Mi interés por el conde y sus cuestiones particulares hizo que cada mañana me despertara con cierto sentimiento de expectación, preguntándome si aquel día iba a aprender también algo nuevo. Empezaba a comprenderle mejor, y quizá con el tiempo encontrara la clave que me revelase si era un asesino o un ser terriblemente calumniado.
De pronto, sin advertencia previa, se fue a París. Supe que volvería poco antes de Navidad y que habría invitados en el castillo. Lo mejor sería situarse al margen de lo que sucediera.
Emprendí mis nuevas obligaciones con gran entusiasmo y me complació comprobar que Geneviève no me guardaba resentimiento alguno y que estaba demostrando gran afición por el inglés. La perspectiva de ir a la escuela representaba para ella algo terrible, aunque era una realidad demasiado lejana para constituir una amenaza real.
Cuando salíamos a pasear a caballo me preguntaba cosas sobre Inglaterra, y llegamos a divertirnos mucho con nuestras conversaciones en inglés. El cura le daba lecciones, y Geneviève veía a los niños Bastide cuando iba a casa del sacerdote. A mí me pareció muy oportuno que se mezclara con chicos de su edad.
Una mañana, estando yo en la galería, entró Philippe. Cuando su primo se hallaba ausente del castillo, parecía adoptar una estatura mayor. Me pareció una pálida sombra del conde. Comparado con el aspecto varonil de éste, me sorprendió la debilidad casi afeminada de su porte.
Pero su sonrisa era amistosa y me preguntó qué tal progresaba con mi trabajo.
—Se da usted una gran maña —comentó al mostrarle las pinturas.
—Se necesita cuidado y habilidad para hacer este trabajo.
—Sí, y unos conocimientos de experto —añadió, de pie ante el cuadro que yo acababa de restaurar—. Se tiene la impresión de poder tocar esas esmeraldas —comentó.
—En este caso, la habilidad es del pintor, no del restaurador.
Continuó mirando atentamente la pintura, y una vez más comprendí su intenso amor por el castillo y por todo cuanto se relacionaba con él. De ser miembro de la familia, yo hubiera obrado de parecido modo.
Volviéndose de pronto y mirándome a la cara, permaneció unos momentos cual si dudara en decirme lo que estaba pensando. Luego preguntó rápidamente:
—Mademoiselle Lawson, ¿es usted feliz aquí?
—¿Feliz? En efecto. Este trabajo me parece satisfactorio.
—Comprendo sus sentimientos respecto a su trabajo, pero yo me refería… —hizo un ademán— al ambiente que aquí reina… a nuestra familia. —Lo miré sorprendida y continuó—: Y también a ese desgraciado incidente con su vestido.
—Todo está ya olvidado —repuse, preguntándome si mi rostro traicionaría el placer que experimentaba al pensar en el vestido verde.
—En una casa como ésta… —se detuvo cual si no supiera cómo continuar—, el ambiente puede hacerse intolerable. Si quiere usted marcharse…
—¿Marcharme?
—Quiero decir si las cosas se le ponen difíciles. Mi primo, quizá… ¡ejem!… —suspendió lo que iba a decir, pero comprendí que estaba pensando lo mismo que yo, es decir, en el vestido de terciopelo verde y en el hecho de que el conde me lo hubiera regalado. Aquello me pareció significativo, pero evidentemente se trataba de un tema demasiado peligroso. Sin duda Philippe temía a su primo.
Sonrió ampliamente.
—Un amigo mío tiene una hermosa colección de pinturas, algunas de las cuales necesitan ser restauradas. No abrigo la menor duda de que tendría usted trabajo para mucho tiempo.
—Aún falta bastante para que termine aquí.
—Mi amigo, monsieur de la Monelle, necesita hacer ese trabajo en seguida. Si no se siente a gusto aquí… o si por algún motivo cree necesario partir…
—No quiero dejar esto a medias.
Me miró, temeroso de haber hablado demasiado.
—Agradezco su amabilidad al preocuparse por mí —le dije.
Su sonrisa era encantadora.
—Me siento responsable hacia usted. En aquella primera entrevista que tuvimos los dos, hubiera podido impedirle que entrara en esta casa.
—Pero no lo hizo, y yo se lo agradezco mucho.
—Quizá hubiera sido mejor…
—¡Oh! ¡No! Este trabajo es formidable. Y el castillo es muy acogedor —comenté con entusiasmo.
—Pero la familia no es lo que pudiera llamarse feliz, y en vista de lo ocurrido en el pasado… como usted sabe, la mujer de mi primo murió en circunstancias misteriosas…
—He oído hablar de ello.
—Mi primo es capaz de mostrarse muy exigente cuando trata de conseguir alguna cosa. No debo hablar así porque ha sido bueno conmigo. Me albergo en su propia morada… y debo agradecérselo, pero siento cierta responsabilidad por usted y me gustaría saber si necesita ayuda, mademoiselle Lawson… espero que no mencione nada de esto a mi primo.
—Lo comprendo. No lo mencionaré.
—Pero, por favor, téngalo presente… Si mi primo… si usted cree necesario alejarse de aquí, venga a verme.
Se dirigió hacia uno de los cuadros y estuvo haciendo preguntas sobre él; pero no creo que prestara atención alguna a mis respuestas. Cuando volvió a mirarme tenía una expresión tímida y afable. Su preocupación por mí era auténtica y llegué a la conclusión de que intentaba ponerme en guardia contra el conde.
A partir de aquel momento comprendí que tenía un buen amigo en el castillo.
*****
La Navidad se acercaba rápidamente. Geneviève y yo salíamos cada día a cabalgar, y la jovencita iba haciendo progresos muy rápidos con el inglés. Le conté cómo celebrábamos las Navidades en Inglaterra y nuestra costumbre de adornar la casa con ramitas de acebo y muérdago; cómo nos besábamos bajo este último y cómo todos debíamos remover el pudin. Le conté también cómo nos divertíamos viéndolo hervir y cómo aproximábamos la cuchara para probarlo. Era un momento importante porque nos daba idea del resultado final de la cocción.
—Mi abuela aún vivía —le expliqué—. Era la madre de mi madre. Había nacido en Francia y tuvo que aprender nuestras costumbres; pero se adaptó a ellas rápidamente y jamás soñó siquiera en abandonarlas.
—Cuénteme más cosas, señorita —me pidió Geneviève.
Le expliqué cómo me sentaba en una silla grande junto a mi madre, para ayudarla a quitar la semilla a las uvas y pelar las almendras.
—Solía comerme muchas de ellas.
Aquello la divirtió.
—¡Oh, señorita! Me cuesta imaginarla como niña —dijo.
Le conté también cómo nos despertábamos la mañana de Navidad, encontrando nuestras medias llenas de regalos.
—Nosotros ponemos los zapatos junto a la chimenea —mencionó—. O por lo menos, así lo hace mucha gente, pero yo no.
—¿Por qué?
—Porque Nounou sería la única en acordarse de mí. Y si no hay muchos regalos, no resulta divertido.
—¿Cómo lo hacéis?
—El día de Nochebuena, luego de volver de la Misa del Gallo, se ponen los zapatos junto a la chimenea y luego se va uno a dormir. Por la mañana, los regalos están en los zapatos y a su alrededor. Así lo hacíamos cuando vivía mi madre.
—¿Luego lo suspendisteis?
Hizo una señal de asentimiento.
—Pues me parece una costumbre muy bonita.
—La madre de usted también ha muerto —indicó—. ¿Cómo fue?
—Estuvo enferma mucho tiempo. Yo la cuidé.
—¿Era usted ya mayor?
—Sí; supongo que se me podía considerar una persona adulta.
—¡Oh, señorita! Yo siempre la imagino así.
En nuestro camino de regreso pasamos por casa de los Bastide. La había animado a ello porque consideraba conveniente que se relacionara con otras gentes, en especial niños, y aunque Yves y Margot eran más pequeños y Gabrielle algo mayor, se acercaban bastante a su edad.
En la casa reinaba mucha alegría por la proximidad de las Navidades. La gente susurraba por los rincones y daba a entender que guardaba algún secretillo.
Yves y Margot estaban muy ocupados haciendo el belén. Geneviève los contempló con interés, y mientras yo continuaba hablando con madame Bastide los ayudó en la tarea.
—¡Los niños están tan excitados! —Exclamó madame Bastide—. Siempre ocurre así. Margot nos pregunta cada mañana cuánto falta para la Navidad.
Los vimos disponer el papel marrón de forma que imitara las montañas. Yves sacó su caja de pinturas y puso un poco de color, de musgo, mientras Margot empezaba a colorear el pesebre. En el suelo estaban las ovejitas, hechas por ellos mismos, y que luego colocarían sobre las rocas. Observé a Geneviève. Parecía fascinada.
—La cuna está vacía —dijo casi con enfado.
—¡Claro que está vacía! Jesús no ha nacido aún —le respondió Yves.
—Es un milagro —le contó Margot—. En Nochebuena, antes de irnos a la cama…
—… Ponemos nuestros zapatos junto a la chimenea —añadió Yves.
—Sí, los ponemos junto a la chimenea… la cuna está vacía… y de pronto… cuando nos levantamos… el niño Jesús ya ha nacido.
Geneviève guardaba silencio. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Puedo ayudaros en algo?
—Sí —repuso Yves—. Hemos de hacer más cayados de pastor. ¿Sabes curvarlos?
—No —respondió la jovencita humildemente.
—Margot te enseñará.
Vi cómo las dos se afanaban, con las cabezas juntas, y me dije: «Esto es lo que Geneviève necesita».
Madame Bastide siguió la dirección de mi mirada.
—¿Cree que el señor conde permitiría esto si lo supiera? —preguntó—. ¿Estaría conforme en que nuestros hijos sean amigos de su hija?
—Nunca la he visto tan… tranquila, tan distraída —respondí.
—¡Ah! Pero al señor conde no le interesa que su hija esté distraída. Lo que quiere es verla convertida en la gran dama del castillo.
—Lo que precisa son compañías como ésta. Usted me ha invitado a venir el día de Navidad. ¿Puedo traerla? ¡Habla de las Navidades con tanto entusiasmo!
—¿Cree que se lo permitirán?
—Probaremos —respondí.
—Pero, el señor conde…
—Si se opone, yo le hablaré —dije atrevidamente.
*****
Unos días antes de Navidad el conde volvió al castillo. Imaginé que me llamaría para enterarse de los progresos de su hija o de mi trabajo con las pinturas; pero no lo hizo. Probablemente pensaba en los invitados que estaban a punto de llegar. En total iban a ser quince personas, según me informó Nounou. No tantos como en otras ocasiones; pero debía tener en cuenta que recibir invitados era asunto delicado, sobre todo no habiendo una señora en la casa.
Dos días antes de Navidad cabalgaba yo con Geneviève cuando encontramos a un grupo de jinetes procedentes del castillo. El conde iba a la cabeza, y junto a sí llevaba a una hermosa joven, tocada con sombrero de copa envuelto en una gasa gris. La corbata era del mismo color.
La masculinidad de su atavío acentuaba aún más lo delicado y femenino de su figura, y me di cuenta de que tenía el pelo muy brillante y de que sus facciones eran sumamente delicadas. Parecía una porcelana de las que se guardaban en el Salón Azul y que yo había visto un par de veces. Semejantes mujeres me hacían sentir aún más desgarbada y vulgar.
—Ahí viene mi hija —dijo el conde, saludándonos casi afectuosamente.
Nos paramos, quedando juntos los cuatro, mientras el resto del grupo seguía a cierta distancia.
—¿Es su institutriz? —preguntó la bella señorita.
—No, no. Se trata de miss Lawson, de Inglaterra, encargada de restaurar nuestras pinturas.
Vi cómo los ojos azules de la joven me contemplaban fría y atentamente.
—Geneviève, te presento a mademoiselle de la Monelle.
¡Mademoiselle de la Monelle! No era la primera vez que oía pronunciar aquel nombre.
—Sí, papá. Buenos días, mademoiselle.
—Mademoiselle Lawson, mademoiselle de la Monelle.
Nos saludamos.
—Hay cuadros que pueden resultar fascinadores —dijo.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que el apellido en cuestión era el de la familia que, según Philippe, tenía pinturas por restaurar.
—Es lo mismo que dice la señorita Lawson —señaló el conde, y en seguida preguntó, cual si quisiera dar por terminado el encuentro—: ¿Vuelven ustedes al castillo?
Dijimos que sí y continuamos nuestro camino.
—¿Le ha parecido hermosa? —preguntó Geneviève.
—¿Qué dices?
—Está usted distraída —me acusó Geneviève molesta—. Creo que a mucha gente le parecería hermosa; pero quiero saber lo que usted opina de ella.
—En efecto. Tiene un tipo de belleza que gusta a mucha gente.
—Pues a mí no me convence.
—Espero que no entres en su cuarto, armada de unas tijeras, porque si repites tu hazaña habrá complicaciones, y no sólo para ti sino para otras personas. ¿Viste lo que le pasó a la pobre mademoiselle Dubois?
—¡Era una vieja estúpida!
—No me parece motivo suficiente para portarse tan mal con ella.
Se rió con cierta timidez.
—En cambio, usted salió bien parada, ¿verdad? Mi padre le ha regalado un vestido mejor que el otro. No creo que haya tenido en su vida una prenda parecida. En realidad, le hice un favor, ¿no cree?
—No estoy de acuerdo. La situación resultó muy molesta para todos.
—¡Pobre Esquilles! Desde luego no estuvo bien. Ella no quería marcharse. Tampoco usted, ¿verdad?
—No; yo tampoco. Tengo interés por mi trabajo.
—¿Y por nosotros?
—Desde luego. Espero verte mejorar tu inglés.
Aminoró la marcha.
—No me gustaría separarme de ti, Geneviève —añadí.
Sonrió, e inmediatamente la expresión maliciosa reapareció en su cara.
—Ni de mi padre —dijo—. Aunque no creo que a partir de ahora le haga mucho caso. ¿Se ha fijado en cómo miraba a esa joven?
—¿A qué joven?
—Ya sabe a quién me refiero. A mademoiselle de la Monelle. ¡Es guapa de verdad!
Se me adelantó un poco y volviendo la cabeza se echó a reír.
Toqué la grupa de Bonhomme y partí al galope hasta ponerme a su lado.
No podía apartar de mi imaginación la cara de mademoiselle de la Monelle, mientras Geneviève y yo continuábamos cabalgando en silencio por el camino que conducía al castillo.
Al día siguiente me encontré con el conde cuando iba a la galería. Me dije que sin duda estaba preocupado con sus huéspedes y que se limitaría a saludarme; pero se detuvo, y preguntó:
—¿Cómo se porta mi hija con su inglés?
—Muy bien. Creo que conseguirá dominarlo.
—Estaba convencido de que sería usted una excelente profesora.
Me pregunté si es que tenía un aire inconfundible de institutriz.
—Se siente interesada y esto es una gran ayuda. Y además, es mucho más feliz.
—¿Más feliz?
—Sí, ¿no se había dado cuenta?
Movió la cabeza.
—No; pero acepto su palabra.
—Siempre existe un motivo para que los jóvenes deseen destruir algo sin causa aparente. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Completamente de acuerdo.
—Creo que siente mucho la pérdida de su madre, y también influye en ella el no haber disfrutado de las diversiones propias de su edad.
La mención de su esposa fallecida no pareció causarle impresión alguna.
—¿Diversiones, señorita Lawson? —preguntó.
—Sí. El otro día me contó cómo en otros tiempos ponía los zapatos junto a la chimenea en Nochebuena… y creo que echa de menos la costumbre.
—¿No está ya demasiado crecida para esas nimiedades?
—No; no lo creo.
—Me sorprende usted.
—Es una costumbre muy simpática —insistí—. Y he decidido restaurarla. Quizá le sorprenda mi presunción, pero…
—Hace tiempo que dejó usted de sorprenderme.
—Creo que debería dejarle un regalo. No dude de que la encantara.
—¿Cree que encontrar un regalo en el zapato, en vez de en la mesa, ocasionará un cambio favorable en la actitud de mi hija?
Suspiré.
—Monsieur le Comte —dije—, comprendo que mi presunción ha sido inútil. Lo lamento.
Me alejé rápidamente sin que él intentara detenerme. Pero no pude trabajar. Me sentía deprimida y turbada. Dos imágenes se mezclaban en mi mente: la del hombre altivo que parecía desafiar al mundo… y la del asesino implacable. ¿Cuál era su verdadera personalidad?
Me hubiera gustado averiguarlo. Pero ¿a mí qué me importaba? Mi única preocupación debían ser las pinturas.
*****
En Nochebuena fuimos todos a la Misa del Gallo, en la antigua iglesia de Gaillard. El conde ocupó el primero de los reclinatorios reservados a la familia, y Geneviève se puso a su lado, mientras los invitados se repartían en los asientos de atrás. En las últimas hileras distinguí a Nounou y a los sirvientes.
La familia Bastide lucía sus mejores galas. Madame iba de negro, y Gabrielle tenía un aspecto muy bello con su traje gris. Estaba también el joven con quien la había visto algunas veces en las viñas. Era Jacques, el que iba con Armand Bastide cuando éste sufrió su accidente. Lo conocí por la cicatriz en su mejilla izquierda.
Yves y Margot no podían estarse quietos. Margot contaba los minutos, ya que no las horas.
Vi que Geneviève los miraba y me dije que estaría pensando en que, en vez de volver al castillo, le hubiera gustado ir a casa de los Bastide y tomar parte en el jolgorio con que sólo los niños pueden alegrar una Navidad.
Me alegré de haber anunciado que pondría mis zapatos en la chimenea del cuarto de estudios, y de haberle sugerido que hiciera lo mismo. Desde luego, nuestra fiesta resultaría poco animada si la comparábamos a la que iban a celebrar los Bastide el día de Navidad por la mañana; pero, aun así, era mejor que nada, y me había sorprendido el entusiasmo que al pensar en la misma demostraba Geneviève. Nunca tuvo a su alrededor una gran familia, e incluso cuando su madre vivía eran sólo tres, Geneviève, Françoise, Nounou y acaso la institutriz que hubiera en aquel tiempo. En cuanto al conde, lo más probable era que en vida de su esposa participara también en aquellas celebraciones.
Los aposentos de Geneviève no se encontraban muy lejos de los míos y consistían en cuatro estancias contiguas. Primero estaba el cuarto de estudios, con su techo alto y abovedado, sus aspilleras y aquella ventana de piedra con bancos adosados, característica del castillo. Estaba también la chimenea en la que según Nounou podía asarse un buey. Hacia un lado se encontraba el enorme caldero de estaño lleno siempre de leña. Había tres dormitorios con puertas que daban a dicha habitación. Uno era el de Geneviève, el otro pertenecía a Nounou y el tercero se reservaba para la institutriz.
Al regreso de la iglesia penetramos solemnemente en el cuarto de estudios, y depositamos nuestros zapatos junto al fuego, ya casi apagado.
Geneviève se metió en la cama, y cuando creímos que estaba dormida, Nounou y yo depositamos nuestros regalos en los zapatos. El mío era un pañuelo de seda roja, que sentaría perfectamente a su tez algo oscura, y le sería muy útil para cabalgar.
Para Nounou tenía lo que madame Latiere me había dicho en la pastelería que eran sus dulces favoritos: una especie de pastas hechas con ron y mantequilla, en una caja muy bonita. Nounou y yo aceptamos no ver nuestros respectivos regalos, nos dimos las buenas noches y regresamos a nuestros dormitorios.
A la mañana siguiente fue Geneviève quien me despertó.
—¡Mire, señorita, mire! —exclamaba.
Me senté, sorprendida, en la cama, y de pronto recordé que estábamos en Navidad.
—El pañuelo es estupendo. Gracias, señorita. —Se lo había puesto sobre el camisón de dormir—. Y Nounou me ha dado unos pañuelos… muy bien bordados. Y aquí hay también… ¡Oh, señorita! Todavía no lo he abierto. Es de papá. Mire lo que dice.
Me sentía tan excitada como ella.
—Estaba junto a mi zapato. ¡Oh! ¡Es maravilloso! Llevaba muchos años sin acordarse de mí. ¿Por qué será que este año…?
—Veamos lo que hay.
Era una cadenita de oro con una perla pendiente de ella.
—¡Oh, qué bonita! —exclamé.
—¡Fantástico! —exclamó a su vez Geneviève—. Y él mismo la ha puesto ahí.
—¿Estás contenta?
No podía hablar e hizo una señal de asentimiento.
—Póntelo —dije. Y la ayudé a colgárselo del cuello.
Se acercó a un espejo y se estuvo contemplando. Luego volvió a la cama y tomando el pañuelo que se había quitado para ponerse el collar, se cubrió los hombros con él.
—¡Feliz Navidad, señorita! —exclamó alegremente.
Me dije que, en efecto, sería una Navidad feliz. Insistió en llevarme al cuarto de estudios.
—Nounou no ha venido todavía. Ya le daré su regalo más tarde. Ahora, señorita, tome esto.
El paquete que me entregaba Geneviève contenía un libro sobre el castillo y sus alrededores. Me contempló encantada mientras lo abría.
—¡Cuánto me gustará leerlo! —exclamé—. ¿De modo que sabías el interés que siento por todo esto?
—Sí, usted lo ha demostrado de manera bien clara. Le gustan las viejas mansiones, ¿verdad? ¡Pero no empiece a leerlo ahora mismo!
—¡Oh, Geneviève! Gracias. ¡Qué amable has sido al pensar en mí!
—Mire. Nounou le regala un paño para bandeja. Sé quién lo ha hecho. Es de mi madre. Nounou tiene una caja llena de ellos.
Los pañuelos y el paño de bandeja eran labor de Françoise. Para Nounou debió ser un gran sacrificio desprenderse de ellos.
—Hay algo más para usted, señorita.
Yo había visto el paquete y una idea turbadora atravesó mi mente; algo completamente descabellado, pero tan emocionante que tenía miedo de tomar el paquete por no sufrir un desengaño.
—¡Ábralo, ábralo! —me apremió Geneviève.
Así lo hice, viendo que contenía una exquisita miniatura, engarzada con perlas y representando a una señora que sostenía en sus brazos a un perrito. La cabeza del perro era apenas visible y comprendí, por el peinado de la dama, que la miniatura tenía por lo menos ciento cincuenta años.
—¿Le gusta? —Preguntó Geneviève—. ¿Quién se la ha regalado?
—Es bellísima; pero es demasiado valiosa para…
Geneviève tomó una nota que había caído del paquete. En ella se leía:
Sin duda reconocerá usted a la dama a la que tan expertamente ha acicalado. Probablemente le estará tan agradecida como yo, y me parece adecuado que sea usted su dueña. Intenté dárselo cuando nos cruzamos el otro día, pero como le gusta nuestra vieja costumbre, lo dejo en su zapato.
Lothair de la Talle.
—¡Es de papá! —exclamó Geneviève alborozada.
—Le complace mucho mi tarea con las pinturas, y ésta es una muestra de su aprecio.
—¡Oh! Pero… ¡en su zapato! ¿Quién hubiera imaginado…?
—Sin duda creyó que si ponía la cadena con la perla en el tuyo podía dejar esta miniatura en el mío.
Geneviève se reía, presa de una hilaridad incontrolable.
—Es la dama de las esmeraldas. Por eso me la ha dado.
—¿Le gusta, señorita? ¿Le gusta?
—Es una miniatura exquisita.
La sostuve con reverencia, notando su suave colorido y la encantadora disposición de las perlas. Nunca había poseído nada tan bonito.
En aquel momento apareció Nounou.
—¡Cuánto ruido! —exclamó—. Me habéis despertado. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad. Mira, Nounou, lo que me ha regalado papá. Estaba en mi zapato.
—¿En tu zapato?
—¡Despierta de una vez, Nounou! Estás medio dormida. ¡Es la mañana de Navidad! Mira tus regalos. Si no los abres, los abriré yo. El mío primero.
Geneviève ofrecía a Nounou un delantal color amarillo verdoso que Nounou declaró era lo que precisamente necesitaba. Luego expresó su complacencia con mis bombones. El conde tampoco la había olvidado. Le entregaba un amplio chal de lana esponjosa, color azul oscuro.
Nounou estaba perpleja.
—¿De monsieur le Comte? Pero… ¿por qué?
—¡Oh, si se acuerda! Los que trabajan en la viña reciben sus pavos y todo sirviente tiene un regalo en dinero que les entrega el mayordomo. Siempre ha sido costumbre.
—Enséñele su regalo, señorita.
Le mostré la miniatura.
—¡Oh! —exclamó Nounou.
Y por un momento se quedó mirándome sin expresión alguna. Luego noté en sus pupilas un aire reflexivo.
Pensaba sin duda que yo era la responsable de aquel despliegue de regalos. Y se sentía turbada.