Decidí que no era cosa mía dictaminar si el dueño de la casa era o no era un asesino. Mi tarea consistía en restaurar unas pinturas y en elegir los métodos que produjeran mejores resultados. Y durante las semanas que siguieron me dediqué por completo a esta tarea.
En ciertas ocasiones hubo huéspedes en el castillo, y como es natural no me invitaron a cenar, cosa que distó mucho de molestarme, porque la actitud del conde hacia mí era desconcertante. Pensé que estaba casi deseando mi fracaso, y que ello podía minar mi confianza, porque necesitaba estar plenamente segura del triunfo en aquella delicada ocupación.
Tras algunos días de no dirigirme la palabra, vino cierta mañana a la galería mientras yo estaba trabajando.
—¡Querida señorita Lawson! —exclamó, mientras contemplaba la pintura colocada ante mí—. ¿Qué está usted haciendo?
Me sorprendió su tono burlón, porque la pintura había reaccionado perfectamente a mi tratamiento. Sentí cómo mis mejillas se encendían, y estaba a punto de protestar airadamente, cuando añadió:
—Va a dar tanto interés a esa tela que no tendremos más remedio que volver al asunto de las dichosas esmeraldas.
Le divirtió observar el alivio pintado en mi semblante, al darme cuenta de que no pretendía censurar mi trabajo. Con el fin de ocultar mi turbación, le contesté ásperamente:
—¿Empieza a convencerse de que también una mujer es capaz de realizar esta tarea?
—Siempre pensé que es usted muy hábil. ¿Quién sino una mujer decidida y llena de carácter hubiese acudido a nuestra casa dispuesta a defender lo que, sin duda erróneamente, se llama «sexo débil»?
—Mi único objetivo es realizar una restauración adecuada.
—Si las mujeres que militaron en pro de alguna causa hubieran poseído la sensatez de usted, ¡cuántos inconvenientes se hubieran evitado!
—Le aseguro que si estas pinturas permanecen algún tiempo más abandonadas de tal modo…
—Estoy de acuerdo. Por eso precisamente mandé venir a su padre. Mas, por desgracia, no pudo acudir. Ahora, en cambio, tenemos aquí a su hija. ¡Qué afortunados!
Me volví hacia la pintura, temerosa de tocarla por miedo a hacer un movimiento en falso. Semejante tarea precisaba de toda mi atención.
El conde se acercó, poniéndose a mi lado, y aunque pretendiera examinar atentamente la pintura, me miraba de soslayo.
—¡Todo esto parece tan interesante! —dijo—. Tiene que explicarme cómo trabaja.
—Llevo realizadas dos o tres pruebas, y, como es natural, antes de lanzarme a fondo debo asegurarme de que utilizo el procedimiento más adecuado.
—¿Y cuál es ese procedimiento? —preguntó. Había fijado la mirada en mi rostro, y una vez más sentí la desagradable sensación de ruborizarme.
—Uso un disolvente alcohólico suave, que de nada serviría en una capa dura de pintura al óleo. Pero, en nuestro caso, ésta fue mezclada con resina blanda…
—¡Qué lista es usted!
—Forma parte de mi profesión.
—En la que es tan experta.
—¿Quedó usted enterado? —Mi voz sonó tal vez demasiado brusca, y apreté los labios para contrarrestar el efecto que aquellas palabras hubieran podido causarle.
—Está usted a punto de enterarme. ¿Le gusta esta pintura, mademoiselle Lawson?
—Me parece interesante, aunque no es una de las mejores que usted posee. Desde luego, no puede compararse a un Fragonard o a un Boucher; pero creo que el artista fue un maestro del color. Usa los tonos con atrevimiento. Sus pinceladas resultan algo sueltas, pero… —Dejé de hablar, porque me pareció que se estaba riendo de mí—. Quizá mis comentarios le resulten aburridos —dije.
—Desconfía demasiado de sí misma, señorita Lawson.
¿Desconfiar de mí? Era la primera vez que alguien me hablaba de aquel modo. Sin embargo, comprendí que era cierto. Que me estaba comportando como un erizo cuando se defiende presentando sus púas. Acababa de traicionarme una vez más.
—Pronto quedará restaurado el cuadro —continuó.
—Sí. Y habrá llegado el momento de saber si me considera capaz de seguir con los otros.
—Estoy convencido de que no abriga duda respecto al veredicto —repuso sonriente. Y se alejó.
*****
Algunos días más tarde, la pintura estaba terminada, y se acercó a examinarla para expresar su opinión. Permaneció unos segundos mirándola con el ceño fruncido, mientras yo sentía disminuir mis ánimos. Sin embargo, antes de que él llegase, me dije, complacida, que el trabajo había quedado perfectamente. El colorido era asombroso. La contextura del vestido y la facilidad del artista para resolver los distintos problemas me recordaban la técnica de Gainsborough. Todo ello no era apreciable antes de la restauración, pero ahora quedaba evidenciado de manera bien clara.
El conde seguía en pie, mirando el cuadro con aire dubitativo.
—¿Es que no le gusta? —pregunté.
Movió la cabeza.
—Monsieur le Comte —añadí—, no sé lo que se figuraría, pero puedo asegurarle que cualquier entendido en pintura…
Apartó su atención de la tela para fijarla en mí, al tiempo que enarcaba ligeramente las cejas y su boca se curvaba en una sonrisa que desmentía el asombro de sus ojos.
—… como usted —dijo, terminando mi frase—. ¡Oh! Si yo poseyera su talento, exclamaría: «¡Milagro! Un tesoro oculto se me acaba de revelar en todo su esplendor». Ciertamente, es magnífico. No tiene idea de los problemas que nos han originado esas esmeraldas. Ahora, debido a usted, mademoiselle Lawson, se organizarán nuevos descubrimientos de tesoros, y se volverá a especular sobre la suerte de encontrarlos.
Comprendí que me estaba provocando, y que no había hecho más que anhelar mi fracaso. Se negaba a admitir mi triunfo, pero como no podía ignorarlo, se desviaba del tema, volviéndose a referir otra vez a aquellas esmeraldas.
Muy típico de él. Pero su carácter no era asunto de mi incumbencia, ni tenía importancia alguna. Tan sólo me interesaban sus pinturas.
—Refiriéndome de nuevo a este cuadro, ¿tiene alguna queja? —pregunté fríamente.
—Justifica cumplidamente sus credenciales —me respondió.
—¿Desea que continúe con los demás?
Una expresión incomprensible para mí se pintó por un instante en su cara.
—Me sentiría decepcionado si no lo hiciera —repuso.
Me sentí entusiasmada. Había ganado la partida.
Pero mi triunfo no era completo aún. El conde seguía de pie, sonriéndome como si quisiera hacerme recordar que estaba bien impuesto de mis dudas, mis temores y todo cuanto yo había pretendido ocultarle.
Ninguno de los dos se había dado cuenta de la presencia de Geneviève, que había entrado en la galería y que probablemente llevaba algunos segundos observándonos. El conde fue el primero en verla.
—¿Qué quieres, Geneviève?
—He… he venido a ver cómo seguía mademoiselle Lawson con sus pinturas.
—Pues acércate y lo verás.
Obedeció con aire retraído, como siempre que se encontraba ante otras personas.
—¡Fíjate! —le dijo el conde—. ¿No es toda una revelación?
La jovencita no contestó.
—Mademoiselle Lawson espera que la felicitemos por su trabajo. Ya recordarás cómo era este cuadro antes de que ella lo tocara.
—No me acuerdo.
—¡Qué poco sentido artístico posees! Mademoiselle Lawson deberá enseñarte a comprender la pintura.
—¿Es que… va a quedarse?
La voz del conde cambió de improviso. Ahora sonaba casi acariciadora.
—Espero que durante mucho tiempo —repuso—. Porque, ¿comprendes?, hay muchas cosas en este castillo que necesitan su atención.
Geneviève me dirigió una rápida mirada. Su expresión era dura. Sus pupilas semejaban dos cristales negros. Se volvió hacia la pintura y dijo:
—Si tan lista es, quizá encuentre las esmeraldas que andamos buscando.
—Ya lo ve, mademoiselle Lawson. Lo mismo que yo le dije.
—Desde luego, esas joyas son magníficas —admití.
—¿No se deberá a la… enorme destreza del artista?
Me importó poco que se burlara de mí, ni hice caso del latente resentimiento de su hija. Lo único que debía preocuparme eran aquellas telas, y el que estuvieran, por el momento, semiocultas tras un velo de incuria aumentaba mi interés hacia ellas.
Pero también entonces el conde penetró mis pensamientos, porque inclinándose un poco, dijo:
—Voy a dejarla, mademoiselle Lawson. Comprendo que prefiera estar sola… con sus pinturas.
Hizo seña a Geneviève para que se retirara con él, y cuando se hubieron marchado permanecí en la galería deleitándome en la contemplación de los distintos cuadros.
Pocas veces me había sentido tan emocionada como entonces.
*****
Puesto que iba a quedarme en el castillo para completar mi misión, decidí aprovechar el ofrecimiento del conde y hacer uso de los caballos, a fin de conocer mejor el país circundante. Había explorado ya la pequeña ciudad, tomado café en la pâtisserie, y charlado con su voluble pero inquisitiva dueña, siempre dispuesta a acoger a quienes procedieran del castillo. Habló del conde con respeto, aunque con cierta dosis de comadreo; con desdén, también respetuoso, de monsieur Philippe, y con lástima de mademoiselle Geneviève. ¿De modo que yo tenía el encargo de restaurar las pinturas? Vaya, vaya, ¡qué interesante! Esperaba verme por allí alguna otra vez y quizá en mi próxima visita quisiera probar el gâteau de la maison, que era sumamente apreciado en Gaillard.
Estuve también en el mercado, notando las miradas que se fijaban en mí al pasar. Visité el antiguo hôtel de ville y la iglesia.
La perspectiva de ampliar mi campo de acción resultaba muy atrayente y me complacía de manera especial que se me hubieran ofrecido los caballos. Encontraron uno para mí; se llamaba Bonhomme y congeniamos desde el primer día.
Me sorprendió y agradó que Geneviève propusiera cierta mañana acompañarme en un paseo. Tenía uno de sus momentos apacibles y le pregunté por qué había cometido la locura de encerrarme en la oubliette.
—Como me dijo que nunca tenía miedo, no creí que se enfadara usted.
—Fue un acto imperdonable. ¿Y si Nounou no llega a encontrarme?
—Hubiera ido en su busca al poco rato.
—¡Al poco rato! ¿No sabes que algunas personas han muerto de miedo?
—¡Muerto de miedo! —exclamó—. Nadie se muere por estar encerrado.
—Ciertos temperamentos nerviosos pueden fallecer de una impresión.
—Pero usted, no —repuso, mirándome atentamente—. ¿No se lo ha contado a mi padre? Creí que lo haría, ya que se han hecho… tan amigos.
Cabalgó un rato delante de mí, y cuando volvíamos a las cuadras dijo con aire displicente:
—No me dejan cabalgar sola. Siempre ha de acompañarme alguno de los mozos. Pero esta mañana no había ninguno disponible, así que no hubiera salido de no ser por usted.
—Me alegra haber podido prestarte este servicio —respondí fríamente.
*****
Me encontré con Philippe en el jardín. Creo que se había dado cuenta de mi presencia y acudió con la idea de entablar conversación.
—Felicidades —dijo—. He estado viendo la pintura. La diferencia es tan notable que no parece la misma.
Me sentía embriagada de satisfacción. ¡Qué distinto del conde era aquel hombre! Su entusiasmo resultaba contagioso.
—Me alegro de que opine así —repuse.
—¿Es posible pensar de otro modo? —preguntó—. ¡Un milagro! Estoy encantado, no sólo de que la restauración haya sido un éxito, sino de que fuera usted capaz de demostrar que podía conseguirlo.
—Es usted muy amable.
—Lamento no haberme portado bien cuando llegó usted al castillo. Me cogió de sorpresa y no estuve seguro de mí mismo.
—En modo alguno. Comprendo que se quedara sorprendido.
—Verá: todo esto es cosa de mi primo, y resulta natural que deba conformarme a sus deseos.
—Naturalmente. Dice mucho en favor de usted que se tome semejante interés.
Arrugó el entrecejo.
—Me siento responsable hasta cierto punto… —empezó—. Confío en que no lamente haber estado entre nosotros.
—Nada de eso. El trabajo resulta muy interesante.
—¡Ah! Sí, sí… el trabajo.
Empezó a hablar de los jardines con un poco de atolondramiento, e insistió en mostrarme los adornos escultóricos, ejecutados por Le Brun, luego de haber terminado sus frescos en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles.
—Afortunadamente no sufrieron daños durante la revolución —me explicó. Comprendí que sentía reverencia por todo cuanto se relacionara con el castillo. Me gustó su actitud, y agradecí su amable disculpa por lo que dijo durante nuestro primer encuentro, y su evidente satisfacción ante mi triunfo.
*****
Mis jornadas discurrían ahora conforme a un ritmo ordenado. Me iba temprano a la galería y trabajaba allí durante la mañana. Solía salir después de la comida, y regresaba antes de anochecido, lo que en aquella época del año acontecía sobre las cuatro. Me ocupaba entonces en mezclar soluciones o en leer notas de experimentos anteriores, lo que me entretenía hasta la cena. A veces la tomaba en mi habitación, pero otras me invitaba mademoiselle Dubois. No hubiera podido negarme aunque hubiese querido. Me contó la historia de su vida. Era hija de un abogado y había sido educada sin pensar en que tuviese que ganarse la vida. Pero su padre fue estafado por un socio y falleció de un ataque cardíaco. Viéndose sin un céntimo, no le quedó más remedio que dedicarse a institutriz. Narrada a su modo, terriblemente melancólico, la historia resultaba aburrida en extremo. Me hice el propósito de no aburrirla a mi vez, contándole la mía.
Después de cenar me ponía a leer alguno de los libros de la biblioteca, ya que Philippe me había dicho que el conde estaría muy complacido si me servía de ellos.
Conforme transcurría el mes de noviembre seguí ocupando un lugar periférico en la vida del castillo, observando cuanto pasaba allí, pero sin participar en lo mismo; igual que la música que llegaba hasta mi habitación y que oía distraídamente, dándome apenas cuenta de la pieza interpretada.
Cierto día en que salí del castillo montando a Bonhomme, me encontré con Jean-Pierre, que iba también a caballo. Me saludó con su acostumbrada animación y preguntó si iba a visitar a su familia. Contesté que sí.
—Pasemos por la viña de Saint-Vallient —propuso—. Luego regresaremos juntos.
Nunca había ido por aquel lugar, y acepté. Me gustaba la compañía de Jean-Pierre. La familia Bastide tenía un aire más apagado cuando él no se encontraba allí. Su vivacidad me cautivaba.
Hablamos de la proximidad de las Navidades.
—¿Pasará el día con nosotros, mademoiselle? —preguntó.
—¿Se trata de una invitación en toda regla?
—Ya sabe que nunca gasto cumplidos. Es un deseo sincero, compartido por toda la familia, y cuya aceptación nos honrará.
Le contesté que estaría encantada y que era muy amable al invitarme.
—Me impulsa a ello un motivo egoísta, mademoiselle.
Con rápido ademán, característico en él, se inclinó un poco y me tocó el brazo. Sostuve su cálida mirada sin ceder. Aquel modo de hacerme creer importante era consecuencia de la amabilidad típica del francés ante una mujer.
—No voy a decirle en qué consiste nuestra fiesta —añadió—. Quiero que se lleve una sorpresa.
Cuando llegamos a los viñedos de Saint-Vallient, me presentó a monsieur Durand, el encargado de los cultivos. Su mujer nos sirvió vino y unos deliciosos pastelillos, mientras monsieur Durand y Jean-Pierre discutían la calidad del mosto. Luego, monsieur Durand se llevó al joven para hablar de sus asuntos, dejando a su esposa conmigo.
Madame me conocía de oídas porque, como es lógico, lo que pasaba en el castillo era tema principal de las conversaciones. ¿Qué opinaba del conde, etcétera? Le di respuestas evasivas, haciéndole comprender que iba a sacar poco de mí, en vista de lo cual prefirió referirse a sus propios asuntos, confesándome lo preocupada que estaba por su marido, ya demasiado viejo para continuar aquel trabajo.
—¡Cuántas preocupaciones! —exclamó—. Cada año lo mismo. Desde los conflictos de hace un decenio, las cosas no marchan bien en Saint-Vallient. En cambio, Jean-Pierre es muy listo, y el vino del castillo se está volviendo tan bueno como antes. Confío en que monsieur le Comte deje retirarse pronto a mi marido.
—¿Es necesario que el conde dé su permiso?
—¡Naturalmente! Monsieur le Comte le regalará la casa. ¡Cuánto deseo que llegue ese día! Tendré unas cuantas gallinas y una vaca o dos. El descanso hará mucho bien a mi marido. Trabaja demasiado para su edad. ¿Cómo hacer frente a tantos problemas cuando ya no se es joven? ¿Quién sino el buen Dios puede saber cuándo va a caer una helada que destruya las vides? Si el verano es demasiado húmedo, ocurren plagas de todo género. Pero lo peor son las heladas de primavera. Luego de un día magnífico, de pronto se presentan como un ladrón en plena noche para robarnos las uvas. Y si no tenemos suficiente sol, los granos resultan agrios. Son cosas para personas jóvenes… como monsieur Jean-Pierre.
—Confío en que le dejen retirarse pronto.
—Todo está en manos de Dios, mademoiselle.
—Y en las de monsieur le Comte —sugerí.
Levantó las manos cual si quisiera decirme que venía a ser lo mismo.
Al cabo de un rato regresó Jean-Pierre y nos marchamos de Saint-Vallient.
Hablamos de los Durand y me dijo que el pobre viejo había trabajado ya lo suyo y que era hora de que descansara.
—Al parecer, tiene que esperar a que el conde lo decida.
—¡Oh, sí! —contestó Jean-Pierre—. Aquí todo depende de él.
—¿Le disgusta a usted?
—Creo que ya no estamos en los tiempos en que un déspota gobernaba a su antojo.
—Pero podrán eludir su tutela, ¿no es cierto?
—¿Y abandonar nuestros hogares?
—Si tanto le aborrecen…
—¿Le he dado esa impresión?
—Cuando habla de él, su voz se endurece y sus ojos miran de una manera distinta.
—Es que soy orgulloso; quizá demasiado. Este lugar es tanto mío como de él. Mi familia vive aquí desde hace siglos, igual que la suya. La única diferencia estriba en que ellos habitan el castillo, a cuya sombra nos criamos.
—Lo comprendo.
—Pero si el conde no me gusta, a él no le importa. Casi nunca se acerca por aquí. Prefiere su mansión de París. No se digna fijarse en nosotros. No merecemos su atención. Ahora bien: nunca consentiré que me eche de mi casa. Trabajo para él porque no hay más remedio, pero trato de no verlo ni de recordarlo. A usted le pasará lo mismo. O a lo mejor ya le está pasando.
De pronto empezó a cantar. Tenía una hermosa voz de tenor que vibraba de emoción.
Qui sont-ils, les gens qui sont riches?
Sont-ils lus que moi qui n’ai rien?
Je cours, je vas, je vir, je viens;
Je n’ai pas peur de perd’ma fortune.
Je cours, je vas, je vir, je viens,
Pas peur de perdre mon bien.
Terminó de cantar y me sonrió, esperando algún comentario.
—Me ha gustado —le dije.
—Me alegro mucho. También a mí me gusta.
Me miraba con tanta intensidad, que toqué suavemente el lomo de Bonhomme, y éste partió al galope. Jean-Pierre me seguía a corta distancia. Y así volvimos a Gaillard.
Cuando pasábamos por los viñedos vi al conde, quien, sin duda, había salido de los cobertizos. Al vernos, nos saludó con la cabeza.
—¿Quería verme, monsieur le Comte? —preguntó Jean-Pierre.
—Ya nos veremos en otra ocasión —respondió el aludido, alejándose en su cabalgadura.
—¿Esperaba el conde verle aquí cuando ha llegado? —pregunté.
—No. Sabía que estaba en Saint-Vallient. Él mismo me dijo que fuera.
Pero, no obstante esta respuesta, parecía algo extrañado. Cuando pasábamos ante las casas, de camino hacia el hogar de los Bastide, salió Gabrielle con las mejillas sonrosadas y su aspecto encantador.
—Gabrielle —dijo Jean-Pierre—. Ésta es la señorita Lawson.
Ella me sonrió con aire ausente.
—Ya veo que el conde ha venido —dijo Jean-Pierre, cuya expresión había cambiado también—. ¿Qué quería?
—Consultar unas cifras. Eso es todo. Volverá en cualquier otro momento.
Jean-Pierre arrugó el entrecejo y siguió mirando a su hermana.
La señora Bastide me saludó con tanta efusión como siempre, pero mientras estuve allí pude notar que Gabrielle parecía meditabunda y Jean-Pierre bastante alicaído.
*****
Cuando a la mañana siguiente estaba en la galería, entró el conde.
—¿Cómo va su trabajo? —quiso saber.
—Creo que progresa satisfactoriamente —le contesté.
Miró la pintura con burlona atención. Le indiqué que la capa superior estaba resquebrajada y descolorida, y que sin duda el barniz era el causante de aquellos desperfectos.
—Seguramente está usted en lo cierto —indicó con expresión ligera—. Debo añadir que me alegro de que no emplee todo el tiempo en estas cosas.
Creí que se refería a haberme visto montar a caballo el día anterior, mientras debí haber estado dedicada a mi tarea, y contesté con acritud:
—Mi padre no era partidario de trabajar después de las comidas. Se precisa una gran concentración, y luego de pasar toda la mañana ante los cuadros, uno no anda tan fino como sería de desear.
—Pues cuando la vi ayer parecía usted muy animada.
—¿Animada? —pregunté, repitiendo tontamente la palabra.
—Desde luego —afirmó—. Al parecer, las amenidades de que aquí disponemos son tan interesantes fuera del castillo como en él.
—¿Se refiere a montar a caballo? Usted dijo que cabalgara siempre que lo tuviera por conveniente.
—Me alegra que encuentre tantas oportunidades… y amigos con quienes compartirlas.
Su acritud me dejó sorprendida. No era posible que pusiera objeciones a mi amistad con Jean-Pierre.
—Es usted muy amable al sentir tanto interés por el modo en que paso mis ratos libres.
—Verá… Es que siento mucha preocupación por… mis pinturas.
Recorrimos la galería examinándolas, pero me pareció que no ponía mucha atención. A mi modo de ver estaba tan molesto por haberme visto pasear a caballo cuando debí hallarme trabajando, como por ir acompañada de Jean-Pierre. Tenía calculado de antemano el tiempo que duraría mi trabajo y, en cuanto lo acabase, cesaría de ser una carga para los moradores del castillo.
—Si no está satisfecho de la velocidad a que hago la tarea… —empecé.
Dio media vuelta, como si aquello le agradara, y me sonrió.
—¿Qué le ha hecho concebir tal idea, señorita Lawson?
—Pensé… He imaginado…
Tenía la cabeza un poco ladeada, cual si disfrutara descubriendo trazos de mi carácter que yo misma ignoraba. Parecía decirme: «¿Ve lo fácilmente que se enfada? Es vulnerable… muy vulnerable, ¿no cree?».
—Bueno… —proseguí sin mucha convicción—. Está satisfecho de mi labor, ¿sí o no?
—Inmensamente satisfecho, señorita Lawson —repuso.
Me volví hacia la pintura, mientras él continuaba recorriendo la galería. No le miré cuando abandonó la estancia, cerrando la puerta cuidadosamente tras de sí.
Durante el resto de la mañana me fue casi imposible concentrarme.
*****
Cuando me dirigía a las cuadras, Geneviève se acercó a mí corriendo.
—Señorita, ¿quiere venir a Carrefour conmigo?
—¿Carrefour?
—Sí. La casa de mi abuelo. Si no me acompaña usted, tendré que pedírselo a un mozo. Voy a visitar al abuelo y estoy segura de que le agradará conocerla.
Aunque mi primera intención fue la de rechazar tan inesperada propuesta, la mención de su abuelo me hizo cambiar de idea.
En las conversaciones con Nounou y leyendo las notas escritas por Françoise, había podido formarme una idea clara de ésta, con sus inocentes secretos y sus modales encantadores. La perspectiva de conocer a su padre y visitar la casa que sirvió de marco a la existencia reflejada en aquellos cuadernos resultaba irresistible.
Geneviève montaba a caballo con la facilidad de quien usa la silla desde su niñez. De vez en cuando me señalaba algún lugar interesante, y al llegar a cierto paraje detuvo su montura y nos volvimos para contemplar el castillo desde aquella distancia.
La edificación resultaba impresionante. Se apreciaba muy bien la simetría de aquellos antiguos muros almenados, los recios arbotantes, las torres cilíndricas y los tejados cónicos que las remataban, destacando en medio de los viñedos. Veía también la aguja del campanario de la iglesia y el Ayuntamiento, montando la guardia sobre las casas de la pequeña ciudad.
—¿Le gusta? —preguntó Geneviève.
—¡Es un panorama extraordinario! —respondí.
—Todo esto pertenece a papá. Pero nunca será mío. Hubiera tenido que nacer varón. A papá le hubiera gustado más.
—Si eres buena y te portas bien, estará igualmente complacido contigo —le contesté con aire sentencioso.
Me miró con un desprecio que creí bien merecido.
—Habla usted como una institutriz —repuso—. Siempre diciendo cosas que no sienten, y ordenando hacer cosas que ellas nunca harían. —Me miró de soslayo, riéndose a hurtadillas—. No me refiero a Esquilles. Ésta jamás hará nada. Pero hay algunas…
Recordando de improviso a aquella pobre institutriz a la que había encerrado en la oubliette, creí preferible no continuar con la conversación.
Tocó con la fusta el lomo de su caballo y empezó a galopar delante de mí. Estaba encantadora, con su pelo flotante bajo la gorra de montar.
Me puse a su lado.
—Si papá tuviera un hijo no necesitaríamos al primo Philippe —dijo—. Y hubiera sido mejor.
—Estoy convencida de que monsieur Philippe siempre se porta amablemente contigo.
Me miró de soslayo.
—Hubo un tiempo en que iba a casarme con él.
—Oh… comprendo. Pero el proyecto no siguió adelante, ¿verdad?
Movió la cabeza.
—¿No irá a figurarse que me hubiera gustado tener por marido a Philippe?
—Es mucho más viejo que tú.
—Catorce años. Exactamente, el doble.
—Pero conforme te hagas mayor, la disparidad no parecerá tan grave.
—De todos modos, papá ya ha decidido que no se lleve a cabo esa boda. ¿Sabe por qué se mostró tan contrario al proyecto? A lo mejor lo adivina.
—Te aseguro que no tengo la menor idea. Apenas conozco a tu padre…
Me sorprendió el tono vehemente que acababa de emplear y que resultó completamente inesperado.
—¿De modo que no lo sabe? Pues voy a enterarla de algo. Philippe se enfadó mucho al saber que papá no consentía en la boda.
Movió la cabeza a la vez que sonreía complacida.
—Tal vez no te conozca bien —repuse.
Aquello la hizo reír.
—En realidad, yo soy lo de menos. Lo importante es la decisión de papá. Cuando mamá fue… cuando murió, su carácter se transformó. Y creo que su negativa tuvo como causa el deseo de molestar a Philippe.
—¿Por qué había de querer molestarlo?
—¡Oh… pues por divertirse! Aborrece a la gente.
—Estoy segura de que no dices la verdad. La gente no odia porque sí… sin motivo alguno.
—Mi padre no es como los demás. —Empleaba un tono orgulloso, y su voz vibraba con una hostilidad a la que de manera extraña se mezclaba cierto toque de respeto.
—Los seres humanos somos todos distintos —comenté rápidamente.
Se echó a reír. Comprobé que siempre adoptaba un tono igual al referirse a su padre.
—Me odia —dijo—. Soy igual que mi madre, ¿sabe usted? Y Nounou asegura que cada vez me parezco más a ella. Se la recuerdo constantemente.
—Haces demasiado caso de los comentarios ajenos.
—Y a mí me parece que usted no los toma lo suficientemente en consideración.
—Escuchar habladurías no es recomendable en modo alguno —indiqué.
Aquello provocó su risa otra vez.
—Debo decirle, señorita, que no siempre pasa usted el tiempo de manera adecuada.
Me sentí sonrojar, como siempre que nos echan en cara una verdad. Geneviève me señaló con el dedo a la vez que insistía:
—A usted le gustan los chismorreos. Pero no importa. Casi lo prefiero así. Si fuera tan buena y perfecta como pretende ser, no podría soportarla.
—¿Por qué no hablas con tu padre de un modo natural… no como si le tuvieras miedo? —pregunté.
—¡Todo el mundo le teme!
—Yo, no.
—¿De veras, señorita?
—¿Por qué habría de temerle? Si no le gusta mi trabajo, me lo dice y me voy para no volver jamás.
—En efecto. Sería fácil para usted. Mi madre le temía terriblemente.
—¿Te lo dijo ella misma?
—Nunca con palabras. Pero yo estaba segura. Y ya sabe lo que le sucedió.
—¿No es mejor que continuemos el paseo? —propuse—. Si seguimos entreteniéndonos de este modo llegaremos a casa de noche.
Me miró unos momentos con aire suplicante y luego dijo:
—¿Usted cree que cuando alguien muere… de manera violenta, no descansa en su tumba? ¿Que vuelve de vez en cuando para…?
—¿Qué estás diciendo, Geneviève? —la interrumpí.
—Señorita —me explicó con aire patético, cual si buscara mi ayuda—. A veces, por la noche me despierto sobresaltada y creo oír ruidos en el castillo.
—Mi querida Geneviève, todos nos despertamos sobresaltados algunas veces. Por regla general se debe a algún mal sueño.
—Oigo pasos… golpes con los nudillos. Sí. Los oigo. ¡Los oigo! Y me pongo a temblar… esperando ver…
—¿A tu madre?
Estaba asustada y tendía sus manos hacia mí en busca de apoyo. De nada hubiera servido decirle que todo aquello eran tonterías; que los fantasmas no existen. Lo habría interpretado como simples palabras de un adulto intentando calmarla.
—Escucha, Geneviève. Supongamos que los fantasmas existen y que se trata, en efecto, de tu madre.
Abrió mucho los ojos, presa de un interés extraordinario.
—Te quería, ¿verdad?
Vi cómo sus manos se crispaban sobre las riendas.
—¡Oh, sí! Me amaba mucho. Nadie me ha querido como ella.
—Nunca te hubiera hecho daño, ¿verdad? ¿Crees que ahora que está muerta te lo podría hacer?
Vi cómo su rostro se tranquilizaba. Y me sentí complacida al comprobar que mis palabras le proporcionaban el consuelo que tanto había anhelado.
—Cuando eras pequeña, ella te cuidó —continué—. Si temía que fueras a caer, acudía en tu ayuda, ¿no es cierto? —Asintió—. ¿Por qué iba a cambiar ahora? Lo que tú oyes son crujidos de madera en el viejo entarimado, chirriar de puertas o ventanas… cosas así. O acaso los ratones… Pero tú los confundes con fantasmas. Tu madre siempre estaría dispuesta a protegerte.
—¡Sí! —contestó con mirada brillante—. Sí. Me protegería. Siempre me quiso mucho.
—Pues acuérdate de ello cada vez que te despiertes sobresaltada en plena noche.
—¡Oh, sí! —afirmó—. Lo recordaré.
Me sentía contenta. Pero considerando que continuar aquella conversación quizá estropeara los efectos conseguidos, me adelanté un poco y continuamos cabalgando una junto a otra sin decir nada.
*****
Maison Carrefour era una antigua vivienda, localizada a cierta distancia de la carretera. La rodeaba un grueso muro de piedra, con una complicada verja que permanecía abierta. La traspusimos y entramos en un amplio pasaje abovedado que llevaba al patio interior. Las ventanas tenían persianas verdes. Un profundo silencio reinaba allí. Había imaginado de manera muy distinta el hogar de aquella niña alegre y sincera, que anotó los hechos más notables de su vida en unas libretas de apuntes.
Geneviève me miró atentamente cual si quisiera descubrir mis reacciones; pero confié en no traicionarme.
Dejamos los caballos en las cuadras y Geneviève me condujo hasta una puerta. Levantó el pesado llamador y oí cómo el golpe resonaba en la parte baja de la casa. Volvió a producirse un intenso silencio; luego escuché rumor de pasos, y un sirviente vino a abrir.
—Buenos días, Maurice —dijo Geneviève—. Hoy me acompaña mademoiselle Lawson.
Una vez intercambiados los pertinentes saludos, nos encontramos en el vestíbulo, cuyo piso era de mosaico.
—¿Cómo sigue el abuelo? —preguntó Geneviève.
—Como siempre, mademoiselle —respondió Maurice—. Voy a ver si está preparado.
El criado desapareció por unos momentos, volviendo luego al vestíbulo para decirnos que el señor estaba dispuesto a recibirnos.
En la habitación no había ningún fuego encendido, y recibí una impresión de frío intenso. En otros tiempos aquella estancia debió ser muy atractiva, porque tenía unas proporciones perfectas. El techo era de madera tallada y en él había una inscripción que distinguí lo suficiente como para observar que estaba escrita en francés medieval. Los postigos cerrados sólo dejaban entrar muy escasa claridad, y el aposento estaba amueblado con austeridad. Un anciano sentado en un sillón de ruedas me miraba fijamente. Tenía más aspecto de cadáver que de ser viviente, con los ojos muy brillantes y hundidos en sus órbitas. Llevaba en las manos un libro, que cerró al vernos entrar. Vestía una bata oscura atada con un cinturón.
—Abuelo —dijo Geneviève—. Hemos venido a verte.
—Pequeña —respondió con voz extrañamente firme a la vez que le alargaba una mano muy blanca y delgada, en la que destacaban venas azules.
—He traído a mademoiselle Lawson —prosiguió Geneviève—. Vino de Inglaterra para restaurar las pinturas de mi padre.
Los ojos del anciano, que parecían lo único vivo en su persona, me escrutaban con insistencia.
—Señorita Lawson, perdone que no me levante. Sólo puedo incorporarme con mucha dificultad y con ayuda de mis criados. Me alegro de que haya venido con mi nieta. Geneviève, trae una silla para mademoiselle Lawson… y otra para ti.
—Sí, abuelo.
Nos sentamos delante de él. Tenía unos modales encantadores. Me preguntó por mi trabajo, expresó mucho interés en él, y dijo que Geneviève debería mostrarme los cuadros de que era dueño, ya que algunos de ellos necesitaban ser restaurados también. Pero la idea de vivir, aunque temporalmente, en una casa como aquélla, me deprimía. No obstante todos sus misterios, en el castillo había vida, ¡vida!, mientras que Maison Carrefour parecía la casa de los muertos.
Observé que el anciano mantenía la vista fija en Geneviève. A mí me había hecho objeto de una atención cortés, pero a la jovencita la sometía a un escrutinio riguroso que me intrigó. Tal vez sentía honda preocupación por ella. No comprendí cómo podía considerarse tan falta de afecto, razón fundamental de su conducta, cuando contaba con un abuelo tan afectuoso como aquél.
Quiso enterarse de cuanto hacía Geneviève, y de sus progresos con los estudios. Me sorprendió que hablara de mademoiselle Dubois como si la conociera íntimamente, mientras por su parte Geneviève me había dicho que nunca llegaron a relacionarse. En cambio, sí conocía bien a Nounou, porque en otros tiempos ésta formó parte de la servidumbre, y se refería a ella cual si se tratara de una vieja amiga.
—¿Qué tal sigue Nounou, Geneviève? —preguntó—. Espero que te portes bien con ella. Ten presente que es muy buena persona. Sencilla y cumplidora de sus obligaciones. Y afectuosa contigo. Recuérdalo siempre y trátala bien.
—Sí, abuelo.
—Confío en que no te dejes dominar por tu genio.
—Lo procuraré, abuelo.
—Eso quiere decir que algunas veces cedes —indicó con expresión vivaz, como si aquello le importara mucho.
—Sí, un poquito. A veces se me ocurre decirle que es una tonta.
—Eso no está bien. Supongo que después rezarás pidiendo perdón, ¿verdad?
—Sí, abuelo.
—Pero de nada sirve pedir perdón si se vuelve a cometer el mismo pecado. Procura dominar tu mal genio, Geneviève. Y si alguna vez sientes la tentación de hacer alguna tontería, recuerda el daño que puedes causar.
Me pregunté hasta qué punto estaría al corriente de las insensateces de su nieta, y si Nounou le habría contado alguna cosa. ¿Sabía que me tuvo encerrada en la oubliette?
Mandó traer vino y galletas. Las sirvió una anciana que pensé pertenecería a la familia Labisse. Lucía un gorro blanco sobre su pelo gris, y su actitud era áspera mientras lo colocaba todo sobre la mesa, sin pronunciar palabra. Geneviève murmuró un saludo y la vieja, tras hacer una pequeña inclinación, se retiró.
Mientras bebíamos el vino, el anciano comentó:
—He oído decir que había que restaurar las pinturas; pero nunca creí que una mujer realizaría el encargo.
Le expliqué lo de la muerte de mi padre, y de cómo me había hecho cargo de sus compromisos.
—Al principio tropecé con cierta resistencia —añadí—, pero ahora el conde parece complacido.
Le vi crispar los labios y agarrar con fuerza la manta que le cubría las piernas.
—¿De modo… que parece complacido? —preguntó.
Su voz y su expresión habían cambiado. Noté cómo Geneviève, sentada en el borde de la silla, miraba muy nerviosa a su abuelo.
—Por lo menos, así lo supongo, puesto que me deja continuar la tarea —repuse.
—Espero que… —empezó, pero su voz se hizo inaudible, y no pude captar el final de la frase.
—Perdone, pero…
Movió la cabeza. Al parecer, aquella mención del conde lo había trastornado. Me hallaba, pues, ante otra persona que también lo aborrecía. ¿Por qué era tan odiado aquel hombre? A partir de entonces la conversación se hizo inconexa, y Geneviève, deseando poner fin a la misma, preguntó si me podía enseñar la finca.
Después de abandonar el vestíbulo principal, atravesamos varios corredores hasta salir a una cocina con baldosas de piedra, que una vez pasada nos situó en el jardín.
—Tu abuelo se ha alegrado de verte —comenté—. Probablemente le gustaría que le visitaras más a menudo.
—El pobre no se da cuenta de nada. Lo olvida todo en seguida. Es muy viejo y no ha vuelto a la normalidad desde… que tuvo el ataque. Su mente sufrió las consecuencias.
—¿Sabe tu padre que hemos venido?
—Nunca lo pregunta.
—¿No tiene por costumbre acudir a esta casa?
—No ha estado en ella desde que murió mamá. Al abuelo no le gustaría. ¿Se imagina a mi padre aquí?
—No —respondí sinceramente.
Me volví para mirar la casa, y pude ver cómo se movían las cortinas de una ventana del piso superior. Alguien nos estaba vigilando. Geneviève siguió la dirección de mi mirada.
—Es la señora Labisse. Sin duda está intrigada. No le gusta cómo marchan las cosas. Preferiría volver a los viejos tiempos. En aquel entonces era doncella y Labisse cochero. No sé qué hacen ahora. No estarían aquí si no fuera porque el abuelo les dejará algo en herencia, siempre que continúen a su servicio hasta que muera.
—Todo es bastante raro —dije.
—El abuelo sólo está vivo a medias. Lleva así tres años. El médico asegura que no durará mucho. Y los Labisse probablemente piensan que vale la pena esperar.
¿Tres años? Debió ponerse enfermo cuando el fallecimiento de Françoise. ¿Le afectó hasta el punto de provocarle el ataque? La cosa resultaba comprensible, si es que había amado a la difunta como ahora amaba a su hija.
—Adivino lo que está pensando —dijo Geneviève con voz alterada—. Que la fecha coincide con la de la muerte de mamá. Pero el abuelo sufrió su ataque una semana antes. ¡Qué raro!, ¿verdad? Todos pensaron que iba a morir… y, en cambio, fue mi madre la que falleció.
¿De modo que la condesa murió por culpa de una dosis excesiva de láudano una semana después de que el abuelo sufriera su ataque? ¿Acaso la trastornó tanto, que la indujo a quitarse la vida?
Geneviève estaba ahora de espaldas a la casa, y yo me situé silenciosamente junto a ella. Había una puerta en el muro, que traspuso, manteniéndola abierta para que yo también pasara. Estábamos en un patio pequeño con el suelo de guijarros. Reinaba allí un profundo silencio. Geneviève avanzó y yo la seguí, sintiéndome cómplice de una conjura.
Nos encontrábamos en un oscuro vestíbulo.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Se llevó un dedo a los labios antes de responder:
—Quiero enseñarle una cosa.
Atravesó el vestíbulo y me precedió hasta una puerta, que una vez abierta nos permitió pasar a un aposento totalmente vacío, con excepción de un camastro, un reclinatorio y un arcón. El suelo era de piedra y no había alfombra.
—Es la habitación favorita de mi abuelo —dijo.
—Parece una celda de ermitaño.
Asintió complacida. Luego de mirar furtivamente a su alrededor, abrió el arcón.
—Geneviève —la advertí—. No puedes…
Pero la curiosidad fue más fuerte que yo, y me acerqué a mirar. Había una prenda que identifiqué como un cilicio. Era sorprendente. Luego vi otra cosa que me estremeció. ¡Unas disciplinas!
Geneviève dejó caer la tapa del arcón.
—¿Qué opina usted de esta casa, señorita? —preguntó—. Tan interesante como el castillo, ¿verdad?
—Creo que debemos marcharnos —indiqué—. Hay que despedirse de tu abuelo.
Durante el camino de regreso guardó silencio, mientras yo no podía apartar de mi imaginación aquella extraña morada, como cuando los detalles de una pesadilla nos quedan grabados en la memoria largo rato.
*****
Los huéspedes del conde se marcharon y pude notar cierto cambio en el ambiente del castillo. A partir de entonces participé de manera más activa en la vida del lugar. Cierta mañana, cuando abandonaba la galería, me encontré con el conde.
—Ahora que nuestros visitantes se han marchado —dijo—, espero que cene usted con nosotros alguna que otra vez, mademoiselle Lawson. En familia, ¿comprende? Estoy convencido de que podrá ilustrarnos acerca de su tema preferido. ¿Le gustaría?
Contesté que sería un placer.
—Pues la esperamos esta noche —dijo.
Mientras me encaminaba a mi cuarto, me sentía emocionada. Mis encuentros con aquel hombre resultaban siempre estimulantes, aunque casi siempre me dejaran temblorosa de rabia. Tomé mi vestido de terciopelo negro y lo tendí sobre la cama. En aquel momento llamaron a la puerta. Era Geneviève.
—¿Va usted a cenar fuera? —me preguntó.
—No. Voy a cenar con vosotros.
—Tiene aire de sentirse contenta. ¿La invitó mi padre?
—Siempre es un placer ser invitada, sobre todo cuando sucede de tarde en tarde.
Acarició largamente el vestido.
—Me gusta el terciopelo —dijo.
—Iba a salir hacia la galería. ¿Es que quieres decirme algo?
—No. Sólo quería verla.
—Puedes acompañarme.
—No.
Me fui, pues, sola y permanecí con mis pinturas hasta la hora de vestirse. Una vez en mi cuarto, pedí agua caliente y me lavé en la melle, sintiéndome absurdamente emocionada. Pero cuando fui a ponerme el vestido me quedé horrorizada, sin poder creer lo que estaba viendo. La falda aparecía hecha jirones. Alguien la había rasgado desde la cintura hacia abajo. Y el cuerpo también estaba roto.
Contemplé aquella catástrofe sosteniendo el vestido en mis manos.
—¡No es posible! —exclamé en voz alta. Luego tiré del cordón de la campanilla.
Josette acudió corriendo.
—Señorita…
Cuando le mostré el vestido, manteniéndolo en alto, se llevó las manos a la boca, ahogando una exclamación de espanto.
—¿Qué significa esto? —pregunté.
—¡Oh…! Es incomprensible. ¿Quién habrá sido la mala persona…?
—No lo entiendo —dije.
—Ni yo tampoco, señorita. Le juro que no fui yo. No he entrado hasta traer el agua caliente. Alguien aprovecharía ese momento.
—Nunca he pensado que fuera usted, Josette. ¡Pero he de descubrir al culpable!
Y acto seguido salió de la habitación, llorando histéricamente.
—¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido! —decía—. No me eche la culpa a mí.
Me quedé en la habitación contemplando el vestido. Abrí el armario y saqué el conjunto gris con la franja color lavanda. No había hecho más que volverlo a colgar, cuando apareció otra vez Josette, enarbolando dramáticamente unas tijeras.
—¡Ya sé quién ha sido! —exclamó—. Encontré esto en el cuarto de estudios. Fíjese, señorita. Aún tiene pegados fragmentos de terciopelo. ¡Mire! ¡Mire!
Desde que vi el vestido roto sabía que no pudo haber sido más que Geneviève. Pero ¿por qué? ¿Tanto me aborrecía?
Me fui en seguida al cuarto de la joven, a la que encontré sentada en la cama mirando fijamente ante sí, mientras Nounou se paseaba por la estancia, llorando.
—¿Por qué has hecho eso? —le pregunté.
—¡Porque he querido!
Nounou se quedó inmóvil, mirándonos.
—Eres una malvada. No piensas antes de obrar.
—Sí pienso. Me entraron ganas de hacer esto y cuando se fue usted a la galería tomé las tijeras.
—¿No te arrepientes?
—¡No!
—Pues para mí es todo un problema —repuse—. Porque no tengo muchos vestidos.
—Puede llevarlo así. A lo mejor le queda bien y gusta a alguien.
Empezó a reír nerviosamente y pude ver que estaba al borde de las lágrimas.
—¡Basta! —exclamé—. ¡Qué estupidez!
—¡Es fantástico cortar un vestido! ¡Ssssst! ¡Qué siseo hacían las tijeras! ¡Era fantástico!
Siguió riendo. Nounou le puso una mano sobre un hombro, pero ella la apartó indignada.
Me marché de allí porque era inútil razonar con ella mientras siguiera de aquel modo.
La cena que tanto me ilusionara poco antes, resultó una prueba muy dura. Observé que Geneviève se mostraba triste y silenciosa, y me miraba furtivamente, cual si recelara que fuese a traicionarla ante su padre.
Hablé un poco, refiriéndome exclusivamente a las pinturas y al Château, pero tuve la impresión de resultar aburrida y de decepcionar al conde, quien quizá esperaba una conversación más chispeante en consonancia con su actitud retadora.
Me alegré de poder escapar a mi habitación en cuanto la cena hubo terminado. No cesaba de pensar en lo que debería hacer. Era imprescindible discutir con Geneviève y explicarle que no debía reincidir en un comportamiento semejante.
Cuando meditaba sobre ello, mademoiselle Dubois entró en mi habitación.
—Tengo que hablar con usted —dijo—. ¡Qué barbaridad!
—¿Es que sabe usted lo de mi vestido?
—Toda la casa lo sabe. Josette se lo contó al sommelier y éste se lo ha dicho al conde. Mademoiselle Geneviève nos tiene acostumbrados a esas gracias.
—¿De modo que… él lo sabe?
Me miró tímidamente.
—Sí… lo sabe —repuso.
—¿Y qué hace Geneviève?
—Está en su cuarto tratando de que Nounou la proteja; pero será castigada, y lo merece.
—No puedo comprender por qué hace esas cosas.
—Es mala. Perversa. Tuvo celos porque la han invitado a usted a cenar con la familia y porque el conde se toma tanto interés por su trabajo.
—Es natural que sienta interés por las pinturas.
Se rió un poco.
—Yo siempre he tenido mucho cuidado. Cuando llegué aquí no pude imaginar en qué sitio me metía… Un castillo suena a algo maravilloso, pero cuando oí contar esas horribles historias, sentí pánico. Estuve a punto de empaquetarlo todo y marcharme, pero decidí hacer una prueba, aun a sabiendas de que era peligrosa. Un hombre como el conde…
—No creo que el conde represente peligro alguno.
—¡Su esposa murió de un modo misterioso! Es usted muy inocente, mademoiselle Lawson. Tuve que abandonar mi último empleo a causa de las excesivas atenciones del dueño de la casa. —Se había puesto encarnada, pero nunca imaginé que ello se debiera a la emoción de imaginarse seductora. Estaba convencida de que tales episodios sólo habían ocurrido en su fantasía.
—Debió ser muy desagradable —comenté.
—Cuando llegué aquí me dije que debería tener mucho cuidado, considerando la reputación del conde. Es una persona que no puede vivir sin escándalo.
—Siempre habrá escándalos donde alguien los provoque —le indiqué.
Aquella mujer me desagradaba por distintas causas: su modo de disfrutar ante las incomodidades ajenas, sus estúpidas y veladas sugerencias de «mujer fatal» y su larga nariz, que le daba el aspecto de un ratón astuto, aunque reconozco que la pobre mujer nada podía hacer por variar su aspecto. La mezquindad de su alma se reflejaba aquella noche en su cara, produciéndome mayor disgusto aún. No puedo soportar a quienes se atreven a emitir juicios sobre el comportamiento ajeno. Y me alegré de que se fuera.
Seguía pensando en Geneviève. Nuestras relaciones acababan de sufrir un grave enfriamiento, lo que me causaba profundo disgusto. La pérdida del vestido no era nada comparada con la desaparición de la confianza que, a mi modo de ver, empezaba a inspirarle. Aunque parezca raro, sentía cierta ternura hacia ella, no obstante su detestable comportamiento. ¡Pobrecilla! Necesitaba cariño y trataba de adquirirlo tanteando a ciegas para llamar la atención. Sin duda recibía muy poca ayuda. Y mientras por un lado era despreciada y rechazada por su padre, por otro se veía mimada estúpidamente por su institutriz. Había que hacer algo. Por regla general, yo nunca actuaba siguiendo impulsos momentáneos, pero aquella vez lo hice.
Me fui a la biblioteca y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Tiré del cordón de la campana, y al aparecer uno de los criados le dije que avisara al conde de que quería hablar con él.
Al ver la enorme sorpresa que se pintaba en su rostro, comprendí la magnitud de mi temeridad; pero aun así no me importó. Me dije que quizá regresara comunicándome que el conde estaba demasiado ocupado para recibirme. O acaso me diera hora para el día siguiente. Pero ante mi profunda sorpresa, la puerta se abrió y el propio conde apareció ante mí.
—Señorita Lawson, ¿me mandó usted a buscar?
La ironía de sus palabras me produjo sonrojo.
—Quería hablar con usted, monsieur le Comte.
Frunció el ceño.
—Lamento lo ocurrido. Debo pedirle perdón por el comportamiento de mi hija.
—No he venido a que me pida perdón.
—Es usted muy generosa.
—Me irritó mucho ver el vestido destrozado.
—Es natural. Se le resarcirá de ello, y Geneviève le pedirá disculpas.
—No es eso lo que deseo.
Quizá la expresión de sorpresa que se pintó en su rostro fuera fingida. Como ocurría con frecuencia, me dio la sensación de conocer perfectamente lo que yo estaba pensando.
—Entonces, ¿quizá tenga usted la bondad de decirme por qué… me ha hecho venir?
—Yo no le he hecho venir. Solamente he preguntado si podía recibirme.
—Bueno, aquí me tiene. Estuvo usted muy callada durante la cena. Sin duda, se debió a ese estúpido incidente. Ahora, en cambio, se muestra discreta, con gran despliegue de sangre fría, ocultando la indignación que siente hacia mi hija. Pero el secreto ha sido divulgado y no hay nada que temer. Así es que… dígame lo que crea oportuno.
—Quería hablarle de Geneviève. Quizá sea una demanda excesiva por mi parte… —hice una pausa para asegurarme de su reacción, pero no dio señal alguna de querer contradecirme.
—Continúe, por favor.
—Me siento preocupada por su hija.
Hizo una seña de que me sentara, y ocupó otra silla frente a mí. Abrió los ojos de par en par y cruzó las manos, mostrando la sortija de jade tallado que llevaba en el meñique. Viéndole así, me sentía capaz de creer cuantos rumores circulaban acerca de él. La nariz aguileña, el porte altivo de su cabeza, la boca enigmática, y los ojos de expresión inescrutable eran propios de quien ha nacido para mandar; de quien está seguro de su derecho divino para hacer lo que le plazca y le parece natural destruir cuanto se oponga a sus deseos.
—Sí, señor conde —continué—; me siento preocupada por su hija. ¿Por qué cree usted que hizo eso?
—Ella lo explicará, sin duda alguna.
—¿Cómo lo va a explicar, si ni siquiera lo sabe? Ha sufrido una prueba terrible.
Fue imaginación mía o, en efecto, pareció aguzar la atención.
—¿A qué prueba se refiere…?
—Pues… a la muerte de su madre.
Clavó en mí una mirada dura y arrogante.
—De eso hace ya varios años.
—¡Pero esa niña encontró a su madre muerta!
—Veo que la han informado muy bien de la historia familiar.
Me puse en pie y di un paso hacia él. Se levantó. Aunque yo soy alta, él lo era todavía más. Me miró y yo intenté leer la expresión de aquellos ojos profundos.
—Esa niña está sola —continué—. ¿No se da cuenta? Por favor, no la trate tan duramente. Si se mostrara amable… si al menos…
Había dejado de mirarme y una expresión ligeramente aburrida se pintaba en su rostro.
—Mademoiselle Lawson —me dijo—. Ha venido usted a recomponer unas pinturas; no a reformarnos a nosotros.
Me sentí derrotada.
—Lo siento —dije—. No debí haber hablado con usted. Comprendo que es inútil.
Me acompañó hasta la puerta, la abrió y se inclinó ligeramente cuando salía.
Volví a mi cuarto, preguntándome por qué había hecho aquello.
*****
A la mañana siguiente me dirigí a la galería para trabajar como de costumbre. Esperaba la llamada del conde, porque estaba convencida de que no iba a permitir injerencias como la del día anterior. Durante la noche me desperté varias veces recordando la escena y exagerándola hasta tal punto que vino a ser como si el propio diablo y no el conde hubiera estado sentado ante mí mirándome con sus ojos de gruesos párpados. Se sirvió la comida como de costumbre, y mientras la consumía entró Nounou. Parecía más vieja y cansada que de ordinario, y pensé que probablemente no había dormido en toda la noche.
—El señor conde ha estado en el cuarto de estudios toda la mañana —dijo de repente—. No sé a qué viene todo esto. Ha examinado los cuadernos y ha hecho muchas preguntas. La pobre Geneviève está casi histérica de miedo. —Me miró temerosa y exclamó—: ¡Es tan raro! Hizo preguntas sobre esto, lo otro y lo de más allá, y declaró que la niña no sabe nada de nada. La pobre mademoiselle Dubois está desesperada.
—El conde cree, sin duda, que ha llegado el momento de preocuparse un poco de su hija.
—No lo sé, señorita; aunque de veras me gustaría averiguarlo.
Salí a dar un paseo, siguiendo una carretera que ni pasaba junto a la casa de los Bastide ni llevaba a la ciudad. Prefería no encontrar a nadie; estar sola para pensar mejor acerca de Geneviève y de su padre.
Cuando volví al Château, Nounou me esperaba en mi cuarto.
—Mademoiselle Dubois se ha ido.
—¿Cómo?
—Monsieur le Comte acaba de pagarle su salario y despedirla.
Me sentí preocupada.
—¡Oh! ¡Cielos! Pobre mujer. ¿Qué va a hacer ahora? Esto es… una crueldad.
—El conde adopta sus decisiones cuando menos se espera —dijo Nounou—. Y actúa con idéntica celeridad.
—Supongo que traerán a una nueva institutriz.
—No sé lo que va a pasar, señorita.
—Y Geneviève, ¿cómo está?
—Nunca sintió respeto por mademoiselle Dubois, y si quiere que le diga la verdad, tampoco yo. Creo que tiene demasiado miedo.
Cuando se hubo marchado Nounou, permanecí en mi cuarto preguntándome qué pasaría después y qué iba a ser de mí. El conde no podía acusarme de ineficacia, porque mi trabajo progresaba satisfactoriamente. Pero se me podía despedir por otras cosas, como por ejemplo, por insolencia. Y yo me había atrevido a ir a su biblioteca y criticar el trato que daba a su hija. Después de reflexionar con calma, admití que sería natural recibir una orden de despido. En cuanto a las pinturas, ya encontraría a alguien que continuara la tarea. Yo no era indispensable en modo alguno.
Existía, además, el asunto del vestido. Cada vez que el conde me viera recordaría lo que hizo Geneviève y ello le haría pensar que yo estaba demasiado enterada de los asuntos familiares.
Geneviève vino a verme y me pidió perdón, aunque yo no la creí sincera. Me sentía demasiado deprimida para responderle con la extensión que hubiera deseado.
Cuando empecé a colgar mis ropas, busqué el vestido que había tirado en el armario y vi que no estaba allí. Me sorprendió y pensé que quizá Geneviève lo hubiera retirado; pero decidí no mencionar su desaparición.
*****
Estaba trabajando en la galería cuando me pasaron el recado.
—Monsieur le Comte quiere verla en la biblioteca, señorita Lawson.
—Bien —le contesté—. Estaré allí dentro de unos minutos.
Recogí el pincel que estaba utilizando, y fijé la mirada en él pensando: «Ya ha llegado mi turno». La puerta se cerró y me concedí unos segundos para concentrarme. Pasara lo que pasara debía demostrar indiferencia. Al menos no podría decir que mi trabajo era defectuoso.
Cobré ánimos para dirigirme a la biblioteca. Y al salir metí las manos en los bolsillos de la bata marrón para que no las viera temblar, caso de que mi agitación llegara a tanto. Hubiera deseado que mi corazón latiese con menor intensidad. Por fortuna, mi piel mate y gruesa no se sonrojaba fácilmente, pero pensé que mis ojos debían brillar más de lo normal.
Me dirigí a la biblioteca sin apresuramiento. Al acercarme a la puerta me pasé la mano por el pelo, que debía estar desordenado como solía ocurrir cuando trabajaba.
Pero me era igual. No quería hacerle pensar que me había preparado para la entrevista. Llamé a la puerta.
—Entre, por favor —me invitó con expresión afable. Pero no quise fiarme de aquella amabilidad—. ¡Ah! Mademoiselle Lawson —exclamó, sonriendo con aire malicioso—. Siéntese, por favor.
Me condujo hasta una silla que estaba frente a la ventana, de modo que mi rostro quedara perfectamente iluminado, mientras él se sentaba en la penumbra, lo que me pareció una mala jugada.
—La última vez que nos vimos, usted tuvo la amabilidad de demostrar cierto interés por mi hija —dijo.
—En efecto —admití—. Estoy muy interesada por ella.
—Aprecio mucho ese interés, considerando que vino simplemente para restaurar unas pinturas, y que dispone de poco tiempo para pensar en cosas que no conciernen directamente a su trabajo.
Estaba a punto de estallar la tormenta. Me diría que la tarea no progresaba con rapidez o que no era satisfactoria. Y que aquella noche debería alejarme del castillo, del mismo modo que el día anterior lo había hecho la pobre mademoiselle Dubois.
Una profunda depresión se apoderó de mí. No podía soportar la idea de marcharme. Me sentía más desgraciada que en ninguna otra ocasión de mi vida. Jamás olvidaría aquel castillo, y su recuerdo me atormentaría toda la vida. ¡Deseaba tanto conocer la verdad sobre el conde, saber si era aquel monstruo al que temía tanta gente! ¿Su comportamiento habría sido siempre igual? De no ocurrir así, ¿qué le obligó a cambiar?
Quizá imaginó lo que estaba pensando, porque guardaba silencio y me miraba intensamente.
—No sé lo que opinará usted de la propuesta que le voy a hacer, mademoiselle Lawson; pero de lo que sí estoy seguro es de que me responderá con absoluta franqueza.
—Lo intentaré.
—Querida mademoiselle Lawson, no es preciso esforzarse. Lo hará de manera perfectamente natural. Es una característica admirable, que estimo profundamente.
—Es usted muy gentil. Pero, por favor, acláreme de qué… proposición se trata.
—Tengo la certeza de que la educación de mi hija se encuentra descuidada. Las institutrices son un grave problema. ¿Cuántas de ellas ejercen dicha actividad con verdadera vocación? Muy pocas. La mayoría son mujeres acostumbradas a no hacer nada, que se encuentran de repente en la necesidad de trabajar. Pero no están a la altura de una ocupación de tamaña importancia. Hay que tener verdaderas dotes. Usted es artista…
—¡Oh, no! De ningún modo…
—Una artista que no aprovechó sus condiciones —terminó. Y pude notar la ironía que sonaba en su voz.
—Bueno, quizá —admití fríamente.
—Muy diferente de estas pobres señoras que acuden a enseñar a nuestros hijos. He decidido enviar a Geneviève a una escuela. Usted tuvo la amabilidad de darme una opinión sobre su carácter. Por favor, dígame ahora qué le parece la idea.
—Me parece excelente, pero todo dependerá de la escuela.
Agitó una mano.
—Este castillo no es lugar para una niña de su temperamento —repuso—. ¿Está de acuerdo? Aquí reina un ambiente para anticuarios, para aficionados a la arquitectura, o la pintura… para quienes viven imbuidos por tradiciones… también anticuadas, ¿verdad?
Había leído mis pensamientos. Sabía que lo consideraba un autócrata aferrado a la idea del derecho divino de la nobleza, y estaba expresando mis reflexiones en palabras.
—Creo que tiene razón —concedí.
—Sí; la tengo. Y he escogido una escuela de Inglaterra.
—¡Oh!
—Parece asombrada. Supongo que estará convencida de que las mejores escuelas son las inglesas.
Parecía burlarse otra vez, y por dicho motivo le respondí quizá con excesivo acaloramiento:
—¡Es muy posible!
—Allí no sólo aprenderá el lenguaje sino que adquirirá esa sangre fría de la que usted, mademoiselle, está tan generosamente dotada.
—Gracias… Pero Geneviève se encontrará muy lejos de su casa.
—De una casa, en la que como usted señaló antes, no es muy feliz que digamos.
—Pero podría serlo. Esa niña es capaz de tener sentimientos profundos.
Cambió de tema.
—Por las mañanas trabaja usted en la galería, pero no por las tardes. Me alegro de que utilice nuestros caballos.
«Me ha estado vigilando», pensé. «Sabe cómo paso el tiempo». Tenía la convicción de lo que iba a suceder. Me despediría sin duda alguna, como a mademoiselle Dubois. Mi impertinencia resultaba tan desagradable para él como la incompetencia de la institutriz.
Me pregunté si la habría sometido a una entrevista como la que yo ahora estaba padeciendo. Le gustaba acorralar a su presa antes de matarla. Aquella idea se me había ocurrido ya antes, estando en la biblioteca.
—Señor conde —le dije—. Si no está usted satisfecho con el trabajo que realizo, dígamelo, por favor, y me marcharé en seguida.
—Mademoiselle Lawson, es usted demasiado impulsiva. Y me alegra descubrir, por lo menos, algún fallo en su carácter, porque ello le impide ser perfecta, y la perfección es cosa triste. No he dicho que esté descontento de su trabajo. En realidad lo encuentro excelente. Alguna vez iré a la galería a preguntarle cómo consigue tan excelentes resultados. Permítame continuar. Si mi hija va a Inglaterra, debe poseer un buen conocimiento del lenguaje. No me propongo que la partida sea inmediata. Quizá tarde todavía un año. Mientras tanto el cura le dará lecciones. Lo hará tan bien, por lo menos, como la institutriz que acaba de abandonarnos. De todos modos nunca podrá ser peor. Pero lo que me preocupa es su inglés. Hasta la primavera usted trabajará en la galería por las mañanas. Esto le deja un poco de tiempo libre. Y me pregunto si le importaría enseñar el inglés a Geneviève. Estoy convencido de que mi hija lograría excelentes progresos.
Me sentí tan trastornada que no pude pronunciar palabra. El conde continuó:
—Esto no quiere decir que haya de confinarse usted en el cuarto de estudios. Cabalgarán juntas… pasearán… Ella conoce los fundamentos de la gramática, o así al menos lo creo. Lo que necesita es practicar la conversación y adquirir un acento razonable. ¿Me comprende?
—Sí, le comprendo.
—Desde luego, se le pagará el trabajo extra. Puede usted discutirlo con mi administrador. ¿Qué contesta?
—Pues que… acepto con mucho placer.
—¡Excelente! —Se levantó y me tendió la mano. Yo le ofrecí la mía y él la estrechó firmemente.
Me sentía muy feliz. En realidad, nunca lo había sido tanto en mi vida.
*****
Una semana después, al entrar en mi cuarto encontré sobre mi cama una gran caja de cartón. Creí que se trataba de un error, hasta que vi mi nombre en ella. La etiqueta era de una casa de París.
Abrí la caja. Contenía un vestido de terciopelo verde, que resplandecía como una joya. Lo saqué, emocionada. Era un conjunto de noche, sencillo pero exquisito.
Desde luego, debía tratarse de un error, pero aun así, lo sostuve contra mi cuerpo y me puse ante el espejo para verme mejor. Mis pupilas resplandecientes parecían combinar con el terciopelo del vestido. Era bellísimo. ¿Por qué me lo habrían enviado? Lo deposité reverentemente sobre la cama y examiné la caja. Encontré un paquete envuelto en papel de seda y al deshacerlo vi mi viejo vestido de terciopelo negro. Antes de leer la tarjeta noté que la adornaba aquel escudo que había empezado a conocer tan bien. En la tarjeta había escritas estas líneas: «Espero que este vestido reemplace dignamente al que le estropearon. Si no es lo que necesita, probaremos con otro. Lothair de la Talle».
Me acerqué a la cama y tomé otra vez el vestido, sosteniéndolo contra mí, abrazándolo casi. Me estaba comportando como una adolescente impresionable. Aquella parte de mi ser que intentaba siempre exhibir decía: «¡Qué ridiculez! No puedes aceptarlo». Pero mi verdadero yo, el que aparecía sólo de vez en cuando, y estaba siempre al acecho para traicionarme, replicaba a su vez: «¡Qué vestido tan bello! Cada vez que te lo pongas sentirás una gran emoción. Con él puedes convertirte en una mujer atractiva».
Deposité el vestido sobre la cama, mientras pensaba: «Iré a decirle que no puedo ni soñar en aceptarlo».
Traté de componer mis facciones de modo que demostrasen gravedad, pero no podía apartar de mi imaginación la idea del conde acercándose a mi cuarto o enviando a alguien en busca del vestido estropeado para enviarlo a París con la orden: «Preparen otro, de estas mismas medidas. El más bonito que hayan hecho jamás».
¡Qué estupidez! ¿Qué me estaba ocurriendo? Lo mejor era decirle que devolviese el vestido en seguida. Me fui a la biblioteca. Quizá me estuviera esperando, al saber que el paquete había llegado. Pero en realidad, después de decidir que me lo enviaran como recompensa, lo más probable era que se hubiese olvidado de él.
El conde estaba en la biblioteca.
—Tengo que hablarle —dije. Y como siempre que me sentía turbada, mis palabras sonaron arrogantes. Él lo notó y una leve sonrisa curvó sus labios al tiempo que una luz divertida se asomaba a sus ojos.
—Siéntese, por favor, mademoiselle Lawson. Está usted nerviosa.
Inmediatamente quedé en desventaja, porque lo que menos hubiera deseado era traicionar mis sentimientos; unos sentimientos que en realidad no comprendía del todo. No era normal que me sintiera nerviosa por causa de un vestido.
—Nada de eso —respondí—. Vine simplemente a darle las gracias y a decirle que no puedo aceptar ese regalo.
—¡Ah! ¿De modo que llegó por fin? ¿Es que no le sienta bien?
—Pues… no podría decírselo porque no me lo he puesto. No tenía que haberlo hecho.
—Perdone si discrepo; pero en mi opinión usted lo necesita.
—No, no. El otro era muy viejo. Hacía años que lo tenía, mientras que éste…
—¿Acaso no le gusta…?
—No se trata de eso —repliqué. Y una vez más la severidad de mi voz le obligó a sonreír.
—¿De veras? Pues entonces, ¿de qué otra cosa se trata?
—De que no puedo aceptarlo.
—¿Por qué?
—Porque no es necesario.
—Vamos, vamos, mademoiselle Lawson, sea franca y diga que no puede aceptar ese vestido porque lo cree improcedente, ¿no es así?
—No, no es así. ¿Por qué había de pensar semejante cosa?
Una vez más hizo ese gesto francés que puede adoptar significados tan distintos.
—No lo sé. No trato de imaginar lo que usted piensa. Simplemente trataba de encontrar algún motivo por el que luego de haberle estropeado una pieza de su guardarropa, no puede aceptar otra que la reemplace.
—Es que éste es un vestido de gala.
—¿Y qué tiene un vestido de gala que lo haga diferente a otra cosa?
—Es algo puramente personal.
—¡Ah! ¡Puramente personal! Si hubiera destruido uno de los ingredientes que emplea en las pinturas, ¿no me permitiría reemplazarlo? ¿O es que considera sus vestidos una cosa íntima, por decirlo así?
No pude mirarlo. Había en su expresión algo cálido que me perturbaba.
Volví la mirada hacia otro lado y dije:
—No era necesario que usted me comprara un vestido nuevo. Por otra parte, éste tiene un valor mucho más elevado que el que va a sustituir.
—Es difícil calcular el valor de una cosa. Indudablemente el vestido negro debía tener un valor muy elevado para usted, ya que tanto la ha disgustado perderlo y ahora rehúsa aceptar éste.
—No quiere usted comprenderme.
Se acercó a mí y me puso una de sus manos sobre mi hombro.
—Mademoiselle Lawson —dijo con afabilidad—, me disgustaría mucho que rehusara esa prenda. La anterior fue estropeada por un miembro de mi familia y deseo reemplazarla. ¿Me hace el favor de aceptarlo?
—Si se pone usted así…
Levantó la mano de mi hombro pero siguió en el mismo sitio. Me sentía intranquila y al mismo tiempo inmensamente feliz.
—Acéptelo. Sea usted generosa, mademoiselle Lawson.
—Usted es el generoso —respondí—. No había necesidad…
—Repito que sí la había.
—… de compensar la pérdida de un modo tan magnánimo —terminé. Se echó a reír y me di cuenta de que nunca lo había visto reír hasta entonces. En su risa no había ni amargura ni ironía.
—Espero —dijo— que algún día tendré el placer de verla lucir ese atavío.
—Tendré muy pocas ocasiones para ello.
—Entonces, lo mejor será crear algunas ocasiones.
—No sé cómo —repliqué con voz más fría, conforme mis emociones iban ganando intensidad—. Sólo puedo repetir que se ha mostrado usted muy generoso. Aceptaré el vestido y le doy las gracias por su amabilidad.
Me dirigí a la puerta, pero él se me anticipó para abrirla, al tiempo que inclinaba la cabeza para que yo no viera la expresión de su cara.
Mientras me dirigía a mi dormitorio la turbación me anonadaba. De haber sido más prudente, me hubiera detenido a analizarla; pero desde luego, la prudencia no era una de mis cualidades.