Tres días más tarde, el conde nos llamó junto a él. Margot y yo debíamos viajar a París sin demora.
Yo no sentía irme. La creciente tensión en el château estaba haciéndose insoportable. Me sentía observada y cuando estaba sola me descubría mirando furtivamente por encima de mi hombro. Advertí que los sirvientes me miraban de una manera extraña. Me sentía insegura, de modo que significó un gran alivio esta convocatoria.
Salimos un caluroso día de junio. El aire tenía una quietud que era en sí misma casi ominosa. El tiempo era sofocante, y se oía el trueno.
La ciudad no había perdido nada de su encanto, aunque el calor era casi intolerable después del fresco del campo.
Noté de inmediato que había numerosos soldados en las calles: miembros de los Guardias suizos y franceses que formaban la escolta del rey. La gente se juntaba en las esquinas, pero no en grandes grupos. Hablaban seriamente. Los cafés, de los cuales salía el delicioso olor del café tostado, estaban atestados. La gente se volcaba en las aceras, donde para mayor comodidad había mesas bajo sombrillas floreadas. Hablaban sin cesar, excitadamente.
En el Faubourg Saint Honoré el conde nos esperaba con cierta impaciencia.
Tomó mis manos y las apretó con firmeza.
—Me enteré de lo sucedido —dijo—. Fue aterrador. Mandé a buscaros de inmediato. No debéis regresar al château hasta que yo lo haga.
Entonces pareció advertir la presencia de Margot.
—Tengo noticias para ti —le anunció—. Te casarás la semana próxima.
Ambas estábamos demasiado sorprendidas como para hablar.
—En vista del estado de —el conde agitó las manos expresivamente—… de todo, los Grasseville y yo hemos llegado a la conclusión de que la boda no debe demorarse. Será una boda discreta, necesariamente. Un sacerdote la oficiará aquí. Luego irás a Grasseville y Minelle irá contigo… temporalmente, hasta que pueda arreglarse algo.
Margot estaba deliciosamente sorprendida y, cuando fuimos a nuestras habitaciones a borrar las huellas del viaje, vino en seguida.
—¡Por fin! —gritó—. No tenía sentido esperar, ¿no es cierto? ¡Todo era tan tonto! Ahora nos iremos de aquí. Mi padre ya no podrá darme órdenes.
—Tal vez lo haga tu esposo.
Se rió maliciosamente.
—¿Robert? Nunca. Creo que me llevaré muy bien con Robert. Tengo mis planes.
Yo estaba algo inquieta. Habitualmente, los planes de Margot eran alocados y peligrosos.
El conde pidió que fuera a verlo, y lo encontré en la biblioteca.
—Cuando supe lo que había sucedido, me sentí abrumado de ansiedad —me dijo—. Tenía que encontrar alguna manera de traerte aquí.
—Y entonces arreglasteis la boda de vuestra hija.
—Parecía una forma tan buena como cualquier otra.
—Utilizáis medidas drásticas para conseguir lo que queréis.
—¡Vamos! Ya era tiempo de que Margot se casara. Pertenece a la clase de las que necesitan un esposo. La de Grasseville es una familia que siempre ha sido popular entre el pueblo… aunque, ¿quién puede decir cuánto durará esta popularidad? Henri de Grasseville ha sido un padre para sus feudatarios, y por eso parece difícil imaginar que vayan a ponerse en contra de él. Aunque podrían, en las circunstancias presentes. La fidelidad no es una cualidad notable de los tiempos. Guardan rencor más fácilmente que gratitud. Pero me sentiría más feliz si estuvieras allí.
—Sois muy amable al preocuparos tanto.
—Como de costumbre, pienso en mi propio beneficio —respondió sobriamente—. Dime exactamente qué sucedió en el sendero.
Se lo conté y dijo:
—Fue un campesino que disparaba contra alguno de los del castillo, y resultó que eras tú. Es un paso en una dirección nueva. ¿Y dónde consiguieron el arma? Es un misterio. Estamos asegurándonos de que no caiga ningún arma de fuego en manos de la chusma. Eso sería fatal.
—¿Es grave la situación? —pregunté.
—Cada vez más. Cada día que pasa es un paso más que damos hacia el desastre. —Me miró severamente—. Pienso en ti todo el tiempo —dijo—. Sueño con el día que estaremos juntos. Nada… nada debe interponerse.
—¡Hay tanto en el camino! —observé.
—Dime qué.
—No os conozco realmente —contesté—. A veces me parecéis un extraño. A veces me sorprendéis, y sin embargo otras veces sé exactamente lo que vais a hacer.
—Eso dará interés a tu vida. Un viaje de descubrimiento. Ahora, escucha mis planes. Margueritte se casará y tú irás con ella. Te visitaré en Grasseville, y a su debido tiempo serás mi esposa.
No contesté. Seguí pensando en Nou Nou junto a mi lecho, en las insinuaciones de Gabrielle LeGrand. Ella sugirió que él había asesinado a Úrsula porque deseaba casarse con ella, Gabrielle, Quería un hijo legítimo. Gabrielle ya se lo había dado. Todo lo que hacía falta era legitimarlo, lo que sería sencillo si se casaban. Según ella, él me utilizaba para que yo encajara en el papel de víctima propiciatoria. Ahora sugeriría probablemente que había arreglado esto para sacarme de la escena. ¿Y qué pasaría si él había disparado ese tiro contra mí… o dispuesto que así fuera?
¿Cómo podía pensar semejantes cosas? Era absurdo. No obstante, algún instinto me advertía.
Me rodeó con sus brazos y pronunció mi nombre con enorme ternura. No resistí. Quería quedarme en sus brazos y olvidar los razonamientos.
*****
Era como si Margot escondiera un secreto demasiado precioso para confiármelo.
Me sorprendía su facilidad para huir de los problemas y comportarse como si nunca hubieran existido. Me alegré de que hubiera tenido la astucia de no traer consigo a Mimi. Ésta hubiera podido negarse, porque estaba a punto de casarse y, con la influencia de Bessell, se hubiera mostrado amenazante. La nueva doncella, Louise, era una mujer de mediana edad y estaba contenta de ocupar el lugar de Mimi. Al mismo tiempo, Margot había olvidado la conducta de Mimi y Bessell, como si no tuviera ninguna importancia. Deseé poder pensar lo mismo.
Tuvimos una semana atareada, casi siempre de compras, y volví a quedar cautivada por la animación de la ciudad. Todos los días a las dos miraba por la ventana a los ricos, que partían en sus carruajes a sus citas para cenar. Era todo un espectáculo, porque los peinados de las damas llegaban a ser tan extravagantes que resultaban casi cómicos. Algunas se pavoneaban con creaciones que representaban cualquier cosa, desde un ave del paraíso hasta un barco con las velas desplegadas. Ésta era la gente que alardeaba de su nobleza, lo que era peligroso en esos días. En la casa del conde y en otras, la cena era a las seis, lo que permitía ir al teatro o a la ópera a las nueve, hora en que la ciudad adquiría un carácter distinto.
Visitamos un teatro privado para ver una función especial de Le Mariage de Fígaro, de Deaumarchais, una obra que el conde dijo que jamás hubiera debido representarse en esos tiempos, porque estaba llena de astutas referencias a una sociedad decadente, que resultaban deliciosas para aquellos que deseaban destruirla.
Cuando regresamos al hotel, se mostró pensativo y melancólico.
Estaba muy ocupado, y a menudo salía por asuntos de la corte. Me conmovía que, pese a todo lo que sucedía, hubiera tenido tiempo de pensar en mi seguridad, aunque no creía yo, desde luego, que la boda de su hija hubiera sido decidida por esa razón.
Robert de Grasseville, con sus padres y algunos sirvientes, llegaron a París.
Margot estaba tan bella en su excitación, que casi la creía enamorada. Aun cuando sus emociones podían ser superficiales, eran lo más importante para ella mientras las sintiera.
La boda se celebró en la capilla, que estaba en lo alto de la casa. Se dejaba atrás el lujo de los apartamentos, se ascendía una escalera de caracol y se entraba en una atmósfera completamente distinta.
Allí hacía frío. El suelo era enlosado y había seis bancos frente al altar, adornado con paños bordados y, encima, una imagen de la Virgen adornada con piedras brillantes.
La ceremonia terminó pronto, y Margot y Robert salieron juntos de la capilla, con aspecto radiante.
Inmediatamente después, nos sentamos a la mesa. El conde en la cabecera, su nuevo yerno a su derecha y Margot a su izquierda. Yo tomé asiento junto al padre de Robert, Henri de Grasseville.
Era evidente que ambas familias estaban encantadas con la pareja. Henri de Grasseville me susurró que era indudable que ambos estaban enamorados, y que esto le resultaba muy satisfactorio.
—En familias como las nuestras, los matrimonios se convienen con frecuencia —dijo—. Sucede a menudo que los compañeros no son adecuados. Claro está que a menudo crecen juntos. Son tan jóvenes cuando se casan, que tienen mucho que aprender y aprenden el uno del otro. Esta unión es feliz desde el comienzo.
Estuve de acuerdo con él en que la joven pareja era feliz, pero no pude evitar preguntarme qué hubiera sentido él de conocer la experiencia de Margot, y deseé fervientemente que todo fuera bien, aunque me sentía inquieta recordando las exigencias de aquellos dos sirvientes en los que ella había confiado.
—Conviene dejar pronto París —continuó Henri de Grasseville—. En Grasseville estamos tranquilos. No ha habido señales de conflicto.
Sentí simpatía por él. No podía existir un hombre más distinto que el conde. Tenía una especie de inocencia y parecía pensar siempre lo mejor. Miré el rostro saturnino del conde, al otro lado de la mesa. Parecía un hombre que hubiera atravesado la vida emprendiendo toda clase de aventuras, y saliendo de ellas con su idealismo empañado, si no desapareció. Noté que una sonrisa curvaba mis labios y en ese momento él me miró, me descubrió observándolo, y hubo una mirada de inquisición juguetona en sus ojos.
Cuando terminó la comida, nos reunimos en el salón y el conde dijo que pensaba que era prudente no perder tiempo en salir para Grasseville.
—No se puede estar seguro de que el conflicto no vaya a comenzar en cualquier momento —dijo—. Bastará un pequeño pretexto.
—¡Oh, Charles-Auguste! —Se rió Henri de Grasseville—. Seguramente exageras.
El conde se encogió de hombros. Estaba decidido a que se hiciera lo que él deseaba.
Se acercó a mí y susurró:
—Debo verte a solas antes de que partas. Ve a la biblioteca. Me reuniré contigo.
Henri de Grasseville estaba consultando el reloj que colgaba de la pared.
—Si vamos a partir hoy —anunció—, deberíamos hacerlo dentro de una hora. ¿Os conviene a todos?
—Desde luego —contestó el conde, hablando por todos.
Fui de inmediato a la biblioteca. Poco tiempo después, estaba conmigo.
—Mi adorada Minelle —dijo—, te preguntas por qué te hago partir tan pronto.
—Comprendo que debemos irnos.
—¡Pobre Henri! No tiene una idea clara de la situación. Se queda en el campo y piensa que porque las ovejas balan aún y las vacas mugen como siempre, nada ha cambiado. ¡Quiera Dios que pueda seguir pensándolo!
—Es una filosofía cómoda.
—Veo que tienes deseos de discutir y vas a decir que es un hombre feliz. Él sigue creyendo que todo es bueno, que Dios nos protege y que el pueblo es inocente y amable. Un día tendrá un duro despertar. Pero, dirás, al menos fue feliz mientras tanto. Me gustaría discutir eso contigo, pero tenemos poco tiempo. Minelle, nunca me has dicho que me amabas.
—No suelo hablar con ligereza de esas emociones, como lo hacéis vos, que habéis amado a tantas mujeres. Me atrevo a decir que hay gente a la que le habéis dicho que la amabais cuando sólo sentíais un capricho pasajero.
—¿De modo que cuando me lo digas, puedo estar completa y absolutamente seguro?
Asentí.
Me apretó contra sí y exclamó:
—¡Dios mío, Minelle, cómo anhelo ese día! ¿Cuándo… Minelle?
—Hay tantas cosas que debo comprender.
—¿De modo que no me amas como yo te amo?
—Antes de amaros debo saber qué sois.
—Dime esto. Te gusta mi compañía, lo sé. No me encuentras repulsivo. Te agrada que esté junto a ti. Brillas cuando me miras, Minelle. Siempre fue así. Por eso lo supe.
—¡He vivido una vida tan distinta de la vuestra! Tengo que ajustarme a otras medidas, y no sé si podré.
—Minelle, ¿oyes las campanas de alarma? Suena a rebato. Durante toda mi vida, oí contar lo que sucedió en esta ciudad la víspera del día de San Bartolomé. Fue hace doscientos años… doscientos diecisiete, para ser exactos. Hubo algunos que lo presintieron. Durante semanas, antes de transformarse en bárbara carnicería, la cosa estuvo en el aire. Así sucede ahora… pero frente a lo que vendrá la noche de San Bartolomé será insignificante. Esas campanas dicen: vive plenamente ahora… porque es posible que mañana no estés vivo. ¿Por qué te me niegas… cuando cualquier noche puede ser la última?
Yo tenía miedo. Me encontré abrazada a él. Luego pensé: es un truco para hacerme caer. Y esto me demostró con toda claridad cuáles eran mis sentimientos hacia él.
Supuse que lo amaba, si amar quería decir querer estar con alguien, hablarle, sentir sus brazos a mi alrededor, desear aprender a amar y serlo todo para él. Sí, era verdad. Pero no podía confiar en él. En mis momentos de lucidez, me decía que Úrsula había muerto demasiado casualmente. Sabía que él era un amante experto, y yo una novicia. Yo tenía todo que aprender y seguramente él, con su vasta experiencia, lo había aprendido ya todo… incluso a engañar.
No debía ser tonta. Hasta ese momento, podía felicitarme de haberlo mantenido alejado, a despecho de aquellas ocasiones en que mis sentidos habían deseado entregarse. Mi severa crianza, el recuerdo de mi madre amada, se habían interpuesto entre mí y la locura.
—Entonces —me estaba diciendo tiernamente—, ¿te importo?
Me desprendí de él. No lo miré, por miedo a perder mi sentido común.
—Me he encariñado con vuestra familia —dije—. He estado con vos por un tiempo y Margot siempre fue mi amiga. No obstante, comprendo que hemos vivido vidas diferentes, con diferentes éticas. Tengo mucho que considerar.
Me miró con los ojos entrecerrados.
—Sí, es verdad que has sido criada en una sociedad distinta, pero eres una aventurera, Minelle. No deseas encerrarte en tu pequeño mundo sin explorar jamás el de otros. Tu naturaleza se hizo evidente cuando espiaste en las habitaciones de Derringham. Eso no fue lo que hubiera hecho una jovencita bien educada.
—Desde entonces, he crecido mucho.
—Ah, sí. Has cambiado. Ves el mundo con ojos diferentes. Has aprendido que hombres y mujeres no están claramente divididos en buenos y malos. ¿No es verdad, Minelle?
—Claro que es verdad. Nadie es completamente bueno, o completamente malo.
—¿Ni siquiera yo?
—Ni siquiera vos.
Estaba pensando en cómo había cuidado de Yvette y asegurándose de que atendían bien a Charlot.
—¿Entonces?
—Me siento insegura —dije.
—¿Todavía?
—Necesito tiempo.
—Tiempo es precisamente lo que nos falta. Puedo darte cualquier cosa, menos eso.
—Eso es todo cuanto quiero. ¡Hay tantas cosas que debo entender!
—Piensas en Úrsula.
—Si se piensa en casarse con un hombre que ya ha estado casado, resulta difícil no pensar en su primera mujer.
—No tienes por qué sentirte celosa con respecto a ella.
—No pensaba en los celos.
—¿Su desgraciado final? ¡Buen Dios, creo que piensas que la maté! ¿Me crees capaz de eso?
Lo miré con firmeza.
—Sí —contesté.
Me contempló por un momento y luego rompió a reír.
—Y aun así… ¿pensarías en casarte conmigo?
Yo vacilé y él continuó:
—Pero ya veo que lo piensas. ¿Por qué, si no, pedirías tiempo? ¡Oh, Minelle, tan lista y tan obtusa! ¡Pero debes persuadir al lado remilgado de tu naturaleza, que de alguna manera sería comme il faut casarse con un asesino! ¡Oh, Minelle, mi amor, querida, cómo vamos a divertirnos con ese lado remilgado que tienes!
Luego me abrazó y yo también me reía… no pude evitarlo. Devolví sus besos de una manera inexperta que yo sabía que le encantaba.
El reloj del escritorio zumbó impacientemente, como para advertirnos del paso del tiempo.
Él lo advirtió y tomó mis manos.
—Al menos —dijo— sé, y eso me da esperanzas. Tengo que permanecer en París por un tiempo. Tú lo comprendes. Hay hombres peligrosos que se alzan contra el rey y urgen al pueblo a destruir la monarquía y las instituciones. El más peligroso es el duque de Orleans, que todas las noches predica la sedición en el Palais Royal. Debo quedarme aquí, y, sabiendo lo que sé, no estaré tranquilo hasta que estés a salvo en el campo… o al menos relativamente a salvo. Ve con Margot. Cuídala. Es una niña díscola… apenas más que una niña. Parece no crecer. Tiene su secreto… —Se encogió de hombros—. Esto puede provocar un drama en su vida. ¿Cómo saberlo? Necesitará que la cuides, Minelle. Necesitará tu buen sentido analítico. Cuida de ella y de ti. Protégela de su propia locura… y un día yo te protegeré de la tuya. Me ocuparé de que aprendas a aceptar la vida… tomando lo que te ofrece… viviendo sin apartarte nunca de lo mejor.
Entonces me besó, lenta y tiernamente, y me fui.