Capítulo 10

El ambiente del castillo estaba sumamente enrarecido. Geneviève tenía un aire triste y yo me preguntaba en qué estaría pensando. En cuanto a Claude, se sentía iracunda y humillada porque el conde rehusó cumplir sus deseos, lo que incrementaba su aversión hacia mí.

La defensa de que el conde me hizo objeto debió cobrar algún significado para ella… del mismo modo que lo tuvo también para mí.

Philippe estaba intranquilo. Un día, mientras me hallaba en la galería, entró con aire casi tímido, como si no quisiera que lo descubriesen allí. Me confesó que profesaba tanto miedo a su esposa como al conde.

—Tengo entendido que han existido ciertas discrepancias entre usted y mi esposa. Lo siento. No quiero que se marche, mademoiselle Lawson, aunque aquí, en esta casa… —Se encogió de hombros.

—Creo que es mejor terminar lo empezado.

—¿Cuándo lo terminará…?

—Todavía queda mucho por hacer.

—Cuente conmigo para ayudarla, si es que puedo… Pero, si decide irse, estoy en condiciones de ofrecerle un trabajo similar.

—Lo tendré en cuenta.

Se marchó tristemente y yo me dije: «Lo único que interesa a este hombre es que haya paz. No tiene energías. Quizá por esta razón se encuentre aquí».

Sin embargo, y aunque parezca extraño, existía cierto parecido entre él y el conde. Tenían la voz igual y también las facciones, aunque las de uno expresaran tendencias positivas, y las del otro negativas. Philippe debió haber vivido siempre a la sombra de sus ricos y poderosos parientes. Quizá esto fuera la causa de su carácter tímido, siempre ansioso de tranquilidad. Pero desde el primer momento fue amable conmigo, y creí que ahora deseaba verme fuera sólo porque, de lo contrario, existiría un conflicto perpetuo entre su esposa y yo.

Tal vez valía más que me marchara en cuanto terminase la pintura en la que ahora estaba trabajando. Mi permanencia allí no podía proporcionar satisfacción a nadie. Las emociones que el conde provocaba en mí seguían incrementándose, y las heridas que ocasionara la separación serían más profundas cuanto más tiempo pasara.

Pero, como en mi fuero interno era contraria a aquella decisión, empecé a buscar otra vez la pintura que sospechaba debía existir bajo el encalado, pensando que absorta de nuevo en mi trabajo olvidaría los conflictos que flotaban a mi alrededor, y dispondría de una excusa para seguir en el castillo.

La habitación que atraía mi interés de manera especial era una que daba a la galería. Era pequeña y tenía una ventana encarada hacia el norte, lo que proporcionaba una luz excelente. Por ella se podían contemplar las suaves ondulaciones cubiertas de viñedos que se alejaban en dirección a París.

Recuerdo lo excitado que estaba mi padre en cierta ocasión cuando descubrió una pared parecida a aquélla. Me contó que en muchas mansiones inglesas había pinturas murales ocultas bajo capas de encalado, tapadas, quizá, porque estaban en mal estado o porque ya no complacían a sus dueños.

La eliminación de varias capas de encalado resultaba tarea delicada. Yo había visto realizarla a mi padre e incluso le ayudé, puesto que tenía una propensión natural hacia esta clase de trabajos. Quizá se tratara de un instinto que mi padre poseía y que quizá yo heredé. Apenas hube visto aquel muro, me sentí emocionada y dispuesta a asegurar que tras su blancura se ocultaba algo.

Me puse a la tarea con una espátula, pero no me fue posible desprender la capa superior y, como es lógico, debía insistir con gran delicadeza, ya que un movimiento imprudente podía destruir lo que quizá fuese una pintura de gran valor.

Estuve trabajando tan sólo hora y media. No hubiera sido adecuado prolongar más aquella tentativa, porque se precisaba una gran concentración, y, además, durante aquel tiempo no había descubierto nada que apoyara mi idea. Pero al día siguiente, al apartar un pequeño fragmento de encalado, tuve la seguridad de que había una pintura oculta bajo él. Aquel problema distrajo mi mente de la tensión emocional cada vez mayor que provocaba en mí el ambiente del castillo.

Estaba trabajando en la pared cuando Geneviève acudió a la galería.

—¡Señorita! ¡Señorita! —llamó—. ¿Dónde está?

—Aquí —le contesté.

Al verla entrar corriendo, comprendí que algo grave le pasaba.

—He recibido recado de Carrefour. Mi abuelo está peor y me llama. Venga conmigo.

—Sí, pero tu padre…

—Está fuera, cabalgando con ella. Por favor, señorita, acompáñeme. Si no, tendré que ir con el criado.

Me levanté y le dije que me iba a cambiar de vestido, y que nos encontraríamos en la cuadra diez minutos después.

—No se retrase —me rogó.

Mientras íbamos a caballo en dirección a Carrefour, la joven guardó silencio. Comprendí que temía aquellas visitas, y que al mismo tiempo se sentía fascinada por ellas.

Cuando llegamos a la casa, madame Labisse estaba en el vestíbulo, esperándonos.

—¡Ah!, señorita. ¡Cuánto me alegro de que haya venido!

—¿Está muy enfermo? —pregunté.

—Ha sufrido otro ataque. Maurice lo encontró inconsciente cuando tomaba su desayuno. Ha llegado el doctor, y por indicación suya hemos enviado en busca de mademoiselle.

—¿Es que está… muriéndose? —preguntó Geneviève con voz apagada.

—No lo sabemos, mademoiselle Geneviève. Aún vive, pero está muy grave.

—¿Podemos verle ahora mismo?

—Acompáñenme, por favor.

—Usted también —me indicó Geneviève.

Entramos en la habitación que yo ya conocía. El viejo estaba tendido sobre una colchoneta y, a fin de que estuviera más cómodo, madame Labisse lo había tapado con una manta y había colocado una mesita y sillas en el cuarto. Incluso vi también una alfombra. Pero las paredes desnudas, decoradas sólo con un crucifijo, y el reclinatorio en el rincón continuaban dando a la estancia su aspecto de celda de ermitaño.

El viejo estaba tendido sobre los cojines. Su aspecto era patético, y con los ojos hundidos en profundas cavernas y la piel lacia a ambos lados de su larga nariz de ave de presa.

—Es mademoiselle Geneviève, monsieur —murmuró madame Labisse.

Su cara cobró un poco de expresión, haciéndome notar que había reconocido a la muchacha. Sus labios se movieron y dijo con voz apenas perceptible:

—Mi nieta…

—Sí, abuelo, aquí estoy.

Hizo una señal de asentimiento y su mirada se fijó en mí, aunque no creo que me viera con su pupila izquierda, que parecía muerta. Tan sólo la derecha conservaba algo de vida.

—Acércate —dijo, y Geneviève obedeció. Pero el viejo me miraba a mí.

—Se refiere a usted —murmuró Geneviève.

Cambiamos de silla y yo ocupé la más próxima al lecho, lo que pareció satisfacerle.

—Françoise —me dijo. Y entonces comprendí que estaba bajo la impresión de creerme la madre de Geneviève.

—Bien, bien —dije a los presentes—; no les importe.

—Ten cuidado —susurró el viejo—. Observa mucho…

—Sí, sí —afirmé para calmarlo.

—Nunca debiste casarte… con ese hombre. Yo sabía… que era un error.

—Sí, sí… —respondí otra vez.

Su rostro se contrajo.

—Debes… él tiene que…

—¡Oh, señorita! —Exclamó Geneviève en voz baja—. No lo puedo soportar. Volveré dentro de un minuto. Su mente está extraviada. No me conoce. ¿Debo quedarme aquí?

Hice un movimiento de cabeza y la jovencita se alejó dejándome en aquella extraña habitación, a solas con el moribundo. Éste, sin duda, había notado la desaparición de Geneviève, y aquello le causó un gran alivio. Pareció hacer un gran esfuerzo al proseguir.

—Françoise… guárdate de él… No le dejes que…

Estaba realizando denodados esfuerzos para que lo entendiera, y por mi parte así lo intentaba, porque estaba hablando del conde. Tenía la sensación de que en aquel cuartito iba a descubrir el secreto de la muerte de Françoise, y deseaba más que ninguna cosa en el mundo demostrar que el conde no había tenido participación en ella.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué he de guardarme de él?

—Tantos pecados… tantos pecados —balbució.

—No debe usted esforzarse —le dije.

—Vuelve acá… deja el castillo. Allí sólo habrá calamidades y desastres… para ti.

El esfuerzo que le costó pronunciar tales palabras pareció dejarle exhausto. Cerró los ojos y yo me sentí temerosa y frustrada, porque creí que iba a contarme algo más positivo.

De pronto abrió los ojos.

—¡Honorine, eres tan bella! Nuestra hija… ¿qué será de ella? ¡Oh… el pecado! El pecado.

El cansancio lo dominaba.

Me dije que se estaba muriendo, y acercándome a la puerta llamé a Maurice.

—El final no está lejos —le dije.

Labisse me miró e hizo una señal de asentimiento.

—Mademoiselle Geneviève debería estar aquí.

—Voy en su busca —dije, alegrándome de escapar de aquella habitación.

Mientras avanzaba por el pasillo, me daba cuenta de la tristeza que lo embargaba todo. La muerte estaba próxima. Lo percibía con toda claridad. Pero había algo más. Aquélla era una casa de la que parecía haberse alejado toda luz, una casa en la que era pecado reír y ser feliz. ¿Cómo pudo la pobre Françoise ser feliz allí? ¡Cuánto la debía alegrar trasladarse al castillo!

Había llegado al pie de la escalera y me detuve, mirando hacia arriba.

—Geneviève —llamé suavemente.

No hubo respuesta. En el rellano existía una ventana cuya luz quedaba casi oculta por causa de unas pesadas cortinas medio corridas ante ella. Imaginé que siempre debieron permanecer así. Me acerqué a la ventana y miré al jardín cubierto de vegetación. Intenté abrir, pero no pude. Debía hacer muchos años que nadie lo había intentado.

Recorrí el jardín con la mirada por si Geneviève estaba en él, pero no pude encontrarla.

La volví a llamar, y al no obtener respuesta seguí subiendo la escalera.

El silencio de la casa me sobrecogía. Pensé que Geneviève se habría ocultado en alguna de las habitaciones superiores a fin de hallarse lejos del cuarto del enfermo. Aborrecía aquellas escenas. Era muy propio de ella escapar de las cosas que consideraba intolerables. Quizá en esto residiera su problema. Debía hacerle comprender que cuando se teme a algo es mejor afrontarlo con valor.

—¡Geneviève! —llamé—. ¿Dónde estás?

Abrí una puerta. Era un dormitorio oscuro, cuya ventana estaba protegida por cortinas como las del rellano. Cerré tras de mí y abrí otra puerta. Aquella parte de la casa no parecía haber sido utilizada en mucho tiempo. Descubrí otra escalera que pensé que llevaría al cuarto de los niños, porque generalmente éstos se encuentran en el piso superior.

Olvidando por unos momentos lo que estaba sucediendo en la habitación de abajo, me puse a pensar en la niñez de Françoise según las notas leídas en los libritos que Nounou había ido enseñándome. Quizá Geneviève había escuchado relatos acerca de la niñez de su madre en la casa y, deseando ocultarse, le pareció que el cuarto de los niños era el lugar más adecuado.

Estaba convencida de encontrarla allí.

—¡Geneviève! —Volví a llamar en voz más alta—. ¿Dónde estás?

Silencio. Sólo el leve eco de mi voz, cuyo eco fantasmal parecía burlarse de mí. Tal vez la joven estaba en aquel lugar, pero no quería descubrirse. Abrí la puerta. Me encontraba en una habitación que, aunque de techo alto y aspecto suntuoso, no era grande. En el suelo había un camastro y vi también una mesa, una silla, un reclinatorio al otro extremo y un crucifijo en la pared. Su aspecto era igual a la del viejo, pero había una determinada diferencia: la única ventana de que disponía la pared estaba protegida por barrotes. La habitación era como una celda de cárcel.

Sentí el impulso de salir de allí a toda prisa, pero la curiosidad me dominaba y avancé hacia el interior. ¿Qué sucedía en aquella casa?, me pregunté. ¿Acaso se regía como un monasterio o un convento? Estaba enterada de que el abuelo de Geneviève lamentó siempre no haber sido monje. Su «tesoro» encerrado en el arcón lo explicaba; el hábito era su posesión más querida. Lo supe al leerlo en el primer librito de Françoise. ¿Y el látigo? Quizá se flagelase o acaso golpeara con él a su esposa o a su hija.

¿Quién había vivido allí? Tal vez alguien se despertó cada mañana para enfrentarse a la ventana con rejas, los muros desnudos, la austeridad total. ¿Lo había deseado así él… o ella… o…?

Noté unas palabras raspadas en la pared. Me acerqué a mirar. «Honorine, la reclusa», decían. ¿De modo que era cierto? Tratábase de una prisión, y allí estuvo detenida una mujer contra su voluntad, igual que en las mazmorras del castillo.

Escuché rumor de pasos en la escalera y me quedé rígida, esperando. No era el modo de caminar de Geneviève. Alguien se encontraba al otro lado de la puerta. Oía con toda claridad su respirar. Acercándome con rapidez, abrí de improviso.

La mujer me miró con expresión incrédula.

—¡Señorita! —exclamó.

—Estaba buscando a Geneviève, madame Labisse —le dije.

—Oí ruido aquí y me pregunté… Abajo la esperan. El final está cercano.

—¿Y Geneviève?

—Me parece que se ha ocultado en el jardín.

—Lo comprendo —repuse—. A los jóvenes no les gusta la muerte. Creí encontrarla en el cuarto de los niños, que adiviné estaría aquí.

—Se encuentra en el piso bajo.

—¿Y éste…? —empecé.

—Ésta fue la habitación de la abuela de mademoiselle Geneviève.

Miré la ventana enrejada.

—Yo la estuve cuidando hasta que falleció —dijo madame Labisse.

—¿Estuvo muy enferma?

Madame Labisse asintió fríamente. A juzgar por la expresión de su mirada, me juzgaba demasiado preguntona. En el pasado nunca reveló ningún secreto, porque se la pagaba bien para que los guardara; y ahora no iba a poner en peligro su futuro traicionándolos.

—Bueno —dijo—. Mademoiselle Geneviève no se encuentra aquí.

Y volviéndose, desapareció.

No tuve otra alternativa que seguirla.

Tenía razón. Geneviève estaba oculta en el jardín, y no volvió a la casa hasta que su abuelo hubo muerto.

La familia fue a Carrefour para asistir al funeral, que según decían tuvo toda la pompa usual en estas ocasiones. Yo me mantuve al margen. Nounou tampoco fue. Según me dijo, tenía muchos problemas, y cuando ocurría así, lo mejor era tenderse en la cama y reflexionar. Pero, a mi modo de ver, lo que pasaba es que aquella ceremonia hubiera despertado en ella demasiados recuerdos penosos.

Geneviève fue en el mismo coche que su padre, Philippe y Claude. Cuando hubieron partido, me dirigí al cuarto de Nounou. Tal como había supuesto, no estaba en cama. Le dije si podía quedarme y hablar con ella un momento.

El tema de Carrefour y del pasado la fascinaba y la asustaba por partes iguales, lo que la hacía evasiva y, al propio tiempo, interesada.

—No creo que a Geneviève le haya gustado asistir al funeral —dije.

Movió la cabeza.

—Hubiera preferido que no fuera —dijo.

—Pero era necesario. Se ha hecho mayor y no hay que tratarla siempre como a una niña. ¿Qué opina usted? ¿La cree menos inclinada a sus arrebatos? ¿Más tranquila?

—Geneviève siempre ha sido tranquila… —mintió Nounou.

La miré tristemente y ella me respondió con una expresión parecida. Hubiera deseado decirle que era mejor no disimular.

—Cuando estuve en la casa el otro día, vi la habitación de la abuela. ¡Qué extraño! Parecía una cárcel. Y a ella también debió parecérselo.

—¿Cómo lo sabe? —me preguntó.

—Porque ella misma me lo dijo.

Tenía los ojos abiertos de par en par, horrorizada.

—¿Ella misma… se lo ha dicho?

Moví la cabeza.

—No; no ha vuelto de entre los muertos, si es eso lo que supone. Simplemente, escribió en la pared que estaba presa allí. Yo misma lo he visto. «Honorine la reclusa». ¿Estaba realmente encerrada? Usted debe saberlo.

—Estaba muy enferma y tenía que permanecer en aquel cuarto.

—¡Qué albergue más extraño para una enferma, allí en el piso alto! Debía representar mucha molestia para la servidumbre…

—Es usted muy observadora, señorita. Piensa en todo.

—Los criados también debían pensar; pero ¿por qué se consideraba prisionera? ¿Es que no la dejaban salir?

—Estaba enferma —repitió.

—Los enfermos no son presos. Nounou, cuéntemelo todo. Lo creo muy importante… para Geneviève.

—¿Por qué? ¿Adónde quiere ir a parar, señorita?

—Según dicen, comprender una cosa es conocerla. Quiero ayudar a Geneviève; deseo hacerla feliz. Ha tenido una educación muy rara. El lugar en que su madre murió y luego este castillo… Tales cosas impresionan mucho a un niño, sobre todo si es de carácter sensitivo. Quiero que me ayude.

—No haré absolutamente nada en tal sentido.

—Por favor, cuénteme cuanto sepa… Nounou.

—Yo no sé nada… nada…

—Françoise escribió esos libritos, ¿verdad? Pero usted no me los ha enseñado todos.

—No los escribió para que los enseñara.

—Nounou… ¿hay otros… más explícitos?

Suspiró y, tomando la llave que colgaba de una cadenita sujeta a su cintura, abrió el armario. Escogió un librito y me lo entregó. Observé el lugar de donde lo había sacado. Había otro, el último de la fila, y confié en que también me lo entregara. Pero no lo hizo.

—Lléveselo y léalo —dijo—. Pero devuélvamelo sin falta. Prométame que no lo enseñará a nadie más, y que me lo devolverá.

Se lo prometí.

*****

El texto era muy distinto a los anteriores. Las palabras escritas allí indicaban un profundo temor. Françoise sentía miedo de su marido. Conforme iba leyendo, no podía apartar de mí la sensación de espiar la mente y el corazón de un ser humano desaparecido. El conde tenía mucho que ver con todo aquello. Pero ¿qué pasaría si se enteraba?

Continué leyendo. A cada día que pasaba en el castillo se hacía más necesario para mí conocer la verdad.

Anoche estuve en cama rogando que no viniera a verme. Una vez escuché pasos, pero era Nounou. Ésta sabe mis sentimientos. No se aparta de mi lado y reza conmigo. Tengo mucho miedo a ese hombre y él lo sabe, aunque no puede comprender la causa. Otras mujeres lo quieren, pero yo le tengo miedo.

Hoy he visto a papá. Me miró como suele, cual si quisiera penetrar mi pensamiento; descubrir todos los momentos de mi vida. «¿Cómo está tu marido?», me preguntó. Yo empecé a temblar y a sonrojarme, porque sé lo que piensa. «He oído decir que tiene otras mujeres». Yo no le contesté. Parecía complacido con que ocurriese así. «El diablo se lo llevará, ya que Dios no lo protege», dijo. Sin embargo, parece complacido de que existan otras mujeres y comprendo la causa. Cualquier cosa es preferible a que yo quede manchada.

Nounou anda siempre por los alrededores. Está muy asustada. Yo temo que llegue la noche. Me es difícil dormir. Me despierto de pronto sobresaltada, creyendo que hay alguien en mi cuarto. Este matrimonio es muy poco normal. Me gustaría volver a ser niña y a estar jugando en mi habitación. El mejor tiempo qué pasé fue antes de que papá me enseñara el tesoro de su arcón. Antes de que mamá muriera. Me hubiera gustado no crecer, pero desde luego no hubiera tenido nunca a Geneviève.

Hoy Geneviève ha tenido un rapto de mal humor porque Nounou le dijo que debía quedarse en casa. Padece un ligero resfriado y Nounou se preocupa por ella. Geneviève ha encerrado a Nounou en su cuarto y la pobre esperó pacientemente hasta que di con ella. No quiso traicionar a Geneviève. Las dos tuvimos luego mucho miedo cuando reñimos a la niña, porque ésta se portó de un modo muy salvaje. Cuando dije que me recordaba a su abuela, Nounou estuvo muy disgustada.

«No vuelvas a mencionar eso otra vez, Françoise —me dijo—. Nunca. Nunca». Comprendí que se refería a mi comentario de que Geneviève era igual que su abuela.

Anoche me desperté sobresaltada. Creí que Lothair estaba en el cuarto. Durante el día había visto a papá, y éste me atemorizó aún más. Pero fue un sueño. No se trataba de Lothair. ¿Por qué había de estar ahí? Sabe muy bien que le aborrezco. Ya no intenta hacerme ver la vida como él quiere. Prefiere huir de mi presencia. Estoy segura. Pero soñé que se encontraba allí, y fue una pesadilla terrible, porque creí que iba a tratarme con crueldad. Afortunadamente, sólo era un sueño. Vino Nounou, que había estado despierta escuchando, y le dije: «No puedo dormir, Nounou. Tengo miedo». Me administró un poco de láudano del que usa para sus dolores de cabeza. Dice que se los quita y la hace dormir. Me lo tomé y dormí, y por la mañana todo me parecía una pesadilla y nada más. Nunca se atreverá a imponérseme. No le importo nada. Ya tiene a las otras.

He dicho a Nounou que sufría un horrible dolor de muelas y me ha dado láudano. Es un gran alivio saber que cuando no puedo dormir tengo un frasco a mi disposición.

Hoy acudió a mi mente una idea repentina. No puede ser verdad, pero a lo mejor, sí. Temo una respuesta afirmativa y, por otra parte, no. No voy a decirlo a nadie, y desde luego tampoco a papá. Se horrorizaría. Aborrece cuanto se refiera a ello, lo que resulta extraño, porque en otros tiempos no debió ocurrir así. No se lo diré a Lothair… a menos que sea absolutamente necesario… ni tampoco a Nounou. Pero ella se enterará más tarde o más temprano. Esperaré y veremos. Quizá sean imaginaciones mías.

Geneviève vino esta mañana un poco tarde. Se había dormido. Yo tenía miedo de que algo la hubiese ocurrido. Corrió hacia mí y se echó a llorar cuando nos abrazamos. No podía calmarla. ¡Querida Geneviève! Debería decírselo; pero aún es pronto. ¡Oh, no! Aún no. Todavía no.

El final había llegado sin que yo pudiera descubrir lo que tanto deseaba; pero me había dado cuenta de una cosa: de que el cuaderno más importante era, sin duda, el último, el que había visto en el armario de Nounou y que ésta no me había entregado. ¿Por qué?

Regresé a su habitación. Estaba tendida en la cama con los ojos cerrados.

—Nounou —le pregunté—. ¿Cuál era el secreto? ¿Qué significaba todo aquello? ¿De qué sentía tanto temor?

—Me duele la cabeza —respondió—. No tiene idea de cómo me encuentro.

—Lo siento. ¿Puedo ayudarla en algo?

—No. Sólo dejarme en paz.

—Existe un último librito —le indiqué—. El que escribió antes de morir. Quizá la respuesta esté en él…

—No hay nada más —repuso—. ¿Quiere correr las cortinas? La luz me hace daño.

Dejé el cuaderno sobre la mesa junto a su cama, cerré las cortinas y me marché. Era preciso examinar el último librito. Estaba convencida de que me daría la clave de lo que sucedió realmente antes de que muriese Françoise.

*****

Durante el día siguiente hice un descubrimiento de tal importancia, que casi olvidé mi deseo de ver el diario.

Había estado trabajando pacientemente en la pared con mucho cuidado, quitando los pedazos de encalado con un fino cortapapeles de marfil, cuando de pronto pude distinguir un poco de pintura. El corazón empezó a latirme con fuerza, y mis dedos se pusieron a temblar. Tuve que dominarme. No podía perder la calma. Me sentía excitada y desconfiaba de mí misma. Si era verdad que estaba a punto de descubrir un mural —cosa muy posible—, mis manos debían estar absolutamente tranquilas.

Me retiré unos pasos, con la mirada fija en la mágica fracción de lo que creía una pintura. Cubría la misma una capa que iba a ser difícil retirar. El color no aparecía aún claro, pero estaba segura de su presencia.

No quise decir nada hasta tener la evidencia total de que había hecho un descubrimiento valioso.

Durante los días siguientes trabajé de manera casi furtiva, pero conforme la pintura fue surgiendo me sentí más y más segura de que el hallazgo era importante.

Había decidido que el primero en enterarse fuera el conde. A media mañana dejé mis herramientas en la galería y me dirigí a la biblioteca con la esperanza de encontrarlo allí. Pero no estaba, y como había hecho en ocasiones anteriores, toqué la campana, y cuando apareció el sirviente le dije que comunicara a monsieur le Comte que quería hablar con él urgentemente en la biblioteca. Me dijeron que había partido momentos antes hacia las cuadras.

—Pues vaya, por favor, y dígale que quiero verle en seguida.

Una vez sola, me pregunté por qué había sido tan impulsiva. Después de todo, la noticia podía esperar un momento más propicio. A lo mejor el conde no compartía mi emoción, aunque esta eventualidad no era probable. Al fin y al cabo, la pintura había sido encontrada en su casa.

Escuché su voz en el vestíbulo; la puerta de la biblioteca se abrió bruscamente y lo vi frente a mí, mirándome sorprendido. Vestía traje de montar y era evidente que venía de las cuadras.

—¿Qué sucede? —preguntó. Y en aquel momento comprendí que acaso había temido algo respecto a Geneviève.

—¡Un descubrimiento de la máxima importancia! —respondí—. ¿Puede acompañarme unos momentos? Bajo el encalado de la pared existe una pintura… y no tengo duda de que se trata de algo muy valioso.

—¡Oh! —Exclamó, y sus labios traicionaron cierto aire de burla—. Desde luego, vamos en seguida a verla.

—Quizá le haya interrumpido…

—Mi querida mademoiselle Lawson; un descubrimiento de tal categoría ha de ser antepuesto a cualquier otra cosa. Por favor, vamos allá.

Le precedí hasta la habitación que daba a la galería y le enseñé el fragmento expuesto a la luz; no había duda de que se trataba de una mano colocada sobre un terciopelo. En la muñeca destacaban algunas joyas.

—Por el momento, el trabajo está un poco oscuro, porque necesita limpieza. Se trata de un retrato, y por el modo en que la pintura ha sido tratada… y por el pliegue del terciopelo… lo realizó un maestro.

—Usted ve más cosas que yo, mademoiselle Lawson.

—¿No es maravilloso? —le pregunté.

Me miró a la cara y respondió sonriendo:

—Sí; maravilloso.

Me sentía recompensada. Estaba segura de que bajo el encalado de la pared había algo que compensaba mi trabajo de tantas horas.

—Por el momento es poca cosa… —opinó.

—¡Pero está ahí! —repuse—. Debo procurar no excitarme ni impacientarme. Anhelo exponer la parte que falta, pero es preciso actuar con suma precaución, asegurarse de que la pintura no va a sufrir daño alguno.

—Le estoy muy agradecido —dijo, poniéndome una mano sobre el hombro.

—Quizá esto logre que no se arrepienta usted de haber confiado sus pinturas a una mujer.

—Sé que es usted una mujer en la que cabe depositar confianza.

La presión de su mano en mi hombro, la expresión de sus ojos algo velados, la alegría del descubrimiento me estaban enervando. «Es el momento más feliz de mi vida», me dije.

—¡Lothair! —era la voz de Claude. La joven nos estaba mirando con el ceño fruncido—. ¿Qué pasa? Estabas en las cuadras y de pronto desapareces.

Él dejó caer la mano y se volvió hacia Claude.

—He recibido un recado. Un recado urgente. Mademoiselle Lawson acaba de realizar un descubrimiento milagroso.

—¿Cómo? —Se acercó y nos miró a los dos—. ¿Un descubrimiento milagroso? —repitió—. ¿De qué se trata?

—Mira —exclamó el conde—. Acaba de descubrir una pintura… y parece valiosa.

—¿Eso? Sólo es una mancha.

—No lo miras con ojos de artista. Mademoiselle Lawson asegura que es parte de un retrato hecho por un pintor de gran talento, y lo deduce por el modo en que está pintada esa mano.

—¿Olvidas que hemos de salir a dar un paseo a caballo?

—Este descubrimiento hace excusable mi olvido. ¿No le parece, mademoiselle Lawson?

—Estas cosas sólo ocurren en raras ocasiones —repliqué.

—Se nos está haciendo tarde —dijo Claude sin mirarme.

—Ya hablaremos de la pintura en otra ocasión, mademoiselle Lawson —dijo el conde, siguiendo a Claude hacia la puerta. Pero al llegar allí se volvió y me sonrió. Claude observó la mirada que se intercambiaba entre nosotros, y pude notar la intensidad de su disgusto. Había fracasado en su intento de deshacerse de mí, lo que debió representar un gran golpe para su dignidad, teniendo en cuenta lo muy segura que estaba de su poderío. Lo más probable es que me odiara. ¿Por qué tuvo tantos deseos de despedirme? ¿Acaso se sentía celosa?

Aquella idea resultaba más emocionante que cualquier otra de las cosas ocurridas durante la mañana.

*****

A partir de entonces trabajé con una intensidad que llegó a parecerme peligrosa; pero al finalizar el tercer día había descubierto diversas partes de aquella figura, que fueron emergiendo centímetro a centímetro. Sin duda alguna, la pintura era de gran valor.

Pero cierta mañana recibí una sorpresa, porque descubrí algo que no pude entender. Era una carta, escrita en la pared. ¿Confirmaría la fecha de la obra? Mis manos temblaban. Quizá hubiera sido mejor detener el trabajo hasta dominar mis nervios, pero era pedir demasiado. Descubrí las letras lie y empecé a rascar cuidadosamente a su alrededor, hasta tener la palabra completa: oubliez. Antes de acabar la mañana, y gracias a una cuidadosa labor, la frase entera quedaba ante mis ojos. Ne m’oubliez pas. («No me olvidéis»). Estaba convencida de que fue escrita mucho después de acabarse el retrato.

Debía mostrársela en seguida al conde. Éste acudió y examinamos la pintura juntos. Compartía mi expectación, o por lo menos lo simuló muy bien.

*****

La puerta se abrió tras de mí. Yo sonreía mientras con todo cuidado aplicaba el filo del cuchillo al borde de la capa de encalado.

Pensé que el conde se sentía tan emocionado como yo por el descubrimiento, y que le era difícil ocultarlo.

Reinaba un silencio absoluto. De pronto me volví y al instante la sonrisa se borró de mis labios, porque no era el conde, sino Claude, la cual hizo una leve mueca que parecía encubrir cierta turbación, cosa que me resultó difícil comprender.

—Dicen que descubrió usted algunas palabras. ¿Podría verlas? —Se acercó a la pared y fijó la mirada en la pintura, murmurando—: Ne m’oubliez pas. —Luego se volvió hacia mí con expresión perpleja—. ¿Cómo sabía usted que esa pintura estaba ahí? —preguntó.

—Quizá se trate de mi instinto.

—Mademoiselle Lawson… —vaciló como si le fuera difícil convertir en palabras lo que estaba pensando—, creo que me he precipitado con respecto a usted. El otro día… compréndalo, me sentí alarmada por Geneviève.

—Lo comprendo muy bien.

—Y me dije… pensé que lo mejor sería…

—Que me retirase, ¿verdad?

—No se trataba sólo de Geneviève…

Sus palabras me cogieron de sorpresa. ¿Acaso iba a confiarme algo? ¿Me diría tal vez que estaba celosa de mí? ¡Imposible!

—Quizá no me crea, pero también pensaba en usted. Mi marido me ha hablado en varias ocasiones, y hemos pensado que… —frunció el ceño y me miró como si le fuera difícil continuar—. Hemos pensado que quizá a usted le gustaría marcharse.

—¿Por qué?

—Pueden existir ciertas razones. Y quería poner en su conocimiento que acabo de enterarme de una posibilidad… realmente extraordinaria. Mi marido y yo podríamos ofrecerle una oportunidad brillante. Sé lo mucho que le interesan a usted los viejos edificios y tengo la impresión de que le gustaría muchísimo examinar con detalle algunas de nuestras viejas iglesias y abadías. Y también colecciones pictóricas.

—Desde luego, me gustaría, pero…

—Bien. Acabamos de enterarnos de un pequeño proyecto. Un grupo de señoras planea un viaje de inspección por los tesoros de Francia, y necesitan a alguien que las guíe; alguien con profundo conocimiento de lo que van a ver. Como es natural, no quieren que dicha persona sea un hombre, y han pensado que de encontrar una señora capacitada para ello… Es una posibilidad única. Estará muy bien pagada y se le ofrecerán oportunidades excelentes. Aumentará su reputación y quizá ello le dé entrada en el seno de algunas antiguas familias. Sus servicios serán solicitados porque las personas que van a hacer el viaje son aficionadas al arte y tienen colecciones particulares. Me parece que la perspectiva es excelente.

Me sentí asombrada. Desde luego, aquella mujer quería librarse de mí fuese como fuese. Sin duda, estaba sumamente celosa.

—El proyecto parece fascinador —reconocí—. Pero este trabajo… —Y señalé la pintura.

—Lo terminará en seguida. Reflexione sobre lo que le he propuesto. Creo que debería aceptar.

Parecía una mujer distinta. Era la amabilidad en persona. Hubiera podido creer que sentía verdadera preocupación por mi futuro. En realidad, yo me había propuesto hacer un examen minucioso de los tesoros de Francia y tenía pensado discutir el proyecto con otras personas interesadas también en ello. Claude no me hubiera podido ofrecer un cebo mejor preparado.

—Le daré más detalles —continuó—. Reflexiónelo a fondo, mademoiselle Lawson.

Vaciló otra vez cual si quisiera añadir alguna cosa, pero luego decidió no hacerlo y se marchó.

Me sentía perpleja. O tenía celos de mí y llegaría a cualquier extremo para librarse de mi presencia, o me estaba dirigiendo alguna advertencia velada contra el conde. Quizá tratara de indicarme que tuviese cuidado; que me diera cuenta del modo en que se valía de las mujeres. Era cual si indicara: «Fíjese en mí, casada con Philippe por conveniencia suya. Y en Gabrielle, casada con Jacques. ¿Qué le pasará a usted si se queda aquí y le deja que gobierne su vida?».

En el fondo de mi corazón me pareció que la alarmaba el interés del conde por mi persona y deseaba eliminarme. La idea resultaba interesantísima. Pero ¿sería prudente prolongar aquella situación? Ponderé la propuesta que acababa de hacerme. Cualquier mujer ansiosa de incrementar su reputación profesional hubiera cometido una estupidez rechazando el proyecto.

Verdaderamente la ocasión era de las que sólo se presentan una vez en la vida.

Al pensar en ello y en las posibilidades que el futuro podía ofrecerme en el castillo, me sentí atormentada por dudas, temores y extravagantes esperanzas, que el buen sentido presentaba como imposibles de realizar.

*****

Visité a Gabrielle y me di cuenta de que su embarazo era ya muy notable. Parecía totalmente feliz. Hablamos de la próxima llegada del bebé y me mostró la canastilla que estaba preparando.

Le pregunté por Jacques y al responder se expresó con mayor franqueza de la que acostumbraba.

—El tener un niño la cambia a una —me dijo—. Cosas que antes parecían importantes, pierden interés y se vuelven triviales. El niño lo acapara todo. No entiendo por qué sentí tanto temor. Si se lo hubiese confesado a Jacques quizá hubiéramos encontrado una solución, pero tenía tanto miedo… En cambio, ahora, todo me parecen tonterías.

—Y Jacques, ¿qué opina de esto?

—Me riñe por ser tan tonta. Yo tenía miedo de ser sincera porque quería casarme hacía mucho tiempo; pero no era posible por tener con nosotros a su madre. No hubiéramos podido vivir los tres juntos.

¡Qué tonta fui al imaginar que el conde era el padre de la criatura! Caso de suceder así, ¿cómo hubiera podido Gabrielle mostrarse tan radiante y feliz?

—De no ser por el conde… —empecé.

—¡Ah, sí! El conde —exclamó, sonriendo plácidamente.

—Lo raro es que no se lo contaras a Jacques y en cambio se lo confiases a él.

Sonrió de nuevo.

—¡Oh! El conde es muy comprensivo. Además, era el único capaz de ayudarme, y así lo hizo. Jacques y yo le estaremos siempre agradecidos.

Aquella entrevista con Gabrielle contribuyó hasta cierto punto a eliminar la indecisión que la propuesta de Claude había provocado en mí. No abandonaría el castillo a menos que fuera absolutamente necesario, sin importarme la clase de problemas que me aguardaban allí.

*****

Me dominaban ahora dos intereses primordiales. Descubrir lo que había bajo la capa de encalado, y enterarme del verdadero carácter de un hombre que empezaba a significar tanto en mi vida.

Las palabras «no me olvides» resultaban intrigantes y quería descubrir el resto del escrito. Pero lo que apareció fue la cara de un perro tendido a los pies de la mujer retratada. Mientras trabajaba en ello descubrí pinceladas que me parecieron restos de un trabajo posterior, lo que me produjo inquietud, porque sabía que era costumbre cubrir viejas pinturas con estuco y volver a pintar sobre éste, en cuyo caso quizá había destruido algún trabajo realizado sobre aquel en que trabajaba.

No me quedaba más remedio que continuar, y ante mi profunda sorpresa, al cabo de una hora la nueva pintura apareció claramente como un añadido realizado en fecha posterior.

Era extraordinario, y aún lo fue más observar que el perro estaba dentro de una caja parecida a un féretro, bajo el cual aparecían las palabras «No me olvides».

Dejé el cuchillo y me quedé mirando el resultado. El perro era un spaniel como el de la miniatura que el conde me había regalado en Navidad. Y el retrato representaba, sin duda, a la misma mujer del cuadro que había limpiado y de la miniatura.

Quería que el conde lo viese, y con tal propósito me trasladé a la biblioteca. Claude estaba allí, sola. Al verme me miró con expresión aliviada, porque sin duda pensó que venía para aceptar su oferta.

—Buscaba al conde —le dije.

Su rostro se endureció y su vieja animosidad apareció de nuevo.

—¿Piensa mandar en su busca?

—Me dije que también esta vez le gustaría ver lo que hay en la pared.

—Cuando lo encuentre le comunicaré que usted intenta verlo.

Hice como si no me diera cuenta de su expresión burlona.

—Gracias —respondí, y volví a mi trabajo.

Pero el conde no acudió.

*****

En el mes de junio, Geneviève cumplía años. La fiesta se celebró con una cena en el castillo, a la que no acudí, aunque Geneviève me había invitado. Presenté excusas, sabedora de que Claude, que al fin y al cabo era la anfitriona, no sentía deseo alguno de verme.

En cuanto a Geneviève, le era igual que aceptara o no. Y ante mi profundo disgusto, tampoco el conde hizo nada por incluirme en la fiesta. La misma resultó bastante triste, y Geneviève no pareció disfrutar mucho. Le regalé un par de guantes grises que ella había admirado en una tienda de la ciudad. Me dijo que le habían gustado mucho, pero estaba meditabunda y llegué a la conclusión de que quizá hubiera sido mejor no celebrar la fiesta, teniendo en cuenta las circunstancias.

Al día siguiente salimos juntas a caballo, y le pregunté qué le había parecido la cena.

—No me divertí en absoluto —declaró—. ¡Fue horroroso! ¿De qué sirve ofrecer una cena si una misma no puede escoger a sus invitados? Me hubiera gustado una fiesta de verdad… quizá con pastel y una corona…

—Los cumpleaños no suelen celebrarse así.

—¿Qué importa? Debemos cambiar de costumbres. Tal vez Jean-Pierre sepa algo de esto. Le preguntaré.

—Ten en cuenta lo que tu tía Claude opina sobre la amistad con los Bastide.

La jovencita se enfureció.

—¡Le aseguro que escogeré yo misma a mis amigos! Tengo edad suficiente. Deberán aceptarlo. He cumplido quince años…

—No son muchos, que digamos…

—¡Es usted tan mala como todos ellos!

Por un momento vi la expresión tempestuosa de su rostro; luego, espoleando al caballo, partió al galope alejándose de mí, y aunque intenté seguirla, no me fue posible. Al cabo de un rato volví sola al castillo, sintiéndome intranquila por Geneviève.

*****

Los cálidos días de julio transcurrieron como en un sueño. Había llegado agosto y las uvas maduraban bajo el sol. Cuando paseaba por los viñedos, algún trabajador solía comentar:

—¡Buena cosecha este año, señorita!

En la pastelería donde tomaba café y una porción de pastel, madame Latière no hablaba de otra cosa sino del tamaño de las uvas dulcificadas por la luz del sol.

La vendimia estaba ya próxima, y al parecer la gente no pensaba en nada más que en aquella especie de culminación. Por mi parte, aún tenía que realizar mucho trabajo en la pared, y quedaban varias pinturas por limpiar; pero aun así no iba a quedarme indefinidamente en el castillo. ¿No habría sido una insensata al rechazar la propuesta de Claude?

Llevaba diez meses en el castillo y empezaba a creer que hasta entonces mi vida había carecido totalmente de interés. Continuar mi existencia lejos de aquel lugar me parecía algo imposible, carente de significado y de expresión. Ninguna otra cosa sería capaz de compensar aquella pérdida.

A veces recordaba las conversaciones con las gentes del castillo y me preguntaba si habría imaginado cosas que no existían. No estaba segura de si el conde se burlaba de mí, insinuando que me ocupara sólo de mis asuntos, o si a su manera indirecta intentó demostrarme cierto afecto.

Sea como quiera, me lancé de lleno a la vida del castillo y al enterarme de que se iba a celebrar la kermesse anual, quise tomar parte en la misma.

Fue Geneviève quien me informó.

—Debería usted ocupar uno de los puestos.

—¿Qué podría vender en él?

—Nunca estuvo en una kermesse, ¿verdad?

Le dije que en nuestros pueblos y ciudades se solían celebrar tales fiestas. Y que había preparado toda clase de objetos para las tómbolas de las iglesias. Una kermesse era algo similar, ¿verdad?

Quiso que le explicara más cosas de mi país y se mostró encantada al conocer tales detalles, conviniendo en que yo estaba muy bien enterada en lo relativo a kermesses y cosas así.

Sabía pintar flores sobre tazas, platos y ceniceros. Adorné unos cuantos y se los enseñé a Geneviève, quien se echó a reír.

—Pero, señorita, ¡es maravilloso! —exclamó—. Nunca hubo cosas como éstas en nuestras kermesses.

Seguí pintando con entusiasmo, no sólo flores, sino también animales, como elefantes, conejos y gatos. Luego se me ocurrió la idea de grabar nombres. Geneviève se sentaba a mi lado, indicándome los que debía escribir. Como es natural, puse los de Yves y Margot, y los de otros niños, que, desde luego, asistirían a la kermesse.

—¡Vamos a vender muchos objetos! —exclamaba—. Nadie resistirá la tentación de comprar un jarrito con su nombre en él. ¿Podré acompañarla en su puesto? Venderá tanto que va a necesitar una ayudante.

Me sentía feliz al ver su entusiasmo.

—Papá vendrá para la kermesse —me dijo—. No recuerdo que otros años asistiera.

—¿Por qué motivo?

—¡Oh! Siempre estaba en París… o en otros lugares. Ahora pasa más tiempo aquí de lo que solía. Los criados lo comentan. Ocurre desde que tuvo el accidente.

—¿Ah, sí? —pregunté, intentando aparentar indiferencia.

Luego me dije, no sin sarcasmo, que acaso todo se debiera a la presencia de Claude.

Seguimos hablando de la kermesse. Estaba encantada porque Geneviève compartía mi excitación al recordar acontecimientos similares.

—Esta fiesta será la más bonita de todas —dije.

—Sí, señorita. Nunca vendimos jarritos con nombres de niños en ellos. El dinero conseguido se entrega al convento. Le diré a la madre que debe agradecerlo a usted.

Il ne faut pas vendre la peau de l’ours avant de l’avoir tué —le recordé, añadiendo en inglés—: No hay que contar los polluelos hasta que hayan salido del huevo.

Me sonrió, pensando sin duda que no desaprovechaba la ocasión para representar mi papel de institutriz.

Una tarde, cuando volvíamos de dar un paseo a caballo, tuve la idea de pasar por el foso. Nunca lo había explorado y las dos descendimos al mismo. La hierba era verde y lustrosa, y le sugerí que quizá resultara original instalar los tenderetes allí.

A Geneviève le pareció una idea excelente.

—Esta vez todo será distinto —comentó—. Nunca habíamos usado el foso, pero me parece genial. Aquí hace una temperatura muy buena.

—Porque está protegido de la brisa —respondí—. ¿Te imaginas los tenderetes puestos contra el muro gris?

—Sería divertidísimo. Este lugar tiene un ambiente tan recluido…

Comprendí que se refería al silencio y a los altos muros grises del castillo tan próximos y macizos.

Dimos una vuelta completa y yo me preguntaba si la idea de colocar los puestos sobre aquel terreno desigual no habría sido precipitada, considerando lo agradable de las bien cuidadas praderas. De pronto vi una cruz, clavada en el suelo, junto al muro de granito. La señalé a Geneviève. Ésta bajó del caballo y, poniéndose de rodillas, la examinó.

Yo me coloqué a su lado.

—Hay algo escrito en ella —dijo.

Yo también me agaché pude leer: «Fidèle, 1747».

—Es la tumba de un perro —dije.

Geneviève levantó la mirada.

—¿Cuántos años debe llevar aquí?

—¡Tengo la convicción de que se trata del perro retratado en mi miniatura! —exclamé.

—¡Ah, sí! La que papá le regaló para las navidades. Fidèle, ¡qué nombre tan bonito!

—Su ama debía quererlo mucho para enterrarlo incluso con su cruz, su nombre y la fecha.

Geneviève hizo una señal de asentimiento.

—Esto da un carácter especial al foso, porque lo convierte en una especie de cementerio.

Hube de convenir con ella en que así era.

—No me parece adecuado instalar la kermesse en el mismo lugar en el que enterraron al pobre Fidèle.

Hice una señal de asentimiento.

—Además, sufriríamos muchas picaduras, porque hay insectos entre la hierba.

Entramos en el castillo y cuando la frialdad de los espesos muros empezaba a rodearnos, Geneviève dijo:

—De todos modos, me alegro de haber encontrado la tumba del pobre Fidèle.

—Yo también —le contesté.

*****

El día de la kermesse fue caluroso y soleado. Se habían puesto marquesinas en el césped y a primeras horas de la mañana empezaron a llegar quienes ocuparían los puestos, iniciándose en seguida la instalación de los objetos a vender. Geneviève estuvo trabajando conmigo para que el tenderete ofreciera los mayores atractivos. Había puesto un paño blanco sobre el mostrador y decorado el conjunto con mucho gusto, empleando hojas. Luego transportamos allí nuestras piezas de cerámica dorada. El conjunto tenía un aspecto encantador, y, en secreto, convine con Geneviève en que era el más atractivo de todos. Madame Latière, la propietaria de la pastelería, ofrecía bebidas. Entre los géneros a vender figuraba una gran cantidad de trabajos de modistería; se trajeron flores del jardín del castillo y había profusión de pasteles, verduras, ornamentos y joyas. Según Geneviève, Claude rivalizaría con nosotros porque iba a vender piezas de ropa de las que tenía gran cantidad, y a todos les gustaría llevar prendas procedentes de París. Los músicos locales, dirigidos por Armand Bastide y su violín, tocarían durante toda la tarde, y al anochecer empezaría el baile. Yo estaba muy orgullosa de mis jarritos, cuyos primeros compradores fueron los niños Bastide, quienes profirieron gritos de alegría al ver sus nombres impresos en ellos, como por coincidencia. Como disponíamos de muchos jarritos en los que pintar los nombres que se nos propusieran, yo estaba muy ocupada con aquella tarea.

La kermesse fue inaugurada por el conde, lo que constituyó un acontecimiento porque, según me dijeron varias veces durante las primeras horas de la fiesta, tratábase de la única kermesse a la que había asistido desde muchos años antes. «Desde la muerte de la condesa», añadían, lo que a juicio de algunos resultaba significativo por indicar que el conde había decidido llevar una existencia más normal en el castillo.

Nounou se acercó, insistiendo en que le pintara un jarrito con su nombre. Me puse a trabajar bajo la tela azul que nos protegía del sol. Éste apretaba de firme y yo notaba su calor mezclado al perfume de las flores y al rumor de las voces y las risas, sintiéndome feliz bajo aquella pantalla.

El conde se acercó y se puso a mirar mi trabajo.

—¡Oh, papá! ¿Verdad que lo hace bien? —preguntó Geneviève—. ¡Y qué rapidez! Deberías llevarte un jarrito con tu nombre.

—Sí; desde luego —convino él.

—No lo hemos preparado todavía —dijo la joven—. ¿Verdad que no tiene pintado ningún Lothair?

—No creí que fuera necesario.

—Pues se equivoca, mademoiselle Lawson.

—Sí —convino Geneviève, alegremente, como si, al igual que su padre, disfrutara viéndome cometer un olvido—. En efecto; se equivoca.

—Es un error que puede ser remediado en seguida siempre que el encargo sea formal —repuse.

—Totalmente formal.

Se reclinó sobre el mostrador mientras yo elegía uno de los jarritos.

—¿Prefiere algún color determinado?

—No; escoja usted misma. Sé que tiene un gusto exquisito.

Lo miré fijamente.

—Me parece que rojo y oro estará bien.

—¿Los colores reales? —preguntó.

—Son los más adecuados —repuse.

Se había reunido un grupo que me miraba mientras ejecutaba la tarea. Algunas de aquellas personas hacían comentarios entre sí. Pero me pareció como si la tela azul me protegiera de todo contacto desagradable. Sí, ciertamente, aquella tarde me sentía feliz.

Grabé su nombre en color púrpura, añadiendo la tilde de la i en dorado, así como el punto final.

Hubo exclamaciones de admiración entre los observadores, y entonces, quizá un poco arrebatadamente, añadí una flor de lis.

—¿Verdad que ha quedado bonito? —pregunté.

—Papá, tienes que pagar —indicó Geneviève.

—Diga usted el precio, mademoiselle Lawson.

—Tendrá que ser más caro que lo corriente —intervino Geneviève— porque se trata de un encargo especial.

—Sí; mucho más caro —convine.

—Estoy en vuestras manos —dijo el conde.

Hubo una exclamación de asombro cuando dejó el dinero en el tazón que Geneviève tenía sobre el mostrador. Al ver la suma, tuvo la seguridad de que nuestra aportación al convento iba a ser la mayor de toda la kermesse. Geneviève estaba roja de placer y se sentía tan feliz como yo.

Cuando el conde se alejó, vi que Jean-Pierre se acercaba a nosotras.

—Quisiera comprar un jarro —dijo—. También con flor de lis.

—Hágale uno, señorita —me pidió Geneviève, sonriendo al muchacho.

La complací.

A partir de aquel momento todo el mundo me pidió jarritos con la flor de lis, e incluso me trajeron los adquiridos con anterioridad para que los completara.

—La flor de lis costará más dinero —proclamó Geneviève.

Mientras yo pintaba, la joven se iba poniendo más y más roja de placer, mientras Jean-Pierre seguía sonriendo. Había sido un éxito completo. Gracias a los jarritos logramos más dinero que cualquier otro de los puestos. Todo el mundo hablaba de ellos.

Al llegar la noche los músicos empezaron a tocar y se inició el baile sobre el césped, y en la casa, para quienes preferían estar a cubierto. Geneviève me dijo que siempre se había hecho así, pero que nunca había visto una kermesse tan animada como aquélla.

El conde había desaparecido. Sus deberes no incluían estar presente en la fiesta hasta el final de la misma.

También Claude y Philippe se habían ido. Yo empecé a buscar al conde de manera inconsciente, con la esperanza de que volviera y me dijese algo.

Jean-Pierre estaba a mi lado.

—¿Qué opina usted de nuestros recreos campesinos? —me preguntó.

—Pues que son muy parecidos a los que he visto en otros lugares.

—¿Quiere bailar conmigo?

—Acepto complacida.

—¿Prefiere el césped? Aquí hace mucho calor. Creo que resultará más agradable bailar bajo las estrellas.

Me tomó de la mano, y me condujo en un vals soñador, que los músicos habían empezado a interpretar.

—Nuestra vida le interesa, ¿verdad? —susurró con los labios muy cerca de mi oído—. Pero no puede estar aquí siempre. Tiene su propio hogar.

—No. No tengo hogar. Tan sólo me queda la prima Jane.

—Me parece que no me gustaría conocerla.

—¿Por qué no?

—Porque tampoco le gusta a usted. Lo he notado en su voz.

—¿Traiciono tan fácilmente mis sentimientos?

—Sí. Un poco. Y espero profundizar aún más en ellos. Porque somos buenos amigos, ¿verdad? Mi familia y yo nos hemos sentido muy felices al ver que nos trataba con cordialidad… Por favor, dígame, ¿qué hará cuando acabe su trabajo en el castillo?

—Me marcharé, naturalmente. Pero aún no he terminado.

—En el castillo están muy contentos con usted. Es evidente. Monsieur le Comte la miraba esta tarde como si aprobara todo cuanto hace.

—Sí, creo que está contento. Tengo el orgullo de haber realizado un buen trabajo con esas pinturas.

Hizo una señal de asentimiento.

—No debe usted marcharse, Dallas —dijo—. Quédese con nosotros. Si se va, dejaremos de ser felices… en especial, yo.

—Es muy amable…

—Siempre seré amable con usted… para el resto de mi vida. Si se marcha, jamás seré feliz de nuevo. Le pido que se quede para siempre… conmigo.

—¡Jean-Pierre!

—¿Por qué no nos casamos? Me gustaría oírla decir que jamás me abandonará… que no se irá de aquí. Usted pertenece a este lugar. ¿No se ha dado cuenta, Dallas?

Me había parado en seco; pero él me tomó del brazo y me condujo a la sombra de unos árboles.

—No puede ser —le respondí.

—¿Por qué no? Dígame la causa.

—Le tengo estima… nunca olvidaré su amabilidad cuando llegué…

—Pero no me ama, ¿verdad?

—Lo que intento decirle es que aunque le aprecio, no creo que fuera una buena esposa para usted.

—¿Me aprecia, Dallas?

—Desde luego.

—Lo sabía. No quiero que me diga sí o no en este momento, porque quizá no esté preparada para ello.

—Jean-Pierre, debe comprender que yo…

—Lo comprendo, querida.

—No, no creo que entiendas nada.

—No te meteré prisa; pero no te irás. Quiero que seas mi esposa… porque nunca podrás vivir lejos de nosotros… Y con el tiempo… con el tiempo, querida Dallas… ya verás.

Me tomó de la mano y la besó.

—No protestes —dijo—. Perteneces a nosotros. Nadie puede ser tu esposo, excepto yo.

La voz de Geneviève quebró mis turbulentas reflexiones.

—¡Ah! ¿Está usted ahí, señorita? La busco desde hace rato. ¡Oh! Jean-Pierre. Tienes que bailar conmigo, lo prometiste.

El joven me sonrió, y le vi levantar las cejas de manera tan expresiva como cuando se encogía de hombros.

Mientras lo veía bailar con Geneviève sentí un ligero temor. Por vez primera en mi vida acababa de recibir una proposición de matrimonio, y me sentía turbada. Pero jamás me podría casar con Jean-Pierre. ¿Cómo era posible tal cosa si…?

Lo ocurrido resultaba desconcertante, en especial al comprender que el joven se había expresado de aquel modo sin prepararse debidamente. Que la cosa fue brusca y sin propósito. ¿Por qué motivo? ¿Quizá porque yo misma le traicioné mis sentimientos? ¿No habría ocurrido también que el conde traicionase los suyos cuando se acercó a mi puesto aquella tarde?

El placer que me inundaba desapareció de pronto. Me alegré de que el baile terminara y de que después de tocar La Marsellesa todo el mundo se marchara a su casa.

Yo me retiré a mi cuarto para reflexionar sobre el pasado e intentar abrirme camino ciegamente en el futuro.

*****

Al día siguiente me resultó difícil trabajar. Temí causar daño a la pintura si continuaba descubriéndola mientras mis pensamientos volaban a gran distancia. Conseguí muy pocos resultados; mi cerebro estaba en plena actividad. Parecía increíble que desde mi fracasadas relaciones con Charles no hubiera tenido jamás un amante y en cambio pudiera ahora atraer a dos hombres, uno de los cuales acababa de pedirme en matrimonio. Pero lo que me preocupaba con más intensidad era la actitud del conde.

Cuando estuvo en nuestro puesto me pareció más joven, casi alegre. Tuve la sensación de que incluso podía ser feliz, y llegué a creer que yo era la única capaz de conseguirlo. ¡Qué presunción! Probablemente no pensaba más que en un enredo amoroso sin trascendencia, como los que tenía de vez en cuando. Pero aquello no podía ser verdad.

Cuando hube desayunado, Geneviève entró en mi cuarto como un torbellino. Parecía cuatro años más vieja porque se había recogido el cabello en un moño, lo que la hacía más alta y graciosa.

—Geneviève, ¿qué has hecho? —le pregunté extrañada.

Se echó a reír.

—¿No le gusta?

—Pareces… mucho mayor.

—Eso es lo que pretendo. No quiero que me sigan tratando como una niña.

—¿Quién te trata como una niña?

—Todos. Usted, Nounou, el tío Philippe y esa odiosa Claude… ¡todos! Pero todavía no me ha dicho si le gusta.

—No me parece adecuado…

Aquello la hizo reír de nuevo.

—Pues a mí sí. Y así pienso llevar el pelo en el futuro. Ya no soy una niña. Mi abuela se casó cuando tenía tan sólo un año más que yo.

La miré con asombro. Sus ojos resplandecían. Parecía exaltada, y me senté intranquila. Pero en aquellos momentos era inútil discutir con ella.

*****

Me fui a ver a Nounou a fin de preguntarle cómo se encontraba. Me contestó que en aquellos últimos días su dolor de cabeza había disminuido bastante.

—Me siento intranquila por Geneviève —le conté. Pude ver una expresión de asombro en su mirada—. Se ha recogido el pelo y ya no parece una niña.

—Está creciendo —repuso—. Su madre era muy distinta. ¡Siempre tan afable! Siguió siendo niña incluso después de nacer Geneviève.

—Me ha contado que su abuela se casó a los dieciséis años… y lo ha dicho como si ella planeara hacer lo mismo.

—Es su carácter —respondió Nounou.

Sin duda estaba preocupándome demasiado por una cosa sin importancia. Infinidad de jóvenes de quince años se cansan de ser niñas y se recogen el pelo, llevándolo así definitivamente hacia su diecisiete aniversario.

Pero dos días después no me sentía tan segura de aquellas reflexiones. Nounou vino a verme muy preocupada y me dijo que Geneviève había salido a pasear a caballo aquella tarde, y aún no estaba de regreso, aunque eran ya casi las cinco.

—Sin duda la acompaña uno de los criados —indiqué—. Nunca pasea a caballo sola.

—Pues hoy, sí.

—¿Usted la vio?

—Sí; desde la ventana. Y me pareció irritada. Corría al galope por la pradera, completamente sola.

—Geneviève sabe muy bien que no le está permitido… —me interrumpí, mirando a Nounou anonadada.

—Está así desde la kermesse —suspiró—. ¡Qué feliz me sentí al verla tan alegre en la fiesta! Pero luego ha cambiado otra vez.

—Espero que regrese en seguida. Lo único que pretende es hacernos ver que ya no es una niña.

Dejé a Nounou y las dos nos quedamos esperando a Geneviève en nuestros respectivos cuartos. Imaginé a Nounou pensando igual que yo, qué debería hacer si la joven no regresaba al cabo de una hora.

Sin embargo, no hubo necesidad de nada, porque media hora después de dejar a Nounou vi desde la ventana que Geneviève se acercaba al castillo.

Me fui al cuarto de estudios, por el que tendría que pasar para ir al suyo y, una vez allí, Nounou se me acercó.

—Ya ha vuelto —le dije.

—La he visto —dijo Nounou.

Poco después vimos a Geneviève. Parecía muy excitada y casi hermosa, con sus pupilas oscuras muy brillantes. Al vernos esperándola sonrió con malicia, y quitándose su sombrero de amazona lo tiró sobre la mesa. Nounou temblaba.

—Estábamos muy preocupadas —dije—. Ya sabes que no puedes cabalgar sola.

—Eso era antes, señorita. Ahora no sirve.

—Pues yo creo que sí.

—Usted no sabe nada… aunque cree entenderlo todo.

Me sentí muy deprimida. La joven estaba de pie ante nosotros desafiadora y burlona, muy semejante a aquella que tan mal se portó conmigo a mi llegada. Imaginé haber conseguido algunos progresos, pero ahora me daba cuenta de que no existía tal milagro. Seguía siendo variable y agresiva como siempre. Aunque de vez en cuando hubiera demostrado interés por algo y se mostrase afable, todo se venía abajo al menor contratiempo.

—A tu padre no le gustaría saberlo —indiqué.

Se volvió hacia mí, colérica.

—¡Cuénteselo! ¡Ande, dígaselo! ¡Son ustedes tan amigos!

—No insinúes cosas absurdas —repliqué—. No está bien que salgas a cabalgar sola.

Se quedó inmóvil, sonriendo ensimismada, y yo me pregunté si en realidad habría paseado sola. La idea me pareció alarmante. De pronto, dio media vuelta y nos miró de frente.

—Escuchen las dos —dijo—. Haré lo que me parezca. Y nadie… absolutamente nadie… lo va a impedir.

Tomó el sombrero y se metió en su habitación cerrando de un portazo tras de sí.

*****

Los días siguientes fueron bastante agitados. Yo no deseaba visitar a los Bastide porque temía encontrarme con Jean-Pierre y estropear lo que hasta entonces fueron unas relaciones amistosas, de las que tanto disfruté.

Luego de la kermesse, el conde se fue a pasar unos días a París. Geneviève evitaba encontrarse conmigo. Traté de abstraerme en mi trabajo, y conforme la pintura mural iba emergiendo, mi mente encontró un motivo de sosiego.

Cierta mañana, al levantar de repente la mirada, vi que no estaba sola. Se trataba de una desagradable costumbre de Claude, la cual entraba sin hacer ruido en la galería ocasionándome numerosos sobresaltos.

Estaba muy bonita con su vestido azul celeste, adornado con cintas de color escarlata. En seguida percibí el tenue aroma a rosa que la envolvía.

—Espero no haberla molestado, señorita Lawson —dijo afablemente.

—No; nada de eso.

—Quería hablar con usted. Cada día me siento más intranquila por culpa de Geneviève. ¡Se está volviendo imposible! Esta mañana contestó con muy malos modales a mi esposo y a mí. Su educación parece haberse deteriorado últimamente.

—Tiene un carácter muy variable; pero a veces también sabe ser encantadora.

—Pues a mí me parece mal educada y gauche. Si se sigue comportando de este modo, no la van a aceptar en ninguna escuela. Observé su comportamiento con el vinatero durante la kermesse. Si continúa así, puede que surjan dificultades. Ya no es ninguna niña, y temo que trabe amistad con gente… peligrosa.

Hice una señal de asentimiento. Comprendía perfectamente que se estaba refiriendo a la obsesión de Geneviève por Jean-Pierre.

Se acercó un poco más a mí.

—Quisiera que la corrigiese usted, si aún es posible. Pero sin que se dé cuenta de que estamos preocupados porque todavía se portará peor. Espero que comprenda los peligros…

Me miraba con expresión burlona, indicadora de que si surgía algún contratiempo de la naturaleza que insinuaba, yo sería la culpable. Porque, ¿acaso no había fomentado aquellas amistades? Antes de que yo entablase amistad con la familia, Geneviève ni siquiera sabía que existiese Jean-Pierre.

Me sentí bastante alarmada.

Claude continuó:

—¿Ha vuelto a pensar en mi proposición de hace unos días?

—Creo que antes debo acabar este trabajo.

—No demore demasiado la respuesta. Ayer me dijeron que un componente del grupo piensa establecer una escuela de arte en París. Sería una buena oportunidad para usted.

—Casi es demasiado bello para resultar cierto —repuse.

—Se le ofrece la mejor oportunidad de su vida. Pero desde luego, la decisión ha de ser tomada en seguida. —Me sonrió cual si quisiera excusarse y se fue.

Era evidente que estaba deseando perderme de vista.

¿Se sentía celosa por alguna atención que me hubiera dispensado el conde? ¿La preocupaba realmente el comportamiento de Geneviève?

Esto último podía convertirse en un problema grave. ¿Me habría equivocado al juzgar a la joven?

Intenté seguir trabajando, pero me era difícil concentrarme. ¿No estaría cometiendo una estupidez al despreciar una oportunidad como la que ahora se me ofrecía, tan sólo por…? ¿Por qué? Ni yo misma lo sabía.

*****

Pronto llegué a la conclusión de que Claude estaba realmente obsesionada por Geneviève. Cierto día la vi enfrascada en profunda conversación con Jean-Pierre en el bosquecillo donde el conde había sufrido el accidente. Yo había estado de visita en casa de Gabrielle e iba de regreso al castillo cuando pensé que valía más tomar aquel atajo. De pronto escuché sus voces. No pude distinguir las palabras y me pregunté por qué habrían escogido semejante lugar. Luego se me ocurrió que quizá se encontraran allí casualmente, y que Claude había decidido aprovechar la oportunidad para contar a Jean-Pierre que no estaba conforme con la amistad que profesaba a Geneviève.

Pero como después de todo, no era cosa mía, me aparté de allí en seguida, acercándome al castillo después de dar un rodeo. Sin embargo, el incidente confirmaba mi opinión sobre la actitud de Claude. ¡Y yo que en mi orgullo había llegado a imaginar que sentía celos de mí!

Traté de borrar de mi mente tan perturbadoras ideas, concentrándome de lleno en mi trabajo. La pintura fue ampliándose, hasta que apareció por completo ante mí. Allí estaba por fin la dama con las esmeraldas, y aunque descoloridas, podía ver perfectamente por su forma que las joyas eran idénticas a las que figuraban en la primera pintura restaurada por mí. También la cara de la dama era la misma. Tratábase de la mujer que fue amante de Luis XV y que empezó la colección de esmeraldas. La pintura se asemejaba mucho a la primera, exceptuando que en ésta el vestido era de terciopelo azul y en la otra rojo, y en que sobre la suave tela de su falda destacaba el perro spaniel. La inscripción fue lo que más me intrigó. «No me olvides». Luego descubrí totalmente la caja de cristal y vi que había algo a su lado. El momento fue tan emocionante para mí que casi olvidé mi dilema personal. Junto a la caja de cristal había algo parecido a una llave, uno de cuyos extremos tenía una flor de lis ornamental.

Estaba segura de que allí se ocultaba algo, porque las letras, la caja que guardaba el perro y la llave, si es que se trataba de una llave, habían sido añadidos al retrato original de la mujer y el perro, y ejecutados por un simple aficionado sin condiciones.

Tenía que mostrar aquello al conde en cuanto regresara al castillo.

*****

Cuanto más pensaba en la pintura más significativo me parecía todo aquello. Intenté concentrarme; pero otras ideas se entremezclaban en mi imaginación. Geneviève evitaba encontrarse conmigo. Salía a cabalgar cada tarde sin que nadie pudiera impedírselo. Nounou se encerraba en su cuarto y probablemente pasaba el rato leyendo los diarios, tal vez con la vana esperanza de revivir aquella época, para ella mucho más agradable que la presente.

Geneviève me preocupaba. Quizá Claude tuviera razón y la culpa fuera mía en gran parte.

Recordé nuestro primer encuentro y el modo en que me encerró en la oubliette y cómo me había prometido presentarme a su madre antes de llevarme ante su tumba y explicarme que había sido asesinada… por el conde.

Quizá fuera el recuerdo de esta escena el que una tarde me llevó al cementerio de los de la Talle. Me acerqué a la tumba de Françoise y leí una vez más su nombre en la lápida de mármol. Luego busqué la de la dama del retrato, que sin duda se encontraría también allí.

No conocía su identidad. Sabía tan sólo que era una de las condesas de la Talle; pero puesto que en su juventud fue amante de Luis XV me dije que la fecha de su muerte debería situarse en la segunda mitad del siglo XVIII. Por fin descubrí a una Marie-Louise de la Talle, fallecida en 1761. Se trataba sin duda de la dama del cuadro. Cuando me acercaba a la bóveda llena de estatuas, mis pies tocaron algo. Miré al suelo y recibí una gran sorpresa al ver que se trataba de una cruz similar a la del foso. Me agaché y descubrí que ostentaba una fecha y unas letras. Arrodillándome pude leer: «Fidèle, 1790».

Tratábase del mismo nombre, sólo que con fecha distinta. El perro enterrado en el foso había muerto en 1747. Este otro llevaba su mismo nombre y murió cuando los revolucionarios marchaban contra el castillo y la condesa se vio obligada a huir, no sólo para salvar su vida, sino también la de su hijo aún no nacido.

¿Existía alguna relación en todo ello? Llegué a la conclusión de que sí. El que pintó aquella caja en forma de ataúd alrededor del perro, y escribió en el cuadro las palabras «No me olvides» estaba intentando revelar algo. Pero ¿qué?

Ahora acababa de hallar la segunda tumba de un Fidèle y la fecha era detalle importante. Estuve examinando la cruz. Bajo el nombre y la fecha había unas letras talladas en la madera.

«N’oubliez pas…», pude leer, y mi corazón latió aceleradamente porque aquella inscripción era la misma que la de la pintura. «N’oubliez pas ceux qui furent oubliés[1]».

¿Qué significaba aquella frase?

Estaba segura de que acabaría por descubrirlo todo, porque acababa de ocurrírseme que allí no estaba enterrado ningún perro. Tan sólo existía la tumba del foso. Alguien que vivió en 1790 —año trascendental para el pueblo francés— intentaba enviar un mensaje a través de los tiempos.

Se trataba de un desafío y yo debía aceptarlo.

Me puse en pie y salí del cementerio atravesando el bosquecillo hasta llegar a los jardines. Recordé que se encontraba allí un cobertizo en el que se guardaban herramientas, y dirigiéndome al mismo encontré una pala con la que volví al cementerio.

Cuando atravesaba el bosquecillo, tuve la sensación de que alguien me espiaba. Quedé inmóvil unos momentos, pero reinaba un silencio total, excepto por el repentino aleteo de un pájaro en las ramas, por encima de mí.

—¿Quién va? —pregunté.

Pero no hubo respuesta. «¡Qué tonta soy!», exclamé para mis adentros. «Estoy nerviosa. Encontrar algo procedente del pasado causa cierta inquietud. ¡Cuánto he cambiado desde que llegué al castillo! Antes era una joven prudente, mientas que ahora hago toda clase de cosas extrañas…».

¿Qué pensaría quien me viera provista de una pala cavando en el cementerio?

Caso de ser descubierta trataría de explicarlo. Lo que importaba era realizar mi descubrimiento y contarlo luego al conde. Al llegar ante la cruz miré por encima del hombro. No pude ver a nadie, pero no hubiera sido difícil seguirme por el bosquecillo y ocultarse tras alguno de aquellos panteones parecidos a casas que los franceses levantan a sus difuntos.

Empecé a cavar. Había una cajita enterrada a poca profundidad. En seguida vi que no era lo suficientemente grande como para contener los restos de un perro. La recogí y la limpié de tierra. Era de metal y en ella aparecían unas palabras similares a las de la cruz: «1790. N’oubliez pas ceux qui furent oubliés».

Era difícil abrir la caja porque sus goznes estaban enmohecidos, pero al final lo conseguí. A decir verdad no me causó mucha sorpresa lo que había en su interior, porque desde el momento en que descubrí la pintura mural tuve la sensación de que se trataba de un mensaje secreto. La caja contenía la llave reproducida en la pintura, junto al perro. Uno de sus extremos ostentaba la flor de lis.

Ahora era preciso encontrar la cerradura a que correspondiera dicha llave y luego descifrar lo que quiso decir el autor del mensaje. Sin duda todo aquello guardaba relación con un hecho pasado y era el descubrimiento más emocionante que mi padre o yo hubiéramos hecho jamás. Había que explicárselo a alguien… y este alguien sólo podía ser el conde.

Miré la llave. En algún lugar del castillo se encontraría la correspondiente cerradura. Era preciso que diese con ella.

Me guardé la llave cuidadosamente en el bolsillo y tras cerrar la caja la volví a dejar en su sitio. Luego lo cubrí todo con tierra.

En el transcurso de algunos días nadie averiguaría lo sucedido allí.

Me fui al cobertizo y volví a dejar la pala en su lugar. Una vez en el castillo subí a mi cuarto; pero hasta encontrarme en él y haber cerrado la puerta con llave, no pude librarme de la sensación de haber sido espiada.

*****

Fueron unos días de calor bochornoso. El conde seguía en París. Yo ya había descubierto la totalidad de la pintura mural y me dedicaba a limpiarla, proceso que no me llevaría mucho tiempo. Cuando hubiera terminado con aquella y unas cuantas pinturas más, no tendría pretexto alguno para seguir allí. Si hubiera sido prudente habría comunicado a Claude mi decisión de aceptar su sugerencia.

La cosecha se acercaba. Muy pronto los trabajadores tendrían que levantarse al amanecer para llevar a cabo la vendimia.

Tenía la sensación de estar avanzando con suma rapidez hacia un momento crucial, y que cuando la vendimia hubiera terminado también daría fin un episodio entero de mi vida.

Donde quiera que fuese, llevaba la llave guardada en el bolsillo de mi falda. Era un lugar seguro porque se abotonaba muy bien, cerrando herméticamente su interior.

Había reflexionado mucho sobre aquella llave, llegando a la conclusión de que si lograba dar con la apuntaba cerradura, descubriría las esmeraldas. Todo tendía hacia dicha meta. El ataúd de cristal había sido pintado sobre la imagen del perro en el año 1790, es decir el mismo en que los revolucionarios atacaron el castillo. Estaba convencida de que las esmeraldas fueron sacadas de la habitación en que eran guardadas y escondidas en algún lugar del castillo, y de que aquélla era la llave que abriría el lugar en que estaban guardadas. La llave era propiedad del conde y lo más adecuado era no entregarla a nadie sino a él. Luego los dos juntos buscaríamos el lugar para el que estaba destinada.

Pero por otra parte sentía el ardiente deseo de encontrar por mí misma aquella cerradura, y al regreso del conde decirle: «¡Aquí tiene usted sus esmeraldas!».

No era posible que estuviesen guardadas en un féretro, porque de ser así alguien las habría descubierto mucho tiempo antes. Debía tratarse de algún mueble, una caja fuerte, algo en fin, donde permanecer ocultas cien años.

Empecé por examinar metro a metro mi propia habitación, dando golpecitos en los paneles bajo los que pudiera existir alguna cavidad.

De pronto me detuve sobrecogida al recordar los golpecitos escuchados por Geneviève y por mí, cierta noche. Quizá alguien anduvo buscando lo mismo que yo; pero ¿quién? ¿El conde quizá? Esto último resultaba improbable porque siendo el dueño del castillo tenía pleno derecho para buscar lo que quisiera en su propiedad y sin necesidad de ocultarse.

Me acordé de «la caza del tesoro» y de cómo encontré las claves, y me dije que aquellas palabras grabadas en la caja eran también una clave.

¿Serían los olvidados aquellos presos encadenados a sus jaulas o arrojadas a la oubliette? Los criados abrigaban el convencimiento de que las mazmorras estaban encantadas, y no querían bajar allí… Quizá había sucedido lo mismo con los revolucionarios que asaltaron el castillo. En algún lugar de los subterráneos existiría la cerradura correspondiente a la llave que ahora guardaba en el bolsillo de mi falda.

Sí; no había lugar a dudas. El misterioso cofre estaba sin duda en la oubliette. La palabra «olvidados» constituía la clave que buscaba.

Recordé la trampa, la escalera de cuerda y la vez en que Geneviève me encerró allí. Anhelaba explorar la oubliette, pero al recordar mi experiencia tuve miedo de ir sola.

¿Comunicaría mi descubrimiento a Geneviève? No. Debía ir sola aunque enterando de ello a alguien, para que acudieran en mi ayuda caso de cerrarse la puerta de la trampa.

Fui a ver a Nounou.

—Esta tarde voy a explorar la oubliette —le dije—. Creo que debe haber algo interesante en sus muros.

—¿Como la pintura que ha descubierto usted?

—Sí, algo parecido. Sólo existe una escala de cuerda para bajar. Caso de no estar en mi cuarto a las cuatro, usted sabrá donde encontrarme.

Nounou hizo una señal de asentimiento.

—No creo que Geneviève repita su jugada —me dijo—. No tenga usted miedo, señorita.

—De acuerdo. Por lo menos, usted ya sabe lo que voy a hacer.

—Sí, señorita.

Tomé también la precaución de mencionar aquello a la sirvienta que me trajo el desayuno.

—¿De verdad piensa bajar? —preguntó—. Yo no lo haría.

—¿No le gusta ese sitio?

—¡Cuando piensa una en lo que ha pasado allí…! Dicen que el subterráneo está encantado. Lo sabía usted, ¿verdad?

—Es un comentario muy normal.

—Toda esa gente… encerrada ahí abajo… Yo no lo haría.

Toqué la llave que llevaba en el bolsillo y pensé en el placer que experimentaría cuando dijese al conde: «He encontrado su tesoro».

No iba a permitir que el temor a unos fantasmas me impidiera conseguir aquel triunfo.

Mientras estaba en la habitación cuya trampa constituía la única entrada a la oubliette, viendo cómo la claridad solar jugaba sobre la superficie de las armas que decoraban las paredes, se me ocurrió que la cerradura correspondiente a la llave quizá estuviera en aquel mismo recinto por el que los que iban a quedar olvidados para siempre pasaban antes de sufrir su encierro.

Había armas de fuego de diferentes formas y tamaños. ¿Quizá las utilizaran todavía? Sabía que los criados tenían la obligación de repasar periódicamente el contenido de aquel cuarto, y asegurarse de que todo estuviera en orden. Decían también que la tarea se efectuaba por parejas.

Si es que alguna vez existió allí algo escondido, debió haber sido descubierto mucho tiempo antes.

Mi mirada se fijó en un objeto que brillaba en el suelo y me acerqué rápidamente.

Eran unas tijeras como las que había visto usar con frecuencia para cortar los racimos defectuosos. A veces, mientras hablaba con Jean-Pierre, le vi sacar dichas tijeras del bolsillo y usarlas del modo como he dicho.

Me agaché para recogerlas. Su forma no era corriente, y en seguida las identifiqué como las que tenía Jean-Pierre. ¿O acaso existían varias exactamente iguales? Pero si eran las de Jean-Pierre, ¿cómo habían llegado allí?

Me las guardé en el bolsillo, reflexionando sobre todo ello. Llegué a la conclusión de que lo que buscaba estaba sin duda en la oubliette, y tomando la escalera de cuerda abrí el escotillón y descendí hacia aquel lugar fantasmal en el que habían perecido tantos seres. Me estremecí al revivir la terrible experiencia sufrida cuando Geneviève retiró la escalera y cerró la puerta de la trampa, dejándome experimentar por unos momentos la misma sensación que centenares de personas debieron sentir en aquel subterráneo.

Era un lugar sobrecogedor, agobiante y oscuro, excepto por la escasa luz que llegaba desde arriba.

Pero no podía permitir que semejantes fantasías perturbaran mi sentido común. Allí era donde los olvidados terminaron sus días y donde me llevaba mi búsqueda de la clave. Estaba convencida de que daría con la cerradura. Examiné las paredes. Estaban recubiertas por un encalado que debió aplicarse lo menos ochenta años atrás. Empecé a dar golpecitos, tratando de encontrar algún hueco; pero no observé nada de interés. Miré a mi alrededor, examinando las gastadas piedras de las paredes y del techo. Me acerqué a la apertura que, según Geneviève, conducía a un laberinto. ¿Se encontraría la cerradura en aquel paraje? La luz era muy escasa, alargué una mano para tocar la columna de piedra, y llegué a la conclusión de que no existía en ella ningún escondrijo secreto.

Había decidido continuar examinando las paredes, cuando de improviso desapareció la poca luz que me alumbraba.

Dejé escapar una exclamación de horror a la vez que miraba hacia la trampa. Claude estaba inclinada sobre ella, contemplándome.

—¿Realiza usted exploraciones? —preguntó.

Me acerqué a la escala de cuerda, pero ella la levantó unos centímetros del suelo con aire juguetón.

—No sé si queda alguna por hacer —le respondí.

—Sabe usted mucho de castillos antiguos. La he visto venir hacia acá y me he preguntado qué se traería entre manos.

«Me ha estado vigilando», pensé. «No me pierde de vista confiando en que finalmente desaparezca de aquí».

Alargué una mano para tocar la escala; pero ella la retiró aún más, riendo.

—¿No se siente un poco alarmada, ahí abajo?

—¿Por qué?

—Por los fantasmas de los muertos que acabaron sus días maldiciendo a los que los habían bajado al subterráneo.

—No creo que tengan nada contra mí.

No perdía de vista la escalera de cuerda, mientras ella la mantenía fuera del alcance de mi mano.

—Puede usted resbalar y caerse, o sufrir otro accidente. Y quedarse para siempre ahí dentro… como los demás.

—No sería por mucho tiempo —contesté—. Alguien acudiría a buscarme. He dicho a Nounou y a otras personas dónde estoy; así que no tengo nada que temer.

—Es usted práctica a la vez que inteligente. ¿Cree encontrar alguna pintura mural?

—En castillos como éste, nunca se sabe, y en ello estriba la expectación.

—Me gustaría bajar con usted —dijo dejando caer de nuevo la escalera, lo que me ocasionó un alivio extraordinario—. Pero no lo voy a hacer. Estoy segura de que si descubre algo nos lo comunicará en seguida.

—En efecto. De todas maneras ya iba a subir.

—¿Piensa continuar investigando?

—Probablemente sí, aunque por lo que he visto hoy, creo que nada encontraré por aquí abajo.

Agarré firmemente la escalera y subí hasta la habitación superior.

Claude me había hecho olvidar el descubrimiento realizado en la sala de armas, pero en cuanto volví a mi cuarto recordé las tijeras que guardaba en el bolsillo. Como todavía era temprano, decidí dar un paseo hasta la mansión Bastide, a fin de indagar algo.

Madame Bastide estaba sola. Le enseñé las tijeras y le pregunté si eran de su nieto.

—Desde luego —respondió—. Por cierto que las andaba buscando.

—¿Está segura?

—Sin duda alguna. Las dejé en la mesa. ¿Dónde las ha encontrado?

—En el castillo.

Vi cómo el temor se pintaba en su rostro, y al momento comprendí que el hallazgo cobraba un gran significado.

—En la sala de armas. Por cierto, un lugar bastante extraño.

Se produjo un silencio y pude oír perfectamente el tic tac del reloj colocado sobre la chimenea.

—Las perdió hace unas semanas cuando fue a visitar al señor conde —dijo madame Bastide. Pero me pareció que lo que pretendía era excusar a Jean-Pierre por haber estado en el castillo, y hacerme creer que la pérdida tuvo lugar antes de la partida del conde.

Evitamos mirarnos. Llegué a la conclusión de que madame Bastide se sentía francamente alarmada.

*****

Aquella noche dormí muy mal. Los acontecimientos de la jornada me habían dejado intranquila. Me pregunté qué motivos pudo tener Claude para seguirme hasta la oubliette. ¿Qué habría sucedido de no tomar la precaución de avisar a Nounou y a la criada? Me estremecí. ¿Acaso Claude quería quitarme de en medio, y se estaba poniendo impaciente porque yo vacilaba en aceptar la solución que me ofrecía?

El hallazgo de las tijeras de Jean-Pierre en la sala de armas resultó especialmente perturbador, sobre todo en vista de la reacción de madame Bastide cuando se lo conté.

Desde luego, su alarma debía ser justificada. Me había dormido ligeramente cuando se abrió la puerta del cuarto y me desperté con un sobresalto. El corazón me latía tan fuertemente que temí que me fuera a estallar.

Tuve la impresión de que algo maléfico acababa de ocurrirme.

Me incorporé y vi a una figura envuelta en un ropaje azul, que se había acercado hasta los pies de la cama. Tuve la impresión de estar soñando y de que me encontraba frente a uno de los fantasmas del castillo. Luego pude distinguir las facciones de Claude.

—Siento haberla asustado —me dijo—. No creí encontrarla dormida. He llamado a la puerta, pero no me contestó.

—Estaba sólo adormilada —respondí.

—Quiero hablar con usted.

La miré sorprendida y continuó:

—Ya sé lo que piensa usted… que hemos tenido otras muchas oportunidades para conversar… pero lo que tengo que decirle no es fácil, y he preferido esperar una oportunidad adecuada.

—¿Qué tiene que decirme?

—Que voy a ser madre —respondió.

—¡Felicidades! ¿Me ha despertado sólo para decirme eso?

—Quiero que comprenda lo que significa para mí.

—¿Tener un niño? Creo que es una noticia excelente; además, no tan inesperada como usted supone.

—Es usted muy comprensiva.

Me sorprendió bastante que me hablara de aquel modo, y no le respondí. Tenía la certeza de que intentaba adularme, lo cual resultaba muy extraño.

—Si se trata de un varón, será el futuro conde —me dijo.

—¿Está segura de que el conde actual nunca tendrá descendencia?

—Usted conoce ya lo suficiente acerca de nuestra familia para saber que si Philippe se encuentra aquí, es porque el conde no tiene la intención de casarse. Y como es natural, mi hijo será el heredero.

—Muy posiblemente —respondí—. ¿Sólo es eso lo que pretendía decirme?

—Lo que pretendo decirle es que acepte la propuesta que le hice, antes de que sea demasiado tarde. Esa oportunidad no se prolongará indefinidamente. Deseaba hablar de ello esta tarde, pero me ha parecido difícil.

—¿Cuál es su propósito en definitiva?

—Quiero mostrarme franca con usted. ¿De quién cree es el niño que voy a tener?

—De su marido.

—Mi esposo no siente ningún interés por las mujeres, y, además, está físicamente incapacitado para tener descendencia. La cosa es, pues, muy simple. El conde no quiere casarse, pero siente el ferviente deseo de que un hijo suyo herede el título. ¿Me entiende?

—No es asunto de mi incumbencia.

—Desde luego. Sólo intento ayudarla. Comprendo que le parezca raro, pero es la pura verdad. No me he portado bien con usted… y no me extraña que ahora se pregunte por qué quiero ayudarla. La verdad es que no lo sé, pero las personas como usted suelen ser más sensibles de lo normal. El conde consigue siempre cuanto se propone. Su familia siempre fue así. No les importa lo demás, con tal de alcanzar su propósito. Debe usted marcharse. Permítame que la ayude. En estos momentos estoy en condiciones de hacerlo; pero debe adoptar una decisión en seguida, ya que de lo contrario perderá la oportunidad. ¿Admite que se trata de una buena oferta?

No contesté. No podía apartar de mi mente la idea de que el niño que llevaba en su seno era del conde. No quería creerlo, pero encajaba a la perfección en el conjunto. El niño heredaría el título y las posesiones, y Philippe, el hombre complaciente, aparecería como el padre de la criatura sin serlo. Tal era el precio que debía pagar por suceder a su primo en el castillo, caso de que falleciera antes que él.

«Tiene razón», me dije. «Debo marcharme».

Me miraba fijamente. Luego dijo con amabilidad, casi con ternura:

—Comprendo sus sentimientos. Él estuvo muy… atento con usted, ¿verdad? Hasta ahora nunca había conocido a una mujer de su temperamento. Es distinta a nosotros, y al conde siempre le gustaron las novedades. Por eso no es constante. Debe marcharse usted a fin de no sufrir… demasiado.

Era como un fantasma a los pies de la cama, advirtiéndome que debía evitar la tragedia que empezaba a cernirse sobre mi cabeza.

—¿Quiere que arregle todo lo referente al viaje?

—Lo pensaré —repuse sin perder la calma.

Se encogió de hombros, y dando media vuelta se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo y me miró.

Seguí despierta durante largo rato.

Si me quedaba allí, algo malo iba a sucederme. No cabía duda. Nunca hasta entonces me había dado cuenta de la inminencia de una amarga eventualidad.