Capítulo 1

El tren entraba ya en la pequeña estación comarcal y yo aún me repetía con insistencia: «Todavía no es tarde para volverse atrás. Puedo desistir, si lo creo conveniente».

Durante el viaje —había cruzado el Canal la noche antes y continuado en ruta todo el día siguiente— procuré hacer acopio de valor diciéndome que ya no era una imprudente jovenzuela sino una mujer consciente de sus actos, dispuesta a seguir un determinado plan de acción hasta sus consecuencias finales. Lo que pudiera ocurrirme cuando llegara al castillo no dependía de mí sino de los demás. Debía actuar con dignidad y comportarme como si no me sintiera profundamente deseosa de conseguir aquel empleo; ocultar mi temor ante la idea de lo que iba a suceder, en caso de que me rechazaran; disimular hasta qué punto estaba interesada en mi propósito.

Por vez primera en mi vida tuve conciencia de que mi aspecto exterior podía resultarme beneficioso. Había cumplido veintiocho años, circunstancia que quedaba realzada por un abrigo marrón y un sombrero haciendo juego, todo pensado más para la utilidad que para el adorno personal. Continuaba soltera y en más de una ocasión había podido detectar miradas compasivas de ciertas personas que al referirse a mí añadían el consabido comentario de que me iba a «quedar para vestir santos». Me irritaba la premisa según la cual el único motivo por el que una mujer debe vivir es el de dedicarse a servir a algún hombre, opinión esencialmente masculina que a partir de los veintitrés años consideré inadmisible y contra la que luché con ahínco, ya que a mi modo de ver existen otros objetos en la vida. En aquellos momentos me servía de consuelo pensar que acaso lo hubiera conseguido. El tren aminoró su marcha y se detuvo. Al poner pie en el andén pude ver que había bajado también una campesina que llevaba al brazo un cesto con huevos y sujetaba un ave de corral con la otra mano.

Revisé mis maletas. Eran varias, conteniendo todas mis pertenencias: un pequeño guardarropa y las herramientas para mi trabajo.

Un único empleado se encontraba junto a la salida.

—Buenos días —dijo a la campesina—. Como no se dé prisa, el niño va a nacer antes de que usted llegue. Hace ya tres horas que Marie empezó a sentir los dolores. La comadrona ya está allí.

—¡Ojalá sea un niño! —exclamó la campesina—. Hay demasiadas mujeres en el mundo. No sé lo que piensa el buen Dios.

Pero el empleado se había fijado en mí y estaba más interesado en mi persona que en discutir el sexo del futuro bebé. Mientras hablaba con la aldeana, no dejaba de observarme. Luego avanzó unos pasos para tocar el silbato y dar la salida al tren. En aquel momento, un viejo se acercó rápidamente a nosotros.

—¡Eh, Joseph! —lo llamó el empleado, al tiempo que le indicaba mi presencia.

El aludido me miró, moviendo la cabeza negativamente.

—No, no —dijo—. Yo he venido a buscar a un caballero.

—¿Es usted de Château Gaillard? —le pregunté en francés, lengua que hablaba muy bien porque mi madre había sido francesa y siempre nos expresábamos las dos en ese idioma, aunque en presencia de mi padre utilizáramos el inglés.

Joseph se acercó con la boca abierta en expresión de asombro y de incredulidad.

—Sí, soy de Château Gaillard, pero…

—Entonces es a mí a quien viene a recoger.

—Yo vengo en busca del señor Lawson —insistió, pronunciando con dificultad dicho apellido.

Le sonreí, intentando adoptar un aire indiferente al tiempo que pensaba en que aquel obstáculo era el más leve de cuantos me esperaban. Señalé mi equipaje, cuyas etiquetas proclamaban: «D. Lawson». Pero pensando en que acaso no supiera leer, le aclaré:

—Soy mademoiselle Lawson.

—¿Viene usted de Inglaterra? —me preguntó.

Contesté afirmativamente.

—Pues a mí me han dicho que debía recoger a un caballero —insistió.

—Habrá existido algún error. En vez de caballero soy señora.

Se rascó la cabeza.

—¿Qué esperamos? —pregunté señalando las maletas.

El empleado se acercó, intercambiando unas miradas con Joseph.

—Por favor. Lleven mi equipaje al coche y partamos en seguida —dije con expresión autoritaria.

Llevaba muchos años ejercitándome en el dominio de mis emociones y ello me permitió disimular el miedo que sentía. El procedimiento estaba resultando allí tan eficaz como en mi casa. Joseph y el empleado llevaron mis maletas hasta un carricoche estacionado algo más lejos; yo les seguí y a los pocos minutos emprendíamos el camino.

—¿Está muy lejos el castillo? —pregunté.

—A unos dos kilómetros —contestó Joseph—. Pronto lo distinguiremos.

A mi alrededor se extendían tierras cubiertas de espléndidos viñedos. Estábamos a finales de octubre y acababa de efectuarse la vendimia. Ahora se dispondrían a preparar las cepas para la cosecha siguiente. Dejamos a un lado la pequeña ciudad con su plazoleta dominada por la torre de la iglesia, su Ayuntamiento, sus calles estrechas y sinuosas, sus tiendas y sus casas. Poco después distinguí, a poca distancia, la imagen del castillo.

Jamás olvidaré aquellos momentos. El sentido común, cualidad que en el curso del año anterior había servido de compensación a mi carencia de otras cosas, desapareció de pronto haciéndome olvidar la imprudencia que estaba cometiendo de manera tan irreflexiva. Y no obstante estar segura de que iba a sufrir graves contratiempos y dificultades que en modo alguno podría evitar por ser contrario a toda lógica, me eché a reír al tiempo que expresaba en voz alta mi pensamiento dominante:

—Suceda lo que suceda, me alegro de haber venido.

Por fortuna me había expresado en inglés y Joseph no pudo entenderme.

Rápidamente añadí:

—¡De modo que ése es el Château Gaillard!

—Sí, mademoiselle, ése es el Château.

—No es el único de Francia —comenté—, conozco otro Château Gaillard en Normandía. Aquél en que fue hecho prisionero Ricardo Corazón de León. —Mientras Joseph gruñía algo, yo continué—: Las ruinas son un espectáculo fascinador; pero aún lo son más los viejos castillos conservados a través de los siglos.

—El viejo Château ha pasado por momentos difíciles. En los tiempos del Terror quedó casi completamente destruido.

—¡Es una suerte que se salvara!

Noté cómo la emoción alteraba mi voz y confié en que Joseph no se hubiera dado cuenta. Estaba encantada con el castillo. Deseaba ya vivir en él, explorarlo y familiarizarme con todos sus rincones. Comprendí en seguida que era aquél el lugar en que siempre había imaginado me encontraría completamente a gusto, y del que me causaría gran dolor alejarme, entre otras cosas porque a mi vuelta a Inglaterra me sentiría por completo desorientada y sin saber qué hacer.

Tan alarmante posibilidad nubló brevemente mi alegría ante la contemplación del castillo. Tenía una prima lejana en un lugar del norte de Inglaterra. En realidad era prima de mi padre, y éste me había hablado algunas veces de ella. «Si algo te sucediera, siempre podrías acudir a la prima Jane. Es persona difícil y lo pasarás mal con ella; pero por lo menos sabrá cumplir con su deber». ¡Valiente perspectiva para quien, como yo, luego de tener que prescindir de esos atractivos personales que son la clave del matrimonio, había desarrollado una especie de coraza defensiva basada principalmente en el orgullo! Me dije que por nada del mundo acudiría a la prima Jane. Preferiría convertirme en una de esas pobres institutrices expuestas al capricho de amos indiferentes o de niños insoportables o incluso diabólicamente crueles. O ponerme al servicio de alguna vieja gruñona, como señorita de compañía. Cualquiera de estas probabilidades representaba un motivo de desolación, y no sólo por causa del abismo de soledad y de humillaciones que comportarían, sino también porque significaban la negación del infinito goce de hacer un trabajo que yo adoraba, en un ambiente cuya sola existencia hacía la vida digna de ser vivida.

Pero las cosas no estaban sucediendo de manera tan lúgubre como yo las había imaginado, sino que sobrepasaban en interés a todas mis fantasías. Hay ocasiones en que la realidad resulta más emotiva, más encantadora que la imagen que nos hemos forjado de ella; pero las mismas son muy raras y cuando se producen han de ser saboreadas totalmente.

Quizá aquellos momentos fueran doblemente felices para mí por tratarse de los últimos que me proporcionarían alegría durante largo tiempo.

Me absorbí por completo en la contemplación del castillo, magnífica pieza de arquitectura del siglo XV, elevándose en mitad de un país cubierto de viñedos. Mi mirada experta se fijaba en todos los detalles. En el siglo XVI o quizá en el XVII se habían añadido edificios anexos que no alteraban la simetría del conjunto sino que, por el contrario, realzaban su carácter. Vi las torres cilíndricas que flanqueaban el cuerpo principal. Sabía que la escalinata de honor se hallaría en la torre poligonal. Estaba enterada de todo lo relativo a las viejas mansiones, y aunque, con frecuencia, en el pasado lamenté la actitud de mi padre hacia mí, no podía menos de agradecerle cuanto me había enseñado. El aspecto del castillo era totalmente medieval, y la solidez de sus contrafuertes y torres le daban el aspecto de haber sido construido para la defensa. Calculé el espesor de los muros donde se abrían las estrechas rendijas de las barbacanas. Desde luego, era toda una fortaleza. Conforme mi mirada iba pasando desde el alcázar al puente levadizo y al foso seco, percibí una zona poblada de hiedra verde. Me sentí emocionada al ver en la fachada exterior el parapeto con voladizo reforzado por numerosos matacanes.

El viejo Joseph me estaba diciendo algo. Tal vez había llegado a la conclusión de que el ser yo una mujer y no un hombre no era asunto de su incumbencia.

—Sí —decía—, nada ha cambiado en el castillo; monsieur le Comte se ocupa de que todo siga igual.

Monsieur le Comte. Tal era el hombre con quien iba a enfrentarme. Me lo imaginé como un aristócrata altanero y frío, igual a los que fueron en carreta hacia la guillotina por las calles de París, mirando a la gente con indiferencia. Estaba convencida de que iba a rechazarme.

«¡Qué ridiculez!», exclamaría. «Mi petición se dirigió a su padre. ¡Salga de aquí inmediatamente!».

Sería inútil contestar que yo era tan capaz como mi padre. Que estuve trabajando siempre en su compañía y sabía más que él sobre pintura antigua, especialidad quo dejó siempre a mi cargo.

Pero ¿cómo explicar a un despectivo conde francés que una mujer puede ser tan eficiente y tan lista como un hombre, por lo que respecta al trabajo de restaurar viejas pinturas?

«Monsieur le Comte, yo también soy artista…».

Vi su mirada desdeñosa. «Mademoiselle, no me interesan sus cualidades. Yo mandé en busca de monsieur Lawson; no en busca de usted. Por consiguiente, tenga la bondad de salir de mi casa (o quizá “mi residencia”, o “mi castillo”) sin pérdida de tiempo».

Joseph me miraba astutamente. Comprendí sus reflexiones. Sin duda, consideraba muy extraño que el señor conde hubiera enviado a buscar a una mujer.

Estaba impaciente por preguntarle sobre el aristócrata, pero, como es natural, no podía hacerlo. Hubiera sido útil saber algo de la casa en general; pero, por el momento, tenía que abandonar dicho propósito; adoptar una actitud adecuada; creer que no había nada de particular en que ocupase el sitio de mi padre, y hacer lo posible para que los demás lo creyeran también así.

Llevaba en el bolsillo la carta con su petición. Aunque dicha palabra resultaba inadecuada, ya que monsieur le Comte no pediría nada a nadie, sino que ordenaría como un rey a sus súbditos. «¡El rey en su castillo!», me dije. Monsieur le Comte de la Talle llama a D. Lawson al castillo Gaillard para que realice la tarea convenida de la restauración de unas pinturas. Bien; yo era Dallas Lawson, y si la orden se refería a Daniel Lawson, mi respuesta sería que Daniel Lawson había muerto diez meses atrás y que yo, su hija, que en el pasado le ayudé en su tarea, ocupaba ahora su sitio.

Hacía unos tres años que mi padre mantuvo correspondencia con el conde, el cual tenía noticia de que papá estaba considerado una autoridad en viejos edificios y pinturas. Considerando las circunstancias, quizá fuera natural que yo también sintiera hacia tales cosas una reverencia que luego se convertiría en pasión. Mi padre y yo habíamos pasado muchas semanas en Florencia, Roma y París contemplando tesoros del arte. Y todos mis momentos libres en Londres los pasé en los museos.

Con una madre que nunca disfrutó de salud y un padre absorto en su trabajo, quedé prácticamente entregada a mis propios recursos. Veíamos a poca gente y nunca tuve la costumbre de adquirir amistades con facilidad. No siendo guapa, me sentía en desventaja y la constante necesidad de disimular dicho defecto desarrolló en mí unos modales exageradamente graves y poco atractivos. Sin embargo, anhelaba compartir experiencias con otras personas; tener amigos. Me sentía intensamente apasionada por los asuntos ajenos, que siempre me parecieron más emocionantes que cualquier cosa que pudiera sucederme a mí. Escuchaba conversaciones no aptas para mis oídos; permanecía sentada silenciosamente en la cocina, mientras nuestras dos sirvientas, una de edad avanzada y otra más joven, discutían sobre sus dolencias o sobre sus amores, y permanecía inmóvil, oyendo hablar a la gente en las tiendas, cuando iba de compras con mi madre. Y si alguien venía a casa, solía practicar lo que mi padre llamaba fisgoneo, costumbre que no aprobaba en absoluto.

Cuando empecé mis cursos en la escuela de arte pude vivir, por algún tiempo, una existencia propia, comportándome tal como yo era en realidad, y no ciñéndome a lo que oía decir a los demás; pero mi padre se disgustó porque me enamoré de un joven estudiante, episodio romántico que aún recordaba con nostalgia. En los días de primavera los dos deambulábamos por los parques de St. James o del Green, o escuchábamos a los oradores de Marble Arch, o caminábamos junto al Serpentine en los jardines de Kensington. Ahora no podía recorrer tales sitios sin que me invadiera la nostalgia, y por ello no solía frecuentarlos. Mi padre se opuso a la boda porque Charles era pobre. Además, mi madre, inválida, me necesitaba.

No se produjo ninguna patética escena de renunciación. El idilio nació como un producto de la primavera y de la juventud, y se terminó a la llegada del otoño.

Quizá mi padre creyera necesario privarme de oportunidades parecidas, porque al poco tiempo sugirió que dejara la escuela para trabajar con él. Afirmó que podía enseñarme mucho más que cualquier institución, y estuvo en lo cierto, desde luego; pero aunque aprendí mucho con él, desaparecieron las ocasiones para conocer a gentes de mi edad y vivir una existencia individual. Dividía mi tiempo entre trabajar con papá y cuidar de mamá. Cuando ésta murió me sentí anonadada por el dolor durante largo tiempo. Luego comprendí que ya no era joven; y al igual que en ocasiones anteriores, llegué a la conclusión de que no tenía atractivos para los hombres, lo que me hizo transformar mi deseo de amor y de matrimonio en pasión por la pintura.

—Este trabajo te conviene —dijo mi padre cierta vez—, te conviene porque eres propensa a quererlo restaurar todo.

Comprendí su intención. Me había propuesto que Charles fuera un gran pintor, cuando en realidad lo que él deseaba era estudiar sin complicaciones. Quizá por ello lo perdí. Quise que mi madre recuperase su antiguo vigor e interés por la vida y traté de arrancarla a su lasitud, sin conseguirlo tampoco. En cambio, nunca pretendí cambiar a mi padre, porque esto hubiera sido imposible. Había heredado su fuerza de voluntad, aunque en ciertas ocasiones, como en la presente, él era mucho más enérgico que yo.

Recuerdo el día en que llegó la primera carta procedente de Château Gaillard. El Comte de la Talle tenía una colección de pinturas que necesitaba determinadas atenciones y era su deseo consultar a mi padre sobre ciertos trabajos de restauración. ¿Podía monsieur Lawson acudir a Château Gaillard, hacer un cálculo de los trabajos necesarios y, caso de llegar a un acuerdo, permanecer allí hasta completar la obra?

A mi padre le encantó la perspectiva. «Enviaré por ti si ello es posible —me dijo—. Necesitaré ayuda. Y te gustará ese sitio. Es del siglo XV y, según creo, conserva mucho del original. Será fascinador».

Me sentí emocionada. En primer lugar porque anhelaba pasar unos meses en un castillo francés y también porque aquello era prueba evidente de que papá empezaba a reconocer mis conocimientos en pintura.

Pero mi alegría duró poco, porque algún tiempo después llegaba otra carta del conde aplazando el convenio. Circunstancias imprevistas hacían imposible, por el momento, el comienzo de las obras. No daba ningún otro detalle explicativo. Tan sólo añadía que se pondría en contacto con nosotros más adelante.

A los dos años de recibida aquella carta, mi padre falleció repentinamente de un ataque. Fue terrible para mí comprobar que a partir de entonces debería valerme por mí misma. Me sentí desolada, solitaria y perpleja. Además, tenía poco dinero. Me había acostumbrado a ayudar a papá en su tarea y me preguntaba qué iba a sucederme ahora, porque si bien quedaba reconocido que yo era su ayudante y estaba muy capacitada para ello, ¿cuál sería la opinión ajena respecto a aquel trabajo, ahora puramente personal?

Hablé de ello con Annie, nuestra vieja sirvienta, que llevaba con nosotros muchos años y que ahora se iría a vivir con una hermana casada. A su modo de ver, dos caminos se abrían ante mí: trabajar como institutriz, igual que tantas otras mujeres, o convertirme en señorita de compañía.

—Aborrezco las dos cosas —contesté.

—Los mendigos no pueden escoger, miss Dallas. Hay muchas jóvenes educadas, como usted, que se quedaron solas y se vieron obligadas a aceptar esas cosas.

—Pero ¿y el trabajo que hice con mi padre?

Comprendí que, a su modo de ver, nadie querría emplear a una joven en la tarea que antes realizara mi padre. No cabía duda de mi capacidad para llevarla a cabo; pero era mujer y, en consecuencia, mi trabajo nunca se consideraría lo suficientemente bueno.

Annie seguía en casa cuando llegó la carta del conde de la Talle. Todo estaba dispuesto para que monsieur D. Lawson empezase su tarea.

—Después de todo, yo soy D. Lawson —indiqué a Annie—. Y puedo restaurar pinturas tan bien como mi padre. No veo, pues, la razón por la que haya de renunciar a ello.

—Pues yo sí —dijo Annie tristemente.

—Mi interés se siente espoleado. O me aceptan o paso el resto de mi vida enseñando. Los abogados de mi padre me han indicado la urgente necesidad de ganarme la vida. Ahora bien: imagino lo que debe ser enseñar dibujo a niños sin talento ni interés. O quizá pasar la vida junto a una vieja dispuesta a encontrar faltas a todo cuanto haga.

—Tiene usted que aceptar lo que venga, miss Dallas.

—Ya lo he pensado, y eso es exactamente lo que voy a hacer.

—Esa decisión no va a gustar a nadie. Una cosa fue ir de acá para allá con su padre y trabajar con él, y otra muy distinta hacerlo usted sola.

—Cuando él murió terminé el encargo que había empezado en Mornington Towers, ¿se acuerda?

—Sí. Pero ir a Francia… a un país extranjero… ¡sola!

—No debes enfocar el problema de ese modo, Annie. Soy restauradora de pinturas.

—Bien, espero que no se olvide de que, además, es mujer. No vaya, miss Dallas —añadió—. No está bien. Tendrá muchas dificultades.

—¿Dificultades? ¿De qué clase?

—No… no muy recomendables. ¿Quién querrá luego casarse con una joven que ha estado en el extranjero sola?

—No busco marido, Annie, sino un empleo. Y voy a decirte otra cosa: mi madre tenía la misma edad cuando ella y su hermana vinieron a Inglaterra para vivir con una tía suya. A veces iban solas al teatro. ¡Imagínate! Y mi madre me contó que hizo algo todavía más atrevido. Cierta vez acudió a un mitin político en una bodega de Chancery Lane… Por cierto, fue allí donde conoció a papá. Si no hubiera sido atrevida, jamás se habría casado con un hombre como él.

—Siempre consigue dar una apariencia razonable a lo que se propone. Pero sigo diciendo que no está bien. Me siento convencida de ello.

Sin embargo, yo estaba tan segura de que todo saldría perfectamente que, luego de muchas reflexiones y controversias internas, decidí aceptar el desafío y trasladarme a Château Gaillard.

*****

Cruzamos el puente levadizo y cuando contemplaba los antiguos muros cubiertos de musgo y de hiedra, reforzados por los grandes contrafuertes, así como las torres cilíndricas y los tejados redondos con sus puntas cónicas, rogué para que no me rechazaran. Pasamos bajo la arcada y entramos en un patio, entre cuyas losas crecía la hierba. Me sorprendió el profundo silencio que reinaba allí. En el centro del patio había un pozo, rodeado por un parapeto con pilares de piedra que sostenían una cúpula. Unos cuantos escalones conducían a una galería, abierta a un lado del edificio, y pude ver las palabras «De la Talle» entrelazadas a una flor de lis tallada en el muro, sobre una puerta.

Joseph tomó mis maletas, las puso ante la puerta y gritó:

—¡Jane!

Apareció una criada, en cuyos ojos pude observar una expresión de profunda sorpresa. Joseph le dijo que yo era la señorita Lawson y que debería llevarme a la biblioteca, anunciar mi llegada y subir mis maletas a la habitación.

Estaba tan emocionada ante la idea de entrar en el castillo, que los nervios me dominaron. Seguí a Jane atravesando la gruesa puerta y entrando en un gran vestíbulo con paredes de las que colgaban magníficos tapices y armas. Observé en seguida dos o tres muebles estilo Regencia, entre ellos una gran mesa de madera tallada y dorada con magníficos calados como los que se hicieron tan populares en Francia a principios del siglo XVIII. Los tapices, que eran exquisitos y de la misma época que el mobiliario, procedían de Beauvais y tenían figuras al estilo de Boucher. Todo aquello era magnífico y el deseo de detenerme a examinarlo casi se sobrepuso a mi miedo; pero habíamos recorrido el vestíbulo y estábamos subiendo una escalera.

Jane apartó un pesado cortinaje y pisé una gruesa alfombra que contrastaba extraordinariamente con los escalones de piedra. Me encontraba en un corto y oscuro pasillo, al final del cual vi una puerta. Al abrirse apareció ante mi vista la biblioteca.

—Si la señorita quiere esperar…

Incliné la cabeza. La puerta se cerró y quedé sola.

La habitación tenía el techo muy alto, decorado con bonitas pinturas. Aquel lugar estaba lleno de tesoros y en modo alguno iba a permitir que me echaran de allí. Contemplé las paredes recubiertas de libros encuadernados en piel y vi también numerosas cabezas de animales disecados que parecían guardar ferozmente el recinto.

Me dije que el conde debía ser un gran cazador, y lo imaginé persiguiendo implacable a sus piezas.

Un reloj con un Cupido sobre su esfera adornaba la chimenea y a sus dos lados había jarros de Sèvres, de delicados colores. Las sillas estaban tapizadas y su madera decorada con flores y volutas.

Pero aunque aquéllos me impresionaron, me sentía demasiado intimidada para prestarles la debida atención. Imaginé mi entrevista con el formidable conde y ensayé mentalmente lo que iba a decirle. No estaba dispuesta a perder la dignidad. Tenía que mantenerme tranquila y no aparentar demasiado interés. Ocultaría mi gran deseo de trabajar allí, de triunfar en mi propósito y de conseguir otros encargos. Estaba convencida de que mi futuro dependía de los siguientes minutos y ¡cuánta razón tenía en ello!

Escuché la voz de Joseph:

—Está en la biblioteca, señor.

Se oyeron unos pasos. Iba a enfrentarme a él, de un momento a otro. Me acerqué a la chimenea. Había en ella unos troncos no encendidos. Miré la pintura colocada sobre el reloj Luis XV, aunque sin verla. El corazón me latía apresurado, y me apretaba las manos esforzándome por contener su temblor cuando la puerta se abrió. Pretendí no darme cuenta, a fin de ganar unos segundos durante los que componer mi actitud.

Se produjo un breve silencio, y luego una voz fría exclamó:

—¡Qué cosa más extraordinaria!

El conde era un poco más alto que yo, aunque tengo una estatura aventajada. Sus ojos oscuros me miraban intrigados, pero su expresión sugería una predisposición amable. La larga y aguileña nariz indicaba arrogancia, pero los labios, algo gruesos, no resultaban severos. Llevaba un traje de montar muy elegante… quizá demasiado elegante. Lucía una corbata muy adornada y un anillo de oro en cada meñique. Me pareció en extremo meticuloso, y no tan formidable como había conjeturado. Aquello debió haberme complacido, pero por el contrario, me sentí decepcionada, no obstante el hecho de que aquel hombre parecía demostrarme más simpatía que el temible conde de mis pesadillas.

—Buenos días —dije.

Avanzó unos pasos. Era más joven de lo que había supuesto. Tendría un año o dos más que yo. O tal vez fuéramos de la misma edad.

—Confío en que tenga usted la bondad de explicarme todo esto —dijo.

—Desde luego. He venido a trabajar en esas pinturas necesitadas de reparación.

—Esperábamos a un tal Monsieur Lawson.

—Me temo que sea imposible contar con él.

—¿Quiere decir que vendrá más tarde?

—No. Murió hace unos meses. Soy su hija y cumplo los compromisos adquiridos por él.

Pareció alarmarse.

—Señorita Lawson, esas pinturas tienen un valor extraordinario…

—Si no fuera así, no valdría la pena restaurarlas.

—Sólo permitiré que las maneje un experto.

—Yo soy un experto. Mi padre le fue recomendado a usted, y yo trabajaba como ayudante suyo. Su fuerte era la restauración de edificios… las pinturas corrían de mi cuenta.

Sin duda aquello significaría el final de la entrevista. «Está molesto porque le he colocado en una situación embarazosa. Jamás permitirá que me quede», pensé. Hice un desesperado esfuerzo para continuar:

—Si usted oyó hablar de mi padre, también oiría hablar de mí, puesto que trabajábamos juntos.

—No me ha explicado usted…

—Tengo entendido que el asunto es urgente, y por ello me pareció mejor venir cuanto antes. Si mi padre hubiera aceptado, yo hubiera venido con él.

—Siéntese, por favor —me indicó.

Me senté en una silla de respaldo labrado, lo que me obligó a permanecer derecha, mientras él se dejaba caer en un taburete, extendiendo las piernas.

—¿Cree usted, señorita Lawson —preguntó lentamente—, que de habernos explicado que su padre había muerto habríamos declinado sus servicios?

—Yo creí que el objetivo de usted era hacer restaurar las pinturas y tenía la impresión de que lo importante era el trabajo, no el sexo de quien lo emprendiera.

Una vez más di muestras de aquella arrogancia que en realidad no era más que un signo exterior de mi ansiedad. Estaba convencida de que iba a echarme del castillo, pero debía luchar para impedirlo y demostrarle de lo que era capaz.

El conde tenía el ceño fruncido, cual si le costase trabajo tomar una decisión. De vez en cuando me miraba a hurtadillas. De pronto, se rió un poco, aunque sin alegría y dijo:

—Es raro que no nos escribiera y nos contara…

Me puse en pie. La dignidad lo exigía.

Él también se levantó. En pocas ocasiones me había sentido tan deprimida y triste como cuando empecé a caminar altivamente hacia la puerta.

—¡Un momento, señorita!

Había hablado primero, y esto me pareció una pequeña victoria. Lo miré por encima del hombro sin volverme.

—Sólo tenemos un tren diario —dijo—. A las nueve de la mañana. Si quiere tomar el de la línea principal, que va a París, tendrá que recorrer diez kilómetros.

—¡Oh! —exclamé no pudiendo impedir que la alarma se pintara en mi rostro.

—Como ve —continuó—, se ha puesto en situación algo apurada.

—Nunca creí que mis credenciales serían despreciadas sin ni siquiera examinarlas. Es la primera vez que vengo a Francia, y no estaba preparada para una acogida semejante. —Fue una frase feliz, cuyo efecto se hizo notar en seguida.

—Mademoiselle, le aseguro que será tratada en Francia con tanta cortesía como en cualquier otro país.

Me encogí de hombros.

—Supongo que habrá por ahí alguna fonda… un hotel donde pasar la noche, ¿verdad? —pregunté.

—Podemos ofrecerle nuestra hospitalidad.

—Es usted muy amable —respondí fríamente—, pero teniendo en cuenta las circunstancias…

—Antes ha hablado usted de credenciales.

—Poseo recomendaciones de gente que quedó muy complacida con mi trabajo. En Inglaterra trabajé en algunas grandes mansiones y se me confiaron obras maestras; pero ya veo que no está interesado en ello.

—No es verdad, mademoiselle. Sí que estoy interesado. Todo cuanto haga referencia a este castillo me interesa extraordinariamente. —Mientras hablaba, su rostro había cambiado, y ahora aparecía iluminado por una gran pasión: el amor a su vieja casa. Sentí cómo mi simpatía se despertaba. Yo habría obrado de modo parecido si aquel lugar hubiese sido mío. Continuó apresuradamente—: Debe usted admitir que mi sorpresa está justificada. Esperaba a un hombre de experiencia, y me encuentro de pronto ante una joven…

—Ya no soy tan joven, puede estar seguro.

No hizo esfuerzo alguno para refutar mi indicación. Parecía preocupado por sus propias ideas; sus emociones respecto al castillo; su indecisión sobre si debía permitir que una persona de cuyas facultades dudaba, se atreviera a tocar sus maravillosas pinturas.

—¿Quiere hacerme el favor de dejarme ver sus credenciales?

Retrocedí hasta la mesa y saqué del bolsillo superior de mi abrigo un montón de cartas que le entregué. Me hizo señas de que me sentara. También él se sentó y empezó a leer las cartas. Crucé las manos sobre el regazo apretándolas fuertemente. Momentos antes creí haber perdido la partida; ahora no estaba ya tan segura del fracaso.

Mientras simulaba examinar la habitación, no dejé de observarle. Sin duda alguna trataba de decidir cómo obraría, lo cual me sorprendió porque había imaginado al conde incapaz de cualquier duda; como un ser que tomaba decisiones rápidas sin la menor vacilación ni inclinación a la prudencia, convencido de obrar siempre correctamente.

—Son cartas muy valiosas —dijo devolviéndomelas. Me miró cara a cara unos segundos y luego añadió tras vacilar ligeramente—: Creo que le gustará ver las pinturas.

—De nada me va a servir, puesto que no tengo que trabajar en ellas.

—Quizá le permita hacerlo, mademoiselle Lawson.

—¿Quiere decir…?

—Por el momento quédese aquí esta noche. Ha hecho un viaje muy largo y está cansada. Como es tan experta —añadió echando una ojeada a las cartas que yo conservaba en la mano— y ha recibido felicitaciones de gente tan ilustre, estoy convencido de que al menos le gustará ver esas pinturas. Tenemos algunas realmente notables, coleccionadas poco a poco en el transcurso de varios siglos, y creo que merecerán la atención de usted.

—Estoy segura, pero lo mejor será que me vaya al hotel.

—No se lo recomiendo.

—¿Por qué?

—Porque es pequeño y la comida no muy buena. Se sentirá más a gusto en el Château, estoy seguro.

—No quisiera causarle molestias.

—¡De ninguna manera! Insisto en que se quede. Permítame llamar a una criada para que la acompañe a su cuarto. Está ya preparado, aunque desde luego, no para una señorita. Ahora bien, no se preocupe. La criada le subirá algo de comer. Sugiero que descanse un rato antes de ver las pinturas.

—¿Significa esto que me va a permitir realizar la tarea?

—Antes quiero que nos dé su consejo.

Me sentí tan aliviada que mis sentimientos hacia él tomaron en seguida otro rumbo. La antipatía que me provocara unos momentos antes se convirtió en satisfacción.

—Haré lo que mejor pueda, monsieur le Comte.

—Sufre usted un engaño, señorita. Yo no soy el Comte de la Talle.

Me fue imposible dominar mi sorpresa.

—Entonces, ¿quién…?

—Soy Philippe de la Talle, primo del conde. No es a mí a quien debe complacer sino a él. Mi primo decidirá si debe o no confiarle la restauración de las pinturas. Puede estar convencida de que si dicho acuerdo dependiera de mí, le rogaría que empezara sin pérdida de tiempo.

—¿Cuándo veré al conde?

—No se encuentra en el castillo, y seguirá ausente unos días. Sugiero que se quede aquí hasta su regreso. Entretanto puede examinar las pinturas, y luego darle una opinión sobre las mismas.

—¡Algunos días! —exclamé consternada.

—Me temo que sí.

Mientras se acercaba al cordón de la campana y tiraba de él, pensé: «Esto me da un respiro; por lo menos pasaré unos días en el castillo».

*****

La habitación debía encontrarse cerca del alcázar. El hueco de la ventana era lo suficiente ancho como para contener dos bancos de piedra, uno a cada lado; luego la abertura se estrechaba hasta convertirse en una tronera. Para mirar al exterior debía ponerme de puntillas; abajo estaba el foso y más allá vi árboles y viñedos. Me divirtió constatar que aunque convencida de la incertidumbre de mi posición, no podía por menos de tomarle cariño a la mansión y a sus tesoros. Mi padre había sido igual. Las cosas más importantes para él fueron los monumentos antiguos, y luego las pinturas. Para mí, las pinturas ocupaban el primer lugar, pero, aunque en segundo término, había heredado también su pasión por los edificios.

El amplio cuarto estaba en la penumbra aun cuando fuera sólo media mañana, porque por pintoresca que resultara la ventana, apenas si dejaba pasar claridad alguna. Me sorprendió el grosor de las paredes, no obstante haber supuesto dicha condición. El enorme tapiz que cubría casi toda la superficie de un muro tenía un tono azulado, y en él destacaban figuras de pavos reales en un jardín lleno de fuentes con columnatas, mujeres reclinadas y galanes, todo ello muy a lo siglo XVI. La cama tenía dosel y un poco más allá distinguí una cortina. Al descorrerla vi que había lo que se llama una melle o habitación secundaria como era costumbre en los castillos franceses. Sus dimensiones le permitían contener un armario, un baño y un tocador sobre el que estaba colgado un espejo. Al verme reflejada en él me eché a reír.

Tenía aire de saber cumplir con mi misión. Mi aspecto era casi formidable, aunque algo desaliñado por causa del viaje. Llevaba el sombrero echado hacia atrás, lo que lo hacía aún más feo que de costumbre a la vez que ocultaba mi pelo largo, espeso y liso, único detalle bueno en mi fisonomía.

La criada trajo agua caliente y me preguntó si me gustaría un plato de pollo frío y una botella du vin du pays. Le dije que me vendría perfectamente. Me alegré cuando se hubo retirado, porque su evidente curiosidad y nerviosismo no cesaban de recordarme el imprudente paso que acababa de dar.

Me quité el abrigo y el poco favorecedor sombrero; retiré las horquillas y dejé que el pelo me cayera sobre los hombros. ¡Qué diferente estaba ahora! No sólo parecía más joven sino también más vulnerable: la verdadera muchachita asustada que se ocultaba tras un exterior lleno de aplomo. Me dije que valía más no perder de vista este detalle. Estaba orgullosa de mis cabellos, de un color castaño oscuro, con algunos mechones algo más claros a los que la luz arrancaba destellos casi rojos.

Me restregué de pies a cabeza en la bañera, sintiéndome muy aliviada. Me puse ropa interior limpia, una falda gris de merino y una blusa de cachemira ligera, que hacía juego con aquélla. La blusa tenía un cuello alto que se abotonaba por detrás y me aseguré de que me diera aspecto de mujer de treinta años, cuando me hubiera vuelto a recoger los cabellos. No me gustaba mucho el color gris, porque he preferido siempre los tonos más alegres. Comprendí instintivamente que unos toques azul, verde, rojo o lavanda hubieran dado carácter a mi falda gris, pero aunque me causara gran placer mezclar los matices para obtener belleza, nunca había hecho tales experimentos con mis propios vestidos. Las batas que llevaba para trabajar eran de color marrón, sencillas y severas como las de mi padre. En realidad usaba casi siempre las suyas, que aunque algo anchas me quedaban bastante bien.

Mientras me abotonaba la blusa llamaron a la puerta. Me miré en el espejo del tocador. Tenía las mejillas un poco encendidas y con el pelo suelto casi hasta la cintura y desplegado sobre los hombros como una capa, mi aspecto era muy diferente al de la circunspecta mujer que poco antes entrara en el castillo.

—¿Quién es? —pregunté.

—Traigo su comida, señorita.

Mientras la criada entraba en la habitación, me sostuve el pelo con una mano y con la otra retiré un poco la cortina.

—Déjelo ahí, por favor.

Así lo hizo y se retiro. Me di cuenta entonces del hambre que tenía, y acercándome a la bandeja la inspeccioné. Había un muslo de pollo, una rebanada de pan todavía caliente, mantequilla, queso y una botella de vino. Me senté a comer. Aquello era delicioso. El vino del país estaba hecho con uvas maduradas en las propias vides.

La comida y el vino me dieron sueño. Me sentía cansada. Había viajado todo un día y una noche sin casi dormir ni comer.

Me sentí invadida por cierta displicente satisfacción. De todos modos, iba a permanecer algún tiempo en el castillo, y vería los tesoros que se guardaban en él. Recordé otras veces en que estuve con mi padre en grandes mansiones, y la satisfacción que me causaba encontrar en ellas alguna rara obra de arte. Mi admiración y mi contento eran tales que se igualaban sin duda a la alegría de su creador. Experiencias similares me estaban aguardando en el castillo… siempre y cuando fuera a quedarme en él para disfrutarlas.

Al cerrar los ojos, me pareció sentir el bamboleo del tren. Imaginé la vida en el castillo y sus alrededores. Los campesinos cuidando las viñas y regocijándose con la vendimia. Me pregunté si habría nacido el niño de la aldeana y si sería varón. Imaginé lo que el primo del conde estaría pensando de mí… o ¿acaso me había olvidado ya por completo? Me dormí y en sueños recorrí una galería de arte y me puse a limpiar una pintura cuyos colores emergían más brillantes que ninguno de cuantos hubiera visto hasta entonces… Vi esmeraldas sobre o contra fondo gris… escarlata y dorado.

—Mademoiselle…

Me levanté de un salto y por unos momentos no pude recordar dónde me hallaba. Ante mí había una mujer pequeña, flaca, con el ceño fruncido sugiriendo más temor que enfado. Su pelo gris estaba peinado en rizos y tirabuzones, y ahuecado todo lo posible en una vana tentativa para ocultar su escasez. Sus ojos grises me escudriñaron ansiosos bajo las cejas fruncidas. Llevaba una blusa blanca adornada con lacitos color de rosa y una falda azul oscuro. Sus manos nerviosas tiraban del lacito que lucía en el cuello.

—Me he dormido —dije.

—Debe estar muy cansada. Monsieur de la Talle me ha indicado que la lleve a la galería, pero quizá prefiera usted descansar un poco más.

—¡Oh! No, no. ¿Qué hora es?

Consulté el reloj de oro que había pertenecido a mi madre y que llevaba prendido de la blusa. Al hacerlo, me di cuenta de que el pelo me caía sobre los hombros y me sonrojé ligeramente. Lo eché hacia atrás en seguida y dije:

—Estoy tan cansada que me quedé dormida. He viajado toda la noche.

—Lo comprendo. Volveré luego.

—Es usted muy amable. ¿Quiere decirme su nombre? Ya debe saber que yo soy miss Lawson, llegada de Inglaterra para…

—Sí, sí. Esperábamos a un caballero. Yo soy mademoiselle Dubois, la institutriz.

—¡Oh!… no sabía… —me callé. ¿Cómo podía saber la identidad de los diversos moradores del castillo? Me desconcertaba llevar el pelo caído sobre los hombros. Y aquello me produjo un tartamudeo que en modo alguno estaba de acuerdo con mi severa actitud de antes.

—¿Le parece bien que vuelva en… digamos media hora?

—Deme diez minutos para ponerme presentable, y me sentiré muy feliz de aceptar su amable ofrecimiento, señorita Dubois.

La tensión desapareció de su rostro y sonrió ligeramente. Cuando se hubo marchado volví a entrar en la melle y me miré al espejo. ¡Qué espectáculo! Tenía la cara sonrojada y los ojos brillantes y mi pelo estaba en desorden. Lo aparté de mi frente y lo recogí en un grueso moño que quedó asegurado en la parte superior de mi cabeza, lo que me hacía parecer aún más alta. El sonrojo fue disminuyendo y mis pupilas adoptaron un color gris más sosegado. Tenían una pátina como de agua tranquila y reflejaban los colores de mis ropas, del mismo modo que el cielo hace cambiar el color del mar. Por tal motivo, debía haber llevado siempre tonos verdes y azules, pero luego de llegar a la conclusión de que mis cualidades no debían basarse en el atractivo personal, y que si quería ganar la confianza ajena debía presentarme como mujer llena de experiencia, cultivaba los matices tristes y daba a mi persona un aspecto severo, creyéndolo el arma más adecuada para una mujer que libra sola sus propias batallas. Mi boca se cerró con firmeza, adoptando un aire decidido, y para cuando mademoiselle Dubois estuvo de regreso, me sentía dispuesta a representar mi papel perfectamente.

Me miró perpleja, de lo que deduje la mala impresión que debí causarle la primera vez. Sus ojos se fijaron en mi cabeza y experimenté cierta malévola satisfacción al decirme que no había un pelo fuera de su lugar, y que mi peinado era pulcro y severo como a mí me gustaba.

—Lamento haberla molestado antes. —Su tono resultaba quizá demasiado modesto. El pequeño episodio había pasado ya, y fue culpa mía si me dormí y no la oí llamar.

Así se lo dije y añadí:

—¿De modo que monsieur de la Talle le ha pedido que me muestre la galería? Estoy impaciente por ver estas pinturas.

—Yo entiendo poco de eso, pero…

—Usted me dijo que era la institutriz. ¿De modo que hay niños en el Château?

—Sólo Geneviève. Monsieur le Comte no tiene más que una hija.

Mi curiosidad iba en aumento, pero preferí no formular preguntas. Ella vacilaba como si quisiera hablar, y por mi parte me sentía dominada por el deseo de saber más detalles, pero seguí siendo dueña de mí misma, al tiempo que aumentaba mi optimismo. Era extraordinario el bien que me habían hecho aquel breve descanso y la comida, el baño y el cambio de vestidos. La mujer suspiró.

—Geneviève es una niña muy difícil.

—Todos los niños suelen serlo. ¿Qué edad tiene?

—Catorce años.

—Pues entonces no debe ser tan laborioso gobernarla.

Me dirigió una mirada irónica y su boca se torció ligeramente.

—Desde luego, mademoiselle Lawson, usted no conoce a Geneviève.

—Estará mimada, ¿verdad? Siendo hija única…

—¿Mimada? —Su voz adoptó un tono extraño, como de miedo o de aprensión que no pude identificar completamente—. Bueno… también puede ser que haya algo de eso.

Pensé que se trataba de una mujer inadecuada para aquella tarea. Saltaba a la vista. Yo nunca hubiera tomado una persona así como institutriz. Ahora bien: si había sido capaz de conseguir aquel empleo, mis posibilidades de llegar a la meta se incrementaban, ya que sin duda, poseía mejores condiciones que aquella pobre mujer. Posiblemente el conde consideraba la educación de su hija asunto de tanta importancia como la restauración de las pinturas. Pero no tenía una certeza absoluta, y me sentía impaciente de enfrentarme a aquel hombre.

—Puedo asegurarle, mademoiselle Lawson, que es imposible dominar a esa niña.

—Quizá no la trata usted con la debida severidad —comenté con expresión ligera. Y cambiando en seguida de tema, añadí—: Este lugar es muy grande. ¿Está cerca esa galería?

—Yo le mostraré el camino. Si fuera sola, se perdería. A mí también me pasó, e incluso ahora me encuentro a veces en dificultades.

Me dije que tratándose de una mujer como ella, esto era perfectamente natural.

—Debe llevar usted aquí bastante tiempo —comenté para entablar conversación, mientras salíamos del cuarto y recorríamos un pasillo que nos condujo a un tramo de escalera.

—Sí, mucho tiempo… Ocho meses.

Me eché a reír.

—¿Y llama usted a eso mucho tiempo?

—Las otras no duraron tanto. Nadie pasó de medio año.

Dejé de examinar el labrado de la barandilla para imaginarme a la hija de la casa y ponderar los conflictos de mademoiselle Dubois. Al parecer, Geneviève estaba tan mimada que era difícil asignarle institutriz. Y en cuanto al rey del castillo, era incapaz de dominar a su hija. Tal vez no se preocupara demasiado. ¿Y la condesa? Era extraño que mademoiselle Dubois hubiera mencionado a la hija, sin aludir nunca a la madre, la cual, naturalmente, debía existir. A lo mejor estaba con el conde, y por eso me había recibido su primo.

—No ceso de pensar que lo mejor sería marcharse de aquí —continuó—. Pero lo malo es que…

No terminó ni fue necesario porque la comprendí en seguida. ¿Adónde podrá ir…? Me la imaginé viviendo en algún cuchitril maloliente… o quizá con su familia… Pero en cualquier caso tendría que ganarse la vida. Muchas como ella renunciaban a su dignidad y a su orgullo a cambio de alimento y cobijo. ¡Oh, sí! La comprendía perfectamente. Porque se trataba de algo que podría sucederme a mí también, cuando me convirtiera en una mujer sin recursos. ¿Existe algo más difícil de compaginar que la buena educación y la pobreza? Acostumbrada a ser tomada por una señora y habiendo sido educada incluso mejor que las personas de posición, estaría condenada a humillantes limitaciones, o bien a vivir en un estado intermedio entre la vulgaridad de los sirvientes y la comodidad de la familia, algo así como morar en una especie de limbo. Resultaba intolerable, y, sin embargo, en muchos casos era imposible de evitar. ¡Pobre mademoiselle Dubois! Nunca hubiera podido imaginar la compasión y el miedo que despertaba en mí.

—Todos los trabajos tienen sus desventajas —indiqué.

—¡Oh, sí! Desde luego. Y aquí más todavía…

—Este castillo parece un almacén de tesoros. Creo que las pinturas valen una fortuna.

—Efectivamente, así lo he oído decir —repuso con voz apagada.

Alargué una mano para tocar el tejido que cubría las paredes. Era un lugar encantador, pero los edificios antiguos requieren una constante atención. Habíamos penetrado en un amplio recinto como los que en Inglaterra se llaman solariums y que están planeados para que el sol los ilumine, y me detuve a examinar un escudo que adornaba la pared. Me pregunté si habría pinturas murales bajo el encalado. Era muy posible. Recordé la emoción de mi padre cuando cierta vez descubrió unas valiosas pinturas que habían permanecido ocultas durante un par de siglos. ¡Qué triunfo significaría para mí un descubrimiento similar!

Sin embargo, la posible satisfacción personal era sólo relativa para mí, y sólo la idea se me había ocurrido como consecuencia de la curiosa recepción de que fui objeto. El triunfo, en realidad, iba a ser del arte, como ocurre siempre que se logran tales descubrimientos.

—El conde debe estar muy orgulloso de ellas.

—No… no lo sé.

—Al menos le preocupan lo suficiente como para desear que se las examine y, en caso necesario, se las restaure. Los tesoros artísticos son un legado de los siglos. Resulta un privilegio poseerlos y hay que recordar que el arte… el arte grande… no pertenece a una persona determinada.

Me callé. Como hubiera dicho mi padre, no debía dejarme llevar por mi obsesión favorita. Siempre me advertía: «Para quienes se interesan por dichos temas, tu modo de pensar puede ser atractivo; para los demás, un tema sumamente aburrido».

Estaba en lo cierto. Mademoiselle Dubois quedaba comprendida en la segunda categoría.

Se rió con risita cascada, sin el menor rastro de alegría o de placer.

—Es poco probable que el conde me comunicara sus opiniones sobre ello.

«Desde luego», pensé. «Tampoco yo lo haría».

—¡Vaya! —murmuró—. Espero no haberme perdido. ¡Oh, no! Es por aquí.

—Estamos casi en el centro del castillo —indiqué—. Ésta es la estructura original. Nos encontramos debajo mismo de la torre redonda.

Me miró incrédula.

—La profesión de mi padre era restaurar viejas mansiones —le expliqué—. Y aprendí muchas cosas de él ya que trabajábamos juntos.

Por un momento pareció lamentar aquel aspecto de mi persona tan contrario a su carácter. Casi con severidad me dijo:

—Esperaban a un hombre.

—Sí; a mi padre. Tenía que haber venido hace tres años, pero por alguna razón desconocida se aplazó la entrevista.

—¡Tres años! —exclamó con expresión meditabunda—. Entonces fue cuando…

Esperé a que continuara, pero no lo hizo.

—Usted no estaba aquí todavía, ¿verdad? —le pregunté—. Mi padre iba a venir, pero de manera inesperada le comunicaron que la fecha no era conveniente. Murió hace casi un año y yo he continuado su trabajo. Por eso estoy aquí.

Me miró como si todo aquello fuera muy poco normal, con lo cual yo estuve de acuerdo, aunque sin manifestarlo puesto que no tenía intención de revelarle mis sentimientos del mismo modo que ella revelaba los suyos.

—Para ser usted inglesa, habla el francés muy bien —comentó.

—Hablo los dos idiomas por igual. Mi madre era francesa y mi padre inglés.

—¡Qué suerte… teniendo en cuenta las circunstancias! Siempre es bueno dominar dos lenguas.

Mi madre había dicho que yo tenía un carácter demasiado protector, y que era necesario modificarlo. Aquel trazo de mi personalidad se había hecho más evidente después de fallecer mi padre. Éste comentó en cierta ocasión que yo era como un barco que disparaba todos sus cañones a la vez para demostrar que estaba bien equipado para defenderse, si otro se disponía a disparar sobre mí.

—Tiene razón —concedió mademoiselle Dubois dócilmente—. Ésta es la galería donde se encuentran los cuadros.

A partir de aquel momento me olvidé de ella. Me encontraba en una larga estancia iluminada por varios ventanales y de cuyas paredes colgaban las famosas pinturas. Incluso con el descuido en que eran conservadas, me parecieron espléndidas, y un rápido examen de las mismas fue suficiente para hacerme comprender su valor. Pertenecían casi todas a la escuela francesa. Reconocí un Poussin y un Lorrain puestos uno junto al otro, y me sorprendió como nunca la fría disciplina del primero y el intenso dramatismo del segundo. Me dejé envolver por la pura luz solar del paisaje de Lorrain y me hubiera gustado indicar a mi acompañante que aquellas pinceladas ligeras y suaves debían haber sido aprendidas de Tiziano, y señalarle los pigmentos oscuros superpuestos a los colores vivos para producir tan pasmosos efectos de luz y de sombras. Había también un Watteau con sus delicados arabescos y sus tonos amables, no obstante representar la atmósfera cargada que reina antes de estallar una tormenta. Avancé como en un trance, pasando de un primitivo Boucher pintado antes de su declinar en un perfecto ejemplo de estilo rococó, a un alegre Fragonard.

Me irrité al observar hasta qué punto aquellos cuadros necesitaban atención urgente. ¿Cómo era posible que los tuvieran en semejante abandono? Algunos estaban muy oscurecidos, otros aparecían recubiertos de una película brumosa que nosotros llamamos «floración» y unos cuantos tenían rayas o manchas de agua. Era visible el ácido oscuro dejado por las moscas y en algunos lugares la pintura había saltado. Vi también quemaduras como si alguien hubiera acercado una vela.

Fui pasando en silencio de una pintura a otra, abstraída de todo lo demás. Calculé que había por lo menos un año de trabajo y que quizá se presentaran aún más complicaciones, como suele ocurrir cuando semejantes telas se examinan más de cerca.

—¿Los encuentra usted interesantes? —preguntó mademoiselle Dubois, con expresión apática.

—Me parecen de enorme interés, y desde luego necesitan cuidados.

—Entonces, es de suponer que empezará usted su trabajo en seguida.

Me volví para mirarla.

—No estoy segura de conseguir este empleo. Como usted ve, soy mujer, y en consecuencia no se me considera capacitada para tales menesteres.

—Es una tarea muy poco normal para mujeres.

—Yo no lo creo así. Cuando se tiene talento, la cuestión del sexo carece de importancia.

Se volvió a reír neciamente.

—Pero hay trabajos de hombre y trabajos de mujer.

—También hay institutrices y tutores, ¿verdad? —Confié en haberme expresado con toda claridad, ya que no tenía el propósito de continuar aquella inútil conversación y era mejor cambiar de tema.

—Desde luego, todo depende del conde —añadió—. Si es hombre con prejuicios…

Una voz no lejana gritó:

—¡Quiero conocerla, Nounou! Quiero verla. Esquilles la ha llevado a visitar la galería.

Miré a mademoiselle Dubois. ¡Esquilles! Astillas. Comprendí en seguida la alusión. Sin duda debía haberse oído llamar con frecuencia de aquel modo.

Una voz baja y tranquila dijo algo.

—Vamos, Nounou —la apremió su acompañante—, no seas estúpida. ¿Acaso crees que podrás detenerme?

La puerta de la galería se había abierto de par en par, y la jovencita a la que en seguida reconocí como a Geneviève de la Talle se hallaba ante mí. Llevaba el pelo oscuro suelto y deliberadamente desordenado; sus bonitos ojos castaños brillaban de contento; lucía un vestido azul que sentaba muy bien a sus trazos morenos. Aunque nadie me lo hubiera dicho, me habría dado cuenta en seguida de que se trataba de una niña indomable.

Me miró fijamente y yo le devolví la mirada. Luego dijo en inglés:

—Buenas tardes, miss.

—Buenas tardes, mademoiselle —respondí en la misma lengua.

Pareció divertida y entró en la habitación. Vi que la seguía una mujer de pelo gris, evidentemente la institutriz a la que había llamado Nounou. Probablemente se cuidaba de la niña desde que ésta nació, contribuyendo a su mal carácter.

—¿De modo que viene de Inglaterra? —dijo—. Esperábamos a un hombre.

—Sí, esperabais a mi padre. Hemos trabajado juntos, pero como él ha muerto y por lo tanto le es imposible venir, soy yo quien trata de cumplir sus compromisos.

—No lo entiendo —declaró.

—¿Quieres que hablemos en francés? —le pregunté en dicha lengua.

—No —replicó imperiosamente—. Sé hablar el inglés muy bien. —Y añadió—: Soy mademoiselle de la Talle.

—Me lo suponía —dije. Y volviéndome hacia la anciana la saludé sonriente.

—Estas pinturas son muy bellas —comenté dirigiéndome tanto a ella como a mademoiselle Dubois—, pero es evidente el abandono en que se hallan.

Ninguna de las dos me contestó, pero la jovencita, evidentemente irritada porque no le hacía caso, me dijo bruscamente:

—Eso a usted no le importa. No van a permitir que se quede.

—¡Cállate! —le susurró Nounou.

—No me callaré. No quiero. Espera a que venga mi padre y verás.

—¡Vamos, vamos, Geneviève!

La mirada ansiosa de la institutriz se posaba en mí como pidiéndome perdón por los malos modales de su pupila.

—¡Ya lo verá! —insistió la jovencita mirándome—. Usted cree que se va a quedar, pero mi padre…

—Si el carácter de tu padre es como el tuyo, nada en el mundo me hará permanecer en esta casa —dije.

—Le ruego que hable inglés cuando se dirija a mí.

—Pues parece ser que has olvidado esa lengua, del mismo modo que olvidaste tu buena educación.

Se echó a reír, y librándose de la mano de la institutriz se acercó a mí.

—Sin duda me considera usted una antipática —dijo.

—No estoy considerando nada.

—¿En qué piensa pues?

—Por el momento, en estas pinturas.

—¿Son más interesantes que yo?

—Infinitamente —repuse.

No supo qué contestarme. Se encogió de hombros y alejándose un poco, dijo enfurruñada:

—Bueno, ya la he conocido. No es guapa ni joven.

Sacudió la cabeza y salió corriendo de la habitación.

—Debe usted perdonarla, mademoiselle —murmuró la anciana institutriz—. Está de mal humor. Intenté impedir que viniera. Me temo que la haya molestado.

—Nada de eso —repuse—. La niña no es cosa mía… por fortuna.

—¡Nounou! —llamó la jovencita tan imperiosamente como antes—. Ven en seguida.

La institutriz salió. Levantando las cejas miré a mademoiselle Dubois.

—Está de mal humor. No hay quien la domine. Lamento…

—Y yo lo lamento por usted y por la institutriz.

Pareció alegrarse.

—Hay niñas difíciles pero nunca encontré a ninguna como ésta…

Miró furtivamente hacia la puerta, lo que me hizo pensar si Geneviève no añadiría a sus otras encantadoras características el escuchar tras de las puertas.

«¡Pobre mujer!», pensé. «No quiero disgustarla más diciéndola que es una tonta por sufrir semejante tratamiento».

—Si no le importa dejarme aquí, examinaré las pinturas —propuse.

—¿Sabrá encontrar el camino hacia su cuarto?

—Estoy convencida. He ido fijándome bien mientras veníamos. Recuerde que estoy acostumbrada a estas viejas mansiones.

—Entonces, aquí la dejo. Y si quiere algo, llame.

—Gracias por su ayuda.

Salió sin hacer ruido, y yo me volví hacia los cuadros. Pero estaba demasiado nerviosa para concentrarme en ellos. ¡Qué casa tan extraña! La chiquilla era imposible. ¿Qué vendría después? ¿Cómo serían el conde y la condesa? ¿Qué impresión les causaría? Geneviève era mal educada, egoísta y cruel, y el haberlo descubierto sólo en cinco minutos me parecía desconcertante. ¿Qué clase de ambiente reinaba allí para haber producido semejante criatura?

Contemplé los muros recubiertos de pinturas abandonadas y me dije que quizá lo más prudente sería marcharse a primera hora de la mañana. Luego de pedir perdón a monsieur de la Talle, y convenir en que hice una tontería al trasladarme allí.

Deseaba escapar a un hado que desde mi encuentro con mademoiselle Dubois (la pobre «Astillas») imaginaba terrible. Había deseado ser la continuadora de un trabajo que tanto amaba, y por dicha causa me había trasladado a Francia, engañándome a mí misma y corriendo el peligro de ser insultada.

Estaba tan convencida de que debía marcharme, que incluso creí que mi instinto me impelía a ello. En tal caso, lo mejor era no seguir examinando aquellos cuadros, sino irme a la habitación que me había sido asignada, tratar de descansar y prepararme para el largo viaje de regreso al día siguiente.

Me acerqué a la puerta, pero al querer girar el pomo vi que éste no se movía. Aunque parezca extraño, durante unos segundos sentí profundo pánico, imaginando estar prisionera y no poder escapar. Me pareció como si los muros se abatieran sobre mí.

Mi mano descansaba lacia sobre el pomo cuando la puerta se abrió, y Philippe de la Talle apareció ante mí. Comprendí entonces que la puerta no cedía por estar él presionando desde el otro lado.

Imaginé que no confiaban en mí, y pensaban que debía haber alguien siempre vigilándome a fin de impedir que robase algo. Pero luego me dije que aquello era absurdo. Y yo no tenía la costumbre de pensar sin lógica. Sin embargo, llevaba dos noches casi sin dormir, me sentía preocupada por mi futuro, y por tal causa resultaba comprensible que no actuara de acuerdo con mi verdadero carácter.

—¿Se marchaba usted, mademoiselle?

—Sí. Iba a mi habitación. Al parecer de nada sirve quedarse aquí. He decidido partir mañana. Quiero darle las gracias por su hospitalidad y lamento haberle causado tantas molestias. En realidad no debí haber venido.

Enarcó las cejas.

—¿Ha cambiado de idea? ¿Considera que las reparaciones son demasiado importantes para usted?

Me sonrojé de irritación.

—¡En modo alguno! —repuse—. Estas pinturas se encuentran en… un abandono criminal… Pero es sólo opinión de un artista. He restaurado otras mucho peores. No. No se trata de eso, sino de que será mejor para usted encontrar a una persona… de su propio sexo, detalle que parece considerar tan importante.

—Mi querida mademoiselle Lawson —dijo casi amablemente—, la decisión descansa en mi primo, a quien pertenecen estas telas… y en realidad, todo el castillo. Lo tendremos aquí dentro de algunos días.

—De todos modos, creo que debo marcharme mañana. Le pagaré su hospitalidad haciendo un cálculo de lo que costaría restaurar una de esas pinturas. Acaso les resulte útil cuando encuentren a otra persona.

—Temo que mi sobrina se haya portado mal con usted —dijo—. Mi primo se enfadará. No haga caso de esa niña. Cuando su padre está ausente, resulta ingobernable. Él es el único capaz de hacerla entrar en razón.

«Creo que tú también le tienes miedo», pensé. Y sentí casi tantos deseos de ver al conde, como de trabajar en las telas.

—Mademoiselle, ¿quiere quedarse unos días y por lo menos saber lo que mi primo opina de todo esto?

Vacilé y luego repuse:

—Bien. Me quedaré.

Pareció aliviado.

—Me voy a mi cuarto —añadí—. Ahora estoy demasiado cansada para concentrarme. Mañana realizaré un meticuloso estudio de las pinturas y cuando su primo vuelva podré darle mi apreciación exacta.

—¡Excelente! —exclamó haciéndose a un lado para dejarme pasar.

*****

A la mañana siguiente, sintiéndome perfectamente descansada luego de una buena noche de reposo, me levanté llena de entusiasmo. Quería echar una ojeada al castillo y explorar sus alrededores. Me hubiera gustado ver la pequeña ciudad cuya vieja iglesia me había llamado la atención por ser de casi la misma época que el castillo. Y posiblemente también el Ayuntamiento sería antiguo.

La cena de la noche anterior servida en mi habitación había sido excelente. Aquella mañana sentía un gran optimismo. Me lavé y me vestí, y en seguida toqué el timbre pidiendo el desayuno. Había café caliente, pan casero y mantequilla, todo ello delicioso.

Mientras comía repasé los acontecimientos de la jornada anterior, que ya no me parecieron tan raros como durante la noche. Aún me quedaba por descubrir qué clase de familia era aquélla. Por el momento sólo había podido entrever que la formaban personas poco corrientes. El primo Philippe, a cargo de todo durante la ausencia de los dueños; una niña mal educada que se comportaba pésimamente cuando su padre no podía corregirla, y en cuya presencia debía sentir un miedo terrible; la débil e ineficaz institutriz y la pobre y gris señora Nounou, la nurse que tampoco ejercía dominio alguno sobre su pupila. Además, estaba el lacayo Joseph y numerosos sirvientes, varones y hembras, encargados de cuidar tan enorme residencia. Aunque, en principio, nada hubiera de especial en todo aquello, sentía cierta sensación de misterio. ¿Se debía quizá al tono que todos empleaban al referirse al conde? Evidentemente, no sólo lo temía la niña sino también los demás. Todo dependía de él, incluso mi estancia allí o mi partida inmediata.

Seguí mi camino hasta la galería, donde disfruté de una pacífica mañana examinando las pinturas y tomando notas de los daños que sufría cada una. Era una tarea fascinadora, y me sorprendió ver con cuánta rapidez pasaba el tiempo. Absorta en todo aquello me olvidé de la familia y me sorprendí cuando una criada llamó a la puerta para anunciar que eran las doce, y que si lo deseaba me serviría la comida en mi cuarto.

Me di cuenta de que tenía apetito, y respondí que me complacería mucho. Recogí mis papeles y regresé a mi habitación, donde la criada me sirvió una deliciosa sopa, seguida de carne y ensalada, y como final queso y frutas. Me pregunté si comería siempre sola mientras estuviera allí… Suponiendo que mereciese la aprobación del señor conde. Empezaba a pensar en él como dueño y señor del castillo y me repetía con expresión burlona: «Los demás quizá le teman, monsieur le Comte; pero yo no».

La tarde no era el mejor momento para trabajar, según me había dictado la experiencia; además necesitaba un poco de ejercicio. Desde luego, no podía explorar el castillo sin permiso; pero sí echar una ojeada a los terrenos circundantes.

No encontré dificultad en hallar la salida al patio al que Joseph me había llevado anteriormente; pero en vez de dirigirme al puente levadizo crucé la galería descubierta que conectaba el edificio principal con una parte del castillo construida posteriormente, y, pasando por otro patio, me encontré en la parte sur. Había allí unos jardines y me dije que si bien el conde descuidaba sus pinturas, no hacía lo mismo con las plantas, porque eran objeto de grandes atenciones.

Tenía ante mí tres terrazas. En la primera había unos prados y fuentes, e imaginé que en primavera las flores serían preciosas ya que incluso entonces, en pleno otoño, tenían mucho colorido. Avancé por un sendero de piedra hasta la segunda terraza, adornada con unos parterres separados entre sí por setos limpiamente cortados en diferentes formas, predominando la flor de lis. «Muy típico de monsieur le Comte», pensé. En la más baja de las terrazas había un huerto; aunque también con aire ornamental, pulcramente dividido en cuadrados y rectángulos, algunos separados de los demás por espalderas recubiertas de parra. Todo el conjunto estaba bordeado por árboles frutales.

El lugar permanecía desierto. Me dije que los jardineros estarían durmiendo la siesta, porque incluso en aquella época del año el sol apretaba de firme. Seguramente volverían al trabajo sobre las tres, continuando hasta el atardecer. Debía haber muchos para tener el lugar tan bien cuidado.

Me encontraba bajo los árboles frutales cuando escuché una voz que me llamaba:

—¡Señorita, señorita!

Al volverme vi que Geneviève corría hacia mí.

—La he visto desde mi ventana —dijo. Y poniéndome una mano sobre el brazo señaló al castillo—. ¿Ve la de la derecha junto al tejado? Pues es la mía. Forma parte del departamento de los niños. —Al decir esto, hizo una mueca. Se expresaba en inglés—. Lo que acabo de decir, lo he aprendido de memoria —explicó—, a fin de demostrarle que domino su idioma. Pero ahora, hablaremos en francés.

Tenía un aspecto distinto, más tranquilo que el día anterior, y aunque un poco travieso, más adecuado a lo que cabía esperar de una jovencita de catorce años, perfectamente educada. Comprendí que estaba viendo a Geneviève en un momento de normalidad.

—Como quieras —contesté en el mismo idioma.

—Me gustaría hablar en inglés con usted, pero como ya le he dicho, no lo domino bastante.

—Tu acento no es muy claro. Pero imagino que debes tener un vocabulario extenso.

—¿Es usted institutriz?

—No. Nada de eso.

—Pues debería serlo. Lo haría muy bien —se echó a reír—. Y no tendría que disimular su verdadero carácter, ¿no cree?

—Estoy dando un paseo —repuse fríamente—. Así es que… adiós.

—¡Oh, no! No se vaya. He bajado para hablar con usted. En primer lugar, quiero decirle que lamento lo ocurrido ayer. Me porté mal, ¿verdad? Y usted se mostró tan fría… pero tenía que hacerlo. Eso es lo que suele esperarse de una inglesa.

—Soy medio francesa —dije.

—Eso le da cierto genio. Observé que estaba realmente enfadada. Sólo su voz era fría, pero por dentro sentía una gran irritación, ¿verdad?

—Era natural. ¿Cómo es posible que una jovencita bien educada como tú se muestre descortés con una invitada a su casa?

—Recuerde que no está usted invitada, sino que ha venido aquí para…

—Creo que es mejor no continuar esta conversación. Acepto tus excusas, y ahora me voy.

—He bajado especialmente para hablar con usted.

—Pues yo bajé a pasear.

—¿Por qué no hablamos?

—Yo no te he invitado a acompañarme.

—Tampoco la invitó mi padre a venir a Gaillard y usted ha venido. —Apresuradamente añadió—: Me alegro de que esté aquí… Quizá me permita acompañarla.

Estaba intentando arreglar las cosas, y como por mi parte no quería mostrarme en exceso grosera, le sonreí.

—Cuando sonríe parece más bonita —comentó—. Bueno —dijo ladeando la cabeza—. No exactamente bonita, pero sí más joven.

—Todos tenemos un aspecto mejor al sonreír. No lo olvides.

Se rió sonora y espontáneamente. Sin darme cuenta, yo hice lo propio. Aquello la complació. A mí también me agradaba su compañía porque la gente me ha interesado siempre tanto como las pinturas. Mi padre lo llamaba curiosidad ociosa, pero era un sentimiento muy fuerte en mí, y quizá hubiera obrado mal al reprimirlo.

Deseaba la compañía de Geneviève. La había visto presa de mal humor, y en cambio ahora se mostraba vivaracha y curiosa. Y ¿quién era yo para criticar la curiosidad ajena cuando la sentía también profundamente?

—Vamos a dar un paseo —propuso—. Le mostraré lo que quiera ver.

—Gracias, será muy agradable.

Se rió de nuevo.

—Espero que le guste, señorita. Si hablamos en inglés, ¿pronunciará lentamente para que pueda entenderla?

—Desde luego.

—¿Y promete no reírse si digo alguna tontería?

—No me reiré. Admiro tu deseo de mejorar el inglés.

Sonrió de nuevo, y comprendí que estaba pensando en cómo debía portarme yo en calidad de institutriz.

—No soy muy buena —añadió—. Todos me temen.

—Lo que pasa es que se sienten molestos y disgustados por el modo tan poco agradable con que a veces te comportas.

Aquello la divirtió; pero se puso seria casi inmediatamente.

—¿Tuvo usted miedo de su padre? —me preguntó en francés.

Me di cuenta de que su interés en aquel tema la obligaba a emplear el lenguaje más familiar.

—No —contesté—. Aunque a veces sentía un gran respeto hacia él.

—¿Cuál es la diferencia?

—Se puede respetar a la gente, admirarla, cuidarla, temer ofenderla. Pero eso no es miedo.

—Sigamos en francés. Esta conversación es demasiado interesante para emplear otra lengua.

«Tiene miedo de su padre», pensé. «¿Qué clase de hombre será para inspirar semejante temor?». Geneviève era extraña, caprichosa y quizá violenta, cosa criticable, desde luego. Pero ¿qué parte debía representar su madre en la extraña educación de aquella jovencita?

—¿De modo que usted no tenía miedo de su padre?

—No. Y tú, ¿lo tienes del tuyo?

No contestó; pero noté una expresión sombría en sus ojos.

—Y… ¿de tu madre? —pregunté rápidamente.

Se volvió hacia mí y repuso:

—La llevaré a que la conozca.

—¿Cómo?

—He dicho que la llevaré a que la conozca.

—¿Está en el castillo?

—Yo sé dónde está. ¿Quiere venir?

—Desde luego. Me encantará.

—Bien. Sígame.

Empezó a caminar delante de mí. Su pelo oscuro estaba pulcramente recogido en la nuca, con una cinta azul, y quizá el modo en que se lo había peinado contribuyese en parte a cambiar de aquel modo su aspecto.

Llevaba la cabeza erguida con arrogancia; tenía los hombros suaves y el cuello largo y gracioso. «Será una mujer muy hermosa», pensé.

Me pregunté si la condesa se le parecería. Luego empecé a ensayar mentalmente lo que diría cuando me encontrara ante ella. Mi caso debería quedar expuesto con toda claridad. Quizá, como mujer, sintiese menos prejuicios que los otros.

Geneviève se detuvo y se colocó a mi lado.

—Hay en mí dos personas dispares, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A que mi carácter ofrece aspectos opuestos.

—Todos tenemos diferentes facetas.

—Hay gentes con el carácter de una pieza. Pero yo tengo dos.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nounou. Afirma que soy una Géminis, y que poseo dos rostros. Nací en el mes de junio.

—¡Tonterías! No todos los nacidos en junio se comportan como tú.

—No son tonterías. Ya vio lo que hice ayer. Era mi lado malo. Hoy soy distinta. Ya le he dicho que lo sentía, ¿verdad?

—Confío en que seas sincera.

—De no ser verdad no lo habría mencionado.

—Entonces, cuando te portes mal, recuerda que lo lamentarás más tarde y ello te ayudará a obrar correctamente.

—Usted debería ser institutriz —repitió—. Suelen ponerlo todo muy fácil. No puedo evitar portarme de manera tan desagradable. Soy así.

—Todos podemos reformarnos.

—Está en las estrellas. Es el destino. Y no puede irse contra el destino.

Comprendí entonces en qué consistía su tragedia. Aquella niña temperamental se encontraba en manos de dos viejas: una de ellas estúpida, y la otra atemorizada hasta un grado extraordinario. Aparte de lo cual, su padre le inspiraba temor. Pero quedaba su madre, y sentía un gran interés por conocerla.

Quizá también la señora tuviera miedo al conde, cosa probable, puesto que todos los demás lo sentían. Me la imaginé como un ser dulce, temeroso de llevar la contraria a su marido. Conforme iba recibiendo noticias del conde, más me afirmaba en mi opinión de que sería algún monstruo.

—Cada cual puede portarse como desee —comenté—. Es absurdo afirmar que tienes dos caracteres e inclinarte por el más desagradable.

—No es que yo me incline por ninguno. Es que ocurre así.

—Pues debes procurar que no suceda.

Me despreciaba interiormente por hablar de aquel modo. Es fácil intentar resolver los problemas de otros. Geneviève era joven e incluso parecía más infantil de lo que correspondía a su edad. Si nos hacíamos amigas quizá pudiese ayudarla.

—Tengo un gran interés por conocer a tu madre —dije.

No contestó, sino que echó a correr, y yo la seguí por entre los árboles. Pero era muy ágil y no la molestaban unas faldas largas como las mías. Me las levanté un poco y corrí también, pero pronto la perdí de vista.

Me detuve. La arboleda era espesa y me encontraba entre un pequeño matorral. No estaba segura de cómo había llegado allí ni por dónde habría entrado Geneviève. De pronto me sentí perdida. Fueron momentos parecidos a los que experimenté en la galería cuando no pude abrir la puerta. Un extraño temor me turbó ligeramente.

¡Qué absurdo sentir miedo en pleno día! La niña me estaba engañando. No había cambiado. Su arrepentimiento era pura ficción y aunque sus palabras parecieran una llamada de auxilio, todo el episodio carecía de sinceridad.

De pronto la oí gritar:

—¡Señorita! ¡Señorita! ¿Dónde está? ¡Por aquí!

—Ya voy —respondí andando en dirección a su voz.

Apareció entre los árboles.

—Creí que se había perdido.

Me tomó de la mano, cual si temiera que escapase, y continuamos juntas hasta llegar a un paraje en que los árboles eran menos espesos. Se detuvo bruscamente. Ante nosotros se extendía un espacio abierto cubierto de alta hierba. Vi varias lápidas y adiviné que se trataba del cementerio de la familia de la Talle.

Comprendí. Su madre había muerto, e iba a mostrarme su tumba. ¡Y llamaba a aquello «presentármela»!

Me sentí sorprendida y un poco alarmada. Desde luego era una niña singular.

—Todos los de la Talle vienen aquí al morir —dijo solemnemente—. Yo también vengo muchas veces.

—Entonces, ¿tu madre ha muerto?

—Sí. Le mostraré dónde está.

Me condujo por entre la alta hierba hasta un mausoleo, parecido a una casita sobre la que campeaba un bello grupo escultórico, con ángeles sosteniendo un gran libro de mármol en el que aparecía grabado el nombre de la persona que reposaba allí.

—Mire —me dijo—. Léalo.

Así lo hice. En el libro destacaban las palabras: «Françoise, condesa de la Talle, de treinta años de edad». Miré la fecha.

La muerte había ocurrido tres años antes, y la niña, pues, tenía once por aquella época.

—Vengo aquí a menudo para estar con ella y hablar —explicó Geneviève—. ¡Es un lugar tan tranquilo!

—No deberías venir —le advertí suavemente—. Al menos, sola.

—Me gusta hacerlo. Y quise que usted conociera este sitio.

No sé lo que me impulsaría a hablar de aquel modo, pero con voz confusa pregunté:

—¿Viene también tu padre?

—¡Jamás! No le gusta estar con ella, ni nunca le gustó. ¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Cómo puedes saber si le gusta o no?

—¡Oh, sí! Lo sé perfectamente. Siempre deseó que mi madre permaneciera aquí. Consigue siempre lo que quiere, ¿sabe? No la amaba en absoluto.

—No creo que tú entiendas de esas cosas.

—¡Oh, sí! Lo entiendo. —Sus ojos centellearon—. Usted es la que no lo entiende, aunque ¿por qué ha de entenderlo? ¡Si sólo acaba de llegar! Sé perfectamente que él no la quería. Por eso la asesinó.

No supe qué contestarle. Me quedé mirando a la niña con expresión horrorizada; pero ella parecía no darse cuenta de mí mientras posaba amorosamente las manos sobre las lápidas de mármol.

El más completo silencio se cernía sobre nosotros. Notaba el calor del sol, mientras miraba los mausoleos que albergaban los restos de los miembros difuntos de la familia. Era un espectáculo macabro y fantástico. El instinto me impulsaba a alejarme de aquellos lugares cuanto antes. Mas al propio tiempo llegué a la conclusión de que si me permitían quedarme, iba a descubrir cosas mucho más fascinadoras que aquellas pinturas que tanto amaba.