Capítulo 2

Périgot estaba junto a mí.

—Mádemoiselle, deberíamos irnos… aprisa.

—No —dije—, no me iré.

—No hay nada que podamos hacer.

—¿Qué le harán?

—Están matando a todos los que son como él en todo el país, mádemoiselle. Su deseo era que partieseis de inmediato para Inglaterra. Éste no es lugar para vos.

Sacudí la cabeza.

—¡No me iré hasta no saber qué ha sido de él!

Périgot dijo tristemente:

—Mádemoiselle, no podemos hacer nada. Debemos obedecer sus deseos.

—Me quedaré aquí hasta que lo sepa —repliqué con firmeza.

*****

Entré en el château y fui a mi cuarto. Me senté agotada, pensando en él. ¿Qué irían a hacerle? ¿Qué castigo infligirían a lo que llamaban siglos de injusticia? Su crimen era pertenecer a la clase de los opresores. Ahora había llegado el momento de que los otros se transformaran en opresores.

¡Había tratado con tanta energía de salvarme! Sus pensamientos habían sido todos para mí. Si no hubiera regresado al château, en ese momento estaría en París. No era que allí estuviesen seguros, pero al menos hubiera estado en la corte con su gente, y seguramente hubiera encontrado algún medio.

¿Qué podía hacer yo ahora? ¿Qué quedaba por hacer? Nada, sino esperar. ¿Dónde se lo habían llevado? ¿Dónde estaba ahora?

No me atrevía a pensarlo.

Léon era el traidor. Yo le había tenido cariño. Era duro creer que había sido el que guió a la chusma contra el conde. Casi toda su vida había transcurrido en el château. Había sido alimentado, vestido y educado. Y todo ese tiempo había abrigado tal resentimiento que a la primera oportunidad se había vuelto contra su benefactor. Pero su hermano mellizo había sido muerto… por el conde. Y eso era algo que nunca había olvidado.

Sin embargo, el conde había procurado compensarlo. Había llevado a Léon a su casa. Léon había cuidado a su familia. Ursule los había ayudado. Pero no podían perdonar. Todos estos años debieron haber estado esperando el momento de la venganza, y Léon había disimulado sus verdaderos sentimientos de una manera que nos había engañado a todos.

Era Léon el que había visto la noche del baile. Esto debió haberme alertado. Pero en aquel momento no pude creerlo, y me había persuadido de que se trataba de un error.

¿Pero qué sentido tenía ahora meditar en estos sucesos? Sólo importaba una cosa. ¿Qué le estaba sucediendo al hombre a quien amaba?

Permanecí junto a la ventana mirando hacia fuera. Podía ver la luz de una hoguera a lo lejos. Me esforcé por ver. ¿Estaba él allí ahora? Lo matarían. Yo había visto el crimen en sus ojos… el odio hacia aquellos que habían nacido ricos y poseían lo que ellos codiciaban.

En aquel momento, me pareció que algo moría en mi interior. Nunca nada volvería a ser lo mismo. La vida me había brindado una oportunidad de amar, de vivir excitantemente, tal vez peligrosamente… y yo la había rechazado. Mi educación puritana no me había permitido aceptar lo que la vida me ofrecía. Quería estar segura… y había perdido mi oportunidad.

Esto hubiera llegado. Era inevitable. Pero al menos hubiéramos podido disfrutar juntos de la vida.

Alguien había entrado en mi cuarto. Me volví bruscamente y vi a Nou Nou.

—¿De modo que se lo han llevado? —dijo—. Se han llevado al conde…

Asentí.

—¡Que Dios le ayude! No están de humor para ser gentiles.

—Son locos —repliqué apasionadamente—. Parecen salvajes. Y éstas son sus propias gentes… la gente que ha vivido en sus tierras, que se ha beneficiado con su generosidad…

—Esas palabras pueden resultar peligrosas —me interrumpió.

—¡Es la verdad! —grité—. Nou Nou, ¿qué le sucederá?

—Lo más probable es que lo cuelguen —contestó con indiferencia.

—¡No!

—Es lo que están haciendo. Colgándolos de los faroles. Eso es lo que oí. Han tomado la Bastilla. Es el principio. No hay salvación para el conde y su clase. Me alegro de que mi Ursule haya muerto ya. Esto hubiera sido terrible para ella. No respetarán a las mujeres, ¿sabéis?

Yo no podía soportar mirarla. Estaba tranquila y casi regocijada.

—Oh, sí —continuó—, fue una suerte que muriera entonces. No hubiera podido soportar esto.

No quería mirar a Nou Nou, ni escucharla. Quería estar sola con mi dolor.

Pero se acercó a mí y se sentó a mi lado. Puso una fría mano sobre la mía.

—Ahora ya nunca estaréis con él, ¿no es cierto? —dijo—. Nunca yaceréis a su lado, disfrutando de lo que ella tanto temía. Su madre era igual. Algunas mujeres son así. Nunca deberían casarse. No es justo. Pero son criadas en la ignorancia… como dicen que es lo correcto… y luego, de pronto, conocen eso y lo encuentran insoportable. Así era mi pequeña Ursule. Era una niña tan feliz… jugando con sus muñecas. Amaba a sus muñecas. La llamaban la madrecita. Y entonces… la casaron con él. Cualquier otro hubiera sido mejor. Ella era tan parecida a su madre… en todo sentido… sí, en todo sentido.

Yo deseaba que se fuera. No podía pensar en otra cosa que no fuera él. ¿Qué le estaban haciendo? Yo sabía que él sufriría más la humillación que el dolor físico. Seguía pensando en él tal como era la primera vez que lo había visto, llamándolo el Jinete del Diablo. ¡Tan orgulloso, formidable e invencible!

—Ahora puedo decir la verdad —estaba diciendo Nou Nou—. Es como librarse de una carga. Siempre sentí la necesidad de decir la verdad. He estado a punto de hacerlo muchas veces. Sospechabais de él, ¿no es cierto? Todos sospechaban de él… vos también. Sí, algunos pensaron que vos habíais participado en eso. Él tenía un motivo, ¿verdad? Estaba atado a ella… y ella no podía darle un hijo y había una mujer joven, saludable… vos, mádemoiselle. Era fácil ver lo que sentía por vos. Estaban todos esperando, ¿no? Me reí de veras pensando en Gabrielle LeGrand. Qué golpe para ella, aunque debería haber sabido que, aun cuando él fuera libre, no se casaría con ella. Pero mantiene la esperanza, ¿no? ¡Tiene tan buena opinión de sí misma! Era fácil comprender que ella no era más que un hábito para él.

—Por favor, Nou Nou —dije—. Estoy muy cansada.

—Sí, vos estáis cansada y a él lo han prendido, ¿no es cierto? No tendrán piedad. Él mismo nunca fue muy compasivo, ¿eh? A estas alturas, ya debe estar colgando de un farol. Tal vez lo colgarán de uno de sus propios faroles.

—¡Basta, Nou Nou!

—Lo odiaba —dijo fieramente—. Lo odiaba por lo que le hizo a mi Ursule. Ella sentía terror cuando él se le acercaba.

—Habéis admitido que lo mismo hubiera sucedido con cualquier hombre.

—Algunos hubieran sido más considerados.

—Nou Nou, por favor, dejadme sola.

—No hasta que os lo haya dicho. Debéis escucharme. Es mejor saber la verdad. Ahora, poco bien puede hacer. Tal vez por eso os la digo. Yo conocía bien a su madre. Fue buena conmigo. Me recogió cuando tuve problemas… cuando perdí a mi hombre y a mi pequeño. Puso a Ursule en mis brazos y dijo: «Éste es tu bebé ahora, Nou Nou». Y a partir de entonces hubo algo por qué vivir. Ella era mi bebé. Mi cariño. Y dejé de sentirme tan amargada con respecto a mi propio bebé. Su madre era una mujer enferma. Era como Ursule… indiferente… poco activa, que rechazaba la comida, y entonces comenzaron los dolores. Se intensificaron. Sufrió terriblemente. Estaba loca de dolor y entonces se suicidó porque no podía soportarlo más. Eso era lo que iba a sucederle a Ursule. Era tan parecida a su madre. Yo lo sabía, ¿no es así? ¿Quién podía saberlo mejor? Tenía esos dolores… no muy fuertes, como habían sido al comienzo los de su madre, y la hice visitar por los médicos. Dijeron que sufría la enfermedad que había matado a su madre. Yo sabía cómo sería…

Ahora yo la escuchaba atentamente. La contemplaba con horror.

—Sí —dijo Nou Nou—, de vivir hubiera sufrido. Y jamás se hubiera quitado la vida. Era contraria a ello. A menudo hablaba de eso. «Estamos aquí para realizar algo, Nou Nou», acostumbraba decir. «No tiene sentido darse por vencido a la mitad del camino. Si lo haces, deberás regresar y volver a hacerlo todo». Yo no podía soportar la idea de su sufrimiento… no mi pequeña Ursule. De modo que cuidé de que no…

—¡Vos, Nou Nou! ¡Vos la matasteis!

—Para evitarle dolor —asintió Nou Nou con sencillez—. ¡Bueno! Pensáis que soy una asesina. Pensáis que deberían prenderme y colgarme de un farol, o enviarme a la guillotina.

—Sé que lo hicisteis por amor —dije.

—Sí, lo hice por amor. Mi vida está vacía ahora que ella se ha ido. Pero sé esto: donde está ahora no sufre ningún dolor. Es así como me consuelo.

—Pero dejasteis que pensaran…

Su mirada fue astuta.

—Que él la había matado. Sí, lo hice. Él la había matado… mil veces en sus pensamientos. Quería librarse de ella, pero no la mató. Yo, que anhelaba tenerla conmigo para siempre, yo la maté.

Se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar.

—¡Mi pequeña! Parecía tan tranquila yaciendo allí. Yo sabía que se iría simplemente. Sin dolor… nunca más. Habían terminado todos sus miedos de él. Ahora es feliz, mi niña. Está con aquel otro niño… mis dos tesoros juntos.

—¡Oh, Nou Nou! —exclamé, y traté de abrazarla.

Me rechazó.

—Ahora no lo tendréis nunca —dijo con malevolencia—. Todo ha terminado.

Luego se puso de pie y se dirigió a la puerta. Se detuvo allí y se volvió a mirarme.

—Deberíais regresar a casa —aconsejó—. Olvidar que esto ha sucedido… si podéis. —Retrocedió un paso y fijó sus ojos salvajes en mí—. Vos también estáis en peligro. Esta noche os dejaron marchar, pero recordad que sois una de ellos. —Sus labios se torcieron en una sonrisa maligna—. La prima… la misma familia. Ahora sabréis lo que significa pertenecer a una familia como ésta. Hoy iban tras el pez gordo. Pero todos los peces son dulces, y para ellos así es la sangre de los aristócratas. Quieren verla correr… la de los hijos, la de las hijas, la de las sobrinas y sobrinos, la de las primas…

—Nou Nou —comencé.

Pero se había vuelto y, cuando se iba, murmuró:

—Os digo que vendrán. Vendrán a buscaros.

Entonces se fue y me dejó.

Me sentía anonadada por su revelación. Le había juzgado mal, y era posible que nunca tuviera ya la oportunidad de pedirle perdón.

¿Qué estaba sucediéndole ahora? Traté desesperadamente de imaginarlo. No podía olvidar aquellos rostros contraídos, enloquecidos por el deseo de sangre, decididos a vengarse.

Lo habían capturado. La voz de Nou Nou seguía resonando en mis oídos:

—Vendrán a buscaros.

*****

Me senté junto a la ventana, esperando la mañana. ¿Qué haría entonces? No lo sabía. ¿Adónde lo habían llevado? ¿Qué le había sucedido? Tal vez ya…

No me permitiría pensar tal cosa. Me sorprendí intentando transacciones con Dios: «Dejadme verlo… sólo una vez. Dejadme decirle que sé que lo había juzgado mal. Dejadme decirle que lo amo… que siempre lo he amado, pero que era demasiado inexperta, demasiado apegada a las convenciones, como para comprenderlo. Una vez… dejadme verlo una vez».

Él hubiera dicho que yo no debía estar allí. Debería haber huido con Périgot cuando existía la posibilidad. ¿Pero cómo hubiera podido? No podía pensar en nada que no fuera él. Mi propia seguridad me parecía insignificante. Si iban a matarlo, podrían matarme con él.

Escuché un griterío a cierta distancia. En un instante, estuve junto a la ventana, mirando. Había luces entre los árboles… antorchas que se acercaban cada vez más al château.

Ahora podía oír sus voces. ¿Lo imaginaba, o de verdad oía la palabra «cousine»?

Cantaban algo.

Escuché pasos frente a mi puerta. Rápidos pasos. Voces susurrantes. Eran los sirvientes.

—Ahora… vienen a buscar a la prima.

Regresé a la ventana. Lo oí claramente: A bas la cousine. A la lanterne.

Tenía la garganta seca. ¿De modo que había llegado el momento? Iba a ser arrastrada por la multitud, como él lo había sido. Éste era el precio que debía pagar. Había permitido que me hicieran apelar a subterfugios. Por el bien de Margot, había fingido ser su prima, y más tarde había permitido que continuara el engaño. Ahora, esta ficción podía costarme la vida.

No quería morir. ¡Deseaba tanto vivir, estar con mi amor, envejecer junto a él! Había tantas cosas que debía saber sobre él… sobre la vida. Tenía tantas cosas por las cuales vivir… si él estuviera conmigo.

El ruido que llegaba de abajo era horrendo. Cerré los ojos y fue como si aquellas caras a las que la codicia, la envidia, el odio y la malignidad habían vuelto detestables, me estuvieran cercando.

La luz de las antorchas iluminaba mi cuarto. En el espejo, tuve una visión fugaz de una mujer de ojos enloquecidos a la que apenas pude reconocer como yo misma.

En cualquier momento…

Hubo unos golpes en mi puerta. Me acerqué y me apoyé en ella.

—Abrid… ¡rápido!

Era Périgot.

Di vuelta a la llave. Me sujetó del brazo y me arrastró al corredor. Corrió, empujándome con él. Subimos por una escalera de caracol que no acababa nunca.

Habíamos llegado a la torre del vigía. Allí, tocó un panel y la madera se deslizó, descubriendo una cavidad.

—Entrad —dijo—. Aquí estaréis a salvo. Registrarán el château, pero muy pocos pueden conocer este lugar. Cuando se hayan ido, regresaré.

El panel se cerró. Estaba en la más completa oscuridad.

*****

Oí como subían a la torre del vigía. Escuché sus risas y sus amenazas groseras sobre lo que harían cuando me encontraran.

Una y otra vez capté la palabra «cousine», y mis pensamientos retrocedieron a los apacibles días de mi vida, cuando mi madre estaba viva y hubiera parecido imposible que alguna vez pudiera yo ser una víctima de una revolución en Francia. Prima… así había empezado. Cuando acepté venir a Francia con Margot y pasar por prima suya. Si no hubiera hecho eso…

No, me dije, aun con el peligro y la perspectiva de una muerte violenta y próxima, volvería a hacerlo. No me arrepentía de nada… salvo de haber dudado del conde. «El jinete del Diablo». Ahora usaba esa expresión con ternura. Mi Diablo. Pero no quería nada de la vida como no fuera estar con él, y arriesgaría cualquier cosa por volver al tiempo que habíamos pasado juntos. Él me amaba y yo lo amaba, y daría mi vida por eso.

Esperaba que la pared se abriese en cualquier momento. Encontrarían el panel secreto. Tal vez echaran abajo las paredes. Me encogí, esperando horrorizada.

Entonces comprendí que el ruido se había alejado. Por lo tanto, ¿estaba a salvo?

Esperé allí, en aquella quieta oscuridad, durante lo que parecieron horas… y llegó Périgot.

Traía mantas y velas.

—Tendréis que permanecer aquí por un tiempo —dijo—. La chusma estaba sedienta de sangre. Han saqueado el château, llevándose algunas cosas de valor. Gracias a Dios, no lo incendiaron. Los he convencido de que escapasteis cuando capturaron al conde. Algunos de ellos han sacado caballos de los establos y han salido en vuestra persecución. Esto se acabará en uno o dos días. Tienen otros de quienes ocuparse. Debéis permanecer aquí hasta que pueda sacaros. Tan pronto como sea posible, os llevaré a Grasseville.

—Périgot —dije—, es la segunda vez que me salváis la vida.

—El conde jamás me perdonaría si yo permitiera que os hicieran algún daño.

—Habláis de él como si…

—Mádemoiselle —contestó con seriedad—, el conde siempre perteneció a la clase de gente que se zafa de las dificultades. Volverá a hacerlo.

—Oh, Périgot, ¿cómo va a ser posible?

—Sólo Dios… y el conde lo saben, mádemoiselle. Pero tiene que ser así. Será así.

Y las palabras de Périgot hicieron más para iluminar la tiniebla de mi escondite, que las velas que había traído.

Como pude, pasé esa noche en mi prisión iluminada por velas. Me eché sobre las mantas y pensé en el conde. Périgot tenía razón. Él encontraría alguna manera de escapar.

A la mañana siguiente, temprano, llegó Périgot. Traía comida, que no pude ingerir. Dijo que tendría dos caballos preparados en el establo. Gracias a Dios, la plebe no se los había llevado todos. Debíamos llegar allí después de oscurecido, porque no sabía en quién se podía confiar. Yo debía tratar de comer algo y estar preparada para cuando llegara el momento.

*****

A la noche siguiente, Périgot regresó a la torre. Yo sabía que no podía venir muchas veces durante el día, para no despertar sospechas.

—Os iréis inmediatamente —susurró—. Tened cuidado. No habléis. Debemos bajar a los establos sin que nadie nos reconozca.

Salí de mi escondite a la torre del vigía. Périgot cerró el panel y se volvió hacia mí.

—Ahora debemos bajar por la escalera de caracol. Yo iré delante. Seguidme con cautela.

Asentí, e iba a hablar cuando él se puso un dedo sobre los labios.

Luego comenzó a descender las escaleras.

Debíamos ser especialmente cuidadosos en la planta principal del château, pues bien comprendía yo que no podíamos saber quién podría traicionarme. Seguí sigilosamente a Périgot. Pareció un largo trayecto, pero por fin estuvimos fuera del castillo, y el aire frío me pareció embriagador después de mi encierro en el agujero de la torre del vigía.

Y entonces… mi corazón saltó de terror, porque, cuando entramos en el establo, un hombre vino hacia nosotros.

Éste es el fin, pensé. Y en aquel momento vi quien era.

—¡Joel! —grité.

—¡Chitón! —Susurró Périgot—. Todo está preparado.

—Ven Minella —dijo Joel, y me ayudó a montar.

Périgot se acercó más.

—Nuestro amigo inglés os pondrá a salvo, mádemoiselle —dijo—. Tengo noticias del conde. No lo han matado.

—Oh… Périgot, ¿es verdad? Sabéis…

Asintió.

—Lo han llevado a París. Está en la Conciergerie.

—Donde van… los que esperan la muerte.

—El conde todavía no ha muerto, mádemoiselle.

—¡Gracias a Dios! Gracias. Périgot, ¿cómo podría…?

—No perdáis tiempo —dijo Périgot—. Manteneos animosa.

—Vamos, Minella —insistió Joel.

Salimos de los establos y a poco estábamos cabalgando, Joel y yo juntos, alejándonos del château.

*****

Cabalgamos durante toda la noche, hasta que Joel sugirió que diésemos un descanso a los caballos. Todavía no había amanecido cuando llegamos a un bosque y llevamos a los caballos hasta un arroyuelo para que bebiesen. Luego, Joel los sujetó y nos apoyamos en el tronco de un árbol, y hablamos.

Me contó cuan preocupado había estado por mi desaparición, y su alivio cuando llegó el mensaje del conde diciéndoles que yo estaba en París. Joel había ido a la casa de París y allí se enteró de dónde estaba yo.

Cuando vino al château, su idea era llevarme de regreso a Grasseville, porque Margot había decidido marcharse a Inglaterra con su esposo y Charlot. No quería irse sin mí, y él estaba totalmente de acuerdo con ella en que debíamos irnos lo antes posible.

Al llegar al château, supo lo que había pasado, y Périgot y él habían convenido que su llegada en ese momento era providencial. Después había decidido que él partiría de inmediato conmigo.

—París es aterrador —dijo—. Hablan de lo que les harán a ciertas personas cuanto las tengan en sus manos.

—¿Se… mencionó el nombre del conde?

—Es un nombre muy conocido.

Me estremecí.

—Y lo tienen —murmuré—. Vinieron y lo prendieron. Léon, ese malvado traidor, los guió.

—Gracias a Dios, no te encontraron a ti.

—Fue Périgot quien me salvó… como lo había hecho antes.

—Es un sirviente devoto.

—¡Oh, Joel! —grité—. Lo tienen en la Conciergerie. ¡La prisión a la que llaman la antesala de la muerte!

—Pero está vivo —me recordó Joel—. Etienne también está allí. Supe que lo habían apresado junto con Armand.

—¿De modo que estarán allí juntos? Tenía miedo de que la chusma hubiera matado al conde.

—No. Périgot me ha dicho que es una presa demasiado grande para darle una muerte insignificante. Persuadieron al populacho de que debía ser conducido a París.

Me sentí enferma de miedo. Lo habían llevado a la Conciergerie, la sala de espera de la muerte. Harían un gran espectáculo de su camino hasta el lugar de la ejecución. Él iba a ser el símbolo de su poder. A través de él, demostrarían que no habría piedad para los aristócratas que cayeran en las manos del pueblo. Se habían vuelto las tornas de una manera siniestra. Sin embargo, al mismo tiempo me sentí algo mejor, porque él vivía aún.

—Debo ir a París —le dije a Joel.

—No, Minella. Vamos a Grasseville. Debemos abandonar este país sin demora.

—Tú debes ir, Joel, pero yo me quedaré en París. Mientras él viva, deseo estar cerca de él.

—¡Es una locura! —exclamó Joel.

—Tal vez, pero es lo que voy a hacer.

¡Cuán paciente fue Joel conmigo! ¡Qué bien me comprendió! Si yo no podía dejar París, entonces él tampoco lo haría. No se ahorraría nada. Afrontaba cientos de riesgos por mí. Tenía un amigo en la Rue Saint Jacques, y nos instalamos en su casa. Era una morada poco llamativa, entre las librerías y las casas del siglo XVII. Allí vivían muchos estudiantes, y, con las ropas sombrías que Joel había adquirido para nosotros, pasábamos desapercibidos.

Estar en esa ciudad —antes tan orgullosa y bella— y verla rebajada como sólo puede rebajar el gobierno de la plebe, era un sufrimiento profundo. Pero saber que el hombre a quien amaba estaba en manos de aquellos que no tendrían piedad, era un dolor tan profundo que creí que jamás podría recuperarme. La multitud chillona recorría las calles con sus gorros rojos. Lo más temible eran las noches. Yo solía permanecer en la cama temblando, porque sabía que por la mañana —si nos aventurábamos a salir— veríamos los cuerpos sin vida colgando de los faroles… a veces horriblemente mutilados.

—Deberíamos irnos ya —me decía Joel constantemente—. No podemos hacer nada más.

—Es que no puedo irme… por lo menos hasta saber que ha muerto.

Yo recorría la Cour du Mai, mirando pasar las carretas. Me quedaba allí, entre la multitud morbosamente fascinada, y escuchaba las burlas cuando pasaba un noble, sin peluca, con la cabeza afeitada, distante y desdeñoso.

Estaba allí cuando pasó Etienne. Altanero, sin demostrar temor, orgulloso hasta el fin del hecho de poseer sangre noble, para establecer lo cual intentó matarme.

Pensé: Hoy es Etienne. ¿Será su padre mañana?

*****

Era de noche… una noche siniestra. Desde mi ventana, oía los gritos del pueblo.

Hubo un golpe súbito en la puerta de entrada. Me eché encima una bata y fui hasta el rellano. Joel ya estaba en lo alto de las escaleras.

—Quédate donde estás —ordenó.

Obedecí, mientras él bajaba las escaleras. Luego oí que alguien le hablaba y un hombre subió las escaleras con él. Llevaba una capa y un sombrero inclinado sobre los ojos.

Cuando me vio, se quitó el sombrero.

—¡Léon! —grité, y la furia me poseyó hasta el punto de impedirme hablar.

Sólo podía contemplarlo.

—¿Os sorprende verme? —preguntó.

En ese momento, recobré la voz.

—¿Cómo os atrevéis a venir aquí? ¡Vos, que lo traicionasteis! Os llevó al château, os dio educación, posición…

Léon levantó una mano.

—Me juzgáis mal —me interrumpió—. He venido para tratar de salvarlo.

Me reí con amargura y dije:

—Os vi la noche que se lo llevaron.

—Creo —dijo Joel— que deberíamos ir a algún sitio donde podamos hablar. Venid a mi cuarto.

Sacudí la cabeza.

—No quiero hablar con este hombre —declaré—. ¡Que se vaya! Ha venido a engañarnos, Joel. No quiere cesar en su venganza contra el conde.

Joel nos había conducido a su cuarto. Allí había una mesa y algunas sillas.

—Ven y siéntate —me dijo con ternura.

Me senté, con Joel a mi lado. Léon tomó asiento al lado opuesto. Me estaba mirando con severidad.

—Quiero ayudaros —dijo—. Siempre me habéis importado mucho. —Sonrió con desgana—. Vaya, ¡si una vez hasta pensé en ofrecerme a mí mismo! Pero sabía cómo estaban las cosas. Quiero que sepáis que estoy dispuesto a hacer mucho por vos. Correré grandes riesgos si lo hago, pero éste es un tiempo de riesgos. Aquellos que viven un día, están muertos al siguiente.

—No quiero nada de vos —repuse—. Os conozco. Os vi arrojar la piedra por la ventana la noche del baile, pero no pude creer lo que veía y pensé que lo había imaginado. Ahora sé que estaba equivocada… porque vos estabais allí cuando lo apresaron. Estabais al frente de ellos. Los condujisteis hasta él. Vi en vuestros ojos la crueldad y el odio, y no había manera de confundirse entonces.

—Pero estabais equivocada. Veo que debo convenceros de mi lealtad hacia el conde.

—Nunca lo lograréis, aunque hablarais toda la noche. —Me volví hacia Joel—. Échalo. Es un traidor.

—Tenemos poco tiempo —dijo Léon—. Me daréis unos minutos para que me explique, porque si vais a salvar al conde necesitaréis mi ayuda, y nada de lo que yo pueda hacer servirá a menos que estéis preparados.

Joel me estaba mirando.

—Yo lo vi —repetí—. No hay duda.

—No fue a mí a quien visteis —dijo Léon—, sino a mi hermano mellizo.

Me eché a reír.

—No resultará. Sabemos que murió. Fue muerto por los caballos del conde, y ésa es la razón por la cual os llevaron al château.

—Mi hermano quedó herido… gravemente. Se creyó que jamás se recobraría. Todos pensaron que se estaba muriendo. El conde me tomó como compensación. Pero mi hermano no murió.

—No lo creo —dije.

—No obstante, es verdad.

—¿Pero dónde estuvo todos estos años?

—Cuando supieron que iba a recobrarse, mis padres pensaron que, si esto sucedía, cesarían los beneficios provenientes del château. Me echarían de allí, y una de las grandes alegrías de la vida de mis padres era la de tener un hijo educado… me llamaban «un muchacho del château». La idea de perder eso les resultaba intolerable. Amaban a sus hijos. Oh, eran buenos padres. Y ésa fue la principal razón por la cual hicieron lo que hicieron. Arreglaron que mi hermano «muriera»… aparentara estar muerto, mejor dicho. Encargaron un ataúd para él, y él yació allí, y cuando llegó el momento del entierro (mi tío era el fabricante de ataúdes, lo que simplificó las cosas) lo sacaron del ataúd y de la aldea, llevándolo a otra, distante cincuenta millas, donde fue criado por mis primos.

—Es una historia increíble —repliqué llena de sospechas.

—Y sin embargo es cierta. Éramos mellizos idénticos. Si nos ven uno junto al otro, es posible distinguir las diferencias… pero podríamos ser confundidos con gran facilidad. Mi hermano estaba menos dispuesto a perdonar al conde, en comparación con el resto de la familia. Hasta hoy, lleva las cicatrices de su accidente. Cojea. La situación actual le ha dado la oportunidad que ha esperado durante toda su vida. Ya en su adolescencia, fomentaba el descontento entre los campesinos. Es inteligente, aunque no educado. Es sagaz, osado, capaz de cualquier cosa que le permita vengarse de una clase a la que odia, y hay alguien a quien odia por encima de todos.

Estaba tan serio y su historia era tan plausible, que yo comenzaba a dejarme convencer. Miré a Joel, que observaba con atención a Léon.

—Escuchemos vuestro plan —dijo.

—Mi hermano es reconocido como uno de los líderes del pueblo. Fue responsable de la captura del conde y de su venida a París. En todo el país conocen al conde como el aristócrata por excelencia. Para ellos será un gran triunfo poder mostrarlo por las calles en su carreta. Ese día, se juntarán multitudes frente a la guillotina.

—¿Qué plan es ése? —dije, impaciente.

—Yo podría tratar de sacarlo de la Conciergerie.

—¡Imposible! —exclamó Joel.

—Casi —replicó Léon—. Pero tal vez con mucho cuidado, astucia y osadía… pueda hacerse, aunque sabréis que intentarlo significaría arriesgar nuestras vidas.

—Todos estamos arriesgando nuestras vida aquí —repuse con impaciencia.

—Éste sería un riesgo mucho mayor. Tal vez no queráis correrlo. Ser atrapado significaría, no sólo la muerte…, sino una muerte horrible. En su furor, la gente podría arrojarse frenéticamente contra nosotros.

—Haría cualquier cosa por salvarlo —aseguré. Luego miré a Joel—. Joel —agregué—, no debes tomar parte en esto.

—Me temo —señaló Léon— que yo contaba con vuestra ayuda.

—Si tú estás en ello, Minella, por supuesto yo estaré contigo —replicó Joel con firmeza—. Oigamos qué se espera de nosotros.

—Como dije —continuó Léon—, mi hermano es uno de los líderes de la revolución. Es conocido y respetado por todo el pueblo de Francia. Algunos le temen por su crueldad, y él no perdonaría a ninguno que trabajara contra la revolución. Vos no advertistes la diferencia entre nosotros cuando lo visteis entre la multitud. Pensasteis que era yo a quien veíais la noche del baile, pero fue él a quien visteis. Si mi hermano fuera a la Conciergerie y pidiera ver al prisionero; si saliera con él para conducirlo a otra prisión, podría hacerlo.

Comencé a ver lo que sugería.

—¿Estáis diciendo que iríais a la Conciergerie, haciéndoos pasar por vuestro hermano?

—Podría intentarlo. Conozco sus peculiaridades, su paso, su voz. Puedo imitarlos. Que tenga éxito ya es otro asunto. Os advierto que si somos atrapados, nos entregarán al populacho, que nos hará pedazos. No sería un final agradable para nuestra aventura.

—¿Por qué proponéis esto? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Hoy se vive peligrosamente. Vedme a mí… entre dos mundos. Pertenezco al pueblo, pero las características de mi educación me colocan del otro lado. Nadie confía en mí… como acabáis de demostrarme. Tengo que decidirme por un lado u otro, y siempre he tenido debilidad por las causas perdidas. Tengo sentimientos. El conde fue como un padre para mí… oh, una especie de padre remoto… muy, muy lejano de mí, que raramente se dignaba a prestarme atención. Pero yo estaba orgulloso de ser su protégé. Lo consideraba un modelo. Solía prometerme que sería como él. Es la clase de hombre que más me hubiera gustado ser. No puedo soportar la idea de que la guillotina cercene talentos como el suyo. Mis motivos son diversos. Durante toda mi vida se me dijo: «Haz esto, haz aquello. Es un deseo del conde». Ahora tendré la oportunidad de acercarme al conde y decirle: «Haced esto. Yo, Léon, vuestro protégé campesino tengo la posibilidad de salvaros la vida». Pensad en mi satisfacción. Hay otra cosa… le tengo cariño… y también a vos, mádemoiselle Minelle. Yo sospechaba de Etienne, y me maldije por no haber estado allí para salvaros. Pero ahora tengo mi oportunidad.

—¿Estáis seguro de que queréis aprovecharla?

—Completamente seguro. Escuchad. Entraré en la prisión. Usaré una capa como la de mi hermano. Luciré el gorro rojo. Hablaré con su voz, imitaré su cojera, lo que puedo hacer tan bien que nadie podría señalar la diferencia entre nosotros. Diré que se ha fijado el día de la ejecución del conde, y que será un día de gran regocijo. Lo transformaremos en un símbolo de la revolución. A causa de esto, se exhibirá al conde por todo París. Irá a otra prisión (que debe permanecer secreta hasta entonces) y será deber de Jean-Pierre Bourron, mi hermano, conducirlo a ese lugar secreto. Tendré mi cabriolé esperando fuera. —Se volvió hacia Joel—. Vos seréis mi cochero. Tan pronto como entremos, partiréis a toda velocidad. Vos, Minella, nos esperaréis en el Quai de la Mégisserie, donde os recogeremos y seguiremos tan aprisa como sea posible. Tendré preparado un fiacre con caballos descansados, en los límites de la ciudad. Entonces iréis a Grasseville, y desde allí podréis continuar vuestro viaje hasta la costa.

—Parece plausible —dijo Joel—. Será necesario planearlo con cuidado.

—Podéis estar seguro de que lo he pensado muy cuidadosamente. ¿Estáis preparados para uniros a mí?

Miré a Joel. ¿Qué estábamos pidiéndole? Él había venido a Francia para llevarme a casa, para ofrecerme matrimonio, y ahora estábamos sugiriéndole que arriesgara su vida —y tal vez que se enfrentara a una muerte horrible— con el objeto de que yo pudiera disfrutar del futuro con otro hombre.

Pero se trataba de Joel y, como yo sabía que haría, no vaciló. Era como si escuchara la voz de mi madre: «Ya ves cuánta razón tenía. Sería tan buen esposo».

—Por supuesto que debemos salvar al conde —afirmó Joel.

Y lo amé por su tranquila resignación hacia cualquier cosa que el destino le reservara. Sabía que era admirable, tal como el conde no lo sería nunca. ¡Pero qué perversas son nuestras emociones!

—Entonces —prosiguió— pasemos a los detalles. Para que esto funcione, todo debe salir bien. No estaréis a salvo hasta haber alcanzado suelo inglés.

Pasamos toda la noche juntos los tres. Discutimos una y otra vez cada detalle. Léon nos recomendó una vez más los riesgos que corríamos, y nos expuso claramente que sólo debíamos emprender la tarea si teníamos en cuenta el costo terrible de un fracaso.

¿Tendría éxito?

*****

Los había visto partir en el cabriolé, con Joel disfrazado de cochero. Léon iba ataviado con el tipo de ropas que su hermano prefería, con el gorro rojo en la cabeza.

Cuando se hubieron ido, fui a ocupar mi puesto en el Quai de la Mégisserie.

Al llegar la noche las calles se llenaban de gente, pero no osamos intentar el rescate durante el día. Yo había procurado parecer una mujer anciana. Había ocultado por completo mi cabello en mi caperuza, y me arrastré por las calles con la espalda encorvada. Esas calles eran aterradoras por la noche. Nunca se podía estar seguro de no tener que enfrentarse con alguna visión horrible. Las tiendas estaban protegidas por barricadas. Muchas de ellas habían sido saqueadas. En todo momento se producían incendios. Bandas de chiquillos cantaban el Ça Ira. A menos de vivir allí, París era el lugar menos recomendable en el que se podía estar.

¡Qué larga pareció la espera! Debía estar preparada. Me había dicho que estuviera allí para entrar de inmediato dentro del cabriolé, cuando llegara junto a mí. Si no aparecía en una hora, debía regresar a nuestro alojamiento en la rue Saint Jacques, y esperar allí. Si por la mañana no había sucedido nada, debía abandonar París y dirigirme a Grasseville, donde Margot y Robert estarían esperándome para partir hacia Inglaterra.

Nunca, nunca podré olvidar aquellos momentos de terror pasados en el corazón del París revolucionario. Olía la sangre en las calles y los cuerpos en el río. Oí dar las nueve, en un reloj, y supe que, de haber tenido éxito, debían estar ya en camino. ¡Cuán cruel es la imaginación! Me atormentaban mis propias figuraciones. Veía mil horrores, y mientras estaba de pie allí me pareció que nuestro plan no podía tener éxito. Iba a ser descubierto, sin duda. Era demasiado osado, demasiado peligroso.

Esperé y esperé. Si no venían pronto, debería regresar a la rue Saint Jacques.

Fui acosada por un hombre lascivo. Me alejé de prisa, pero temía ir demasiado lejos. Por la calle, venía una multitud de estudiantes. Si el cabriolé llegaba en ese momento, podrían tratar de impedir que prosiguiera su camino.

—Oh, Dios —recé—, permitid que esto salga bien. Daría todo lo que tengo por poder ver su rostro otra vez…

Rumor de ruedas. Era el cabriolé, que se dirigía vertiginosamente hacia mí.

Léon bajó y me ayudó a subir.

Miré a mi amor. Sus manos estaban esposadas. Su cara estaba pálida y había un trazo sanguinolento en su mejilla izquierda. Pero me sonreía. Eso era suficiente.

Sentí que nunca en mi vida había sido tan feliz, ni volvería a serlo jamás, como en ese momento en el Quai de la Mégisserie.