Capítulo 2

Era mi segundo día en el Château Gaillard. Me había sido imposible dormir por la noche, a causa de la escena desarrollada en el cementerio, que tan tenazmente quedó grabada en mi imaginación.

Mientras regresábamos lentamente al castillo dije a Geneviève que no debía repetir tales cosas ante su padre. Me escuchó tranquila, sin hacer comentarios, todo ello muy de acuerdo con la tranquila convicción con que había dicho: «Él la asesinó».

Desde luego, debía tratarse de simples habladurías. ¿Dónde las habría oído? Quizá de alguien en la misma casa. ¿Tal vez la institutriz? ¡Pobre niña! ¡Qué terrible debía ser todo aquello! Mi animosidad había desaparecido, y sentí grandes deseos de saber más de su vida, de cómo había sido su madre y de cómo la terrible sospecha había llegado a prevalecer en su ánimo.

Aquel asunto me ponía nerviosa. Cené sola en mí habitación, y luego repasé las notas que tomara antes. Más tarde quise leer una novela. La velada se estaba haciendo muy larga, y me pregunté si sería aquélla la clase de vida que iba a llevar normalmente, caso de quedarme. En otras grandes mansiones habíamos comido con los administradores y a veces incluso con la familia. Nunca me había sentido tan sola como allí. Pero no debía perder de vista que aún no estaba admitida, y que era aquél un período de espera inevitable.

Me fui a la galería y pasé toda la mañana examinando las pinturas, comprobando el oscurecimiento de los pigmentos, los desprendimientos que nosotros llamamos «enyesados» y otros deterioros y grietas, y habían limpiado el polvo y el hollín. Intenté averiguar qué materiales necesitaría, aparte de los que llevaba conmigo, pensé preguntar a Philippe de la Talle si podría examinar otras de las pinturas del castillo, en especial algunos murales en los que me había fijado.

A la hora de comer volví a mi habitación y luego salí con el propósito de echar una mirada por los alrededores y quizá llegarme a la ciudad.

Por todas partes había viñedos. Tomé el camino que los atravesaba, aunque ello me alejara de la ciudad. Pero me dije que ya la visitaría al día siguiente. Imaginé la actividad que debía prevalecer allí durante la vendimia, es decir, algún tiempo antes. Tal vez al año siguiente… Pero en seguida me eché a reír… ¿De veras creía estar allí al año siguiente?

Me acerqué a unos edificios, tras de los cuales vi una casa de ladrillo encarnado con los inevitables postigos en las ventanas. Estaban pintados de color verde, y añadían un encanto especial a la vivienda que me dije debió ser construida siglo y medio atrás, es decir, unos cincuenta años antes de la revolución. No pude resistir la tentación de examinarla más de cerca.

Frente a la casa había un limonero, y al aproximarme más, una voz chillona me saludó:

—¡Hola, miss!

No había dicho mademoiselle, como era de esperar, sino miss pronunciando fuertemente la i, lo que me indicó que aquella persona conocía mi identidad.

—¡Hola! —contesté, aunque al mirar por encima de la verja no pude ver a nadie.

Escuché entonces unas risas, y mirando hacia arriba, vi a un niño encaramado como un mono en las ramas del árbol. Y sin darme cuenta, de un salto se plantó junto a mí.

—Hola, miss. Soy Yves Bastide.

—¿Qué tal?

—Y ésa es Margot. ¡Baja, Margot, no seas tonta!

—No soy tonta.

La niña descendió peligrosamente por las ramas y el tronco. Era algo más pequeña que el chiquillo.

—Vivimos aquí —me dijo este último.

La niña hizo una señal de asentimiento. Tenía unas pupilas brillantes e inquisitivas.

—Es una casa muy bonita.

—Aquí vivimos todos… ¡todos!

—Debe ser muy agradable.

—¡Yves! ¡Margot! —llamó una voz desde dentro.

—Hemos encontrado a la miss, abuelita.

—Pues invitadla a que entre y recordad vuestros buenos modales.

—Miss —dijo Yves haciendo una pequeña inclinación—. ¿Quiere entrar a ver a la abuela?

—Me agradaría mucho —respondí sonriendo a la niña, que me hizo a su vez una bonita reverencia. «¡Qué diferente de Geneviève!», pensé.

El niño corrió a abrir la verja de hierro forjado y se inclinó de nuevo mientras la sujetaba para franquearme el paso. La niña caminaba junto a mí por el sendero, entre los arbustos, repitiendo:

—¡Ya vamos, abuelita!

Entré en un amplio vestíbulo, y desde una puerta abierta una voz dijo:

—Haced entrar a la señorita, niños.

Una anciana estaba sentada en una mecedora. Tenía la cara morena y arrugada, y llevaba el abundante pelo blanco recogido en un moño sobre la cabeza. Su mirada era oscura y penetrante. Los gruesos párpados le caían como capuchas sobre las pupilas; sus manos finas, sujetas a la mecedora, mostraban las venas y estaban cubiertas de esas manchas oscuras que nosotros llamamos «flores de la muerte».

Me sonrió casi con alegría, como si esperase mi visita y la agradeciera.

—Perdone que no me levante, mademoiselle —dijo—. Algunos días tengo los miembros tan rígidos que necesito toda una mañana para incorporarme y toda una tarde para volver al sillón.

—Por favor, no se mueva —le dije, alargando la diestra que ella estrechó—. Ha sido muy amable al invitarme a entrar.

Los niños se habían colocado a los dos lados de la mecedora, y me miraban atentamente, con cierto orgullo, cual si fuese un bicho raro que acabaran de descubrir.

Sonreí.

—Creo que ustedes ya me conocen —dije.

—Yves, trae una silla para la señorita.

Corrió a cumplir el encargo y colocó la silla cuidadosamente frente a la anciana.

—Pronto sabrá de nosotros, mademoiselle. Todo el mundo conoce a los Bastide.

Me senté.

—¿Cómo es que ya me conocen? —quise saber.

—Mademoiselle, las noticias se transmiten con mucha rapidez en este vecindario. Supimos de su llegada y confiamos en que viniera a visitarnos. Como ve, formamos parte del Château. Esta casa fue construida para un Bastide, y desde entonces siempre ha habido Bastides aquí. Antes, la familia vivía en la misma finca, porque estábamos encargados de los viñedos. Se dice que nunca habría existido el vino Gaillard de no ser por nosotros.

—Comprendo. Las viñas son de ustedes.

Los párpados ocultaron sus pupilas al tiempo que reía.

—No, no. Igual que todo cuanto hay en esta propiedad, las viñas pertenecen a monsieur le Comte. La tierra es suya y también la casa. ¡Todo! Trabajamos para él, y aunque decimos que sin los Bastides no existiría el vino Gaillard, con ello significamos que el vino producido aquí no sería digno de dicho nombre.

—Siempre he pensado que debe ser muy interesante observar el proceso de fabricación del vino… Ver cómo las uvas aparecen y maduran, y luego son convertidas en mosto.

—¡Ah!, mademoiselle, es la cosa más interesante del mundo… al menos para nosotros.

—Me gustaría verlo.

—Espero que permanezca aquí el tiempo suficiente. —Se volvió hacia los niños—. Id en busca de vuestro hermano. Y también de vuestra hermana y de vuestro padre. Decidles que tenemos visita.

—Por favor, no se molesten por mí.

—Se enfadarían mucho si supieran que usted ha venido y no han podido saludarla.

Los niños se alejaron corriendo. Comenté que eran encantadores y que tenían unos modales deliciosos. Hizo una señal de asentimiento, complacida, y me di cuenta de que comprendía el motivo de semejantes palabras, es decir, el de compararlos con Geneviève.

—A esta hora del día —explicó— no hay mucha actividad ahí fuera. Mi nieto, que ahora está al cargo de todo, debe encontrarse en la bodega. Su padre no puede trabajar en el exterior desde que sufrió el accidente y lo ayuda. Y mi nieta Gabrielle estará en el despacho.

—Son ustedes una familia numerosa, y a lo que veo, todos participan en la elaboración del vino.

Hizo una señal de asentimiento.

—Es tradición familiar. Cuando sean mayores, también Yves y Margot trabajarán con nosotros.

—Debe ser muy agradable vivir todos juntos en esta hermosa casa. Por favor, hábleme de ellos.

—Están mi hijo Armand y mis nietos. Jean-Pierre es el mayor y lo dirige todo. Ya ha cumplido veintiocho años, pronto tendrá veintinueve. Gabrielle tiene diecinueve…, un bache de diez años entre los dos como puede ver. Creíamos que Jean-Pierre sería el único, cuando vino al mundo Gabrielle. Luego otro intervalo hasta que nacieron Yves y Margot, que sólo se llevan un año. Fue demasiado seguido y su madre tenía ya una edad algo avanzada.

—Entonces ella…

Hizo una señal de asentimiento.

—Eran malos tiempos. Armand y uno de los trabajadores llamado Jacques estaban en el carro cuando los caballos se encabritaron. Los dos sufrieron heridas. La pobre esposa de Armand temió que éste iba a morir y la impresión la afectó demasiado. Cogió unas fiebres y falleció, dejando a la pequeña Margot con sólo diez días.

—¡Qué triste!

—Pero los malos tiempos pasan, señorita. De todo esto hace ya ocho años. Mi hijo se recuperó y puede trabajar; mi nieto es un buen muchacho y se ha convertido en cabeza de familia. Se hizo un hombre cuando tuvo que afrontar sus propias responsabilidades. ¡Así es la vida! Pero, hablo demasiado de los Bastide, ¿verdad? Y quizá la molesto.

—¡Nada de eso! Es muy interesante.

—Su trabajo debe serlo aún más. ¿Qué opina del castillo?

—Llevo allí muy poco tiempo para formarme una idea.

—¿Va a hacer una labor interesante?

—Todavía no sé si la realizaré. Todo depende de…

—De monsieur le Comte, naturalmente. —Me miró sacudiendo la cabeza—. No es hombre fácil de tratar.

—¿Tiene un carácter variable?

Se encogió de hombros.

—Él creyó que vendría un hombre. Y nosotros también. Los sirvientes hablaban del «inglés». En Gaillard no es posible tener secretos, mademoiselle. Y ello reza en especial para nosotros. Mi hijo dice que hablo demasiado. El pobre es poco comunicativo. La muerte de su mujer cambió su carácter.

Tenía un aire alerta como si escuchara, y al poco rato, oí rumor de herraduras. Una sonrisa complacida iluminó su rostro haciéndole cambiar de expresión.

—¡Ahí viene Jean-Pierre! —dijo.

A los pocos instantes, el joven estaba en la puerta. Era de mediana estatura, con el pelo castaño claro, quizá colorado por el sol. Al sonreír, guiñaba sus ojos oscuros. Tenía la piel bronceada, de un color casi cobrizo. Todo él exhalaba una gran vitalidad.

—Jean-Pierre —le dijo la anciana—. Ésta es la mademoiselle del castillo.

El joven avanzó hacia mí, sonriendo como si, al igual que los demás, le encantara conocerme. Se inclinó ceremoniosamente, y dijo:

—Bienvenida a Gaillard. Ha sido muy amable al visitarnos.

—No ha sido exactamente una visita. Sus hermanitos me vieron y me invitaron a entrar.

—¡Bien hecho! Espero que éste sea el comienzo de otras muchas visitas. —Acercó una silla y se sentó—. ¿Qué piensa usted del castillo?

—Es un hermoso ejemplo de arquitectura del siglo XV. No he tenido tiempo aún para estudiarlo, pero creo que posee características similares a los de Langeais y Loches.

Se echó a reír.

—Juraría que conoce usted los tesoros del país mejor que nosotros.

—No lo creo. Pero cuanto más se sabe, más se comprende lo mucho que queda por saber. Para mí, lo principal son las pinturas y las casas. Para ustedes, los racimos.

Jean-Pierre se rió con risa espontánea y alegre.

—¡Qué diferencia! Lo uno es espiritual; lo otro, material.

—Como antes dije a madame Bastide —le contesté—, creo que debe ser emocionante plantar las viñas, cuidar los racimos y vigilarlos, y luego convertirlos en vino.

—Se corren muchos riesgos —dijo Jean-Pierre.

—Lo mismo que en todo.

—Usted no tiene idea, mademoiselle, de las preocupaciones que sufrimos. ¿Caerá una helada que seque los brotes? ¿Saldrán las uvas amargas porque el tiempo ha sido demasiado frío? Hay que examinar a diario las vides por si tienen parásitos o enfermedades que puedan arruinar la producción. Hasta que la cosecha está terminada no nos sentimos seguros. Tendría que ver entonces lo felices que somos.

—Espero comprobarlo.

Me miró extrañado.

—¿Ha empezado a trabajar en el castillo, señorita?

—Todavía no sé si me aceptarán. He de esperar…

—La decisión de monsieur le Comte —intervino madame Bastide.

—Es natural —indiqué, impulsada por cierto incontenible deseo de defender al conde—. Pueden acusarme de haber aprovechado una situación inesperada. Al que llamaron fue a mi padre, pero yo no les dije que había muerto, y que pensaba sustituirlo. Todo depende ahora de monsieur le Comte.

—Sí. Todo depende siempre de él —dijo madame Bastide, resignada.

—Esto debe parecer natural a mademoiselle —intervino Jean-Pierre con su luminosa sonrisa—. El conde no sólo es amo del castillo, sino de las pinturas que se deben restaurar, de las viñas… e incluso de nosotros…

—Hablas como si estuviéramos en vísperas de la revolución —comentó madame Bastide.

Jean-Pierre me miraba.

—Aquí, mademoiselle, las cosas han cambiado muy poco en el curso de los años. El castillo se yergue como guardián de la ciudad y del terreno circundante, como en siglos pasados. Conserva su viejo carácter y nosotros dependemos de este feudo igual que quienes nos precedieron. Ha habido pocos cambios en Gaillard. Tal es la voluntad del señor conde de la Taille.

—Tengo la impresión de que no lo quieren ustedes demasiado.

—Sólo los que aceptan depender de otros, aman a sus amos. Los demás siempre fueron rebeldes.

Aquella conversación me hacía sentir algo confusa. La familia estaba demostrando cierta animosidad contra el conde, y yo estaba cada vez más ansiosa de conocer a un hombre del que dependía mi destino.

—Por el momento, estoy a la expectativa esperando su regreso —dije.

—Monsieur Philippe no se atreverá a decidir nada por miedo a que el conde se enfade —dijo Jean-Pierre.

—¿Tanto miedo le tiene a su primo?

—Muchísimo. Si el conde no se casa, Philippe puede convertirse en heredero, puesto que los de la Talle siguen las viejas costumbres de Francia, y la Ley Sálica que se aplicó a los Valois y a los Borbones sirve también para ellos. Pero todo depende del conde, y aunque la herencia recayera en monsieur Philippe, es incapaz de pasar por encima de él y conceder la sucesión a otro. A veces, creo que confunden al castillo con la corte de Versalles en el reinado de Luis XIV.

—Si el conde es todavía joven, ¿por qué no ha de casarse otra vez?

—Se dice que esta idea le desagrada.

—Pues yo siempre creí que un hombre con un orgullo familiar tan acusado como el suyo preferiría tener descendientes varones.

—Es el hombre más orgulloso de Francia.

En aquellos momentos los niños volvieron con Gabrielle y su padre, Armand. Gabrielle Bastide era extraordinariamente bella. Como el resto de la familia, tenía la piel morena; pero sus ojos no eran castaños, sino de un azul profundo, lo que le daba un atractivo extraordinario. Su expresión era dulce y más tranquila que la de su hermano.

Había empezado a contarles que mi madre era francesa, lo que explicaba mi facilidad para hablar dicho idioma, cuando una campana empezó a tocar tan repentinamente que me sobresalté.

—Es la criada llamando a los niños para la merienda —me explicaron.

—Bueno, me marcho —indiqué—. Ha sido un gran placer. Espero que volvamos a vernos.

*****

Pero madame Bastide no permitió que me fuera sin antes probar su vino. A los niños les sirvieron chocolate con rebanadas de pan, y a nosotros pastelillos y vino. Hablamos de las viñas, de las pinturas y de la vida en los alrededores. Me dijeron que debía visitar la iglesia y el viejo Ayuntamiento. Y, sobre todo, volver a su casa. Debía entrar, siempre que pasara por los alrededores. Tanto Jean-Pierre como su padre, que, en efecto, hablaba muy poco, se mostraron dispuestos a enseñarme cualquier cosa que deseara ver.

Cuando hubieron terminado su pan y su chocolate, los niños salieron a jugar, y la conversación recayó, una vez más, en el castillo. Quizá fuera a causa del vino, al que desde luego no estaba acostumbrada, y menos a aquella hora del día, pero el caso es que me mostré más indiscreta de lo normal.

—Geneviève es muy rara —dije—. No se parece en nada a Yves ni a Margot, tan espontáneos, naturales, formales y felices. Quizá el Château no sea un ambiente adecuado para ella.

Me estaba expresando con un entusiasmo poco corriente en mí; pero quería saber cuánto fuera posible acerca del castillo y del conde.

—¡Pobrecilla! —exclamó madame Bastide.

—Tengo entendido que hace tres años falleció su madre —dije—. Ese tiempo es más que suficiente para que una niña tan joven se haya recuperado de la impresión.

Se produjo un pesado silencio, y luego Jean-Pierre dijo:

—Si mademoiselle Lawson está aquí el tiempo suficiente, pronto se enterará de lo que ocurre. —Se volvió hacia mí—. La condesa murió de una dosis excesiva de láudano.

Me acordé de la escena en el cementerio y pude articular:

—¿No sería un crimen…?

—Lo llamaron suicidio —aclaró Jean-Pierre.

—¡Ah! —Intervino madame Bastide—. La condesa era una mujer extraordinariamente bella.

Y con esto volvió al tema de los viñedos. Hablamos de la gran calamidad que se había abatido sobre la mayoría de los campos franceses unos cuantos años atrás, cuando el pulgón atacó las vides. Jean-Pierre amaba hasta tal punto los cultivos, que al hablar de ellos nos hacía compartir su entusiasmo. Imaginé el horror de descubrir aquella plaga que afectaba a las raíces mismas de la planta. Comprendí la intensa tragedia que vivieron todos al tenerse que enfrentar al problema de si sería preciso inundar las tierras.

—Fue un desastre para Francia —indicó—. Hace menos de diez años, ¿verdad, padre?

Su padre hizo una señal de asentimiento.

—Volver a la prosperidad ha costado trabajo, pero lo estarnos consiguiendo. Gaillard sufrió menos que otras propiedades.

Cuando me levanté para partir, Jean-Pierre dijo que me acompañaría, aunque no había peligro de perderme. Me alegré de ello, porque los Bastide eran gente simpática y afectuosa, cualidades que yo considero de inmenso valor. Estando con ellos me transformaba en una persona distinta a la fría y lacónica mujer que conocían los habitantes del castillo. Era como un camaleón, cambiando de color con el fin de adaptarlo al paisaje; pero lo hacía sin pensar, de manera absolutamente natural. Nunca hasta entonces me había dado cuenta de que me colocaba a cada instante una armadura defensiva y de que si me resultaba tan agradable la compañía de aquellas personas era porque no se hacía necesaria tal medida.

Una vez transpuesta la entrada, tomamos la dirección del castillo.

—¿De veras es el conde un hombre tan… terrible? —pregunté a Jean-Pierre.

—Un tirano; un viejo aristócrata, cuya palabra es ley —repuso.

—Ha vivido muchas tragedias, ¿verdad?

—A lo que veo, le tiene lástima. Pero cuando lo conozca observará que es lo que menos necesita.

—Según dijo usted, la muerte de su esposa fue calificada de suicidio. Y que…

—Nunca hablamos de estas cosas —me interrumpió.

—Pero…

—Aunque las tenemos siempre presentes —añadió.

El castillo destacaba ante nosotros con sus inmensas proporciones y su aspecto inexpugnable. Imaginé los oscuros secretos que guardaría y noté cómo un estremecimiento me recorría la espina dorsal.

—Por favor, no se moleste más —le dije—. Lo estoy alejando de su trabajo.

Se mantuvo a unos pasos de distancia y se inclinó, mientras yo, sonriendo, me volvía hacia el castillo.

Me acosté temprano, a fin de compensar la falta de descanso de la noche anterior. Tuve sueños confusos, lo que resultaba extraño, porque raras veces los padecía. Las imágenes de los Bastide se entremezclaban a las de una bodega llena de botellas, y por doquier campeaba una forma sin rostro que estaba segura de que correspondía a la fallecida condesa. Otras veces notaba su presencia sin verla, cual si se hallara tras de mí susurrándome advertencias: «Márchese. No se deje cautivar por esta extraña familia». Luego, se reía de mí. Sin embargo, no le tuve miedo. Había otra sombra oscura que me causaba profundo pavor: la de monsieur le Comte. Oía sus palabras como si procedieran de muy larga distancia; luego se iban haciendo más y más fuertes, cual si las gritara en mis oídos. De pronto me desperté sobresaltada. En el corredor sonaban fuertes voces y pasos apresurados. Todo el mundo estaba en pie, aun cuando fuese todavía de noche. La vela que encendí apresuradamente iluminó mi reloj puesto sobre la mesilla, y pude comprobar que eran poco más de las once.

En seguida comprendí lo que ocurría.

Lo que todos esperaban con temor acababa de suceder: el conde estaba de regreso.

Seguí sin poder dormir, preguntándome lo que me traería la siguiente mañana.

*****

El castillo estaba en silencio cuando me desperté a la hora normal. Me levanté en seguida y pedí agua caliente que llegó al momento. La criada tenía un aspecto alterado y estaba nerviosa, prueba demostrativa de que el conde ejercía su influencia incluso en los servidores más humildes.

—¿Quiere su petit déjeuner como de costumbre, mademoiselle?

—Desde luego, haga el favor —le respondí.

Adiviné que todos hablaban de mí, y se preguntaban lo que iba a ocurrirme. Eché una mirada a mi alrededor. «Quizá no vuelva a dormir aquí nunca más», me dije. Luego sentí una impresión desagradable al pensar que dejaría el castillo sin haber llegado a conocer bien a personas que de manera tan profunda habían cautivado mi atención. Quería saber más de Geneviève y tratar de comprenderla; ver el efecto que la vuelta de su primo causaba en Philippe de la Talle; averiguar hasta qué punto Nounou era responsable de la mala crianza de su pupila. También me hubiera gustado saber lo ocurrido a mademoiselle Dubois antes de que llegara al castillo, e intimar más con los Bastide. Y permanecer en su acogedora casa, hablando de las viñas y del castillo. Y, sobre todo, conocer al conde; no sólo hablar con él una vez brevemente antes de ser rechazada, sino saber muchas más cosas de quien, según creencia general, era el responsable de la muerte de su esposa, aun cuando no le administrara el veneno de manera directa.

Llegó el desayuno, pero estaba tan nerviosa que apenas pude probar bocado. No obstante, decidí que nadie debía creerme asustada; así es que tomé dos tazas de café, como de costumbre, acompañándolas con las tostadas. Luego me fui a la galería.

No era fácil trabajar. Tenía ya preparado el informe que, según Philippe de la Talle, sería entregado al conde a su regreso. Me sonrió al recibirlo y, echándole una mirada, comentó que parecía un trabajo de experto. Sin duda, esperaba que agradase al conde, al menos en parte, con lo que justificaría el haberme dejado permanecer allí. Había en sus palabras una afabilidad que daba verosimilitud a su deseo de verme terminar una tarea que yo anhelaba tan vivamente. En resumen, lo consideraba un hombre capaz de ser amable, a menos que se le hicieran demasiadas peticiones.

Imaginé al conde al revisar mi informe y escuchar la noticia de que el restaurador era una mujer en vez de un hombre. Pero no me pude representar la escena con claridad. Todo lo que daba de sí mi imaginación se reducía a la imagen de un hombre altanero con peluca blanca y corona, similar a la de una pintura de Luis XIV, o XV, es decir, la de un verdadero rey de aquel castillo.

Tenía un cuaderno en el que intenté escribir unas notas relativas a mi examen de las obras de arte. Si me dejaba permanecer allí estaría tan absorta en la tarea, que aquel hombre hubiera podido asesinar a veinte esposas sin que yo me diera cuenta.

Una de las pinturas había captado mi atención de manera muy particular. Era un retrato de mujer, y a juzgar por su atavío debió realizarse a mediados del siglo XVIII o quizá algo después. Me interesaba, no a causa de la excelencia de la obra, puesto que las había mejores en la colección, sino porque, aunque de factura posterior a las demás, sufría mayores deterioros. El barniz estaba oscurecido y la superficie de la tela moteada como una piel enferma. Sin duda, el cuadro estuvo expuesto a la intemperie largo tiempo. Me hallaba contemplando esta pintura cuando oí un ruido tras de mí. Di la vuelta y pude ver que un hombre había entrado en la galería y me miraba atentamente. El corazón empezó a latirme con fuerza y mis piernas temblaron. Al momento comprendí que, finalmente, me encontraba cara a cara con el conde de la Talle.

—¿Es usted mademoiselle Lawson? —preguntó con una voz poco usual, profunda y fría.

—¿Y usted el conde de la Talle?

Se inclinó un poco, pero no avanzó hacia mí, sino que sus ojos me siguieron observando desde el otro lado de la galería. Sus modales eran tan fríos como su voz. Noté que tenía una estatura aventajada y me sorprendió su delgadez. Guardaba cierto parecido con Philippe, pero no había en él ninguno de los trazos femeninos de su primo. Era más moreno que éste y tenía los pómulos salientes, lo que daba a su cara un aspecto anguloso casi satánico. Sus pupilas eran muy oscuras y, como descubrí después, capaces de parecer casi negras, y sus párpados gruesos. La nariz aguileña confería a su rostro un marcado aire de altivez; su boca era movible y variaba según su talante. Pero en aquellos momentos yo sólo conocía uno de tales aspectos: el del arrogante rey del castillo, del que dependía mi futuro.

Llevaba traje de montar, negro, con cuello de terciopelo y corbata blanca, que confería a su rostro un aire pálido, casi cruel.

—Mi primo me ha informado de su llegada —dijo, avanzando hacia mí, como un rey al andar por una galería llena de espejos.

Recuperé rápidamente el aplomo. La altivez en los demás me obligaba a ponerme mi brillante armadura de frialdad.

—Me alegro de que haya vuelto, monsieur le Comte —dije—. Llevo esperando aquí varios días, para saber si he de realizar este trabajo.

—El no saber a ciencia cierta si perdía el tiempo debe haber resultado muy molesto para usted.

—Esta colección me ha parecido muy interesante, se lo aseguro. Así es que de ningún modo he perdido mi tiempo ni he sufrido molestia alguna.

—¡Lástima que no nos notificara la muerte de su padre! —exclamó—. Me hubiera evitado usted muchas dificultades.

Así, pues, era preciso marcharse. Sentí cólera ante la idea de tener que regresar a Londres. Tendría que buscar alojamiento en seguida. Y ¿de qué iba a vivir hasta encontrar trabajo? Imaginé los años venideros convertida en una especie de mademoiselle Dubois. Aunque quizá pudiera hacer alguna otra cosa, como, por ejemplo, irme con la prima Jane. Pero rechacé en seguida esta idea.

Me aborrecí al pensar que el conde estaba adivinando mis pensamientos. Una mujer independiente como yo se había visto obligada a acudir a él, y ahora se gozaba atormentándome. ¡Cómo debió odiarle su esposa! Acaso se matara para escapar a su presencia. No me hubiera sorprendido en absoluto averiguarlo.

—Nunca pensé que en Francia fueran ustedes tan anticuados —dije con cierto toque de malicia—. En mi patria realicé estos trabajos con mi padre, y a nadie le importó que yo fuese mujer. Pero ustedes tienen una noción tan diferente, que me parece mejor no discutir.

—Al contrario. Quedan por discutir muchas cosas.

—Entonces —indiqué, mirándolo de frente—, será mejor que empecemos.

—Mademoiselle Lawson, a usted le gustaría restaurar estas pinturas, ¿verdad?

—Restaurar pinturas es mi profesión, y cuanto más necesitadas están de ello, más interesantes me parecen.

—¿Usted cree que las mías lo necesitan?

—Debe saber perfectamente que muchas de estas telas se encuentran en malas condiciones. Estaba examinando ésta cuando usted entró. ¿Qué clase de trato le han dado para dejarla así?

—Por favor, mademoiselle Lawson, no se exprese con tanta acritud. Yo no soy responsable del estado en que se encuentra esa pintura.

—¡Ah!, ¿no? Pues tenía entendido que es suya desde hace bastante tiempo. Está descascarillada, lo que sólo puede ocurrir cuando se las trata mal.

Una sonrisa torció los labios del conde, y su cara cambió de expresión. En la misma campeaba ahora lo que pudiera tomarse como un destello de burla.

—¡Qué vehemente es usted! Debería luchar por los derechos humanos y no por la conservación de unas telas.

—¿Cuándo tengo que irme?

—Cuando hayamos hablado.

—Puesto que usted no puede emplear a una mujer, no creo que tengamos gran cosa que decirnos.

—Es usted impulsiva, mademoiselle Lawson. Y yo creía que una restauradora de pinturas no tendría dicho defecto. No he dicho que me niegue a emplear a una mujer. Eso ha sido sugerencia suya.

—Desaprueba mi presencia, y basta.

—¿Espera que desapruebe también la… decepción que ha sufrido?

—Monsieur le Comte —repuse—. Yo trabajaba con mi padre, y luego me hice cargo de sus obligaciones. Fue usted quien solicitó nuestra presencia. Pensé que el compromiso seguía en vigor, y no veo engaño alguno en todo esto.

—Debe haberla sorprendido la conmoción que ha causado.

—Sería difícil realizar una tarea delicada de esta naturaleza en un ambiente hostil —le respondí.

—Comprendo.

—En consecuencia…

—En consecuencia, ¿qué?

—Puedo irme ahora mismo, si me llevan ustedes a la estación. Según creo, sólo hay un tren matutino.

—Ha pensado usted en todo, pero debo repetirle, mademoiselle Lawson, que es demasiado impulsiva. Comprenda mi actitud. Si me permite, le diré que no parece usted lo suficientemente madura como para tener gran experiencia en tareas tan delicadas.

—Llevo muchos años trabajando con mi padre. Ciertas personas envejecen sin adquirir nunca la necesaria destreza. Hay, además, ciertos sentimientos íntimos, como comprensión, amor a la tarea…

—Es usted tan poeta como artista. La comprendo. Pero a los… treinta años aproximadamente… uno no puede poseer la experiencia de toda una vida.

—Tengo veintiocho años —le repliqué acalorada. Y en seguida me di cuenta de que había caído en la trampa. El conde pretendía bajarme del pedestal en el que intentaba afianzarme y poner de relieve que, al fin y al cabo, no era más que una mujer vulgar, incapaz de soportar que le atribuyesen una edad superior a la real.

Levantó las cejas; sin duda, encontraba divertido todo aquello.

Comprendí que había traicionado mi desesperada situación. El trazo de crueldad de su carácter le impulsaba ahora a prolongar aquella incertidumbre, atormentándome cuanto le fuera posible.

Por primera vez desde que empecé aquella aventura perdí el control de mis nervios.

—De nada serviría continuar hablando —dije—. Usted me cree incapacitada para la tarea porque soy mujer. Bien, señor; le dejo con todos sus prejuicios. Me marcharé hoy o mañana.

Me miró divertido durante unos segundos, y cuando yo avanzaba hacia la puerta, se colocó rápidamente a mi lado.

—Mademoiselle, usted no me comprende. Quizá sus conocimientos de francés no sean tan profundos como los que posee sobre pintura.

Una vez más me dispuse a dar explicaciones.

—Mi madre era francesa y he entendido perfectamente todo cuanto usted dijo.

—Debo lamentar mi falta de perspicacia. No siento deseo alguno de que se vaya… por ahora.

—Su actitud indica que no está dispuesto a confiar en mí.

—Es una idea muy personal, mademoiselle, se lo aseguro.

—Entonces quiere que me quede, ¿sí o no?

Aparentó dudar.

—No se ofenda usted, pero… preferiría someterla a una pequeña prueba. Por favor, mademoiselle, no me acuse de tener prejuicios contra su sexo. Por el contrario, me siento dispuesto a creer que hay en el mundo mujeres bien dotadas. Me impresionan sus ideas acerca de la comprensión y del amor a la pintura. También me interesa la apreciación que ha hecho de los daños y del coste de reparar esas pinturas. Todo resulta claro y razonable.

Temí que mis ojos brillaran de esperanza y traicionaran mi emoción. Me dije que si se daba cuenta de hasta qué punto deseaba aquel empleo, quizá continuara atormentándome. Y, en efecto, se había dado cuenta.

—Iba a sugerir… pero quizá usted tenga ya decidido marcharse en seguida.

—He recorrido un largo camino, monsieur le Comte, y como es natural, preferiría quedarme y cumplir mi misión, siempre y cuando se realizara en una atmósfera conveniente. ¿Qué iba a sugerirme?

—Que restaure una de las pinturas, y si la tarea resulta satisfactoria, continúe con las demás.

Me sentí feliz. Y con razón, porque estaba segura de mi capacidad. El futuro inmediato quedaba solucionado y eliminada la posibilidad de un humillante regreso a Londres y de la necesidad de recurrir a la prima Jane. Pero aún había algo más. Sentí un inexplicable sentimiento de alegría y de expectación que no podía explicarme. Estaba segura de pasar la prueba con éxito y de permanecer largo tiempo en el castillo. Aquel viejo y maravilloso recinto sería mi hogar durante varios meses. Podría explorarlo y contemplar sus tesoros. Continuar mi amistad con los Bastide, y saciar mi curiosidad respecto a los habitantes de Château.

Era curiosa por naturaleza. Mi padre había señalado dicha condición, deplorándola, pero yo no podía obrar de otra manera. Siempre anhelé descubrir lo que había tras la fachada que la gente exhibe ante su prójimo. Descubrirlo equivalía a apartar una capa de polvo de un cuadro. Averiguar cómo era el conde resultaría algo así como volver a la vida a una vieja pintura.

—Mi proposición parece satisfacerla.

Una vez más me había traicionado, cosa a la que creí estar inmune. Quizá fuese porque el conde poseía una sagacidad extraordinaria.

—La considero aceptable —repuse.

—Entonces, quedamos de acuerdo —me tendió su diestra—. Lo sellaremos con un apretón de manos, según vieja costumbre inglesa, según creo. Mademoiselle, ha sido usted muy amable al discutir el problema en francés, de modo que acabemos nuestra charla en el mismo idioma.

Mientras sostenía mi mano, sus ojos oscuros me miraron de frente, lo que me hizo sentir profundamente incómoda. Como un ser inocente y abandonado, lo que muy posiblemente se había propuesto de antemano.

Retiré mi mano, adoptando un aire de rigidez con el que ocultar mi turbación.

—¿Qué pintura ha seleccionado usted para la… prueba? —pregunté.

—¿Qué le parece la que estaba examinando cuando entré?

—Bien. Es la que necesita mayores cuidados.

Nos acercamos a la tela y la examinamos el uno junto al otro.

—La han tratado muy mal —insistí, pisando ahora terreno firme—. No es muy vieja; ciento cincuenta años, todo lo más, y sin embargo…

—Es el retrato de una antepasada mía.

—¡Lástima que la hayan puesto así!

—Sí. Una gran lástima. Hubo una época en Francia en que las personas como ella fueron sometidas a grandes indignidades.

—Yo diría que esta pintura estuvo a la intemperie. Incluso el color del vestido ha perdido intensidad, aunque la pátina suele ser estable. No puedo percibir el verdadero tono de las piedras del collar a causa de lo oscuras que se han vuelto, y lo mismo sucede con el brazalete y los pendientes.

—Son verdes —me dijo—. Se lo puedo asegurar. Se trata de esmeraldas.

—Esta pintura tendrá un gran colorido cuando quede restaurada. El vestido volverá a ser como cuando fue pintado, y también las esmeraldas.

—Resultará interesante ver el resultado final de su tarea.

—Empezaré en seguida.

—¿Tiene cuanto necesita?

—Por ahora sí. Iré a recogerlo a mi habitación y pondré manos a la obra.

—Veo que está deseosa de ello, y que yo la estorbo.

No lo negué, y se apartó mientras yo salía triunfante de allí. Mi primer encuentro con el conde se había resuelto de manera satisfactoria.

*****

¡Qué mañana tan feliz pasé! Nadie me molestó. Había regresado con mis herramientas, encontrándome con que dos criados habían descolgado ya la pintura. Me preguntaron si quería alguna otra cosa y les dije que si era necesario tocaría el timbre. Me miraron con cierto respeto. Y regresaron al recinto de la servidumbre para difundir la noticia de que el conde había accedido a mi permanencia allí.

Luego de ponerme una bata oscura, mi aspecto era totalmente profesional. Resultaba curioso que apenas vestida con aquella bata me sintiera perfectamente ambientada, lo que me hizo pensar en la conveniencia de haberla llevado durante mi conversación con el conde.

Empecé por estudiar las condiciones en que se hallaba la pintura. Antes de intentar retirar el barniz, debía comprobar la profundidad de las pinceladas. Resultaba evidente que la decoloración no era sólo producto del polvo y de la suciedad. Debatí la cuestión de si antes de utilizar resina o barniz sería prudente lavar la pintura con agua y jabón. Tardé mucho en decidirme, pero finalmente lo hice así.

Me sorprendió que una criada llamara a la puerta para recordarme que era hora de comer. Me sirvieron el menú en mi habitación, y como no tenía costumbre de trabajar después de la comida, salí del castillo para ir a casa de los Bastide. Me pareció adecuado informarles de lo sucedido, puesto que habían demostrado tanto interés en saber si iba a quedarme o no.

La anciana estaba en su mecedora y se alegró mucho de verme. Me dijo que los niños repasaban sus lecciones con monsieur de Curé. Armand, Jean-Pierre y Gabrielle se hallaban en los campos, pero ella se complacía mucho en poder charlar conmigo.

Luego de sentarme a su lado, le dije:

—Acabo de ver al conde.

—Sí, ya he oído comentar que estaba de regreso.

—Voy a restaurar un cuadro, y si tengo éxito seguiré con los demás. He empezado con el retrato de una antepasada suya: una dama vestida de rojo y llena de joyas, que por el momento tienen el color del barro. El conde dice que son esmeraldas.

—¡Esmeraldas! —exclamó—. Deben ser las de los Gaillard.

—¿Herencia familiar?

—Sí, desde hace mucho tiempo. Pero ya no existen.

—¿Por qué motivo?

—Se perdieron, creo que durante la revolución.

—Supongo que el Château sería arrebatado a la familia.

—No del todo. Estamos lejos de París y aquí hubo pocos disturbios, pero quedó saqueado.

—Parece haber sobrevivido perfectamente.

—Según la historia que nosotros sabemos, los revoltosos se abrieron paso hacia el interior del edificio. ¿Ha visto usted la capilla? Es la parte más antigua. Notará sobre la puerta unas cuantas piedras rotas. Antiguamente hubo allí una imagen de santa Geneviève. Los revolucionarios quisieron destruir la capilla. Por fortuna, se entretuvieron queriendo arrancar la imagen. Borrachos con el vino del castillo, pusieron unas cuerdas alrededor de la figura, pero era más pesada de lo que creían y cayó sobre ellos, matando a tres, lo que les ocasionó una impresión terrible, obligándolos a abandonar la empresa. Más tarde, se dijo que santa Geneviève había salvado a Château Gaillard.

—¿Por eso pusieron Geneviève a la niña?

—Siempre ha habido Genevièves en la familia. El conde que regía en aquella época fue a la guillotina; su hijo, todavía niño, recibió los debidos cuidados y con el tiempo volvió al castillo. Es una historia que nos gusta relatar. Nosotros éramos partidarios del pueblo, de la libertad, la fraternidad y la igualdad, y estábamos contra los aristócratas, pero nos hicimos cargo del pequeño en esta misma casa, y aquí permaneció hasta que todo hubo terminado. El padre de mi marido solía contármelo. Era un año mayor que el joven conde.

—A lo que veo, la historia de su familia está muy unida a la de ellos.

—Sí; muy unida. Los de la Talle nunca fueron amigos de los Bastide —respondió con acritud—. Sólo sus amos. Nunca han cambiado de actitud… ni nosotros tampoco.

Hablamos de otras cosas, y poco después yo me marché para volver al castillo. Estaba deseosa de continuar mi obra.

Durante la tarde, uno de los criados vino a la galería para decirme que monsieur le Comte me invitaba a cenar aquella noche a las ocho.

Nos reuniríamos muy pocas personas, por lo que ocuparíamos uno de los comedores pequeños. La criada se ofreció a acompañarme, cuando estuviera dispuesta sobre las ocho menos cinco.

Me sentía demasiado nerviosa para seguir trabajando. La criada se expresó con respeto, lo que sólo podía significar dos cosas: que se me tenía por persona competente en la restauración de las pinturas y que consideraban un gran honor el que me hubiesen invitado a cenar con la familia.

Estuve pensando en lo que iba a ponerme. Sólo disponía de tres vestidos, por cierto no muy nuevos: uno de seda marrón con encajes color café; otro de terciopelo negro con algunos encajes blancos en el cuello, y un tercero de algodón gris con una banda de seda color malva. Me decidí sin titubear por el segundo.

Como nunca trabajaba con luz artificial, en cuanto fue disminuyendo la claridad me fui a mi cuarto, y contemplé el vestido. Por fortuna, el terciopelo no envejece, pero de todos modos, el corte de aquel atavío no era muy moderno, que digamos. Lo sostuve ante mí, poniéndome ante el espejo. Mis mejillas adoptaron un leve color sonrosado; mis ojos reflejaron el negro del terciopelo volviéndose más oscuros, y un mechón de pelo se me había soltado del moño. Disgustada por todo aquello volví a dejar el vestido y empecé a peinarme. En aquel momento llamaron a la puerta.

Mademoiselle Dubois se quedó mirándome con expresión incrédula, y luego tartamudeó:

—¡Mademoiselle Lawson! ¿Es verdad que la han invitado a cenar?

—Sí. ¿La sorprende?

—A mí nunca me invitaron.

Al mirarla no me sorprendió su observación.

—Seguramente querrán discutir conmigo el asunto de las pinturas. Es más fácil hablar de tales cosas mientras se cena.

—¿Estarán el conde y su primo?

—Supongo que sí.

—Creo mi deber advertirle que el conde tiene muy mala reputación por lo que respecta a las mujeres.

La miré fijamente un momento.

—Él no me considera una mujer —le dije—. Sólo he venido a restaurar pinturas.

—Aseguran que, a veces, es muy descortés, no obstante lo cual algunas damas lo consideran irresistible.

—Mi querida señorita Dubois; jamás encontré irresistible a ningún hombre y no pienso cambiar de actitud… a mi edad.

—No es usted tan vieja.

¡Otra vez la consabida historia! ¿Me atribuiría treinta años igual que hizo el conde?

Comprendió que me sentía molesta y se apresuró a añadir cual si pidiera excusas:

—Respecto a la pobre y desgraciada señora… que fue su esposa, circulan rumores muy… muy raros. Es terrible, ¿verdad?, pensar que una vive bajo el mismo techo con semejante hombre.

—No veo el motivo para tener tanto miedo —repuse.

Se acercó un poco más.

—Cuando está en casa, cierro mi cuarto con llave. Haga usted lo mismo. Esta noche adoptaré mis precauciones. A lo mejor, le da por divertirse con alguien. Nunca se sabe.

—Bueno. Tendré cuidado —le dije para complacerla y librarme de ella.

Mientras me vestía estuve pensando en mademoiselle Dubois. ¿Acaso en la quietud de su habitación soñaba con que el conde intentara seducirla? Estaba convencida de que corría tanto peligro como yo, en dicho sentido.

Me lavé y me puse el vestido de terciopelo. Me recogí el pelo utilizando muchas horquillas para asegurarme de que no se soltara, y me puse un broche que había pertenecido a mi madre, sencillo y bonito, formado por pequeñas turquesas y perlas. Diez minutos antes de que la criada llamara para llevarme al comedor, ya estaba dispuesta.

Pasamos al ala del siglo XVII, la ampliación más reciente del castillo, y entramos en un amplio aposento abovedado que servía de comedor y que imaginé destinarían a los invitados. Pero hubiera sido absurdo que un pequeño grupo de personas ocupara semejante mesa y no me sorprendió que pasáramos a una habitación más pequeña… Aunque allí la cuestión del tamaño era sólo relativa. Se trataba de un recinto muy agradable, con cortinas azules que tapaban unas ventanas al parecer divididas por columnas y no por troneras como las que se estrechaban hasta formar una rendija, excluyendo toda luz. A cada extremo de la chimenea de mármol había un candelabro con las luces encendidas. Otro similar se encontraba en el centro de la mesa, dispuesta para la cena.

Philippe y Geneviève tenían una expresión tranquila. La jovencita llevaba un vestido de seda gris con cuello de encaje, y el pelo recogido a la espalda con un lazo de seda rojo. Su aire era modesto, muy distinto al que adoptara previamente. Philippe iba vestido de etiqueta y por lo tanto estaba mucho más elegante que en nuestro primer encuentro. Pareció realmente complacido por volverme a ver.

—Buenas noches, mademoiselle Lawson —me dijo sonriendo. Y cuando yo le devolví el saludo fue como si entre ambos se entablase cierta amistosa confabulación.

Geneviève hizo una torpe reverencia.

—Me parece que ha tenido usted un día muy ocupado con las pinturas —dijo Philippe.

Repuse que así era, y que estaba realizando mis preparativos. Eran necesarias muchas pruebas antes de enfrascarse en la continua y delicada tarea de una restauración.

—Debe ser fascinador —comentó—. Estoy seguro de que triunfará usted.

Me pareció que hablaba en serio, aunque algo distraído, como si durante todo aquel tiempo estuviera pendiente de la llegada del conde. Éste se presentó a las ocho en punto, y ocupamos nuestros lugares en la mesa; el conde a la cabecera, yo a su derecha, Geneviève a su izquierda, y Philippe en el extremo opuesto. Se sirvió la sopa, mientras el conde me preguntaba sobre mis progresos en la galería.

Repetí lo que había dicho a Philippe sobre mi manera de comenzar; pero expresó más interés que aquél aunque yo no estaba segura de si lo hacía por amor a las pinturas o por simple deseo de mostrarse cortés.

Le expliqué que había decidido lavar primero la tela con agua y jabón, para quitarle toda la suciedad. Me miró con expresión divertida y dijo:

—¡Ah, ya! El agua ha de ponerse en un bote de forma especial, y el jabón prepararse en una noche sin luna.

—Ya no nos regimos por supersticiones —repuse.

—¿No es usted supersticiosa, mademoiselle?

—No más que cualquier otra persona de nuestra época.

—Estoy convencido de que es demasiado práctica para incurrir en tales fantasías, lo cual me parece perfecto, mientras permanezca aquí. Hemos convivido con personas… —sus ojos se volvieron hacia Geneviève que pareció encogerse en su silla—, con institutrices que rehusaron quedarse porque, según ellas, el castillo está encantado. Otras no expresaron motivo alguno sino que se marcharon sin pronunciar palabra. Algo les resultaba intolerable… o mi Château o mi hija.

Su mirada tenía una expresión de frío disgusto al posarse en Geneviève, y yo sentí cómo mi resentimiento se reactivaba. Era la clase de hombre que siempre necesitaba una víctima. Me había mortificado en la galería y ahora le tocaba el turno a Geneviève; pero mi caso era distinto. Yo había llegado allí sin previo aviso y estaba en condiciones de defenderme, cosa imposible en Geneviève, apenas una niña, y además, nerviosa y sensitiva en grado sumo. Aunque había dicho muy poco, sus palabras contenían veneno. Pero nada de aquello resultaba inesperado. Era evidente que Geneviève lo temía, y lo mismo Philippe y los demás ocupantes del castillo.

—Si una fuera supersticiosa —dije comprendiendo que debía acudir en ayuda de Geneviève— sus fantasías tendrían adecuado marco en un lugar como éste. He estado con mi padre en algunas residencias antiguas, pero jamás encontré un solo fantasma. En cambio, aquí…

—Quizá los fantasmas ingleses sean más tímidos que los franceses, y no aparezcan sin ser invitados. O sólo visiten a la gente temerosa, aunque a lo mejor me equivoco.

Me sonrojé.

—Sin duda, siguen comportándose según el ambiente del tiempo en que vivieron. Y la etiqueta ha sido siempre muy rígida allí.

—Tiene razón, mademoiselle Lawson. Los ingleses son más propensos a presentarse donde no se les invita. En este castillo estará usted segura… siempre y cuando no nos traiga compañías indeseables.

Philippe escuchaba atentamente, y Geneviève parecía sentir temor respecto a mí por atreverme a entablar conversación con su padre.

El pescado siguió a la sopa, y el conde levantó su copa, mirándome.

—Espero que le guste este vino, mademoiselle Lawson. Es de nuestra cosecha. ¿Conoce los vinos tan bien como las pinturas?

—Se trata de un tema en el que soy poco experta.

—Pues oirá hablar mucho de él mientras se encuentre aquí. Con frecuencia es el sujeto principal de las conversaciones. Confío en que no la canse.

—Estoy convencida de que me interesará. Siempre es agradable enterarse de cosas.

Vi dibujarse una sonrisa en la comisura de sus labios. «Siempre será una institutriz», pensó sin duda. Desde luego, si alguna vez me veía obligada a adoptar dicha profesión, tendría condiciones para ello.

Con aire vacilante, Philippe intervino:

—¿Por qué pintura va a empezar, mademoiselle Lawson?

—Por un retrato que creo se pintó a mediados del siglo pasado. Yo lo sitúo hacia mil setecientos cuarenta.

—Como puedes ver, primo, mademoiselle Lawson es una experta. Adora las pinturas. Me ha regañado por tenerlas tan abandonadas, haciéndome sentir como un padre que no cumple sus deberes.

Geneviève bajó la mirada hacia su plato, con expresión turbada. El conde se volvió hacia ella.

—Deberías aprovechar la presencia aquí de mademoiselle Lawson. Te enseñará a mostrar un poco de entusiasmo.

—Sí, papá —repuso Geneviève.

—Y si, además, puedes persuadirla de que hable inglés contigo, tal vez consigas expresarte inteligiblemente en dicho idioma. Debes intentar que mademoiselle Lawson te hable de Inglaterra y de los ingleses, cuando no esté ocupada en sus pinturas. Aprenderías de ellos una etiqueta menos rígida. Esto te dará confianza y… aplomo.

—Ya hemos hablado en inglés —dije—. Geneviève posee muy buen vocabulario. Pero la pronunciación siempre es un problema, hasta que se conversa con nativos. Aunque con el tiempo se logra mejorarla.

De nuevo estaba hablando como una institutriz y me di cuenta de que él pensaba lo mismo. Pero había hecho lo posible para apoyar a Geneviève a desafiarle. Mi antipatía hacia el conde iba creciendo por momentos.

—Es una excelente oportunidad para ti, Geneviève. ¿Monta usted a caballo, señorita Lawson?

—Sí. Me gusta mucho.

—Tenemos caballos en los establos. Uno de los mozos le indicará cuál es el más adecuado. Geneviève también monta… un poco. Pueden cabalgar juntas. Su actual institutriz es demasiado miedosa. Geneviève, puedes enseñar los alrededores a mademoiselle Lawson.

—Sí, papá.

—Temo que el país no le resulte demasiado atractivo. Los viñedos raramente lo son, pero si se alejan un poco estoy seguro de que encontrarán algo de su gusto.

—Es usted muy amable. Me complacerá mucho cabalgar.

Agitó una mano, y Philippe, comprendiendo sin duda que era preciso hacer un esfuerzo e intervenir en la conversación, volvió al tema de las pinturas.

Hablé del retrato en el que estaba trabajando, y les expliqué algunos detalles técnicos, con la esperanza de desorientar un poco al conde.

Éste escuchó gravemente, con una débil sonrisa estremeciendo las comisuras de sus labios. Era desconcertante sospechar que sabía mis intenciones. Probablemente se había dado cuenta de mi disgusto hacia él, pero aunque parezca extraño me pareció como si aquello incrementase su interés hacia mí.

—Estoy segura —dije— de que aunque ese cuadro no sea una obra maestra, el artista dominaba muy bien el color. He observado algunos detalles reveladores. El tono del vestido es extraordinario, y que una vez devuelto a las esmeraldas el brillo que el pintor intentó conferirles resultarán magníficas.

—¡Esmeraldas…! —dijo Philippe.

El conde lo miró.

—¡Oh, sí! En ese cuadro aparecen en todo su esplendor. Será interesante verlas… aunque sólo en pintura.

—Es la única posibilidad —murmuró Philippe.

—¡Quién sabe! —exclamó el conde. Y volviéndose hacia mí añadió—: A Philippe le interesan mucho las esmeraldas.

—¿Acaso no nos interesan a todos? —preguntó Philippe con inesperado atrevimiento.

—Nos interesarían más si pudiéramos ponerles la mano encima.

Con voz penetrante y excitada, Geneviève intervino:

—Deben estar escondidas en algún sitio. Nounou asegura que permanecen en el castillo. ¡Si pudiéramos encontrarlas…! ¡Oh! ¡Qué emocionante sería!

—La vieja institutriz debe tener razón —dijo el conde con sarcasmo—. Convengo en que sería emocionante encontrar las joyas… aparte de que tal descubrimiento representaría un refuerzo considerable para la fortuna familiar.

—¡Desde luego! —exclamó Philippe con mirada brillante.

—¿Creen ustedes que aún puedan estar en el castillo? —pregunté.

Philippe respondió en seguida:

—Nunca se ha dado con ellas. Y eso que son fáciles de reconocer, y no pueden hacerse desaparecer fácilmente.

—Mi querido Philippe —intervino el conde—, olvidas la época en que se perdieron. Hace cien años, mademoiselle Lawson. Debieron ser fragmentadas, vendidas separadamente y olvidadas después. Los mercados quedarían inundados de joyas robadas en las mansiones de Francia por quienes sabían poco de su verdadero valor. Estoy casi seguro de que así sucedió con las esmeraldas Gaillard. La canaille que saqueó nuestras casas y robó nuestros tesoros no podía apreciar estas cosas. —La momentánea cólera que apareció en sus ojos se aplacó en el momento de volverse hacia mí para añadir—: ¡Ah!, mademoiselle Lawson, ¡qué afortunada fue usted al no vivir aquella época! ¡Cómo hubiera sufrido viendo grandes pinturas arrojadas por las ventanas y dejadas expuestas a la inclemencia del tiempo… hasta adquirir esas perjudiciales floraciones!

—Es trágico que se perdieran tantas obras de arte —convine. Y volviéndome hacia Philippe le pregunté—: ¿Qué decía usted de las esmeraldas?

—Estuvieron muchos años en posesión de la familia —respondió—. Valían… es difícil calcularlo porque los precios han cambiado mucho. En realidad, no se puede saber. Las guardábamos en una habitación especialmente protegida; pero aun así se perdieron en tiempos de la revolución. Nadie supo lo que había sido de ellas, aunque se sigue creyendo que permanecen ocultas en algún lugar del castillo.

—Periódicamente organizamos cacerías de tesoros —dijo el conde—. Algunos las consideran fuente de grandes emociones. Investigamos, excavamos e intentamos descubrir lugares ocultos que no hayan sido hollados durante años. Todo ello produce mucha algazara… pero nada de esmeraldas.

—¡Papá! —Exclamó Geneviève—. ¿Por qué no organizamos una cacería de tesoros?

Habían traído el faisán. Era excelente, pero apenas lo probé. La conversación me absorbía por completo.

Durante toda la jornada había permanecido en un estado de gran excitación, ante la perspectiva de quedarme allí.

—Ha impresionado usted tanto a mi hija, mademoiselle Lawson —dijo el conde— que está segura de poder triunfar donde otros fracasaron. Quieres renovar la búsqueda porque crees que con mademoiselle Lawson no podemos fallar, ¿verdad?

—No —dijo Geneviève—. No pensaba en eso. ¡Quería buscar las esmeraldas, simplemente!

—¡Qué poco amable eres! Perdónela, mademoiselle Lawson. Geneviève, sugiero que enseñes el castillo a la señorita. —Se volvió hacia mí—. Usted todavía no lo ha explorado y estoy seguro de que con su viva e inteligente aptitud para estas cosas le gustará mucho. Según me dijo, su padre entendía de arquitectura tanto como usted de pinturas, y que trabajaron juntos. A lo mejor descubre el lugar oculto que nos ha estado burlando durante cientos de años.

—Me interesará ver el castillo —admití— y si Geneviève me lo enseña, estaré encantada.

La jovencita no me miró, y el conde frunció el ceño. Añadí rápidamente:

—Si te parece bien, convendremos un momento adecuado, Geneviève.

Ésta miró a su padre, y luego a mí.

—¿Mañana por la mañana? —propuso.

—Por la mañana trabajo, pero puedo acompañarte por la tarde.

—Bien —murmuró.

—Será un recorrido provechoso para ti, Geneviève —dijo el conde.

Mientras tomábamos el souflé, estuvimos hablando del vecindario y de las viñas. Me pareció que realizaba grandes progresos. Había cenado con la familia, cosa que la pobre mademoiselle Dubois nunca pudo conseguir; me dieron permiso para montar a caballo, con lo que podría utilizar mi viejo traje que por fortuna llevaba conmigo; al día siguiente recorrería el castillo, y, por si fuera poco, había entablado cierta relación con el conde, aunque no estaba segura del carácter exacto de la misma.

Me agradó poder retirarme a descansar; pero antes de despedirme, el conde dijo que había en la biblioteca un libro que quizá me gustase leer.

—Mi padre lo mandó escribir —dijo—. Le interesaba mucho la historia de nuestra familia. El libro fue escrito y luego impreso. Han pasado muchos años desde que lo leí la última vez, pero creo que le gustará.

Le contesté que estaba segura de ello, y que me encantaría verlo.

—Haré que se lo envíen —dijo.

Me despedí de todos, en el momento de retirarse Geneviève; y luego de dejar a los caballeros, la joven me acompañó a mi habitación y me dio fríamente las buenas noches.

No llevaba mucho rato en mi cuarto cuando llamaron a la puerta y una criada entró trayendo el libro.

—Monsieur le Comte dijo que es para usted —indicó.

Se retiró, dejándome de pie con el libro en la mano. Era un volumen fino, adornado con algunos dibujos del castillo. Comprendí que resultaría absorbente, pero por el momento me sentía demasiado ocupada pensando en los acontecimientos de aquella noche.

No quería irme a la cama porque mi cerebro estaba demasiado despierto, dominado por la imagen del conde. Había pensado encontrarme ante un hombre poco corriente, pero era, además, un personaje rodeado de misterio. Su hija lo temía; no estaba segura, pero creí que el primo también sentía miedo. Al conde le gustaba infundir temor a quienes le rodeasen, para luego despreciarlos. Tal es la conclusión a que llegué. Noté la exasperación que sus familiares provocaban en él y cómo hizo lo posible para mortificarlos. Imaginé su vida con la mujer que tuvo la desgracia de casarse con él. ¿Se habría humillado ella ante su soberbia? ¿La habría maltratado? No era fácil conjeturar que infligiera castigos corporales; pero aun así, ¿cómo estar segura de que no lo había hecho? Apenas si lo conocía.

Esta última idea me excitó, tuve que admitirlo. Por su parte, ¿qué pensaría él de mí? Probablemente muy poco. Me había examinado superficialmente, y luego decidió darme el empleo, pero acaso allí terminara su interés. ¿Por qué me había invitado a cenar con la familia? ¿Para contemplar con más comodidad a un ser humano que sólo le interesaba de manera marginal? ¿Porque no había otra cosa interesante en el castillo? Cenar con Philippe y Geneviève debía resultarle muy aburrido. Yo le desafié, aunque sin éxito, porque era demasiado listo y sabía penetrar mis defensas. Mi atrevimiento le divirtió, sin duda, animándole a una conversación ulterior con el propósito de humillarme aún más.

Llegué a la conclusión de que era un sádico. Se le consideraba responsable de la muerte de su esposa, porque aunque no le hubiera administrado la dosis fatal, la había impulsado a tomarla. ¡Pobre mujer! ¿Cómo debió ser su vida? ¿Hasta qué punto pudo sentirse trastornada, para llegar a tal extremo? ¡Y pobre Geneviève! Debía intentar comprender a aquella niña y hacerme amiga suya. Estaba perdida, deambulando por un laberinto, temerosa de no encontrar la salida.

Por mi parte, podía recorrer a mis anchas aquel lugar donde hechos extraños se sucedieron en el transcurso de los siglos, y donde una mujer había fallecido recientemente en circunstancias trágicas.

Para alejar a aquel hombre de mi mente intenté pensar en otro. ¡Qué distinto era el rostro franco de Jean-Pierre Bastide!

De pronto sonreí. Era extraño que luego de no haberme interesado por un hombre desde que años atrás amé a Charles, ahora no pudiese apartar de mi mente a aquellos dos seres.

¡Qué estupidez! ¿Qué relación podía tener ninguno de ellos conmigo?

Tomé el libro que me había dado el conde y empecé a leer.

*****

El castillo había sido construido en el año 1405 y aún se conservaba gran parte de la estructura original. Las dos alas que flanqueaban el edificio se añadieron después. Tenían más de treinta metros de altura y sus refuerzos cilíndricos añadían solidez al conjunto. Establecí comparaciones con el castillo real de Loches, y me dije que la vida en Château Gaillard debió haber sido muy parecida a la de aquél. Porque también en Gaillard los de la Talle reinaban como reyes, y tenían incluso mazmorras donde encerrar a sus enemigos. En la parte más antigua del edificio había una oubliette.

Cuando el autor del libro examinó dichas mazmorras pudo descubrir concavidades parecidas a las de Loches; agujeros excavados en la piedra en los que no había espacio para mantenerse en pie; en ellos los condes de la Talle, de los siglos XV; XVI; y XVII, habían encadenado a seres humanos del mismo modo que Luis XI hizo con sus enemigos. Un hombre encerrado en una oubliette intentó abrirse camino y pudo excavar un pasadizo que le llevó a uno de aquellos huecos, donde murió desesperado.

Proseguí la lectura, fascinada no sólo por la descripción del castillo sino por la historia de la familia.

Con frecuencia, en el curso del tiempo, los de la Talle habían tenido conflictos con los monarcas reinantes, pero otras veces se pusieron de su lado. Una de las mujeres de la familia fue amante de Luis XV, antes de casarse con el conde, y dicho rey le regaló un collar de esmeraldas de considerable valor. En aquellos tiempos no se consideraba deshonor ser amante de un rey, y el de la Talle que la aceptó por esposa cuando dejó el servicio real había tratado de competir con la generosidad del monarca, ofreciendo a su cónyuge un brazalete de esmeraldas hecho con piedras parecidas a las del collar. Pero un brazalete siempre es de menos valor y al mismo siguieron una tiara de esmeraldas, dos anillos, un broche y un cinturón como prueba de que los de la Talle podían equipararse a la realeza. Así fue como aparecieron las famosas esmeraldas.

El libro confirmaba lo que yo suponía: que las esmeraldas se perdieron durante la revolución. Hasta entonces estuvieron guardadas junto con otros tesoros en el recinto especial de la galería de armas al que nadie tenía acceso aparte del señor del castillo, quien poseía la llave y era el único enterado del lugar exacto de su emplazamiento. Hasta que un día aciago el terror se desencadenó por toda Francia.

Aunque era ya muy tarde no podía dar por terminada la lectura. Llegué al capítulo titulado «Los de la Talle y la revolución».

Lothair de la Talle, conde en aquella época, era un joven de treinta años, que se había casado poco antes. Llamado a París para la reunión de los Estados Generales nunca regresó al castillo. Fue uno de los primeros cuya sangre tiñó la guillotina. Su mujer, María Luisa, de veintidós años y esperando a un hijo, permaneció en la mansión con la vieja condesa, madre de Lothair. Imaginé claramente lo sucedido. Los calurosos días de julio, la joven esposa recibiendo la noticia de la muerte de su marido, su dolor ante aquella desgracia y su miedo respecto al hijo aún por nacer. La vi asomada a la más alta ventana de la más alta torre, mirando los alrededores y preguntándose si los revolucionarios llegarían hasta allí, y cuánto tiempo le permitirían vivir en paz.

Durante aquellas sofocantes jornadas debió mantenerse a la espera, temerosa de trasladarse a la ciudad, observando el trabajo de los recolectores y de los sirvientes que, a medida que pasaban los días, se iban mostrando menos dóciles. La vieja y orgullosa condesa intentaría desesperadamente conservar las antiguas usanzas, y las dos valientes mujeres debieron sufrir lo indecible durante aquella terrible prueba.

Pocos escaparon al Terror, que acabó por llegar también a Château Gaillard. Una cuadrilla de revolucionarios avanzó sobre el castillo, agitando sus banderas y entonando una nueva canción difundida en el Sur. Los trabajadores dejaron las viñas; de las casitas de la ciudad salían corriendo mujeres con niños. Menestrales y tenderos se desparramaban por la plaza. Los aristócratas se habían acabado y ahora ellos eran los amos.

Me estremecí al leer cómo la joven condesa había salido del castillo para ocultarse en una casa cercana. Yo sabía muy bien de qué casa se trataba y qué familia le había ofrecido asilo. Las historias de ambas familias estaban entrelazadas. Sin embargo, sus miembros no eran amigos ya que los del castillo actuaron siempre como amos. Recordaba perfectamente la expresión orgullosa de madame Bastide cuando me lo contó.

La madame Bastide que ofreció asilo a la condesa debió ser la bisabuela de Jean-Pierre. Había gobernado su hogar con tanta autoridad que ni los hombres se atrevieron a desobedecerla. Formaban parte del grupo de revolucionarios que se preparaban a saquear el castillo, mientras ella escondía a la condesa en su casa y les prohibía decir lo que estaba ocurriendo.

Por su parte, la vieja condesa se negó a abandonar el Château. Había vivido siempre allí y allí quería morir. Se fue a la capilla a esperar la llegada de los rebeldes. Se llamaba Geneviève y estuvo rezando a Santa Genoveva para que la ayudara. Oyó los ásperos gritos y las carcajadas de la muchedumbre al irrumpir en el castillo, y comprendió que estaban despedazando pinturas y tapices y echándolos por las ventanas para que los cogieran sus camaradas.

Unos cuantos energúmenos se acercaron a la capilla. Pero antes de entrar trataron de derribar la estatua de Santa Genoveva colocada sobre la puerta. Se encaramaron allí pero no consiguieron moverla. Excitados por el vino llamaron a sus camaradas. Antes de continuar el pillaje en el interior debían echar abajo aquella imagen.

Postrada ante el altar, la vieja condesa continuaba rezando a Santa Genoveva mientras el griterío aumentaba fuera. A cada momento, la gente podía irrumpir en la capilla y asesinar a la dama.

Se trajeron cuerdas y los esfuerzos continuaron mientras se cantaba La Marsellesa y el Ça Ira. La anciana oyó un clamor de entusiasmo que fue ganando intensidad. «¡Venga camaradas… todos a una!» y luego el ruido del golpe, los gritos… y un terrible silencio.

Santa Genoveva yacía hecha pedazos a la puerta de la capilla; pero junto a ella había los cuerpos de tres hombres muertos. Supersticiosos y pusilánimes, no obstante su jactancia y sus desmanes, los revolucionarios se alejaron. El castillo estaba salvado. Unos cuantos, más atrevidos, intentaron excitar a la muchedumbre, pero fue inútil. Muchas de aquellas gentes procedían del distrito circundante, habían vivido siempre a la sombra de los de la Talle, y seguían temiéndolos del mismo modo que los temieron en el pasado. Sólo les animaba un deseo: volver la espalda cuanto antes a Château Gaillard.

Cuando todo hubo pasado, la vieja condesa salió de la capilla; miró la imagen rota y arrodillándose dio las gracias a su santa patrona. Entró luego en el castillo y con ayuda de un servidor intentó poner orden en aquel caos. Vivió sola durante algunos años, cuidando al joven conde que había sido llevado a escondidas hasta allí. Su madre murió al darle a luz, lo que no resulta sorprendente considerando lo que había sufrido antes del parto y el hecho de que madame Bastide no se atreviera a llamar a una comadrona. La vieja condesa, el niño y un criado vivieron allí hasta que las cosas volvieron a su cauce. La revolución pasó y la vida en el castillo pudo continuar como en los viejos tiempos. Los sirvientes regresaron, se llevaron a cabo reparaciones, y los viñedos empezaron a prosperar. Pero aunque la cámara en que se guardaban las esmeraldas no sufrió daño alguno, las joyas desaparecieron, quedando perdidas para la familia.

Cerré el libro. Estaba tan cansada que pronto me dormí.