Aquella mañana Geneviève y yo fuimos a pie a casa de los Bastide. La señora salió de la cocina, llevando un cucharón en la mano. Gabrielle miraba por encima del hombro porque estaba muy atareada en la cocina, de la que emanaba un aroma delicioso. Yves y Margot salieron corriendo al encuentro de Geneviève para contarle lo que habían encontrado en sus zapatos. Me alegró que ella también pudiera explicarles lo que encontró en los suyos. Noté con cuánto placer les mostraba sus regalos. Se acercó al belén y dejó escapar una exclamación de alegría al ver la cuna.
—¡Oh! —exclamó.
—¿Qué creías? —Dijo Yves—. Es la mañana de Navidad.
Jean-Pierre se acercó llevando un montón de leña. Su rostro estaba radiante de alegría.
—Ésta es una ocasión memorable —dijo—. Alguien del castillo se sienta a nuestra mesa.
—Geneviève no puede contener su impaciencia —dije.
—¿Y usted?
—También he estado pensando en ello con mucho agrado.
—Procuraremos que no sufra ninguna decepción.
La reunión resultó muy alegre. La mesa que Gabrielle había decorado de manera tan vistosa, con siemprevivas, estaba llena a rebosar, porque también Jacques y su madre figuraban entre los invitados. Ella era inválida y resultaba conmovedor observar la ternura con que Jacques la atendía. Madame Bastide, su hijo, sus cuatro nietos, Geneviève y yo componíamos una reunión muy numerosa, cuya alegría era estimulada por la excitación de los pequeños.
Madame Bastide ocupó la cabecera de la mesa y su hijo la parte opuesta. Yo me encontraba a la derecha de la señora, y Geneviève a la de su hijo. Éramos huéspedes de honor y, al igual que en el castillo, se observaba una estricta etiqueta.
Los niños no cesaban de charlar, y me alegré de ver que Geneviève escuchaba atentamente, y de vez en cuando tomaba parte en la conversación. Yves no le permitía mostrarse tímida. Aquélla era la compañía que más necesitaba. Parecía más feliz que nunca. Llevaba la cadenita al cuello, y me dije que no iba a quitársela ni para dormir.
Madame Bastide trinchó el pavo, que estaba relleno de castañas, y fue presentado con un puré de setas. Era un plato delicioso, pero el mejor momento fue aquel en que se puso en la mesa un enorme pastel que provocó gritos de admiración de la chiquillería.
—¿Para quién será? ¿Para quién será? —Cantaba Yves—. ¿Quién será el rey de la fiesta?
—¡Puede ser una reina! —sugirió Margot.
—No. Un rey. ¿Para qué queremos a una reina?
—Si tiene corona, también puede reinar.
—¡Silencio, niños! —Les reprobó madame Bastide—. ¿Conoce la señorita Lawson esta vieja costumbre?
Jean-Pierre me sonreía desde el otro lado de la mesa.
—¿Ve usted el pastel? —me preguntó.
—¡Desde luego que lo ve! —exclamó Yves.
—Es muy grande —añadió Gabrielle.
—Pues bien —continuó Jean-Pierre—, dentro hay una coronita de latón. Vamos a partir el pastel en diez pedazos, uno para cada uno, y al comerlo ha de irse con ojo, porque…
—¡Porque puede encontrarse la corona! —exclamó Yves.
—¿Y qué le pasa al que la encuentra?
—¡Que es el rey de la fiesta! —gritó Yves.
—¿Se le ciñe la corona? —pregunté.
—Es demasiado pequeña —respondió Gabrielle—. Pero…
—El que tiene la corona es rey o, como dice Margot, reina de la fiesta —explicó Jean-Pierre—. Y ello significa que gobierna la casa, es decir —añadió, sonriendo a Margot—, que, cuanto diga, será ley.
—¡Y para todo el día! —exclamó Margot.
—Si la encuentro yo —dijo Yves— ¿sabéis lo que voy a hacer?
—¿Qué? —preguntó Margot.
Pero estaba demasiado alborotado para revelarlo, y todo el mundo se sentía impaciente por empezar el reparto del pastel.
Se produjo un profundo silencio mientras madame Bastide hundía el cuchillo y empezaba a trazar las porciones. Gabrielle se puso en pie para tomar la bandeja y pasarla a los demás. Yo observaba a Geneviève y me sentía encantada de ver con cuánta intensidad participaba en la alegría general.
Empezamos a comer en silencio; sólo se oía el tictac del reloj y el chasquido de los leños en el fuego. De pronto se escuchó un grito, al tiempo que Jean-Pierre sostenía en una mano la coronita dorada.
—¡Jean-Pierre la encontró! ¡Jean-Pierre la encontró! —gritaron a un tiempo los niños.
—A partir de ahora me llamaréis Majestad —indicó Jean-Pierre con cómico aire de orgullo—. Ordeno y mando que se me corone sin demora.
Gabrielle salió de la habitación y volvió llevando sobre un cojín una corona de tamaño normal adornada con lentejuelas. Los niños se agitaban en sus asientos, mientras Geneviève lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—¿Por quién desea ser coronada Su Majestad? —preguntó Gabrielle.
Jean-Pierre simuló examinarnos a todos minuciosamente. Sus ojos se fijaron en mí. Por mi parte miré a Geneviève, y él comprendió el mensaje.
—Mademoiselle Geneviève de la Talle; dé usted un paso al frente.
Geneviève se puso en pie de un salto, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes.
—Hay que coronarlo en seguida —dijo Yves.
Geneviève avanzó solemnemente hasta el cojín que Gabrielle sostenía y, tomando la corona, la puso en la cabeza de Jean-Pierre.
—Ahora, arrodíllate y bésale la mano —dijo Yves—. Y jura servir al rey.
Yo miraba a Jean-Pierre, sentado en su silla, con la corona en la cabeza, mientras Geneviève se arrodillaba a sus pies sobre el cojín en el que Gabrielle había traído la corona. En el rostro del joven se pintaba una expresión de completo triunfo. Desde luego, estaba representando su papel a las mil maravillas.
Yves interrumpió la ceremonia para preguntar cuál era el primer deseo del nuevo soberano.
Jean-Pierre lo estuvo pensando un rato. Luego miró a Geneviève y a mí, y dijo:
—Suspenderemos todo protocolo, y a partir de ahora nos vamos a llamar por nuestros nombres de pila.
Vi cómo Gabrielle me miraba un poco alarmada, y sonriéndole dije:
—Yo me llamo Dallas. Espero que sepan ustedes pronunciarlo bien.
Lo repitieron poniendo el acento en la última sílaba, y los niños se rieron cuando yo los corregí.
—¿Es un nombre inglés corriente? —preguntó Jacques.
—¿Como Jean-Pierre e Yves en Francia? —añadió Yves.
—Nada de eso. Se trata de un nombre completamente original, pero existe una razón para ello. Mi padre se llamaba Daniel y mi madre Alice. Antes de nacer yo, él quería una niña y ella un niño. Les hubieran puesto sus nombres respectivos. Al venir yo al mundo, mezclaron los dos inventando el de Dallas.
Aquello encantó a la chiquillería, que empezó a divertirse fundiendo nombres diversos para ver cuál era el más bonito.
Inmediatamente empezamos a tratarnos de tú, y fue extraordinario observar cómo se salvaban todas las formalidades.
Jean-Pierre volvió a sentarse, con su corona en la cabeza, como un monarca benévolo, aunque de vez en cuando creía observar en él ciertas trazas de arrogancia que me recordaban al conde.
Al ver que lo observaba, se echó a reír y dijo:
—Creo que le hace a usted mucho bien tomar parte en nuestros juegos, Dallas.
Y por alguna absurda razón me alivió notar que consideraba todo aquello como un pasatiempo festivo.
*****
Cuando acudió la criada de los Bastide para cerrar los postigos, me di cuenta de con cuánta rapidez había pasado el tiempo. La tarde había sido encantadora; estuvimos jugando a varias cosas, haciendo payasadas y adivinando acertijos bajo la dirección de Jean-Pierre. Incluso bailamos, porque Armand Bastide contribuyó a la alegría general tocando un rato el violín.
Mientras me enseñaba a bailar la Sautière Charentaise, Margot me confió que sólo había otra época del año comparable a la Navidad, y era la vendimia; pero, a su modo de ver, no resultaba tan simpática por no existir regalos, ni árbol de Navidad ni rey de la fiesta.
—En realidad, la vendimia es para los mayores —añadió Yves sensatamente—. Mientras que la Navidad es nuestra.
Me encantó ver a Geneviève dejarse arrebatar de aquel modo por los juegos. Sin duda deseaba que la tarde se prolongara indefinidamente, pero yo sabía que era preciso regresar al castillo. Nuestra ausencia debía haber sido ya notada, y no estaba segura de la reacción que ello pudiera provocar.
Dije a madame Bastide que, aunque lo sentía mucho, teníamos que partir, y ella me señaló a Jean-Pierre.
—¿Mis súbditos quieren hablar conmigo? —preguntó el joven, mientras sus cálidas pupilas castañas se fijaban en mí y luego en Geneviève.
—Sí. Tenemos que marcharnos —expliqué—. Nos escabulliremos sin hacer ruido, y así no lo notará nadie.
—¡Imposible! Todos se sentirán desolados. Debo ejercer mis prerrogativas reales…
—Tenemos que marcharnos ahora mismo. Y lamento llevarme a Geneviève, porque verdaderamente lo está pasando muy bien.
—Las acompaño al castillo.
—¡Oh! No es necesario…
—Sí es necesario, porque está anocheciendo. Ya sabe que soy el rey. —Su mirada se volvió un poco melancólica—. Y aunque sólo sea por un día, debo sacar el máximo partido a mi pasajero poder.
Durante el camino de regreso guardamos un silencio casi total. Al llegar al puente levadizo, Jean-Pierre se detuvo y dijo:
—Bueno; ya están sanas y salvas en su casa.
Tomó mi mano y la de Geneviève y las besó, reteniéndolas unos momentos. Luego, ante mi sorpresa, me atrajo hacia sí y me besó en la mejilla, haciendo lo propio con Geneviève.
Las dos nos quedamos de una pieza, mientras él sonreía.
—Un soberano nunca hace las cosas mal —nos recordó—. Mañana seré otra vez Jean-Pierre Bastide; pero hoy soy el dueño de mi pequeño castillo.
Me reí, y tomando a Geneviève por el brazo, dije:
—Bueno, muchas gracias y buenas tardes.
Se inclinó, y nosotros atravesamos el puente, entrando en el castillo.
Nounou nos esperaba algo intranquila.
—Monsieur le Comte entró en el cuarto de estudios y preguntó dónde os hallabais; así es que tuve que decírselo.
—Naturalmente —repuse, mientras mi corazón empezaba a latir apresuradamente.
—Como no estabais aquí para la comida…
—Bueno, no es preciso guardar ningún secreto —repliqué.
—Quiere veros en cuanto regrese.
—¿A las dos? —preguntó Geneviève, y observé que no era ya la alegre muchachita que tomaba parte en los juegos de los Bastide.
—No, sólo a la señorita Lawson. Estará en la biblioteca hasta las seis. Tiene el tiempo justo.
—Voy en seguida —dije. Y me alejé, dejando juntas a Nounou y Geneviève.
El conde estaba en la biblioteca leyendo, y cuando entré dejó el libro casi desganadamente.
—¿Quería verme? —le pregunté.
—Por favor, siéntese, señorita Lawson.
—Quiero agradecerle el regalo de la miniatura. Es exquisita.
Inclinó la cabeza.
—Estaba seguro de que lo apreciaría. Desde luego no habrá reconocido a la persona retratada.
—Sí. El parecido es exacto. Creo que es usted demasiado generoso conmigo.
—¿Es que alguien puede ser demasiado generoso alguna vez?
—Y muy amable al poner los regalos en los zapatos.
—Me hizo comprender mi obligación —respondió sonriendo y contemplándose las manos—. ¿Lo han pasado bien?
—Sí —dije—. Estuvimos en casa de los Bastide. Me pareció adecuado que Geneviève disfrutara con el trato de gente joven —expliqué desafiadora.
—Estoy convencido.
—Se divirtió mucho con los juegos… y con las solemnidades navideñas… con la simplicidad de todo ello. Espero que no lo desapruebe.
Se encogió de hombros y extendió las manos en un gesto que podía significar infinidad de cosas.
—Geneviève cenará con nosotros esta noche —dijo.
—Estoy convencida de que también a ella le gustará mucho.
—Lo más probable es que no estemos a la altura de la bonhomie ni de la camaraderie de que han disfrutado antes, pero quisiera que asistiera usted también… si así lo desea, mademoiselle Lawson.
—Gracias.
Movió la cabeza para indicar que la entrevista había terminado. Me levanté y me siguió hasta la puerta, que abrió para que yo la traspusiera.
—A Geneviève le ha gustado mucho su regalo —le expliqué—. ¡Hubiera tenido que verle la cara cuando abrió el paquete!
Sonrió, y aquello me hizo sentir muy satisfecha. Había esperado una reprimenda, y en vez de ello recibía una invitación.
Sí. Era una Navidad maravillosa.
*****
Aquélla sería mi primera oportunidad para lucir el vestido nuevo. Mientras me lo ponía me sentía excitada y expectante, como si el llevar un atavío de fiesta escogido por él me convirtiera en una mujer diferente. Pero probablemente me equivocaba en una cosa: él no lo había elegido, sino simplemente pedido a una firma de París que enviara un vestido para la misma persona a quien pertenecía el de terciopelo negro. El color verde me favorecía extraordinariamente. Mis pupilas tenían un color más intenso y mi pelo había adoptado un tono castaño brillante. Casi me creí atractiva. Cuando bajaba la escalera me encontré de pronto cara a cara con mademoiselle de la Monelle. Estaba encantadora, con un vestido de chiffon lavanda, adornado con lazos de seda verde. Llevaba el pelo rubio peinado en rizos, sostenidos con un clip de perlas. Algunos mechones sedosos le caían alrededor del largo y esbelto cuello. Me miró un poco extrañada, cual si intentara recordar si nos habíamos visto antes. Imaginé que mi aspecto era muy distinto al que tenía con el traje de montar.
—Me llamo Dallas Lawson —dije—, y estoy restaurando pinturas en este castillo.
—¿Cenará con nosotros? —preguntó. Y en su voz había un tono de fría sorpresa que consideré ofensivo.
—El conde me ha invitado —repliqué, también fríamente.
—¿De veras?
—Sí; de veras.
Su mirada recorría los detalles de mi vestido cual si calculara su coste, sorprendiéndose tanto como por la invitación del conde.
Se volvió y empezó a andar, cual si considerase que, aunque el conde fuera tan excéntrico como para invitarme, ella no estaba dispuesta a concederme familiaridad alguna.
Los invitados estaban reunidos en una de las habitaciones pequeñas, contigua al salón de banquetes. Cuando entré, el conde estaba charlando con mademoiselle de la Monelle, y no se dio cuenta de mi presencia. Pero Philippe se dirigió hacia mí, consciente de que estaba un poco desplazada y deseoso de ayudarme. Otro ejemplo de su amabilidad.
—¿Puedo decirle que está usted muy elegante?
—Gracias —repuse—. Quisiera preguntarle si mademoiselle de la Monelle pertenece a la familia cuya colección de pinturas mencionó usted.
—Pues… ejem…, sí. También su padre se encuentra aquí esta noche. Pero, por favor, no mencione nada de esto ante mi primo.
—Desde luego. De todos modos me parece que no voy a abandonar este castillo para irme a casa de los Monelle.
—Quizá piense así ahora; pero más adelante…
—Lo recordaré, si llega el caso.
Geneviève se acercó a nosotros. Iba vestida de seda rosa y tenía un aspecto triste. Se hacía difícil relacionarla con la jovencita que poco antes coronara al rey de la fiesta en casa de los Bastide.
En aquel momento anunciaron que la cena estaba servida, y pasamos a la sala de banquetes, donde la resplandeciente mesa quedaba iluminada por candelabros colocados a intervalos. Me sentaron junto a un caballero anciano, interesado por la pintura, con el que conversé sobre este tema. Quizá me habían puesto allí para que lo distrajera.
Se sirvió pavo con castañas y trufas, pero no me gustó tanto como lo que había comido en casa de los Bastide, quizá porque sentía demasiado cerca la presencia de mademoiselle de la Monelle, sentada junto al conde, quien parecía absorto en animada conversación sostenida con ella.
¡Qué tontería considerarme atractiva porque llevaba un vestido bonito! Y mucho más estúpido aún resultaba imaginar que quien había conocido tantas mujeres encantadoras pudiera fijarse en mí, cuando estaba acompañado de aquella belleza. De pronto le escuché pronunciar mi nombre.
—Mademoiselle Lawson tendrá respuesta para ello —dijo.
Levanté la mirada y me encontré con la suya. Pero no supe si estaba disgustado o simplemente divertido con mi actitud.
Temí que, en el fondo, hubiese desaprobado mi estancia y la de su hija en casa de los colonos para tomar parte en la comida navideña y que deseara tenerme a la expectativa de los resultados.
Mademoiselle de la Monelle también me miraba. Sus ojos eran azules, de expresión calculadora. Estaba irritada porque por segunda vez durante el día se veía obligada a centrar su atención en mí.
—Sí, mademoiselle Lawson —continuó el conde—. Anoche estuvimos contemplando la pintura y debo decir que su trabajo sobre mi antecesora mereció nuestra total aprobación. Durante muchos años esa dama ha vivido bajo una nube, pero ahora ha emergido de ella igual que sus esmeraldas. Y precisamente son esas esmeraldas…
—El interés sobre las mismas se ve reactivado de vez en cuando —comentó Philippe.
—Mademoiselle Lawson —continuó el conde—. Es usted la autora de tal renacimiento. —Y al decir eso me miraba con exasperante ironía.
—¿Acaso no lo deseaba? —le pregunté.
—¡Quién sabe!
—Tal vez esta renovación del interés sobre las joyas dé como resultado su descubrimiento definitivo. Anoche, cuando examinábamos las pinturas, alguien sugirió emprender una caza del tesoro, y la idea cundió en seguida. Vamos a organizarla, y usted tomará parte en ella.
Mademoiselle de la Monelle le puso una mano sobre el brazo.
—Será horrible andar de acá para allá por este lugar… sola.
Alguien indicó que dudaba de que se le permitiera semejante imprudencia, lo que provocó risas a las que se unió el conde, el cual volvió a mirarme con expresión socarrona.
—Será una caza del tesoro, pero en broma —advirtió—. Más tarde la pondré al corriente de todo. Empezaremos pronto porque no sabemos cuánto tiempo va a durar. Gautier ha estado toda la mañana preparando las claves.
Una hora más tarde empezó la caza del tesoro. Se habían escrito las claves en pedazos de papel que se ocultaron en lugares distintos del castillo. Se nos entregó a cada uno la primera, que era preciso desentrañar a fin de encontrar la segunda y así sucesivamente hasta llegar a la clave final, cuyo descubridor sería declarado vencedor de la prueba.
Algunos invitados partieron en parejas. No vi ni al conde, ni a Philippe, ni a Geneviève. Me parecía encontrarme en un lugar poblado de seres extraños. Nadie se acercó a mí. Quizá se preguntaran por qué una empleada a sueldo del conde había sido invitada a la fiesta. De haber vivido en Francia, me habría ido a mi casa para pasar las Navidades en familia. Pero el hecho de encontrarme allí quizá me señalara como a una persona sin lugar adonde dirigirse.
Vi a un joven y a una muchacha desaparecer cogidos de la mano, y se me ocurrió que el objeto del juego no consistía sólo en solucionar enigmas sino en ofrecer oportunidades para el galanteo.
Volví mi atención a la clave y leí: «Rinda homenaje y beba si tiene sed».
Tras unos segundos de reflexión me pareció haber hallado su sentido. En los patios solía rendirse homenaje, y en el del castillo había un pozo.
Atravesé la galería en dirección al patio, y en el brocal del pozo encontré una amplia piedra bajo la que estaban otros papeles. Elegí uno de ellos y su clave me llevó a la cima de una torre. El castillo estaba iluminado de manera especial para la fiesta, y en las paredes ardían velas colocadas en grupos de tres.
Luego de haber descubierto aquellas claves, empecé a sentirme excitada por el juego, y me encontré participando en él con gran animación, porque hay algo fascinador en la caza de un tesoro, aunque sea en broma, especialmente cuando se lleva a cabo en un antiguo castillo. Por otra parte, aunque sólo fuera un juego, sugería cazas mucho más trascendentales. ¡Cómo debieron afanarse algunas personas cuando intentaron descubrir las esmeraldas!
La sexta clave me llevó a las mazmorras, donde ya había estado una vez con Geneviève. La escalera estaba iluminada y no creía equivocarme al imaginar que encontraría mi objetivo allí.
Bajé los estrechos peldaños sujetándome a una cuerda tendida a lo largo de la pared, y me encontré en los calabozos. Pero el tesoro no podía estar allí, porque no había luz, y a Lothair no se le hubiera ocurrido nunca poner la clave final en un lugar tan tenebroso.
Estaba a punto de volver sobre mis pasos, cuando oí voces arriba.
—Pero, Lothair… querido.
Me oculté en la oscuridad, aunque no era necesario, porque los que hablaban no descendían la escalera.
Escuché la voz del conde expresándose en un tono cálido y amoroso que yo no conocía.
—Yo me contentaría con tenerte aquí… para siempre.
—¿Has pensado en lo que representaría para mí vivir bajo este mismo techo?
No debí haberme quedado donde estaba, pero no lograba decidirme a hacer otra cosa. Subir la escalera y enfrentarme a ellos nos hubiera puesto en una situación sumamente embarazosa. Quizá se retirasen sin saber que había oído sus palabras. Mademoiselle de la Monelle hablaba con el conde como si fuera su amante.
—Querida Claudia, así te sentirás mucho más feliz.
—¿Por qué no has de ser tú en vez de Philippe?
—Nunca te sentirías segura.
—¿No irás a imaginar que te crea capaz de asesinarme?
—No me comprendes. Se reanudaría el escándalo. Y no sabes lo desagradable que llegaría a ser. Una lacra que lo destruiría todo. He jurado no volverme a casar.
—Entonces, ¿quieres que participe en esa farsa con Philippe…?
—Será mejor para todos. Y ahora, más vale que regresemos. Pero no juntos…
—Lothair… un momento.
Se produjo un breve silencio, durante el cual imaginé su abrazo. Luego escuché rumor de pasos alejándose, y me sentí desoladamente sola en las tinieblas.
Volví a subir la escalera sin acordarme de las claves. El conde y mademoiselle de la Monelle eran amantes o al menos estaban enamorados, pero él no accedía a tomarla por esposa. Un hombre sospechoso de haber asesinado a su primera cónyuge despertaría sospechas, caso de casarse por segunda vez. La situación podía volverse delicada y sólo una mujer de carácter muy fuerte y ardientemente enamorada hubiera podido soportarla. Mademoiselle de la Monelle no encajaba en semejante categoría. Quizá él también lo supiera porque era muy astuto, y a mi juicio su cabeza dominaba siempre sobre su corazón. Si mi inferencia era correcta, el conde había trazado un plan según el cual la joven se casaría con Philippe y de este modo podría permanecer en el castillo. Era una estratagema cínica, pero muy acorde con su carácter, según reflexioné amargamente.
En todas las épocas los reyes han encontrado maridos complacientes con los que casar a sus amantes cuando no podían o no querían hacerlas sus esposas.
Me sentí disgustada y deseé no haber entrado nunca en aquel castillo. Si pudiera seguir la senda que me marcaba Philippe y trasladarme al hogar de los Monelle… Pero ¿sería la solución adecuada? Sólo había un medio para escapar, y era volver a Inglaterra. Estuve debatiendo la idea, aunque a sabiendas de que nunca la aceptaría, a menos que me obligaran a ello. Sin embargo, ¿qué me importaban a mí los turbios manejos amorosos de un conde francés disoluto?
Para demostrar mi indiferencia, volví a leer la clave. No llevaba exactamente a los calabozos, sino a la sala de armas, donde estaba la oubliette. Confié en no tener que bajar la escalera de cuerda. No era probable que Gautier hubiera puesto allá la nueva indicación. Acerté en mi supuesto, porque hallé lo que buscaba sobre el alféizar de la ventana. El papel decía que era preciso volver a la sala de banquetes porque allí daba fin mi caza del tesoro.
Cuando llegué encontré a Gautier sentado a la mesa, bebiendo un vaso de vino. Al verme se puso en pie exclamando:
—¡No me diga que ha encontrado el tesoro, mademoiselle Lawson!
Contesté que sí, y le entregué los papeles.
—Pues entonces es usted la primera en lograrlo —indicó.
—Quizá los otros no se hayan esforzado en exceso —comenté acordándome del conde y de mademoiselle de la Monelle.
—Todo cuanto le queda por hacer es pasar al gabinete y recoger el tesoro.
Así lo hice y junto al cajón que me indicaba la clave hallé una caja de cartón.
—La entrega se hará con la adecuada ceremonia —dijo Gautier.
Tomó una campana y empezó a hacerla sonar.
Era la señal de que el tesoro había sido descubierto y de que todos debían volver al salón.
Los invitados tardaron algún tiempo en reunirse. Noté que algunos estaban sonrojados y con las ropas un poco en desorden. Sin embargo, el conde llegó con aspecto tan frío como siempre. Iba solo y noté que mademoiselle de la Monelle acompañaba a Philippe.
Al saber que yo era la vencedora, el conde sonrió y dijo que aquello le divertía sobremanera.
—Debo hacer notar —comentó Philippe con amable sonrisa— que mademoiselle Lawson ha tenido ventajas sobre todos los demás, porque es experta en viejas mansiones.
—¡Aquí está el tesoro! —dijo el conde abriendo la caja que contenía un broche: una piedra verde sobre una fina barrita de oro.
Una de las señoras exclamó:
—¡Parece una esmeralda!
—Todas las cazas del tesoro que se organizan en este castillo tienen por objeto encontrar esmeraldas. ¿No lo sabía usted? —preguntó el conde.
Tomó la joya y dijo:
—Permítame, mademoiselle Lawson. —Y la prendió sobre mi vestido.
—Gracias… —murmuré.
—No me las dé a mí, sino a su perspicacia. Ninguno de nosotros ha encontrado más de tres claves.
Alguien comentó:
—De haber sabido que se trataba de una esmeralda, nos hubiéramos esforzado más. ¿Por qué no nos lo ha dicho, Lothair?
Unos cuantos se acercaron a admirar la joya, y entre ellos Claude de la Monelle. Noté su indignación cuando sus blancos dedos la tocaron ligeramente.
—Es una esmeralda auténtica —murmuró. Y conforme se volvía la oí añadir—: Mademoiselle Lawson es una mujer muy lista.
—¡Oh, no! —repliqué con presteza—. Lo he conseguido simplemente porque jugué con interés.
Se volvió, y por un instante nuestras miradas se cruzaron. Luego se echó a reír y se acercó al conde.
Aparecieron unos músicos que tomaron asiento sobre un estrado. Philippe y mademoiselle de la Monelle iniciaron el baile. Otros les siguieron pero nadie se acercó a mí, y de pronto me sentí tan desconsolada que mi único deseo fue el de escabullirme, y así lo hice en cuanto pude, dirigiéndome a mi habitación. Me quité el broche y lo miré. Luego tomé la miniatura y me acordé del momento en que había deshecho el envoltorio comprobando quién era el donante. ¡Qué feliz me sentí entonces, comparándolo al momento en que el conde me puso el broche con la esmeralda! Cuando mi mirada se fijaba en aquellas manos blancas, adornadas con el sello de jade, las imaginé acariciando a mademoiselle de la Monelle mientras planeaban que ésta se casara con Philippe porque él, Lothair, conde de la Talle, no quería contraer segundas nupcias.
No me cabía duda de que se consideraba un rey en su castillo. Mandaba y los demás obedecían. Por cínicas que fueran las órdenes que daba a sus súbditos, éstos debían acatarlas.
¿Cómo era posible excusar el comportamiento de un hombre así?
La fiesta navideña había resultado encantadora… hasta el momento en que escuché la conversación en la escalera.
Me desnudé pensativa y me tendí en la cama, escuchando la música que sonaba a lo lejos. Seguramente estaban bailando y nadie se daría cuenta de mi desaparición. ¡Qué tonta había sido al acariciar aquellos sueños con los que quise engañarme a mí misma al pretender que resultaba importante para el conde! Lo sucedido me acababa de demostrar la extravagancia de tales ideas. Yo no pertenecía a aquel ambiente. Nunca hasta entonces hubiera creído que había en el mundo hombres como el conde de la Talle. Pero ahora empezaba a darme cuenta de mi error. Había aprendido mucho en el curso de aquella velada.
Debía mostrarme razonable, prudente. Traté de no pensar en el conde ni en su amante y de pronto acudió a mi imaginación la imagen de Jean-Pierre con su corona en la cabeza; su corona de rey por un día.
Evoqué su expresión complacida y el gozo que experimentó al asumir su momentáneo poder. Y me dije que todo hombre es rey en su propio castillo.
Con esto me quedé dormida, pero mis sueños se vieron conturbados por la presencia de una inmensa sombra que parecía gravitar sobre mí y que significaba la incertidumbre de mi futuro. Me cubrí los ojos rehusando admitir su presencia.