La mañana siguiente la pasé en la galería. Luego del interés que el conde demostró la noche anterior, casi esperaba su visita; pero no vino. Comí en mi habitación como de costumbre, y al terminar llamaron a la puerta y entró Geneviève.
Llevaba el pelo pulcramente recogido en la nuca y parecía tranquila como durante la cena. Me dije que la presencia de su padre en la casa ejercía efectos muy profundos en ella.
Subimos la escalera de la torre poligonal, alcanzando la cúspide del edificio. Una vez allí me señaló puntos del paisaje circundante, hablando aquel inglés lento y penoso que había indicado el conde. Creo que aunque a veces aborrecía y temía a su padre, sentía el deseo de ganarse su respeto.
—Mademoiselle, ¿ve aquella torre, hacia el Sur? Pues allí vive mi abuelo.
—No está muy lejos.
—Unos doce kilómetros. Hoy se la distingue porque el aire es muy claro.
—¿Lo visitas con frecuencia?
Guardó silencio, mirándome con recelo.
—No está muy lejos —repetí.
—A veces voy. Por favor, no se lo diga a papá.
—¿No quiere que vayas?
—Nunca me lo ha dicho —repuso con expresión ligeramente amarga—. No me habla mucho, ¿sabe? Pero prométame no decirle nada.
—¿Por qué habría de decírselo?
—Porque él habla con usted.
—Querida Geneviève. Sólo lo he visto dos veces. Es natural que hablemos de sus pinturas. Está preocupado por ellas. Pero nunca se refiere a otras cosas.
—Por lo general, nunca habla con la gente… que trabaja aquí.
—Probablemente no restauran pinturas.
—Creo que se interesa por usted.
—Le interesa lo que yo pueda hacer con sus obras de arte. Fíjate en este techo abovedado. Y en la forma que tiene la arcada de esa puerta. Creo que proceden de un siglo atrás.
Me hubiera gustado hablar más de su padre, preguntarle cómo se comportaba con la gente de la casa; saber por qué no quería que visitase a su abuelo.
—Habla demasiado de prisa, señorita. No puedo seguirla.
Bajamos la escalera y al llegar al final dijo en francés:
—Ahora que ha estado arriba debe ver también los sótanos. ¿Sabe que tenemos calabozos en el castillo?
—Tu padre me ha prestado un libro escrito por un antepasado vuestro, que me ha dado una idea muy clara de lo que es el castillo.
—Aquí encerrábamos a nuestros prisioneros, mademoiselle. Si alguien ofendía al conde de la Talle, lo metían en un calabozo. Mi madre me lo contó. Una vez me llevó allí, y dijo que no era preciso estar en un calabozo para vivir prisionera. Según ella, los muros de piedra y las cadenas son un modo de quitar la libertad; pero existen también otros.
La miré fijamente. Su expresión era sencilla e ingenua como antes.
—En los castillos del rey había mazmorras llamadas oubliettes porque quien era metido allí quedaba olvidado para los demás. ¿Sabía usted que usaban escotillones apenas visibles desde fuera?
—Sí, he leído sobre esas cosas. Se colocaba a la inocente víctima sobre la trampa, y ésta era abierta al maniobrar una palanca en otra parte de la habitación. De pronto la trampa se abría, y el desgraciado caía al fondo.
—Sí. Era una caída profunda. Quizá se rompiera una pierna, pero nadie podía ayudarle. Yacía allí olvidado junto a los huesos de otros encerrados antes que él. Mademoiselle, ¿le dan miedo los fantasmas?
—Naturalmente que no.
—Pues a muchos sirvientes, sí. Por nada del mundo entrarían en la habitación que está sobre la oubliette… por lo menos solos. Dicen que por la noche se oyen ruidos como si alguien se quejara. ¿Está segura de querer ver eso?
—Querida Geneviève, he estado en algunas mansiones inglesas famosas por sus aparecidos.
—Entonces, no hay nada que temer. Papá dijo que los fantasmas franceses están mejor educados que los ingleses ya que sólo acuden cuando se les conjura. Si no tiene miedo ni cree en ellos, no temerá que la molesten, ¿verdad?
—Eso es lo que él quiso decir.
¡Qué bien recordaba sus palabras! «Esta niña necesita algo más que disciplina», me dije. «Necesita afecto». Hacía tres años que su madre había muerto. ¡Cómo debía echarla de menos con un padre semejante!
—Señorita, ¿está usted segura de no asustarse de la oubliette?
—Completamente segura.
—Ahora no es como antes —me aclaró—. Cuando hace ya mucho tiempo buscaban las esmeraldas sacaron de allí muchos huesos y cosas terribles. Fue mi abuelo quien lo mandó y desde luego, el primer lugar en que se les ocurrió investigar fue en la oubliette. ¿No le parece natural? Pero no había nada. Aseguraron que alguien se había llevado las joyas. Pero yo sigo creyendo que están allí. Me gustaría que papá organizara otra vez la búsqueda del tesoro. ¿Verdad que sería divertido?
—Tengo entendido que se han hecho investigaciones profundas, y por lo que leí parece cierto que las joyas fueron robadas por los revolucionarios cuando entraron en el Château.
—No penetraron en la cámara fuerte, pero las esmeraldas desaparecieron.
—Quizá las vendieron antes de la revolución. O tal vez llevaran muchos años fuera del castillo. Son simples suposiciones, pero supongamos que uno de tus antepasados necesitó dinero y las vendió. ¿Quién sabe?
Me miró sorprendida y luego dijo con expresión triunfal:
—¿Le ha dicho eso a mi padre?
—Estoy convencida de que ya se le habrá ocurrido. Sería una solución bastante aceptable.
—¡Pero la señora del cuadro en el que usted trabaja luce esas esmeraldas! Debieron estar en posesión de la familia cuando se ejecutó la pintura.
—Podrían ser una imitación.
—Mademoiselle, ningún de la Talle llevaría joyas falsas.
Sonreí y dejé escapar una leve exclamación de placer, porque acabábamos de llegar a una estrecha y desigual escalera.
—Ésta lleva al subterráneo, señorita —me explicó—. Son ochenta escalones. Los he contado. Si tiene dificultades agárrese a la cuerda que sirve de barandilla.
Así lo hice, siguiéndola en el descenso. La escalera adoptó una forma espiral y se hizo más estrecha, de modo que seguimos bajando una tras de la otra.
—¿Nota el frío, señorita? —preguntó con una nota de excitación en la voz—. ¿Imagina lo que debía ser verse conducido aquí sabiendo que no se iba a salir nunca más? Estamos por debajo del nivel del foso. En este lugar encerrábamos a quienes nos causaban alguna ofensa.
Una vez terminados los ochenta escalones, nos encontramos ante una gruesa puerta de roble, reforzada con hierros. Alguien había grabado allí palabras que resultaban irónicamente claras:
Entrez, Messieurs, Mesdames
chez votre maître le Compte de la Talle.
—¿Le parece un modo atento de dar la bienvenida, señorita? —preguntó sonriendo levemente, como si una jovencita por completo distinta me observara tras de su aire circunspecto.
Me estremecí. Se acercó a mí un poco más y susurró:
—Esto ya no es como antes, señorita. Ahora no es chez nous. Ya no damos reuniones en el castillo. Pase más adelante. Vea esos agujeros en el muro. Se les llamaba cages. Y observe las cadenas. Solíamos amarrar a los presos a ellas y les dábamos un poco de pan y agua de vez en cuando. No vivían mucho tiempo. No se ve casi nada, pero cuando se cierra la puerta la oscuridad es completa. Ni luz… ni aire. La próxima vez traeremos velas. O mejor, un farol. ¡Qué aire tan enrarecido! Si tuviéramos luz le enseñaría lo que hay escrito en las paredes. Algunos arañaron en ellas oraciones a los santos o a la Virgen. O explicaron la venganza que tomarían a los de la Talle, caso de quedar libres.
—Este lugar es muy malsano —comenté observando las excrecencias fungosas que crecían en las húmedas paredes—. Y como dices, casi no se ve nada.
—La oubliette está al otro lado del muro. Venga. Se la enseñaré. Es todavía más tenebrosa porque en ella se encerraba a los que iban a quedar olvidados por completo.
Sonrió con aire misterioso y subió unos cuantos escalones. Abriendo una puerta, dijo:
—Ésta es la sala de armas.
Entré, pudiendo ver toda suerte de bocas de fuego alineadas junto al muro. El techo era abovedado y estaba sostenido por columnas. El suelo, de asperón, quedaba recubierto en algunos lugares por esteras. Las ventanas eran similares a las de mi dormitorio, con sus tragaluces estrechos como ranuras que dejaban entrar muy poca luz. Aunque nunca lo hubiera admitido ante Geneviève, tuve que reconocer que en aquel recinto campeaba un ambiente repulsivo y estremecedor. Su aspecto no había sido alterado en el curso de los siglos, e imaginé a la confiada víctima entrando allí sin saber lo que la esperaba. Vi un sillón tan ornamentado que parecía casi un trono. Me pregunté por qué habrían dejado en semejante estancia un mueble como aquél. Era amplio, y en su respaldo estaba tallado el escudo de los de la Talle con su flor de lis. Imaginé el hombre que debió sentarse allí —y por asociación de ideas al conde actual— hablando con su víctima hasta que al apretar repentinamente un resorte se abría una trampa bajo sus pies. El horrendo grito y los instantes de silencioso terror cuando el condenado se daba cuenta de que el suelo cedía, arrojándolo junto a los que le precedieron, los olvidados que jamás volvieron a ver la luz del día.
—Ayúdeme a mover este sillón, señorita —me indicó Geneviève—. El resorte está bajo él.
Entre las dos desplazamos aquella especie de trono, y Geneviève enrolló un poco la alfombra.
—Fíjese —dijo—. Aprieto aquí… y vea lo que pasa.
Se oyó un chirrido espantoso y un gran agujero cuadrado apareció en el suelo.
—En aquellos tiempos funcionaba rápida y silenciosamente. Mire abajo, mademoiselle. No se ve casi nada, ¿verdad? Hay una escala de cuerda que guardamos en ese aparador. Dos veces al año, unos criados bajan a limpiar, según creo. Ahora no hay nada. Ni huesos ni cadáveres convertidos en polvo. Tan sólo fantasmas… pero usted no cree en fantasmas.
Había sacado la escala de cuerda, que sujetó a unos ganchos situados bajo la tarima, y la dejó caer.
—¡Vamos, señorita! ¿Baja conmigo? —Empezó el descenso, riéndose de mí—. Ya sé que no tiene miedo —dijo.
Alcanzó el fondo y yo la seguí.
Estábamos en una pequeña cámara. Un poco de luz se filtraba por el agujero de la trampa, bastando para dejarme ver las tristes inscripciones en el muro.
—Mire estas aberturas. Estaban hechas a propósito. Los presos creían que se trataba de un camino hacia la libertad. Pero, en realidad, eran una especie de laberinto en el que uno se podía perder. Confiaban en poder encontrar una salida; pero volvían a la oubliette. Es lo que se llama una tortura refinada.
—¡Muy interesante! —comenté—. Nunca lo había oído mencionar. Debe tratarse de un caso único.
—¿Quiere examinarlo mejor, señorita? Ya sé que es usted muy valiente y que además, como me ha repetido, no cree en fantasmas.
Me acerqué a la abertura practicada en el muro y di unos pasos por su oscuro interior. Toqué la fría pared y tardé unos segundos en darme cuenta de que aquello no conducía a ningún sitio. Se trataba simplemente de un hueco.
Al volverme escuché una risa ahogada. Geneviève había subido por la escala y la estaba retirando desde arriba.
—¡A usted le gusta el pasado! —exclamó—. Pues bien, ahí lo tiene. Los de la Talle siguen dejando a sus víctimas encerradas en las oubliettes.
—¡Geneviève! —grité presa de pánico.
Se echó a reír.
—¡Es una mentirosa! —contestó irónicamente—. Ha llegado el momento de saber si teme o no teme a los fantasmas.
La trampa se cerró con resonante golpe, y por un instante la oscuridad fue completa. Luego mis ojos se fueron acostumbrando a ella, y a los pocos segundos el horror de aquella situación hizo presa en mí.
La chiquilla lo había planeado todo la noche anterior cuando su padre sugirió que me enseñara el castillo. No me quedaba otra solución que mantener la dignidad; rehusar admitir que un miedo horrible se estaba apoderando de mí; esperar hasta que Geneviève me libertara.
—¡Geneviève! —llamé—. Abre inmediatamente esa puerta.
Pero sabía perfectamente que nadie podía oírme. Los muros eran muy espesos y lo mismo las losas que formaban el techo. ¿De qué hubiera servido una oubliette que dejara escuchar los lamentos de las víctimas? Esta simple observación me hizo pensar en el destino de quienes eran encerrados en ellas.
Había cometido una locura al confiar en la niña. La primera vez que la vi tuve una leve impresión de su carácter. Sin embargo, me dejé engañar por su aparente docilidad. ¿Y si aquello fuera algo más que una simple travesura? ¿Y si Geneviève fuera en realidad una malvada?
Con repentino terror me dije que no se darían cuenta de mi desaparición hasta la hora de la cena, cuando me llevaran la bandeja a mi habitación o fuera invitada a acompañar a la familia. ¿Hasta qué hora tendría que esperar en aquella espantosa mazmorra?
Se me ocurrió otra cosa. ¿Y si Geneviève iba a mi habitación, ocultaba mis pertenencias y hacía creer que me había ido? Incluso era capaz de falsificar una nota explicando que me ausentaba por no estar satisfecha con el modo en que me habían recibido, o porque prefería no hacer aquel trabajo.
¿Sería capaz de semejante cosa?
No en vano era la hija de un asesino.
¡Qué extraña resultaba aquella situación! Apenas si sabía algunos detalles del misterio que envolvía a la esposa del conde. Pero dicho misterio existía. Aquella jovencita era un ser desconcertante y extraño, y empezaba a creerla capaz de cualquier cosa.
Mientras sentía rondarme el pánico, comprendí lo que las víctimas debieron sufrir al encontrarse en aquel horrible lugar. Pero no podía compararme con ellas, porque al caer en el foso debían romperse algún miembro. Yo, al menos, había bajado por una escalera, y era víctima de una broma, mientras que aquellos pobres seres lo fueron de la venganza. La trampa volvería a abrirse dentro de unos momentos, y aparecería la cabeza de Geneviève. Pensaba mostrarme muy severa con ella, procurando no demostrar el miedo padecido y, cosa muy importante, conservando mi dignidad.
Me senté en el suelo, apoyando la espalda contra el helado muro. Miré hacia arriba e intenté saber la hora en el relojito que llevaba prendido a la blusa. Pero fue imposible averiguarlo. Los minutos transcurrían, y de nada hubiera servido pretender que no estaba asustada. Un ambiente de terrible opresión impregnaba el lugar. El aire era denso y me sentía sofocar. Comprendí que aunque siempre me hubiera jactado de mi flema, en aquellos instantes estaba muy próxima al pánico.
¿Por qué habría ido al Château? ¡Cuánto más agradable hubiera sido encontrar un tranquilo empleo como institutriz, cargo para el que me sentía tan capacitada! ¡Cuánto mejor haber ido a casa de la prima Jane, para cuidarla, atenderla, leerle libros y escucharla decir veinte veces al día que yo no era más que un pariente pobre!
Quería encontrar una oportunidad para vivir tranquilamente, sin complicaciones. ¡Cuántas veces había dicho que prefería morir antes que soportar una existencia servil, y con cuánta intensidad me expresé así! Pero ahora hubiera cambiado de buena gana mi independencia y mis aficiones personales por el simple hecho de seguir viviendo. Nunca hubiera creído posible que me ocurriera tal cosa. ¿Hasta qué punto me conocía? ¿Acaso el aspecto que mostraba ante los demás me había engañado a mí también?
Intentaba pensar en algo que alejara mis reflexiones del triste lugar en el que parecían seguir presentes los cuerpos y las almas de quienes allí murieron.
«¿Cree en fantasmas, señorita?».
Nunca creí en ellos a plena luz y en las proximidades de otras gentes. Pero en aquella lóbrega oubliette a donde fui llevada por engaño… no estaba tan segura.
—¡Geneviève! —grité. Y la nota de pánico que sonaba en mi voz acabó de asustarme.
Me puse en pie y empecé a caminar, gritando hasta que mi voz enronqueció. Me senté, pretendiendo calmarme. Sin darme cuenta miraba furtivamente por encima del hombro como si empezara a sentir que alguien me observaba. Tenía la vista fija en la abertura del muro que empezaba a distinguir y que según Geneviève, conducía a un laberinto. Me parecía que alguien iba a salir de allí en cualquier momento.
Temí ponerme a sollozar. Intenté recuperar la serenidad, repitiéndome en voz alta que habría algún medio para salir de allí, aunque estaba segura de no encontrarlo. Me senté otra vez, cubriéndome la cara con las manos.
De pronto miré hacia arriba. Me había parecido oír un ruido. Me llevé la mano a la boca para reprimir un grito, mientras mantenía la vista fija en el oscuro hueco de la trampa.
Una voz llamó:
—¡Mademoiselle!
Brillaba una luz. Dejé escapar un sollozo de alivio. La trampa se había abierto y el rostro gris y asustado de Nounou me miraba.
—¿Está usted bien? —preguntó.
—¡Sí… sí…! —repuse poniéndome en pie de un salto.
—¡Voy a por la escalera! —indicó.
Pareció transcurrir mucho tiempo hasta que estuvo de regreso con la escala de cuerda. Me aferré a ella y subí a toda prisa, con tantas ansias por salir de allí que casi resbalé. La mirada asustada de Nounou se fijó en mí.
—¡Qué criatura tan perversa! —exclamó—. ¡Oh! No sé qué va a ser de nosotros. Está usted muy pálida… y alterada.
—¡Y quién no lo estaría después de haber permanecido ahí encerrada! —repuse—. Hasta me he olvidado de darle las gracias. No podría expresarle hasta qué punto…
—Vamos a mi habitación. Le prepararé un café bien fuerte. Y si me lo permite, hablaremos un poco.
—Es muy amable. Pero ¿dónde está Geneviève?
—Debo explicarle…
—¿Explicar qué? ¿Le ha dicho lo que acaba de hacer conmigo?
La institutriz sacudió la cabeza.
—Vamos a mi habitación. Allí es más fácil hablar. Tengo que contarle algo. Debe comprender. Ha sufrido una impresión terrible y está nerviosa. Pero ¿quién no lo estaría? —Me tomó por el brazo—. Vamos, señorita. Se sentirá mucho mejor.
Me dejé llevar todavía mareada, alejándome de aquel horrible calabozo, en el que por nada del mundo hubiera vuelto a entrar. Nounou tenía los modales apacibles de quien lleva toda una vida cuidando del prójimo. Y en mi estado de ánimo, su calmante energía era lo más adecuado a mi necesidad.
No me di cuenta de adonde me llevaba, pero cuando abrió una puerta que daba paso a una pequeña y acogedora habitación, comprendí que estábamos en uno de los anexos de construcción más reciente.
—Debe descansar un poco. Aquí, en el sofá. Estará más cómoda que sentada.
—No es necesario.
—Perdóneme, mademoiselle; pero sí es necesario. Voy a prepararle el café.
Tenía encendido el fuego de la chimenea y una cafetera empezó a hervir.
—Café bueno y fuerte. La ayudará a recuperarse. ¡Pobre mademoiselle! ¡Habrá sido terrible para usted!
—¿Cómo ha sabido dónde me encontraba?
Se volvió hacia la lumbre y estuvo atenta al café.
—Al ver a Geneviève comprendí por su cara…
—¿Lo adivinó?
—Ya ha pasado otras veces. Hubo una institutriz… no se parecía a usted, era muy joven y bonita… aunque un poco descarada, quizá. Geneviève le hizo lo mismo, poco tiempo después de que su madre muriera.
—¿De modo que encerró a la institutriz en la oubliette como ha hecho conmigo? ¿Y cuánto tiempo la tuvo allí?
—Más que usted. Como era la primera, no lo descubrí hasta muy tarde. La pobrecilla estaba medio muerta de miedo. Se fue en seguida… y nunca hemos vuelto a saber de ella.
—¿Es que esa niña lo ha tomado por costumbre?
—Sólo lo ha hecho dos veces. Por favor, mademoiselle. No se excite. No le sentará bien después de lo que ha pasado.
—Quiero verla y hacerle comprender.
Me di cuenta de que el motivo principal de mi enojo era haberme sentido tan cerca del pánico y ello me avergonzaba, decepcionaba y sorprendía. Siempre me había considerado muy dueña de mí misma, y aquello venía a ser como quitar una capa de suciedad en una tela y encontrar otra mancha bajo ella. Realicé, además, otro descubrimiento: el de estar haciendo algo que siempre condené en los demás: dirigir mi cólera contra otra persona por sentirme irritada conmigo. Desde luego, Geneviève se había comportado de un modo abominable. Pero lo que me desconcertaba más era mi propia reacción ante ello.
Nounou se acercó, quedando en pie junto al sofá, con las manos cruzadas, mirándome.
—La vida no ha sido fácil para esa niña —explicó—. Con un carácter así, y el haber perdido a su madre tan pronto… He intentado hacer lo posible en su favor.
—¿Quería a su madre esa criatura?
—Con verdadera pasión. ¡Pobre! Fue un golpe terrible para ella. Nunca se ha repuesto del todo. Le ruego lo tenga en cuenta.
—¡Es una indisciplinada! —exclamé—. Su comportamiento la primera vez que nos vimos resultó intolerable. Y ahora… si no llega usted a descubrirme, a lo mejor me quedo allí indefinidamente.
—No. Sólo la quiso asustar, quizá por parecerle tan segura de sí misma, mientras que ella no puede conseguirlo.
—¿Y por qué es tan rara? —indagué.
Sonrió.
—Eso es precisamente lo que quería explicarle, mademoiselle.
—Me gustaría saber por qué se porta de este modo.
—Cuando lo sepa la perdonará. Será mejor que no cuente a su padre lo que acaba de pasar. Ni a su padre ni a nadie.
Pero yo no estaba tan segura de seguir su consejo.
—¡Pues a Geneviève sí pienso hablarle! —afirmé.
—A nadie más, se lo ruego. Su padre se pondría furioso, y ella le teme de verdad.
—¿No sería mejor que comprendiese la maldad de su acto? No me parece bien darle unos golpecitos en el hombro y decirle que está todo olvidado.
—Hable con ella, si quiere, pero antes permítame explicarle ciertas cosas que usted debe saber.
Se volvió, empezando a disponer la mesa.
—Me refiero sobre todo a la muerte de su madre —dijo lentamente.
Aguardé a que continuara. Pero Nounou no estaba tan ansiosa de hablar como yo de escucharla, y no diría nada hasta haber preparado el café. Tras dejar la oscura cafetera sobre la mesa se acercó otra vez al sofá.
—Para una niña de once años, fue terrible encontrarla muerta.
—Sí. Debió ser terrible —convine.
—Lo primero que hacía cada mañana era entrar en su cuarto. Imagínese lo que debió sentir al hallarla sin vida.
—¡Pero de eso hace ya tres años! —exclamé—. Y por terrible que sea no es motivo para encerrarme en ese calabozo.
—A partir de entonces no ha vuelto a ser la misma. Cambió totalmente. De vez en cuando siente unos arranques de perversidad que parecen divertirla en extremo. Echa de menos el amor de su madre: siente temor…
—¿De su padre?
—Veo que ha dado usted en el clavo. Existió, además, lo de la investigación. Algo muy penoso para ella. Todo el mundo estaba convencido de que él fue el asesino. Tenía una amante…
—Comprendo. Un matrimonio desgraciado. ¿Amaba a su esposa cuando se casó con ella?
—Mademoiselle, ese hombre sólo puede amarse a sí mismo.
—Y su esposa, ¿lo amaba?
—Françoise le temía, igual que ocurre ahora con Geneviève. Ya sabe cómo se arreglan aquí los matrimonios. Quizá en Inglaterra sea distinto, pero en Francia las uniones entre nobles son siempre preparadas por los padres.
—En Inglaterra no se llega a tal extremo. Las familias pueden aprobar o desaprobar un noviazgo, pero no hay normas tan rígidas.
—Pues aquí sucede así. —Se encogió de hombros—. Françoise fue prometida a Lothair de la Talle cuando ambos eran adolescentes.
—Lothair… —repetí.
—Monsieur le Comte. Siempre hubo algún Lothair en la familia, señorita —me informó.
—Nombre de rey —dije—. Comprendo. —Al ver su perplejidad, añadí en seguida—: Lo siento. Continúe, por favor.
—Como todos los franceses, el conde tenía una amante, a la que sin duda quería más que a su propia mujer. Pero no resultaba adecuada como esposa, y por eso se casó con Françoise.
—¿Fue usted institutriz suya?
—La conocí cuando tenía tres días. Y estuve con ella hasta el fin.
—Y Geneviève la ha sustituido en el afecto de usted, ¿verdad?
—Confío en estar siempre con ella, igual que estuve con su madre. Todavía no puedo creer lo que pasó. ¿Por qué tuvo que sucederle eso a mi Françoise? ¿Por qué se quitó la vida? No era propio de su carácter.
—Tal vez porque se sentía desgraciada.
—Nunca esperó cosas imposibles.
—¿Conocía a la amante de su esposo?
—Mademoiselle, en Francia estas cosas se aceptan como corrientes. Estaba resignada. Y creo que en el fondo se alegraba de aquellas visitas a París. Porque… él se alejaba del castillo.
—No me parece que el matrimonio fuera muy feliz.
—Ella lo aceptaba todo.
—Pero aun así… murió.
—Sí. Pero no se mató. —Se cubrió los ojos con las manos y dijo como hablando consigo misma—: No. Jamás pudo matarse.
—¿Fue ése el veredicto?
Se volvió hacia mí casi con cólera.
—¿Qué otro veredicto podía haber… excepto el de asesinato?
—Tengo entendido que tomó una dosis excesiva de láudano. ¿Cómo pudo conseguirlo?
—Sufría dolores de muelas. Yo tenía el láudano en mi armario, y solía administrárselo. Le aplacaba el dolor y le permitía dormir.
—Quizá tomara demasiado, por error.
—¡No se mató! Estoy convencida. Pero eso es lo que se dijo… en beneficio del conde.
—Nounou —pregunté—, ¿está intentando convencerme de que el conde mató a su mujer?
Me miró asombrada.
—¡Yo no he mencionado semejante cosa! —exclamó—. Está haciendo insinuaciones falsas.
—Si esa mujer no se mató, alguien debió asesinarla.
Se volvió a la mesa y sirvió dos tazas de café.
—Tómeselo, mademoiselle, y se sentirá mejor. Está agotada.
Pude haberle dicho que no obstante mis recientes y desagradables experiencias, estaba menos agotada que ella; pero deseaba enterarme de cuantos detalles fuera posible y comprendía que era más fácil conseguirlo hablando con ella que con cualquier otra persona. Me alargó la taza y acercando una silla al sofá tomó asiento.
—Mademoiselle, quiero que comprenda la crueldad del golpe que sufrió mi pequeña Geneviève. Quiero que la perdone… y la ayude.
—¿Qué yo la ayude?
—Sí. Debe hacerlo. Perdónela… y, por favor, no cuente nada a su padre…
—Por lo visto le tiene un miedo horrible.
Nounou hizo una señal de asentimiento.
—Durante la cena, el conde se fijó mucho en usted. Geneviève me lo ha dicho. Lo mismo ocurrió con la joven y bonita institutriz, aunque de modo distinto. Haga el favor de comprenderlo. Para ella, todo guarda relación con la muerte de su madre. Semejantes detalles reavivan su recuerdo. La gente habla mucho, y ella estaba enterada de que su padre tenía una amante.
—¿Aborrece a su padre?
—Se profesan sentimientos extraños, mademoiselle. ¡Es un hombre tan reservado! Hay veces en que la ignora por completo. En otras ocasiones se divierte hostigándola, como si no le tuviera cariño; como si sufriera alguna decepción. Si le mostrara un poco de afecto… —Se encogió de hombros—. Es un hombre extraño y duro de carácter. Y desde que ocurrieron los escándalos, se ha vuelto todavía peor.
—Acaso no sepa lo que se dice de él, porque ¿quién osaría ponerle al corriente de los rumores que circulan?
—Nadie. Pero se da cuenta. Desde la muerte de su esposa se ha vuelto diferente. No es ningún monje ni mucho menos, pero parece desdeñar a las mujeres. A veces le creo el hombre más desgraciado del mundo.
Me dije que acaso no fuera de buen gusto discutir el carácter del dueño de la casa con una de las personas a su servicio; pero sentía tal avidez por enterarme del caso, que nada podía detenerme. Otro descubrimiento respecto a mi persona. Rehusaba prestar atención a los dictados de mi conciencia.
—Me extraña que no haya vuelto a casarse —comenté—. Un hombre de su posición debe desear tener un heredero.
—No creo que vuelva a contraer matrimonio, mademoiselle. Por este motivo mandó venir a monsieur Philippe.
—¡Ah! ¿De modo que le mandó venir?
—No hace mucho tiempo. Me atrevería a afirmar que anhela que se case, para que un hijo suyo lo herede todo.
—Todo esto me resulta difícil de entender.
—Monsieur le Comte es difícil de entender, mademoiselle. He oído comentar que lo pasa muy bien en París. Pero aquí se siente solo. Está melancólico y le divierte observar el mal humor de los demás.
—¡Qué hombre tan encantador! —exclamé, desdeñosa.
—¡Ah! La vida no es fácil en el Château. Sobre todo, para Geneviève. —Puso su mano sobre la mía. Estaba helada. Comprendí en aquel instante lo mucho que amaba a su pupila y la preocupación que sentía por su futuro—. No es mala —insistió—. Estos arranques… algún día pasarán. Su madre era perfectamente normal. Sería difícil encontrar a una mujer más dulce y amable.
—No se preocupe —prometí—. No diré nada a su padre ni a ninguna otra persona. Pero creo que a ella sí debo decírselo.
La cara de Nounou se despejó.
—Bueno. Hable con ella. Y si tiene ocasión de conversar con el conde… dígale… que Geneviève se expresa muy bien en inglés… que es muy simpática… y tranquila…
—No dudo de que su inglés irá mejorando con el tiempo. Pero en cuanto a ser simpática y tranquila…
—Como todos creen que su madre se quitó la vida, existe cierta tendencia a considerarla nerviosa y excitada.
Pensé que así era, sin duda alguna, pero no lo expresé en voz alta. La situación se estaba haciendo extraña. Nounou me había llevado allí para calmarme y era yo quien debía calmarla a ella.
—Françoise era la joven más natural y perfecta que pueda imaginarse —me aseguró.
Puso la taza sobre la mesa, y dirigiéndose al otro extremo de la habitación volvió llevando una cajita de madera con incrustaciones de madreperla.
—Aquí guardo algunas cosas suyas. Y de vez en cuando las contemplo para recordar. ¡Era tan buena! Sus institutrices estaban encantadas. A veces se lo digo a Geneviève.
Abrió la caja, sacando de ella un álbum encuadernado en cuero rojo.
—Ponía flores entre sus páginas. Le gustaban mucho y solía recorrer los campos y el jardín para arrancarlas. Mire este nomeolvides. Y fíjese en este pañuelo. Lo hizo para mí. ¡Qué bonitos bordados! Me obsequiaba con bordados para Navidad y en los aniversarios. Y los mantenía ocultos para darme una sorpresa. Era muy formal. Las jóvenes como ella, buenas y religiosas, no se quitan la vida. Tenía un modo de rezar sus oraciones que llegaba al alma. Y de vez en cuando adornaba la capilla del castillo. Siempre debió considerar un grave pecado el suicidarse.
—¿Tenía hermanos?
—No. Era hija única. Su madre no… estaba muy fuerte. También la cuidé yo. Murió cuando Françoise tenía nueve años. Y ésta había cumplido dieciocho cuando se casó.
—¿Le agradaba la idea de casarse?
—No creo que supiera exactamente lo que significaba el matrimonio. Recuerdo la noche del dîner contrat. ¿Sabe lo que es, mademoiselle? Quizá en Inglaterra no lo celebren ustedes, pero aquí en Francia, cuando dos jóvenes se casan, hay que establecer contratos y celebrar acuerdos. Una vez todos conformes, se ofrece el dîner contrat, una cena en casa de la novia, teniendo por comensales a ésta, su familia, el novio y los parientes de éste, tras de lo cual se firman los documentos. Creo que en dicha ocasión se sentía muy feliz; iba a convertirse en condesa de la Talle, la familia más importante y rica en muchos kilómetros a la redonda. Era una unión muy conveniente. Luego se celebró el matrimonio civil y a continuación el eclesiástico.
—¿Cuándo empezó a sentirse desgraciada?
—Muy pronto. La vida no suele ser como una jovencita la imagina.
—¡En especial, si nada menos que se casa con un conde de la Talle!
—Así es, señorita. —Me alargó la caja—. Ya ve que se trataba de una joven encantadora y de gustos sencillos. Debió sentirse muy desgraciada junto a un hombre como el conde.
—Es una clase de sorpresa que experimentan muchas jóvenes.
—Desde luego. Solía hacer anotaciones en sus libritos, como ella decía. Le gustaba llevar cuenta de todo. He guardado dichas notas. —Se acercó a un armario. Lo abrió con una llave que colgaba entre otras muchas de su cintura, y sacó un cuadernito—. Éste es el primero. Fíjese, ¡qué hermosa letra!
Abrí el librito y leí:
1 de mayo.
Rogativas con papá y la servidumbre. Repetí la oración, y me dijo que había hecho progresos. Estuve en la cocina viendo cómo Marie preparaba el pan. Me dio un poco de pastel, advirtiéndome que no lo dijera a nadie, pues no estaba previsto que los confeccionara.
—Es una especie de diario —comenté.
—Cuando escribió eso no llegaría a los siete años. ¿Cuántas niñas de siete años son capaces de expresarse así? ¿Un poco más de café, mademoiselle? Siga leyendo. Yo repaso esas notas con frecuencia, porque me parece tenerla otra vez junto a mí.
Continué volviendo páginas y leyendo aquellas frases escritas en letra grande e infantil.
Creo que voy a hacer un paño para bandeja y regalárselo a Nounou. Tardaré bastante tiempo, pero si no puedo terminarlo para el día de su santo, se lo daré en Navidad.
Hoy, después de las oraciones, papá estuvo hablando conmigo. Dice que he de ser buena y olvidarme de mí misma.
Hoy he visto a mamá. Pero no me ha conocido. Papá me dijo luego que ya no va a permanecer mucho tiempo con nosotros.
Tengo hilos de seda azul para el paño de bandeja. Voy a emplear algunos encarnados. Hoy Nounou por poco me sorprende. Ha sido muy emocionante.
Ayer oí cómo papá rezaba en su cuarto. Me llamó y rezamos juntos. Las rodillas me duelen, pero a papá, no, porque es muy bueno.
Papá me dijo que el día de mi próximo aniversario me va a enseñar su mayor tesoro. Habré cumplido ocho años. Me pregunto qué será.
Me gustaría que hubiera aquí otros niños con los que jugar. Marie me dijo que en la otra casa donde trabajó, había nueve. Debe ser bonito tener hermanos y hermanas. Uno de ellos sería mi preferido.
Para mi cumpleaños, Marie ha preparado un pastel. Estuve en la cocina viendo cómo lo hacía.
Pensé que el tesoro de papá sería algo con perlas y rubíes, pero se trataba de un viejo hábito con capucha. Es negro y huele a moho, por haber estado guardado mucho tiempo. Papá dice que no hay que confundir la sombra de una cosa con su substancia.
Nounou estaba de pie junto a mí.
—Es muy triste —comenté—. ¡Una niña tan sola!
—Pero muy buena. Se ve en seguida. Estas líneas la vuelven a la vida. Tenía un carácter dócil. Es evidente. Acepta las cosas tal como son, ¿me comprende?
—Sí. Creo que sí.
—No es la clase de persona capaz de suicidarse. No fue una histérica, ni mucho menos. Y, en el fondo, Geneviève es como ella.
Guardé silencio mientras sorbía el café que me había servido. Me sentía atraída hacia ella por la profunda devoción que sintió antes hacia la madre, y sentía ahora por la hija. Creí que pretendía inclinarme hacia su parecer en todo aquello. De ser así, debía hablarle con entera franqueza.
—Creo que debe saber —le dije— que el primer día de mi estancia en esta casa, Geneviève me llevó al lugar donde está la tumba de su madre.
—Va allí con frecuencia —respondió Nounou rápidamente, mientras unos destellos de temor brillaban en sus ojos.
—Ocurrió de manera muy especial. Dijo que me llevaba a ver a su madre… y creí que iba a presentarme a un ser viviente.
Nounou asintió, desviando la mirada.
—Luego fue cuando me explicó que su padre la había asesinado.
La cara de Nounou se contrajo por el miedo. Me puso una mano sobre el brazo y dijo:
—Se hace cargo, ¿verdad? La impresión al encontrar… a su propia madre… Y las murmuraciones. Es natural, ¿no cree?
—Pues a mí no me parece tan natural que una niña acuse a su padre de asesino.
—Es la impresión —repitió—. Necesita ayuda, mademoiselle. Piense en el ambiente que reina aquí. El fallecimiento… los chismes del Château… y los comentarios fuera de él. Sé que es usted persona sensible, y que hará cuanto esté en su mano para comprenderla.
Me apretaba el brazo, moviendo los labios como si formasen palabras que no se atreviera a pronunciar. Estaba asustada, y mi reciente experiencia con su pupila la incitaba a solicitar mi ayuda.
—Desde luego, debió sufrir una fuerte impresión —admití con cautela—. Y, como consecuencia de ella, se la debe tratar con cuidado. Pero su padre no parece darse cuenta.
La cara de Nounou se contrajo otra vez, y pensé que odiaba al conde tanto por lo que estaba haciendo con su hija… como por lo que hizo a su mujer.
—Pero nosotros sí nos damos cuenta —advirtió. Me sentí conmovida y, alargando la diestra, le apreté ambas manos. Fue como si hubiéramos concluido un pacto. Su rostro se iluminó, y me dijo—: Hemos dejado que se enfríe el café. Voy a preparar un poco más.
Mientras estaba allí, en aquella pequeña habitación, me dije que acababa de dejarme cautivar por el ambiente del castillo.