Capítulo 2

Yvette me había gustado desde el primer momento, pero no había pensado que su venida sería tan importante para mí.

Cuando llegó al castillo, Margot la abrazó cariñosamente.

—Es maravilloso que hayas podido venir —dijo, para que lo oyeran los sirvientes—. Ya te he dicho lo que ha sucedido. Querrás al pequeño Charlot.

Nos reunimos las tres en el dormitorio de Margot.

—¡Resultó! —Gritó Margot—. Resultó magníficamente. —Y luego añadió, casi condescendiente—: Desempeñasteis bien vuestros papeles.

—No tan bien como tú —comenté irónicamente—. Como es natural, eras la protagonista.

—Y fui la autora de la pequeña obra. Fue una idea hermosa. Debéis admitirlo.

—Te lo diré al final —repliqué.

—¡Aguafiestas! —Me sacó la lengua como solía hacer cuando estábamos juntas en la escuela. Luego se volvió hacia Yvette—. Está cada día más adorable. Me pregunto si te recordará.

—Vamos a ver —dijo Yvette.

Charlot pataleó y cloqueó con evidente placer al ver a Yvette.

Margot lo levantó, abrazándolo.

—No te muestres demasiado encantado, ángel mío, o me sentiré celosa.

Yvette lo cogió y lo colocó en su cuna.

—Lo sobreexcitas —dijo.

—Adora ser excitado. No olvides que lleva mi sangre.

—Eso —dijo Yvette suavemente—, es algo que debemos tratar de olvidar. Ahora ya lo tienes. Es tu hijo adoptivo. Es una suerte.

—¿Crees que olvidaré alguna vez que es mío?

Yvette movió la cabeza en un ademán negativo.

*****

Yvette y yo quedábamos a menudo entregadas a nuestros propios recursos. Creo que era porque la vida en el château se veía afectada por los acontecimientos exteriores, y la gente no se visitaba ya como antes. El conde y la condesa de Grasseville no tenían interés en ofrecer fiestas extravagantes, en momentos en que tanto se hablaba de la pobreza en el campo. Creo que él y su condesa preferían verdaderamente la vida más simple.

De cualquier manera, así era, y eso significaba que Yvette y yo paseábamos o nos sentábamos a menudo en los jardines, donde podíamos hablar con mayor facilidad sin el temor de ser escuchadas, porque ambas temíamos traicionar con una palabra la verdadera historia de la llegada de Charlot al château.

No pasó mucho tiempo antes de que Yvette comenzara a hablar del pasado. Los años más animados de su vida habían transcurrido en el château Silvaine.

—Fui cuando tenía quince años —me contó—. Era mi primer puesto como niñera, bajo las órdenes de madame Rocher… llamada Nou Nou. Ella había estado con la condesa Ursule desde el nacimiento de ésta, y siempre estaba a su lado. Adoraba a madame Ursule. Toda su vida estaba concentrada en ella. Esto tenía su historia. Estuvo casada muy poco tiempo… con un tal monsieur Rocher, obviamente. Nunca supe qué hizo él, pero sí que hubo algún accidente antes de que su hijo naciera. Él murió y ella perdió también al niño. Por eso fue con Ursule, y se decía que Ursule evitó que se volviera loca, porque transfirió a la niña de sus amos todo su cariño. Era muy triste.

—¡Pobre Nou Nou!

—Alimentó a Ursule y solía decir que esa niña era parte de ella. Apenas podía soportar no tenerla a la vista y, siempre que Ursule tenía problemas, la defendía sin meditarlo, lo que no era bueno para la niña. Cuando era muy pequeña, si alguno de nosotros la ofendía nos amenazaba con decírselo a Nou Nou. Nou Nou la animaba a hacerlo, y Ursule era una niña bastante desagradable por esa época. Pero cuando creció, las cosas cambiaron. Cuando tenía seis o siete años, se apartó de Nou Nou… aunque no por completo. Estaban demasiado apegadas como para eso, pero la niña se sentía atada, asfixiada por tanta devoción. Eso sucede.

Asentí.

—¿Qué clase de mujer era Ursule?

—Antes de su boda, era una joven normal, interesada en bailes y ropas. Fue después cuando cambió.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis con ella?

—Hasta hace unos seis años. En aquel entonces, Margot estaba creciendo, y ya no era necesaria una niñera. Tenía una gobernanta y más tarde fue a Inglaterra, como sabéis. Fue entonces cuando el conde me dio la casa y lo suficiente como para vivir y tener una sirvienta. De modo que me instalé con Jose, dispuesta a pasar en esa casa el resto de mi vida.

—Volveréis algún día.

—Sí, cuando Charlot sea mayor, supongo.

—¿Extrañáis el château? Vuestra casa, con Jose, debe ser muy distinta.

Permaneció silenciosa y sus ojos se nublaron.

—Sí —dijo—, extrañé el château. Tuve una gran amistad en mi vida. No creo que deseara regresar nunca.

Yo anhelaba saber algo sobre su gran amistad, pero sentí que sería descortés preguntarlo. Esperé, y pronto lo dijo.

—Sé que sueña extraño, pero nuestra amistad creció de manera gradual. Ella tenía buen corazón, pero era algo imperiosa. Eso se debía a su crianza.

—¿Os referís a Ursule?

—Sí. Yo había hecho algo… no recuerdo qué, pero en todo caso la ofendió. Hubo la acostumbrada gritería de: «Se lo diré a Nou Nou». Yo debía de estar de un humor malévolo, porque contesté: «Muy bien, acusica, díselo». Me contempló. Recuerdo su carita, roja de furia. Debía tener unos ocho años… sí. Lo recuerdo con exactitud. Corrió a Nou Nou, que por supuesto se arrojó sobre mí como un ángel con su espada flamígera, para defender a su tesoro. «Estoy cansada de hacer siempre lo que desea esta niña malcriada», dije. «Entonces —replicó Nou Nou— es mejor que cojas tus cosas y te vayas». «¡Muy bien —grité— lo haré!», pese a que no tenía dónde ir. Nou Nou conocía bien mi situación. «Y ¿dónde irás?», preguntó. Yo repliqué: «Cualquier cosa es mejor que trabajar junto a una niña tonta y malcriada y su vieja niñera medio lela». «Fuera», gritó Nou Nou. Ésta era el poder supremo en el cuarto de los niños de los Brousseau. Madame y monsieur Brousseau eran devotos de su hija y aprobaban la adulación de Nou Nou, de modo que si ella decía que debía irme, no tenía sentido invocar una autoridad más alta.

»Mientras comenzaba a reunir mis pocas pertenencias en mi maleta de metal, preguntándome qué iba a hacer, vi la desesperanza de mi situación y di rienda suelta a la desesperación. Apoyé la cabeza entre mis escasos tesoros y lloré de miedo y de miseria. Luego, de pronto, tuve la sensación de que me observaban y, cuando levanté la cabeza, vi a Ursule. Todavía puedo verla con toda claridad como estaba en ese momento. Rizos castaños sujetos con cintas azules y un trajecito bordado blanco, que le llegaba a los tobillos. Era una niña hermosa, con grandes ojos castaños y espesa y lacia cabellera que Nou Nou rizaba amorosamente todas las noches.

»Aún ahora recuerdo cómo acostumbraba sentarse a los pies de Nou Nou, mientras ella enrollaba los papeles y cantaba canciones de Bretaña, de donde proviene, o cantaba leyendas y cuentos con una voz monótona y cantarina que solía hacernos dormir. En el momento en que Ursule me miraba, algo sucedió entre nosotras. Comprendí con cierta sorpresa que la niña lamentaba la tormenta que había provocado. Antes, la había considerado como una insolente que no pensaba más que en sí misma. Pero no era así; tenía sentimientos.

»Más tarde me contó que lo más extraño de todo fue que, en aquel momento, comenzó a crecer en ella un sentimiento hacia mí. No sabía qué era. Todo lo que sabía es que no quería que yo me fuera. Imperiosa como siempre, dijo: «No pongas nada más en tu caja». Y luego, con sorprendente suavidad, sacó las cosas y volvió a colocarlas en los cajones. Entró Nou Nou, y al verme todavía arrodillada, con aspecto aturdido, dijo: «Vamos, muchacha. Ya debías haber terminado». Entonces mi pequeña defensora levantó la cabeza, con su ademán habitual, y dijo: «Ella no se va, Nou Nou. Quiero que se quede». «Es una muchacha insolente y mala», contestó Nou Nou. «Lo sé —admitió Ursule—, pero quiero que se quede». «Pero, tesoro, si te ha llamado chismosa». «Bueno, Nou Nou, es que lo soy. Soy chismosa. Quiero que se quede». La pobre Nou Nou estaba perpleja, pero, por supuesto, una palabra de su pequeña era ley.

—¿De modo que desde ese día cambió?

—No fue tan repentino. Tuvimos nuestros más y menos. Pero yo nunca le admití caprichos como hacía Nou Nou, y creo que eso le gustó. Yo era mucho más joven que Nou Nou. Cuando Ursule tenía ocho años, yo tenía quince. Había una gran diferencia. A medida que crecimos, ésta disminuyó. Desde ese día, se interesó por mí. De alguna manera, yo era su criatura, porque, de no haber sido por ella, me hubieran echado. Aunque seguía siendo el cachorrito de Nou Nou y estaba siempre con ella, se escapaba a menudo para verme y comenzó a confiar en mí de manera sorprendente. Al principio, Nou Nou estaba un poco celosa, pero comprendió que su relación con su tesoro era muy diferente de la mía, y era tan devota de Ursule que estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que le deparara placer.

»Yo tenía cierto talento para la ropa… no para hacerla —teníamos la costurera para eso—, pero sí para agregar pequeños toques, haciendo sugerencias que podían distinguir un vestido del resto. Cuando la costurera cosía para ella, Ursule quería que estuviera a su lado. Solíamos ir juntas al pueblo para hacer compras, porque ella insistía en que la acompañara yo.

»Y eso no era todo. A menudo me pedía consejo… aunque raras veces lo seguía. Nos hicimos amigas rápidamente, de una manera que no es común entre un sirviente y la hija de la casa.

»Los Brousseau eran indulgentes, como ya dije. “Yvette es una buena chica”, solían decir. “Cuida a Ursule de una forma que Nou Nou no podría”. De modo que crecimos juntas como hermanas.

—Y ésa fue la gran amistad de vuestra vida. ¿Por qué os fuisteis?

—Ofendí al conde. Le dije a Ursule que debía enfrentársele y criticarlo en sus barbas. Él dijo que Margueritte ya no necesitaba una niñera… porque hasta ese momento yo la cuidaba. Y me envió fuera.

—Me asombra que Ursule lo hubiera permitido.

Los labios de Yvette se curvaron.

—Para entonces, todo había cambiado mucho. Sucedió después de su boda. Él la asustó desde el primer momento.

—¿De modo que a pesar de que él os dio un hogar y un retiro confortable, no os agrada?

—¿Agradarme? —se rió—. Parece una palabra extraña al ser utilizada en relación con él. Me pregunto si a alguien le agrada el conde. La gente le teme, no hay duda. Muchos respetan su riqueza y posición. Otros muchos lo odian. Supongo que aquellas que lo aceptan como amorío, podrían decir que lo aman. ¡Pero agradar!

—¿Y vos sois de las que lo odian?

—Odiaría a cualquiera que hubiera hecho lo que él le hizo a Ursule.

—¿Fue tan cruel con ella?

—Si no se hubiera casado con él, todavía estaría viva.

—¿No estaréis diciendo que él… la mató?

—Mi querida mádemoiselle, eso es exactamente lo que estoy diciendo.

Denegué con la cabeza y ella puso una mano sobre la mía. Después, no dijo nada más y nuestro tête-á-tête terminó por ese día.

Pensé mucho en lo que había dicho Yvette. Era casi como si tuviera alguna información secreta. Si era así, debía descubrirla. Ella había dicho que sería perjudicial para el conde, y me estremecí cuando recordé la expresión de su rostro al decir que él la había matado.

Si él hubiera estado a mi lado, me habría sentido dispuesta a creer que no era verdad. Pero cuando no estaba, podía sopesar los hechos con más calma. Debía hablar con Yvette. Si conseguía saber más acerca de Ursule podría arrojar alguna luz sobre el asunto.

Margot me pidió que fuera al pueblo a comprar cintas para un traje que le estaban haciendo a Charlot.

—Debes ir, Minelle —dijo—. Elegirás el color adecuado.

Fui sola. Nunca se había hablado de que fuéramos escoltadas durante el día a Grasseville, y no era la primera vez que iba sola al pueblo.

El château Grasseville, mucho más pequeño que el de Silvaine, se parecía más bien a una orgullosa mansión campestre, merecedora apenas del nombre de château. La familia poseía otro castillo cuarenta millas al norte, que, según oí decir, era mucho más grande, pero éste era su favorito. Era bastante gracioso, con sus cuatro torres como pimenteros y sus muros de piedra gris que se alzaban sobre una suave pendiente, lo que permitía verlo desde el pueblo al tiempo que lo dominaba.

Era media mañana. El sol comenzaba a ascender. Pocas horas más tarde, haría mucho calor.

Cuando entré en el pueblo, varias personas me saludaron. Una mujer sentada sobre una canasta preguntó cómo se encontraba el pequeño. Le dije que Charlot estaba muy bien.

—¡Pobre chiquillo! ¡Ser abandonado así! Le retorcería el cuello a una madre que deja a su pequeño, mádemoiselle. Sí, lo haría con tanta tranquilidad como monsieur Berray retuerce el cuello de sus pollos.

—Nadie podría estar mejor cuidado que el joven Charlot, madame.

—Lo sé muy bien. Y la joven madame… ha nacido para ser madre. Pronto ha llegado a serlo, ¿eh? Casada hace unas pocas semanas…

Y agarrándose a la canasta, se tambaleó peligrosamente, contagiada por su buen humor.

—A madame le gustan mucho los niños —dije.

—Que Dios la bendiga.

Seguí caminando. Apenas había alguien que no preguntara por el niño.

Perdí un rato eligiendo la cinta, y cuando lo hube hecho decidí tomar una taza de café y una de aquellas deliciosas pastas de crema, antes de emprender el regreso.

Me senté en una mesa bajo la sombrilla azul, y el café me fue servido por madame Durand, que charló un rato sobre el niño que había tenido la buena suerte de ser abandonado a las puertas del château.

Cuando me dejó, me quedé meditando en lo que había dicho Yvette, y preguntándome por qué había escondido su odio apasionado por el conde. Nou Nou había sentido lo mismo por él. Sólo podía deberse a su manera de tratar a Ursule porque ambas sentían por ésta mucho cariño. Había muchas cosas de ella que yo no sabía. Primero la había imaginado como una hipocondríaca quejumbrosa, pero ahora no era fácil reconciliar ese juicio de su carácter con el de una mujer que había inspirado semejante devoción. Lo de Nou Nou era comprensible, porque había perdido a su hijo, pero el caso de Yvette era diferente. Yvette era una mujer de gran cordura y espíritu independiente, y si había trabado una gran amistad con la hija de sus empleadores, debía ser porque esa hija tenía algo poco común.

Como me sucedía siempre que pensaba en el conde y sus asuntos, me sentí completamente desconcertada.

Mientras estaba allí sentada, protegida del sol por la sombrilla azul, sorbiendo mi café y saboreando los gâteaux, tuve la extraña sensación de ser observada.

Era muy extraordinario notar semejante cosa en una mañana brillante y soleada, en plena calle. Volviéndome con tanto disimulo como me fue posible, vi a un hombre a pocas mesas de distancia. Cuando me volví, él hizo girar la cabeza para mirar hacia adelante. Estaba segura de que había estado observándome. Luego, de pronto, se me ocurrió que lo había visto antes. Era cuando viajábamos de París a Grasseville. Había estado en una posada donde habíamos pasado la noche. La forma en que su cabeza se plantaba sobre los hombros, lo hacía conspicuo. Su cuello era algo más corto que lo habitual, y los hombros muy redondeados. Usaba una peluca oscura y uno de aquellos sombreros altos con una visera que ocultaba parte del rostro… la clase de sombrero que cabía en cualquier sitio. Su chaqueta y sus pantalones eran del mismo color marrón desvaído del sombrero. En realidad, tenía el mismo aspecto que mucha gente en las ciudades o aldeas, y nunca hubiera atraído la atención por su traje. Fue simplemente la forma de su cabeza y de sus hombros lo que me permitió reconocerlo.

Traté de imaginar a qué se debía su interés por mí. ¿Por qué había de interesarse? A menos, por supuesto, que hubiese sabido que yo venía del château y era la prima de la nueva madame, la que hacía poco había adoptado al niño abandonado.

No obstante, en ese momento me produjo una cierta inquietud. Desde el terrible asunto en el sendero, cuando tan fácilmente pude haber perdido la vida, yo había estado vigilante.

Cuando me levanté para marcharme, pensaba todavía en el hombre de la peluca oscura. Realmente, era extraño que hubiera estado en la posada, pero tal vez viviese en ella. Debía hacer discretas investigaciones sobre él.

Regresé a la tienda, decidida a comprar un encaje que había visto. Salí de allí y pasé por la pâtisserie. El hombre ya no estaba sentado ante su mesa.

Dejé el pueblo y emprendí el corto camino hacia el château. Cuando llegué a la pendiente, me volví a mirar. El hombre caminaba en la misma dirección que yo había tomado, como si estuviera siguiéndome a una distancia prudente.

Entré en el château pensando todavía en él.

*****

No fue difícil provocar a Yvette para que hablase de Ursule. La encontré sentada en el jardín, con su labor de costura entre las manos, y me reuní con ella.

—Debemos aprovechar esto cuanto nos sea posible —dijo—. No durará mucho.

—¿Os referís a la paz?

Asintió.

—Me pregunto qué sucede en París. Debe de hacer mucho calor. Es extraño hasta qué punto el calor solivianta los temperamentos. Por la noche, la gente estará en las calles. Se reunirán en el Palais Royale. Habrá discursos, juramentos y amenazas.

—El gobierno encontrará una solución. Creo que el conde asiste a reuniones del consejo.

Yvette sacudió la cabeza.

—El odio es demasiado fuerte… condimentado con envidia. Es poco lo que puede hacerse ahora. No me gustaría ser un miembro de la aristocracia si la plebe se subleva.

Me estremecí pensando en él, arrogante, digno y omnipotente en su castillo. Sería distinto en las calles de París.

—Es un ajuste de cuentas —dijo Yvette—. El conde Fontaine Delibes ha sido un amo despótico. Su palabra era ley. Ya era tiempo de que los derrotaran.

—¿Por qué se casó Ursule con él? —pregunté.

—Pobre niña, no tenía elección…

—Creí que los Brousseau la adoraban.

—Y así era, pero querían para ella el mejor de los matrimonios. No hubiera podido ser más grande… exceptuando la casa real. Querían honores. Pensaron que la felicidad sería una consecuencia. Tendría un hermoso château como hogar, un gran nombre, y un esposo bien conocido por el papel que desempeñaba tanto en París como en el campo. No parecía importante que él fuera una encarnación del diablo.

—¿Tan malo era? —pregunté casi suplicante, deseando que dijera algo bueno de él.

—Cuando se casaron, él era todavía muy joven… sólo uno o dos años mayor que ella… pero era viejo en pecados. Un hombre como ése está maduro a los catorce años. Podéis no creerme, pero ya entonces había tenido sus aventuras. Para la época de la boda, tenía dieciocho años. Y ya tenía una amante fija. La conocéis.

—Sí, Gabrielle LeGrand.

—Y ella le había dado un hijo. Sabéis esto, y cómo fue llevado Etienne al château. ¿Podéis imaginar algo más cruel que exhibir al hijo de otra mujer frente a una esposa porque ella ya no puede tener más hijos?

—Reconozco que es despiadado.

—Desde luego. No tiene corazón. Nunca ha dado importancia a nada que no fuera la satisfacción de sus deseos.

—Yo hubiera dicho que con esos padres, con Nou Nou y con vos, Ursule hubiera podido negarse a casarse con él.

—Lo conocéis. —Me miró de soslayo y me pregunté qué rumores habría oído sobre mí y el conde. Era evidente que había oído algo, y ésta era la razón de su vehemencia. Me estaba aconsejando—. Tiene un cierto encanto. Una especie de atractivo demoníaco. Parece ser irresistible para una gran cantidad de mujeres. Enredarse con él es como entrar en arenas movedizas. Creo que pueden ser muy hermosas e invitadoras, pero tan pronto como dais el primer paso, comenzáis a hundiros y estáis perdida a menos que tengáis el suficiente ingenio y fuerza como para sustraeros a ellas.

—¿Realmente creéis que haya alguien enteramente malo?

—Creo que ciertas personas gozan con el poder que tienen sobre otras. Se ven a sí mismas descollando por encima de todos. Sus necesidades y deseos son fundamentales. Deben satisfacerlos, sin que importe quien sufra debido a ello.

—Él os cuidó cuando os fuisteis —le recordé—. Os dio un hogar y os permitió tener a Jose y vivir con comodidad.

—En ése momento pensé que era muy bondadoso de su parte. Más tarde, comencé a pensar que tal vez tuviera un motivo.

—¿Qué motivo podía haber tenido?

—Pudo haber querido sacarme de en medio.

—¿Por qué?

—Pudo haber tenido planes con respecto a Ursule.

—No querréis decir…

—Mi querida mádemoiselle, me sorprende que una joven con tan buen sentido como el que aparentemente poseéis, permita que la engañen. Pero esto les ha ocurrido a otras. ¡Mi pobre pequeña Ursule! Recuerdo perfectamente la noche en que la mandaron llamar. Ella bajó al salón y fueron presentados. El contrato matrimonial ya estaba redactado. ¡Oh, iba a ser una gran alianza! La familia Brousseau es muy antigua, pero ha perdido algo de su fortuna a lo largo de los siglos. La familia de él la había conservado. De modo que la familia ganaba un yerno de igual nobleza y mayor riqueza e importancia. Necesitaban dinero, y había un buen arreglo matrimonial que excedía en mucho a la dote que daban a su hija. Era una boda muy ventajosa… aprobada por ambas partes.

—¿Y Ursule?

—Él la hechizó… como a muchas. Más tarde vino a verme… siempre lo hacía. Recurría a Nou Nou como una niña que se ha lastimado y quiere ser besada y consolada. Pero a mí me confiaba sus problemas reales. Estaba absorta. «Yvette —dijo—, nunca vi a nadie como él. Pero, desde luego, no hay nadie como él». Caminaba como en sueños. ¡Era tan inocente! No sabía nada del mundo. Para ella, en ese momento la vida era un sueño romántico.

—¿Y cuándo lo visteis?

—No lo conocí entonces. Pensé que tenía todo el encanto y la gracia que la habían atraído a ella. Más tarde, supe la clase de vida que había llevado. Tanto Nou Nou como yo pensamos que era casi digno de ella. Y de pronto nos desilusionamos.

—¿Por qué de pronto? —persistí.

—Fueron a pasar la luna de miel en una de sus casas de campo. Era Villers Branbante, una casa hermosa, pequeña comparada con un château, pero muy bien ubicada en la campiña, muy pacífica… el lugar ideal para una luna de miel… siempre que se tenga el esposo ideal. Él estaba muy lejos de serlo.

—¿Cómo lo supisteis?

—Sólo había que mirarla. Nosotras —Nou Nou y yo— habíamos ido a Silvaine para estar preparadas cuando regresaran. Era la primera vez que Nou Nou se separaba de ella. Era como una gallina que ha perdido su polluelo. Refunfuñaba todo el tiempo, distraída. Solía sentarse en la torre del vigía, esperando su retorno. Por fin llegaron… una mirada a su rostro y supimos. Estaba perturbada. Pobre niña, no le habían enseñado nada de la vida… particularmente de una vida vivida con un hombre como ése. Estaba turbada y asustada. Asustada de él… asustada de todo. Había cambiado mucho en dos semanas.

—Él también era joven —dije en su defensa.

—Joven en años, viejo en experiencia. Debió de haberla encontrado muy distinta de las mujeres relajadas que había conocido. Creo que, cuando regresaron, ella estaba embarazada, porque poco después se hizo evidente. Eso fue también una gran prueba para ella. Le aterrorizaba tener un hijo. Entonces fuimos más íntimas que nunca. Recurrió a mí. «Hay cosas que no puedo hablar con Nou Nou», solía decir, y me contó cómo lo había decepcionado, cómo deseaba estar sola, cómo el matrimonio era muy distinto de lo que ella había imaginado. Durante los meses de espera, solíamos sentarnos juntas y me contó algo de lo que llamaba su ordalía. Y ahora la esperaba otra: el nacimiento del hijo. «Tiene que ser un niño, Yvette», decía. «Si esta criatura es un niño, nunca me someteré a eso otra vez. Si es una niña…». Y se estremecía y me abrazaba temblando. Entonces comencé a odiarlo.

—Después de todo —dije—, es lo que se espera del matrimonio. Tal vez el problema fuera que Ursule no había sido preparada.

—Encontráis excusas para él. ¡Pobre Ursule! ¡Qué enferma estuvo antes del nacimiento de Margueritte! Nou Nou temía que no pudiera recuperarse. Pero disponíamos de los mejores médicos y de las mejores comadronas, y por fin llegó el día del nacimiento de la criatura. Nunca olvidaré su rostro cuando le dijeron que era una niña. Estaba muy, muy enferma, y los médicos dijeron que si tenía otro hijo correría riesgos que podrían costarle la vida. «No debe haber más intentos de tener descendencia», dijeron los médicos. Se hubiera creído que la coronaban reina. Nou Nou y yo lloramos de alivio. Era como si nos devolvieran nuestro tesoro.

—El conde debió sufrir una gran decepción.

—Estaba loco de furia. Solía salir cabalgando o en coche, y decían que estaba como loco. Tenía un problema. Decían que maldecía el día en que se había casado. Tenía una esposa inválida… una hija y ningún hijo. Debéis haber sabido que mató a un niño.

—Sí. Al hermano mellizo de Léon.

—Fue casi un asesinato.

—No fue deliberado. Fue un accidente. Y compensó a la familia. He oído decir que fue muy bueno con ellos. Sabemos lo que hizo por Léon.

—No le costó nada. Así es ese hombre… despiadado Luego llevó a Etienne al château… su hijo bastardo… para demostrarle a ella que, si no podía darle hijos, otras podían. Fue algo cruel.

—¿Y ella se sintió herida?

—Una vez me dijo: «Yvette, no me importa, siempre y cuando no deba someterme. Puede tener veinte bastardos aquí, mientras yo no tenga que procurar darle un hijo legal». Ya veis cuan desalmado es. Se preocupaba tan poco por los sentimientos de su esposa, que llevó a Etienne allí. Las esperanzas de Etienne se incrementaban, y las de su madre también. Esperan que Etienne será legitimado y nombrado heredero del conde, pero los mantiene en ascuas. Eso le divierte.

—Sólo cabe sentir piedad por todos los implicados —dije.

Me miró con suspicacia y sacudió la cabeza como si estuviera desesperada.

Continué:

—Al menos, Ursule tenía a su hija.

—Nunca se preocupó mucho por Margueritte. Creo que la niña le recordaba su nacimiento y lo que había sufrido.

—No era culpa de Margueritte —afirmé, tajante—. Hubiera creído que era natural que una madre se preocupara por su hija.

—Margueritte demostró muy pronto que era capaz de cuidarse, y Nou Nou tampoco estaba demasiado interesada en la criatura. La tarea recayó principalmente sobre mí. A mí me atraía mucho. Era una cosita tan alegre y vivaz, muy caprichosa, impulsiva… Bueno, no ha cambiado mucho.

—Me sorprende que a Ursule le fuera indiferente.

—En ese momento, estaba muy apática. Poco después del nacimiento de Margueritte, sufrió otra conmoción. Falleció su madre. Había estado muy apegada a su madre, y su muerte fue un gran golpe para ella.

—¿De modo que fue inesperado?

Yvette se mantuvo silenciosa por un momento, y luego dijo:

—Su madre se quitó la vida.

Yo quedé sorprendida.

—Sí —continuó Yvette—. Fue una gran conmoción para todos nosotros. No sabíamos que estaba enferma. Había sufrido algunos dolores internos, pero no los había mencionado. Cuando el dolor aumentó, no pudo mantenerlo en secreto. Cuando supo que no se podía hacer nada, tomó una sobredosis de una droga somnífera.

—Como… Ursule —murmuré.

—No —replicó firmemente Yvette—. No como Ursule. Ursule jamás se hubiera quitado la vida. Lo sé. Hablamos de esto una y otra vez. Ursule era profundamente religiosa. Creía fervientemente en la vida después de la muerte. Acostumbraba decirme: «No importa cuánto suframos aquí, Yvette, todo es efímero. Esto es lo que me digo. Debemos soportarlo, y cuanto mayor sea el sufrimiento, más nos regocijaremos cuando llegue el momento del descanso. Mi madre sufría un dolor, hubiera sufrido aún más, y no podía soportarlo. ¡Oh, si sólo hubiera esperado!». Luego se volvía hacia mí y me apretaba las manos, diciendo: «Si sólo hubiera sabido. Si hubiera podido hablar con ella…».

—Y sin embargo, cuando le sucedió algo similar…

—En ese momento no sufría grandes dolores. Lo sé.

—Vos no estabais en el château —le recordé.

—Cuando dejé el château, nos escribíamos. Escribíamos todas las semanas. Quería conocer cada detalle de mi vida, y me daba los detalles de la suya. Me abrió su corazón. No se guardó nada. Cuando me fui, habíamos hecho este pacto. Más tarde, me escribió que nuestras cartas eran más reveladoras que nuestro contacto diario. Decía que, a través de la pluma, nos habíamos acercado más que antes, porque era mucho más fácil verter sobre el papel exactamente lo que se deseaba. Por eso supe tanto de ella… estando lejos, más de lo que sabía estando con ella. He ahí por qué sé que jamás se hubiera suicidado.

—¿Y entonces cómo murió?

—Alguien la asesinó —dijo.

*****

Fui a mi cuarto y me quedé allí. No deseaba hablar de la muerte de Ursule. Me negaba a creer lo que Yvette insinuaba. No cabían dudas de que Yvette creía que el conde había matado a su esposa.

Y yo sabía que el objeto de estas conversaciones era advertirme. En su interior, me colocaba junto a aquellas mujeres que se habían dejado seducir por él y eran adoptadas y cuidadas por un tiempo antes de ser desechadas… aventuras menores en larga sucesión, algunas más importantes que otras, como la que había producido a Etienne.

Pese a todo, no iba a creer eso de él. Sabía que había tenido sus aventuras (y en realidad, ¿cuándo las había ocultado?), pero estaba segura de que nuestra relación era diferente.

A veces me parecía que estaba dispuesta a olvidar todo lo que había sucedido antes. ¿Todo? ¿Asesinato? Pero no creía que hubiese matado a su mujer. Había matado al hermano de Léon, pero eso era diferente: un acto imprudente, insensato, que había terminado en tragedia, pero que era muy distinto de un asesinato premeditado.

Mientras estaba allí, reflexionando, se abrió la puerta y asomó Margot. No era la criatura exuberante de siempre.

—¿Pasa algo malo? —exclamé, apoyándome en el brazo para levantarme, porque estaba en el lecho.

Tomó asiento en la silla junto al espejo y me miró con el entrecejo fruncido. Asintió lentamente.

—¿Qué ha sucedido? ¿Charlot…?

—Está tan hermoso y alegre como siempre.

—¿Entonces qué?

—Es una nota que he recibido. Armand dijo que se la había dado una mujer, para que fuese entregada a mí o a ti.

—¿Una nota? ¿Armand?

—Por favor, Minelle, no repitas todo lo que digo. Me vuelvo loca.

—¿Por qué una mujer tendría que darle una nota a Armand?

—Porque debe haber sabido que pertenece al château.

Armand era un mozo de cuadra que habíamos traído del château Silvaine. Etienne había dicho que era un buen hombre y nos había recomendado que viniese con nosotras.

—¿Dónde está la nota? —pregunté.

Me tendió un trozo de papel. Lo tomé y leí:

Sería conveniente que una de las dos viniera al Café des Fleurs a las diez de la mañana del martes. Si falláis, lo lamentaréis. Sé lo del niño.

La miré.

—¿Quién podría ser…?

Movió la cabeza con impaciencia.

—Oh, Minelle, ¿qué vamos a hacer? Esto es peor que lo de Bessell y Mimi.

—A mí me parece —dije— que es el mismo asunto de Bessell y Mimi.

—Pero aquí… ¿en Grasseville? Estoy asustada, Minelle.

—Es alguien que trata de hacerte chantaje —dije.

—¿Cómo puedes estar segura?

—El tono de la nota. «Lo lamentaréis…». Es alguien que sabe y quiere sacar algo de eso.

—¿Qué podré hacer?

—¿No puedes decirle la verdad a Robert?

—¿Estás loca? Nunca podría… al menos, todavía no. ¡Él cree que soy tan perfecta, Minelle!

—Más tarde o más temprano, tendrá que descubrir su error. ¿Por qué no antes?

—Eres tan dura a veces.

—¿Entonces por qué no lo consultas con otra persona?

—¿Otra persona? Tú estás metida en esto. Pone «una de vosotras». Eso también significas tú.

—Creo que deberías ir tú.

—No puedo. Robert me lleva a dar un paseo.

—Pues cancélalo.

—¿Qué excusa daría? Tengo que ir. ¡Parecería tan extraño! Él querría saber por qué…

Vacilé. Me enorgullecía pensar que ésta era una situación delicada que yo podía manejar mejor que Margot. Después de todo, yo estaba complicada. Había estado con ella durante ese período decisivo. Me esforzaba en pensar quién pudiera ser. Madame Grémond… alguien de la casa… tal vez alguien a quien Bessell y Mimi le habían contado, alguien que los había visto favorecidos y esperaba alcanzar beneficios similares.

Cuando por fin dije que iría, se arrojó en mis brazos. Declaró que sabía que podía confiar en mí para arreglarlo todo.

—Escucha —dije—. Esto no está arreglado. Acaba de comenzar. Creo que deberás pensar en decírselo a Robert. Eso dispersará a los chantajistas. No puedes saber cuándo volverán Bessell y Mimi con más demandas.

—¡Oh, Minelle, estoy tan asustada! Pero tú irás y sabrás cómo tratar con ellos.

—Sólo hay una manera apropiada de tratar con chantajistas, y es decirles que hagan lo que quieran.

Sacudió la cabeza, con verdadero miedo en la mirada. Yo le tenía mucho cariño y era agradable ver cuán felices eran ella y Robert, y a menudo reía pensando de qué modo tan ingenioso había introducido a su hijo en la familia. Pero, por supuesto, era una situación incómoda, y mientras guardara semejante secreto, que inevitablemente era compartido por otros, siempre podían surgir peligros.

Estaba bastante molesta, también, por su costumbre de cargarlo todo sobre mis hombros. Estaba segura de que sería espléndidamente feliz durante su paseo matinal con Robert. Siempre podía vivir el momento, lo que tal vez fuera una bendición en cierta forma, pero a veces dejaba en suspenso el futuro.

Llegué al Café des Fleurs cinco minutos antes de las diez. Pedí mi café y los gâteaux de costumbre, aunque no tenía apetito, pero pensé que madame se sorprendería si no lo hacía, y quería que fuera una mañana como las otras. Tuve una pequeña conmoción al ver llegar al hombre de la peluca oscura y los hombros altos. Él es el chantajista, pensé. ¡Había estado espiándome! Pero tomó asiento a alguna distancia y, aunque me miró, en realidad no parecía verme.

Hacia mí venía una mujer. ¡Emilie! La doncella de madame Grémond, la tranquila hermana de la charlatana Jeanne. ¡Debería haberlo sabido! Siempre había desconfiado de esos labios finos, de esos ojos pálidos que nunca me habían mirado de frente.

—¿Mádemoiselle está sorprendida? —preguntó con una mueca desagradable.

—No del todo —repliqué—. ¿Qué tenéis que decir? Por favor, decidlo aprisa e idos.

—Me iré cuando me convenga, mádemoiselle. Recordad que ahora no sois vos la que da las órdenes. No llevará tiempo. Ahora sé que la madre del niño no era madame Le Brun, sino madame de Grasseville, en aquel entonces mádemoiselle Fontaine Delibes, hija del gran conde.

—Habéis trabajado, mucho —dije sarcásticamente—. Lástima que no haya sido por algo que valiera la pena.

—No fue difícil —replicó, afectando modestia—. Todos sabíamos que, en una época, madame Grémond había sido gran amiga del conde Fontaine Delibes. Estaba muy orgullosa de ello. Él vino a verla. Y sucedió todo esto. Pensamos que madame Le Brun era una de sus amantes y que el hijo era suyo. Luego Gaston llevó cartas a madame LeGrand… porque ella y madame Grémond se han mantenido en contacto. Mujeres en desgracia… no completamente desechadas. —Soltó una risita, ¡y cómo odié su rostro lechoso!—. Gaston os vio, dio una vuelta por allí y echó una ojeada a madame de Grasseville. Supo que iba a casarse y, por decirlo así, tuvimos al toro cogido por los cuernos. Gaston y Jeanne quieren algo para fundar un hogar, y yo para proteger mi vejez. Para empezar, queremos mil francos para cada uno, y si no los conseguimos iré al château y le contaré toda la historia al marido de madame.

—Sois una mujer malvada y sin escrúpulos.

—¿Quién en mi posición no abandonaría los escrúpulos por tres mil francos?

—¿Habéis hecho un hábito de este tipo de cosas?

—Semejante buena fortuna no se cruza a menudo en mi camino, mádemoiselle. Madame de Grasseville, como ahora se llama… habló demasiado. Facilitó pistas. Mi hermana escuchó y lo hablamos entre nosotras y luego con Gaston. Si hubiera sido la amante del conde, no nos hubiéramos atrevido. Pero, como veis, es diferente. No tenemos que tratar con el conde…, sino con monsieur de Grasseville.

—Me ocuparé de que madame Grémond sepa qué clase de gente tiene a su servicio.

—Cuando tengamos nuestra fortuna, ¿por qué preocuparnos? Madame Grémond tiene que cuidarse. Los tiempos no son buenos para gente como ella… y como vos. Ahora, deberéis tener cuidado en vuestra manera de tratar al pueblo. Vamos. Traed los francos mañana y todo estará bien.

—¿Hasta la próxima demanda?

—Tal vez no haya más demandas.

—La perpetua promesa del chantajista. Hecha para ser rota, por supuesto.

Emilie se encogió de hombros.

—Es madame quien tiene que decidir. Ella es quien tendrá que enfrentarse a su esposo. Me pregunto cómo se sentirá al estar manteniendo al bastardo de su esposa.

Podía haberla abofeteado, y lo hubiera hecho de no haber estado sentadas en la mesa del café. Imaginé que el hombre de la peluca estaba vigilando y tratando de escuchar lo que se decía.

Me puse de pie.

—Transmitiré vuestro mensaje —dije—. Por favor, no olvidéis que el chantaje es un acto criminal.

Me hizo una mueca.

—Todos debemos tener cuidado, ¿no es así? Y todos deberíamos tratar de ayudarnos.

Me alejé. Podía notar sus ojos siguiéndome… y también los del hombre de la peluca oscura.

Caminé vivamente hacia el château. Cuando alcancé la pendiente, miré hacia atrás. El hombre estaba algo más lejos, caminando en dirección al castillo. Pero mi cabeza estaba ocupada con Emilie, y tenía poco tiempo para pensar en él.

*****

Las tres discutimos la amenaza de Emilie: yo, Yvette y Margot.

Yvette y yo pensábamos lo mismo. Había una sola manera de tratar el asunto. Margot debía confesarlo a su marido. Si no lo hacía y cedía a la demanda de Emilie, ésta sería tan sólo el comienzo de otras muchas.

—Nunca tendrás paz —señalé—. Nunca sabrás en qué momento va a aparecer con nuevas exigencias.

—No puedo decírselo a Robert —gimió Margot—. Lo arruinaría todo.

—¿Qué otra cosa puedes hacer? —pregunté.

—Dejarlo. No prestarle atención.

—Entonces ella puede hablar. Si tiene que saberlo, es preferible que venga de ti.

—Podría darle el dinero.

—Ésa sería la peor de las locuras —dijo Yvette.

Margot lloró y se enfureció, declaró que jamás se lo diría a Robert, y preguntó por qué la gente no podía dejarla tranquila. ¿No había sufrido lo suficiente?

—Mira, Margot —intervine—, si se lo dices tal vez comprenderá y ése será el fin del asunto. Imagina qué feliz serás sin el peso de ese secreto. Piensa en toda la gente que podría decidir hacerte extorsión. Todavía no ha terminado lo de Mimi y Bessell.

—Y yo confié en ellos —murmuró.

—Eso demuestra que no se puede confiar en nadie —señaló Yvette—. Minelle tiene razón. Robert es bueno y amable, y te ama.

—Tal vez no lo suficiente como para eso —repuso Margot.

—Yo creo que sí —dije.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Sé que sois muy felices juntos y él no querrá que eso cambie.

—Pero cambiará. Él cree que soy tan hermosa… tan distinta de las otras chicas…

Gritó, se enfureció, se encerró en su cuarto, y luego vino a pedirme que le hablara. Volvimos a discutirlo todo, repitiendo una y otra vez lo mismo. Yo me atuve a mi opinión; ella oscilaba de una a otra.

Le recordé que al día siguiente Emilie estaría en la pâtisserie.

—¡Déjala que vaya! —gritó.

Durante la cena, estuvo muy alegre con Robert, como si nada la preocupara. Aunque más tarde pensé que estaba quizás un poco demasiado alegre.

Pasé una noche insomne, pensando en lo que sucedería al día siguiente, pero a la mañana temprano Margot vino a mi cuarto. Estaba radiante.

Lo había hecho. Había seguido nuestro consejo. Le había dicho a Robert que Charlot era su hijo.

Se echó en mis brazos.

—¡Y él todavía me ama! —exclamó.

Yo estaba tan aliviada que no podía hablar.

—Quedó un poco sorprendido —explicó—. Pero cuando se acostumbró a ello, dijo que estaba contento de que hubiera traído a Charlot. Luego dijo que yo sería una buena madre para nuestros hijos, cuando vinieran. Ya ves, Minelle, he resuelto nuestro problema.

—¿Nuestro? —dije.

—Tú estás en esto tanto como yo.

—La parte que me corresponde apenas puede compararse con la tuya. Pero ahora no importa eso. ¡Estoy tan contenta y feliz! ¡Qué afortunada eres al tener a Robert! Espero que sepas apreciarlo.

*****

No pude menos que disfrutar mi encuentro con Emilie. Estaba esperando en la pâtisserie, y cuando me vio resplandeció con anticipación.

—¿Habéis traído el dinero? —exigió—. ¡Dádmelo ahora!

—Vais demasiado de prisa —respondí—. No he traído el dinero. Podéis ir directamente al château y preguntar por monsieur de Grasseville. Podéis decirle lo que sabéis de su esposa. Conseguiréis poca cosa de él, por una información que ya conoce.

—No lo creo.

—No obstante, es verdad.

—Eso no es lo que oí.

—¿Creéis que estáis en posición de saber lo que sucede entre una mujer y su esposo?

Pareció desarmada.

—Por supuesto, estáis mintiendo.

—No es costumbre mía mentir.

—Tal vez no, pero diría que de vez en cuando abandonáis esa costumbre. Os las arreglasteis muy bien cuando estabais entre nosotras. Madame Le Brun… un esposo muerto… ahogado, ¿no es eso? Una linda historia. Pudisteis mentir entonces y lo estáis haciendo ahora.

—Hay una manera de comprobarlo. Id al château y preguntad por monsieur De Grasseville. Estoy segura de que os concederá una entrevista. Pero podéis encontrar esperando a alguien con quien no contáis. Ahora, idos de aquí, mientras podáis hacerlo.

—No imaginéis, mádemoiselle, que dejaré pasar esto. Descubriré la verdad, y cuando lo haya hecho sabré cómo actuar.

—Si no tenéis cuidado, lo tendremos nosotros. No hay nada más despreciable que un chantajista. Adiós. Aceptad la advertencia, y no volváis a mostraros por aquí.

Emilie, espantosamente pálida, se levantó y, echándome una mirada venenosa, dijo:

—Un día será diferente. Un día nos vengaremos de los que son como vosotros. Os ha sido todo demasiado fácil. Esos tiempos han terminado, y llega el momento en que habrá un cambio. Antes de mucho, veré a los de vuestra calaña colgando de los faroles.

Se fue con la cabeza alta. Sus palabras me habían producido un escalofrío en la espalda. Mi sensación de triunfo por la victoria había desaparecido. Tan absorta estaba que olvidé vigilar si el hombre de la peluca oscura me seguía.