero era una joven… muy sensible y no supo comprender la situación. Por eso… murió. El conde es muy extraño. No lo olvide.

—Sí. Es algo raro, ¿verdad?

Me miró tristemente y repuso:

—Me gustaría que hubiese visto cómo era Françoise antes de casarse y en lo que se convirtió después.

—Y a mí también.

—Ya conoce esos libritos que solía escribir.

—Sí, y me han dado una idea de su carácter.

—Siempre estaba escribiendo, y cuando se sentía desgraciada representaban un gran alivio para ella. A veces los leía en voz alta. «¿Te acuerdas de esto, Nounou?», preguntaba. Y nos reíamos juntas. En Carrefour era una jovencita inocente, pero cuando se casó con el conde tuvo que aprender mucho y rápido. Debía ser el ama del castillo y otras cosas.

—¿Cómo se sentía la primera vez que vino aquí? —pregunté fijando la mirada donde Nounou guardaba sus tesoros.

En el mueble estaba la caja que contenía los bordados que Françoise le había ofrecido en sus cumpleaños y también los libritos de notas con la historia de su vida. Me hubiera gustado saber algo del galanteo del conde, y conocer a Françoise no como una jovencita recluida en Carrefour con su severo padre y su atenta Nounou, sino como la mujer del hombre que había empezado ya a dominar mi vida.

—Cuando era feliz no escribía en sus libros —dijo Nounou—. A su llegada aquí había tantas cosas nuevas… tanto que hacer, que la veía muy poco.

—¿De modo que al principio era feliz?

—Se comportaba como una niña. Confiaba en la vida… en la gente. Le habían asegurado que tenía mucha suerte y lo creyó. Que sería feliz, y lo creyó también.

—¿Y cuándo empezó a sentirse desgraciada?

Nounou separó las manos y se las miró como si buscase una contestación en ellas.

—Muy pronto empezó a darse cuenta de que la vida no era como se la había imaginado. Cuando supo que iba a tener un hijo, se le ofreció un nuevo motivo para soñar; pero sufrió un desengaño porque todo el mundo esperaba un varón.

—¿Confiaba en usted, Nounou?

—Antes de casarse me lo contaba todo.

—¿Y después?

Nounou movió la cabeza.

—Sólo cuando escribía… —Señaló el armario con la cabeza—. Pero es comprensible, porque ya no era una niña. Comprendía demasiadas cosas y sufría mucho.

—¿Él se comportaba desconsideradamente?

—Françoise necesitaba amor —dijo frunciendo la boca.

—¿El conde la amaba?

—Françoise le tenía miedo.

Su vehemencia me sorprendió.

—¿Por qué?

Su voz temblaba y volvió la cabeza. Por su expresión, comprendí que su mente había vuelto al pasado; pero de pronto su actitud cambió y repuso lentamente:

—Al principio ese hombre la fascinaba. Pero lo mismo ha ocurrido con otras mujeres.

Pareció adoptar una decisión, porque de pronto se puso en pie, y se acercó al armario. Tomó la llave que llevaba siempre pendiente del cinto, y lo abrió.

Vi los libritos colocados pulcramente en línea.

—Lea esto —dijo—. Lléveselo y léalo; pero no permita que nadie más lo vea, y devuélvamelo en seguida.

Comprendí que era preciso rehusar. No quería husmear en la vida de Françoise ni del conde; pero no pude dominarme y lo tomé.

Sin duda Nounou estaba preocupada por mí. Se había dado cuenta de que el conde me interesaba y, a su manera indirecta, pretendía decirme que quien había traído a su amante a la mansión para que se casara con su primo era un asesino. Pretendía comunicarme que si me dejaba engañar por semejante hombre, correría un grave peligro, aunque no supiera de qué género. Su advertencia era clara.

Me llevé el librito a mi habitación. Me dominaba una gran impaciencia por leerlo, pero su contenido resultó decepcionante.

Esperaba alguna revelación dramática, pero allí no había nada distinto a lo que ya conocía. Françoise tenía una pequeña porción de jardín, donde cultivaba sus propias flores. Esto era para ella un gran placer.

Me gustaría que Geneviève las amara igual que yo. Hoy he cortado mis primera rosas. Las he puesto en un jarro en mi dormitorio. Nounou dice que no hay que tener flores en el dormitorio por la noche, porque consumen todo el aire que una necesita para respirar. Le contesté que era una tontería, pero la he obedecido por complacerla.

Mientras leía aquellas páginas, busqué en vano el nombre del conde. Pero no apareció casi hasta el final del librito.

Lothair volvió hoy de París. A veces pienso que me desprecia. Sé que no soy tan linda como las personas que él trata en París. Tengo que hacer lo posible para aprender sobre las cosas que le interesan: política, historia, literatura y pintura. Sería magnífico no encontrarlas tan aburridas.

Hoy hemos salido a cabalgar, Lothair, Geneviève y yo. Él miraba a Geneviève pero ella estaba tan nerviosa que temí que se cayera.

Lothair se ha ido. No estoy segura de a qué lugar, pero creo que es a París. No me ha dicho nada.

El relato de su vida carecía de hechos sobresalientes, pero parecía satisfecha con ello. La kermesse organizada en el castillo había resultado divertida. Los trabajadores de la viña, los sirvientes y los habitantes de la ciudad concurrieron a la misma.

Hice diez bolsitas de seda conteniendo lavanda y las han comprado todas. Nounou me dijo que podríamos haber vendido el doble si yo hubiera tenido tiempo para prepararlas. Geneviève estaba en el mostrador conmigo. Nos ha ido muy bien.

Geneviève y yo hemos recibido a los niños. Les enseñamos el catecismo. Quiero que Geneviève comprenda sus deberes como hija del dueño del castillo. Luego hemos salido a pasear y ¡estaba todo tan apacible! Me gusta la tarde cuando empieza a oscurecer y Nounou llega para correr las cortinas y encender las lámparas. Le he dicho muchas veces cuánto me gustaba esa hora del día en Carrefour, cuando ella acudía a cerrar las ventanas poco antes de oscurecer, de modo que nunca veíamos realmente la noche.

Se lo he dicho y me ha contestado: «Estás llena de fantasías, tontuela». No me había vuelto a hablar así desde que me casé.

Hoy he estado en Carrefour. A papá le ha gustado mucho verme. Dice que Lothair debería construir una iglesia para los pobres y que debo persuadirle para que lo haga.

Hablé con Lothair sobre la iglesia. Me preguntó por qué querían otra cuando ya hay una en la ciudad. Le contesté que, según papá, si tuvieran una iglesia más cerca de las viñas podrían ir con más frecuencia a rezar, cosa muy buena para sus almas. Lothair contestó que debían preocuparse de trabajar y no de otra cosa. No sé lo que dirá papá cuando volvamos a vernos. Probablemente sentirá aún más antipatía por Lothair.

Papa dice que Lothair debería despedir a Jean Lapin porque es ateo. Asegura que si continúa trabajando con nosotros, Lothair fomenta su pecado. Lapin debería ser despedido junto con toda su familia. Cuando se lo dije a Lothair se echó a reír y respondió que era él quien debía decidir sobre estas cosas y que las opiniones de Lapin no le importaban en absoluto y menos aún las de mi padre. A veces creo que Lothair siente una antipatía tan grande por papá, que hubiera preferido no casarse conmigo. Sé también que a papá no le gusta mi boda con Lothair.

Hoy he estado en Carrefour. Papá me llevó a su habitación y me hizo arrodillar y rezar con él. A veces sueño con esa habitación. Es como una cárcel. Resulta tan frío arrodillarse sobre las losas, que estuve aterida largo rato. ¿Cómo puede dormir sobre un camastro tan duro, sin nada más que paja? El crucifijo en la pared es la única nota agradable. No hay nada más que el camastro y un reclinatorio. Luego estuvimos hablando me hizo sentir como una pecadora.

Lothair ha vuelto y tengo miedo. Si se me acerca creo que gritaré. «¿Qué te sucede?», me ha preguntado. No pude explicarle lo mucho que le temo. Salió de la habitación, creo que muy enfadado. Me parece que empieza a odiarme. ¡Soy tan diferente de las mujeres que él ama!… de las mujeres que frecuenta en París. Me las imagino vestidas con atavíos diáfanos, riendo y bebiendo vino… mujeres alegres… atractivas y cariñosas. Es horrible.

Anoche me asusté mucho. Creí que él iba a entrar en mi habitación. Escuché rumor de pasos fuera. Se detuvo ante la puerta y esperó. Creí que iba a gritar a causa del miedo… pero luego se alejó otra vez.

¿Qué significaba aquella última anotación? ¿Por qué Françoise sentía tanto temor por su marido? ¿Por qué Nounou me había prestado el librito? Si quería enterarme de la historia completa de Françoise, ¿por qué no me los enseñaba todos? ¿Era posible que a través de aquellos cuadernos, Nounou hubiese penetrado los secretos de la vida de Françoise y el misterio de su muerte? Quizá por esta razón me aconsejaba abandonar el castillo.

Al día siguiente devolví el libro a Nounou.

—¿Por qué me prestó precisamente éste? —le pregunté.

—Porque usted dijo que le hubiera gustado conocerla.

—Pues ahora creo que la conozco menos que nunca. ¿Siguió escribiendo notas hasta el momento de su muerte?

—No; después de este cuaderno no escribió mucho. Solía decirle: «Françoise, chérie, ¿por qué no continúas anotando tus cosas?». Y me contestaba: «Ya no hay nada que escribir, Nounou». Un día le dije que eran tonterías. Se burló de mí y me contestó que quería enterarme de sus cosas. Era la primera vez que se expresaba así. Comprendí que tenía miedo de poner sus sentimientos por escrito.

—Pero ¿cuál era la causa de ese miedo?

—Todos tenemos secretos que no nos gusta divulgar.

—¿Acaso deseaba que su marido no descubriese aquel temor? —pregunté. Al no contestarme, añadí—: ¿Por qué le temía tanto? ¿Usted lo sabe, Nounou?

Apretó fuertemente los labios como si nada en este mundo fuera capaz de hacerla hablar. Comprendí que había en todo aquello un oscuro secreto, y que de no haber llegado a la conclusión de que yo era útil a Geneviève, habría insistido en que abandonara el castillo porque temía por mí. Pero yo estaba dispuesta a sacrificarme con mucho gusto en beneficio de Geneviève.

Aquella mujer sabía algo acerca del conde que no se atrevía a comunicarme. ¿Estaría enterada de que era el asesino de su esposa? El deseo de saber se convirtió en una obsesión para mí. En la desesperante necesidad de comprobar la inocencia de aquel hombre.

*****

Geneviève y yo habíamos salido a dar un paseo a caballo. Empleando su inglés lento y defectuoso, la joven me dijo que había tenido noticias de Esquilles.

—Parece haberse convertido en una persona importante, señorita. Le enseñaré su carta.

—Me alegro mucho de que haya encontrado una situación adecuada.

—Sí, es compañera de madame de la Condière, persona muy comprensiva. Viven en una casa muy bonita. No tan vieja como la nuestra pero mucho más comme il faut. Madame de la Condiére juega a cartas con otras señoras, y a veces la señorita Esquilles completa el número adecuado. Esto le permite mezclarse con una sociedad a la que pertenece por derecho propio.

—Todo está bien cuando termina bien.

—También la alegrará saber que madame de la Condiére tiene un sobrino encantador, siempre muy atento con Esquilles. Le enseñaré la carta. ¡Parece tan cariñosa cuando habla de él! Me parece que tiene esperanzas en convertirse en madame Sobrino antes de poco.

—Me encanta saber todo eso. He pensado en ella más de una vez. ¡La despidieron tan bruscamente! Y todo por tu culpa.

—También menciona a papá. Dice que le está muy agradecida por haberle encontrado una situación tan conveniente.

—De modo que… ¿fue él?

—Desde luego. La recomendó a madame de la Condiére. No la hubiera despedido sin más ni más, ¿no le parece?

—Desde luego —le respondí—. No le creo capaz.

Era una mañana muy agradable. Durante los días siguientes, la atmósfera se fue haciendo más y más despejada. La plaga que amenazaba a las vides se alejó definitivamente y en las ciudades que dependían de la prosperidad del campo, como en otros lugares, reinaba el regocijo.

*****

Llegaron al castillo invitaciones para que la familia asistiera a la boda de un pariente lejano. El conde dijo que estaba demasiado maltrecho para asistir —todavía caminaba apoyado en un bastón— y que Philippe y su mujer representarían a la familia.

Comprendí que a Claude no le gustaba la idea de dejar al conde en el castillo. Yo me encontraba en uno de los pequeños jardines amurallados, cuando pasó por allí con él. No nos vimos pero escuché sus voces, la de ella muy clara y perfectamente audible como siempre que estaba enfadada.

—Te esperan a ti.

—Tú y Philippe les explicaréis lo de mi accidente, y me dispensarán.

—¡El accidente! ¡Unos cuantos rasguños!

Él contestó algo que no pude oír y ella insistió:

—Lothair, por favor…

—Querida, pienso quedarme aquí —le respondió tajante.

—No quieres escucharme —dijo Claude—. Parece como si…

Él le contestó algo en voz casi cariñosa y cuando hubo terminado se encontraban ya fuera de mi alcance. No había duda acerca de la relación entre ambos, y esta idea me produjo desazón.

Claude y Philippe partieron hacia París y yo, después de apartar mis dudas y temores, me dispuse a disfrutar de la ausencia de Claude. Los días eran largos y soleados. Las viñas estaban en sazón. Cada día me despertaban con cierto sentimiento expectante. Nunca me había sentido tan feliz. Sin embargo, estaba convencida de que aquella dicha sería tan efímera como un día de abril. En cualquier momento podía efectuar un descubrimiento que me alarmara o acaso me despidieran. El cielo podría oscurecerse de improviso, ocultando la claridad del sol. Pues bien: razón de más para disfrutar de él mientras.

En cuanto Philippe y Claude hubieron desaparecido, las visitas del conde a la galería se hicieron más frecuentes. A veces parecía cual si quisiera escapar de algo; descubrir cosas nuevas. Bajo su sonrisa perspicaz me parecía descubrir el destello de un hombre distinto. Y hasta llegué a la conclusión de que aquellas conversaciones le gustaban tanto como a mí misma.

Cuando él se marchaba me reía de mis sentimientos preguntándome: ¿hasta cuándo vas a seguir engañándote?

La explicación a todo aquello acaso fuera muy simple. No había nadie en el castillo capaz de divertirle, y en consecuencia yo y mi trabajo suplían aquella falta. Era mejor no perderlo de vista.

Le interesaba la pintura y, además, entendía de ella. Recordé la patética anotación en el diario de Françoise, cuando afirmó que quería aprender cosas que a él le interesaran. ¡Pobre y medrosa Françoise! ¿Por qué debió sentir tanto temor?

En algunas ocasiones el rostro del conde se oscurecía con una expresión de cinismo que imaginé debió resultar alarmante en una mujer pusilánime y sencilla. Había en ella cierto toque de sadismo como si le divirtiera la desazón que provocaba en los demás. Mas para mí aquellas expresiones eran como una capa superpuesta a su naturaleza verdadera. Del mismo modo que la falta de cuidados es capaz de estropear un cuadro.

Pero, a mi modo de ver, igual que puede restaurarse una pintura puede volverse un carácter a su belleza original. Sin embargo, antes de intentar la restauración de un cuadro se debe entender de pintura y enfocar la tarea en un estado de ánimo confiado y humilde. Y al propio tiempo hay que saber pintar. ¡Cuánto mayor cuidado no sería necesario antes de restaurar a un ser viviente!

Me sentía arrogante, «mandona», como hubiera dicho Geneviève. ¿Cabía imaginar que al igual que podía devolver su antiguo esplendor a un cuadro iba a serme posible cambiar a un hombre?

Me sentía obsesionada por el deseo de penetrar aquella máscara sardónica. Cambiar la expresión de su boca y suprimir aquel rictus de amargura, pero antes de intentarlo era preciso conocer a fondo el objeto de mi tarea.

¿Cuáles fueron los sentimientos del conde hacia la mujer con la que se casó? Había destrozado su vida. Pero ¿no habría ella destrozado también la del conde? ¿Cómo saberlo cuando el pasado quedaba hundido en un profundo secreto?

Los días en que no nos veíamos resultaban vacíos para mí. Y los encuentros, que siempre me parecían tan cortos, me dejaban exaltada por una felicidad que nunca conociera hasta entonces.

Hablábamos de pinturas, del castillo, de la historia de aquel lugar y de los días gloriosos durante los reinados de Luis XIV y Luis XV.

—Luego se produjo el cambio —me explicó—. A partir de aquel momento ya nada fue igual, mademoiselle Lawson. Algunos lo previeron con anticipación. «Aprés moi le déluge», dijo Luis XV. Y en efecto, fue un diluvio. Su sucesor cayó en la guillotina y muchos nobles sufrieron la misma suerte que él. Mi propio tatarabuelo pereció decapitado. Tuvimos la fortuna de no perder nuestras fincas. De haberse encontrado más cerca de París, hubiera sido lo más probable. Usted ya está enterada del milagro de Santa Genoveva y de cómo nos salvó del desastre. —Su tono se hizo más alegre—. Aunque usted quizá ahora piense que no valía la pena ser salvados.

—Nunca he pensado tal cosa. Creo que es una lástima el que propiedades como éstas pasen a otras familias. ¡Qué interesante seguir el rastro de una estirpe durante cientos de años!

—Pero quizá la revolución hizo algo bueno. Porque de no haber arrasado el castillo y estropeado las pinturas no hubiéramos necesitado los servicios de usted.

Me encogí de hombros.

—Si las pinturas no hubieran resultado dañadas, no habrían necesitado restauración; pero sí una buena limpieza.

—En este caso no habría venido, señorita Lawson.

—Estoy convencida de que la revolución fue una catástrofe mayor de la que hubiera representado mi ausencia.

Se echó a reír. En aquel momento era un hombre distinto. Pude captar un destello de desenvoltura bajo la máscara que lo cubría. Fueron momentos maravillosos.

Durante la ausencia de Philippe y Claude cené con el conde y Geneviève. La conversación era animada y Geneviève nos miraba con una especie de asombro; pero toda tentativa para inducirla a hablar contaba con poco éxito. Al igual que su madre, parecía tener miedo del conde.

Una noche, cuando bajábamos a cenar, nos dimos cuenta de que el conde no estaba. No había dejado recado alguno y después de esperar veinte minutos nos sirvieron la cena, que consumimos solas. Me sentía intranquila. Le imaginaba herido o quizá algo peor, en mitad de algún bosque. Si alguien había intentado ya matarlo y no lo consiguió, ¿no era probable que repitiera su tentativa?

Traté de comer disimulando una ansiedad que Geneviève no compartía, y me alegré de poder retirarme a mi cuarto y estar sola.

Me puse a pasear y luego me senté ante la ventana. Pero era imposible dormir. Incluso tuve la descabellada idea de ir a la cuadra y sacar un caballo para recorrer los alrededores en su busca. Aunque, ¿cómo hacerlo en plena noche, y qué derecho tenía yo de meterme en sus asuntos?

Recordé de pronto que el conde sólo se comportaba amablemente conmigo desde que sufrió su herida. Caí en la cuenta entonces de que en realidad no había hecho otra cosa que valerse de mí mientras se recobraba del accidente, confinado en el castillo; utilizarme como sustituta de sus amistades habituales. ¿Cómo no me había dado cuenta hasta entonces?

Me dormí siendo ya de día. Cuando la sirvienta entró con el desayuno la miré, disimulando mi temor por si traía malas noticias. Pero estaba tan tranquila como de costumbre.

Descendí a la galería, sintiéndome cansada y sin ganas de trabajar; pero había llegado a la conclusión de que de haber sucedido algo ya me habría enterado. No transcurrió mucho tiempo antes de que el conde entrara. Cuando lo vi me sobresalté ligeramente y él me miró con expresión extraña. Sin pensarlo le dije:

—¡Oh! ¿De modo que está usted bien?

Tenía un rostro inexpresivo pero me miraba con fijeza.

—Lamento que no me fuera posible cenar con ustedes anoche.

—¡Oh! Pregunté… pero…

¿Qué me estaba sucediendo? Tartamudeaba como esas niñas estúpidas a quienes tanto despreciaba. Continuó mirándome y noté que había observado en mi rostro las señales de la mala noche pasada. ¡Qué tonta fui! ¿Acaso esperaba que me diera explicaciones cuando salía para visitar a alguien? Desde luego que no. Sólo había permanecido en el castillo el tiempo necesario para recuperarse del accidente.

—Tengo la sensación de que se preocupa usted por mi seguridad —dijo.

¿Conocía mis propios sentimientos tanto o mejor que yo misma?

—Dígame —continuó—. ¿Me imaginaba con una bala en el corazón… o en la cabeza? Porque me parece que usted cree que tengo una piedra en lugar de corazón, lo cual, hasta cierto punto, no deja de ser una ventaja, ya que una bala no puede atravesar una piedra.

Comprendí que de nada hubiera servido negar mi preocupación, de modo que la admití tácitamente al responder:

—Como ya le han disparado una vez, era natural imaginar que pudiera suceder de nuevo.

—Hubiera sido demasiada coincidencia, ¿no cree? Un cazador que perseguía a una liebre mató por accidente a mi caballo. Pero estas cosas sólo pueden suceder una vez en la vida. Y usted espera que se repita en sólo unas semanas.

—Quizá la teoría de la liebre no sea adecuada.

Se sentó en el sofá bajo la pintura de su antecesora y me miró mientras yo seguía en mi taburete.

—¿Está cómoda ahí, mademoiselle Lawson?

—Sí, gracias —respondí, notando cómo la alegría volvía a mi ser; todo era otra vez amable. Sólo sentía un temor. ¿No me estaría traicionando yo misma?

—Hemos hablado de pinturas, de viejos castillos, de familias antiguas y de revoluciones, pero nunca de nosotros mismos —me dijo casi con afabilidad.

—Estoy convencida de que los temas mencionados son más interesantes de lo que pueda serlo yo.

—¿Lo cree así?

Me encogí de hombros, costumbre que había adquirido, y que era un buen sistema para eludir respuestas difíciles.

—Todo cuanto sé es que su padre murió y que usted ocupó su sitio.

—Poco más hay que explicar. Mi vida es como muchas otras en mi clase y circunstancias.

—¿Por qué no se ha casado?

—Podría contestarle lo que la lechera inglesa: «Porque nadie me ha pedido en matrimonio, señor».

—Es extraordinario. Estoy convencido de que sería usted la excelente esposa de un hombre afortunado. Imagínese lo útil que podría resultar a su cónyuge. Sus pinturas estarían siempre en perfectas condiciones.

—¿Y si no tuviera pinturas?

—Estoy convencido de que usted remediaría rápidamente esa omisión.

No me gustaba el tono ligero que adoptaba su charla. Pensé que se estaba burlando de mí. Y teniendo en cuenta mis nuevas emociones no me gustaba semejante sarcasmo.

—Me sorprende que sea usted partidario del matrimonio —dije. Pero en seguida me arrepentí de mis palabras. Sonrojándome añadí—: Lamento…

Sonrió. Toda traza de humor había desaparecido de su rostro.

—Y a mí no me sorprende que usted se sorprenda. Dígame, ¿qué significa esa D? Porque usted se llama D. Lawson. Me gustaría saberlo.

Le expliqué lo de que mi padre se llamaba Daniel y mi madre Alice, y que la combinación de ambos era el origen de mi nombre: Dallas.

—¡Dallas! —exclamó—. ¿Por qué sonríe?

—Por el modo en que ha pronunciado mi nombre con el acento en la última sílaba. Nosotros lo ponemos en la primera.

Lo dijo otra vez, sonriendo de nuevo.

—¡Dallas! ¡Dallas!

Me pareció que le gustaba repetirlo.

—También el suyo es poco corriente.

—Mi familia lo viene usando desde hace varios siglos… desde el primer rey de los francos. Hemos de estar a tono con la realeza, ¿comprende? De vez en cuando hubo Luises, Charles o Henris, pero hay que tener también Lothairs. Y ahora, permítame comprobar hasta qué punto pronuncia usted mal mi nombre.

Lo hice así y se echó a reír, pidiendo que lo repitiera.

—Muy bien, Dallas —declaró—. Pero ¿es que usted todo lo hace bien?

Le hablé de mis padres y de cómo había ayudado a papá en su tarea. Quizá de todo aquello se desprendiera que semejante ambiente había dominado mi vida hasta el punto de hacerme olvidar el matrimonio, porque así lo indicó al comentar:

—Quizá de este modo sea mejor para usted. Muchos solteros lamentan no haberse casado; pero muchos casados lamentan haberse unido para siempre a una mujer. Les gustaría retroceder en el tiempo y haber obrado de otro modo, pero ¡la vida es así!

—Y así debe ser.

—Fíjese en mí; me casé a los veinte años con una mujer joven que yo no había escogido. En nuestras familias se obra de este modo, ¿comprende?

—Sí. A veces, tales matrimonios son afortunados. ¿Lo fue el suyo? —pregunté casi en un susurro.

No contestó, y yo añadí rápidamente:

—Lamento ser indiscreta.

—No, no. Es mejor hablar claro.

Me pregunté el motivo de aquellas palabras y mi corazón empezó a latir con fuerza.

—Mi matrimonio no fue un éxito. Me considero incapaz de portarme como un buen marido.

—Cualquier hombre puede ser buen marido…, si lo desea.

—Mademoiselle Lawson, ¿cómo es posible que un hombre egoísta, intolerante, impaciente y donjuán sea buen esposo?

—Simplemente, dejando de ser egoísta, intolerante, etcétera.

—¿Cree usted que se pueda eliminar tan desagradables cualidades como quien cierra un grifo?

—No. Pero se puede disminuir su virulencia.

Se echó a reír de un modo tan jovial que me consideré una estúpida por haberle dicho aquello.

—¿Le divierten mis respuestas? —pregunté fríamente—. Usted ha solicitado mi opinión y yo se la doy.

—Cierto, cierto —respondió—. Me la imagino corrigiendo tales defectos, pero es difícil imaginarla con ellos a cuestas. Ya sabe usted que mi matrimonio terminó de manera desastrosa.

Hice una señal de asentimiento.

—Mi experiencia como marido me ha convencido de que es preciso que abandone para siempre ese papel.

—Quizá obre usted prudentemente.

—Estaba convencido de que se expresaría así.

Comprendí a qué se refería. Si lo que él sospechaba era cierto y si mis sentimientos se habían hecho demasiado profundos, aquello debería servirme de aviso.

Me sentí humillada y herida, y respondí:

—Estoy muy interesada en algunos muros que he visto en el castillo. Tengo la impresión de que tras la capa de argamasa que los cubre debe haber algunos murales escondidos.

—¿Oh, sí? —preguntó.

Pero no prestaba atención a mis palabras.

—Recuerdo cuando mi padre realizó un milagroso descubrimiento en los muros de una vieja mansión de Northumberland. Era una pintura extraordinaria que llevaba siglos escondida. Estoy convencida de que aquí también las debe haber.

—¿Descubrimientos? —repitió—. ¿De veras?

¿En qué estaría pensando? ¿En su tormentosa vida matrimonial con Françoise? Pero ¿había sido realmente tormentosa? De lo que no cabía duda era de que resultó profundamente desgraciada y escasamente satisfactoria puesto que estaba decidido a no correr otra vez el riesgo de una experiencia semejante.

Noté que una oleada de depresión me invadía. «¿Qué puedo hacer?», pensé. «¿Cómo acabar con esto y regresar a Inglaterra… a una nueva vida sin castillos llenos de secretos y sin un conde al que quisiera devolver la felicidad?».

—Me gustaría examinar minuciosamente esas paredes —indiqué.

Cual si quisiera borrar de improviso lo sucedido hasta entonces en el curso de nuestra entrevista, dijo casi con brusquedad:

—Dallas, mi castillo y yo quedamos a su disposición.