Capítulo 1

Era la tarde, después del almuerzo. A esta hora, la casa siempre dormía. La mayor parte de la gente hacía la siesta, hábito que yo nunca había adquirido.

Hubo un golpecito en mi puerta, porque me hallaba en mi cuarto, y cuando abrí encontré a Armand, el mozo.

—Mádemoiselle —dijo—, he recibido un mensaje de mi amo.

¿Su amo? El conde, claro. ¿Acaso Armand no había venido con nosotras desde el château?

—¿Sí, Armand?

Monsieur le comte desea que os encontréis con él, y yo debo llevaros donde está.

—¿Cuándo?

—Ahora, mádemoiselle. Quiere que salgamos lo más cautelosamente posible. No quiere que nadie sepa que él se halla en las cercanías.

—¿Está en Grasseville?

—Del otro lado del pueblo, mádemoiselle. Os espera allí. He ensillado vuestra yegua y está preparada en los establos.

—Entonces, dadme un momento, y me pondré el traje de amazona.

—Sí, mádemoiselle, pero os ruego que os apresuréis y no hagáis saber a nadie adónde vais. Son órdenes del conde.

—Podéis confiar en mí —respondí sintiendo cómo la excitación hacía presa en mí.

Se fue. Cerré la puerta y me cambié de prisa. Tuve suerte y no encontré a nadie en mi camino hacia los establos.

Armand pareció aliviado cuando me vio.

—Espero, mádemoiselle

—Todo va bien —dije—. No vi a nadie.

—Tanto mejor.

Me ayudó a montar y al poco rato cabalgábamos juntos.

Bordeamos el pueblo. Apenas noté el camino que tomábamos, tan excitada estaba con la perspectiva de ver al conde. Todos mis pensamientos sobre el futuro de los últimos días se desbarataban ante la simple idea de verlo. ¿Cómo podía pensar en casarme con un hombre, cuando la idea de otro me mareaba de excitación?

Continuamos. Nunca había estado allí antes. El aspecto del campo había cambiado. Aquí era empinado y nos abríamos camino por un bosque salvaje. Una o dos veces, Armand se detuvo bruscamente y yo hice lo mismo.

Parecía estar escuchando. El bosque estaba silencioso, excepto el gorgoteo suave de un arroyuelo y el zumbido repentino de una abeja que pasaba.

Armand asintió, aparentemente satisfecho, y fustigó a su caballo.

Llegamos a una casa pequeña en el bosque. Sus muros de piedra estaban cubiertos de plantas trepadoras, y el jardín que la rodeaba era una jungla de malezas crecidas y arbustos.

—¿Es éste nuestro destino? —pregunté, sorprendida.

Armand asintió.

—Seguidme, mádemoiselle. Llevaremos los caballos a la parte trasera y los ataremos allí.

Dimos un rodeo hacia la parte posterior. Quienquiera viviese aquí, no había cuidado el jardín por lo menos hacía un año. Miré a mi alrededor, buscando el caballo del conde, que debía de estar allí, puesto que él había elegido ese lugar para la cita. Pero no vi nada.

Era un lugar tenebroso, e instintivamente me abstuve de desmontar.

—¿Por qué —pregunté— eligió el conde un lugar como éste?

Armand se encogió de hombros, como para indicar que no le correspondía discutir las órdenes del conde, sino tan sólo obedecerlas.

Sujetó su caballo y se acercó para ayudarme a desmontar. Sentí un impulso súbito de aguijonear a mi caballo y galopar lejos de aquel lugar. Había algo perverso en él. ¿Sería porque en los últimos días había estado pensando en la paz de Derringham?

Armand estaba atando mi caballo junto al suyo.

—Armand —pregunté—, ¿entraréis conmigo allí?

—Ciertamente, mádemoiselle.

—Es un lugar tan… desagradable.

—Es porque lo oscurecen las malezas y matorrales. Por dentro es distinto.

—¿De quién es esta casa?

—Pertenece al conde Fontaine Delibes, mádemoiselle.

—¡Qué extraño que posea una casa aquí! No está en sus posesiones.

—En un tiempo fue un coto de caza. Tiene lugares semejantes en todo el país.

Miré hacia la derecha, donde se veía un montículo de tierra.

—Alguien ha estado cavando aquí recientemente —dije.

—No lo sé, mádemoiselle.

—Pero… mirad.

—Así parece. Entremos.

—Es que quiero ver esto. Mirad, hay un hueco. Parece —y sentí un temblor helado— …parece una tumba.

—Tal vez alguien que deseaba enterrar un perro.

—Es demasiado grande para un perro —observé.

Armand me había tomado del brazo, llevándome hacia la puerta. Sacó una llave de su bolsillo y, abriendo la puerta, me dio un suave empujón. Me encontré en un vestíbulo oscuro, y me invadió un presentimiento terrible.

La puerta se cerró y dije:

—Armand, estoy segura de que el conde no vendría a un lugar como éste. ¿Dónde estaba su caballo? Si ya está aquí…

—Es posible que no haya llegado aún.

Me volví para mirarlo atentamente. En él se había operado un cambio sutil. Antes no me había fijado demasiado en Armand. Era simplemente un mozo que había venido con nosotras desde el château. Ahora parecía intranquilo… furtivo. Tonterías, pensé. ¡Imaginación! Había estado al servicio del conde durante muchos años. Esto se había dicho una vez en presencia de Margot, y ella no lo había negado. Era un buen servidor del conde. Era la atmósfera de aquel lugar la que afectaba a mi imaginación. Pero había aquel agujero fuera, que parecía una tumba. Alguien había estado allí recientemente para cavarlo.

Armand había sujetado mi brazo como si temiera que fuese a escaparme. Era un extraño comportamiento para un mozo de cuadra.

Me empujó delante de él y me pareció oír un ruido en la casa. Miré hacia arriba. Parecía haber una capa de polvo en todas partes. Tenía el aspecto de una casa deshabitada. Entonces, ¿quién había cavado el agujero en el jardín?

Era consciente de la pesada respiración de Armand, y me invadió una premonición aterradora. Me habían traído allí para morir. La tumba del jardín era para mí. Me habían conducido a una trampa, y yo había entrado voluntariamente. ¡Cuántos pensamientos pueden cruzar por nuestra cabeza en pocos segundos! El conde había enviado a uno de sus sirvientes para que me llevase allí. ¿Por qué? ¿Para matarme? Para enterrarme en la tumba del jardín y dejarme allí… olvidada. ¿Por qué? Él me amaba. Lo había dicho. ¿Me amaba? ¿Cómo podía saberlo? ¡Cuántas veces había oído decir que tenía el diablo dentro! Quería librarse de Ursule y la había matado. Deseaba casarse con Gabrielle, que ya le había dado un hijo. ¿Y yo? Tenía que ser el chivo expiatorio. Si yo desaparecía, se diría que había sido yo quien había puesto la dosis fatal en el vaso de Ursule. Nou Nou apoyaría esa teoría. El conde quedaría libre de sospechas. ¡Oh, tonterías, tonterías! Pero él había enviado a por mí y yo estaba en ese lugar aterrador, donde cada instante me advertía que estaba contemplando la muerte cara a cara.

Me volví, buscando cómo huir. Luego, de pronto, se abrió una puerta. Por un momento, no vi nada. No quería verlo. No podía soportar que mi mundo de sueños se derrumbara a mi alrededor. Si iba a morir, quería morir en la ignorancia, negándome a creer lo que tanta gente me había dicho.

Armand estaba detrás de mí. Levanté los ojos. En la puerta, había una figura extrañamente familiar. Tuve el tiempo justo para reconocer el cuello corto, el sombrero con visera, la peluca oscura, antes de que saltara hacia adelante y me sujetara. Hubo como un estallido cegador y de pronto me encontré en el suelo. Había un dolor insoportable en alguna parte… no sabía dónde… porque todo se desvanecía: la casa perversa, el hombre siniestro que me había vigilado durante tanto tiempo, mi terror, mi propia conciencia.

*****

Cuando abrí los ojos, yacía en mi antigua habitación del hôtel Delibes. Había un dolor atenazante en mi brazo, y vi que estaba vendado. Luché por incorporarme, pero me mareé y volví a caer sobre las almohadas.

—Quedaos tranquila —dijo una voz—. Es mejor así.

No conocía esa voz, pero era tranquilizadora.

Sentía sequedad en la garganta, y casi inmediatamente me llevaron una taza a los labios. Bebí algo que era dulce y calmante.

—Así está mejor —dijo la voz—. Ahora, permaneced quieta. Si os movéis, resultará doloroso.

—¿Qué me ha sucedido? —pregunté.

—Procurad dormir —fue la respuesta, y yo me sentía tan débil que obedecí.

Cuando desperté, vi a una mujer junto a mi lecho.

—¿Os encontráis mejor?

Era la misma voz de antes.

—Sí, gracias. ¿Cómo llegué aquí?

—El conde os lo explicará. Dijo que deberíamos llamarlo cuando despertaseis.

—¿Entonces, está aquí?

Me sentí de pronto feliz.

Él estaba a mi lado. Tomó mi mano sana y la besó.

—Gracias a Dios, envié a Périgot para que te cuidara. Hizo un buen trabajo.

—¿Qué fue lo que sucedió?

—Estuviste a punto de morir, querida. Ese villano te hubiera matado… y nunca hubiéramos sabido lo que había pasado. Te hubiera disparado al corazón o a la cabeza, que era lo que planeaba, enterrándote luego en aquel lugar perdido. ¿Por qué fuiste?

—¿Con Armand, quieres decir? ¿Cómo no hacerlo, si me dijo que me esperabas?

—¡Oh, Dios mío, desearía ponerle las manos encima! Pero lo haré, te lo prometo.

—Pero Armand ha estado a tu servicio durante…

—Al servicio de Etienne, creo. Pensar que un hijo mío… Cuanto puede hacer la gente por conseguir tierras, títulos, dinero… Ahora, aunque yo no tenga ningún otro hijo, él se quedará de todas maneras sin nada.

—¿Quieres decir que Armand me llevo allí para matarme, cumpliendo órdenes de Etienne?

—Es la única explicación posible. Armand ha desaparecido. Cuando advirtió que en la casa había alguien que le arruinaría el plan, huyó precipitadamente.

—¿Y este Périgot?

—Un buen hombre. Ha estado vigilándote.

—¿Un hombre de cuello corto y peluca negra?

—No sé nada de la peluca, pero ahora que lo mencionas, creo que sí tiene cuello corto.

—¿De modo que lo enviaste para protegerme?

—Claro que envié a alguien para protegerte. No me gustó lo que sucedió aquel día que te dispararon en el sendero. Périgot trabajó bien. Siguió a Armand hasta la casa, lo vio cavar la fosa e imaginó lo que sucedía. Cuando te vio abandonar Grasseville en su compañía, se ocupó de estar en la casa esperando vuestra llegada. Armand estaba a punto de matarte, y lo hubiera hecho si Périgot no hubiese estado al acecho. De modo que la bala atravesó tu brazo en lugar de tu cuerpo. Périgot está desolado por no haber podido reducir a Armand antes de que disparara el tiro, pero estaba esperando dentro de la casa y no pudo hacer más. Si alguna vez volvemos a la normalidad, Périgot tendrá tierras y riquezas por lo que ha hecho por mí.

—¡Armand! —murmuré—. ¿Por qué Armand?

—Debe trabajar para Etienne. Siempre fue el mozo de Etienne. Eran más que amo y criado. Estoy seguro de que fue Etienne —tal vez con la connivencia de su madre, y esto lo descubriré— quien arregló tu pequeña aventura en el sendero. Al menos, eso me alertó. Estaba decidido a tomar todas las precauciones necesarias. Sabía que si había alguien en quien podía confiar, ése era Périgot. Voy a mandarlo llamar, para que puedas darle las gracias personalmente.

Entró en mi cuarto. Sin la peluca y el sombrero alto parecía muy distinto, más joven, y el cuello corto era menos notorio.

Se inclinó y dije:

—Gracias por salvar mi vida.

—Mádemoiselle —replicó—, lamento no haberos salvado por completo. Me temo que me descubristeis, lo que demuestra que no me oculté lo suficiente.

—Era inevitable que os advirtiera, si siempre estabais presente. ¿Y de qué otra manera hubierais podido cuidarme tan bien, de no ser así?

—Ambos te estamos agradecidos, Périgot —dijo el conde—. No olvidaremos este servicio.

—Serviros es mi deber, monsieur le comte. Y me place —respondió—. Espero que siga siendo así por muchos años.

El conde estaba profundamente conmovido, y yo sentí que mis temores se desvanecían. Me pregunté cómo podía haber dudado de él alguna vez… pero, desde luego, tal era el efecto que su presencia obraba siempre en mí.

Cuando Périgot se hubo ido, el conde tomó asiento junto a mi lecho y hablamos. Dijo que lo que había sucedido era claro. Etienne siempre había esperado ser legitimado y heredar las propiedades y el título. Y así hubiera sido de no haber un hijo legítimo.

—Por supuesto —dijo— saben cuáles son mis sentimientos hacia ti, y él comenzó a sentir miedo. Adivinó que yo deseaba casarme contigo y, si tú y yo tenemos un hijo —cosa que vamos a hacer decididamente, ¿no es cierto?—, sus esperanzas se desvanecen por completo. Por lo tanto, tú eres una amenaza. Es evidente, ¿no crees?

—¿Dónde está Etienne?

—Estaba en el château, ocupado en los asuntos de las propiedades. Armand debe de haber ido a comunicarle el fracaso de su plan. Dudo de que se encuentre ahora en el château, porque sabrá que estoy enterado de lo que ha hecho. Jamás se animará a volver a presentarse ante mí. Es el fin para Etienne. Y ahora sólo hay una cosa que hacer. Tú y yo nos casaremos sin tardanza.

Protesté. Pensé en mis conversaciones con Joel. Aunque no le había prometido casarme con él, tampoco lo había rechazado por completo. ¿Cómo podía, en esas condiciones, casarme con otro hombre? Además, cuando pensaba en el matrimonio, el miedo y las dudas retornaban. El conde estaba horrorizado ante el intento de Etienne de asesinarme, pero ¿qué sucedió con Ursule? ¿Acaso no había muerto porque obstaculizaba sus deseos, tal como yo obstaculizaba los deseos de Etienne?

—¿Por qué no? —preguntó, enojado.

—No estoy preparada —repliqué.

—¿Qué tontería es ésta?

—No es una tontería, sino sentido común. Tengo que estar segura.

—¿Segura? ¿Quieres decir que no lo estás?

—Creo que sí, pero hay muchas cosas que considerar. Debe haberlas, cuando se trata de una empresa seria como el matrimonio.

—Mi adorada Minelle, hay una sola cosa que considerar en el matrimonio, y es si las dos personas se aman. Yo te amo. ¿Tienes alguna duda con respecto a eso?

—Puede ser que ambos nos refiramos a cosas distintas cuando hablamos de amor. Sé que quieres estar conmigo, hacer el amor conmigo… pero no estoy segura de que eso signifique estar enamorado.

—¿Qué es, entonces?

—Compartir toda una vida, respeto mutuo, comprensión. Eso es lo importante, no la excitación de un momento. El deseo, por su propia naturaleza, es fugaz. Antes de casarme, querría estar segura de que el hombre que desposo es el padre adecuado para los hijos que pueda tener; que es un hombre que comparte mi código moral, un hombre al que puedo recurrir y en quien puedo confiar en que será un buen padre para mis hijos.

—Lo pones muy difícil —dijo—. Creo que la maestra de escuela no puede resistir la tentación de someter a examen a sus pretendientes.

—Es posible. Y tal vez la maestra no sea la esposa adecuada para un hombre veleidoso y amante de la aventura.

—Mi opinión es que es la esposa adecuada para él. Terminemos con esta tontería. Conseguiré un sacerdote que nos case dentro de unos días.

—Necesito tiempo —insistí.

—Me desilusionas, Minelle. Creía que tú también eras audaz.

—¿Ves como yo tenía razón? Ya te decepciono.

—Prefiero ser desilusionado por ti, que complacido por cualquier otra mujer.

—Eso es ridículo.

—¿Ésa es la forma de hablarle a tu señor y amo?

—Veo que mi orgulloso espíritu no se sometería nunca. ¡Oh, qué prudente soy al considerar estas cosas antes de arrojarme de cabeza a un matrimonio que podría ser desastroso!

—Sería un desastre excitante.

—Yo renunciaría a la excitación para evitar el desastre.

—Me seduces… siempre lo has hecho.

—No sé por qué, puesto que jamás estoy de acuerdo contigo.

—Demasiada gente ha estado de acuerdo conmigo… o ha fingido estarlo. Se vuelve monótono.

—Profetizo que el desacuerdo llegará a ser igualmente monótono, y menos agradable para ti.

—Pruébame. Por favor, Minelle, pruébame. Escucha, mi amor. Tal vez ahora mismo sea ya muy tarde. Los faubourgs se están preparando para levantarse. Vienen contra nosotros. Disfrutemos de la vida mientras podamos.

—Venga quien venga contra ti, necesito tiempo —insistí.

Permaneció largo rato sentado junto a mí. No hablamos mucho, pero yo sabía que él me rogaba en silencio. Yo vacilaba. ¡Deseaba tanto decir: «Sí, casémonos. Disfrutemos juntos de un poco de felicidad»! Pero no podía olvidar mis paseos con Joel, mi charla con Joel, y, sobre todo, el recuerdo de mi madre.

De pronto dije:

—¿Enviaron un mensaje a Grasseville para decirles dónde estoy?

Contestó que ya se habían ocupado de eso.

—Gracias. Deben de haber sentido angustia.

Cerré los ojos, fingiendo dormir. Quería pensar, pero por supuesto mis pensamientos no me conducían a parte alguna, como no fuera a la pregunta eterna.

*****

Era el catorce de julio, una fecha que nadie olvidará jamás en Francia. Mi brazo estaba todavía vendado, pero por lo demás estaba bastante bien, y se trataba simplemente de esperar a que la herida curase.

En los días anteriores, se había notado una especie de quietud en la ciudad. El tiempo era caluroso y sofocante, y yo tenía la impresión de que una gran bestia se agazapaba, a punto para saltar.

Yo misma estaba tensa. En un corto espacio de tiempo, habían atentado dos veces contra mi vida. Es imposible atravesar sin daño esas pruebas.

Quería irme y estar sola por un tiempo. Con esa intención, me eché encima una capa ligera y salí. Mientras pasaba por las estrechas callejas, advertí las miradas furtivas. Miembros de la guardia del rey deambulaban inquietos. A lo lejos, escuché un canto.

Alguien cogió mi brazo.

—Minelle, ¿estás loca?

Era el conde. Estaba sobriamente vestido con una capa marrón y un sombrero alto con visera, como el que usaba Périgot. Ahora la gente tomaba la precaución de no ir demasiado bien vestida por las calles.

—Nunca deberías haber salido. He estado buscándote. Supe que habías venido en dirección al Pont Neuf por el Quai de l’horloge. Debemos regresar de inmediato.

Me arrastró junto a la pared mientras pasaba un grupo de jóvenes, posiblemente estudiantes. Sus palabras me hicieron estremecer: «A bas les aristocrate. A la lanterne».

Nos alejamos de prisa. Yo temblaba, no por mí, sino por él. Sabía que, por modesto que fuera su atuendo, nunca podría disimular sus orígenes, y nadie lo confundiría por mucho tiempo.

—Regresaremos enseguida —dijo.

Antes de alcanzar el Faubourg Saint-Honoré, había estallado el caos, y todo París parecía haber enloquecido. Había gritos y alaridos en las calles. La gente corría de un lado a otro, formando grupos, cantando, gritando: «A la Bastille».

—Van a la prisión —dijo el conde—. ¡Dios mío, ya ha comenzado!

Llegamos sin novedad al Faubourg Saint-Honoré.

—Debes abandonar París sin tardanza —recomendó—. Es peligroso quedarse aquí. Cámbiate de ropas tan pronto como puedas, y baja a los establos.

Le obedecí. Me estaba esperando impaciente. Había ordenado que aquellos que pudieran debían abandonar la casa, pero no al mismo tiempo, sino en forma gradual. No debían notar que se iban.

Él y yo cabalgamos hacia el sur, en dirección al château. Cuando llegamos, era de noche.

Mientras estábamos en el vestíbulo, se volvió con tristeza hacia mí y dijo:

—Ya ves, tardaste demasiado. La revolución ha comenzado. Debes irte a Inglaterra de inmediato. Por el amor de Dios, no hables francés, porque lo haces tan bien que los ignorantes podrían confundirte con una francesa, y tus modales son tales que te considerarían una enemiga del pueblo.

—¿Qué harás tú? ¿Huirás a Inglaterra?

Denegó con la cabeza.

—Esto no es más que el comienzo. Quién sabe, tal vez estemos todavía a tiempo de salvar al régimen que se derrumba. No soy de los que abandonan el barco que se hunde, Minelle. Aquí hay trabajo para mí. Regresaré a París. Veré al rey y sus ministros. Es posible que no esté todo perdido. Pero tú debes irte en seguida. Es mi primera preocupación.

—¿Quieres decir… dejarte?

Por un momento, hubo tal ternura en su rostro que apenas lo reconocí. Me abrazó y besó mis cabellos.

—Tonta Minelle —dijo—. Vacilante Minelle. Ahora debemos decirnos adiós. Tú debes irte y yo debo quedarme.

—Me quedaré —dije.

Movió la cabeza.

—Te lo prohíbo.

—¿De modo que me echas?

Vaciló por un momento y vi que sus emociones luchaban entre sí. Ahora creía que si yo me quedaba nos transformaríamos en amantes, porque eso es lo que le sucede a la gente que se encuentra en situaciones desesperadas en que la muerte está cerca. Se aferran a lo que la vida tiene para ofrecer. Pero si me quedaba, correría peligro.

Dijo con firmeza:

—Tomaré medidas inmediatas para que te vayas. Périgot ha dado pruebas de que se puede confiar en él. Te llevará a Calais y te irás esta noche. No debemos demorarlo.

De modo que así terminaba todo. Yo había sido incapaz de decidir por mí misma, y la revolución había decidido por mí.

*****

Había oscurecido. Yo me preparaba para irme. Mi caballo estaba dispuesto en los establos. El conde había dicho que mi partida debía ser tan discreta como fuera posible.

—No tendré paz mientras estés aquí —me aseguró—. Con Périgot como guía, tienes una buena posibilidad de huir. Y no lo olvides, no hables francés a menos que sea indispensable. Acentúa tu nacionalidad. Te ayudará. El pueblo no tiene problemas con los extranjeros. Ésta es una guerra entre franceses.

Discutí con él. Quería quedarme. Dos veces había estado a punto de morir. Estaba dispuesta a arriesgarme otra vez. Cualquier cosa, antes que dejarlo.

Él estaba conmovido, pero su decisión era firme.

—¡Qué ironía! —exclamó—. Cuando no había peligro, vacilabas. Querías estar segura, ¿no es cierto? No confiabas en mí. No ha sucedido nada que produzca esa confianza… y sin embargo, estás dispuesta a arriesgar tu vida para permanecer a mi lado. ¡Oh, perversa Minelle!

Yo sólo podía suplicarle.

—Déjame quedarme. Déjame correr el riesgo. O ven conmigo. ¿Por qué no puedes venir a Inglaterra?

Movió la cabeza en un ademán negativo.

—Estoy demasiado comprometido aquí. No podría abandonar a mi gente. Francia es mi país. Está a punto de ser hecha pedazos. Debo quedarme y luchar por lo que creo justo. Escucha, Minelle, cuando todo haya terminado, iré a buscarte.

Sacudí tristemente la cabeza.

—¿No me crees? ¿Piensas que te habré olvidado? Te diré esto: cualquier cosa que suceda en el futuro… cualquier cosa que haya sucedido en el pasado, te amo. Tú eres la única para mí… y aunque todavía no lo sabes… yo soy el único para ti. ¡Qué distintas han sido nuestras vidas! Hemos vivido de acuerdo a códigos diferentes. Tú has sido criada como buena cristiana. Yo… bueno, yo he vivido en una sociedad decadente. Jamás se me ocurrió considerar si mi comportamiento era justo. Hasta que maté a un niño, no había pensado en mí, y para entonces mi entorno ya era demasiado fuerte para mí. Cuando viniste tú, cambié. Quería una vida distinta. Tú me hiciste verlo todo desde una perspectiva diferente. Me enseñaste a mirar la vida a través de tus ojos. Quiero más lecciones, pequeña maestra, y sólo tú puedes dármelas.

—Entonces me quedaré. Me casaré contigo y me quedaré aquí.

—Si nos casáramos ahora, serías la condesa Fontaine Delibes. No sería un nombre muy apropiado para llevar en esta nueva Francia. Sabe Dios qué harán con nosotros, pero será una venganza… amarga y cruel. De eso estoy seguro. Lo peor que puede pasarte en este momento es ser una de nosotros. Ahora, tienes un solo camino seguro. Debes irte. Es demasiado tarde para cualquier otra cosa. Ven, estamos perdiendo un tiempo precioso. Adiós, querida mía. No, au revoir. Volveremos a encontrarnos.

Me colgué de él. Ahora estaba segura. Le pertenecía. No quería dejarlo nunca. No sabía si había matado a su esposa o no, y en ese momento supe que, aun cuando fuese culpable, eso no podría cambiar mis sentimientos hacia él.

—Périgot espera en los establos. No debemos demorarnos.

Pasó su brazo por mi cintura y salimos al aire caliente de la noche.

Tan pronto como nos acercamos a los establos, supe que algo andaba mal. Tenía conciencia de ojos vigilantes, del sonido pesado de las respiraciones. Él también lo advirtió. Me sujetó el brazo con más fuerza mientras me arrastraba en dirección a los establos. Y luego, de pronto, hubo un grito.

—¡Allí está! ¡Cogedlo ahora!

Cuando el conde me empujó para alejarme de él, brilló de súbito una antorcha. Vi la multitud entonces… veinte o treinta que venían contra nosotros, los ojos brillantes por una excitación brutal. Estaban inflamados por el deseo de venganza contra cualquier miembro de aquella clase que los había oprimido durante siglos.

—Ve a los establos —me murmuró.

No me moví. No podía dejarlo.

Y entonces vi algo que me hizo sentir enferma. A la cabeza de todos ellos, había un rostro conocido. Era el de Léon.

Apenas pude reconocerlo a la luz de la llama, tan deforme era su expresión. Nunca hubiera creído que Léon pudiera ser así. Sus ojos llameaban de odio, su boca estaba torcida. ¡Qué distinto del hombre suave y amable que había conocido!

—Colgadlo —dijo una voz.

—¿Colgarlo? Sería demasiado dulce.

Y marcharon sobre él. Lo vi caer… y Léon estaba allí. No pude oír lo que decía Léon, pero era el que los dirigía.

Se lo llevaron. Lo vi intentando luchar con ellos, pero ni siquiera él podía hacer algo contra tantos. Me sentí terriblemente enferma de miedo y horror. Me estremecía de espanto.

Oh, Dios, pensé. Él tiene razón. Es demasiado tarde.