En el exterior continuaba el jolgorio propio de la vendimia. Nadie sabía que el conde estaba en su cama, luchando entre la vida y la muerte, y que Philippe se hallaba sometido a la influencia de las píldoras somníferas que el médico le había administrado. Y que Jean-Pierre y yo nos encontrábamos en la biblioteca, esperando el desenlace de aquella tragedia.
Dos médicos atendían al conde, y éstos fueron los que nos mandaron aguardar en aquel aposento, donde la espera se estaba haciendo interminable.
Todavía no eran las once, y me pareció como si hubiera transcurrido toda una vida desde el momento en que me hallaba en el calabozo con el conde sufriendo la amenaza de una muerte segura.
Era extraño también ver a Jean-Pierre con su rostro pálido y su mirada llena de asombro, como si no entendiera nada de lo que estaba pasando.
—¡Cuánto tardan! —exclamé.
—No te impacientes. No morirá.
Moví la cabeza.
—No —dijo Jean-Pierre casi con amargura—. No morirá, si no quiere él. Él siempre… —Una sonrisa torció sus labios—. Siéntate —me aconsejó—. De nada te servirá pasear de un lado a otro. Si llego un segundo antes, lo salvo. Pero me hizo falta ese breve espacio de tiempo.
Había adoptado un aire de autoridad desconocido en él. Allí sentado cualquiera le hubiera confundido con el conde.
Por vez primera noté sus facciones aristocráticas, detalles que de manera muy poco oportuna tomaba entonces en consideración.
En realidad, Jean-Pierre era el personaje principal de todo aquello. Él fue quien mandó en busca de los médicos y el que planeó lo que teníamos que hacer.
—No diremos nada o casi nada de lo que ha pasado ahí —me indicó—. El conde querrá que la historia se divulgue a su manera; puedes estar segura. Dirá que la pistola se disparó de manera accidental, y nunca admitirá que se acuse a monsieur Philippe de querer asesinarle. Más vale ser discretos hasta que nos indique cómo obrar.
Me aferré a dicha idea, que involucraba la posibilidad de que Lothair se salvara.
—Si sobrevive… —empecé.
—Se salvará —dijo Jean-Pierre.
—Quisiera estar segura…
—Desea vivir, y vivirá —insistió el joven. Y luego de permanecer silencioso un momento, añadió—: Te vi dirigirte hacia allá, y también monsieur Philippe. En realidad te han visto varias personas, y todos adivinamos lo que te proponías. Te seguí hasta los calabozos, y lo mismo hizo luego Philippe. El conde quiere vivir, y vivirá.
—Jean-Pierre, tú has salvado su vida.
Arrugó el entrecejo.
—No sé por qué lo hice —confesó—. Pude dejar que Philippe lo matara. Es un tirador de primera. La bala le hubiera atravesado el corazón. Era allí donde apuntaba. Lo sabía y me dije: «Ha llegado el fin para monsieur le Comte». Pero de pronto me lancé contra Philippe, y lo agarré por el brazo… aunque un segundo demasiado tarde, o quizá medio solamente. De haber obrado con mayor rapidez, la bala hubiera dado contra el techo. No sé por qué lo hice. Sigo sin comprenderlo.
—Jean-Pierre —repetí—, si vive, será gracias a ti.
—¡Qué extraño! —exclamó.
Se produjo un nuevo silencio.
Era preciso hablar de alguna otra cosa. No podía soportar imaginarlo tendido inconsciente, mientras la vida se le escapaba llevándose consigo todas mis esperanzas de felicidad.
—¿Buscabas tú también las esmeraldas? —pregunté.
—Sí. Tenía la intención de apoderarme de ellas y escapar. No hubiera sido un robo. Tengo derecho a algo… aunque ahora ya nada me queda. Me iré a Mermoz y seré su esclavo toda la vida, es decir, si vive, aunque vivirá, porque se lo ha propuesto.
—Nunca olvidaremos esto, Jean-Pierre.
—¿Te casarás con él?
—Sí.
—Entonces, ¿también te pierdo a ti?
—En realidad, nunca me quisiste, Jean-Pierre. Tan sólo deseabas perjudicar al conde.
—Es extraño… el modo en que ha dominado mi vida. Lo odio, lo sabes perfectamente. Hubo tiempos en que hubiera disparado mi escopeta contra él. ¡Y pensar que… si ahora vive es porque yo lo he salvado…! Nunca hubiera imaginado semejante cosa de mí.
—Ninguno de nosotros sabe cómo actuará en determinadas circunstancias… hasta que nos encontramos cara a cara con ellas. Lo que hiciste esta noche ha sido magnífico, Jean-Pierre.
—Una locura. Ni yo mismo lo creo. Te aseguro que lo odiaba, y que toda la vida lo he odiado. Posee todo cuanto yo deseo. Y es todo lo que yo quise ser.
—Philippe lo ha odiado igual que tú, aunque quizá fuese más envidia que otra cosa. Y éste es uno de los siete pecados capitales, Jean-Pierre. Quizá el peor. Sin embargo, has logrado sobreponerte y no sabes cuánto me alegro.
—Lo hice sin querer… o acaso queriendo. En realidad, no sé si era sincero cuando deseaba su muerte. Desde luego, hubiera tomado las esmeraldas caso de presentarse la ocasión.
—De acuerdo, pero jamás hubieras atentado contra su vida. Lo sabes perfectamente. Quizá hubieses llegado a casarte conmigo o intentar hacer tu esposa a Geneviève…
Por unos momentos su expresión se suavizó.
—Esto último aún podría conseguirlo. ¡Y hay que ver cómo se pondría el conde!
—¿De modo que no tendrías inconveniente en utilizar a Geneviève como objeto de tu venganza?
—Es una muchacha encantadora. Joven y con carácter… igual que yo. Dotada de reacciones imprevistas. Y, además, la hija del conde. No creas que me he reformado porque hice esta locura. No voy a prometer nada respecto a Geneviève
—Tiene un carácter impresionable —le dije—, y te quiere mucho. No debes hacerle daño. La vida no fue fácil para ella.
—¿Crees que le haría algún daño?
—Jean-Pierre, no te considero ni la mitad de malo de lo que tú mismo te crees.
—Sabes muy poco de mí, Dallas.
—Al contrario. Creo que te conozco bastante bien.
—Te sorprendería conocerme a fondo. También yo tengo mis proyectos… Me hubiera gustado ver a un hijo mío instalado en el castillo.
—¿De qué modo?
—Antes de querer casarse contigo el conde decidió traer a su amante y casarla con Philippe. El hijo de ambos heredaría el castillo. Pero no iba a ser su hijo, sino el mío.
—¡Tú… y Claude…!
Afirmó con expresión triunfal.
—¿Por qué no? Estaba irritada porque él no le hacía caso. Y Philippe no es un hombre verdadero, de modo que… Bueno, ¿qué opinas?
Pero yo había oído los pasos de los médicos que se acercaban y la única cosa que me preocupaba era saber lo que sucedía en la habitación de arriba.
Los médicos entraron. Dos de ellos procedían de la ciudad, y uno había cuidado al conde cuando Philippe disparó contra él en el bosque. Me había puesto en pie y los dos me miraban fijamente.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Se ha dormido.
Seguí mirándolos, implorando en silencio que me dieran alguna esperanza.
—Ha tenido suerte —dijo uno de ellos—. Unos pocos centímetros de diferencia, y…
—En efecto, ha tenido mucha suerte. Pero ¿se curará? —pregunté con voz vibrante.
—No está todavía fuera de peligro. Si consigue pasar esta noche…
Me dejé caer sobre una silla.
—Propongo permanecer aquí hasta la mañana —añadió uno de los doctores.
—Sí; por favor.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó el más anciano de los dos.
—La pistola que llevaba monsieur Philippe se disparó sin más ni más —intervino Jean-Pierre—. Monsieur le Comte hará un relato del suceso… cuando se haya curado.
Los doctores asintieron. Y yo me pregunté si ambos habrían estado también allí cuando murió Françoise, y si también tuvieron que esperar a que el conde les diera su versión de la tragedia. Pero me importaba muy poco lo sucedido entonces. Todo cuanto quería saber era si Lothair se curaría.
—Usted es mademoiselle Lawson, ¿verdad? —preguntó el más joven.
Le respondí que sí.
—¿Se llama usted Dallas o algo por el estilo?
—Sí.
—Me ha parecido que el herido intentaba pronunciar ese nombre. Quizá sería mejor que se quedara usted junto a la cama. Él no hablará, pero, en caso de despertarse, le gustará verla a su lado.
Entré en la habitación y permanecí sentada toda la noche, mirándolo y rezando para que viviera. A primeras horas de la mañana abrió los ojos; me miró y tuve la certeza de que se alegraba de verme junto a él.
—Debes vivir… —le dije—. No puedes morir y abandonarme.
Más tarde me dijo que había oído mis palabras y que ellas fueron la razón fundamental de que se aferrase a la vida.
*****
Al cabo de una semana tuvimos la certeza de que su recuperación total era sólo cuestión de tiempo. Según dijeron los doctores, tenía una constitución muy fuerte, y la curación podía considerarse milagrosa.
Más adelante, el conde les explicó su versión de lo sucedido. No quería que se sospechara de su primo. Philippe y Claude partieron hacia Borgoña, y en una entrevista sostenida entre los dos, el conde dijo a Philippe que no volviera a aparecer jamás por el castillo. Me alegré mucho de no ver a Claude, sobre todo sabiendo que había pretendido encontrar las esmeraldas y que su interés por la pintura sólo se despertó al descubrir las palabras escritas en ella. Debió adivinar que yo tenía alguna clave.
Ella y Philippe actuaron de común acuerdo, vigilándome. El día en que él me entretuvo en los viñedos, ella se dedicó, probablemente, a registrar mi habitación. Debió ser también Philippe el que me siguió por el bosquecillo. ¿Habría intentado liquidarme del mismo modo que cuando disparó contra el conde? Los dos deseaban verse libres de mí, e hicieron cuanto estuvo en su mano para alejarme del castillo, ofreciéndome trabajo en otro sitio. Todo empezó al darse cuenta del interés del conde hacia mí porque, si éste se casaba, todo su plan se venía abajo.
Claude era una mujer extraordinariamente complicada. Tengo la seguridad de que al principio lo lamentó por mí, y quiso hacerme un favor al pretender salvarme del conde. Nunca se avino a creer que una mujer como yo pudiera provocar una pasión en hombre semejante, cosa que ni ella, con todos sus atractivos, había podido conseguir. Imaginé sus sentimientos hacia Philippe y Jean-Pierre, y me dije que no hubiera tenido inconveniente en huir con este último, caso de hallar las esmeraldas, del mismo modo que se hubiera quedado con Philippe si hubiera conseguido entrar en posesión de las mismas.
Me alegré también de que Jean-Pierre quedara libre de ella, porque siempre tuve aprecio al muchacho.
El conde había dicho que los viñedos de Mermoz pasarían a poder de Jean-Pierre: «Es sólo una pequeña recompensa por haber salvado mi vida», manifestó.
No le conté por entonces todo lo que sabía. Aunque, en realidad, creo que debía estar ya enterado, porque no hizo pregunta alguna sobre la presencia de Jean-Pierre en los calabozos.
Fueron días de esperanzas y temores. Los médicos me enteraban de los progresos del enfermo, y por mi parte descubrí que tenía aptitudes de enfermera. Pero quizá fuera mi interés especial por el paciente lo que sacó a relucir dicha cualidad.
Lothair y yo permanecíamos largo rato sentados en el jardín, hablando de nuestro futuro. Y a veces mencionábamos a Philippe y a Jean-Pierre. Me dije que al principio, el primero había deseado mi permanencia en el castillo por estar convencido de que nunca atraería al conde. Pero al darse cuenta de su error, quiso librarse de mí cuanto antes, y debió planear con Claude lo de la oferta de restaurar las pinturas del padre de la joven, a fin de que me viera obligada a salir de Gaillard. Luego, ella intentó cautivarme con aquella otra oferta de trabajo. Más tarde planeó mi desaparición de manera mucho más siniestra y expeditiva.
Llegamos a la conclusión de que el escondite secreto había sido construido en el mismo lugar en el que un desgraciado preso había intentado, muchos años antes, abrir un túnel, yendo a parar de la oubliette a los calabozos. El conde creyó recordar que su abuelo había mencionado algo por el estilo.
Las esmeraldas estaban ahora en la cámara. Quizá algún día yo pudiera lucirlas. Pero aquella idea seguía pareciéndome incongruente.
Me hubiera gustado que todo terminase bien, porque tenía la pasión de la pulcritud. A veces, sentada en el soleado jardín, miraba las torres almenadas del castillo, sintiéndome protagonista de un cuento de hadas. Yo era una princesa disfrazada de pintora que había salvado a un príncipe, librándolo de un hechizo, y a partir de entonces sería feliz para siempre jamás. Anhelaba estar totalmente segura de ello durante aquel veranillo de San Martín, mientras el hombre con el que iba a casarme se iba recuperando paulatinamente.
Pero la vida no es un cuento de hadas.
Jean-Pierre había partido hacia Mermoz, y Geneviève estaba triste por su ausencia. Tenía la cabeza llena de planes descabellados, y en cuanto a Jean-Pierre, su noble acción de salvar al conde no había cambiado su carácter de la noche a la mañana.
En mi felicidad se ocultaba una sombra. No cesaba de preguntarme si alguna vez acabaría por olvidar completamente a la fallecida condesa.
Todo el mundo sabía que el conde y yo íbamos a casarnos. Había visto las miradas curiosas de madame Latière, de madame Bastide, de los sirvientes y de otras personas.
Todo era como en un cuento romántico, cuya protagonista es una joven humilde que llega al castillo y se casa con su dueño.
Excitada por la pérdida de Jean-Pierre, Geneviève no se andaba con disimulos.
—¡Es usted muy valiente! —me dijo.
—¿Valiente? ¿Por qué?
—Porque, si mató a su primera mujer, ¿por qué no ha de hacer lo mismo con la segunda?
El final feliz estaba todavía muy lejano.
Empecé a sentirme perseguida por el fantasma de Françoise. ¡Qué extraño! Yo había dicho muchas veces que no creía en los rumores esparcidos sobre su desaparición. Sin embargo, ahora éstos me hostigaban de manera implacable.
Me repetía una y mil veces que el conde no pudo matarla. Sin embargo, ¿por qué había rehusado revelarme la verdad?
«No han de existir secretos entre los dos», fueron sus palabras.
Pero ambos conceptos no acababan de encajar.
Hasta que cierto día se me ofreció una oportunidad de averiguar algo que no pude resistir.
Sucedió de este modo.
Era por la tarde y el castillo estaba tranquilo y en silencio. Sintiéndome preocupada por Geneviève, me fui al cuarto de Nounou, deseando hablar con ella acerca de la joven. Quería averiguar hasta qué punto sus sentimientos por Jean-Pierre eran auténticos.
Llamé a la puerta de la salita de Nounou. No hubo respuesta y entré.
Nounou estaba tendida sobre un sofá, con un pañuelo ante los ojos que me indicó que sufría uno de sus consabidos dolores de cabeza.
—Nounou —la llamé suavemente, pero no me contestó.
Mi mirada se posó en el aparador en el que guardaba los libritos, y vi que las llaves estaban puestas en la cerradura. Por regla general, Nounou las llevaba pendientes de una cadenita a la cintura, y volvía a ponerlas allí después de usarlas. Me incliné sobre ella. Su respiración acompasada me hizo notar que estaba profundamente dormida. Miré otra vez el aparador. La tentación se hizo irresistible. Tenía que saber la verdad. Razoné conmigo misma. Si Nounou me había enseñado los demás libritos, ¿por qué no podía leer el último? Después de todo, Françoise había muerto, y si Nounou tenía acceso a aquellas notas, también yo podía tenerlo.
Se trataba de algo muy importante para mí. Debía saber lo que había escrito en aquel último cuaderno. Me acerqué con pasos silenciosos al armario. Miré por encima del hombro a la mujer dormida y abrí la puerta. Vi la botella y el vasito. Lo levanté y pude notar que había contenido láudano del que se usaba para los dolores de cabeza; el mismo que mató a Françoise. Nounou acababa de tomarse una dosis, porque el dolor se le hacía insoportable. Tenía que averiguarlo todo. De nada servían mis escrúpulos.
Tomé el librito que se hallaba al final de la hilera, siguiendo un orden perfecto. Lo abrí. Sí, era el que andaba buscando.
Me dirigí a la puerta.
Nounou no se había movido. Pasé a mi habitación con toda rapidez y con el corazón alborotado empecé a leer:
¿De modo que voy a tener otro hijo? Esta vez será un niño. A él le complacerá mucho. Por ahora no se lo diré a nadie. Lothair será el primero en saberlo. Le diré: «Lothair, vamos a tener un hijo».
Desde luego, siento miedo. Mucho miedo. Pero cuando todo haya pasado, seré feliz. ¿Qué dirá papá? Sin duda, se sentirá herido y disgustado. ¡Cuánto más dichoso hubiera sido al oírme afirmar que ingresaría en un convento, lejos de las maldades del mundo, de sus ambiciones y vanidades! Esto es lo que le hubiera gustado. En cambio, ahora me acercaré a él para decirle: «Papá, voy a tener un hijo». Esperaré un poco, y elegiré el momento adecuado. Por eso no debo revelar nada todavía.
Dicen que toda mujer cambia cuando va a tener un hijo. Yo también he cambiado. ¡Hubiera podido ser tan feliz! Casi lo soy. Sueño con ese niño. Será un varón, porque todos lo deseamos. Por otra parte, es natural que los condes de la Talle tengan hijos varones. Por eso se casan. De no ocurrir así, se contentarían con sus amantes. En realidad, sólo éstas les preocupan. Pero a partir de ahora, todo será distinto. Él me contemplará bajo una luz distinta. No seré sólo la mujer con la que le obligaron a casarse para perpetuar la familia, sino la madre de su hijo.
¡Es maravilloso! Debí haberlo sabido antes y no haber hecho caso de papá. Ayer, cuando estuve en Carrefour, no le hablé de ello. No me atreví. Me siento muy feliz por lo que me ocurre, y estoy convencida de que él lo estropearía todo. Me miraría con sus pupilas frías y duras, que parecen ver cuanto me ha acontecido hasta el momento de tener un hijo… pero no como es realmente, sino como él lo considera… como un acto horrible y pecaminoso. Hubiera deseado decirle: «No, papá. No es como tú te imaginas. Estás equivocado. Jamás debí escucharte». ¡Oh, aquel cuarto donde nos arrodillábamos juntos y donde rezábamos para que yo quedara protegida de las tentaciones de la carne! Por dicha causa me retiré de su lado. No dejo de pensar en la noche que precedió a mi matrimonio. ¿Por qué daría su aprobación a que se celebrara? Lo lamentó casi inmediatamente. Recuerdo que después de la cena del contrat de mariage rezamos juntos y me dijo: «Hija mía, hubiera preferido que esto no sucediera jamás». Y yo le respondí: «Pero, papá, si todo el mundo me felicita». Repuso: «Es porque la unión con un De la Talle se considera excelente partido. Pero a mí me hubiera gustado más que consagrases tu vida a la pureza». Por aquel entonces no lo comprendí. Repuse que intentaría ser pura, y empezó a murmurar acerca de los placeres de la carne. La noche anterior a la ceremonia religiosa, rezamos juntos otra vez. Yo no sabía nada respecto a mi futuro, excepto que mi padre lamentaba no haberme podido evitar semejante vergüenza. Y con esta noción del matrimonio me acerqué a mi marido.
Pero ahora todo es distinto. He llegado a la conclusión de que papá no debió haberse casado nunca. Quería ser monje, y estuvo a punto de conseguirlo. Pero luego cambió de idea y se casó con mi madre. Siempre se aborreció por tal debilidad y su hábito de monje era su mayor tesoro.
Está equivocado, y ahora lo sé. Yo hubiera podido ser feliz. Aprender cómo lograr que Lothair me amara si papá no me hubiera asustado de antemano; si no me hubiera enseñado que el lecho matrimonial es algo ignominioso.
Todos estos años durante los cuales mi esposo se ha apartado de mí pasando las noches con otras mujeres, no debían haber existido. Empiezo a comprender que lo he alejado con mis escrúpulos y mi exagerado concepto del pecado. Mañana iré a Carrefour y le diré a papá que voy a tener un hijo. «Papá; no siento ninguna vergüenza… sino al contrario, mucho orgullo. A partir de ahora será muy distinto».
No he ido a Carrefour como proyecté. La muela del juicio ha empezado a dolerme otra vez. Nounou me ha dicho: «A veces, cuando una mujer va a tener un hijo, pierde algún diente. ¿No será eso lo que te sucede?».
Me sonrojé y ella comprendió. ¿Cómo guardar un secreto a Nounou? Repuse: «No se lo digas a nadie todavía. Ni siquiera él lo sabe. Aunque ha de ser el primero en enterarse, ¿verdad? También quiero decírselo a papá». Nounou me ha comprendido. Me conoce muy bien y sabe que papá me obliga a rezar cada vez que voy a verlo. Sabe también que le hubiera gustado verme en un convento. Está enterada de sus ideas sobre el matrimonio. Ha restregado unas hierbas contra mis encías, diciendo que me quitarán el dolor. Yo estaba sentada en un taburete, reclinándome contra ella, igual que cuando era pequeña. He hablado mucho con Nounou. Le he contado mis penas. «Papá está equivocado, Nounou. Me quiere hacer creer que el matrimonio es vergonzoso. Creo que por esta causa… lo he convertido en una cosa intolerable para mi marido y por eso él presta su atención a otras mujeres».
«Tú no tienes la culpa —me dijo Nounou—. No has quebrantado ningún mandamiento». «Papá me hace sentir impura —le expliqué—. Siempre ha sido así desde el principio, y por tal motivo mi esposo me abandona. Pero no puedo explicárselo. Me cree una mujer fría, y tú sabes, Nounou, que mi esposo tiene un temperamento muy distinto. Necesita una mujer afectuosa e inteligente. No lo he tratado bien». Nounou insistió en que yo no he hecho nada malo. La acusé de estar de acuerdo con papá y le dije: «También tú hubieras preferido verme en un convento». No lo negó, y yo añadí: «¿También tú crees vergonzoso casarse, Nounou?». Tampoco ha negado esto. Mi muela no ha mejorado y, en vista de ello, me ha dado unas gotas de láudano disuelto en agua. Luego me tendí en el sofá de su habitación. Nounou guardó la botella en el armario y se sentó junto a mí. «Te dará un poco de sueño —me dijo—. Pero será muy agradable». Y, en efecto, así fue.
Es terrible. No creo poder olvidar la escena mientras viva. Su recuerdo no cesa de acosarme. Quizá si lo escribo sentiré algún alivio. Papa se encuentra muy enfermo. Hoy fui a verle, luego de decidir que le hablaría de mi estado. Cuando llegué estaba en su cuarto, y en seguida pasé a verle. Se había sentado a la mesa y leía la Biblia. Levantó la mirada y, poniendo la cinta de seda como punto, cerró el libro y me dijo: «Bien, hija mía». Me acerqué y le besé. Pareció notar en seguida el cambio efectuado en mí, porque me miró con asombro e incluso con alarma. Me preguntó por Geneviève y quiso saber si venía conmigo. Le contesté que no. No puede exigirse a la pobrecilla que rece tanto tiempo. Se pone intranquila, y esto la perturba mucho. Le aseguré que es una buena niña. Respondió que, a su modo de ver, expresa cierta tendencia a descarriarse, y que ha de ser muy vigilada. Quizá debido a mi próxima maternidad, sentí cierto disgusto. No quiero que Geneviève pase por las mismas pruebas que yo, cuando llegue el momento de casarse. Por ello le contesté ásperamente que, a mi modo de ver, es una niña perfectamente normal, como todas las de su edad, y que no hay que esperar que se comporten como santos. Se levantó y me miró con expresión furiosa: «¿Normal? —dijo—. ¿Por qué empleas esa palabra?». Le contesté: «Porque me parece natural que una niña sea un poco díscola de vez en cuando. Geneviève lo es, y no pienso castigarla por tal motivo». «No usar un buen palo es estropear a los niños —replicó—. Si se porta mal, debes pegarle». Yo estaba horrorizada. «Te equivocas, papá —repuse—. No estoy de acuerdo contigo. Nadie golpeará a Geneviève ni a ninguno de mis hijos». Me miró asombrado, mientras yo continuaba con voz confusa: «Papá; voy a tener otro hijo y esta vez será varón. Rezaré porque sea niño. Y tú también debes rezar». Su boca se torció al preguntarme: «¿Vas a tener un niño…?». Le respondí alegremente: «Sí, papá, y soy muy feliz… muy feliz». «Eres una histérica», me respondió. Y yo le repliqué: «En efecto, me siento histérica. Tengo deseos de bailar de alegría». Se agarró fuertemente a la mesa y momentos después caía al suelo. Logré sujetarlo un poco, sin poder entender todavía lo que estaba sucediendo. Llamé a Labisse y a Maurice, y entre todos lo pusimos en la cama. Yo me sentía también desfallecer. Enviaron en busca de mi esposo, y luego me dijeron que mi padre estaba grave. Acaso iba a morir.
De todo esto hace ya dos días. Ha preguntado por mí continuamente. Le gusta que me siente junto a él. El doctor cree muy beneficioso que yo siga en Carrefour. También mi marido está aquí. Le he dado la noticia. «Cuando conté a papá que iba a tener un hijo se puso muy enfermo, probablemente por la impresión», le dije. Y él me consoló. Mi padre lleva mucho tiempo enfermo, y este ataque pudo darle en cualquier momento. «No quiere que tenga hijos. Lo considera un pecado». Mi marido insistió en que no debía preocuparme, porque no es beneficioso para la criatura. Está muy contento. Lo sé porque desea ardientemente tener un sucesor.
Hoy estuve sentada junto a papá. Abrió los ojos y, al verme, dijo: «Honorine… ¿Eres tú, Honorine?». Al responderle: «No, soy Françoise», continuó pronunciando la palabra «Honorine». Me confundía con mi madre. Estuve sentada junto a la cama, pensando en los viejos tiempos cuando ella vivía. Yo no la veía a diario. A veces llevaba traje de noche con cintas y lazos, y madame Labisse bajaba con ella al salón. Se sentaba en una silla y hablaba poco, y siempre pensé que era una madre muy rara, aunque muy bella. Incluso yo, siendo una niña, me daba cuenta. Era como una muñeca que tuve una vez, con el rostro suave y sonrosado, desprovisto de arrugas. Tenía una cintura muy estrecha, pero sus formas eran redondeadas como algunos cuadros de mujeres hermosas que yo había visto. Seguí junto a la cama de mi padre, pensando en ella y en cómo un día la encontré riendo de una manera muy rara, como si no pudiera detenerse. Madame Labisse la llevaba a su cuarto y las dos estuvieron allí mucho rato. Conocía aquel cuarto por haber entrado una vez. Subí la escalera, deseosa de estar en su compañía, y la encontré sentada en una silla con los pies calzados con zapatillas de terciopelo y puestos sobre un taburete. La habitación estaba caldeada. Fuera, nevaba. Me acuerdo muy bien. Había una lámpara a bastante altura sobre la pared, y el fuego estaba protegido por unos hierros, como en mi cuarto de estudios. Sólo había una ventana muy pequeña, desprovista de cortinas, aunque con unos barrotes. Me acerqué a mamá y me senté a sus pies; pero no dijo nada, sino que pareció simplemente contenta por tenerme allí. Me acariciaba el pelo, desordenándolo y tirando de él hasta despeinarme. Y, de pronto, se echó a reír de aquella manera extraña. Madame Labisse entró y, al verme allí, dijo que me fuera en seguida. Luego debió decírselo a Nounou, porque ésta me riñó severamente y me advirtió que no volviera a subir la escalera. A partir de entonces sólo vi a mamá cuando entraba en el salón.
Mi padre seguía hablando de Honorine mientras yo me enfrascaba en mis recuerdos. De pronto, dijo: «Tengo que irme, Honorine, tengo que irme. No me puedo quedar». Y de pronto empezó con sus rezos: «Oh, Dios mío. Soy un hombre débil y pecador. Esa mujer me tentó y por ella soy malo. Ha llegado el momento de mi castigo. Estás probando mi fortaleza, oh, Dios mío, mientras tu miserable servidor te traiciona setenta veces siete». Le dije: «Papá, no soy Honorine, sino tu hija. Y tú no eres ningún pecador, sino un hombre muy bueno». Me contestó: «¿Cómo? ¿Qué dices?». Seguí hablando con él largo rato, intentando aplacarlo.
Aquella noche empecé a ver claro acerca de mi padre. Mientras estaba tendida en la cama, su imagen me reveló muchas cosas. Anhelaba la santidad; quería ser monje; pero había en él un trazo sensual contra el que combatía con su piedad. Teniendo en cuenta dicha circunstancia, debió haber sufrido grandísimos tormentos al pretender suprimir aquella tendencia malsana. Conoció luego a mi madre, se enamoró de ella y, dejando aparte su proyecto de ser monje, contrajeron matrimonio. Pero incluso después de casado pretendió suprimir su deseo y, al fracasar, se despreció interiormente. Mi madre era bella. Aunque muy niña, yo me daba cuenta de que resultaba irresistible para él. Me lo imaginé paseando incansable, tratando de mantenerse a distancia. Consideraba pecaminoso el amor físico, pero no podía prescindir del mismo. Imaginaba los días y noches en que se encerraba en su cuarto para permanecer tendido en su camastro o flagelarse. Quizá esperaba un castigo inminente, del mismo modo que cualquier pequeña falta mía o de los criados debía ser sancionada. Tal era el tema de sus plegarias. «Mía es la venganza, dijo el Señor», se repetía. «¡Pobre papá, qué desgraciado debía ser! Y pobre mamá. ¿Qué clase de matrimonio era el suyo?». Luego me di cuenta de lo que él había hecho conmigo y con ella, y lloré por la tragedia que representaba. Pero todavía había tiempo. «Voy a tener un hijo —me dije—. Quizá no llegue demasiado tarde». Me pregunté cómo podría ayudar a papá, pero no pude encontrar respuesta.
Esta mañana, Nounou entró a descorrer las cortinas. Me miró con ansiedad y me dijo que tenía un aspecto fatigado. Había pasado la noche en vela, pensando en papá y en mi triste existencia. Nounou me preguntó si me dolía la muela. Me cree una niña incapaz de solventar mis propios problemas. Le hice creer que, en efecto, era la muela, porque me pareció inadecuado hablarle de lo demás, y por otro lado, tampoco lo deseaba.
«Esta noche, toma un poco de láudano», me aconsejó. Y le respondí: «Gracias, Nounou».
Al llegar a Carrefour, Maurice me dijo que papá me había estado esperando. Miraba de continuo hacia la puerta y cada vez que alguien entraba pronunciaba mi nombre. Todos se sintieron muy aliviados al verme. Me senté junto a él. Tenía los ojos cerrados y, al abrirlos al cabo de un rato, no pareció fijarse en mí. Le oí murmurar una y otra vez: «La venganza del Señor». Evidentemente estaba muy inquieto. Me incliné sobre él y le dije en voz baja: «Papá, no hay nada que temer. Hiciste lo que pensabas que era justo. ¿Qué otra cosa deseas?». «Soy un pecador —respondió—. Me dejé dominar por las tentaciones. No fue culpa suya. Era muy bella… amaba los placeres de la carne y me incitó a imitarla. No pude resistir, y en eso está el pecado, hija mía. El mayor de todos». «Papá —le contesté—, te perturbas inútilmente. Descansa un poco».
«¿Eres Françoise? —me preguntó—. ¿Eres mi hija?». Le contesté que sí. «¿Hay también una niña en el cuarto?». «Sí, papá. Tu nieta Geneviève». Frunció el ceño de tal forma que me asusté. «He visto los signos —dijo—. Los pecados de los padres. ¡Oh Dios mío! Los pecados de los padres y…». Era preciso confortarle. «Papá, creo comprenderte. Amabas a tu esposa; pero eso no es pecado. El amor es cosa natural para hombres y mujeres. Y lo mismo tener hijos. Así es como marcha el mundo». Siguió farfullando algo y me preguntó si no sería mejor llamar a Maurice. De vez en cuando pronunciaba una frase coherente. «La atacó el histerismo… Un día la vimos jugar con fuego. Apiló leña en su dormitorio poniendo las ramitas una encima de otra… Siempre encontrábamos leña dispuesta de este modo… en los armarios… sobre las camas… se escapaba para recogerla… luego llegaron los médicos». «Papá —le pregunté—, ¿significa esto que mi madre estaba loca?». No me contestó, sino que continuó hablando solo, como si no me hubiera oído… «Hubiera podido alejarla de aquí, pero no podía estar sin ella… y la retuve a mi lado… aunque sabía lo que iba a pasar. A su debido tiempo aquella locura produjo su fruto. Fue mi pecado y ahora espero el castigo… Lo espero… lo espero». Me asusté tanto, que llegué a olvidar que era un hombre enfermo. Sin duda me estaba contando la verdad. Ahora comprendía por qué mi madre estaba encerrada en un cuarto con ventanas provistas de barrotes. Comprendí el motivo de nuestro extraño hogar. Mi madre estaba loca. Y por esta razón, mi padre no quería que me casara. «Françoise —murmuró—. Françoise, hija mía».
«Estoy aquí, papá». «He estado vigilando a Françoise —dijo—. Es una buena niña… tranquila, tímida, abstraída… no como su madre. No atrevida ni descarada… ni amante de los pecados. No, mi hija ha escapado a ellos… pero está escrito… que hasta la tercera y cuarta generación… Los de la Talle la pidieron en matrimonio… y yo di mi consentimiento. Fue un pecado de orgullo. No podía decir al conde que la madre de mi hija estaba loca. Consentí en el matrimonio y luego me castigué por mi orgullo y por mi sagacidad, porque era culpable de las dos mayores culpas. No impedí el matrimonio y mi hija se fue al castillo». Intenté consolarlo. «Todo marcha perfectamente, papá. No hay nada que temer. El pasado no existe. Todo irá bien a partir de ahora». «Hasta la tercera y cuarta generaciones… —murmuró—. Los pecados de los padres… Lo he visto en tu hija. Es traviesa y tiene la misma expresión que su abuela. Conozco esas señales. Será igual que ella. Incapaz de resistir los placeres de la carne… Y la simiente malvada pasará de unos a otros en las generaciones venideras». «No puedes hablar así de Geneviève; de mi hija», le indiqué. «La semilla está ahí, en Geneviève… Lo he visto. Crecerá y crecerá hasta destruirla. Debí haber advertido a mi hija. Ella ha escapado, pero su descendencia, no». Me asusté y empecé a ver las cosas con mayor claridad. Comprendí por qué se había dejado dominar por el horror cuando le revelé que iba a tener un hijo. Permanecí sentada junto a la cama, inmóvil.
No hay nadie con quien poder hablar de todo esto. A mi regreso de Carrefour estuve sentada durante largo rato en uno de los jardines, pensando en ello. ¡Geneviève, mi hija! Los episodios del pasado volvían a mi mente. Era como contemplar una serie de escenas que conducían a un final previsible. Recordé las cóleras sordas de mi madre, su manera descompuesta de reír. Escuché aquella risa mezclándose a los ecos del ayer. Mi madre y mi hija incluso se parecen físicamente… Cuanto más intentaba recordar el rostro de mi madre, más parecido era al de Geneviève Comprendí que debía vigilar a mi hija del mismo modo que mi padre me había vigilado a mí. Cualquier pequeño desliz que hasta entonces consideré insignificante, tomaba de repente un cariz especial. La semilla malvada había pasado a través de mí a la generación siguiente. Mi padre, que quiso ser fraile, no había podido reprimir su pasión hacia una esposa que estaba loca, y como consecuencia vine yo al mundo.
Por mi parte, también había engendrado a una niña. Temblaba de miedo porque no sólo todo ello afectaba a mi pobre Geneviève, sino también al niño aún por nacer…
Ayer no estuve en Carrefour; no me vi con ánimos para ir. Di la excusa de que me dolía la muela. Nounou se ocupó mucho de mí. Me administró unas gotas de láudano y luego me envió a la cama. Al despertar me sentía muy aliviada; pero la ansiedad empezó otra vez a dominarme. ¿Cómo sería aquel hijo al que tanto deseaba? ¿Qué iba a pasar con mi pobre Geneviève? Esta mañana entró como de costumbre. La oí hablar con Nounou, y ésta le dijo: «Tu madre no se encuentra bien. Tiene dolor de muelas y quiere descansar». «¡Pero yo siempre entro a saludarla!», replicó mi hija. «Hoy, no, querida; déjala que descanse». Geneviève se enfureció y empezó a golpear el suelo con los pies. Nounou quiso cogerla por la mano y ella la mordió. Yo estaba temblando. Mi padre tiene razón. Sus súbitos arrebatos son algo más que simple mal humor infantil. Nounou no puede controlarlos, ni yo tampoco. Le dije que la dejara entrar, y así lo hizo. Los ojos de Geneviève estaban brillantes por las lágrimas, y tenía los labios contraídos. Se echó en mis brazos y se apretó fuertemente; quizá con demasiado calor. «Nounou quiere mantenernos separadas. Pero no la dejaré. La mataré», dijo a su manera extravagante y amenazadora. Siempre la creí poco sincera. Tiene un carácter muy especial, quizá igual que el de Honorine. Mi padre lo había notado con anterioridad e imaginaba la causa. Comprendí que tenía razón y me sentí sobrecogida por el miedo.
Sabiendo que papá había preguntado por mí, me fui a Carrefour. «Siempre la está esperando —me dijeron—. No hace más que vigilar la puerta y preguntar por la madre de usted. Creo que la confunde con ella». Estuve sentada junto a su cama mientras él me miraba con sus ojos vidriosos, pronunciando mi nombre y, a veces, el de mi madre. No dejaba de hablar de pecado y de venganza, pero sin la coherencia de antes. Me pareció que se estaba muriendo. Se excitaba progresivamente, y me incliné un poco para oír sus palabras. «¿Un hijo? —preguntó—. ¿Dices que será un niño?». Estaba pensando en lo que le había dicho antes, pero observé que había retrocedido todavía más en el tiempo. «Honorine está encinta. ¿Cómo puede ser? ¡Ah! Es la venganza divina… lo sabía y, no obstante, me acerqué a ella y ahora ésta es la venganza del Señor… Hasta la tercera y la cuarta generaciones, la semilla… la semilla malvada… se reproducirá una y otra vez». «Papá —le dije—. Hace ya mucho tiempo que Honorine está muerta, y yo me siento perfectamente. No me sucede nada». «Recuerdo perfectamente el día —continuó—. “Vas a ser padre», me comunicaron, y se sonreían… sin saber el horror que me atenazaba el corazón. Ya estaba allí. La venganza había llegado. Mi pecado no moriría conmigo. Viviría hasta la tercera y la cuarta generaciones. Aquella noche fui a su cuarto… me incliné sobre ella. Estaba durmiendo. Sostuve la almohada en mis manos. Podía apretarla contra su rostro… y aquello sería el fin de ella y de su hijo; pero era muy hermosa… su pelo negro… su rostro redondeado e infantil… y yo un cobarde. Me arrojé sobre ella y la abracé, comprendiendo que en modo alguno hubiera podido matarla». «Te excitas demasiado, papá —le indiqué—. Todo eso ya ha pasado. Nada puede cambiar lo sucedido. Estoy aquí, a tu lado… y me siento perfectamente, te lo aseguro». Pero no me escuchaba y pensé otra vez en Geneviève y en el hijo que había de nacer.
Anoche no pude dormir pensando en la tragedia de papá. No podía alejar de mi mente a Geneviève Ahora comprendía la causa de su carácter alocado, que tanto atemorizaba a Nounou. Ésta conoció a mi madre, y su miedo era un reflejo de los de papá. Por eso no cesaba de vigilar a mi hija. Me adormilé y tuve una pesadilla. Había una persona en una habitación cuya ventana estaba protegida con barrotes. Yo tenía que matarla. Apretaba una almohada con mis manos. Se trataba de mi madre… pero con la cara de Geneviève, y llevaba a un niño en sus brazos; a un niño aún no nacido. Estuve un rato con la almohada en la mano y me desperté gritando: «¡No, no!». Temblaba mucho. Y después no pude descansar. Temía sufrir más pesadillas, y tomé un poco más de láudano, que me sumió, casi de inmediato, en un profundo sopor.
Al despertar esta mañana, mi mente estaba despejada. «Si mi hijo es un niño —pensé—, continuará la estirpe de los de la Talle». Imaginé la semilla de maldad entrando en el castillo como un fantasma y rondando por él durante siglos. Yo sería la causa. En cuanto a Geneviève, tiene a Nounou para cuidar de ella. La educará perfectamente, y procurará que nunca se case. Quizá la convenza para que entre en un convento como papá quería para mí. En cambio, el niño… si es varón… Papá no tuvo el valor suficiente, pero yo debo tenerlo. Si papá hubiera matado a mi madre, yo no hubiera nacido ni habría conocido este dolor… Y eso es lo que evitaré a mi hijo.
Anoche ocurrió una cosa extraña. Desperté de una pesadilla y recordé que la botellita verde con sus bordes rugosos me proporcionaba un sueño pacífico y reparador. Nounou me dijo que había escogido dicho frasco para poder tantearlo mejor en la oscuridad. Contiene algo que, tomado con exceso, puede ser un veneno. ¡Un veneno! Sin embargo, proporciona un bienestar tan dulce, un alivio tan profundo… Pensé en lo fácil que sería tomar una dosis doble o triple a las que Nounou me administra para el dolor de muelas… y no sentir más sentimientos ni tener más preocupaciones. El niño no sabrá jamás nada. Le será evitado venir a este mundo, y ser vigilado de continuo, en espera de que revele su malvada semilla. Alcancé la botella y me dije: «No voy a ser cobarde como papá». Me imaginé vieja como él, tendida en mi lecho de muerte, reprochándome las desgracias que he traído a mis hijos. Miré la botella con temor. Tomé unas gotas y me dormí. Por la mañana, me dije: «No, no es éste el camino…».
Es de noche otra vez y los temores me vuelven a asaltar. No puedo dormir. No dejo de pensar en papá y en mi madre en aquella habitación con barrotes. Siento claramente al niño que llevo en mi ser. Nounou, por favor, ocúpate de Geneviève. La dejo a tu cargo. ¿Tendré el valor que le faltó a papá? Creo que si él lo hubiera hecho hubiera sido un beneficio para todos nosotros. Mi pequeña Geneviève jamás habría nacido… Nounou no habría pasado tanto miedo… Creo que mi padre tiene razón. Veo la botella verde con sus bordes rugosos. Pondré este librito junto con los demás en el armario de Nounou y ella lo encontrará. Le gusta mucho leer lo que pasaba cuando yo era pequeña. Asegura que mis libros la devuelven a aquella época. Les explicará el motivo por el que… Pero no sé si podré. No estoy segura de obrar bien… Papá no tuvo valor… Me pregunto si yo lo tendré… me pregunto…
Las notas terminaban allí. Pero yo sabía muy bien lo sucedido. Françoise consiguió hacer acopio de lo que ella llamaba valor, y tanto ella como su hijo aún no nacido fallecieron durante la noche.
Las imágenes conjuradas por el librito de Françoise se agolpaban en mi mente. Ahora todo aparecía perfectamente claro; la casa con su tenebroso secreto; la habitación con la ventana enrejada; la chimenea protegida por hierros; la lámpara puesta muy arriba en la pared. Una mujer apasionada y agresiva y un marido austero pero que no podía dejar de considerarla irresistible. Su lucha tenaz contra los sentidos, su debilidad y el resultado de la misma que, según su fanática mentalidad, constituía una venganza. El nacimiento de Françoise, las miradas vigilantes, su retraída educación y, finalmente, su matrimonio con el conde. Comprendí por qué la boda había sido un fracaso desde el principio. Aquella niña inocente, ingenua e ignorante, se aproximó al matrimonio con horror, siguió la desilusión de ambos cónyuges; ella enfrentada a un marido viril y él a una esposa frígida.
Todos en el castillo se habían dado cuenta de que la unión era poco satisfactoria, y cuando Françoise murió, debido a una dosis excesiva de láudano, se preguntaron: ¿habrá tenido algo que ver en ello su marido?
Era una conclusión cruelmente injusta, y Nounou tenía mucha culpa de ella. Había leído lo mismo que yo. Había descubierto lo que yo descubrí y, sin embargo, permitió que se siguiera sospechando del conde. ¿Por qué no había divulgado el contenido de unas páginas que tan claramente lo explicaban todo?
Era preciso descubrir la verdad.
*****
Consulté el reloj que llevaba prendido a la blusa. El conde debía estar en el jardín preguntándose por qué yo no bajaba como ocurría siempre. Los dos permanecíamos sentados largo rato junto al estanque, trazando los planes de nuestro matrimonio, que se iba a celebrar en cuanto él estuviera lo suficientemente recobrado.
Lo encontré solo, esperándome con impaciencia. En seguida comprendió que algo acababa de ocurrir.
—¡Dallas! —exclamó, pronunciando mi nombre con aquella nota de ternura que nunca dejaba de emocionarme.
Me llenaba de cólera pensar que un hombre inocente hubiera podido ser acusado de manera tan injusta.
—Conozco la verdad sobre la muerte de Françoise —le dije sin ambages—. Y todos deben conocerla. Está ahí… ella misma lo escribió. Se trata de una explicación perfectamente clara. Fue un suicidio.
Vi el efecto que estas palabras le causaban y continué con aire triunfal:
—Llevaba su diario en unos libritos que Nounou ha guardado. Ella lo sabía… pero nunca dijo nada. Permitió que sospecharan de ti. Es monstruoso. Ahora explicaremos la verdad.
—Dallas, querida; estás muy nerviosa.
—¿Nerviosa? He descubierto el secreto. Puedo mostrar… esa declaración… al mundo entero. A partir de ahora, nadie se atreverá a decir que tú mataste a Françoise.
Puso una mano sobre la mía.
—¿Qué has descubierto en realidad? —me preguntó.
—Sabía la existencia de ese diario —le expliqué—. Nounou me había enseñado algunos de los libritos que lo componen. Entré en su cuarto y la encontré dormida. El armario estaba abierto. Tomé el último cuaderno por adivinar que allí se encontraba la clave del misterio. Lo que nunca pude sospechar es que la respuesta apareciese tan clara e incontrovertible.
—¿Y qué has descubierto? —repitió.
—Que Françoise se mató por temor a la locura. Su madre estaba loca y su padre se lo dijo cuando sufrió el ataque. Le contó cómo había intentado matarla… su fracaso… y lo bueno que hubiera sido para todos que Honorine muriese. ¿Te das cuenta? Françoise no vivía en este mundo. Se aprecia en sus diarios. Aceptaba fatalmente todo cuanto los otros le decían. Pero ahí lo tienes… claro como el agua. Nadie volverá a acusarte de un crimen que nunca cometiste.
—Me alegro de que hayas descubierto esos libritos. Ahora ya no habrá secretos entre nosotros. Quizá debí decírtelo a su debido tiempo, pero temía que luego lo traicionaras incluso sin hablar… con algún gesto…
Lo miré intrigada.
—Sé perfectamente que no eres un asesino —repuse—. ¿No habrás creído ni por un instante que yo admitiera esos absurdos chismorreos?
Tomó mi rostro entre sus manos y me besó.
—Me gustaba creer que, aun dudando de mí, me amabas igual —repuso.
—Tal vez sea cierto —admití—. Pero no entiendo el comportamiento de Nounou. ¿Cómo puede haber estado callada tanto tiempo?
—Por la misma razón que yo.
—¿Qué… dices?
—Yo sabía perfectamente lo ocurrido, porque Françoise me dejó una nota explicándolo.
—¿De modo que sabías que se quitó la vida, y sin embargo…?
—Sí, lo sabía; pero dejé que los demás hablaran a su modo.
—¿Por qué? ¿Por qué? Es algo tan terrible… tan cruel…
—Estaba acostumbrado a los comentarios de las gentes, a las calumnias; pero lo merecía. Ya te advertí que no ibas a casarte con un santo.
—Pero de eso a un crimen…
—Ahora es tu secreto, Dallas.
—En efecto; pero voy a divulgarlo.
—Olvidas a alguien.
—¿A quién?
—A Geneviève.
Lo miré y comprendí.
—Sí; a Geneviève —continuó—. Ya sabes cómo es, indómita y excitable. Sería muy fácil hacerla recorrer el mismo camino que su abuela. Desde que estás aquí, ha cambiado un poco, aunque no mucho. Espero que nada ocurra: pero uno de los medios más fáciles de precipitar en la locura a una persona nerviosa es la continua vigilancia, el conferirle la idea de que existe en ella algo capaz de producir resultados fatales. No quiero que esto suceda. Deseo que crezca normalmente. Françoise se quitó la vida por un hijo que iba a tener. Yo puedo enfrentarme a unas cuantas murmuraciones por nuestra hija. ¿Me comprendes ahora, Dallas?
—Sí, te comprendo.
—Me alegro de que ya no existan secretos entre ambos.
Miré el estanque más allá de la hierba. Hacía calor. La tarde iba declinando y se acercaba el crepúsculo. Hacía sólo un año que había llegado al castillo. ¡Cuántas cosas pueden suceder en un año!
—Estás muy callada —me dijo—. Dime lo que piensas.
—Pensaba en lo que ha ocurrido desde que llegué aquí. Nada es como parecía serlo aquel día, cuando te vi por vez primera tan diferente de como eres en realidad… Y ahora te muestras capaz de tan gran sacrificio.
—Querida, no dramatices. Este sacrificio me cuesta poco. ¿Qué importa lo que digan? Sabes que soy tan arrogante como para chasquear los dedos y decir: pensad lo que queráis. Pero existe alguien cuya buena opinión de mí es de la máxima importancia… y por eso estoy aquí, esperando tu aprobación y permitiéndote colocar una corona sobre mi cabeza. Sé que muy pronto descubrirás que es sólo una ilusión… pero resulta agradable acariciarla durante algún tiempo.
—¿Por qué estás tan empeñado en desprestigiarte?
—Porque bajo mi capa de arrogancia, tengo miedo.
—¿Miedo tú? ¿De qué?
—De que ceses de amarme.
—¿No crees que yo también puedo tener un miedo semejante?
—Es un consuelo pensar que eres capaz de alguna tontería de vez en cuando.
—Éstos son los momentos más felices de mi vida —respondí.
Me rodeó con un brazo y así permanecimos durante unos minutos contemplando el apacible jardín.
—Procuraremos que dure —me contestó.
*****
Tomó el librito que yo tenía en la mano y arrancó la cubierta. Luego encendió una cerilla y arrimó la llama a las hojas.
Miré cómo la llama azul y amarilla iba destruyendo aquella escritura infantil.
Pronto no quedó nada de la confesión de Françoise. Hubiera sido una imprudencia guardarla.
—¿Querrás explicárselo a Nounou? —me preguntó.
Hice una señal de asentimiento; tomé la cubierta del libro y me la guardé en el bolsillo.
Contemplamos las cenizas negras que el viento deshacía sobre el césped. Pensé en el futuro y en los murmullos que de vez en cuando escucharía a mi alrededor; en el carácter indomable de Geneviève y en la complicada naturaleza del hombre a quien inexplicablemente había elegido por esposo. El futuro se me presentaba como un desafío. Pero yo siempre he sido amiga de superar obstáculos.