Capítulo 1

Grasseville era un hermoso château al norte de París, que dominaba una tranquila ciudad con mercado. Era verdad que del lugar emanaba una atmósfera de placidez, que se advertía en seguida. Era como si la envidia, la malicia y el odio que prevalecían en todas partes hubiera pasado de largo el lugar.

Aquí, cuando pasábamos, los hombres se llevaban la mano a la gorra y las mujeres hacían reverencias. Noté que Henri y Robert de Grasseville saludaban a muchos de ellos y preguntaban por miembros de sus familias. Pude comprender por qué parecía lejos la inminente tormenta.

Era cierto que Henri de Grasseville había accedido a que se celebrara la boda, pese a que las conveniencias imponían un período de luto más prolongado, pero supuse que había sido el conde quien había insistido, y que Henri de Grasseville era de la clase de hombres siempre dispuestos a satisfacer los deseos de los demás.

Margot estaba encantada con su matrimonio. Me dijo que estaba profundamente enamorada de Robert, y, como al parecer odiaban separarse, era evidente que el amor era mutuo. Sin embargo, ella encontraba tiempo para venir a veces a mi cuarto. Nuestras charlas habían llegado a formar parte de nuestras vidas, y yo creía realmente que las encontraría a faltar si cesaran alguna vez.

Un día vino y se arrellanó en el sillón junto al espejo, donde podía mirarse con satisfacción. Estaba muy hermosa.

—Es perfecto —anunció—. Robert jamás soñó que hubiera alguien como yo. Creo que yo estaba hecha para el matrimonio, Minelle.

—Estoy segura de que así es.

—Mientras que tú estás hecha para enseñar. Es el métier de tu vida.

—Oh, gracias. ¡Qué excitante!

Se echó a reír.

—Robert está maravillado conmigo. Esperaba que me encogiera y protestara, y quedara abrumada por el pudor.

—Lo que por supuesto no hiciste.

—Por cierto que no.

—Margot, ¿no advirtió…?

Sacudió la cabeza.

—Es el inocente más dulce que pueda haber. No se le ocurriría, ¿sabes? Nadie creería que vivimos esa aventura fantástica. —Su rostro se ensombreció de pronto—. Por supuesto, sigo pensando en Charlot.

—Lo mejor que puedes hacer es consolarte con la idea de que está en manos de Yvette y que no podría estar en otras mejores.

—Lo sé. ¡Pero es mío!

Suspiró y su exuberancia disminuyó. Pero estaba tan encantada con su matrimonio, que estuve segura de que su anhelo de Charlot había remitido un poco.

Aquí no había restricciones para salir a cabalgar sola. Nadie pensaba nunca en el peligro. Margot y yo fuimos juntas a la pequeña ciudad para hacer compras y en todas las tiendas fuimos saludadas con el mayor respeto. Todos sabían, por supuesto, que llegábamos del château y que Margot era la futura condesa.

Era como un oasis en medio del desierto. Cuando estábamos fatigadas, nos sentábamos en la acera de una pâtisserie bajo sombrillas alegremente coloreadas, y tomábamos café con pequeños gâteaux de crema, los más deliciosos que yo había probado jamás. Le thé no había llegado aún a Grasseville, y no se hablaba inglés, lo que consideré como otro signo de falta de cambios.

Se mantuvo el mito de que yo era su prima, y pronto fui conocida en la ciudad como mádemoiselle la cousine anglaise. Mi dominio de la lengua era maravilloso y yo me sentaba y charlaba con mayor rapidez incluso que Margot, que estaba demasiado sumergida en sus propios asuntos como para sentir interés por los de otros.

¡Cómo adoraba el olor del pan horneado y del café caliente, que llenaba las calles por la mañana temprano! Me gustaba contemplar al panadero, cuando sacaba las piezas del horno con su larga pala. Adoraba los días de mercado, cuando traían los productos en carritos de mano o carros tirados por viejos burros: frutas, verduras, huevos y gallinas chillonas. Me gustaba comprar en los puestos: un trozo de cinta, o dulces atractivamente envueltos y atados con cintas. Nunca podía resistirme a comprar, ¡y cómo les gustaba vender! Yo sabía que Margot, yo y los sirvientes que venían con nosotras, éramos un buen negocio, y por ello bienvenidos.

Las tiendas eran distintas de las que había en las ciudades grandes. Comprar era un asunto largo y se esperaba del cliente que pensara mucho antes de comprar aunque fuese el artículo más insignificante. Una transacción apresurada sería mal vista, y disminuiría el placer del vendedor y del comprador.

Una de mis tiendas favoritas era la herboristería, que vendía innumerables productos aromáticos. Había cinamomo, aceite, pintura, coñac, hierbas de todas clases (puestas a secar en las vigas del techo), conservas, pimienta, y venenos como arsénico y aqua fortis. Y desde luego, el omnipresente ajo. En la tienda había banquillos altos donde una podía sentarse y hablar con el propietario, que a menudo hacía las veces de médico y explicaba a la gente lo que debía tomar para esta o aquella dolencia.

Durante aquellos calurosos días soleados, parecía una aventura deliciosa ir al pueblo y cambiar amabilidades con la gente. Ni una nube en aquel cielo azul, ni rastros de lo que había detrás del horizonte. ¡Ay, el horizonte no estaba muy lejos y se acercaba inevitablemente!

Era raro que un carruaje atravesara el pueblo. Era un acontecimiento notable. Un día, estaba yo sentada en la plaza y llegó uno. Los visitantes bajaron y entraron a la posada para refrescarse. Los observé: nobles por sus trajes y modales, un tanto alerta, inseguros de la recepción que se les dispensaría. Entraron en la posada —dos hombres y una mujer— y dos mozos los siguieron, manteniéndose cerca de ellos por si había problemas. La muestra de la posada proclamaba su nombre: Le Roi Soleil. Y allí estaba Luis en todo su esplendor, mirando altanero la calle.

Me quedé esperando hasta que salieron, refrescados con licor y aquellos dulces cremosos a los que yo me iba aficionando.

Hablaban. Hasta mí llegaron jirones de su conversación.

—¡Qué lugar tan precioso! Cómo en los viejos tiempos…

Su carruaje se alejó. El polvo se asentó después de su partida. Sí, habían descubierto nuestro oasis.

Regresé pensativa al castillo, y poco después de llegar Margot vino a verme. Había algún proyecto en perspectiva; lo supe por la excitación que se transparentaba en ella.

—Va a suceder algo muy hermoso —anunció.

Por un momento, pensé que iba a decirme que esperaba un hijo, pero luego comprendí que era demasiado pronto. Lo que dijo entonces me sorprendió y me alarmó.

—Viene Charlot.

—¿Qué?

—No te sorprendas tanto. ¿No es lo más natural? ¿No debería tener conmigo a mi hijo?

—Se lo has dicho a Robert y él está de acuerdo…

—¿Si se lo he dicho a Robert? ¿Crees que estoy loca? ¡Claro que no se lo he dicho a Robert! He estado leyendo la Biblia, y me sobrevino la idea. Fue ayuda divina. Dios me ha mostrado el camino.

—¿Puedo compartir ese divino secreto?

—¿Recuerdas a Moisés entre los juncos? ¿El niño afortunado? Su madre lo puso en una canasta y lo escondió allí… de la misma forma en que será escondido Charlot.

—¿Y qué tiene que ver éste con Moisés y los juncos?

—De todas maneras, me inspiró la idea. Sé que Yvette colaborará. Tú también debes hacerlo. Tú lo encontrarás.

—No sé de qué estás hablando, Margot.

—Por supuesto que no, porque no dejas de interrumpirme. El plan consiste… y es un plan tan bueno que no puede fallar… El plan es que Yvette coloque al niño… no entre los juncos, porque no tenemos… sino fuera del castillo. Estará en una canasta y parecerá adorable. Alguien lo encontrará, y he decidido que seas tú. Lo traerás al castillo y dirás: «He encontrado un niño. ¿Qué vamos a hacer con él?». Yo lo miraré y lo amaré desde el primer momento. Le suplicaré a Robert que me deje tenerlo… y en las presentes circunstancias no puede negarme nada. Y así tendré a Charlot.

—No puedes hacer esto, Margot.

—¿Por qué no? Dime.

—Ya es bastante complicado todo, y éste sería un doble engaño.

—No me importa que se trate de un centenar de engaños, si me permiten tener a Charlot.

Yo estaba pensativa. Podía verlo. Era posible. Era simple e ingenioso. Pero Margot había olvidado que Bessell y Mimi sabían que ella había tenido un niño.

—Correrás grandes riesgos —dije.

—Minelle —exclamó dramáticamente—, ¡soy una madre!

Cerré los ojos y lo imaginé. Yo tenía que encontrar el niño. Alguien debía hacerlo. Era demasiado arriesgado dejarlo hasta que fuera encontrado de forma natural.

—Yvette… —comencé.

—Lo he arreglado con Yvette, diciéndole lo que quiero.

—¿Y está de acuerdo?

—Olvidas que Charlot es mi hijo.

—Sí, pero ella aceptó tenerlo alejado de ti. Eso fue lo que ordenó tu padre.

—Por una vez, no me importa lo que ordenó mi padre. Charlot es mi hijo y yo no puedo vivir sin él. Además, el plan no termina ahí. Recuerda a la madre del niño entre los juncos…

—Se llamaba Jochebed, según creo…

—Se presentó a la princesa y fue la niñera del niño. Bueno, eso es lo que será Yvette. Tendré que emplear una niñera para cuidar del niño y pensaré en mi propia niñera Yvette, que, casualmente, está haciendo una visita por los alrededores. Venía a verme. Es como un acto de Dios.

—Demasiadas coincidencias como para parecer verdad.

—La vida está llena de coincidencias, y ésta es pequeña. Yvette viene. Se enamora del niño a primera vista y cuando yo digo: «Yvette, debes venir y ser la niñera de este pequeño a quien he adoptado como hijo mío y he llamado Charlot por mi padre…».

—Tal vez tu marido piense que debe llevar su nombre.

—Rehusaré. «No, querido Robert —diré—, tu nombre es para nuestro primer hijo».

—Margot, practicas el disimulo con una habilidad sorprendente.

—Es un don útil y te lleva por la vida con cierta facilidad.

—La honestidad sería más recomendable.

—¿Estás sugiriendo que yo le diga a Robert: «Tuve un amante antes de conocerte, pensé en casarme con él y Charlot es el resultado»? No querrás que fuera tan poco amable con Robert.

—Margot, eres incorregible. Sólo espero que este plan tenga éxito.

—Pues claro que lo tendrá. Nos aseguraremos de que así sea. Tu parte es fácil. Sólo tienes que encontrarlo.

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana.

—¡Mañana!

—No tiene sentido esperar. Baja mañana temprano. Yvette no lo dejará hasta que te vea. Se esconderá entre los arbustos. Tú estabas inquieta y no podías dormir, de modo que decidiste tomar un poco de aire fresco. Mientras caminabas por los jardines, oíste el llanto de un niño. Encontraste la canasta. El adorable Charlot te miró y sonrió. Tú te enamoraste en seguida y me persuadiste para que lo adoptase.

—¿Necesitarás mucha persuasión?

—Tendré que consultar con mi esposo. Tal vez tenga que llorar un poco, pero creo que accederá a mis deseos y estará de acuerdo en seguida. Amará a Charlot. Anhela que tengamos un hijo.

—Para un hombre, los hijos de otros no siempre son tan deseables como el propio. Y presumo que no va a saber que éste es tuyo.

—¡Por Dios, no! Y por favor, no llames «éste» a Charlot.

—Me sorprende que Yvette haya accedido a esto, habiendo sido empleada por tu padre.

—Yvette sabe que nunca seré feliz sin él, y si ella está aquí como niñera suya… ¿ves lo que quiero decir?

—Lo veo, sí.

—Entonces, continuemos.

Pensé en el plan desde todos los ángulos, y tuve que admitir que podía funcionar, siempre que todo fuera de acuerdo con nuestro esquema.

Comencé a sentirme excitada, aunque tenía considerables recelos. Pero después de todo, desde que había conocido la existencia de Charlot —antes de su nacimiento—, supe que originaría dificultades considerables.

*****

Así, en una brillante mañana, me levanté un poco antes de las seis, me puse los zapatos y una bata y fui hacia los arbustos. Yvette estaba allí. Llevaba la canasta, que colocó con infinito cuidado sobre los arbustos al verme.

Tan pronto como lo hubo hecho, me aproximé. Era casi como lo había descrito Margot, porque el propio Charlot abrió los ojos y me dirigió una sonrisa de reconocimiento y una risita que era como si tuviera completa conciencia de la conspiración.

Llevé la canasta hasta el castillo. Uno de los lacayos, que estaba en el vestíbulo, me contempló sorprendido.

—Han dejado un niño entre los arbustos —expliqué.

El hombre se quedó sin habla, y se limitó a mirar con incredulidad a Charlot. Puso una mano sobre la manta que envolvía al niño, y el galón de oro de sus puños llamó inmediatamente la atención de Charlot. Sacó una mano regordeta para sujetarlo, pero el lacayo saltó hacia atrás como si en la canasta hubiera una serpiente en lugar de un niño.

—El niño no va a morderle —dije, y me di cuenta de que había mencionado el sexo del recién hallado.

Charlot cloqueó como si se mofara de nosotros.

—Mádemoiselle, ¿qué vais a hacer con eso?

—Creo que debo preguntarle a madame —contesté—. Ella deberá decidir.

En ese momento, apareció la propia madame en la escalera, serena, a punto para desempeñar su papel.

—¿Qué sucede? —Preguntó, un tanto imperiosamente, pensé—. Prima, ¿qué estás haciendo levantada a esta hora de la mañana, molestándonos a todos?

¡Cómo si no lo supiera y no estuviera lista para desempeñar su papel en aquel drama que más se parecía a una comedia!

—Margot —dije—, he encontrado un niño.

—¿Encontrado qué? ¿Un niño? ¡Qué disparate! ¿Es alguna clase de juego? ¿Dónde podrías encontrar un…? ¡Pero sí lo es! ¿Qué puede significar esto?

Sus ojos danzaban, sus mejillas ardían. Estaba disfrutando. Era peligroso, pero eso no hacía sino aumentar su diversión.

—¡Un niño! —gritó—. Realmente, prima, ¿cómo has podido encontrar un niño? ¡Pero si es un tesoro! ¿No es adorable?

Desempeñaba su papel mejor que yo, y yo sabía cuánto le costaba no llamarlo Charlot.

Margot se volvió hacia el lacayo.

—¿No crees que es un niño hermoso, Jean? —El lacayo palideció y ella continuó impaciente—: Yo nunca vi uno más hermoso. —Se inclinó sobre la canasta y Charlot la miró solemnemente—. Me parece que su nombre debería ser Charlot. ¿No es así, prima?

—Podría ser su nombre —admití.

—De ahora en adelante, será Charlot. Lo llevaré a mi esposo. ¡Qué contento estará al saber que tenemos un niño!

Robert había bajado a ver qué sucedía. Permaneció de pie en la escalera, y pensé qué joven era y qué poco conocía la verdadera naturaleza de la joven con la cual se había casado.

Margot corrió hacia él y deslizó su brazo por debajo del suyo. Él le sonrió. Era indudable que estaba muy enamorado.

—¿Qué ha sucedido, querida mía? —preguntó.

—¡Oh, Robert, algo maravilloso! ¡Minelle ha encontrado un niño!

El pobre joven pareció desconcertado, y bien podía estarlo.

Ella siguió charlando.

—Sí, estaba entre los arbustos. Deben de haberlo dejado allí. Minelle lo encontró esta mañana. ¿No es encantador?

—Debemos encontrar a sus padres —dijo Robert.

—¡Oh, sí! —Lo interrumpió con impaciencia—. Más tarde… tal vez. ¡Mira qué hermosura! Mira con qué alegría viene conmigo.

Lo alzó en sus brazos mientras Robert los observaba cariñosamente, pensando sin duda en los niños que tendrían.

Pronto corrió la noticia por el castillo. El conde y la condesa vinieron a inspeccionar al niño y, cuando vieron la alegría de Margot, fueron indulgentes. Su opinión era obvia. Después de todo, sería una buena madre, lo que era un consuelo puesto que antes de la llegada del niño nadie hubiera podido relacionar a Margot con la dedicación maternal.

Parecía como si todo el château se alborotara alrededor del niño. El conde dijo que pronto encontrarían a sus padres. Alguien sabría de quién era. La condesa señaló que era muy extraño que el niño estuviera tan bien cuidado. Debía de tener casi un año. Bastaba con mirar sus ropas para saber que no provenía de un hogar pobre.

Ella no estaba tan segura como el conde acerca de la posibilidad de encontrar a sus padres.

Durante varios días, se hicieron investigaciones y todo el pueblo se enteró de la presencia del niño en el château. La opinión del conde era que alguien había tenido que abandonar el país deprisa —a causa de los tiempos— y había dejado al niño cerca del château, sabiendo que los Grasseville no permitirían que quedara abandonado. Fue la primera vez que oí hablar en Grasseville de que las cosas estaban cambiando, si bien la condesa no estaba de acuerdo. Pensaba que ningún padre dejaría un niño. En su opinión, alguna pobre madre había robado las ropas a sus dueños, dejando al niño en el château con la esperanza de que allí llevaría una vida confortable.

Pensaran lo que pensaran, Charlot se quedó y Margot se hizo cargo de él, para diversión de su nueva familia. Estaba tan excitada con la presencia del niño, tan encantada de cuidarlo, que estaban todos atónitos, y dado su buen talante, empezaron a encariñarse con el niño. Pudo haber sido porque Charlot poseía un encanto especial, pero muy pronto se transformó en el mimado de la casa. Tenía los modales imperiosos de su madre y el carácter aventurero de su padre. Sin embargo, Margot convenció a Robert que jamás volvería a ser realmente feliz si le quitaban a Charlot, y que él debía ser el primero de aquella gran familia que se prometían a sí mismos.

La habitación de los niños fue restaurada. Fuimos al mercado a comprar cereales para sus papillas. En las calles nos detenían para preguntarnos cómo estaba el niño.

—Y el pequeño se acostumbra, ¿eh? ¡Menuda suerte la de ese pequeño al haber encontrado al château y a madame!

Charlot había tenido una infortunada aparición en el mundo, pero estaba adquiriendo con rapidez un puesto importante en él. Hasta el conde deseaba que nadie viniera a reclamarlo.

Margot declaró que nunca en su vida había sido tan feliz, y así lo revelaba. Estaba radiante. Se reía con frecuencia y sólo yo sabía que era una risa de triunfo y que estaba felicitándose por su astucia.

—Ha llegado el momento —me dijo— de llevar a cabo la segunda parte de nuestro plan. Le he insinuado a Robert que necesitamos una niñera, y quién mejor que una mujer de confianza que me conoce desde niña y que de hecho me tuvo a su cargo.

La venida de Yvette era sólo una cuestión de tiempo.