Capítulo 11

Cuando algunos días después el conde volvió al castillo parecía preocupado y no hizo nada para entrevistarse conmigo. Por mi parte, sentía tal horror ante lo que Claude me había explicado que preferí evitar su presencia. Me dije que si lo amaba de verdad, no debía creer a Claude; pero en mi fuero interno comprendía que eran muchas las posibilidades de que su historia resultara cierta. De manera extraña, aquello no alteraba mis sentimientos hacia el conde, ya que lo amaba tal como era y hasta en algunas ocasiones me conformé con cosas que luego resultaron equivocadas, como los casos de Gabrielle y de mademoiselle Dubois. Estaba ciegamente fascinada por su persona.

En realidad era difícil conocer mis sentimientos. Todo cuanto podía decir era que el conde dominaba mi vida, y que sin él la existencia se convertía en algo triste, gris y sin significado. No podía preguntarle si el relato de Claude era cierto. La barrera existente entre ambos alcanzaba demasiada altura. Aquel hombre era un enigma para mí. Llegué a la conclusión de que todo mi mundo se vendría abajo, desprovisto de esperanza y de felicidad, caso de separarme de él.

Todo aquello carecía de sentido. No era lo que podía esperarse de mí misma. No había forma de cambiarlo.

Me encontraba envuelta en un embrollo, de manera total. Hubiera querido sustituir la palabra amor por otra expresión cualquiera, pero me reprendí el temor a reconocer que amaba a aquel hombre de manera irrevocable.

*****

Durante los días siguientes la tensión fue en aumento. Yo estaba segura de que la situación no iba a permanecer estática sino que estallaría de manera inesperada. Avanzábamos hacia un punto crucial, y cuando éste se produjera mi futuro quedaría definitivamente fijado.

Tal vez aquella atmósfera de excitación fuese normal en tiempos de vendimia. Pero al margen de la misma, existía mi propia crisis emotiva. Mi trabajo tocaba a su fin. No podía permanecer indefinidamente en el castillo. Experimenté una desolación infinita al considerar que debía avisar al conde de mi partida, y que éste se limitaría tal vez a despedirme.

Me había iniciado de manera imprevista en aquella existencia feudal, y no obstante mi educación estrictamente inglesa intenté acoplarme a la misma. ¿Había sido un error? Me aferré a dicho interrogante, cuya solución dejaba un resquicio a la esperanza.

En el extraño período de espera noté de improviso la sensación de peligro; un peligro distinto a aquel en que se pone una mujer imprudente cuando sueña con un idilio imposible. Porque aquí el peligro era real. Sentía la extraña sensación de ser vigilada. Oía ruidos sospechosos, no fáciles de identificar, mientras recorría los pasillos en dirección a mi cuarto. Una especie de sexto sentido me obligaba a volver bruscamente la cabeza, dominada por un intenso temor.

No perdía de vista la llave que aún llevaba escondida. Me había propuesto enseñársela al conde y rogarle que buscásemos juntos la cerradura. Pero desde que Claude habló conmigo, me sentía incapaz de llevar a cabo aquel propósito.

Me había propuesto continuar mis investigaciones, y en secreto me imaginaba acercándome al conde y diciéndole que acababa de descubrir las esmeraldas, porque cada vez estaba más segura de que encontraría dichas joyas. En el fondo de mi alma tenía la convicción de que se sentiría tan agradablemente sorprendido, que empezaría a tomarme en serio, lo que hasta entonces no había hecho.

¡Qué ideas tan absurdas puede acariciar una mujer enamorada! Se vive en un mundo de engaño que apenas guarda contacto con la realidad. Se trazan encantadoras imágenes para llegar a la conclusión de que no son verdaderas.

Aquella conducta era muy extraña en mí.

El conde no había venido a ver mis progresos con la pintura mural, lo cual me sorprendió. A veces me preguntaba si Claude no le habría hablado de mí, burlándose los dos de mi inocencia. Si era verdad que iba a tener un niño, las relaciones de ambos deberían ser muy íntimas. No podía creerlo, pero esta duda formaba parte de mi romanticismo. Considerando la situación desde un punto de vista puramente práctico, todo aquello no carecía de lógica. Y ¿acaso no son famosos los franceses por su lógica? Lo que, según mi razonamiento inglés era una situación inmoral, debía resultar totalmente satisfactorio para una mente francesa. El conde no tenía deseo alguno de casarse, sin embargo, deseaba que un hijo suyo heredase su apellido, su fortuna, sus fincas y todo cuanto era importante para él. Caso de fallecer, el legado pasaría primero a Philippe y luego a su hijo. Por su parte, Claude podía disfrutar de aquellas relaciones sin perder un ápice de su dignidad. Todo muy razonable y desde luego consecuente.

Pero para mí resultaba horrible y odioso. No sentía ganas de ver al conde por temor a traicionar mis sentimientos. Pero no por eso dejaba de mantener la vigilancia.

Una tarde me fui a ver a Gabrielle, que ahora demostraba ya con toda claridad su gravidez. La visita me resultó satisfactoria porque hablamos del conde, y Gabrielle pertenecía al grupo de personas que lo tenían en gran estima.

Cuando me despedí, tomé el atajo que atravesaba el bosque, y mientras proseguía mi camino tuve la sensación de que alguien me seguía, lo que me hizo sentir profundamente alarmada. Estaba sola en el bosque no muy lejos del lugar en el que el conde había recibido su herida. El temor me sobrecogió. Cualquier cosa me sobresaltaba, aunque fuese el leve chasquido de una ramita al quebrarse. Me detuve y escuché. Reinaba un silencio total, pero la sensación de peligro persistía.

Sentí el repentino impulso de echar a correr, sobrecogida de pánico, y casi empecé a proferir gritos, cuando mis faldas se enredaron en unos matorrales. Tiré fuertemente de ellas, dejando un poco de tela desprendida, y seguí corriendo, sin detenerme.

Estaba segura de escuchar los pasos de alguien tras de mí. Cuando los árboles se fueron aclarando, miré hacia atrás pero no vi a nadie. Salí del bosquecillo. No había señal alguna de presencia humana; pero aun así no me detuve, sino que seguí a toda prisa el camino que conducía al castillo.

Al acercarme a los viñedos vi a Philippe montado a caballo. Se acercó a mí y me dijo:

—¿Qué le ocurre, mademoiselle Lawson? ¿Le ha pasado algo?

Debía tener un aspecto bastante alterado, así es que de nada hubiera servido disimularlo.

—Acabo de sufrir una experiencia muy desagradable —le respondí—. Me pareció como si alguien me siguiera.

—No debe ir usted sola al bosque.

—Desde luego; pero no había pensado que pudiera suceder tal cosa.

—Deben ser imaginaciones suyas; pero comprendo su miedo. Quizá se acordó de cuando dispararon contra mi primo, y esto la hizo imaginar que alguien la seguía. Tal vez andaba por allí algún cazador cazando conejos.

—Sí. Tal vez.

Desmontó y se quedó inmóvil, contemplando los viñedos.

—Vamos a tener una cosecha magnífica —dijo—. ¿Ha visto usted alguna vez una vendimia?

—No.

—Le gustará. Ya no tardaremos. La uva está casi madura. ¿Quiere echar una mirada a los cobertizos? Verá cómo preparan los cestos. Todo el mundo está impaciente.

—¿No los molestaremos?

—¡Nada de eso! Les gusta creer que otros sienten la misma emoción que ellos.

Me condujo por un camino hacia los cobertizos, sin parar de hablarme de las uvas. Admitió no haber asistido a una vendimia desde hacía varios años. Su compañía me turbaba. No era más que un personaje secundario en aquella odiosa comedia, y me hubiera gustado separarme de él, pero no era posible.

—En el pasado —decía— solía quedarme en el castillo durante los veranos, y recuerdo muy bien las vendimias de entonces. Parecían prolongarse hasta bien entrada la noche, y a veces me levantaba para escuchar las canciones de los vendimiadores conforme cortaban las uvas. Era un espectáculo fascinador.

—En efecto; debía serlo.

—¡Oh, sí, señorita Lawson! Nunca he podido olvidar a aquellos hombres y mujeres metidos en la tina para aplastar las uvas. Unos músicos tocaban canciones populares a cuyo compás bailaban y cantaban todos. Los hombres y mujeres se iban hundiendo más y más en aquella masa color púrpura.

—¿Por eso aguarda con impaciencia la vendimia?

—Sí; aunque quizá cuando uno es joven todo tiene mayor colorido. Sin embargo, fueron esas vendimias las que me decidieron a quedarme en Château Gaillard.

—Veo que ha cumplido su propósito.

Se mantuvo en silencio y observé las líneas de amargura que flanqueaban su boca. Me pregunté qué sentiría al pensar en las relaciones del conde y de su esposa. Tenía un aire afeminado, que hacía más plausible la afirmación de Claude. Y el hecho de que sus facciones tuvieran cierta semejanza con las de su primo, hacía más aparente aún su diferencia de caracteres. A mi modo de ver, lo que deseaba con mayor fuerza era seguir viviendo en el castillo, poseerlo, ser conocido como el conde de la Talle, y por ello había puesto en entredicho su honor casándose con la amante del conde y aceptando el hijo de éste como suyo propio. Todo porque cuando falleciera su primo él se convertiría en el rey del castillo, cosa que jamás hubiera podido conseguir caso de haber rehusado las condiciones propuestas por aquél.

Hablamos de las uvas y de las vendimias que recordaba de sus tiempos infantiles. Cuando llegamos a los cobertizos me mostró los cestos ya dispuestos, y se puso a hablar con los trabajadores. Regresamos al castillo, andando, y él se mostró amistoso, reservado y un poco circunspecto, lo que me obligó a simpatizar con él.

Subí a mi habitación y apenas hube entrado me di cuenta de que alguien estuvo allí durante mi ausencia. Miré a mi alrededor y observé que el libro que había dejado en la mesilla de noche estaba ahora sobre el tocador.

Me acerqué rápidamente y lo tomé. Luego abrí el cajón. Todo parecía en orden. Abrí los demás cajones sin ver en ellos señal alguna de haber sido registrados.

Sin embargo, el libro estaba en un lugar distinto.

Quizá había entrado alguna de las sirvientas, pero ¿con qué motivo? Por regla general nadie acudía allí a aquellas horas.

Luego percibí un suave aroma, un perfume a rosa que ya conocía. Era femenino y muy agradable, y sólo lo llevaba una persona: Claude. Tuve entonces la certeza absoluta de que Claude había estado en mi cuarto, pero ¿por qué? Quizá supiera que estaba en posesión de la llave y trató de ver si la guardaba en alguno de aquellos cajones.

Me quedé inmóvil y palpé el bolsillo donde guardaba la llave en cuestión. Estaba en su sitio y no había peligro mientras la llevara encima. Había dejado de percibir el aroma, pero de pronto llegó a mí otra vez, muy suave, evasivo, aunque lleno de significado.

*****

Al día siguiente la criada me trajo una carta de Jean-Pierre en la que éste me decía que necesitaba verme sin pérdida de tiempo.

Debía acudir a las viñas donde nadie podría interrumpirnos. Me rogaba encarecidamente que lo hiciera.

Salí bajo la ardiente claridad del sol, y luego de cruzar el puente levadizo me dirigí a los viñedos. La comarca entera parecía dormida bajo el calor.

Cuando andaba por el sendero hacia las viñas, ahora cargadas de fruto maduro, Jean-Pierre salió a mi encuentro.

—Aquí es muy difícil hablar —dijo—. Entremos.

Me llevó al edificio donde estaban las bodegas.

Allí dentro hacía fresco, y tras la cegadora claridad del exterior me pareció estar rodeada de tinieblas. La luz sólo entraba por unas pequeñas aberturas dotadas de postigos que regulaban la temperatura interior.

Una vez estuvimos entre las tinajas, Jean-Pierre me dijo:

—Tengo que marcharme de aquí.

—¿Marcharte? —repetí tontamente—. Pero ¿cuándo?

—En cuanto acabe la vendimia.

Me cogió por los hombros.

—¿Y sabes por qué, Dallas?

Moví la cabeza.

—Porque el conde quiere que me aleje.

—¿Por qué?

Se echó a reír amargamente.

—No me ha dicho sus motivos. Ese hombre sólo da órdenes. No le agrada verme aquí, y aunque haya pasado en este lugar toda la vida, no tengo más remedio que desaparecer.

—Pero, si le explicas…

—¿Explicarle qué? Éste es mi hogar… del mismo modo que el suyo es el castillo. Querida Dallas; nosotros no debemos tener tan absurdos sentimientos. Somos siervos, nacidos para obedecer. ¿No te habías dado cuenta?

—Esto es absurdo, Jean-Pierre.

—He recibido órdenes.

—Ve a verle…, dile…, estoy segura de que te escuchará.

Me sonrió.

—¿Sabes por qué quiere que me marche? ¿No lo adivinas? Porque conoce mi amistad contigo y no le gusta.

—¿Qué puede significar para él nuestra amistad? —pregunté, confiando en que Jean-Pierre no notara el tono emocionado de mi voz.

—Siente interés por ti, a su manera.

—¡Pero esto es ridículo!

—Sabes muy bien que no. Tú eres diferente a todas cuantas mujeres ha conocido ese hombre. Quiere disponer de ti de manera total… durante algún tiempo.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Que cómo lo sé? Porque lo conozco bien. He vivido siempre aquí y aunque él se aleje con frecuencia, éste es también su hogar y aquí actúa de un modo como no puede en París. Es el dueño de todos nosotros. El tiempo se ha detenido en Gaillard y desea conservar las cosas de este modo.

—¿Le odias, Jean-Pierre?

—En cierta época, el pueblo de Francia se levantó contra los de su clase.

—¿Olvidas cómo ayudó a Gabrielle y a Jacques?

Se echó a reír amargamente.

—Gabrielle, como toda mujer, lo idolatra.

—¿Qué insinúas?

—Que no creo en esa bondad. Siempre existe un motivo para todos sus actos. No somos gente con vida propia, sino sus esclavos. Te lo aseguro. Si desea a una mujer, elimina a cuanto se ponga en su camino, y cuando ya no le gusta pues… ya sabes lo que le pasó a la condesa.

—No digas esas cosas.

—Dallas, ¿qué te ocurre?

—Me gustaría saber qué hacías en la sala de armas del castillo.

—¿Yo?

—Sí. Porque encontré allí tus tijeras de vendimiar. Tu madre me contó que las habías echado de menos y que eran tuyas.

Se quedó sorprendido; pero luego dijo:

—Tuve que ir al castillo para hablar con el conde de asuntos de las tierras. Fue un poco antes de que se marchara.

—¿Estuviste en la sala de armas?

—No.

—Es allí donde encontré las tijeras.

—El conde no estaba y decidí echar una mirada por el lugar. No te sorprendas. Es muy interesante. No pude resistirlo. Ya sabes que en ese recinto fue donde un antepasado mío vio por última vez la luz del día.

—Jean-Pierre —le dije—, no debes odiar de ese modo.

—¿Por qué ha de ser suyo todo esto? ¿Sabes que tenemos cierto parentesco? Un tatarabuelo mío fue medio hermano de un conde… pero su madre no era condesa.

—No hables de ese modo —le dije. Una terrible idea acababa de insinuarse en mi mente—. Estoy segura de que lo matarías si pudieras —le dije.

Jean-Pierre no contestó.

—Aquel día en los bosques… —empecé.

—Yo no disparé. ¿Crees que soy el único que lo aborrece?

—No tienes motivos para odiarle de este modo. Nunca te hizo daño. Lo odias por lo que es y porque deseas apoderarte de lo suyo.

—¡Una buena razón para odiar! —exclamó echándose a reír—. Pero no se trata de eso sino simplemente de que estoy furioso con él porque quiere que me vaya. ¿No odiarías a quien te separase de tu casa y de las personas amadas? No he venido aquí para hablar del conde, sino porque te quiero. Cuando la vendimia termine, me iré a Mermoz y quiero que me acompañes, Dallas. Perteneces a los nuestros. Después de todo, tu madre era de aquí. Casémonos y podremos reírnos de él para siempre. No tiene poder alguno sobre ti.

¡Ningún poder sobre mí! Pensé que Jean-Pierre estaba terriblemente equivocado, porque nadie hasta entonces había poseído tanto poder como el conde para regular mi felicidad y excitar o deprimir mi espíritu.

Jean-Pierre me tenía cogida de las manos y me atraía hacia él con los ojos brillantes.

—Dallas, cásate conmigo. Piensa en lo felices que seremos, tú, yo… mi familia. Nos quieres, ¿verdad?

—Sí, os quiero a todos —repuse.

—¿Deseas… volver a Inglaterra? ¿Qué harás allí, Dallas querida? ¿Tienes amigos? Si lo fueran de verdad no hubieras podido permanecer tanto tiempo alejada de ellos. Tú deseas quedarte aquí. Estás convencida de ser de los nuestros.

Guardé silencio mientras reflexionaba sobre la clase de vida que Jean-Pierre me estaba proponiendo. Me imaginé presa en el torbellino de la vendimia, tomando mi caballete y mis pinturas y desarrollando mi modesto talento de pintora. Visitando a la familia en Maison Bastide… Pero vería siempre el castillo y jamás podría contemplarlo sin sentir un profundo dolor. Quizá algunas veces viera también al conde. Me miraría y se inclinaría cortésmente. Tal vez incluso se preguntara: «¿Quién es esa mujer? Me parece haberla visto en algún sitio. ¡Ah, sí! Se trata de mademoiselle Lawson, la que vino a reparar unas pinturas y luego se casó con Jean-Pierre en Mermoz».

Era mejor alejarse definitivamente de todo aquello, aceptar la oportunidad que Claude me ofreciera y que aún seguía vigente.

—¿Vacilas? —preguntó Jean-Pierre.

—No puede ser —repuse.

—¿No me amas?

—No te conozco, Jean-Pierre.

Pronuncié aquellas palabras sin reflexionar, y en seguida me arrepentí de ello.

—Pero somos viejos amigos, ¿verdad?

—¡Son tantas las diferencias que nos separan…!

—Lo único importante es que te amo.

*****

Me dije que hablaba del amor con menos vehemencia que cuando expresaba odio. La hostilidad hacia el conde era más fuerte que sus sentimientos hacia mí, y se me ocurrió pensar que éstos eran consecuencia de la primera. Jean-Pierre quería casarse conmigo por la simple razón de que había observado las atenciones de que el conde me hacía objeto. Aquella idea me provocó una gran repugnancia, y al instante dejó de parecerme el viejo amigo en cuya casa había pasado tantas horas felices. De pronto, quedaba convertido para mí en un hombre siniestro y extraño.

—Vamos, Dallas —insistió—. Di que aceptas. Veré al conde y le diré que voy a llevarte a Mermoz.

No cabía duda. Pensaba en todo aquello como en un triunfo ante el conde.

—Lo siento, Jean-Pierre —respondí—. Pero no es ése el camino que deseo seguir.

—¿No quieres casarte conmigo?

—No, Jean-Pierre. No quiero.

Me soltó las manos, y una expresión de rabia incontenible se pintó en su rostro. Luego se encogió de hombros.

—Continuaré esperando —dijo.

Sentía deseos de escapar cuanto antes de aquella bodega. Me causaba terror pensar que un hombre pudiera odiar tanto a otro. ¡Y yo que en el pasado me sentí siempre tan segura de mí misma, tan capaz para cuidar de mi persona! Ahora empezaba a saber el significado del miedo.

Me alegró mucho volverme a encontrar bajo la claridad del sol.

Me fui a mi cuarto y estuve pensando en la propuesta de Jean-Pierre. Su actitud no era la de un hombre enamorado. Me había demostrado la profundidad de su odio al referirse al conde, y si proyectó casarse conmigo era sólo para ocasionarle un disgusto. Se había dado, pues, cuenta del interés del conde hacia mí. Ahora bien; desde su regreso de París, aquél parecía no hacerme el menor caso.

*****

A la mañana siguiente estaba dando los últimos toques a la pintura mural, cuando Nounou se acercó a mí muy excitada.

—Geneviève acaba de entrar y se ha ido directamente a su cuarto —me explicó—. Lloraba y reía a la vez, y no sé qué le pasa. ¿Por qué no viene conmigo?

La acompañé al cuarto de Geneviève. Ésta se encontraba de un humor endiablado. Había tirado el sombrero y la fusta a un rincón, y cuando entramos estaba sentada en la cama mirando fijamente ante sí.

—¿Qué te pasa, Geneviève? —le pregunté—. Quizá pueda ayudarte.

—¡Ayudarme! ¿Cómo quiere ayudarme? A menos que vaya a preguntar a mi padre… —se interrumpió, mirándome inquisitivamente.

—¿Qué he de preguntarle? —inquirí.

Pero no contestó, sino que cerrando los puños golpeó la cama con ellos.

—¡No soy ninguna niña! —exclamó—. ¡Y no me quedaré aquí si no quiero! ¡Me iré!

Nounou contenía la respiración, presa de profundo temor. Finalmente le preguntó:

—¿Adónde quieres irte?

—¡A cualquier sitio! Adonde nadie pueda encontrarme.

—No es fácil que nadie te busque mientras sigas con este mal genio —le dije.

Se echó a reír, pero volvió a tranquilizarse casi inmediatamente.

—Ya le he dicho, señorita, que no quiero que me traten como a una niña.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿A qué viene eso de haber sido tratada como una niña?

Se quedó mirando fijamente las punteras de sus botas.

—Si quiero amigos, los tendré.

—¿Y quién te dice que no hayas de tenerlos?

—No me parece bien despedir a la gente tan sólo porque… —Se detuvo y me miró iracunda—. Pero no es asunto suyo, ni tampoco de usted, Nounou. Márchense. No se queden ahí mirándome como si fuera un bicho raro.

Nounou parecía a punto de llorar, y por mi parte pensé que todo aquello sería tratado con más facilidad si la institutriz se retiraba. Le hice señas y me obedeció inmediatamente.

Me senté en la cama y esperé. Geneviève dijo tristemente:

—Mi padre despide a Jean-Pierre porque es amigo mío.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No es preciso que me lo digan. Lo sé.

—¿Crees que es motivo suficiente para despedirlo?

—Sí; porque soy la hija de papá, y Jean-Pierre sólo un campesino.

—Sigo sin ver el motivo.

—Me estoy haciendo mayor, eso es todo. —Me miró y sus labios temblaron. Luego se echó sobre la cama y empezó a sollozar mientras su cuerpo se estremecía.

Me incliné sobre ella.

—Geneviève —le dije con afabilidad—. ¿Crees que temen verte enamorada de él?

—¡Y, encima, se ríe! —gritó, volviendo hacia mí su rostro encendido—. ¡Tengo edad suficiente! No soy una niña.

—Nunca he dicho que lo fueras, Geneviève. ¿Estás enamorada de Jean-Pierre?

No respondió y yo insistí:

—¿Y él de tí?

Hizo una señal de asentimiento.

—Sí. Y me dijo que es por eso por lo que papá lo ha despedido.

—Comprendo —pronuncié lentamente.

—Si se marcha a Mermoz, no me quedaré aquí. Me escaparé con él.

—¿Te lo ha pedido Jean-Pierre?

—No empiece a preguntar. Usted no está de mi lado.

—Sí que lo estoy, Geneviève.

Se incorporó y me miró.

—¿De veras?

Hice una señal de asentimiento.

—Pues yo creí que no… Pensé que usted lo amaba también, y sentí celos —admitió ingenuamente.

—No hay por qué tener celos de mí, Geneviève. Has de ser razonable. Me enamoré una vez siendo muy joven.

Aquella idea la hizo sonreír, y exclamó:

—¡Oh, señorita! ¿Usted enamorada?

—Sí —respondí fríamente—. También yo soy capaz de enamorarme.

—Debió resultar muy divertido.

—Pues a mí me pareció trágico.

—¿Por qué? ¿Es que su padre rechazó al pretendiente?

—Nunca lo hubiera hecho. Pero me obligó a comprender la imposibilidad de aquella unión.

—¿Resultaba imposible?

—A veces suelen serlo, sobre todo cuando una es joven.

—Está intentando influir en mí. Pero no voy a escucharla. Le aseguro que en cuanto Jean-Pierre se haya ido a Mermoz, me reuniré con él.

—Se marchará después de la vendimia.

—Y yo también —manifestó con expresión determinada.

Comprendí que de nada servía continuar aquella conversación y quedé preocupada preguntándome qué significaba semejante actitud. ¿Imaginaba que Jean-Pierre se había enamorado de ella o acaso él mismo se lo dijo? ¿Era posible que obrara de aquel modo mientras, por otra parte, me pedía en matrimonio a mí?

Recordé a Jean-Pierre en la bodega, con los ojos brillantes por el odio. La pasión dominante en su vida era la aversión hacia el conde, y al creerlo interesado por mí quiso hacerle daño, proponiéndome casarse conmigo. ¿Intentaba, además, seducir a Geneviève porque era hija del conde?

*****

El día siguiente era el fijado para empezar la vendimia. El cielo estaba despejado, el sol brillaba cegador y las abundantes uvas parecían dispuestas para su recolección.

Pero yo no pensaba en dicho acontecimiento, sino en Jean-Pierre y en su deseo de vengarse del conde. Al mismo tiempo, no dejaba de observar a Geneviève, porque en su estado actual era capaz de cualquier cosa. Por otra parte, no podía librarme de la siniestra impresión de estar siendo vigilada.

Deseaba tener una conversación con el conde, pero éste parecía ignorarme, y me dije que quizá dicha actitud fuera la más adecuada, considerando el torbellino en que estaba sumida mi mente.

Claude se refirió varias veces, de manera significativa, a que mi trabajo estaba a punto de terminar. ¡Cómo deseaba verse libre de mi presencia! En las pocas ocasiones en que me tropecé con Philippe, éste me pareció tan remoto y amable como siempre.

Después de la demostración de mal humor por parte de Geneviève, me había preguntado cuál sería la mejor actitud a adoptar, y de repente llegué a la conclusión de que la única persona capaz de ayudarme era la abuela de Jean-Pierre.

La tarde declinaba cuando me dirigí a su casa. Pensé encontrarla sola porque reinaba una gran actividad en las viñas con los preparativos para el día siguiente, y ni Yves ni Margot estarían allí. La anciana me dio la bienvenida como siempre, y sin más preámbulo la puse al corriente de mis inquietudes.

—Jean-Pierre me ha pedido en matrimonio —le dije.

—Pero usted no le ama.

Moví la cabeza.

—Tampoco él me ama a mí.

Vi cómo las venas de sus manos se hinchaban al apretar los puños.

—Y en cuanto a Geneviève —continué—, le ha hecho creer que…

—¡Oh, no!

—Es una jovencita sensible y vulnerable, y temo lo que le pueda ocurrir. Se encuentra sumida en un estado rayano en el histerismo porque Jean-Pierre va a marcharse. Hemos de hacer algo, aunque no sé el qué. Pero estoy convencida de que si no obramos con rapidez va a ocurrir algo horrible. El resentimiento de Jean-Pierre contra el conde me parece muy poco natural.

—Es innato en él. Trate de comprenderlo. Cuando ve el castillo, piensa: «¿Por qué ha de ser del conde…? ¿Por qué ha de disfrutar de tal poder?».

—¡Pero eso es absurdo! No hay motivo para proceder así. Todos en esta comarca ven el castillo y nadie piensa de ese modo.

—Es diferente. Nosotros, los Bastide, llevamos sangre de nobles. La palabra Bastide, aquí en el Sur, significa «alquería»… pero quizá en tiempos pasados quisiera decir «bâtard», o sea, bastardo. Así es como se forman los apellidos.

—Debe haber por aquí mucha gente con sangre noble, como ustedes.

—En efecto, pero los Bastide somos diferentes. Siempre hemos vivido muy vinculados al castillo. Y no han pasado tantos años que sea posible olvidarlo. El padre de mi marido era hijo del conde de la Talle. Jean-Pierre lo sabe, y cuando mira al castillo o cuando ve al conde, piensa: «También yo podría ir a caballo por estas tierras, las viñas podrían ser mías… y la mansión también».

—Me parece una actitud muy poco… saludable.

—Siempre fue muy orgulloso. Y escuchó con atención los relatos referentes al castillo, que fueron transmitiéndose en el seno de nuestra familia. Sabe que la condesa estuvo alojada en nuestra casa. Que su hijo nació aquí y vivió en este lugar hasta volver al castillo con su abuela. La señora Bastide, que le dio cobijo, tenía también un chiquillo, un año mayor que el pequeño conde; pero ambos compartían el mismo padre.

—Comprendo que el vínculo es muy fuerte, pero no explica esta envidia y este odio durante tantos años.

Madame Bastide movió la cabeza, y yo continué:

—Debe hacerle entrar en razón. Si continúa así ocurrirá una tragedia. Lo veo venir. En ese bosque donde dispararon contra el conde…

—No fue Jean-Pierre.

—Pero si le odia tanto…

—No es un asesino.

—Entonces, ¿quién fue?

—Un hombre como el conde tiene muchos enemigos.

—Ninguno puede odiarlo tanto como el nieto de usted. Todo esto me alarma, y ha de ponérsele fin.

—Usted quisiera restaurar a la gente igual que sus cuadros; hacerlos perfectos; pero los seres humanos no son pinturas, ni tampoco…

—Ni tampoco yo soy tan perfecta que quiera reformar a los demás —la interrumpí—. Pero todo esto me parece grave.

—Si supiera las secretas ideas que acuden a mi pensamiento, todavía se sentiría más alarmada. Pero ¿qué ocurre con usted? Está enamorada del conde, ¿verdad?

Me aparté un poco de ella, sintiéndome cogida por sorpresa.

—Eso está claro para mí como el odio de Jean-Pierre para usted. Su alarma no procede del odio de Jean-Pierre, sino de que el mismo se dirija contra el conde. Teme que le cause algún daño. Ahora bien: esta animosidad se viene prolongando desde hace muchos años, y es totalmente necesaria para Jean-Pierre, porque mitiga el dolor que le causa su orgullo. Pero usted corre un peligro mucho mayor, Dallas, por culpa de ese amor que siente.

Guardé silencio.

—Querida, váyase a casa. Soy una anciana y veo mucho más allá de lo que puede imaginar. ¿Cree ser feliz aquí? ¿Imagina que el conde se va a casar con usted? ¿Le gustaría quedarse como amante suya? No lo creo. No les convendría a ninguno de los dos. Vuelva a su casa cuando aún está a tiempo. En su país aprenderá a olvidar porque todavía es joven y tal vez encuentre alguien con quien empezar una nueva vida. Tendrá hijos y éstos le ayudarán a olvidarlo todo.

—Madame Bastide —le dije—. Está usted muy preocupada, ¿verdad?

Guardó silencio.

—¿Tiene miedo de lo que hará Jean-Pierre? —insistí.

—En estos últimos tiempos se comporta de un modo muy raro.

—Me ha pedido en matrimonio y ha convencido a Geneviève de que está enamorado de ella… ¿Qué otra cosa va a hacer?

Vaciló.

—Quizá no deba decírselo, pero es algo que me perturba desde que lo supe. Cuando la condesa huyó de los revolucionarios y buscó cobijo aquí, mostró su agradecimiento a los Bastide dejando una cajita de oro, dentro de la cual había una llave.

—¡Una llave! —exclamé.

—Sí, una pequeña llave con una forma como yo nunca había visto. En su ojo tenía una flor de lis.

—¿Qué más? —pregunté impaciente.

—La cajita fue un regalo y tiene un gran valor para nosotros. La guardamos para un caso de necesidad. En cuanto a la llave, debía ser conservada aquí hasta que alguien la pidiera.

—¿La han pedido alguna vez?

—No, nunca. Según las órdenes recibidas y que fueron transmitiéndose de padres a hijos, nunca debíamos explicar a nadie este secreto, para evitar que la llave fuera a parar a malas manos. Así lo hicimos y nunca hablamos de una cosa ni de otra. Parece ser que la condesa habló alguna vez de dos llaves… la que nosotros guardábamos y otra que se conserva oculta en el castillo.

—¿Dónde está esa llave…? ¿Puedo verla?

—Desapareció… hace tiempo. Alguien debió llevársela.

—¡Jean-Pierre! —susurré—. Sin duda intenta encontrar la cerradura a la que pertenece dicha llave.

—Podría ser.

—¿Y si lo logra?

Me apretó la mano.

—Si da con lo que busca, se habrá acabado su odio.

—¿Se refiere a… las esmeraldas?

—Si encuentra esas esmeraldas, se creerá en posesión de algo que le corresponde. Lo lleva entre ceja y ceja. Y temo que esta obsesión… sea como un cáncer en su mente. Dallas, siento temor por las consecuencias que le pueda originar.

—¿Podría hablar con él?

Movió la cabeza.

—No serviría de nada. En algunas ocasiones lo intenté, pero sin resultado. Le tengo aprecio a usted y no quisiera verla metida en un lío. Aquí todo parece pacífico exteriormente, pero nada es como se cree. Ninguno de nosotros muestra su verdadero rostro. Más vale que se vaya. No se deje enredar en esta pugna que se viene prolongando tanto tiempo. Vuelva a su casa y empiece de nuevo. Con el paso del tiempo, todo esto le parecerá un sueño, y nosotros una especie de muñecos de feria.

—No; nunca podrá ser así.

—Sí, querida. Así será… porque así es la vida.

Me despedí de ella y volví al castillo.

Me daba cuenta de que no iba a permanecer mucho tiempo al margen de aquel conflicto. Era preciso actuar, aunque no estaba segura todavía de cuál sería la manera más adecuada.

*****

A las seis y media de la mañana empezó a llamarse a los vendimiadores. De todos los rincones de la comarca, hombres, mujeres y niños se dirigieron a las viñas, donde Jean-Pierre y su padre iban a darles las debidas instrucciones. Me dije que al menos por entonces no había nada que temer, pues todo el mundo estaba concentrado en su trabajo.

Según una vieja costumbre, reinaba gran actividad en las cocinas del castillo, preparando la comida para los vendimiadores, y en cuanto se hubo evaporado el rocío, empezaron a arrancarse las uvas.

Se trabajaba por parejas. Uno de los operarios cortaba con todo cuidado los racimos, asegurándose de desechar los que no fueran perfectos, mientras su compañero sostenía el osier en el que irlos depositando con cuidado para no estropear los granos.

En los viñedos sonaban los cánticos propios de la región. También esto era una vieja costumbre, según me dijo madame Bastide, y existía un refrán según el cual Bouche qui mord à la chanson ne mord pas à la grappe.

Pero aquella mañana la frase en cuestión tenía poca eficacia. Me acerqué a los viñedos, pero no vi a Jean-Pierre. Debía estar tan ocupado que no le era posible prestar atención a mí o a Geneviève. Ni incluso recordar su odio.

Yo encajaba muy mal en todo aquello. Nada tenía que hacer allí. No pertenecía al ambiente, lo cual me pareció simbólico. Pasé a la galería y contemplé mi trabajo, que quedaría terminado dentro de un plazo relativamente breve.

Mi buena amiga madame Bastide me había advertido que era mejor partir de allí definitivamente. Me pregunté si con su actitud indiferente el conde no me estaría dando idéntico consejo. Sin duda, sentía algo por mí, y aquel pensamiento iba a servirme de consuelo cuando me encontrara lejos. Por triste que estuviera no dejaría de pensar que aquel hombre me había demostrado cierto amor, aunque no fuera persona adecuada para inspirar grandes pasiones. La idea me hizo reír. El que viese semejante faceta de mi ser con toda claridad era prueba de lo absurdo de la situación. Aquel hombre era un ser aristócrata, experto, meticuloso, y yo tan sólo una mujer sin atractivos, obsesionada sólo por una cosa: mi trabajo. Tenía, además, el orgullo de poseer un sentido común que, considerando mi comportamiento anterior, distaba mucho de ser perfecto. Pero siempre podría consolarme con el recuerdo de sus atenciones.

La indiferencia que ahora me estaba demostrando sólo podía tener un significado, el mismo que madame Bastide me había indicado ya: había que retirarse. Sería más conveniente para todos.

Saqué la llave del bolsillo. Debía entregarla al conde y explicarle cómo la había encontrado. Luego añadiría: «Mi trabajo está casi acabado. Me iré dentro de pocos días». Miré la llave. Era evidente que Jean-Pierre tenía otra igual, y que también andaba en busca de la cerradura en la que encajara.

Evoqué las ocasiones en que me pareció ser vigilada. ¿Quizá era Jean-Pierre el que seguía mis pasos? ¿Me habría visto aquel día en el cementerio? ¿Temía que yo encontrase lo que andaba buscando con tanta insistencia?

No debía robar aquellas esmeraldas, porque pese a su opinión personal, si alguien lo descubría sería acusado de robo.

Pensé en la desgracia que podía abatirse sobre una familia a quien tanto cariño profesaba. Pero de nada iba a servirme discutir con él. Sólo quedaba un recurso: encontrar las esmeraldas antes de que pusiera las manos en ellas. Si estaban en el castillo, debían hallarse en algún calabozo, porque desde luego su escondite no era la oubliette.

Se me presentaba una oportunidad extraordinaria para averiguarlo, porque aquel día no había casi nadie en el castillo. Recordé haber visto un farol junto a la puerta del calabozo, y esta vez me prometí encenderlo a fin de explorar aquel paraje convenientemente. Me fui al centro del castillo y descendí la escalera de piedra. Llegué a los calabozos y abrí la puerta de hierro, que chirrió tétricamente.

Noté el helado ambiente de aquel pasaje, pero no obstante lo desagradable de ello decidí continuar mis investigaciones. Encendí el farol y lo sostuve en alto. Distinguí las paredes húmedas y su recubrimiento de musgo; las concavidades abiertas en el muro, y aquí y allá las anillas a las que habían estado aseguradas las cadenas.

Un lugar tenebroso, oscuro, repelente incluso después de tantos años; saturado con los sufrimientos de tantos hombres y mujeres presos allí en una época cruel.

¿Dónde estaría la cerradura que con tanto interés buscaba?

Mientras avanzaba en la oscuridad, un sentimiento de horror se apoderó de mí. Imaginaba cómo debieron sufrir aquellos hombres y mujeres del pasado al ser llevados a semejante lugar. Comprendí su terror y su desesperación.

Me pareció cual si todos los nervios de mi cuerpo me advirtieran: «Sal de aquí inmediatamente. Estás corriendo un grave peligro».

Me pareció desarrollar un sexto sentido de vigilancia como todos los que pasan por peligros muy graves. Sabía que no estaba sola, que alguien me observaba.

Recuerdo que pensé: «Si ese alguien existe, ¿por qué no se descubre de una vez?».

Pero sabía también que quienquiera que me espiase, sólo actuaría cuando hubiera averiguado lo que deseaba.

«Jean-Pierre no me atacará —pensé—, ni siquiera para apoderarse de las esmeraldas de los Gaillard».

Me temblaban las manos, y me desprecié por aquella cobardía. Me había situado a la misma altura de los criados cuando afirmaban que por nada del mundo bajarían al sótano. Sentía el mismo temor que ellos hacia los fantasmas del pasado.

—¿Quién anda por ahí? —grité, con voz que pretendía ser decidida.

Pero mis palabras resonaron de manera fantasmal.

Debía retirarme de allí inmediatamente. Mi instinto me lo advirtió. Salir del subterráneo y no volver jamás.

—¿Quién anda por ahí? —repetí, añadiendo en voz alta—: No hay nadie.

No sé por qué hablé de aquel modo. Quizá para darme yo misma una respuesta al miedo que me dominaba. No era un fantasma lo que se movía entre las tinieblas. Pero yo debía temer más a un ser vivo que a un muerto.

Retrocedí hacia la puerta, desplazándome con suma lentitud; apagué el farol y lo puse en el suelo; atravesé la puerta de hierro, empecé a subir la escalera y, una vez arriba, eché a correr hacia mi cuarto.

No debía volver allí yo sola nunca más. Imaginé la puerta cerrándose tras de mí y el peligro que ello entrañaba. No sé cómo ocurrió, pero me parece que fue en aquel preciso instante cuando llegué a la conclusión de que deseaba quedarme en el castillo para siempre.

Había tomado una decisión. Hablaría con el conde sin pérdida de tiempo.

*****

Era característico de Gaillard que las uvas fueran pisadas a la manera tradicional. En otras partes del país usaban prensas; pero en Gaillard se perpetuaban los viejos sistemas.

—No hay costumbres como las antiguas —me había dicho cierta vez Armand Bastide—. Ni ningún vino es como el nuestro.

En el aire caliente flotaban sonidos de ensueño. Las uvas se recogían y eran echadas al interior del gran barril en el que formaban una capa de casi un metro.

Los pisadores se habían frotado los pies hasta hacerlos brillar. Los músicos afinaban sus instrumentos. La alegría era general.

Aquella escena iluminada por la luna resultaba fantástica, sobre todo para quien como yo nunca la había presenciado hasta entonces. Estuve mirando cómo los pisadores, que llevaban pantalones blancos muy cortos, se metían en la tinaja y empezaban a trabajar.

Reconocí la vieja canción que Jean-Pierre me había cantado y que ahora cobraba un significado especial:

Qui sont-ils les gens qui sont riches?

Sont-ils plus que moi qui ri’ai rien…

Miré cómo los bailarines se iban hundiendo poco a poco en aquella masa purpúrea, y cómo sus rostros resplandecían al entonar la canción. La música se hizo más y más viva. Los músicos se acercaron a la tina. Armand Bastide iba al frente de ellos con su violín. Había también un acordeón, un triángulo y un tambor. Algunos pisadores hacían chasquear los dedos conforme daban vueltas metódicamente a la tina.

Empezó a circular una botella de coñac y los pisadores expresaron su alegría con fuertes voces, conforme la canción ganaba intensidad y el baile se hacía más y más animado.

Vi por unos momentos a Yves y a Margot, quienes junto con otros niños estaban tomando parte en el jolgorio bailando, profiriendo chillidos y riendo mientras imitaban los movimientos de los pisadores.

Geneviève también estaba allí. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza y parecía emocionada y retraída. Comprendí que su mirada inquieta tenía como causa la actitud de Jean-Pierre.

De pronto me di cuenta de que el conde se había acercado a mí. Sonreía cual si se sintiera complacido y, por mi parte, me sentí absurdamente feliz por creer que me andaba buscando.

—Dallas —dijo. Y el oír pronunciar mi nombre me llenó de placer—. ¿Qué piensa usted de todo esto?

—Nunca había visto una cosa igual —le respondí.

—Me alegro de haberle podido mostrar algo que le agrade.

Me había cogido por el brazo.

—Tengo que hablar con usted —le dije.

—Y yo con usted; pero no aquí; hay demasiado ruido.

Me apartó de la multitud. Fuera, el aire era fresco; miré a la luna, de aspecto algo confuso cual si también estuviera borracha. Las marcas de su superficie semejaban las facciones de un rostro riéndose de nosotros.

—Ha transcurrido mucho tiempo desde que hablamos —dijo el conde—. No sé cómo empezar. He estado pensando… en nosotros. No quiero que me considere descortés o impetuoso.

—No —repuse.

Habíamos empezado a caminar hacia el castillo.

—Primero dígame lo que quería indicarme —solicitó.

—Pues que dentro de unas semanas habré terminado mi trabajo y habrá llegado el momento de partir.

—No debe usted irse.

—No existe motivo para permanecer aquí.

—Debemos encontrarlo… Dallas.

Me volví hacia él. No era momento adecuado para andarse por las ramas. Debía conocer la verdad, aunque traicionara mis sentimientos.

—¿Qué motivo puede existir?

—Pues el de rogarle que se quede, porque de lo contrario me voy a sentir muy desgraciado.

—Agradecería que me explicase claramente lo que significan esas palabras.

—Que no estoy dispuesto a dejarla partir. Que quiero que se quede con nosotros para siempre… y que considere este lugar como su propia casa. En otras palabras: le estoy diciendo que la amo.

—¿Me va a pedir en matrimonio?

—Todavía no. Primero hay que aclarar varias cosas.

—¡Pero usted había decidido no volver a casarse jamás!

—Sólo hay una mujer en el mundo capaz de hacerme cambiar de opinión. Hasta ahora no sabía que existiera, pero el destino la ha traído a mi lado.

—¿Está seguro? —le pregunté con expresión gozosa.

Permaneció inmóvil y me tomó de las manos, al tiempo que me miraba gravemente.

—Nunca he estado tan seguro en mi vida.

—Sin embargo, antes ha dicho que no piensa pedirme en matrimonio.

—Querida —dijo—, no quiero estropear tu vida.

—¿Es que se estropearía… si yo te amara?

—Di la verdad. Dejémonos compenetrar el uno con el otro. ¿Me amas, Dallas?

—Sé muy poco de amor. De lo único que estoy segura es de que si me marcho, si nunca vuelvo a verte, seré desgraciada para el resto de mi vida.

Se acercó a mí y cogiéndome la cara me besó suavemente en la mejilla.

—Esto basta por ahora —dijo—. ¿Cómo puedes sentir… amor hacia mí?

—No lo sé.

—Sólo sabes cómo soy exteriormente. No quiero que te cases conmigo hasta que me conozcas de verdad. ¿No habías pensado en ello, Dallas?

—He intentado no pensar en cosas imposibles, aunque secretamente acariciaba dicha idea.

—¿Lo crees posible ahora?

—No me veo en el papel de femme fatale.

—No lo quiera Dios.

—Hasta ahora, sólo fui una mujer carente de encantos personales; pero capaz de cuidar de mí misma. Un ser que había dejado ya atrás todo estúpido pensamiento romántico.

—No te conocías a fondo.

—De no haber venido aquí, me habría convertido para siempre en dicha clase de persona.

—Si no me hubieras conocido… si yo no te hubiera conocido a ti… Pero el caso es que nos conocemos y nuestras almas han empezado a florecer… que el rocío se desprende de las flores, y que ahora estamos aquí, tú y yo, Dallas. Jamás permitiré que te vayas, pero debes estar segura de tus sentimientos.

—Estoy segura.

—Recuerda que has perdido algo de tu antigua prudencia… que eres un poco más romántica. ¿Por qué me amas?

—No lo sé.

—No admiras mi carácter. Has oído chismorreos. ¿Qué pasaría si te dijera que muchas de esas cosas son verdad?

—Nunca te he creído un santo.

—He sido un hombre… con frecuencia cruel… infiel… variable… arrogante… egoísta… ¿Y si vuelvo a las andadas?

—Estoy dispuesta a ello. Yo también tengo mis defectos. Soy testaruda, mandona, como Geneviève te dirá…

—Geneviève… —murmuró, y luego se echó a reír—. También yo estoy preparado —dijo. Me había puesto las manos en los hombros. Noté cómo la pasión lo dominaba y, por mi parte, respondía a ella con todo mi ser. Pero intentaba reprimirse cual si quisiera aplazar aquel momento en que me estrecharía en sus brazos y olvidaríamos todo lo que no fuera la alegría de estar juntos finalmente—. Dallas —dijo—, debes estar segura de lo que haces.

—Lo estoy… lo estoy… Nunca lo estuve tanto…

—Entonces, ¿me aceptas?

—Desde luego.

—¿Sabiendo… lo que sabes?

—Empezaremos de nuevo —respondí—. El pasado, pasado está. Lo que tú fuiste o lo que yo fuera antes de conocernos carece de importancia. Lo que vale es lo que vamos a ser juntos.

—No soy un hombre bueno.

—¿Cómo definir perfectamente la bondad?

—Pero he mejorado desde que tú llegaste.

—Entonces, debo quedarme para que sigas por ese camino.

—Amor mío —dijo apretándome suavemente contra sí. No podía ver su cara. Luego aflojó su presión y nos volvimos hacia el castillo. Éste se erguía como una inmensa mole negra bajo la claridad lunar. Sus torres parecían perforar la bóveda azul oscuro del cielo.

Me sentí como la princesa de un cuento de hadas, y así se lo dije.

—Y vivieron felices para siempre… —añadí.

—¿Crees en los finales felices? —me preguntó.

—No creo en el éxtasis perpetuo, pero sí en que uno puede labrarse su propia dicha, y estoy decidida a que así ocurra con nosotros.

—Lo vas a conseguir y estoy contento por ello. Siempre logras cuanto te propones. Creo que hace ya meses que estabas decidida a casarte conmigo, Dallas. Cuando se conozcan nuestros planes, habrá infinidad de comentarios. ¿Estás preparada para hacerles frente?

—No me importan los comentarios.

—Es mejor que no te hagas ilusiones.

—Ya conozco lo peor. Trajiste a Philippe porque estabas decidido a no casarte nunca. ¿Cómo se tomará ahora esto?

—Regresará a sus posesiones de Borgoña y olvidará que iba a ser mi heredero. Después de todo, la cosa iba para largo y a lo mejor hubiera dispuesto del legado cuando fuera ya tan viejo que no podría disfrutarlo.

—Pero ¿y su hijo?

—Philippe nunca tendrá un hijo.

—¿Y su esposa? He oído decir que es tu amante.

—Lo fue en cierta ocasión.

—Y que la casaste con Philippe, el cual jamás tendrá descendencia, para que su hijo sea tuyo en realidad.

—Sí. Soy capaz de un plan así. Ya te advertí que tengo un fondo muy malo; pero te necesito para ayudarme a superar mis perversas inclinaciones. Nunca me abandones, Dallas.

—¿Y el niño?

—¿Qué niño?

—Pues el tuyo… el de Claude.

—No existe tal niño.

—Pues ella me ha dicho que va a tenerlo… y que es tuyo.

—¡No es posible! —exclamó.

—¿No es tu amante?

—Lo fue, pero no lo es. Empezaste a ejercer tu influencia en mí desde el primer día en que nos conocimos. Pero a partir de su boda con Philippe no ha vuelto a haber nada entre los dos. Pareces dudar. ¿Es que no me crees?

—Sí, te creo… —le respondí—. Y me alegro. Comprendo que esa mujer deseara que me fuese, y me haya contado algunas cosas inexactas. Pero ya nada importa.

—Sin duda oirás comentar otras muchas de mis tropelías.

—Todo esto pertenece al pasado. A mí tan sólo me preocupa el presente y el futuro.

—No sabes cuánto deseo que todos mis problemas sean también los tuyos.

—Lo son a partir de ahora.

—Eres un encanto. ¿Cómo imaginar que hubiera podido oír semejantes delicias pronunciadas por tus labios?

—Yo tampoco lo hubiera creído. Me has hechizado desde el principio.

—Cariño, hemos de arreglarlo en seguida. Por favor… por favor… pregúntame más cosas. Debes conocerlo todo. ¿Qué otras indignidades te han contado de mí?

—Imaginé que eras el padre del niño de Gabrielle.

—No; su padre es Jacques.

—Lo sé. Y también que tuviste muchas atenciones con mademoiselle Dubois. Y que, en el fondo, eres muy bueno…

Me rodeó con un brazo y atravesamos juntos el puente levadizo.

—Te falta mencionar una cosa —indicó—. No has dicho nada de mi matrimonio.

—¿Qué querías que preguntase?

—Debes haber oído algún rumor.

—Sí; he oído algo.

—Por aquel entonces no se habló de otra cosa en la comarca. La mitad de la gente cree que asesiné a mi mujer. Te creerán muy valerosa por casarte con el asesino de su cónyuge.

—Dime cómo murió ella.

Guardó silencio.

—Por favor —insistí—. Por favor, dímelo.

—No puedo.

—Es que…

—Has de comprenderlo, Dallas.

—¿De qué murió?

—De una dosis excesiva de láudano.

—Pero ¿cómo?

—No debes preguntármelo.

—Creí que íbamos a confiar el uno en el otro para siempre.

—Pero eso no puedo decírtelo.

—¿Tan mala es la respuesta?

—Sí, muy mala —repuso.

—No creo que la mataras. No puedo creerlo.

—Gracias… gracias, querida. Pero no hablemos de eso. Prométeme que no lo volverás a mencionar.

—¡He de saberlo!

—Ya ocurrió lo que temía. Me miras con expresión distinta. Sientes dudas. Por eso no te pedí antes que te casaras conmigo. No podía hacerlo hasta que formularas dicha pregunta y… oyeras mi respuesta… Pero ya oíste cuanto tengo que decir. Y ahora, ¿quieres casarte conmigo?

—Sí… De nada servirá que te acusen de asesinar a tu mujer. No lo creo ni jamás lo creeré.

Me estrechó entre sus brazos.

—Me lo has prometido. Nunca te arrepentirás de ello.

—¿Es que temes revelarme…?

Acercó sus labios a los míos y la pasión nos dominó. Yo me ceñí a él, sintiéndome desfallecer, hechizada, estática en aquel sueño romántico.

Cuando me dejó, su aire era sombrío.

—Hay que enfrentarse a las murmuraciones —dijo—. Mucha gente hablará mal de nosotros. Te advertirán…

—Dejémoslos que hablen.

—No será una vida fácil para ti.

—Es la clase de vida que deseo.

—Tendrás una hijastra.

—En efecto; pero estoy muy contenta con ella.

—Una jovencita difícil que aún lo será más.

—Intentaré portarme como una madre para ella.

—Ya has hecho mucho en su favor, pero…

—Pareces decidido a que no me case contigo. ¿Es que quieres oírme decir no?

—Jamás lo permitiré.

—¿Y si lo hiciera?

—Te encerraría en uno de los calabozos.

Le conté entonces lo de la llave y le dije cómo lo había descubierto.

—Esperaba poder regalarte tus preciosas esmeraldas.

—Si ésa es la llave del escondite, te la regalo —me indicó.

—¿Crees realmente que abrirá el lugar en que se encuentran las joyas?

—Lo probaremos.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¡Magnífico! ¡Vamos a explorar juntos! ¿Dónde crees que estará esa cerradura?

—Seguramente en los calabozos. Hay flores de lis en una de las cavernas, y quizá nos den alguna pista. ¿Quieres que bajemos ahora mismo?

De pronto recordé que otras muchas personas deseaban alcanzar la misma meta, como por ejemplo, Jean-Pierre. Debíamos encontrar las joyas antes que él, porque si se nos adelantaba las robaría llevando la desgracia a su familia.

—Sí, por favor. Ahora mismo.

Me condujo hacia las cuadras, donde recogió un farol que encendió, y juntos nos dirigimos hacia los calabozos.

—Creo que sé dónde está esa cerradura —dijo Lothair—. Recuerdo que hace ya muchos años, cuando era niño, se hizo una exploración de los calabozos, descubriéndose una cueva donde había flores de lis. Todos se dieron cuenta, por tratarse de un detalle poco usual. Era un friso ejecutado alrededor de la pared. La idea de decorar un lugar semejante era absurda, pero evidentemente ocultaba algún propósito.

—¿Y a nadie se le ocurrió buscar una cerradura?

—No había señales de ella. Se dijo que quizá algún pobre preso se las compusiera para trazar los dibujos, aunque era un misterio saber cómo los pudo realizar en aquella oscuridad.

Alcanzamos los calabozos, y Lothair abrió la puerta de hierro. ¡Qué diferente era entrar allí en su compañía!

Mis temores desaparecieron. Hasta cierto punto aquello me pareció simbólico. «Yendo con él, me enfrentaré a cualquier peligro…», pensaba.

Sostuvo el farol en alto, mientras con la otra mano estrechó la mía.

—La cueva se encuentra por aquí —indicó.

La pesada atmósfera estaba impregnada de un olor putrefacto. Mi pie tocó una anilla a la que estaba unida una cadena oxidada; pero no sentí ningún temor. De pronto, Lothair dejó escapar una exclamación.

—Acércate y mira —me dijo.

Estaba a su lado y vi perfectamente las flores de lis. Había doce incrustadas en la pared a intervalos regulares, alrededor de la cueva, y a unos quince centímetros del suelo.

Me dio el farol y, agachándose, intentó arrancar la primera de las flores; pero no pudo porque estaba firmemente agarrada a la piedra. Vi cómo las tocaba una tras otra. Al llegar a la sexta se detuvo y exclamó:

—¡Un momento! Ésta parece estar suelta.

Levanté el farol un poco más y pude ver cómo arrancaba la flor. Bajo ella apareció la cerradura. La llave encajaba perfectamente y en seguida giró en el interior del mecanismo.

—¿Ves alguna puerta? —me preguntó.

—Debe haber algo —repuse dando unos golpecitos en la pared—. Esto parece hueco —exclamé.

Se apoyó con todas sus fuerzas y, ante nuestra profunda sorpresa, se oyó un chirriar sordo mientras una parte del muro empezaba a moverse.

—¡Hay una puerta! —exclamé.

Lothair se esforzó de nuevo, y la pequeña puerta fue cediendo más y más. Le oí proferir una exclamación de triunfo.

Me puse junto a él con el farol en la mano, y vi un pequeño espacio de aproximadamente medio metro, dentro del cual destacaba una cajita que podía ser de plata. La tomó, a la vez que me miraba.

—Al parecer, hemos hallado las esmeraldas —dijo.

—¡Ábrela! —le apremié.

Igual que la puerta, ofreció cierta resistencia, pero al final lo conseguimos. Y, en efecto, allí estaban las sortijas, las pulseras, el cinturón, los collares y la tiara, cuyo verdadero color yo había recuperado en el retrato.

Mientras seguíamos mirándonos el uno al otro, me di cuenta de que a quien Lothair parecía no prestar atención era a las joyas.

—Has devuelto su tesoro al castillo —dijo.

Pero comprendí que no se refería a las esmeraldas.

Fue el momento más feliz que había gozado en mucho tiempo. Pero de pronto, tras haber alcanzado la cumbre de la dicha, sentimos cual si nos despeñáramos a un hondo precipicio.

La puerta de hierro había chirriado.

Alguien se movía en la oscuridad.

La noción del peligro nos sobrecogió simultáneamente. Sabíamos que no estábamos solos.

El conde me puso rápidamente a un lado, protegiéndome con su brazo.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó.

Una figura destacó en la oscuridad.

—¿De modo que las habéis encontrado? —preguntó Philippe.

Lo miré y quedé horrorizada, porque a la débil claridad del farol que yo continuaba sosteniendo en alto pude ver a un hombre al que yo no conocía. Sí, tenía las facciones de Philippe, pero ahora estaban desprovistas de su acostumbrada lasitud, de su aire afeminado y débil. Ante mí pude ver a un hombre desesperado, decidido a cualquier cosa con tal de conseguir su fin.

—¡Ah! ¿Así es que también tú las buscabas? —preguntó el conde.

—Sí, pero vosotros habéis llegado antes. ¿De modo que fue usted, mademoiselle Lawson…? Me lo temía.

El conde puso sus manos sobre mis hombros.

—Vete —me dijo.

Pero Philippe se interpuso.

—¡No se mueva de ahí, mademoiselle Lawson! —ordenó.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó el conde.

—Nada de eso; pero ninguno saldrá de aquí.

Sin soltarme, el conde dio un paso hacia delante, pero se detuvo cuando vio a Philippe levantar la mano, en la que sostenía una pistola.

—No seas tonto, Philippe —le dijo.

—Esta vez no escaparás, primo mío; no va a ocurrir como en el bosque.

—¡Dame esa pistola!

—La necesito para matarte.

Con rápido e inesperado movimiento el conde se puso ante mí. La risa breve y sarcástica de Philippe despertó ecos en el tenebroso lugar.

—No la salvarás. Os mataré a los dos.

—Escucha, Philippe…

—Ya te he escuchado demasiadas veces. Ahora eres tú quien debe escucharme.

—Quieres matarme porque deseas lo que es mío, ¿verdad?

—En efecto. Si hubieses sido prudente, no habrías decidido casarte con mademoiselle Lawson, ni habrías hallado las esmeraldas. Gracias, señorita, por haberme traído hasta las joyas. Todo es mío ahora.

—¿Crees que este… asesinato va a quedar impune?

—Lo tengo todo bien pensado. Quería atraparos juntos… Pero nunca supuse que mademoiselle Lawson sería tan complaciente como para encontrar las esmeraldas en mi provecho. No podía haber sucedido mejor. Asesinato y suicidio. Pero no el mío, primo, porque yo deseo vivir… a mi manera y no bajo tu sombra, como siempre. Mademoiselle Lawson habrá tomado una pistola del cuarto de armas y, tras matarte a ti, se quitará la vida. Ha sucedido todo perfectamente, lo cual resulta extraordinario, teniendo en cuenta tu reputación de astucia.

—¡Philippe! ¡Desgraciado!

—¡Basta de hablar! Ha llegado el momento de la acción. Y todo debe hacerse por riguroso orden.

Vi cómo levantaba la pistola y traté de moverme para proteger al conde, pero éste se mantenía firmemente ante mí. Cerré los ojos. Se oyó el estampido del disparo, y luego reinó profundo silencio. Medio desvanecida por el terror, abrí los ojos.

Dos hombres luchaban en el suelo: Philippe y Jean-Pierre.

Pero yo me sentía ya inmune a las sorpresas. Apenas si me di cuenta de nada. Había decidido no perder la vida en aquellos calabozos. Pero ahora iba a quedarme sin lo que la hacía digna de ser vivida, porque cubierto de sangre, estaba tendido en el suelo el hombre a quien amaba.