Capítulo 7

El día de Año Nuevo, Geneviève me dijo que pensaba ir a caballo a Maison Carrefour para visitar a su abuelo, y que quería que la acompañase.

Considerando que sería interesante volver a ver la vieja mansión, acepté complacida.

—Cuando vivía mi madre —explicó Geneviève— siempre íbamos a ver a mi abuelo el día de Año Nuevo. Todos los niños de Francia lo hacen.

—Me parece una costumbre muy bonita.

—Se obsequia a los niños con pasteles y chocolate, mientras los mayores comen galletas. Luego los niños tocan el piano o el violín, demostrando sus progresos, y a veces recitan.

—¿Lo harás tú también?

—Creo que me harán repasar el catecismo. A mi abuelo le gustan más las oraciones que el piano o el violín.

Me pregunté cuál sería su reacción ante las visitas a la extraña casa, y no pude impedir preguntarle sobre ello.

—¿Te gusta visitar a tu abuelo?

Frunció el ceño y pareció desconcertada.

—No lo sé. De pronto quiero ir y luego… cuando estoy allí, me siento como si no pudiera soportarlo. Me entran ganas de echar a correr y de no volver nunca. Mi madre solía hablar tanto de la casa, que a veces me parece haber vivido en ella. La verdad es que no sé si tengo o no tengo ganas de ir.

Cuando llegamos, Maurice nos franqueó la entrada y nos condujo ante el anciano, que parecía aún más débil y achacoso que la primera vez que le vi.

—¿Sabes qué día es hoy, abuelo? —le preguntó Geneviève.

Al no obtener contestación, acercó sus labios al oído del viejo, y casi gritó:

—¡Año Nuevo! Por eso he venido. Me acompaña la señorita Lawson.

Al oír mi nombre hizo una señal de asentimiento.

—Me alegro de verla. Perdone que no me levante…

Nos sentamos frente a él. Había cambiado mucho. Sus ojos carecían de serenidad. Semejaban los de un hombre perdido que intenta abrirse camino a través de la selva. Me dije que, en realidad, no hacía otra cosa que andar en pos de sus recuerdos.

—¿Toco la campana? —Preguntó Geneviève—. Tenemos hambre. Me gustaría comer pasteles y chocolate, y estoy segura de que mademoiselle Lawson tiene sed.

Al no obtener respuesta, tocó la campana, apareció Maurice, y Geneviève le pidió lo que deseaba.

—Me parece que el abuelo no se encuentra muy bien —dijo Maurice—. Tiene días muy malos, mademoiselle Geneviève.

—No creo que se haya dado cuenta de qué fiesta celebramos —dijo Geneviève suspirando y sentándose—. Abuelo —continuó—, la pasada Nochebuena jugamos a la caza de tesoros, y mademoiselle Lawson ganó el premio.

—El único tesoro es el cielo —comentó el anciano.

—¡Oh, sí! Pero mientras lo esperas, también es agradable encontrar la felicidad en la tierra.

La miró asombrado.

—¿Has dicho tus oraciones?

—Sí, cada mañana y cada noche.

—No basta. Los niños debéis rezar mucho más que los mayores. Necesitáis ayuda. Nacisteis en el pecado…

—Sí, abuelo. Sé que todos nacemos en el pecado, pero ya te he dicho que recité mis oraciones. Nounou me obliga a ello.

—¡Ah! La buena Nounou. Sé siempre amable con ella. Es una excelente mujer.

—Nunca permite que olvide mis rezos.

Maurice volvió con vino, pasteles y chocolate.

—Gracias, Maurice —dijo Geneviève—. Yo lo serviré. Abuelo —continuó—. El día de Navidad, mademoiselle Lawson y yo fuimos a una fiesta. Tenían un belén y un pastel con una corona dentro. Me hubiera gustado que tuvieras muchos hijos e hijas, porque sus descendientes hubieran sido primos míos. Y todos estarían hoy aquí y comeríamos pastel con una corona dentro.

Pero no le hacía caso. Había vuelto su mirada hacia mí. Intenté entablar conversación, pero tenía fijo en la mente el recuerdo de aquella habitación como una celda, y del cofre con el látigo y el sayal de estameña.

Resultaba evidente que aquel hombre era un fanático de sus ideas. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué clase de vida debió llevar Françoise allí? ¿Por qué murió cuando él sufrió su ataque? ¿Acaso no pudo soportar la idea de seguir viviendo si desaparecía aquel ser de mirada extraviada y aspecto cadavérico en una casa tan triste, con su celda y su baúl, mientras ella, casada con el conde, tenía por morada el castillo?

Pensé que no todo el mundo puede poseer la dicha de vivir una existencia tan maravillosa como la suya.

Pero en seguida puse orden a mis ideas. ¿Por qué había pensado semejante cosa? ¿Una existencia feliz… cuando quien la ha sufrido, sí, sufrido era la palabra exacta… acabó quitándose la vida?

Lo que se había iniciado como simple curiosidad se estaba convirtiendo en ferviente deseo. Sin embargo, me apresuré a pensar que no había nada de extraño en aquella actitud mental. El apasionarme por los asuntos ajenos era cosa corriente en mí. Siempre sentí curiosidad por saber lo que pasaba en la mente del prójimo, del mismo modo que me importaba averiguar por qué un pintor había utilizado tal o cual modelo, por qué lo retrató en aquella postura, qué le impulsó a semejante interpretación, uso del color y estilo.

El viejo no apartaba la mirada de mí.

—No la veo muy bien —dijo—. ¿Por qué no se acerca un poco?

Corrí la silla hacia él.

—Fue un error —murmuró—. Un grave error.

Estaba hablando para sí y yo miré a Geneviève, que se ocupaba en escoger un pedazo de chocolate del plato traído por Maurice.

—Françoise no debe saberlo —dijo.

Me di cuenta de que su mente divagaba, y de que tuve razón cuando lo imaginé más enfermo que en mi última visita. Me miró fijamente.

—Hoy tiene usted buen aspecto. Sí. Muy bueno.

—Gracias. En efecto, me siento perfectamente.

Continuó hablando.

—Fue un error. Ha sido mi cruz y no tuve fuerza suficiente para llevarla.

Guardé silencio, preguntándome si no sería mejor llamar a Maurice.

El anciano no apartaba la mirada de mí y se hacía atrás en la silla, como si me tuviera miedo. Al moverse, la manta resbaló y yo volví a ponérsela sobre las rodillas. Tuvo un gesto de pavor, a la vez que gritaba:

—¡Aparta! ¡Déjame! ¡Ya sabes en qué consiste mi desgracia, Honorine!

—Llama a Maurice —dije a Geneviève.

La joven salió corriendo de la habitación. El viejo me había agarrado por la muñeca y me clavaba las uñas en la piel.

—Tú no tienes la culpa —continuó—. Me hiciste cometer el pecado. Y ahora me lo llevaré a la tumba… ¿Por qué yo…? ¡Oh! ¡Qué tragedia…! Françoise… la pequeña Françoise. ¡Aléjate! No te acerques a mí, Honorine. ¿Por qué me tientas?

Maurice entró apresuradamente, y tomando la manta envolvió en ella al viejo, al tiempo que nos decía por encima del hombro:

—Salgan. Será mejor.

Geneviève y yo obedecimos mientras Maurice tomaba el crucifijo que pendía del cuello del anciano y se lo colocaba entre las manos.

—Ha sido espantoso —murmuré.

—¿Se ha asustado, señorita? —preguntó Geneviève afablemente.

—Creo que su mente se hallaba muy lejos de aquí.

—Le ocurre con frecuencia. El pobre es ya muy viejo.

—No debíamos haber venido.

—Eso es lo que dice papá.

—¿Te lo tiene prohibido?

—No, exactamente, porque nunca sabe cuándo voy a venir; pero si lo supiera seguro que me lo prohibiría.

—¿Por qué?

—El abuelo era padre de mi madre, y a papá no le gusta por dicho motivo. Como usted sabe, tampoco le gustaba mi madre.

Mientras regresábamos al castillo dije a Geneviève:

—Tu abuelo me ha confundido con otra persona. Un par de veces me llamó Honorine.

—Era la madre de mi madre.

—Parecía… tener miedo de ella.

Geneviève se quedó pensativa.

—Es raro que mi abuelo pueda tener miedo de alguien.

Me dije que las vidas de quienes habitaban el castillo estaban intrincadamente unidas de manera misteriosa con seres ya desaparecidos.

*****

No pude resistir la tentación de relatar a Nounou lo ocurrido en Carrefour.

Movió la cabeza.

—Geneviève no debería ir allí —dijo—. Sería mucho mejor si se abstuviera.

—Me propuso hacer esa visita por ser costumbre ver a los abuelos el día de Año Nuevo.

—Esas costumbres son buenas en ciertas familias…

—En ésta no creo que se observen demasiado —comenté.

—¡Oh! Las costumbres son para los pobres. Les ayudan a sobrellevar su triste existencia.

—Pues yo creo que ricos y pobres deberían disfrutarlas por igual. No obstante hubiera preferido no ir allí. El abuelo de Geneviève estaba como loco y la visita no resultó agradable.

—Sería mejor que mademoiselle Geneviève esperase a que él la llamara, y no presentarse allí de improviso.

—Debió ser muy distinto cuando usted estaba… cuando Françoise era una niña.

—Ese hombre ha sido siempre muy severo, tanto consigo mismo como con los demás. Hubiera resultado preferible que ingresara en un convento.

—Quizá lo tuviera pensado. He visto el lugar parecido a una celda donde según parece dormía en otros tiempos.

Nounou volvió a asentir.

—Ciertos hombres no deberían casarse —comentó—. Françoise tampoco sabía lo que podía sucederle con su esposo. Traté de que lo tomase con calma…

—¿No sabía nada de esas cosas? —pregunté.

Me dirigió una incisiva mirada.

—Ese hombre no está hecho para ser padre. Quería gobernar la casa como si fuera un monasterio.

—¿Y su madre… Honorine?

Nounou volvió la cara.

—Estaba inválida.

—Pues entonces, la pobre Françoise no debió tener una infancia muy alegre que digamos con un padre parecido a un monje y una madre inválida.

—Pues a mí sí me parecía feliz.

—Quizá se consolaba con sus lecciones y sus clases de piano… Escribe sobre ello como si realmente disfrutara. ¿Cuando su madre murió…?

—Sí, ¿qué? —preguntó Nounou bruscamente.

—¿Se sintió muy desgraciada?

Nounou se levantó y fue a sacar del cajón otra de aquellas libretitas que yo ya conocía.

—Lea esto —dijo.

La abrí. En ella decía haber dado un paseo y tomado su lección de música. Luego estuvo bordando un paño de altar y a continuación dio clase con su institutriz. Una vida ordenada y sencilla sin acontecimientos destacables.

De pronto di con esta anotación:

Por la mañana, cuando dábamos Historia, papá vino al cuarto de estudios. Parecía muy triste y dijo: «Tengo algo que comunicarte, Françoise. Ya no tienes mamá». Sentí ganas de llorar pero no pude. ¡Papá me miraba de manera tan triste y severa! «Tu madre ha estado enferma mucho tiempo y nunca hubiera podido recuperarse. Es la respuesta de Dios a nuestras plegarias». «Yo no he rogado que mamá muriera», contesté, a lo que replicó que los caminos de Dios son misteriosos. Habíamos rezado por mi madre y aquella solución era la más adecuada. «Ahora ya no padece», dijo. Y salió del cuarto de estudios.

Papá ha estado sentado junto al lecho mortuorio dos días y dos noches. Yo entré a presentar mis respetos a la difunta. Me arrodillé largo rato y lloré amargamente, pero no sólo porque había muerto mamá, sino porque en realidad me dolían las rodillas y no me gustaba aquel aposento. Papá no dejaba de rezar, y de pedir perdón por sus pecados. Sentí miedo, porque si es tan pecador, ¿qué decir del resto de nosotros que no rezamos ni la mitad que él?

Mamá ha sido puesta en el féretro vestida con su camisón de dormir. Papá dice que ahora descansa en paz. Todos los sirvientes pasaron a rendir su último homenaje. Papá sigue allí y no deja de rezar para ser perdonado.

Hoy se ha celebrado el entierro. Fue un espectáculo magnífico. Los caballos iban emplumados y con jaeces negros. Yo marchaba a la cabeza del cortejo con papá, llevando un velo negro que me cubría la cara y el nuevo vestido negro que Nounou me acabó, velando toda la noche. Al salir de la iglesia lloré y me quedé junto al catafalco mientras el padre contaba a todo el mundo que mamá había sido una santa. Es horrible que una persona tan buena haya desaparecido.

Ahora reina un gran silencio en la casa. Papá está en su celda, y sé que reza porque me acerqué a la puerta y lo oí. Pide ser perdonado y que su gran pecado desaparezca con él. Y que él solo sea el que sufra. Ruega a Dios no ser demasiado severo con mamá cuando llegue al cielo, e insiste en que el gran pecado fue culpa suya y no de ella.

Terminé de leer y miré a Nounou.

—¿Qué gran pecado era ése? ¿Lo ha descubierto usted alguna vez?

—Para ese hombre incluso el reír era pecado.

—Entonces, ¿por qué se casó? Hubiera sido preferible que acabase su vida en un monasterio.

Nounou se limitó a encogerse de hombros.

*****

Al empezar el nuevo año, el conde fue a París, acompañado por Philippe. Yo progresaba con mi trabajo y tenía ya restauradas varias pinturas. Había sido una experiencia emocionante ver surgir la belleza original de las telas. Me daba gran placer contemplarlas, después de que sus resplandecientes colores fueron emergiendo poco a poco, tras librarlos de la suciedad acumulada sobre ellos en el curso de los años. Pero se trataba de algo más que de una vuelta a la belleza. Aquella tarea representaba mi desquite.

No obstante, cada día me despertaba con la sensación de tener que abandonar el castillo. Era como si una voz interior me dijera: encuentra algún pretexto y aléjate de aquí. Pero nunca había disfrutado tanto con mi trabajo ni encontrado una mansión que me intrigara como Château Gaillard.

El mes de enero resultó extraordinariamente frío y hubo mucha actividad en las viñas por temerse que las heladas mataran el fruto. Geneviève y yo nos deteníamos con frecuencia durante los paseos a caballo o a pie para ver a los trabajadores. A veces íbamos a visitar a los Bastide, y en cierta ocasión Jean-Pierre nos llevó a las bodegas para enseñarnos los barriles donde el vino maduraba, y nos explicó el proceso por el que debía pasar, hasta alcanzar su plenitud.

Geneviève me dijo que aquellas bodegas le recordaban la oubliette del castillo, a lo que Jean-Pierre repuso que, en cambio, allí nadie quedaba olvidado. Nos mostró cómo entraba la luz por pequeñas aberturas que al propio tiempo regulaban la temperatura interior, y nos advirtió que nadie debía llevar plantas o flores porque el vino podía estropearse.

—¿Qué antigüedad tienen estas bodegas? —preguntó Geneviève.

—Están aquí desde que existe el vino… es decir, desde hace cientos de años.

—Es curioso —comentó Geneviève—. Mientras cuidaban su vino con esmero y se aseguraban de que la temperatura fuera exacta metían a la gente en las mazmorras, dejando que se helaran o se murieran de hambre.

—El vino era más importante para sus nobles antepasados que la suerte de sus enemigos.

—Durante todos esos años, fueron los Bastide quienes se ocuparon de preparar el vino —observó la joven.

—Sí; e incluso hubo un Bastide que tuvo el honor de ser enemigo de vuestros nobles antepasados. Sus huesos están en el castillo.

—¡Oh Jean-Pierre! ¿Dónde?

—En la oubliette. Se portó insolentemente con el conde de la Talle; éste lo llamó a su presencia y jamás volvieron a verlo. Imagínense. Probablemente el conde le diría: «¡Acércate, Bastide! ¿A qué viene todo el alboroto que estás armando?». El atrevido aldeano debió intentar alguna explicación, creyendo equivocadamente ser tan importante como sus amos. De pronto, monsieur le Comte mueve un poco el pie, se abre el suelo y se traga al insolente Bastide que va a parar adonde otros fueron antes que él, para helarse, o morirse de hambre… o de las heridas que se causara al caer. Pero ¿qué importa? Había dejado de ser un engorro para monsieur le Comte.

—Habla usted con resentimiento —manifesté sorprendida.

—¡Oh, no! Después vino la revolución y entonces les tocó actuar a los Bastide.

Pero no debía hablar en serio, porque casi inmediatamente se echó a reír.

*****

El tiempo cambió de repente, y las viñas dejaron de correr peligro grave, aunque según Jean-Pierre, las heladas primaverales también podían resultar peligrosas para la uva, por presentarse de manera repentina.

Fue una temporada sumamente agradable y pacífica, y durante la misma sucedieron algunos incidentes que recuerdo muy bien. Geneviève y yo solíamos salir juntas. Nuestra amistad crecía lenta pero firmemente. Yo no hacía tentativa alguna para apresurarla, porque aunque me sentía unida a ella, había ocasiones en que seguía considerándola una muchacha extraña.

Tuvo razón cuando me habló de poseer dos personalidades. A veces me miraba casi con timidez; otras mostrábase ingenuamente afectuosa.

Pensaba siempre en el conde, y, cuando estaba ausente, me formaba una imagen de él que el sentido común me decía que no era cierta. Recordaba su tolerancia al otorgarme una oportunidad con la que probar mi destreza y su generosidad al reconocer que se había equivocado cuando dudó de mí, actitud que más tarde reafirmó al hacerme el obsequio de la miniatura. Tuvo también el gesto de poner regalos en los zapatos, lo que demostraba cierto deseo de hacer feliz a su hija. Estaba segura de que le había agradado otorgarme el premio de la esmeralda, porque deseaba que yo tuviera algún objeto de valor que atesorar en el futuro.

Me estremecí al pensar que no podía permanecer indefinidamente en el castillo, porque tras restaurar cierto número de cuadros mi empleo podía darse por cancelado. Sin embargo, en aquel placentero mundo de ensueño en que vivía iba cobrando consistencia la idea de que aún iba a quedarme mucho tiempo allí.

Para algunas personas es fácil dar por cierto aquello que desean. Yo nunca me había portado así hasta entonces, puesto que siempre preferí hacer frente a la realidad y dar pruebas de sentido común. La estancia en el castillo me había hecho cambiar. Y aunque parezca extraño, no sentía interés por indagar la causa.

El martes de Carnaval Geneviève estaba tan revoltosa como Yves y Margot. Esta última le enseñó a confeccionar flores de papel y antifaces. Me pareció bien que colaborase en dichas actividades y fuimos a la ciudad en uno de los pequeños coches de que disponían los Bastide. Protegidos por nuestras grotescas máscaras nos arrojábamos flores de papel unos a otros.

Estuvimos en la plaza cuando colgaron al Carnaval en un patíbulo, y llegamos incluso a bailar con la gente.

Cuando volvimos al castillo, Geneviève estaba extasiada.

—Había oído hablar con frecuencia del martes de Carnaval —comentó—, pero nunca creí que fuera tan divertido.

—Espero que a tu padre no le moleste el que hayamos estado en la fiesta —le dije.

—No es fácil —contestó con aire travieso—, porque no se lo pienso decir.

—Si lo pregunta, tendremos que informarle —objeté.

—No lo preguntará. No está interesado por nosotras, señorita.

Me pareció que sonaba en su voz cierto resentimiento.

Pero la indiferencia paterna la preocupaba menos que antes y en cuanto Nounou nunca hubiera expresado objeciones mientras yo acompañara a Geneviève. Parecía confiar en mí de un modo que yo consideraba adulador.

Además, Jean-Pierre también vino. En realidad, fue él quien sugirió aquella escapada. Le encantaban tales cosas, y a Geneviève le gustaba mucho su compañía. Durante la primera semana de Cuaresma, el conde y Philippe regresaron al castillo.

En seguida se extendió la noticia de que Philippe estaba prometido y de que iba a casarse con mademoiselle de la Monelle.

*****

El conde vino a verme a la galería, donde yo estaba trabajando. Hacía una mañana hermosa y soleada, y ahora, cuando los días eran más largos, podía dedicar aún más tiempo a mis tareas restauradoras y el conde estudió las pinturas con placer.

—Excelente, mademoiselle Lawson —murmuró, mientras sus ojos se fijaban en mí con aquella expresión oscura que me dejaba siempre perpleja—. ¿A qué se dedica ahora? —preguntó.

Le expliqué que la pintura en la que trabajaba estaba muy maltrecha y que incluso le faltaban capas de color, que procedía a rellenar con yeso y que luego retocaría adecuadamente.

—Es usted verdaderamente toda una artista, mademoiselle Lawson.

—Sí… una artista fracasada. Como usted dijo cierta vez.

—Veo que no olvidó una observación tan poco halagüeña. Pero, por lo menos, ¿la ha perdonado usted?

—No hay que perdonar que nos digan la verdad.

—Es usted testaruda. Creo que la necesitamos tanto como a nuestras pinturas.

Había dado un paso hacia mí sin apartar su mirada de mi rostro. No sé si su expresión podía considerarse admirativa. Estaba segura de que mi aspecto no era precisamente atractivo. Mi chaqueta marrón nunca fue bonita. Mi pelo tenía la tendencia a escapar de las agujas, cosa de la que no me daba cuenta hasta que algo me obligaba a arreglarlo. Tenía las manos manchadas con los materiales que usaba. No; mi aspecto no podía interesarle en modo alguno.

Pensé que sus modales eran los de un tenorio, y dicha idea dio al traste con el placer que sentía en aquellos momentos.

—Usaré una pintura fácilmente soluble —dije—. Luego los colores se fijarán con resina sintética.

—¡Qué interesante! —exclamó.

—En efecto. Cuando estas pinturas fueron ejecutadas, los artistas prepararon sus propios colores. Sólo ellos conocían los secretos de aquellos ingredientes y cada uno tenía sus métodos. Los viejos maestros son únicos, y se hace difícil imitarlos.

Inclinó la cabeza.

—El retoque es una operación delicada —continué—. Y, naturalmente, un restaurador jamás debe poner en práctica ideas personales.

Parecía divertido, tal vez por comprender que con aquella charla pretendía ocultar mi turbación. De pronto dijo:

—Comprendo que un mal trabajo puede resultar desastroso. Es como intentar que una persona se vuelva como uno desea. Lo que hay que hacer es procurar que resalte lo bueno… y quede oculto lo malo.

—Yo sólo hablo de pinturas. Es el único tema al que puedo referirme con conocimiento de causa.

—Ese entusiasmo demuestra que es usted una experta. Y dígame, ¿qué tal se porta mi hija con el inglés?

—Realiza excelentes progresos.

—¿No le parece que enseñar a mi hija y ocuparse de las pinturas es un trabajo excesivo?

—Las dos cosas me gustan mucho —respondí sonriendo.

—Me alegro de que ello le proporcione tal placer. Creí que la vida en el campo le resultaría aburrida.

—¡Al contrario! Y debo agradecerle que me permita montar a caballo.

—¿También eso le gusta?

—Sí, mucho.

—El ambiente del castillo es ahora mucho más tranquilo que en otros tiempos —me explicó, mirando por encima de mí. Y añadió fríamente—: Después de fallecer mi esposa dejamos de dar fiestas. Y no hemos vuelto a recuperar las viejas costumbres. Probablemente será distinto cuando mi primo se case y su esposa se convierta en señora del castillo.

—O a menos que usted se case también —añadí impulsivamente.

Tuve la seguridad de que había amargura en su voz cuando repuso:

—¿Qué le hace suponer tal cosa?

Me sentí culpable de falta de tacto y repliqué en defensa propia:

—Me parece natural que se case… cuando llegue el momento.

—Creí que conocía las circunstancias de la muerte de mi esposa, señorita Lawson.

—He oído algo —repliqué, sintiéndome como quien ha puesto un pie en arenas movedizas y debe procurar retirarlo antes de empezar a sumergirse.

—¡Ah! —exclamó—. ¿De modo que ha oído algo? Sí, ya sé que algunos me suponen el asesino de mi mujer.

—Estoy convencida de que semejantes habladurías no pueden afectarle.

—¿Se siente intrigada? —Preguntó, sonriente, provocándome otra vez—. Esto demuestra que no lo considera tan improbable, y que me cree capaz de los peores crímenes. Admítalo.

El corazón me había empezado a latir aceleradamente, produciéndome una sensación penosa.

—No bromee —le dije.

—Eso es lo natural en un inglés, mademoiselle Lawson. Según ustedes, vale más no discutir las cosas desagradables. —Su mirada se había vuelto colérica—. Pues bien; no lo discutiremos. Así podrá continuar creyendo en la culpabilidad de la víctima.

Me había quedado estupefacta.

—Se equivoca usted —me apresuré a replicar. El conde había recobrado la calma con tanta rapidez como la perdió.

—Es admirable, mademoiselle Lawson. En su opinión, yo no debería volver a casarme nunca. Y, además, la sorprende que me ponga a discutir sobre ello con usted, ¿verdad?

—En efecto; debo admitirlo.

—Pero sabe escuchar con deferencia, aunque no en el sentido sentimental que se da a esta expresión. Demuestra calma, sentido común y franqueza, y dichas cualidades me han inducido a la indiscreción de debatir con usted mis asuntos particulares.

—No sé si agradecerle el cumplido o pedir perdón por lo que creo una insidia.

—Usted obra tal como dice, o casi. Basándose en ello, le voy a hacer una pregunta, miss Lawson. ¿Me dará una respuesta sincera?

—Lo intentaré.

—¿Cree que asesiné a mi esposa?

Me quedé estupefacta otra vez. Sus pesados párpados casi le ocultaban los ojos; pero noté que me miraba intensamente, y durante unos segundos permanecí en silencio.

—¿Es eso todo? —me dijo.

—Todavía no he contestado —indiqué.

—Pretende ganar tiempo para darme una respuesta discreta, pero yo no pido discreción. Deseo la verdad.

—Ha pedido mi opinión, y debo expresarla.

—Bien, hágalo.

—Nunca creí ni por un momento que administrara usted a su esposa una dosis de veneno, pero…

—Pero…

—Quizá usted… la desengañó… no la hizo feliz… acaso su matrimonio no fuera dichoso… y a fin de no continuar de semejante modo, ella se quitó la vida.

Me miraba, frunciendo los labios en extraña sonrisa. Me pareció que se sentía profundamente desgraciado y me sobrecogió el incontenible deseo de aliviar su sufrimiento. Era absurdo, pero no podía obrar de otra manera. Bajo aquel exterior arrogante creía haber descubierto un poco de su verdadera personalidad.

Pareció haber leído mis pensamientos, porque su expresión se endureció.

—Ahora ya sabe usted por qué no quiero volver a casarme —dijo—. Me cree culpable indirecto y, siendo una joven tan lista, sin duda tiene razón.

—A su modo de ver soy una insensata, falta de tacto, gauche… es decir, todo aquello que aborrece.

—Me parece… estimulante, mademoiselle Lawson, y usted lo sabe. Tengo entendido que en su país suele decirse: «A perro con mala fama, vale más ahorcarlo». ¿Es así? —Asentí—. Pues bien, yo soy ese perro con mala fama. Se trata de una de las cosas más fáciles de conseguir. A cambio de la lección sobre restaurar pinturas que usted me ha dado, yo le ofrezco otra sobre historia familiar. En cuanto pase la Pascua, mi primo y yo nos iremos a París. No existe motivo por el que retrasar la boda de Philippe. Él y yo asistiremos al dîner-contrat en casa de la novia, y luego se celebrará la ceremonia. Pasada la luna de miel, y cuando estén de regreso al castillo, reinará aquí una atmósfera más animada.

¿Cómo podía hablar de estas cosas de un modo tan apacible? Cuando consideraba el papel que iba a representar en todo aquello, sentía cólera por verle comportarse así, y me recriminaba el haber olvidado sus defectos con tanta facilidad, aceptándolo todo con las condiciones que imponía bajo una luz distinta cada vez.

—En cuanto vuelva celebraremos un baile —continuó—. La nueva madame de la Talle lo tiene ya, probablemente, planeado. Dos noches después habrá otro baile para cuantos tienen alguna relación con el castillo… los trabajadores de la viña, los sirvientes, todo el mundo. Es una vieja costumbre, cuando se casa el heredero. Espero que asista usted a las dos fiestas.

—Me encantará asistir a la de los trabajadores. No estoy segura de si a madame de la Talle le agradará tenerme como invitada al baile de gala.

—Espero que sí, y si yo la invito, la atenderá con gusto. ¿No cree? Querida miss Lawson, yo soy el amo de esta casa, y sólo mi muerte puede alterar semejante estado de cosas.

—Estoy convencida —respondí—, pero vine aquí a trabajar y no estoy preparada para las grandes solemnidades.

—Sabrá adaptarse a ellas. Pero no quiero detenerla más. Observo que desea volver a su trabajo.

Cuando se hubo marchado, me quedé perpleja y excitada, sintiendo instintivamente que me hundía más y más en un terreno de arenas movedizas del que, conforme pasaban los días, era más difícil escapar. ¿Se habría dado cuenta? Aquella conversación, ¿constituía una advertencia?

*****

El conde y Philippe salieron hacia París el día después de Viernes Santo. El lunes me fui a ver a los Bastide, encontrando a Yves y a Margot que jugaban en el jardín. Me pidieron que me acercara para ver los huevos de Pascua que habían encontrado el domingo, tanto en la casa como en las instalaciones anexas. Su número era igual al del año pasado.

—Quizá usted no lo sepa, señorita —me explicó Margot—, pero las campanas se marchan a Roma a recibir la bendición, y por el camino dejan caer estos huevos para los niños.

Admití no estar enterada de ello.

—¿No tienen ustedes huevos de Pascua en Inglaterra? —preguntó Yves.

—Sí… Pero sólo como regalo.

—También aquí es un regalo —me respondió—. No es verdad que las campanas los suelten; pero nosotros los buscamos por la casa. ¿Le gustaría tener uno?

Contesté que me encantaría llevar uno a Geneviève, y que la complacería saber que me lo habían dado ellos.

El huevo fue cuidadosamente envuelto y me lo ofrecieron con gran solemnidad. Dije que quería ver a su abuela. Intercambiaron unas miradas, e Yves respondió:

—Se ha marchado…

—Con Gabrielle —añadió Margot.

—Entonces, la veré otro día. ¿Es que pasa algo?

Se encogieron de hombros aparentando ignorancia, y yo me despedí, continuando mi paseo.

El camino me llevó al río, y allí pude ver a Jeanne, la criada, que lavaba la ropa golpeándola con una pala de madera.

—Buenas tardes, Jeanne —le dije.

—Buenas tardes, señorita.

—He estado en la casa; pero madame Bastide no se encuentra allí.

—Ha ido a la ciudad.

—Es raro que esté ausente a estas horas del día.

Jeanne hizo una mueca mirando la pala.

—Espero que todo acabe bien, señorita.

—¿Existe algún motivo para creer lo contrario?

—Yo también tengo una hija.

Me sentí desconcertada. ¿Me habría entendido bien?

—¿Se refiere a la señorita Gabrielle…?

—La señora está muy preocupada y ha llevado a Gabrielle para que la vea el médico —extendió ambas manos—. Ruego a todos los santos que no le pase nada; pero cuando la sangre arde, señorita, suelen ocurrir cosas extrañas.

No pude imaginar lo que estaba insinuando, así es que comenté:

—Espero que mademoiselle Gabrielle no padezca ninguna enfermedad grave.

La dejé sonriendo para sí, como si admirara mi inocencia.

Sentía intranquilidad por los Bastide, y al regresar pasé de nuevo por la casa.

Madame Bastide había vuelto. Su rostro estaba alterado por la sorpresa y el dolor.

—Quizá mi visita no sea oportuna —dije—. A menos que pueda ayudarles en algo…

—No se vaya. Es un asunto que no podrá ser mantenido en secreto mucho tiempo… y estoy segura de que usted es discreta. Siéntese, Dallas.

Se dejó caer pesadamente en una silla, y reclinó el brazo sobre la mesa, cubriéndose la cara con la mano.

Aguardé, perpleja, y a los pocos minutos, probablemente después de haber pensado hasta qué punto podía mostrarse sincera, apartó la mano y exclamó:

—¡Y que esto haya ocurrido en nuestra familia!

—¿Se trata de Gabrielle? —pregunté.

Hizo una señal de asentimiento.

—¿Dónde está?

Movió la cabeza, señalando el techo.

—En su habitación. Es muy terca. No dirá una palabra.

—¿Se encuentra enferma?

—¿Enferma? ¡Y tan enferma! Hubiera imaginado cualquier cosa, menos esto.

—¿No se puede hacer nada?

—No hablará. No dirá quién ha sido. Jamás creí que pudiera suceder. No es de las que coquetean con cualquiera. ¡Siempre se mostró tan discreta y tranquila…!

—Quizá pueda encontrarse solución.

—Así lo espero. Me aterra pensar lo que dirá Jean-Pierre cuando lo sepa. ¡Es tan orgulloso! Se enfadará muchísimo.

—¡Pobre Gabrielle! —murmuré.

—Sí. ¡Pobre Gabrielle! —repitió—. Nunca lo hubiera creído. ¡Y ni una palabra hasta que me he enterado…! Vi que tenía miedo y adiviné el motivo. Últimamente se mostraba reservada, preocupada… no tomaba parte en las diversiones de los demás, y cuando esta mañana hacíamos la colada, se desmayó. Entonces me creí segura y hemos ido a ver al médico. Éste acaba de confirmar lo que temía.

—¿Ha rehusado revelar el nombre de su amante?

Madame Bastide asintió.

—Eso es lo que más me preocupa. Si fuera uno de los jóvenes… tendríamos el mismo disgusto que ahora, pero podría arreglarse. Al no decir nada, temo que…

—¿Por qué no lo declara? Podría intentarse un arreglo.

—Me gustaría saber la causa. Parece como si se tratara de alguien con quien no es posible arreglo alguno.

Le pregunté si me permitía hacer café, y respondió afirmativamente. Permanecía sentada a la mesa, mirando al vacío, y cuando hube preparado la infusión propuse llevar una taza a Gabrielle. Me dio su permiso y subí al piso de arriba. Al llamar a la puerta, Gabrielle respondió:

—No insistas, abuela.

Abrí la puerta y entré, llevando la taza de café humeante.

—¡Usted… Dallas!

—Te traigo esto. Pensé que te sentaría bien.

Estaba tendida y me miró tristemente.

Le apreté la mano. ¡Pobre Gabrielle! Su situación era la de otras muchas jóvenes para quienes semejante caso representa una tragedia terriblemente personal.

—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunté.

Movió la cabeza.

—No podemos casarnos, y…

Volvió la cabeza al otro lado, ocultándome el rostro.

—¿Está… está casado?

Apretó fuertemente los labios, rehusando contestar.

—Si no puede casarse contigo, no queda otro recurso que mostrarse valiente.

—¡Me odiarán todos! —exclamó—. La vida nunca volverá a ser igual.

—No es cierto —respondí—. Ahora están asombrados… ofendidos… pero se les pasará, y cuando llegue el niño, todos lo querrán mucho.

Me sonrió débilmente.

—A usted le gusta arreglar los problemas ajenos, Dallas. Pero en esto no podrá conseguir nada. El conflicto es mío, y sólo yo tendré que soportarlo.

—Te equivocas. Alguien puede ayudarte.

Pero continuó obstinada en no hablar.

Volví tristemente al castillo, recordando aquella feliz reunión del día de Navidad y pensando en cómo, de manera repentina, pueden cambiar las perspectivas familiares.

La felicidad es una cosa muy precaria.

*****

El conde no regresó al castillo inmediatamente después de la boda. Philippe y su esposa pasaban su luna de miel en Italia, y me pregunté si el conde habría encontrado alguien con quien divertirse luego de haber hecho su cínica entrega de Claude a Philippe.

Era la suposición más lógica.

No volvió hasta que Claude y Philippe estaban a punto de regresar, pero no hizo tentativa alguna para verme a solas. Me pregunté si habría intuido que yo desaprobaba su conducta. ¡Como si aquello le importase! Me estaba comportando de modo más presuntuoso aún que de costumbre.

Sentí decepción, porque esperaba hablar con él de nuevo, y al propio tiempo temor por lo que podía suceder en cuanto llegaran Philippe y su esposa. Estaba segura de la antipatía de Claude hacia mí y la imaginé como esa clase de mujeres que no pueden disimular sus sentimientos.

Pensé que quizá fuese mejor aprovechar la oferta de crecientes aprensiones, la idea de abandonar el castillo me resultaba deprimente.

La pareja regresó después de tres semanas de luna de miel. Y el mismo día tuve un encuentro con Claude, en el que descubrí hasta qué punto me odiaba.

Nos encontramos cuando volvía de mi trabajo.

—Creí que ya había acabado —me dijo—. Recuerdo que para Navidad la restauración de las pinturas estaba muy adelantada.

—Se trata de una tarea meticulosa —respondí—. Y esa colección llevaba mucho tiempo en completo abandono.

—Para una experta como usted, las dificultades han de ser escasas.

—Siempre hay dificultades, y se necesita mucha paciencia.

—Comprendo. Se somete a una concentración tan grande, que no puede trabajar mucho tiempo seguido, ¿verdad?

¿Insinuaba quizá que perdía el tiempo para prolongar mi estancia en el castillo?

—Puede usted estar segura, madame de la Talle —respondí con calor—, de que terminaré las pinturas lo antes posible.

Inclinó la cabeza.

—Es una lástima que no lo estén para las fiestas que ofrecemos a nuestros amigos. Espero que, como el resto de la servidumbre, asistirá al segundo baile.

Pasó ante mí sin darme tiempo a responder. Había indicado claramente que no esperaba verme en el baile de gala. Hubiera deseado responderle que el conde ya me había invitado, y añadir que aún seguía siendo el amo allí.

Fui a mi habitación y contemplé el vestido de terciopelo verde. ¿Por qué no asistir a la fiesta? Él me lo había pedido, y me esperaba. ¡Qué triunfo ser recibida por el conde ante el altivo rostro de la nueva madame de la Talle!

Pero la noche del baile cambié otra vez de idea. Él no había encontrado oportunidad para hablar conmigo.

¿Cómo, pues, pensar que iba a ponerse de mi lado y contra Claude?

Me acosté temprano. Desde la cama podía escuchar la música procedente del salón, mientras trataba de leer, aunque sin poder apartar de mi mente la brillante escena. En el estrado, los músicos tocaban bajo franjas de claveles que yo había visto arreglar por los jardineros. Veía también al conde iniciando el baile con la esposa de su primo. Me imaginé vestida con mi atavío verde y el broche de esmeraldas que ganara en la caza del tesoro. Empecé luego a pensar en las esmeraldas del retrato y a imaginarme que las lucía también, y que con ellas tenía un aspecto de condesa.

Dejé escapar una leve risa y tomé el libro otra vez, pero me era difícil concentrarme en la lectura. Pensé en las voces escuchadas en la escalera de los calabozos y me pregunté dónde estarían ahora el conde y su pareja. Se felicitarían por su astucia al convenir un matrimonio que los situaba tan cerca uno del otro, incluso bajo el mismo techo.

La situación era explosiva. ¿Cómo iba a terminar todo aquello? No me extrañaba que la vida del conde fuera un escándalo.

¿Habría obrado del mismo modo con su esposa?

Oí pasos en el corredor, y escuché. Se habían detenido ante mi puerta. Alguien se encontraba allí. Podía percibir perfectamente su respiración.

Me senté en la cama, con la mirada fija en la puerta. De pronto, el pomo giró.

—¡Geneviève! —exclamé—. Me has asustado.

—Lo siento. Estaba fuera pensando si se habría dormido usted.

Se sentó junto a mí. Estaba muy linda con su vestido de seda azul, pero tenía una expresión profundamente triste.

—Ese baile es horrible —dijo.

—¿Por qué?

—¡Por la tía Claude! —exclamó—. En realidad, no es mi tía, sino la esposa del primo Philippe.

—Habla en inglés —le rogué.

—Cuando estoy enfadada, no puedo. He de pensar demasiado y uno no puede enfadarse y pensar al mismo tiempo.

—Pues, entonces, aún mejor para que hables en inglés.

—Señorita, a veces me parece usted la vieja Esquilles. ¡Y pensar que esa Claude va a vivir aquí…!

—¿No te gusta?

—No es que no me guste. Es que la odio.

—¿Qué te ha hecho?

—Va a vivir con nosotros.

—Este castillo es enorme. Ya sabes que hay habitaciones para todos.

—Si se quedara siempre en el mismo lugar, no me importaría, porque procuraría no encontrarme con ella.

—Por favor, Geneviève, ¿no planearás encerrarla en la oubliette?

—Nounou la sacaría; de modo que no vale la pena.

—¿Por qué estás contra ella? Es muy guapa.

—Ahí está el mal. No me gusta la gente guapa. Prefiero a las personas sencillas, como usted.

—¡Vaya un cumplido!

—Esa gente lo estropea todo.

—Aún no ha tenido tiempo de estropear nada.

—Pero lo hará. A mi madre tampoco le gustaban las mujeres guapas. Le hicieron la vida imposible.

—¿Qué puedes tú saber de esto?

—¡Claro que sé! Se lo aseguro. Lloraba mucho. Los dos se peleaban sin levantar la voz. Y yo siempre he creído que las peleas sin gritos son peores que las otras. Papá sabe decir cosas terribles en voz baja, y esto es aún más cruel. Las dice como si le divirtiera… como si la gente fuera tonta. Él tenía por tonta a mi madre, y esto la hizo muy desgraciada.

—Geneviève, no creo prudente que estés siempre pensando en lo que ocurrió tiempo atrás. Por otra parte, no estás muy enterada de esas cosas.

—Sé que él la mató.

—No lo sabes.

—Aseguran que fue un suicidio; pero no es cierto. Mi madre jamás me hubiera dejado sola.

Puse una mano sobre la suya.

—No pienses más en eso —le supliqué.

—Hay que pensar en las cosas que pasan en la propia morada. Por culpa de ellas papá no tomó nueva esposa, y ahora ha tenido que casar a Philippe. Si yo hubiera sido hombre, las cosas serían muy diferentes. Papá no me quiere porque soy mujer.

—Eso son imaginaciones tuyas.

—No me gusta verla fingir. Es usted como los demás adultos. Cuando no quieren reconocer una cosa, pretenden no saber de lo que se les habla. Yo creo que mi padre mató a mi madre, y que ahora ella vuelve de su tumba para vengarse.

—¡Qué tontería!

—Deambula por el castillo en plena noche, con los demás fantasmas de la oubliette. Los he oído y de nada le va a servir decirme que no es verdad.

—La próxima vez que los oigas, ven a decírmelo.

—¿De verdad? Ahora llevo algún tiempo sin oírlos. No les tengo miedo, porque mi madre no permitiría que me hiciesen daño. Recuerdo que en cierta ocasión usted misma me lo dijo.

—De todos modos, cuando vuelvas a oírlos, dímelo.

—¿Qué le parece si fuéramos en su busca, señorita?

—Primero habría que oírles.

Se inclinó hacia mí y exclamó:

—¡Convenido!

En el castillo no se hablaba de otra cosa que del baile para la servidumbre y los trabajadores de las viñas, cuyos preparativos continuaban más febrilmente aún que cuando se celebró la fiesta del conde y sus amigos. En patios y corredores no se hablaba de otra cosa, y era evidente que imperaba una gran alegría.

Para aquella ocasión me puse el vestido verde. Necesitaba demostrar confianza. Me recogí el pelo en la parte superior de la cabeza, y el efecto general resultó de mi agrado.

No dejaba de pensar en Gabrielle Bastide, y de preguntarme si habrían resuelto algo.

El sommelier Boulanger actuaba de maestro de ceremonias, y era el encargado de recibir a los invitados en la sala de banquetes. Habría una cena fría, y los recién casados, junto con el conde y Geneviève, vendrían a vernos cuando el baile estuviera en todo su apogeo. Me dijeron que entrarían sin ceremonia y bailarían con algunos de los reunidos. Boulanger descubriría su presencia como por casualidad y propondría un brindis a la salud de los recién casados, al que correspondería todo el mundo, bebiendo el mejor vino del Château.

Cuando llegué al baile, la familia Bastide ya se encontraba allí. Gabrielle les acompañaba. Estaba muy bonita, aunque tenía un aire melancólico. Lucía un vestido azul claro, que pensé se habría confeccionado ella misma, porque oí decir que era muy buena modista.

Madame Bastide había llegado, dando el brazo a su hijo Armand. Aprovechó una oportunidad para susurrarme que Jean-Pierre no sabía nada aún. Confiaban en haber descubierto el nombre del seductor y convenido el matrimonio antes de que Jean-Pierre se enterase.

Me rogó no decir nada, y yo me pregunté si lamentaría haber confiado en mí cuando yo me encontraba a su lado mientras sufría la primera conmoción después de la noticia.

Jean-Pierre acudió a buscarme y bailamos al compás de la Sautière Charentaise, que yo había oído en casa de los Bastide cuando Jean-Pierre cantaba la tonada.

Mientras bailábamos, volvió a cantar:

Qui sont-ils, les gens qui sont riches?…

—Fíjese —me dijo—. Aquí, con todo este esplendor, resulta adecuado cantar tales palabras. Es una gran ocasión para gentes humildes como nosotros. No es frecuente disponer de la oportunidad para bailar en una sala del castillo.

—¿Lo cree mejor que en su casa? ¡Me gustó tanto la celebración de Navidad! Y también a Geneviève. Estoy segura de que prefirió aquella fiesta a las que se celebran aquí.

—Es una muchacha rara.

—Me gustó verla feliz.

Sonrió cálidamente y yo seguí pensando en Gabrielle, mientras entraba con su corona sobre el cojín, y cuando Jean-Pierre nos besaba, empleando su privilegio de soberano del día.

—Quizá sea más feliz desde que usted llegó —dijo—. Y no sólo ella, desde luego.

—Me adula usted.

—La verdad no es adulación, Dallas.

—En este caso, me alegro de ser tan popular.

Me apretó ligeramente la mano.

—Es inevitable —añadió—. ¡Oh! ¡Fíjese! Los grandes han llegado y me parece que monsieur le Comte no nos pierde de vista. Quizá la mira porque, no siendo tan humilde como los servidores de la casa y los trabajadores de la viña, la considera pareja adecuada para él.

—No creo que piense tal cosa.

—Lo defiende usted con mucho calor.

—Me siento indiferente, y él no tiene necesidad de mi defensa.

—Ya veremos. ¿Quiere que hagamos una pequeña apuesta usted y yo? Estoy convencido de que será la primera a quien saque a bailar.

—Nunca hago apuestas.

La música había cesado.

—¡Qué disimulo emplean! —Murmuró Jean-Pierre—. Monsieur Boulanger ha hecho una señal muy discreta y ¡alto el baile! Los grandes han llegado.

Me llevó junto a una silla y me senté. Philippe y Claude se habían separado del conde, que se acercaba a mí. La música volvió a sonar. Miré hacia la orquesta mientras esperaba de un momento a otro ver al conde ante mí. Al igual que Jean-Pierre, también me dije que sería la primera a quien solicitase un baile.

Me asombró verle de pronto pasar llevando a Gabrielle del brazo.

Me volví hacia Jean-Pierre riendo.

—Casi lamento no ser amiga de hacer apuestas.

Jean-Pierre miraba al conde y a su hermana con expresión perpleja.

—Y yo lamento que tenga usted que conformarse con el supervisor de las viñas en vez de con el dueño de la casa —dijo, volviéndose hacia mí.

—Me encantará —le respondí.

Mientras Jean-Pierre y yo bailábamos, vi que Claude tenía por pareja a Boulanger, y Philippe a madame Duval, jefe del personal femenino. Me dije que el conde habría escogido a Gabrielle por ser miembro de la familia Bastide, la cual tenía a su cargo las viñas. Al parecer, todo estaba organizado dentro de un protocolo muy preciso.

Cuando el baile hubo acabado, Boulanger pronunció un discurso y todos bebimos a la salud de Philippe y Claude. Después, los músicos tocaron un baile, que luego supe se llamaba Marche pour noce, que fue encabezado por Philippe y Claude. Y entonces el conde se acercó a mí.

No obstante la decisión de permanecer al margen, noté que mis mejillas se sonrojaban ligeramente cuándo me tocó la mano, preguntando si le concedía el placer de un baile.

—No estoy segura de bailar bien —le dije—. En cambio, en Francia, eso parece una cualidad innata.

—Pasa lo mismo con las bodas —contestó—. Pero no irá usted a decir que somos los únicos que se casan.

—No tenía esa intención. Y a propósito; este ritmo me resulta desconocido.

—Es del país. ¿Bailan mucho en Inglaterra?

—No demasiado. Raras veces tuve esa oportunidad.

—¡Qué lástima! Yo tampoco soy buen bailarín; pero sospecho que dominará usted la danza tan bien como todo lo demás, con sólo que se lo proponga. Debe aprovechar todas las ocasiones… aun cuando no sienta demasiado interés por hallarse en nuestra compañía. No aceptó usted mi invitación al baile de gala, y me pregunto por qué.

—Creo haber explicado que no vine aquí para divertirme.

—Y yo creí haber expresado mi deseo especial de que asistiera y confié en que éste no sería contrariado.

—Jamás imaginé que mi ausencia se notara.

—Pues así fue… Y lo lamenté mucho.

—Lo siento.

—No parece sentirlo.

—Lo que siento es haberle causado molestias; no el haber faltado al baile.

—Así está mejor, mademoiselle Lawson. Demuestra una encomiable preocupación por los sentimientos ajenos, lo que siempre resulta agradable.

Geneviève bailaba con Jean-Pierre, y reía de algo que él le había dicho. Me di cuenta de que el conde también lo había observado.

—Mi hija es como usted, mademoiselle Lawson. Siente preferencia por determinadas diversiones.

—Sin duda, este baile resulta más alegre que el otro.

—¿Cómo puede usted saberlo, si no asistió?

—Ha sido sólo una sugerencia… no una declaración formal.

—Debí suponerlo. ¿Es siempre tan meticulosa? Debería darme usted unas lecciones sobre restauración de pinturas. La última resultó fascinadora. Mañana por la mañana pienso visitar la galería.

—Será un placer.

—¿De veras?

Miré aquellos ojos extrañamente hundidos, y respondí:

—Desde luego; de veras.

La pieza había terminado, y ya no le fue posible volverme a tener por pareja, porque hubiera despertado demasiados comentarios. Debía bailar sólo una vez con seis miembros diferentes de la servidumbre. Tal era la costumbre, según me informó Jean-Pierre. Luego de cumplido su deber, el conde, Philippe, Claude y Geneviève irían desapareciendo uno tras otro, nunca juntos, porque de hacerlo así hubieran dado a la ceremonia un aire de gravedad que no tenía. El conde sería el primero, y los demás se retirarían cuando lo creyeran más oportuno.

Después de observar cómo el conde se escabullía discretamente, no sentí grandes deseos de permanecer allí.

*****

Estaba bailando con monsieur Boulanger cuando vi que Gabrielle abandonaba el salón. Algo que noté en su aspecto despertó en mí ciertas sospechas. Dio una rápida mirada a su alrededor, simulando examinar los tapices del muro, otra rápida mirada a otro lugar, y desapareció.

Durante un segundo vi su expresión alterada y temí por ella.

Cuando la música paró y pude dejar a mi pareja, aproveché la oportunidad para salir.

No tenía idea de hacia dónde había ido la joven ni sabía cuáles pudieran ser las reacciones de una muchacha desesperada.

¿Se arrojaría desde algún torreón del castillo? ¿Se ahogaría en el viejo pozo del patio?

Pero llegué a la conclusión de que no era probable ni una cosa ni la otra. Si Gabrielle quería quitarse la vida, ¿por qué precisamente en el castillo? Claro está que podía existir una razón; pero ¿cuál?

No podía aceptar la única que se me ocurrió. Mi mente la rechazaba, pero mis pasos me llevaban instintivamente hacia la biblioteca donde había celebrado la entrevista con el conde.

Sentía un ferviente deseo de poder rechazar las ideas que en aquel momento cruzaban mi mente.

Al acercarme a la biblioteca oí rumor de voces. Las conocí en seguida. Eran la de Gabrielle, jadeante y aguda hasta llegar al paroxismo, y la del conde, baja y resonante.

Me fui a mi cuarto. No tenía ganas de volver al salón. Sólo anhelaba estar sola.

Días después fui a visitar a madame Bastide, la cual me recibió con alegría. Pude notar que tenía mucho mejor aspecto que cuando estuve allí la última vez.

—Tengo buenas noticias —me dijo—. Gabrielle se va a casar.

—¡Oh! ¡Cuánto me alegro!

Madame Bastide me sonrió.

—Sabía que se iba a alegrar —repuso—. Se preocupa usted de nuestras desgracias como si fuesen suyas.

Mi alivio era evidente. Me eché a reír, pensando: «¿Por qué he de imaginar siempre lo peor de ese hombre?».

—Por favor; cuéntemelo todo —le rogué—. ¡Me siento tan feliz! Y veo que usted también lo es.

—Con el tiempo, la gente se dará cuenta de que ha sido un matrimonio apresurado —respondió madame Bastide—. Pero… estas cosas suelen suceder de vez en cuando. Se han anticipado a sus deberes matrimoniales como hacen otros jóvenes. Pero se confesarán y serán perdonados, y no traerán al mundo un bastardo. Son los hijos quienes sufren tales cosas.

—Sí; desde luego. ¿Y cuándo se casa Gabrielle?

—Dentro de tres semanas. Lo cual es magnífico, porque Jacques está ahora en condiciones para ello. Éste era el problema. No podía mantener a su esposa y a su madre, y como Gabrielle lo sabía, no se atrevió a hablarle de su condición; pero monsieur le Comte lo ha arreglado todo.

—¡Monsieur le Comte!

—Sí. Ha dado a Jacques la supervisión de Saint-Vallient. Monsieur Durand es ya muy viejo, y pasará a descansar en su casita. De no ser por monsieur le Comte, la boda hubiera sido muy difícil.

—Lo comprendo.

*****

Gabrielle se casó, y aunque abundaron los chismorreos tanto por la ciudad como por el castillo y los viñedos, tales comentarios iban acompañados de un encogimiento de hombros. Esta clase de asuntos podían resultar interesantes durante una o dos semanas, pero no más; y, por otra parte, aquellas gentes no estaban seguras de si un caso parecido se produciría en sus propias familias.

Que el niño llegara un poco anticipadamente, era cosa que sucedía frecuentemente, sin mayores consecuencias.

Jacques Gaillard tuvo suerte al lograr la supervisión de Saint-Vallient, justamente cuando pensaba casarse y aposentarse allí.

La boda se celebró en Maison Bastide, sin que faltara nada de lo esencial, no obstante haber dispuesto madame Bastide de muy poco tiempo para prepararlo. Oí decir que el conde había sido muy generoso con sus servidores, ofreciendo a la pareja un hermoso regalo de boda, consistente en el mobiliario que necesitaban. Además, aprovecharon algunas piezas pertenecientes a Durand, ya que el viejo matrimonio no podía llevárselas a la casita en la que se acababan de instalar.

El cambio operado en Gabrielle resultaba asombroso. La serenidad había reemplazado al temor, y tenía un aspecto más bello que nunca. Cuando fui a Saint-Vallient para visitarla, así como a la madre de Jacques, la joven me hizo objeto de una acogida cariñosa. Eran muchas las cosas que hubiera deseado preguntarle, pero, como es natural, no pude hacerlo. No quería que lo creyera simple curiosidad superficial.

Cuando me marché, Gabrielle me rogó que fuese a verla siempre que pasara por allí a caballo; lo que prometí hacer.

Habían transcurrido cuatro o cinco semanas desde la boda. La primavera estaba en todo su esplendor y los sarmientos de las vides crecían con rapidez. Se observaba una gran actividad en el campo, y la misma continuaría hasta la época de la vendimia.

Mis relaciones con Geneviève no eran tan armoniosas como antes. La presencia de Claude en el castillo producía en ella efectos nocivos, y yo estaba como sobre ascuas preguntándome cuáles iban a ser las consecuencias. Me parecía haber realizado algún progreso; pero era sólo como conseguir un falso brillo en una tela, utilizando una solución de efectos temporales, que a la larga perjudicara la pintura. Un día le pregunté:

—¿Quieres que visitemos a Gabrielle?

—Como quiera.

—Bien. Si no te parece oportuno, iré yo sola.

Se encogió de hombros y continuó cabalgando a mi lado.

—Va a tener un niño —dijo.

—Sí, y tanto ella como su marido serán muy felices.

—El niño llegará demasiado pronto y la gente murmura.

—Me parece que exageras —respondí—. Además, ¿por qué no hablas en inglés?

—Ya me he cansado del inglés. ¡Qué lengua tan difícil! —exclamó echándose a reír—. Ha sido un matrimonio de conveniencia —continuó—. Al menos, eso es lo que se comenta.

—Todos los matrimonios han de ser convenientes.

Aquello provocó un acceso de risa en Geneviève.

—Adiós, señorita, no la acompaño. Quizá la pusiera en mal lugar diciendo alguna tontería… Nunca se sabe.

Espoleó el caballo y volvió grupas. Estuve a punto de seguirla, porque no tenía permiso para cabalgar sola por el campo; pero me había cogido ya mucha ventaja y desaparecido por entre un bosquecillo.

Menos de un minuto después oí un disparo.

—¡Geneviève! —llamé, galopando hacia el bosquecillo, donde la oía gritar. Las ramas de los árboles me fustigaban, impidiéndome desarrollar mayor velocidad. Volví a llamarla—: ¡Geneviève! ¿Dónde estás? ¿Qué ha ocurrido?

—¡Oh, señorita…, señorita…! —sollozaba.

Partí en la dirección de su voz, y por fin la encontré. Había desmontado y el caballo se encontraba junto a ella.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Y fue entonces cuando vi al conde tendido sobre la hierba con el caballo en las proximidades. Su chaqueta de montar estaba llena de sangre.

—Lo… han… matado —balbució Geneviève.

Eché pie a tierra y me arrodillé junto a él. Un terrible temor me atenazaba.

—Geneviève —dije—. Corre en busca de ayuda. Saint-Vallient es el pueblo más próximo. Que traigan un médico inmediatamente.

Así lo hizo.

No estoy muy segura de lo que ocurrió en los siguientes minutos. Escuché el galopar de cascos en el suelo, conforme Geneviève llegaba al camino y emprendía el galope.

—Lothair… —murmuré pronunciando aquel nombre difícil, por vez primera en voz alta—. No puede ser. No podría soportarlo. No podría resignarme a tu muerte.

Observé sus pestañas cortas y espesas. Tenía los párpados cerrados, cual compuertas que lo apartaran de la vida y me privasen a mí de toda luz.

¡Qué de pensamientos cruzaban mi mente al tiempo que, obrando del modo que creí más práctico, le levanté una mano y con repentina alegría me di cuenta de que su pulso funcionaba, aunque débilmente!

—No está… muerto —susurré—. ¡Oh, gracias, Dios mío!

Escuché mi propio sollozo y me di cuenta de que una felicidad desbordante inundaba mi ser.

Le desabroché la chaqueta. Si le habían disparado al corazón, como imaginé, hubiera existido un agujero en su pecho. No pude encontrar ninguno. No sangraba por ningún sitio.

De pronto descubrí la verdad. No estaba herido. La sangre procedía del caballo tendido ahora junto a él.

Me quité la chaqueta e hice una almohada con ella, poniéndola bajo su cabeza. Creí ver cómo el color iba volviendo poco a poco a su rostro. Sus párpados se estremecieron.

Me oí murmurar:

—Estás vivo… vivo. Gracias, Dios mío.

Rogaba en silencio porque llegase ayuda en seguida, porque no le hubiera ocurrido nada. Permanecí largo rato arrodillada, con la mirada fija en su rostro, y mis labios moviéndose en silencio.

De pronto movió los párpados, los entreabrió y, al verme, sus labios se estremecieron mientras yo me inclinaba sobre él.

Mi boca temblaba; la emoción de los últimos minutos se hacía insoportable. El temor había quedado reemplazado de improviso por una esperanza cuajada de aprensiones.

—No es nada —le dije.

Cerró los ojos y yo seguí arrodillada, esperando.